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—¿En qué momento tú sitúas el salto ideológico en el Partido, es decir, el abandono de los esquemas reformistas acerca de cómo llevar adelante el proceso revolucionario?
—En el VII Congreso de abril de 1979, cuando decidimos virar hacia la lucha armada, aunque como te decía, fue culminación de un proceso de lucha ideológica interna, largo y sostenido.
—A ver, explica un poco más eso.
—Bueno. Cuando nosotros a finales del año 76, en la campaña electoral, le decíamos a las masas: “hay que prepararse para defender con la violencia los resultados en las elecciones”, ése era ya un planteamiento de poder. Pero no era el planteamiento del poder revolucionario propiamente tal, sino del poder así, en general. ¿Quién iba a ganar el poder? Estas fuerzas democráticas asociadas en las urnas, que eran las que estaban capitaneando todo aquello.
—Como lo de Allende, digamos, la vía pacífica...
—No era tanto la vía pacífica, porque no tenía cabida en nuestro país. Nunca hubo elecciones como las de Chile. El nuestro era un planteamiento diferente: el acceso al poder a través de una rápida insurrección en la que una parte del ejército reaccionaba y le abría campo a aquel hombre que había ganado las elecciones, pero que, de hecho, implicaba que se mantenían las estructuras del estado burgués. Lo que debería ocurrir era una simple recomposición del gobierno. Creo que hay un hecho de 1985 que ilustra bien aquella idea nuestra en las elecciones de 1977: lo que pasó en Filipinas, el ascenso de Corazón Aquino al gobierno impulsado por la rebelde acción popular contra el fraude en las elecciones y el golpe militar que derribó a Ferdinando Marcos. Ese era más o menos el diseño nuestro.
—¿Y eso es lo que cambia en el VII Congreso?
—Sí, aunque empieza a cambiar antes, en febrero y marzo de 1977. Después hubo vacilación, retroceso, luego viene la convocatoria al congreso y, a propósito de ella, se inicia el análisis crítico de todo ese período en la propia dirección. Surge la posición autocrítica, viene el debate en el Partido y en la juventud. La discusión fue promovida por la dirección del Partido, la cual elaboró y bajó los documentos que sirvieron de base para ese debate, los que, con el aporte de los militantes, fueron enriquecidos.
Cuando llegamos al congreso llevábamos un verdadero enfoque revolucionario. El congreso es el salto.
El nuevo Comité Central, al que fueron incorporados los principales dirigentes de la Juventud Comunista y numerosos cuadros frescos surgidos de los escalones intermedios del Partido, adoptó medidas organizativas en gran escala para asegurar en la práctica el viraje del Partido. Así surgió entre nosotros el concepto de Partido en guerra, cuya idea central es hacer apto al Partido para cumplir su misión en la guerra.
Ya desde antes de celebrarse el VII Congreso, el viraje del Partido había tomado un curso resuelto. Antes del golpe de estado de octubre nosotros estábamos empezando a realizar nuestra lucha armada, ya teníamos unidades realizando las primeras acciones, pequeñas acciones, claro. Durante 1980 el paso a la lucha armada se aceleró y, por supuesto, con nuestra participación en la ofensiva del FMLN del 10 de enero de 1981, el viraje se consumó definitivamente.
En nuestro caso se confirmó, pues, que en política no hay transformaciones instantáneas, ni químicamente puras. Pero en lo que se refiere a la dirección, había triunfado, ya desde el congreso, la posición correcta.
Incluso el congreso es un salto en el enfoque unitario con respecto a las demás fuerzas revolucionarias. Nosotros habíamos venido planteando durante años la unidad de las fuerzas revolucionarias, pero, una cosa es la unidad de las fuerzas revolucionarias para que apoyen aquel otro proyecto, en una especie de unidad de acción, y otra cosa es la unidad de las fuerzas revolucionarias para construir la vanguardia de la revolución.
Por eso yo te decía en la entrevista que tú me hiciste en 1982: El Partido Comunista no puede aportar a la unidad de las fuerzas revolucionarias si él mismo no rompe con el reformismo.
En el caso nuestro, no ocurrió que pasáramos de una posición contra la unidad a una posición a favor de ella, como ha sido el caso de algunos Partidos Comunistas de Suramérica. Nosotros estuvimos siempre por la unidad y lo que hubo fue un cambio de calidad en nuestra tesis sobre la unidad: pasamos de un planteamiento reformista a un planteamiento revolucionario del problema.
—¿Y por lo tanto a impulsar lo que unos llaman la plurivanguardia, y otros el plurisujeto de la vanguardia o la vanguardia-síntesis...?
—Sí, sí, seguro. La tesis que se plantea y aprueba en el congreso es la que sostiene que el proceso de la unidad de las fuerzas revolucionarias debe ser el proceso de la construcción de la vanguardia de la revolución. Por eso te digo que el VII Congreso fue un salto ideológico en todo sentido.
Uno de los acuerdos más decisivos tomados por nosotros para reestructurar al Partido adecuándolo para la guerra fue —como te decía— la fusión del Partido y la Juventud Comunista.
Las grandes reservas de dinamismo y de comprometimiento con el estilo revolucionario estaban más en la juventud que en el Partido. No es que no existieran en el Partido, pero estaban más allí, en la juventud. En el Partido se notaba rezago, estilos lentos, conservadores. La juventud era otra cosa. No sólo a nivel de base, sino de cuadros también. A esas alturas, en la juventud estaba cosechándose ya una generación de cuadros, con una formación muy sólida, con grandes cualidades, que formaban una buena parte de su Comité Central y de su comité ejecutivo.
—¿Podrías explicarme concretamente cómo llegaron a la fusión del Partido y la juventud?
—La juventud fue disuelta e integrada al Partido. Algunos de sus miembros fueron integrados al Comité Central y a la Comisión Política. Ese fue el primer paso, pero ya a fines de año esa medida se aplicó a todo el cuerpo del Partido. Hasta entonces, la cabeza tenía una dinámica y el cuerpo tenía dos dinámicas, dos piernas: una, que se quedaba atrás, el Partido, muy lento, sin oposición a la línea; y la otra que avanzaba, la juventud, muy dinámica. La pierna que se quedaba no dejaba avanzar mucho a la otra, que llevaba la delantera.
Uno de los motivos de esta fusión fue ver que era muy difícil conducir un Partido en guerra con dos comités centrales, dos comisiones políticas. Eso era muy complicado y nos iba a traer problemas y contradicciones. Decidimos unificar todo para conducir desde un solo centro.
Además, la repetición de organismos en el Partido y la juventud absorbía cuadros, muchos de los cuales debían dedicarse a la construcción del ejército en ese momento, puesto que eran los cuadros más dinámicos. Pero el principal móvil, sin duda alguna, era dinamizar el viraje.
—¿Eso significó únicamente ampliar la estructura o también reemplazar a los viejos cuadros por nuevos?
—En el congreso del 79 salieron de la dirección antiguos cuadros y entraron cuadros nuevos para asegurar el viraje, pero luego se incorpora a los militantes de la juventud a todos los organismos del Partido, a todos los niveles. Dejaron de existir células exclusivamente de la juventud, se mezclaron en cada frente de trabajo. E igualmente en los organismos intermedios y en los organismos superiores.
—¿Qué balance haces de esta experiencia de fusión de la juventud y el Partido?
—Esta fusión fue necesaria. Le dio más calidad a la dirección del Partido, la hizo más enérgica y ejecutiva, como se necesitaba en aquel momento.
En los años anteriores al congreso habíamos venido desarrollando una línea de ir formando cuadros técnicos y científicos en distintas ramas, pensando en términos de futuro. Seguíamos una política de envío de jóvenes a los países socialistas y entre ellos había un número destacado de jóvenes comunistas de gran calidad revolucionaria. Se nos planteó qué hacer con ellos: llegamos a la conclusión de que no debíamos emitir una orden, sino estimular las decisiones voluntarias. Lo mejor de los jóvenes que estaban allá pidieron a la dirección que se les permitiera volver e incorporarse al frente de guerra. Así se hizo y, con muy raras excepciones, todos ellos resultaron excelentes cuadros militares.
—O sea, que pesó más la participación en la guerra que el futuro profesional.
—Exacto. Esos compañeros que se incorporaron, eran, a la vez, los mejores estudiantes, los más capaces. Pesaron más en ellos sus deberes como revolucionarios y acudieron al llamado del Partido a tomar las armas. Nosotros no vacilamos en apoyar su decisión y los resultados son excelentes.
Sin embargo, un par de años después ha surgido la necesidad de contar con una estructura juvenil del Partido para la movilización de la juventud, sobre todo en las ciudades, entre los estudiantes, etc. Estamos de nuevo estructurando la juventud, pero no a la manera anterior, es decir, sin formar aparte una estructura de la Juventud Comunista, sino especializando organismos del Partido para que trabajen con los estudiantes, con los jóvenes trabajadores, etc. Porque hubo un momento en que —debido a la fusión que coincidió con la declinación de la lucha en la ciudad durante el 81 al 83 y con la ida a la montaña, principalmente de los jóvenes comunistas— dejamos de hacer el necesario trabajo revolucionario entre la generación joven del pueblo.
Es decir, que por un lado esa fusión nos sirvió para dinamizar al Partido, pero por otro, nos quedamos sin un instrumento importante de trabajo para mover a la juventud; para trabajar en el frente de masas juvenil y reclutar allí cuadros, especialmente cuadros militares. Empezamos así a sentir un vacío en este terreno.
—¿Pero eso no se debió también un poco al cambio del enfrentamiento que se desplaza de la zona urbana a la rural?
—Un poco. Pero en nuestro caso, nosotros no perdimos de vista que había que seguir actuando en la ciudad. Siempre hubo gente para eso y empezamos a sentir esa falta de trabajo con la juventud. No resolvimos esta cuestión tan pronto como hubiésemos debido, porque nos amarramos más tiempo del conveniente a la idea de que no debíamos crear dos centros de conducción, cuando realmente no se trataba de eso. Yo mismo tenía esa idea. Luego vimos que se podía afrontar el trabajo del frente juvenil, pero de otra manera y a comienzos del 84, en un pleno, se toman las nuevas medidas que hasta ahora han dado resultados.
En aquel momento, principios del 79 y comienzos del 80, lo que hicimos fue necesario, pero luego hubo que hacer nuevos cambios. De esto sacamos una lección en materia de organización: no hay que aferrarse a esquemas permanentes, indefinidos en el tiempo y constantemente hay que estar revisándolos para adecuar la organización a los requerimientos de la realidad. Mantener los principios básicos de la organización leninista, pero no aferrarse a una forma u otra. No confundir la forma con la esencia.
—Mira, a propósito de la experiencia de ustedes y del Partido Comunista Guatemalteco he estado pensando en este problema de la juventud y el Partido. De hecho en la época de Lenin no existía una separación orgánica entre ambos y al separarlos, tanto antes como después de la toma del poder, lo que ocurre es que quedan fuera del Partido los cuadros jóvenes que son los más dispuestos a la lucha antes del triunfo y que podrían ser los cuadros más renovadores en la construcción de la nueva sociedad...
—Ese hecho de que antes de la revolución bolchevique no había organización de la Juventud Comunista aparte, fue uno de los argumentos que influyó cuando decidimos fusionar la juventud con el Partido.
En medio de todo ese viraje es cuando mayor claridad adquirió para nosotros la idea del Partido en guerra. Esta idea arranca de reconocer que un Partido no puede ser el mismo en tiempo de paz y en tiempo de guerra. No puede tener la misma organización, ni el mismo estilo, ni los mismos hábitos de sus dirigentes y militantes. El Partido en guerra es, sobre todo, un Partido de acción, de acción resuelta.
La disyuntiva que teníamos por delante era ésta: organizar un brazo armado del Partido, encomendando esta tarea y la conducción inmediata del mismo a la Comisión Militar, o involucrar a todo el Partido en la guerra, en la construcción y la conducción de su ejército y de su participación en la guerra. Nosotros nos decidimos por la segunda respuesta.
Asignar esa vital misión sólo a la Comisión Militar y a una parte del Partido, habría significado no comprender que en nuestro país la lucha de clases estaba desembocando ya en una guerra necesaria. No ser consecuente con esa realidad y tratar de eludirla, pretender que bastaría con realizar acciones armadas esporádicas sin librar una guerra propiamente tal, con la ilusión de provocar algunos cambios políticos o abrir las posibilidades a una vía pacífica, “democrática”, a la revolución. Teníamos conciencia de que toda la historia de nuestro país en el presente siglo estaba en contra de esa ilusión.
La vida mostró más tarde que la idea de la apertura, de las reformas y la seudo democratización ha sido cooptada por el imperialismo dentro de su moderna estrategia político-militar de la así llamada “guerra de baja intensidad”, para impedir la revolución, para derrocarla o prevenirla.
Si vamos a realizar la guerra revolucionaria, el Partido entero debe librarla y empeñarse en vencer. No podía caber otra respuesta. Esta fue nuestra decisión. Además, la experiencia de los Partidos Comunistas de América Latina, con las comisiones militares y los brazos armados separados del conjunto del Partido, condujo prácticamente en todos los casos, al fraccionamiento o a una lucha armada “vegetativa”, que no ha tenido como objetivo el poder, que no rebasa los límites de la autodefensa y la naturaleza de factor de presión, pero no de victoria.
En nuestro caso teníamos una Comisión Militar desde 1961, pero ésta, durante años, jugó un papel parecido al de limpiar los pecados de nuestra conciencia. Si teníamos una Comisión Militar eso quería decir que nos estábamos preparando para todas las formas de lucha, para todas las vías de la revolución.
La experiencia triunfante de la revolución cubana, que estaba reiterándose por aquellos días en Nicaragua, era la del involucramiento integral en la guerra revolucionaria de la organización revolucionaria de vanguardia. La experiencia más brillante de todas, la de Vietnam, aportó la más sistematizada respuesta a este problema de la realización de la guerra revolucionaria: el involucramiento integral del Partido, la construcción del ejército revolucionario y su conducción por el Partido. Mucho antes, la guerra civil que siguió a la revolución de octubre en Rusia y la Gran Guerra Patria en la Unión Soviética contra la agresión hitleriana, también aportaron modelos en cuya base estuvo una premisa común: el involucramiento del Partido. Y podían citarse prácticamente todas las guerras revolucionarias victoriosas en el mundo, como confirmaciones de esta constante.
Tuvimos a la vista esas experiencias y, por supuesto, la experiencia viva que se desarrollaba en nuestro país en la lucha de las organizaciones revolucionarias armadas, surgidas desde comienzos de esa década: ellas se iniciaron como organizaciones político-militares, pero en su desarrollo venían configurándose como Partidos y realizando también el trabajo organizativo de masas, la lucha reivindicativa de masas y la revolucionarización del pensamiento de las masas trabajadoras del campo y la ciudad, de los estudiantes y la intelectualidad.
Para nosotros el curso se planteaba un poco a la inversa: éramos un Partido desde hace 49 años y éste debía incorporarse a la lucha militar. Era indudable: el Partido en su conjunto debía reestructurarse, convertirse en un Partido en guerra. Solo así podía unificarse la vanguardia y sólo unificándose la vanguardia podría alcanzarse la victoria en la guerra, triunfar la revolución. Ese era el mensaje que emanaba en aquellos días del avance victorioso de la guerra revolucionaria en Nicaragua y, como podemos decirlo ahora, es también el mensaje de la lucha revolucionaria en El Salvador.
Todas esas experiencias, en diverso grado, enseñan que la guerra revolucionaria es la guerra de todo el pueblo, el cual se incorpora realizando una diversidad de formas de lucha y que la conducción de esta guerra exige combinar todas las formas de lucha, teniendo la lucha armada como la central. Cualquier unilateralización cierra canales de incorporación a las masas y deja espacios libres al enemigo. La lucha armada revolucionaria y las demás formas de lucha popular sólo pueden desarrollarse apoyándose e influyéndose mutuamente.
Realizar esta guerra exigía, pues, el integral involucramiento del Partido, convertirse en una organización revolucionaria político-militar, capaz de integrarse en la vanguardia de la revolución.
La Comisión Militar fue cambiando su carácter. Esto fue ocurriendo más de hecho que de derecho. Se fue transformando en el centro organizador de la lucha armada, integrándose sus cuadros en una jefatura de lo que después llamamos Fuerzas Armadas de Liberación (FAL). Cuando dimos este nombre a nuestras fuerzas armadas, ya habíamos realizado algunas acciones, pero sin nombre. Así la Comisión Militar dejó de existir y fue sustituida durante 1980 y 81 por un Estado Mayor dirigido directamente por mí, como Secretario General del Comité Central y Comandante General de las FAL. Con ese nombre fue bautizada nuestra fuerza militar el 24 de marzo de 1980, día en que asesinaron a monseñor Oscar Arnulfo Romero. No se nos olvida, porque ese día, cuando estaba terminando una reunión de la Comisión Política en la que se adoptó ese acuerdo, escuchamos por la radio la noticia de que momentos antes había sido asesinado el arzobispo en el altar de una iglesia, cuando ofrecía una misa.
Recuerdo que cuando comenzamos a estructurar ese Partido en guerra surgieron voces, no de rechazo, sino de “reflexión”, pero desde posiciones atrasadas como, por ejemplo: “no se lleven a esos cuadros, porque debilitan las organizaciones de los trabajadores, del movimiento de masas...” Nosotros nos habíamos lanzado a meter masivamente a la preparación armada y a las unidades de combate al mayor número de camaradas de la juventud y el Partido, sin pararnos a considerar si debilitaríamos el trabajo en determinados frentes y otras tareas propias de los tiempos pacíficos. Todo esto con el propósito de asegurar y acelerar la aplicación de las orientaciones de nuestro congreso, salir de nuestro atraso y colocarnos a la altura de las demandas revolucionarias de la nueva situación.
Desde las posiciones conservadoras también se empleaba otro argumento: “miren, llevándose a los mejores, ¿en qué situación vamos a quedar en los sindicatos, en la universidad? Todo esto se debilitará. Es necesario aplicar un plan más cuidadoso, más gradual, con más criterio de selección, etc...”
Te repito que ya entonces estábamos claros en la dirección de que si no hacíamos aquello y si sometíamos aquel proceso a un estilo conservador, reformista, no habría viraje; no haríamos corresponder los acuerdos, las palabras revolucionarias con hechos revolucionarios, como lo exigía la situación revolucionaria en franca maduración, que inequívocamente se había configurado en nuestro país. Ya no podíamos aceptar y no aceptamos aquellos llamados, honestos, pero profundamente equivocados, de realizar el viraje hacia la lucha armada sin afectar las organizaciones legales y con un ritmo lento, “gradual”, “seleccionando”, para dejar a los militantes de mejor calidad en esas organizaciones y llevar el “sobrante” a tomar las armas...
Surgían otras voces: “¿no será que nos estamos excediendo, que estamos dando un nuevo bandazo?” Entonces nosotros decíamos: “justamente, en cierta manera es un bandazo, se llama viraje. Tenemos que hacer un viraje, tenemos que reestructurar toda la vida del Partido.”