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Redactado: En Londres, el
20 de mayo de 1850.
Primera vez publicado: Die Neue Zeit,
Bd. 2, No 27, 1906-07.
Traducción al castellano: No consta.
Versión digital: Rebelión,
2007, y varios otros sitios en Internet.
Querido señor Weydemeyer:
Ha transcurrido casi un año desde que hallé, por parte de usted y de su querida esposa, una acogida tan amistosa y cordial, desde que me sentí tan bien y tan a mis anchas en su casa, y en todo ese prolongado lapso no he dado señal de vida alguna; callé cuando su esposa me escribió una carta tan amable, y permanecí muda cuando recibimos la noticia del nacimiento de su niño. Esa mudez a menudo ha llegado a oprimirme, pero la mayor parte de las veces era incapaz de escribir, y aún hoy me resulta difícil, muy difícil.
Pero la situación me obliga a tomar pluma en mano; le ruego que nos envíe lo más pronto posible el dinero ingresado o por ingresar de la Revue. Lo necesitamos mucho, muchísimo. Seguramente nadie podrá reprocharnos que jamás hayamos dado mucha importancia a cuanto hemos sacrificado y padecido desde hace años; al público se le ha molestado poco o casi nunca con nuestras cuestiones personales, ya que mi marido es sumamente sensible en estos asuntos, y prefiere sacrificar lo último antes de entregarse a la mendicidad democrática, como los grandes hombres oficiales. Pero lo que sí podía esperar de sus amigos, en especial de los de Colonia, era una actividad diligente y enérgica a favor de la Revue. Podía esperar dicha actividad, sobre todo siendo conocidos sus sacrificios por el Rh. Ztg [Rheinische Zeitung]. Pero en cambio, el negocio resultó arruinado en virtud de un manejo descuidado y desordenado, y no se sabe si lo que más daño causó fue la demora del librero o la de los gerentes conocidos en Colonia, o bien toda la conducta de la democracia en general.
Mi marido casi fue aplastado aquí por las más mezquinas preocupaciones de la vida cotidiana, y ello en una forma tan indignante que fueron necesarias toda la energía, toda la seguridad calma, clara y silenciosa en sí mismo de que es capaz, para mantener en pie en estas luchas de todos los días y todas las horas. Usted sabe, querido señor Weydemeyer, qué sacrificios realizó mi marido en esa época; invirtió miles de efectivo, se hizo cargo de la propiedad del periódico, persuadido por los honestos demócratas, quienes de otro modo hubiesen debido responder personalmente por las deudas, en una época en la cual quedaban ya pocas probabilidades de llevar la tarea a cabo. A fin de salvar el honor político del periódico, el honor civil de los conocidos de Colonia, dejó que cayesen sobre sus hombros todas las cargas, entregó su máquina, entregó todos los ingresos, y hasta al partir prestó 300 táleros, para abonar el alquiler del local recién arrendado, los honorarios atrasados de redactores, etc… y se le expulsó violentamente
Usted sabe que no nos hemos quedado con nada de todo ello; viajé a Francfort para empeñar mi platería, lo último que nos quedaba; en Colonia hice vender mis muebles, porque corría peligro de ver embargada la ropa y todo lo demás. Al iniciarse la infausta época de la contrarrevolución, mi marido viajó a París, y yo le seguí con mis tres hijos. Apenas aclimatado en París, fue expulsado, y a mi misma y a mis hijos se nos negó una permanencia mas prolongada. Volví a seguirle allende el mar. Un mes más tarde nació nuestro cuarto hijo. Usted debería conocer Londres y las condiciones en que se vive aquí, para saber qué significa tener tres hijos y el nacimiento de un cuarto. Solamente, en concepto de alquiler, debíamos pagar 42 táleros mensuales. Estábamos en condiciones de solucionar todo ello con nuestro propio peculio. Pero nuestros pequeños recursos se agotaron cuando apareció la Revue. A pesar de lo convenido, el dinero no llegaba, y cuando lo hizo fueron sólo pequeñas sumas aisladas, de modo que caíamos aquí en las situaciones más terribles.
Le relataré solamente un día de esta vida, tal como fue, y usted verá que acaso pocos refugiados hayan pasado por situaciones similares. Puesto que las amas de leche son prohibitivas aquí, decidí, a pesar de constantes y terribles dolores de pecho y espalda, alimentar yo misma a mi hijo. Pero el pobre angelito mamaba de mi tantas preocupaciones y disgustos silenciosos, que se hallaba constantemente enfermo, padeciendo dolores día y noche. Desde que ha llegado a este mundo, jamás ha dormido aún toda una noche, a lo sumo de dos a tres horas. Últimamente se sumaron aún a ello violentos espasmos, de modo que el niño fluctuaba constantemente entre la muerte y una vida mísera. Presa de esos dolores, mamaba con tal fuerza que mi pecho quedó lastimado y agrietado; a menudo la sangre manaba dentro de su trémula boquita. Así me hallaba yo sentada un día cuando entró de repente nuestra casera -a quien en el curso del invierno habíamos pagado más de 250 táleros y con quien habíamos convenido por contrato que el dinero de fecha posterior le será abonado no a ella, sino a su propietario, quien le había trabado embargo con anterioridad-, negó el contrato, exigió las 5 libras que aún le adeudábamos, y puesto que no disponíamos de las mismas en el acto (la carta de Naut llegó demasiado tarde), entraron dos embargadores en la casa, trabaron embargo sobre todas mis pequeñas pertenencias, las camas, la ropa, los vestidos, todo, hasta las cuna de mi pobre niño, los mejores juguetes de las niñas, quienes se hallaban arrasadas en ardientes lágrimas. Amenazaron con llevárselo todo en un plazo de dos horas; yo yacía en el suelo, con mis hijos ateridos de frío y mi pecho dolorido. Schram, nuestro amigo, acudió de prisa a la ciudad para procurarnos auxilio. Ascendió a un cabriolé, cuyos caballos se desbocaron; él salto del coche, y nos lo trajeron sangrante a nuestra casa, donde yo gemía con mis pobres niños temblorosos.
Al día siguiente debimos abandonar la casa; el día era frío, lluvioso y encapotado, mi marido buscaba una casa para nosotros, pero nadie quería aceptarnos cuando hablaba de los 4 niños. Finalmente nos ayudó un amigo; pagamos, y yo vendí rápidamente todas mis camas para pagar el boticario, el panadero, al carnicero y al lechero, quienes habían comenzado a temer a causa del escándalo del embargo, y que súbitamente se abalanzaron sobre mi con sus cuentas. Las camas vendidas fueron llevadas ante la puerta y cargadas en un carro, y ¿qué sucedió entonces? Ya había pasado mucho tiempo después de la caída del sol, y la ley inglesa prohíbe eso: apareció el casero con agentes de policía, afirmando que también podrían haber objetos suyos entre ellos, y que nosotros querríamos fugarnos a algún país extranjero. En menos de cinco minutos había más de dos o tres centenares de personas observando atentamente frente a nuestra puerta, toda la chusma de Chelsea. Las camas volvieron, y se nos dijo que sólo a la mañana siguiente, después de la salida del sol, podrían serles entregadas al comprador; cuando de este modo, mediante la venta de todas nuestras pertenencias, estuvimos en condiciones de pagar hasta el último céntimo, me mudé con mis pequeños amores a nuestras actuales pequeñas dos habitaciones del Hotel Alemán, 1 Leicester Street, Leicester Square, donde, por 5,5 libras semanales, hallamos una acogida humanitaria.
Perdóneme usted, querido amigo, el que le haya descrito con tanta amplitud y detalle tan sólo un día de nuestra vida aquí; es inmodesto, lo sé, pero esta noche mi corazón fluía en torrentes hacia mis trémulas manos, y alguna vez debía desnudar mi corazón ante uno de nuestros amigos más antiguos, mejores y más fieles. No crea usted que estas mezquinas penurias me han doblegado; demasiado bien sé que nuestra lucha no es una lucha aislada, y que aún pertenezco, en lo esencial, a los seres escogidos que han sido favorecidos por la fortuna, puesto que mi querido esposo, apoyo de mi vida, aún se halla a mi lado. Pero lo que realmente me aniquila hasta en lo más intimo, lo que hace sangrar mi corazón, es que mi marido tenga que pasar por tantas mezquindades, que hubiese podido ayudársele con tan poco, y que él, que de buena gana y con alegría ayudó a tantos, haya estado aquí sin que se le prestase ayuda. Pero, como ya le he dicho, no crea usted,, querido señor Weydemeyer, que le reclamamos nada a nadie, y si recibimos adelantos de alguien, mi marido aún se halla en condiciones de reembolsarlos con su fortuna. Lo único que podía reclamarle mi marido a quienes habían recibido de él más de un pensamiento, más de un enaltecimiento, más de un sustento, era que desplegasen mayor energía de afirmar y mayor actividad en su Revue. Tengo el orgullo y la audacia de afirmar de que se le debía ese poco. Tampoco sé si mi marido no ha ganado con toda justicia 10 Sgr. [grischen de plata] con sus trabajos. Creo que con ello no se engañó a nadie. Eso me duele. Pero mi marido piensa de otro modo. Jamás, ni siquiera en los momentos más terribles, ha perdido la seguridad en el futuro, ni siquiera el más alegre humor, y estaba totalmente satisfecho cuando me veía alegre y cuando nuestros encantadores niños rodeaban, sonrientes, a su querida mamaíta. Él no sabe, querido señor Weydemeyer, que yo le he escrito a usted con tanta amplitud acerca de nuestra situación, y por ello no haga usted uso de estas líneas. El sólo sabe que yo le he pedido, en su nombre, que acelere en lo posible la distribución y envío del dinero. Sé que usted sólo dará a estas líneas el uso que le inspirará a usted su amistad, discreta y plena de tacto, por nosotros.
Adiós, querido amigo. Trasmítale a su esposa mis saludos más cordiales, y bese usted a sus angelitos de parte de una madre que ha vertido más de una lágrima sobre su bebé. Si su mujer estuviera dando el pecho, no le comunique usted nada acerca de esta carta. Sé hasta qué punto afectan todos los disgustos, y causan daño a la pequeña criatura. Nuestros tres niños mayores crecen magníficos, a pesar de todo. Las niñas son bonitas, florecientes, alegres y de buen humor, y nuestro gordito es un dechado de humor cómico y de las ocurrencias más graciosas. E l duendecillo canta todo el día canciones cómicas con descomunal pathos y una voz de gigante, y cuando hace retumbar , con voz tremenda, las palabras de la Marsellesa de Freiligrath,
Oh, junio, ven y tráeme acciones,
que nuevas acciones ansía nuestro corazón
resuena toda la casa. Acaso sea el destino histórico de este mes, como el de sus dos desdichados predecesores, el de inaugurar esa lucha titánica en la cual todos habremos de volver a estrecharnos las manos.
Que la vaya a usted bien.
Jenny Marx