La clandestinidad es una forma táctica que nos permite evadir la represión y la agresión de la burguesía en el poder, protegiéndonos en y con el pueblo. El sujeto clandestino es un hombre común, que utiliza los recursos legales del enemigo para evadirlo, que aprende a la convivencia diaria con las masas, que ante cada acierto o acción revolucionaria no espera adulaciones y calla modestamente, la clandestinidad como forma táctica nos permite: La acumulación y preservación de nuestras fuerzas; garantizar la continuidad del movimiento revolucionario, estar fuera del circulo del poder del enemigo; no presentar un frente definido al estado burgués para evitar que nos destruya.
La vida en la clandestinidad es azarosa, la muerte te asecha a cada instante, la respiras, la sientes, la transpiras, ves en cada persona, en cada sombra, un policía, tienes que volverte invisible, la fuga es constante, la vida sufre un cambio radical al tener que abandonar la seguridad del hogar, la convivencia diaria con tus padres, hermanos, amigos, la esposa, los hijos, el peligro constante a perder la vida, pero todo por un ideal: ¡la justicia social!.
La práctica con la teoría revolucionaria forman un conjunto de elementos indispensables para que al mismo tiempo que elevas tu capacidad teórica-militar fortaleces tu moral revolucionaria, la disciplina, la lectura para adquirir esa capacidad político-militar pasando a la ofensiva y llegar a un grado superior de lucha, la que finalmente fuimos pasando paulatinamente a la defensiva por el gran poderío militar del enemigo. Precisamente por la falta de visión de crear también la táctica de retirada según la estrategia planteada por Sun Tzu, nos creo una catastrófica derrota. Tenía razón Héctor Eladio, aunque también en la Liga se argumentaba que no había por qué prolongar la guerra y simplemente si no quieres bajas, no combatas.
Para desarrollar el grado ideológico sosteníamos al interior de la organización constantes seminarios que consistían en encerrarnos por periodos de una semana toda la dirigencia para el estudio y el análisis político y organizativo. Recordando una de las conclusiones a las que llegamos era: El desarrollar la lucha revolucionaria a su máxima expresión y la movilización política para fortalecer la unidad y elevar su conciencia.
Una tarde ya obscureciendo fui con mi padre y mis hermanos, ya que mi madre poco tiempo atrás había fallecido y tenía ganas de verlos. Salté por una casa que daba exactamente a espaldas de la de mis papás, nos dimos un fuerte y efusivo abrazo, comentándome mi papá que tuviera mucho cuidado, pues observaba a diario gente sospechosa parada enfrente, en las esquinas, carros con gente dentro haciéndose señas con los que estaban plantados. Lógico, él temía que en cualquier momento se diera el enfrentamiento si lograban detectarme y tuvimos una larga discusión política. Yo le argumentaba, tratando de justificar mi conducta y de aminorarle su sufrimiento y mortificación, que si ellos como generación habían perdido la revolución de 1910-1917 al asesinarles a sus lideres los Villa, los Zapata, los Flores Magón etc., yo no debería ser tan cobarde como para exigirle que aún a su avanzada edad se regresara para que continuara la revolución y nos dieran una sociedad más justa, eso sería irresponsabilidad de mi parte y poca hombría. Yo sentía la obligación moral de levantar su bandera y ser un continuador de su lucha y le recordaba que él había luchado por los mismos ideales y eso lo había convertido en el hombre justo, solidario y con mucha sensibilidad que yo admiraba. Pero él sólo me contestaba: “Hijo, te van a matar”. Y yo insistía, no tanto para convencerlo, sino para aminorar su pena, ya que mi madre tenía poco de fallecida y él sentía que su hijo en cualquier momento podía ser asesinado, pero definitivamente nunca lo pude convencer con mis argumentos.
En eso estábamos, cuando tocaron a la puerta, y me dice mi papá:
—¡Escóndete!
Corrí al primer cuarto de la casa que da a la calle, con el rifle abrí poquito la cortinita de la ventana y observé que era la policía, sintiendo el peligro que estaba corriendo mi padre por la cobardía que siempre demostraron estos asesinos, pero ya los tenía a tiro y al primer movimiento de peligro fácilmente los eliminaría. En ese momento mi papá abre la puerta y le preguntan desde unos vehículos varios tipos malencarados:
—Don Chuy, ¿dónde anda Chuy chico?
Mi papá les contesta:
—¡No sé, pues hace mucho que no lo veo!,
Los policías de una forma agresiva le dicen:
—¡Se me hace que usted es de los que hay que darle en la madre para que hablen!
Contestándoles mi padre:
—Permítanme tantito
Entrando a la casa agarra su pistola 45 y saliendo nuevamente a la puerta, les dice:
—¡Ahora si, díganme que quieren, hijos de la chingada! A mi no hay cabrón que me la deba y este vivo, todos están en el panteón
Ellos sabían que mi padre había participado en la lucha cristera y había tenido un papel relevante al fusilar a un pelotón de soldados y a un general después de hacerles que escribieran la carta de despedida a sus familiares, según me platicó mi padrino de bautismo, cuando me platicaba que buscara entre las cosas de mi papá una aguilita, con la que se había quedado cuando fusiló al general. Sabían que se enfrentaban a un hombre bragado.
—¡No, Don Jesús!— le dijeron los policías—. Ya sabemos quién es usted, pero es que su hijo trae muchas órdenes de aprehensión.
Uno de ellos insistió:
—¡Dígale a Miguel que queremos hablar con él!
Miguel era el mayor de mis hermanos.
Cuando se retiraron inmediatamente le di un fuerte abrazo a mi padre y a mis hermanos, lloramos un rato, me despedí saltando las bardas de las casas de atrás por donde siempre llegaba, ya que el frente siempre estaba vigilado.
Al siguiente día mi hermano fue a ver al comandante policiaco a ver para que lo quería, diciéndole el jefe policiaco que yo contaba con varias ordenes de aprehensión e incluso que había una fuerte recompensa a quien me capturara vivo o muerto. Treinta mil pesos era la recompensa.
—Mira, te voy a decir que hago yo por mi hermano— le respondió mi hermano Miguel—. No sé qué hagas tu por los tuyos!, Pero si algo le pasa a mi hermano, a ti y a toda tu familia los voy a matar, y si tienes perros hasta ellos también.
El comandante le respondíó:
—Yo no tengo por qué tener ese problema,
Mi hermano le dice:
—Pues ya te dije.
Y se retiró del lugar.
A los quince días volví a regresar a la casa de mis padres para saber si todavía los seguían molestando, nos volvimos a abrazar. Y como ví que en la banqueta de la calle estaba un buen número de mis amigos de infancia de ahí de la cuadra, salí con gusto a saludarlos a sabiendas del peligro que corría, pero no podía negarme el gusto de platicar con ellos. Al verme salir de la casa todos se sorprendieron, diciéndome:
—¿Qué estas haciendo aquí? ¡Te traen muchas ganas!
En eso estábamos, cuando de pronto sin darme cuenta un carro negro y sin luces ya estaba muy cerca de nosotros y corro al interior de la casa hasta la azotea. Mis amigos corren por diferentes rumbos y comienza la balacera. Yo les disparaba de arriba de la casa, cambiándome de lugar constantemente y ellos apostados en el carro me disparaban hacía arriba, prolongándose durante un buen rato el intercambio de disparos. Luego se retiraron y bajé inmediatamente con la pistola en la mano, preguntando por mis amigos. Observando en el piso vidrios regados como consecuencia de los disparos sobre el carro y un charco de sangre, me quedé un poco consolado pensando que no se habían ido limpios. Busqué y encontré a todos mis amigos, faltándome solamente uno. Mi temor era que lo tuvieran ya en las torturas. Pero cual fue mi sorpresa al verlo venir por media calle con otro sujeto que lo traía abrazado por el cuello. Yo me cubrí en un árbol que estaba afuera de una casa y mi pistola en la mano. Me pregunté porqué no avanzaba y quién era el sujeto que venía con él. No se veía muy bien ya que era de noche, pero veo que le quita el brazo de encima y se viene hacía mí, y me doy cuenta que no se venía porque lo traía encañonado. Y cuando se acerca, mi amigo me dice:
—¡Mira cómo me dejaron!
Y veo que le habían sacado un ojo, se lo habían reventado y venía sangrando. En ese momento me grita el policía desde media calle:
—¡Ya chingaste a tu madre, ahora si no te nos pelas!
Contestándole yo:
—¡Pues ya chingaste a la tuya!
Y comienzo a dispararle, cae herido y le sigo disparando en el suelo donde cayó herido y corro y me meto a la casa y subo hasta la azotea, parapetándome nuevamente. Y ya no se arrimaron los carros ni a recoger a su herido o muerto, yo no lo sabía, ahí estaba tirado. En ese momento llega en su carro un vecino que vivía enfrente de mi casa al que le decíamos El Bonanza y le grito:
—¡No te estaciones, sácame de aquí!
Contestándome temeroso:
—Sí.
Por lo que bajo inmediatamente y me subo a su vehículo. Al arrancar puse mi cabeza en dirección al poste entre las dos puertas con mi pistola en la mano, ya que en la esquina estaba uno de los vehículos policíacos. Al pasar junto a ellos, esperando yo sus disparos me llevé una gran sorpresa, ni me dispararon ni les disparé. Mi amigo me llevó hasta el pueblo de Zapotlanejo. Nuevamente no pudieron atraparme. Pero lo que quedaba atrás era la incertidumbre de mi papá, mi esposa, mis hermanos, de si había logrado escapar. Esta vez jugó un papel muy importante mi suegra, que también nos acompañaba hasta Zapotlanejo, la que regresó con la buena noticia de que sí había logrado escapar. Tomé un autobús y me trasladé a la ciudad de México.
Ya estando yo en la ciudad de México, me escondí en una casa cerca del templo de la Villa y allá me alcanzó un amigo, Flavio, que me informó que mi hermano Raúl había sido detenido como represalia por no haber podido atraparme, y que para soltarlo le ponían como condición que les dijera dónde podía estar escondido, pero mi hermano, que es de lo más integro, no les dijo nada, y en consecuencia lo mandaron consignado a la penal por el delito que yo había cometido. Por fortuna, no duró mucho tiempo en prisión. También me enteré que el policía que había quedado tendido en el suelo, herido, y del que yo casi estaba seguro que había fallecido porque le vacíe todo el cargador de mi pistola, aunque puede ser que por lo oscuro no le acerté todos los tiros, y al que le apodaban El Tigre, no había fallecido. Después me enteré que solamente era madrina de la policía.
Después de tres días de bastantes charlas y análisis prolongados acerca del desarrollo de los acontecimientos en Guadalajara, confirmábamos, con gusto, de como iba subiendo de manera muy acelerada el nivel de la combatividad de los compañeros. Fuimos a comprar víveres, rastrillos, jabón, y al llegar a la esquina sorpresivamente nos sale la policía.
—¡Quietos!— nos gritan.
Yo iba leyendo un periódico entre mis manos y por lo tanto distraído. Y tratan de ponerle las esposas a Flavio, pero rápido de reflejos corre esposado de una sola mano y yo corro en sentido opuesto, me introduzco por la puerta de una casa que se encontraba abierta y por las azoteas corro y bajo a una vecindad, quedándome ahí un buen rato sin saber lo que había pasado con mi amigo. Los inquilinos de la vecindad no me delatan e incluso me dicen “ya se retiraron, ya puedes salir”. No tenía a donde ir y regresé a la misma casa donde me refugiaba. A los ocho días llegó Flavio con otros amigos y salí inmediatamente a su encuentro preguntándole que cómo se había quitado las esposas que se llevo puestas, respondiéndome que se metió la mano en su bolsa del pantalón y nunca la sacó hasta llegar a Guadalajara y ya estando ahí los amigos se las quitaron.
Me invitaron a una reunión por el rumbo de Tlatelolco, ya que me comentaron que ahí se encontraban unos cubanos y era importante que estuviéramos ahí para hacer intercambio de experiencias y opiniones, por lo menos a mi me parecía muy interesante conocer el punto de vista de alguien que su revolución si había triunfado. Cuando menos yo en mi concepto los tenía en un plan más elevado y que sus aportaciones tenían que ser muy valiosas y que por lo menos podríamos tener contacto a través de ellos con otros movimientos guerrilleros de otros países.
Llegamos a una finca de la cual no puedo señalar ya que teníamos por costumbre caminar con la cabeza inclinada hacía abajo para no ver nombres de calles ni números como medidas de seguridad de tus compañeros y de tu organización. Al encontrarnos en el interior de la casa en una sala muy grande con una mesa al centro y varias sillas alrededor comenzamos la discusión sobre el lineamiento político, estrategia, forma organizativa, etc. Todo marchaba bien hasta que para nuestra mala suerte llega la policía, parece ser que era un lugar ya conocido y detectado por la misma. Yo desconocía que no era segura, sino no hubiera ido. Esta casa estaba disfrazada como fabrica de fundición o algo parecido. Al irrumpir la policía, corrí y me metí en uno de los hornos, y como estaba muy oscuro no vieron donde me oculté y los demás no se donde se escondieron ya que solamente los cubanos se quedaron ahí sin molestarlos, sólo haciéndoles preguntas sobre nosotros especialmente sobre mí. Me arrimé a la ventana que tenía la luz prendida y yo veía a los cubanos pero ellos a mi no y los vi todos asustados, preguntándose entre ellos que por cierto eran tres:
—¿Oye, quienes son estos?
Luego vi que Flavio y su amigo Héctor entraron al cuartito al lado de los cubanos. Salí de donde estaba oculto y cuando entré se me quedaron viendo sorprendidos, preguntando que dónde me había escondido. Pensaban que me había brincado las bardas.
—¡Vámonos!— les dije y salimos agazapados. Nos subimos al carro de Héctor sin saber si los policías estaban cerca todavía, retirándonos rápidamente de ese lugar y les hice mi comentario en forma de reclamo:
—Este lugar es muy peligroso, para otra ocasión tengan cuidado a dónde vamos y con quién vamos.
Nos regresamos a la ciudad de Guadalajara a continuar con el trabajo estructural y a darles aliento a los compañeros, sobre todo a los más chicos que los habíamos dejado abandonados, sólo que el trabajo revolucionario así lo requería y, bueno, ellos mismos deberían tener su propia iniciativa sino no íbamos a poder crecer.
Pero la represión era muy fuerte y nos fuimos a Citala, una población muy cercana a Guadalajara, Wenceslao Martínez Ochoa, Antonio García Mendoza, Rafael, Flavio y yo. En este pueblo nos dimos una buena relajada, tomando leche recién ordeñada, nos dábamos nuestros paseos a caballo y como nadie nos conocía tuvimos un buen reposo, pero el trabajo debía continuar y además por la carencia económica, nos regresamos a Guadalajara a hacer la primera expropiación.
Debido a la escasez de recursos y a las tareas de organización, decidimos realizar la primera expropiación. Era una expropiación porque eran recursos que recuperábamos de los explotadores que les robaban a la clase trabajadora y que con los cuales financiaríamos el movimiento revolucionario, porque el robo es de los vulgares delincuentes y la expropiación es de los revolucionarios. Para esta expropiación ya habíamos recibido información de que en cierta empresa podíamos obtener buenos recursos, pero cometimos el error de no verificar la información. Nos trasladamos Antonio García Mendoza, Wenceslao Martínez Ochoa, un compañero de ascendencia china que sólo sabía que se llamaba Rafael, y yo. Llegamos al lugar indicado. A mí me tocaba desarmar al guardia, pero al encañonarlo con mi pistola me sentí impactado al ver que este señor tenía un exagerado parecido a mi padre. Mi actitud cambió radicalmente, pidiéndole de favor que me entregara su arma, lo cual parecía absurdo tratándose de una expropiación. Y él me decía: “Tese quieto”. Y yo me preguntaba en medio de la confusión: ¿cómo desarmarlo sin lastimarlo? Hasta que afortunadamente llegó Wenceslao por detrás y le sacó la pistola. Esto me dejó más tranquilo y ya me lo llevé al interior diciéndole:
—Véngase, señor, por favor— y subo a un cubículo que se encontraba en la parte alta de la empresa en donde se localizaba el gerente. Subí por él, encañonándolo para que bajara a abrir la caja fuerte que se encontraba en otra oficina en la parte baja. Con el gerente mi actitud fue otra y le indiqué que la abriera apuntándole a la cabeza, éste se arrodilló para girar la perilla de la caja fuerte y después de un rato voltea su rostro desencajado, descolorido a verme y cruza sus manos en signo de imploración diciendo:
—¡Virgencita de Guadalupe, porque me haces esto!
Y yo le decía:
—¡Ábrela cabrón!
A lo que el me contestaba:
—Espéreme, espéreme, espéreme.
Y continuaba tratando de abrirla y después de otro nuevo intento volvía nuevamente su rostro haciendo otra exclamación
—¡Dios mío, qué hice para merecer esto!
Al ver que nunca iba poder recordar el número de la combinación debido al pánico que lo invadía, les dije a mis compañeros que nos fuéramos, y nos retiramos sin un solo cinco. Y al salir volví a ver a aquel señor de estatura baja, casi de la misma edad, arrancherado, de mirada noble, y de alguna forma satisfecho de que este señor en ningún momento se amedrentó, me recordó más a mi padre. Lo vi con cierta ternura y nos retiramos.
Por esos días hicimos otra expropiación que sí tuvo éxito y el vehículo en el que la habíamos realizado lo abandonamos. Y me comenta José Concepción Ruiz Michel, Mario el Loco, que se iba a casar. Y por no tener vehículo para llevar a su futura esposa a la iglesia, fue por el mismo que habíamos abandonado. Grave error, ya que un vehículo que se utiliza en alguna acción violenta siempre se queda la policía vigilándolo por algunos días para ver quien regresa. Pero Mario, que era muy osado, fue por él para que lo arregláramos con flores y llevárselo al templo, y mientras lo lavaban los compañeros Mario y yo estábamos jugando con unas espadas que él tenía en la azotea de la casa de Republica. Estábamos muy contentos porque él pasaba a mi gremio de los casados, adornamos el carro con flores y fuimos al templo donde él se iba a casar, y en otro vehículo nos fuimos Wenceslao, una compañera hermana de Luís Jorge Meléndez Luevano, quien posteriormente moriría trágicamente enseñando a otros compañeros la preparación de una bomba, misma que le explotó en sus manos, Antonio García Mendoza, Rafael el de ascendencia china y otros compañeros que estaban en el interior del templo para cuidar que Mario saliera bien librado de su boda. Fue un momento de mucha tensión, ya que el temor de que la policía apareciera en cualquier momento era grande. Por el nerviosismo y al no separar en ningún momento mi mano de la pistola 45 fajada a la cintura y con cartucho cortado y sin seguro, se me disparó un tiro y Mario pensando que se habían armado los balazos hecha mano de una escopeta recortada que traía a un costado cubierta con su bonito smoking. El sacerdote asustado los declara rápidamente marido y mujer y da por terminada la misa. Le expliqué a Mario que no había ningún problema, que por accidente se me había disparado la pistola. Y todavía tuvimos la osadía de en la noche ir a la fiesta, en esta fiesta nos encontrábamos todos los compañeros que andábamos escondidos, cada uno con su gabán y con su respectiva arma debajo del mismo. La policía se enteró de nuestra presencia y no se animó a llegar, Mario se dio un reposo, se fue de luna de miel a Mazatlán y nosotros continuamos con la tarea revolucionaria.
Algunos nos suponen heroicos, sufridos, sacrificados, abnegados, sin saben que amábamos la clandestinidad porque amábamos a nuestro pueblo y no comprenderán nunca que fuimos dichosos porque amábamos la irregularidad, el silencio, la acción, el aire puro de la clandestinidad, por haber roto las cadenas de la esclavitud y quitarnos la venda de la ignorancia y sentirnos libres de toda atadura burguesa. El miedo que tuve fue por ser responsable del peligro del otro.
Cuando te encuentras con tu lucha, brota la felicidad, aún si no dura más que el tiempo de un suspiro. Los ojos del pueblo destilan lágrimas y odio y se preguntan: ¿luchar o resignarse? No lo dudamos un instante pues estábamos comprometidos con nuestro pueblo y los ideales Guevaristas. ¿No cambiarían su vida de aquí en adelante por una oportunidad de ser libres? Podrán tomar nuestra vida, pero no nuestra libertad.
Sólo que si la lucha a nosotros nos producía felicidad a nuestros seres queridos les producía incertidumbre y dolor. A mi esposa al no tener la certidumbre de donde estaba su marido, ya que la policía le decía que ya estaba muerto y ella les contestaba: “pues entréguenme el cuerpo”, me imagino cuanto dolor padeció cuando leyó cinco veces mi muerte en los periódicos. Una de ellas decía que me encontraron en la barranca destrozado, pero que me habían identificado, que el muerto era Jesús Morales El Momia, otra de las noticias que leí sobre mi muerte fue en la que murieron unos compañeros que venían de la ciudad de México, creo que eran del FRAP. Antes de llegar a la piedad, Michoacán, se encontraron con un retén militar, creo que eran tres compañeros los que sacaron sus granadas, bajaron a los pasajeros del autobús y las detonaron antes que dejarse detener. Pero los periódicos daban la noticia que uno de los muertos fue identificado como Chuy El Momia. Más otras tres que no recuerdo como me mataron. Yo lo tomaba con tranquilidad, pero me imagino el sufrimiento de mi amada esposa, mi padre y mis hermanos.
La nostalgia de reencontrarme con mi esposa, de ver a mis queridos hijos, me apachurraba el corazón, pero este dolor lo sustituía anteponiendo mi convicción de que había que pagar el precio que fuera aún a costa de mi propia vida por la libertad de mi pueblo.
¿Como es posible que Ernesto Che Guevara siendo argentino tenía un conocimiento tan preciso acerca del gobierno Mexicano?, al decir: “es en México donde la podredumbre más grande está cubierta por formas pseudo democráticas de convivencia”.
En todo este periodo de la vida clandestina la participación revolucionaria es conjunta de todas las corrientes que habíamos conformado el FER, y que por las divergencias ideológicas y de liderazgo terminó por conformarse después de 1973 las tres organizaciones guerrilleras: La Liga Comunista 23 de Septiembre, Las Fuerzas Revolucionarias Armadas del Pueblo y la Unión del Pueblo.
Yo en lo personal intenté unificar a las organizaciones ya que mis compañeros del FER militaban en las diferentes organizaciones guerrilleras y no estábamos acostumbrados a las divisiones entre nosotros, pero la incrustación de cuadros extraños con bastante capacidad nos produjo una profunda división. Los miembros del FER que querían participar en la lucha revolucionaria se encontraban con la disyuntiva de participar en alguno de los tres grupos guerrilleros o de acuerdo a la relación de amistad o por el análisis personal para decidir a qué grupo se integraban. Como el avance ideológico era muy precario en los miembros del FER no quedaba de manera clara en cual organización participar para no hacerlo por cuestiones de afinidad o amistosas y si no querías equivocarte pero tampoco conocías en profundidad los planteamientos de cada una de estas organizaciones. El FER quedó totalmente fragmentado. Yo no tenía ningún problema para platicar con todas las directrices, pero en la plática que tuve con Enrique Guillermo Pérez Mora El Tenebras me comentaba de lo equivocado que estaban las demás organizaciones acusándolas de militaristas y llamando a Lucio Cabañas de forma despectiva como “el pelón” y a los de la UP como los bomberos. Luego estuve en otra casa escondido en la calle Moro que ahora se llama Federalismo platicando con la dirigencia de la Unión del Pueblo y estos acusaban a la Liga de pequeño burguesa, de provocadores, de lanzar a toda su estructura a un suicidio colectivo, se hacían el reclamo de unas armas, en fin que inclusive estaban a punto de una confrontación entre organizaciones revolucionarias, aunque ésta situación me producía desconcierto y desconsuelo, no se podía hacer gran cosa para unificar.
Estábamos en esa platica en la calle Moro tratando yo de convencer a los de la Unión del Pueblo del dialogo, cuando llegó el comandante guerrillero Lucio Cabañas Barrientos y la dirigencia de la UP y Lucio se encerraron a platicar, charla en la que no me permitieron participar. Cosa que me produjo malestar ya que yo admiraba a Lucio porque era el icono de la guerrilla rural. Dejó una mochila con cartuchos de dinamita, la cual nos llevamos Luís Jorge Meléndez Luevano El Tiburón y yo a una casa donde le quitamos lo sudado a los cartuchos y ahí me enseñó a desarmar las granadas para quitarles la dinamita que traen en el interior para aprovecharla en algún artefacto explosivo sustituyéndola por pólvora con el cuidado de quitar la espoleta y volverla a poner. Nunca más volví a ver al profesor Lucio Cabañas.