Estamos en Constantinopla. Al principio, vivimos en el edificio del
Consulado; luego, nos instalamos en un cuarto particular. Reproduzco algunas
l�neas del Diario de mi mujer, correspondientes a esta �poca:
"Apenas merece la pena pararse a hablar de estos peque�os aventureros
a quienes se confi� el encargo de trasladarnos a Constantinopla.
Mentirucas y peque�as coacciones. Referir� tan s�lo
un episodio. Yendo todav�a en el tren, camino de Odesa, como Bulanof,
el representante de la GPU., empezase a hacer una serie de consideraciones
sin sentido acerca de nuestra seguridad personal en el extranjero, L. D.
le interrumpi� para decirle:
-Dejen ustedes a Sermux y Posnansky, mis colaboradores, venir conmigo;
ser�a la �nica medida un poco eficaz que podr�an tomar.
Bulanof transmiti� estas palabras inmediatamente a Mosc�.
En una de las estaciones siguientes volvi� a presentarse, comunic�ndonos,
con aire de solemnidad, la contestaci�n recibida: la GPU., es decir,
el "Bur� pol�tico", acced�a a lo solicitado.
-No le creo-repuso L. D. ri�ndose.
-�Entonces-exclam� Bulanof, muy ofendido-diga usted que
soy un canalla!
-No ha sido mi intenci�n ofenderle a usted-contest� L.
D.-ni tengo por qu�; no he querido decir que me enga�e usted,
sino Stalin.
Cuando hubimos llegado a Constantinopla, L. D. pidi� noticias
acerca de Sermux y Posnansky. A los pocos d�as, el representante
consular nos transmit�a la contestaci�n telegr�fica
de Mosc�, diciendo que no se les dejar�a salir de Rusia.
Pues as� nos ocurri� con todo."
Apenas llegados a Constantinopla, la prensa se encarg� de volcar
sobre nosotros un torrente de rumores, invenciones y conjeturas que no
acababan nunca. La prensa, que no tolera que haya el menor vac�o
en sus informaciones, no escatima nada para colmarlos. Para que la simiente
no se pierda, la naturaleza se encarga de desparramarla pr�digamente
a los cuatro vientos. La prensa procede de un modo parecido. Coge todos
los rumores que encuentra al paso y los echa al voleo, aumentados en tercio
y quinto. Y para que se confirme una versi�n veraz, hay cientos
y miles de noticias que mueren en flor. A veces, pasan unos cuantos a�os
hasta que la confirmaci�n llega. Y se daban tambi�n casos
en que el momento de la verdad no llega nunca.
Lo que a uno m�s le sorprende es ver, en cualquier asunto en
que se halle vivamente interesada la opini�n p�blica, qu�
extremos alcanza la humana mendacidad. Lo digo sin asomo de indignaci�n
moral, en el tono con que habla el naturalista cuando aduce un hecho. La
necesidad, y a la par la costumbre, de mentir, reflejan las contradicciones
del medio social en que vivimos. Podr�a uno afirmar, sin miedo a
equivocarse, que los peri�dicos no dicen la verdad m�s que
en casos excepcionales. Y con esto no quiero, ni mucho menos, ofender a
los periodistas, seres que no se distinguen gran cosa de los dem�s
mortales. Son, sencillamente, su portavoz y auricular.
Zola escribi� de la prensa financiera francesa que pod�a
dividirse en dos grupos: la venal y la titulada "incorruptible", es decir,
aquella que s�lo se vend�a en casos especiales y por mucho
dinero. Algo parecido se podr�a decir acerca de la mendacidad de
los peri�dicos en general. La prensa amarilla bulevardiera miente
constantemente, sin reparos ni miramientos de ninguna clase. En cambio,
peri�dicos del corte del Times o el Temps dicen verdad en los asuntos
triviales e indiferentes para, de este modo, conquistarse el derecho de
enga�ar a la opini�n en los asuntos grandes con la necesaria
autoridad.
Ese Times precisamente fu� quien di�, al poco tiempo
de llegar yo a Turqu�a, la noticia de que Trotsky iba destinado
a Constantinopla, de acuerdo con Stalin, para, desde all�, preparar
la conquista militar de los pa�ses del lejano Oriente. De modo que
el duelo de seis a�os que yo hab�a venido sosteniendo contra
los ep�gonos, no era, seg�n esto, m�s que una comedia
vil en que nos hab�amos repartido los papeles. �Pero, hay
alguien que crea esto?, se preguntar�n los optimistas. S�
que los hay. Muchos. Es posible que Churchill no d� cr�dito
a su peri�dico. Pero Clynes, en cambio, le creer� a pies
juntillas; por lo menos, a medias. En eso consiste precisamente la mec�nica
de la democracia capitalista, o, por mejor decirlo, uno de sus resortes
m�s importantes. Pero cerremos esta digresi�n. Ya tendremos
ocasi�n de volver sobre mister Clynes.
A poco de estar en Constantinopla, le� en un peri�dico
de Berl�n el discurso pronunciado por el presidente del Reichstag
para conmemorar el d�cimo aniversario de la Constituci�n
de Weimar. El discurso terminaba con las palabras siguientes: "Y nada tendr�a
de particular que lleg�semos incluso a brindar al Sr. Trotsky un
asilo de libertad en nuestro pa�s." (Vivos aplausos en la mayor�a.)
Las palabras de Herr Löbe me pillaron completamente desprevenido,
pues todo lo ocurrido anteriormente parec�a indicar que el Gobierno
alem�n se negaba de un modo resuelto a dejarme entrar en su territorio.
As�, a lo menos, me lo hab�an afirmado categ�ricamente
los agentes de los Soviets. El d�a 15 de febrero llam� a
mi presencia al delegado de la GPU que me hab�a conducido a Constantinopla,
y le dije:
-Tengo que suponer, pensando l�gicamente, que se me inform�
de una manera falsa. El discurso de Löbe fu� pronunciado el
d�a 6 de febrero. De Odesa no salimos, rumbo a Turqu�a, hasta
la noche del 10. Aquel discurso ten�a que, ser conocido ya en Mosc�,
a la fuerza. Le ruego que telegraf�e inmediatamente solicitando
que, esta vez de verdad y remiti�ndose al discurso, pidan a Berl�n
el visado para m�. Es el camino m�s airoso que se le ofrece
a Stalin para liquidar la intriga de que manifiestamente me ha hecho v�ctima
al decir que se me negaba el permiso para entrar en Alemania.
A los dos d�as, el representante de la GPU acudi� con
la siguiente respuesta:
-De Mosc� contestan a mi telegrama insistiendo en que el Gobierno
alem�n se neg� resueltamente a dar el visado ya en los primeros
d�as de febrero y que carece de objeto reiterar la petici�n,
pues el discurso de Löbe no tiene car�cter oficial ni compromete
a nada. Y que si quiere convencerse de que esto es verdad, solicite usted
personalmente el visado.
Yo no pod�a dar cr�dito a esta versi�n. Parec�ame
que el presidente del Reichstag ten�a que conocer mejor que los
agentes de la GPU. las intenciones de su partido y de su Gobierno. Aquel,
mismo d�a, telegrafi� a Löbe dici�ndole que,
en vista de sus palabras, me dirig�a al C�nsul de Alemania
solicitando el visado de mi pasaporte. La prensa democr�tica y la
socialdem�crata hac�an resaltar, no sin cierta fruici�n,
el hecho de que un defensor de la dictadura revolucionaria se viera obligado
a buscar asilo en un pa�s democr�tico. Y hasta hubo algunos
que expresaron la esperanza de que aquella lecci�n me ense�ase
a respetar un poco m�s, en lo sucesivo, las instituciones de la
democracia. A m� no me quedaba m�s que esperar a ver qu�
giro tomaba en la realidad aquella lecci�n.
Es indudable que el derecho democr�tico de asilo no consiste
en que un gobierno brinde hospitalidad tan s�lo a sus parciales,
pues esto lo ha hecho tambi�n, sin tener nada de dem�crata,
Abdul Hamid. Tampoco consiste, me parece, en que la democracia admita en
su seno a los expulsados, previo el permiso del Gobierno que los expulsa.
El derecho de asilo consiste-te�ricamente-en que el Gobierno preste
acogida y refugio aun a sus enemigos, bajo la sola condici�n de
que respeten las leyes del pa�s. Era evidente que yo s�lo
pod�a entrar en Alemania como enemigo irreconciliable del Gobierno
socialdem�crata. Al representante de la prensa socialdemocr�tica
en Constantinopla, que fu� a pedirme una intervi�, le hice,
a este prop�sito las declaraciones necesarias, que voy a reproducir
aqu� tal y como las transcrib� a ra�z de hacerlas:
"Y puesto que he pedido autorizaci�n para entrar en Alemania,
cuyo Gobierno est� integrado en gran parte por socialdem�cratas,
me interesa, ante todo, decir sin ambages cu�l es mi posici�n
respecto a la socialdemocracia. En este punto, nada ha cambiado. Mi actitud
ante la socialdemocracia sigue siendo la de siempre. M�s a�n:
puede afirmarse que la campa�a que vengo sosteniendo contra la fracci�n
centrista de Stalin no es, en realidad, m�s que un reflejo de mi
campa�a contra la socialdemocracia en general. Ni a ustedes ni a
m� nos convienen, en este punto, vaguedades ni equ�vocos.
Algunos peri�dicos socialdem�cratas se empe�an
en encontrar contradicci�n entre mi modo de enjuiciar la socialdemocracia
y el hecho de que solicite entrar en Alemania. No hay tal contradicci�n.
Nosotros no "repudiamos" la democracia, como lo hacen, por ejemplo-de palabra-,
los anarquistas. Es innegable que la democracia burguesa tiene sus m�ritos,
comparada con las formas de gobierno que la han precedido. Pero no es un
r�gimen eterno. Tarde o temprano, tiene que dejar el puesto al socialismo.
Y el puente para llegar al r�gimen socialista es la dictadura del
proletariado.
En todos los pa�ses capitalistas vemos a los comunistas intervenir
en las luchas parlamentarias. Pues bien: el que nos aprovecharnos del derecho
de asilo no se diferencia en nada, sustancialmente, del hecho de que hayamos
de aprovecharnos del derecho de sufragio, de la libertad de palabra y de
reuni�n, etc."
Esta intervi� no lleg�, que yo sepa, a ver la luz p�blica.
Y no tiene nada de extra�o que se quedase in�dita. No obstante,
en la prensa socialdem�crata se alzaron algunas voces sosteniendo
que deb�a conced�rseme el asilo solicitado. Un abogado socialdem�crata,
el Dr. K. Rosenfeld, tom� en su mano, por propia iniciativa, sin
que yo le pidiese nada, las gestiones necesarias para que se me autorizase
a entrar en su pa�s. Indudablemente, debi� de tropezar desde
el primer momento con ciertas resistencias, pues a los pocos d�as
me preguntaba por tel�grafo a qu� restricciones estar�a
dispuesto a someterme durante el tiempo que pasase en Alemania. He aqu�
mi contestaci�n: "Prop�ngome vivir completamente aislado
fuera de Berl�n, no actuar nunca en asambleas p�blicas y
limitarme a mis trabajos de publicista, dentro de lo que consientan las
leyes alemanas."
Como se ve, ya no se trataba del derecho democr�tico de asilo,
sino del derecho a vivir en Alemania sujeto a un estado de excepci�n.
Es decir, que la lecci�n de democracia que quer�an brindarme
los adversarios quedaba un tanto mutilada. Pero no hab�an de parar
aqu� las cosas. A los pocos d�as, nueva pregunta telegr�fica:
�Qu� si estar�a dispuesto a entrar en Alemania exclusivamente
para ponerme en cura? Mi contestaci�n por tel�grafo: "Ruego,
al menos, se me conceda posibilidad de pasar en Alemania la temporada que
necesito urgentemente para mi curaci�n."
Ahora, el derecho de asilo quedaba ya reducido a un m�sero derecho
de tratamiento m�dico. Al efecto, cit� una serie de m�dicos
alemanes eminentes que me hab�an tratado durante los diez a�os
anteriores y de cuyos auxilios estaba ahora, m�s que nunca, necesitado.
All� por Pascuas, los peri�dicos alemanes empezaron a
dar una nota nueva: que si la gente del Gobierno se inclinaba a creer que
Trotsky no estaba tan grave que necesitase imprescindiblemente de los auxilios
de los m�dicos y balnearios alemanes. El 31 de marzo hube de telegrafiar
al Dr. Rosenfeld en los t�rminos siguientes:
"Seg�n las noticias de los peri�dicos, no estoy a�n
tan desahuciado que necesite acudir a Alemania. Y pregunto, �es
que Löbe quiso brindarme el derecho de asilo o el derecho al cementerio?
No tengo inconveniente en someterme al examen de la comisi�n de
m�dicos que se nombre. Me oblig� a salir de Alemania terminada
la curaci�n."
Poco a poco, en t�rmino de unas cuantas semanas, el principio
democr�tico hab�a venido a reducirse a una tercera parte
de su contenido original. El derecho de asilo convirti�se, primero,
en un derecho de residencia bajo un estado de excepci�n, luego,
en un derecho al tratamiento m�dico y, por fin, en un derecho a
la sepultura. Por lo visto, para gozar de las ventajas de la democracia
en todo su esplendor, ten�a que esperar a ser cad�ver.
A este telegrama no obtuve contestaci�n. Pasados algunos d�as,
volv� a telegrafiar a Berl�n:
"Interpreto silencio como una forma poco leal de negativa."
Con esto, consegu� que el d�a 12 de abril, o sea a los
dos meses de entabladas las negociaciones, se me notificase que el Gobierno
alem�n hab�a resuelto negativamente mi solicitud. Ya no me
quedaba m�s que telegrafiar a Löbe, presidente del Reichstag,
como lo hice, en los t�rminos siguientes:
"Lamento mucho que se me deniegue la posibilidad de estudiar pr�cticamente
las ventajas del derecho democr�tico de asilo. Trotsky."
Tal es la breve y sustanciosa historia de mi primer intento para conseguir
un visado "democr�tico" en Europa.
Claro est� que, porque me hubieran concedido el derecho de asilo,
no iba a conmoverse en lo m�s m�nimo la teor�a marxista
del Estado de clase. El r�gimen de la democracia no responde a principios
soberanos, sino a las necesidades reales de la clase gobernante, y este
r�gimen abarca, entre otros, por la fuerza de su l�gica interna,
el derecho de asilo. Por el hecho de que se brinde acogida a un revolucionario
socialista no queda desvirtuado en lo m�s m�nimo el car�cter
burgu�s de la democracia. Pero huelga la argumentaci�n, pues
ya hemos visto que en esta Alemania gobernada por socialdem�cratas
el derecho de asilo no rige.
El d�a 16 de diciembre me hab�a invitado Stalin, por
mediaci�n de la GPU., a que renunciase a toda actividad pol�tica.
Es la misma condici�n que formularon, como cosa evidente, los peri�dicos
alemanes, en el debate que se abri� en la prensa en torno al derecho
de asilo. Esto quiere decir que el Gobierno de M�ler y Stresemann
ten�a por peligrosas y nefandas las mismas ideas perseguidas por
Stalin y Thälmann y sus secuaces. Stalin por la v�a diplom�tica
y Thälmann por medio de una campa�a de agitaci�n, presionaron
al Gobierno alem�n para que no me dejase entrar en su territorio,
y al hacerlo as�, hay que suponer que obraban en inter�s
de la revoluci�n proletaria. Pero es el caso que, mientras tanto,
por el otro flanco, apretaban Chamberlain, el conde de Westarp y otros
personajes por el estilo para que se me negase el visado... en inter�s
del orden capitalista. Y he aqu� c�mo Hermann M�ller
pudo, por una vez, dejar satisfechos por igual a sus socios de la derecha
y a sus aliados de la izquierda. El Gobierno socialdem�crata fu�
en este caso el gran elemento de enlace para mantener la unidad del frente
internacional contra el marxismo revolucionario. El que quiera formarse
una idea de este frente �nico no tiene m�s que leer las primeras
l�neas del "Manifiesto comunista" de Marx y Engels: "Todas las potencias
de la vieja Europa-el papa y el zar, Metternich y M. Guizot, los radicales
franceses y la polic�a alemana, todos-se han conjurado en una jaur�a
santa contra este espectro que es el comunismo." Aunque hoy los nombres
sean otros, el contenido no ha cambiado gran cosa. El cambio de menos monta
es, desde luego, el de los gendarmes alemanes en socialdem�cratas.
En el fondo, estos -caballeros defienden exactamente lo mismo que defend�an
los gendarmes de los Hohenzollers.
En la variedad de razones que hubo de alegar la democracia para negarme
el visado, las hay para todos los gustos. El Gobierno noruego se dej�
guiar exclusivamente-nunca se lo sabr� agradecer bastante-por consideraciones
atentas a mi seguridad personal. Jam�s pens� que ten�a
en Oslo, y ocupando puestos tan elevados, unos amigos tan cari�osos.
No hay que decir que el Gobierno noruego es un entusiasta del derecho de
asilo, exactamente igual que el alem�n, el franc�s, el ingl�s
y todos los dem�s Gobiernos del mundo. Ya sabemos que el derecho
de asilo es un principio sacrosanto e inconmovible. S�lo que, en
Oslo, el expulsado que quiera acogerse a �l tiene que presentar
previamente un certificado de que no van a asesinarle. Una vez cumplido
con este tr�mite, se le brinda hospitalidad... siempre, naturalmente,
que no, haya otros obst�culos que se opongan a ello.
A los debates entablados en Storthing acerca del visado de mi pasaporte
debemos un documento pol�tico incomparable. Su lectura me ha indemnizado,
por lo menos a medias, de la negativa opuesta a los amigos de Noruega que
solicitaron autorizaci�n para que se me permitiese la entrada en
su pa�s.
El presidente del Consejo de ministros de Noruega, como era de rigor,
cambi� impresiones acerca del visado de mi pasaporte con el jefe
de la polic�a secreta, cuya competencia en materia de principios
democr�ticos-lo concedo sin el menor reparo-indiscutible. Seg�n,
la referencia que di� el propio Primer ministro, el jefe de la polic�a
secreta fu� de parecer que era m�s prudente dejar a los enemigos
de Trotsky el campo libre para que liquidasen sus cuentas con �l
fuera de las fronteras de Noruega. No que expresase el pensamiento con
tanta claridad, pero... el sentido era ese. Por su parte, el ministro de
justicia hizo saber al Parlamento que el organizar la protecci�n
de Trotsky supondr�a una carga grande parla el presupuesto de Noruega.
El principio de la econom�a del erario, que es tambi�n uno
de los principios democr�ticos indiscutidos, estaba esta vez en
pugna irreductible con el derecho de asilo. De todas maneras, el resultado
era �ste: el que menos puede confiar en obtener asilo es el que
m�s lo necesita.
Fu� mucho m�s ingeniosa la conducta del Gobierno franc�s,
el cual se limit� a decir que la orden de mi expulsi�n, decretada
en tiempos por M. Malvy, estaba en vigor a�n por no haber sido derogada.
En el camino de la democracia se alzaba este obst�culo, perfectamente
insuperable. Sin embargo, ya m�s arriba tuve ocasi�n de contar
c�mo el Gobierno franc�s no tuvo en cuenta, cuando le convino,
la orden de expulsi�n de Malvy, vigente todav�a por lo visto,
para poner a mi disposici�n sus oficiales, ni, a pesar de aquel
anatema, tuvieron tampoco escr�pulo en visitarme varios diputados,
los embajadores y un presidente del Consejo de Francia. Al parecer, estos
sucesos y la orden de M. Malvy ocurr�an en dos mundos perfectamente
extra�os. La situaci�n, al presente, era esta: Francia me
abrir�a, indudablemente, sus puertas, si en sus archivos polic�acos
no se custodiase esa orden de expulsi�n, decretada a requerimiento
de la diplomacia zarista. Y ya se sabe que una orden de polic�a
es algo as� como la estrella polar: no hay manera de arrancarla
ni de hacerla cambiar de sitio.
Pero, en fin, cualesquiera que sean los motivos, lo cierto es que tambi�n
de Francia hab�a sido desterrado el famoso derecho de asilo. �Cu�l
era, entonces, el pa�s a que hab�a tenido que ir a buscar...
asilo este derecho tan maltratado? �Acaso Inglaterra?
El d�a 5 de junio de 1929, los laboristas independientes, que
cuentan entre sus miembros a Macdonald, me invitaron, por propia iniciativa
y con car�cter perfectamente oficial, a que me trasladase a Inglaterra
para dar una conferencia en la Escuela del partido. La invitaci�n,
firmada por el Secretario general del partido, rezaba as�: "No hay
raz�n alguna para suponer que, habi�ndose formado aqu�
un Gobierno obrero, surja ninguna dificultad respecto a su viaje para el
fin indicado." Y sin embargo, surgi�. No s�lo se me prohibi�
dar la conferencia a los correligionarios de Macdonald, sino tambi�n
utilizar los auxilios de los m�dicos ingleses. Se me deneg�
el visado lisa y llanamente. Clynes defendi� la negativa ante la
C�mara, explicando el sentido filos�fico de la democracia
con una honradez de que hubiera podido hacer gala un ministro de Carlos
II. El derecho de asilo, seg�n Mr. Clynes, no consiste en el derecho
del s�bdito expulsado a reclamar asilo, sino en el derecho soberano
del Estado a denegarlo. Esta declaraci�n de Clynes no deja de ser
interesante, pues echa por tierra de un manotazo los fundamentos de la
que llaman "democracia". Interpretado en ese sentido, no hay duda que la
Rusia zarista ampar� siempre el derecho de asilo. Cuando el Sah
de Persia, no habiendo conseguido colgar a todos los revolucionarios, hubo
de trasponer las fronteras de su amada patria, Nicol�s II no s�lo
le dispens� acogida, sino que le instal� muy confortablemente
en Odesa. Y sin embargo, a ninguno de les revolucionarios irlandeses se
le pas� por las mientes buscar asilo en la Rusia de los zares, cuya
Constituci�n estaba basada en un todo sobre el principio que propugna
Clynes, a saber: que los s�bditos deben contentarse con lo que el
Estado les da o les quita. Recientemente, y coincidiendo tambi�n
en un todo con esta teor�a, Mussolini brind� el derecho de
asilo al Padish� del Afganistan.
M�ster Clynes, que es un hombre devoto, deb�a saber,
por lo menos, que la democracia ha heredado el derecho de asilo, en cierto
modo, d� la Iglesia cristiana, la cual lo tom� a su vez,
con muchas otras cosas, del paganismo. Los delincuentes perseguidos no
ten�an m�s que refugiarse en el interior de un templo-a veces,
les bastaba con tocar el picaporte-y quedaban libres de toda persecuci�n.
Es decir, que la Iglesia reconoc�a el derecho de asilo como eso,
como un derecho del perseguido a buscar asilo en su seno, y no como una
potestad arbitraria concedida al sacerdote pagano o al �dolo cristiano.
Yo siempre hab�a pensado que los devotos laboristas, que saben tan
poco de socialismo, conocer�an bien, ya que otra cosa no fuera,
las tradiciones eclesi�sticas. Pero ahora, veo que estaba equivocado.
Lo que no me explico es por qu� Clynes se detiene en los umbrales
de esa su teor�a del Derecho pol�tico. �L�stima!
El derecho de asilo no es, en rigor, m�s que una de las ruedas en
el engranaje de la democracia. No se diferencia de la libertad de palabra,
de la libertad de reuni�n, etc., ni por sus or�genes hist�ricos
ni por su naturaleza jur�dica. M�ster Clynes llegar�
pronto-as� lo esperamos-a la conclusi�n de que la libertad
de palabra no es tampoco un derecho que tenga el ciudadano a expresar tales
o cuales pensamientos, sino el derecho del Estado a prohibir a sus s�bditos
que tengan pensamientos. Por lo que toca al derecho de huelga, ya la legislaci�n
inglesa se ha adelantado a sacar el corolario pr�ctico de aquel
teorema.
Clynes tuvo la mala estrella de necesitar defender en voz alta sus
procedimientos, pues no faltaron en la fracci�n laborista del Parlamento
diputados que formulasen al se�or ministro preguntas, aunque muy
corteses, bastante embarazosas. En la misma desagradable situaci�n
se vi� al presidente del Consejo de ministros de Noruega. En cambio,
el Gobierno alem�n vi�se libre de tan desagradable trance.
En todo el Reichstag, no hubo un solo diputado que se interesase en lo
m�s m�nimo por el derecho de asilo. Circunstancia harto sorprendente,
si se recuerda que el presidente de la C�mara, entre los aplausos
de la mayor�a, me hab�a brindado espont�neamente con
la posibilidad de concederme el asilo en su territorio cuando a�n
no lo hab�a solicitado.
La revoluci�n rusa no proclam� ninguno de los principios
abstractos de la democracia, ni siquiera el derecho de asilo. Es sabido
que la Rep�blica de los Soviets abraza abiertamente el r�gimen
de dictadura del proletariado. Pero esto no impidi� a Vandervelde
y a otros socialdem�cratas pasar la frontera sovi�tica y
hasta actuar en Mosc� de defensores de quienes hab�an atentado
contra la vida de los caudillos de la revoluci�n.
Tambi�n nos visitaron los actuales ministros ingleses. No acierto
a acordarme de todos los que fueron-ni tengo tampoco a mano medios para
informarme-, pero s� recuerdo que entre ellos se encontraban Mr.
Snowden y Mrs. Snowden. Esto ocurr�a, si no me equivoco, en el a�o
1920. Y los Soviets no les recibieron simplemente como turistas, que es
lo que debieron hacer, sino como invitados. Se les reserv� un palco
en el Gran Teatro de Mosc�. En relaci�n con esto, me acuerdo
de un peque�o episodio que brevemente voy a relatar. Yo acababa
de llegar del frente, preocupado con pensamientos que distaban bastante
de nuestros visitantes ingleses, cuyos nombres ni siquiera conoc�a,
pues apenas hab�a cogido un peri�dico; mis preocupaciones
eran muy otras. La comisi�n encargada de recibir a Snowden, Mrs.
Snowden y a sus acompa�antes, entre los cuales me parece recordar
que figuraban Bertrand Russel y Williams, estaba presidida por Losovsky.
Este me mand� a decir por tel�fono que la comisi�n
exig�a mi presencia en el teatro, donde a la saz�n se encontraban
los visitantes ingleses. Intent� excusarme. Pero Losovsky insisti�,
dici�ndome que la comisi�n ten�a plenos poderes del
"Bur� pol�tico" y que yo deb�a dar a los dem�s
un ejemplo de disciplina. No tuve m�s remedio que ir, aunque muy
de mala gana. En el palco, habr�a como unos diez ingleses. El teatro
estaba abarrotado de p�blico. En el frente hab�amos conseguido
por aquellos d�as grandes victorias, y el teatro entero aplaudi�
y aclam� estrepitosamente nuestros triunfos. Los ingleses me rodearon
y aplaudieron tambi�n. Entre los que aplaud�an, estaba Mr.
Snowden. Hoy, seguramente que se averg�enza un poco de aquellos aplausos.
Pero es un poco dif�cil borrarlos de la realidad. Tambi�n
yo borrar�a de buen grado, si pudiese, aquel episodio, pues mi "confraternizaci�n"
con los laboristas fu� algo m�s que una simple equivocaci�n;
fu� un error pol�tico. Me quit� de encima a los ingleses
tan pronto como pude y me fui a ver a Lenin, a quien encontr� excitad�simo:
.
-�Es cierto-me pregunta-que ha hecho usted acto de presencia
en el palco con esos caballeros? (aunque no fu� precisamente la
palabra "caballeros" la que emple�).
Yo hube de apelar a Losovsky, a la comisi�n del Comit�
central, a la disciplina y, sobre todo, al hecho de que no ten�a
la menor idea de qui�nes eran aquellos se�ores. Lenin se
indign� sobremanera con la comisi�n en general y con Losovsky
en particular. Yo, por mi parte, tard� mucho tiempo en perdonarme
aquella insigne torpeza.
Uno de los actuales ministros ingleses estuvo en Mosc�, si mal
no recuerdo, repetidas veces; en todo caso, pas� una temporada de
descanso en la Rep�blica de los Soviets, viviendo en el C�ucaso,
donde hubo de visitarme. Me refiero a Mr. Lansbury. La �ltima vez
que le vi fue en Kislovodsk. Me rogaron que me acercase, aunque solo fuese
por un cuarto de hora, a la "Casa de Descanso", donde se alojaban varios
miembros de nuestro partido y unos cuantos extranjeros. Encontr�
a varias docenas de hombres rodeados a una mesa grande. Estaban celebrando
una especie de modesto banquete. Ocupaba la presidencia el homenajeado,
que era Mr. Lansbury. Al entrar yo, el homenajeado pronunci� un
peque�o discurso, y luego, se puso a cantar en mi honor el "For
he's a jolly good fellow". Tales fueron los sentimientos que me expres�
Mr. Lansbury en el C�ucaso. Tampoco a �l le desagradar�a
hoy poderlo olvidar...
Al cursar la solicitud pidiendo el visado del pasaporte, puse dos telegramas
a Snowden y a Lansbury, record�ndoles que ellos hab�an disfrutado
de la hospitalidad rusa y de la m�a personal. Supongo que estos
telegramas no les impresionar�an gran cosa. En pol�tica,
los recuerdos tienen casi tan poca importancia como los principios democr�ticos.
A principios de mayo de 1929, estando ya en Prinkipo, tuve el gusto
de recibir la visita de Mr. Sydney Webb y Mrs. Beatrice Webb. Hablamos
de las probabilidades de que el partido laborista llegase a formar Gobierno.
Yo observ� incidentalmente que, caso de subir al Poder Macdonald,
solicitar�a inmediatamente el visado para Inglaterra. Mr. Webb manifest�se
en el sentido de que probablemente el Gobierno, si se formaba, no ser�a
lo bastante fuerte ni lo bastante libre tampoco, toda vez que depender�a
de los liberales. Yo repuse que un partido que se encontraba sin fuerza
bastante para asumir las responsabilidades de sus actos, no ten�a
derecho a hacerse cargo del Poder.. Por lo dem�s, no era necesario
que someti�semos a una nueva revisi�n nuestra divergencia
irreducible de opiniones. Webb acept� una cartera en el Gobierno
y yo solicit� el visado. Macdonald me lo neg�, pero no porque
los liberales le impidiesen practicar sus principios de democratismo. Al
contrario: el Gobierno de los laboristas se neg� a dar el visado...
a pesar de las protestas de los liberales. Mr. Webb no hab�a previsto
esta variaci�n del tema. Claro est� que cuando habl�
conmigo no, ten�a a�n el t�tulo de Bar�n da
Passfield.
A algunas de estas personas de que he hablado las conozco personalmente.
De las dem�s, puedo juzgar por analog�a. Creo que tengo bastantes
elementos de juicio para formarme una idea exacta de c�mo son. Son
todas gentes que han escalado los puestos que ocupan gracias al incremento
autom�tico de las organizaciones obreras, sobre todo despu�s
de la guerra, y al agotamiento pol�tico del liberalismo. Han perdido
hasta los �ltimos vestigios de aquel idealismo simplista que algunos
de ellos abrazaban hace unos veinticinco o treinta arios. A cambio de �l,
adquirieron la rutina pol�tica y la falta de escr�pulos en
la elecci�n de los medios. Pero su horizonte mental es el mismo
de siempre: miedoso, mezquino, y sus m�todos dial�cticos
inmensamente m�s atrasados que los m�todos de producci�n
de las minas inglesas de carb�n, que ya es decir. Lo que m�s
les desazona es que los palatinos y los grandes capitalistas no los tomen
en serio. Y no es extra�o, pues, colocados al frente del Poder,
por fuerza tienen que sentir de un modo inmediato su peque�ez. No
poseen las dotes de las antiguas pandillas gobernantes, en que la tradici�n
y los h�bitos de mando se transmit�an de generaci�n
en generaci�n y serv�an, con harta frecuencia, para suplir
la raz�n y el talento que faltaban. Pero no poseen tampoco lo �nico
que pod�a hacer de ellos una potencia verdadera: la fe en las masas
y la capacidad para sostenerse sobre sus propios pies. Temen a las masas
que los exaltaron al Poder, como temen a los clubs conservadores, cuyo
esplendor ofusca su pobre imaginaci�n. Para justificar su advenimiento
al Poder no tienen m�s remedio que demostrar a las antiguas clases
gobernantes que no son unos "parvenus" revolucionarios cualesquiera. �Dios
nos libre! No, nada de eso: son personas perfectamente merecedoras de la
confianza que en ellas se deposita: rendidamente fieles al rey, a la iglesia,
a la C�mara de los Lores y a los t�tulos de la nobleza; es
decir, que no s�lo adoran en la sacrosanta propiedad privada, sino
en todas las barreduras y despojos de la Edad Media. �Solicita un
revolucionario el visado para entrar en el pa�s? �Magn�fica
ocasi�n para demostrar una vez m�s la respetabilidad a que
son acreedores! Yo, por mi parte, me alegro mucho de haberles deparado
esa ocasi�n. Ya llegar� la hora de ponerlo todo en cuenta.
En la pol�tica, como en el mundo de la materia, nada se pierde ni
nada se destruye...
No hace falta tener una gran imaginaci�n para representarse
la entrevista celebrada por Mr. Clynes con su subordinado, el jefe de la
polic�a pol�tica. En esta entrevista, Clynes adoptar�a
la aptitud del examinando que teme que el juez examinador le encuentre
poco formado, poco moderado y conservador. Seguro que el jefe de polic�a
no necesitar�a esforzarse mucho para sugerirle a Mr. Clynes aquella
resoluci�n que al d�a siguiente hab�a de recibir con
un�nime aplauso la prensa conservadora. Lo malo fu� que esta
prensa no se limit� a aplaudir, sino que aplaudi� con un
sarcasmo cruel, sin recatar el desprecio que le merec�an hombres
como aquellos que as� se arrastraban para arrancar su aplauso. No
habr� nadie que afirme que el Daily Express, por ejemplo, sea una
de las instituciones m�s inteligentes del mundo. Y, sin embargo,
no puede negarse que supo encontrar las palabras m�s venenosas para
ensalzar al Gobierno laborista por el celo con que hab�a procurado
proteger al "pobre Macdonald" de la presencia de un silencioso vig�a
revolucionario.
�Y estas gentes son las que van a poner la primera piedra para
un orden social nuevo? No hay tal; son, pura y simplemente, las pen�ltimas
reservas del orden antiguo. Y digo las pen�ltimas, pues las �ltimas
las ofrecen siempre las represiones materiales.
Confieso que la apelaci�n a las democracias europeas, en este
pleito del derecho de asilo, me ha valido, de pasada, muchos ratos de regocijo.
A veces, parec�ame estar asistiendo a la representaci�n de
una especie de comedia "paneuropea", en un acto, titulada "Los principios
de la democracia". Una comedia que podr�a haber escrito Bernard
Shaw si a ese l�quido "fabiano" que corre por sus venas se a�adiese
una buena dosis de la sangre de Jonathan Swift. Pero, cualquiera que su
autor fuese, no puede negarse que la comedia, cuyo subt�tulo podr�a
rezar: Europa sin visado, ten�a mucho de instructivo. �Y no
hablemos de Norteam�rica! Los Estados Unidos no tienen s�lo
el privilegio de ser el pa�s m�s fuerte, sino tambi�n
el m�s miedoso del mundo. No hace mucho que Hoover explicaba su
pasi�n por la pesca haciendo resaltar el car�cter democr�tico
de este deporte. Si ello es as�-y yo lo dudo-, la pesca es una de
las pocas reliquias de la democracia que quedan en los Estados Unidos.
El derecho de asilo ya hace largo tiempo que los yanquis lo tienen derogado
tambi�n de sus C�digos. De modo que el t�tulo puede
ampliarse: Europa y Am�rica sin visado. Y como estos dos continentes
rigen el resto del mundo, la conclusi�n es indiscutible: El planeta
sin visado.
Por todas partes oigo decir que mi vicio m�s imperdonable es
la falta de fe en la democracia. �Qu� s� yo cu�ntos
art�culos y hasta libros se han escrito acerca de este tema! Pero
el caso es que cuando a mi se me ocurre pedir que me den una lecci�n
pr�ctica de democracia todo el mundo se excusa. �Ni un solo
pa�s en todo el planeta que se preste a estampar el visado en mi
pasaporte! Y siendo esto as�, �se me quiere hacer creer que
ese otro pleito, inmensamente m�s importante y m�s cruento,
que es el pleito entre los poseedores y los despose�dos, va a poder
resolverse aplicando con rigor exquisito los h�bitos y las formas
de la democracia?
Pero, vengamos a cuentas, �es que la dictadura revolucionaria
ha dado los frutos que se esperaban de ella? A esta pregunta, que oye uno
constantemente, no se puede dar una respuesta m�s que analizando
los resultados de la revoluci�n de Octubre y enfocando las perspectivas
que ante ella se abren. Una autobiograf�a no es, como se comprende,
el lugar m�s adecuado para llevar a cabo este examen. Procurar�
hacerlo en un libro consagrado especialmente al problema, en el que puse
mano ya durante mi destierro en el Asia central. Entiendo, sin embargo,
que no puedo abandonar el relato de mi vida sin decir, aunque s�lo
sea en unas pocas l�neas, por qu� sigo incondicionalmente
en el camino en que siempre estuve.
El panorama que se ha desarrollado ante los ojos de mi generaci�n
-la que ahora est� entrando en los a�os maduros o declinando
hacia la vejez-puede describirse esquem�ticamente como sigue: En
el transcurso de algunas d�cadas-fines del siglo XIX y comienzos
del XX-la poblaci�n europea hubo de someterse a la disciplina inexorable
de la industria. Todos los aspectos de la educaci�n social se tuvieron
que rendir al principio de la productividad en el trabajo. Esto trajo consigo
magnas consecuencias y parec�a abrir ante el hombre una serie de
nuevas posibilidades. En realidad, lo que hizo fue desencadenar la guerra.
Claro es que la guerra hubo de convencer a la humanidad de que no estaba,
ni mucho menos, degenerada, como tanto clamara lamentatoriamente la an�mica
filosof�a, sino por el contrario, plet�rica de vida, de fuerzas,
de �nimos y de esp�ritu emprendedor. Y la guerra sirvi�
tambi�n para evidenciar a la humanidad, con una potencia jam�s
conocida, su enorme poder�o t�cnico. Era algo as�
como si un hombre, puesto delante de un espejo, ensayase a darse un tajo
en el cuello con la navaja de afeitar, para cerciorarse de que su garganta
estaba sana y fuerte.
Al terminarse la guerra de 1914 a 1918, se proclam� que, a partir
de aquel momento, era deber moral sagrado enderezar todas las energ�as
a resta�ar aquellas mismas heridas que por espacio de cuatro a�os
se hab�a estado predicando que era un sagrado deber moral producir.
El trabajo y el ahorro no s�lo se ven restaurados en sus antiguos
derechos, sino atenazados por la f�rrea tenaza de la racionalizaci�n.
Las tituladas "reparaciones" corren a cargo de las mismas clases, los mismos
partidos e incluso las mismas personas a cuyo cargo corriera tambi�n
la devastaci�n. Y donde, como en Alemania, se implant� un
cambio de r�gimen pol�tico, llevan la batuta en el movimiento
de reconstrucci�n personajes que en la campa�a de destrucci�n
figuraban en segundo o tercer rango. A esto se reduce todo el cambio, en
puridad.
Dir�ase que la guerra ha segado a toda una generaci�n
tan s�lo para que en la memoria de los pueblos se produzca un lapso
y la nueva generaci�n no comprenda de un modo demasiado claro que
lo que hace, en realidad, aunque sea en una fase hist�ricamente
superior y con consecuencias que ser�n, por tanto, mucho m�s
dolorosas, es volver a las andadas.
En Rusia, la clase obrera, guiada por los bolcheviques, ha acometido
el intento de transformar la vida para ver si es posible evitar que se
repitan peri�dicamente esos ataques de locura de la humanidad, y
a la par, para echar los cimientos de una cultura superior. No fu�
otro el sentido de la revoluci�n de Octubre. Es indudable que la
misi�n que se propuso no est� a�n cumplida, pues se
trata de un problema que, por raz�n natural, s�lo puede verse
resuelto en el transcurso de bastantes a�os. Y dir�amos m�s:
dir�amos que es menester considerar la revoluci�n rusa como
el punto de partida de la nueva historia humana en su totalidad.
Al terminar la Guerra de los Treinta a�os, es posible que el
movimiento alem�n de la Reforma tuviese todo el aspecto de una bara�nda
desencadenada por hombres escapados del manicomio. Y en cierto modo, as�
era, pues Europa acababa de salir de los claustros de la Edad Media. Y,
sin embargo, �c�mo concebir la existencia de esta Alemania
moderna, de Inglaterra, de los Estados Unidos y de toda la humanidad actual,
sin aquel movimiento de la Reforma, con las v�ctimas innumerables
que devor�? Si est� justificado que haya v�ctimas-y
no sabemos de qui�n habr�a que obtener, realmente, el permiso-,
nunca lo est� tanto como cuando las v�ctimas sirven para
imprimir un avance a la humanidad.
Y lo mismo cabe decir de la Revoluci�n francesa. Aquel reaccionario
y pedante de Taine se imaginaba haber descubierto una gran cosa cuando
dec�a que, a la vuelta de algunos a�os despu�s de
haber decapitado, a Luis XVI, el pueblo franc�s viv�a m�s
pobre y menos feliz que bajo el antiguo r�gimen. Sucesos como el
de la gran Revoluci�n francesa no pueden medirse por el rasero de
"algunos a�os". Sin la Gran Revoluci�n ser�a inconcebible
la Francia de hoy, y el propio Taine hubiera acabado sus d�as de
escriba de alg�n gran se�or del viejo r�gimen, en
vez de dedicarse a denostar la revoluci�n a la que debe su carrera.
Pues bien: a la revoluci�n de Octubre hay que juzgarla a una
distancia hist�rica a�n mayor. S�lo gentes necias
o de mala fe pueden acusarla de que en doce a�os no haya tra�do
la paz y el bienestar para todos. Contemplada con el criterio de la Reforma
o de la Revoluci�n francesa, que representan, en una distancia de
unos tres siglos, dos etapas en el camino de la sociedad burguesa, no puede
uno por menos de admirarse que en un pueblo tan atrasado y solitario como
Rusia se haya podido asegurar a la masa del pueblo, doce a�os despu�s
de la sacudida, un promedio de vida que, por lo menos, no es inferior al
que se les brindaba en v�speras de la guerra. Ya esto, por s�
solo, es un milagro. Pero, claro est� que el sentido y la raz�n
de ser de la revoluci�n rusa no es ah� donde hay que buscarlos.
Estamos ante el intento de un nuevo orden social. Es posible que este intento
cambie y se transforme, fundamentalmente tal vez. Es seguro que habr�
de adoptar un car�cter totalmente distinto sobre la base de la nueva
t�cnica. Pero, pasar�n unas cuantas docenas de a�os,
pasar�n unos cuantos siglos, y el orden social que rija remontar�
la mirada a la revoluci�n de Octubre como el r�gimen burgu�s
de hoy hace con la Revoluci�n francesa y la Reforma. Y esto es tan
claro, tan evidente, tan indiscutible, que hasta los profesores de Historia
lo comprender�n; claro est� que pasados unos cuantos a�os...
Bien, �y de la suerte que en todo esto ha corrido su persona,
qu� me dice usted? Ya me parece estar oyendo esta pregunta, en la
que la iron�a se mezcla con la curiosidad. A ella, no puedo contestar
con mucho m�s de lo que ya dejo dicho en las p�ginas del
presente libro. Yo no s� que es eso de medir un proceso hist�rico
con el rasero de las vicisitudes individuales de una persona. Mi sistema
es el contrario: no s�lo valoro objetivamente el destino personal
que me ha cabido en suerte, sino que, aun subjetivamente, no acierto a
vivirlo si no es unido de un modo inseparable a los derroteros que sigue
la evoluci�n social.
�Cu�ntas veces, desde mi expulsi�n, he tenido que
o�r a los peri�dicos hablar y discurrir acerca de mi "tragedia"
personal! Aqu� no hay tragedia personal de ninguna especie. Hay,
sencillamente, un cambio de etapas en la revoluci�n. Un peri�dico
norteamericano public� un art�culo m�o, acompa��ndolo
de la ingeniosa observaci�n de que el autor, a pesar de todos los
reveses sufridos, no hab�a perdido, como el art�culo demostraba,
el equilibrio de la raz�n. No puede uno por menos de re�rse
ante esa pobre gente para quien, por lo visto, la claridad de juicio guarda
relaci�n con un cargo en el Gobierno y el equilibrio de la raz�n
depende de los vaivenes del d�a. Yo no he conocido jam�s,
ni conozco, semejante relaci�n de causalidad. En las c�rceles,
con un libro delante o una pluma en la mano, he vivido horas de gozo tan
radiante como las que pude disfrutar en aquellos m�tines grandiosos
de la revoluci�n. Y en cuanto a la mec�nica del Poder, me
pareci� siempre que ten�a m�s de carga inevitable
que de satisfacci�n espiritual. Pero, mejor ser� que acerca
de esto oigamos palabras muy discretas, dichas ya por otros:
El d�a 26 de enero de 1917, Rosa Luxemburgo escrib�a
a una amiga, desde la c�rcel: "Eso de entregarse, por entero a las
miserias de cada d�a que pasa, es cosa para m� inconcebible
e intolerable. F�jate, por ejemplo, con qu� fr�a serenidad
se remonta un Goethe por encima de las cosas. Y sin embargo, no creas que
no hubo de pasar por amargas experiencias: piensa tan s�lo en la
gran Revoluci�n francesa, que, vista de cerca, seguramente tendr�a
todo el aspecto de una mascarada sangrienta y perfectamente est�ril,
y en la cadena ininterrumpida de guerras que van desde 1793 a 1815... Yo
no te pido que hagas poes�as como Goethe, pero su modo de abrazar
la vida-aquel universalismo de intereses, aquella armon�a interior-est�
al alcance de cualquiera, aunque s�lo sea en cuanto aspiraci�n.
Y si me dices, acaso, que Goethe pod�a hacerlo porque no era un
luchador pol�tico, te replicar� que precisamente un luchador
es quien m�s tiene que esforzarse en mirar las cosas desde arriba,
si no quiere dar de bruces a cada paso contra todas las peque�eces
y miserias... siempre y cuando, naturalmente, que se trate de un luchador
de verdad..."
�Magn�ficas palabras! Las le� por vez primera no
hace muchos d�as y ellas me han hecho cobrar nuevo afecto y devoci�n
por la figura de Rosa Luxemburgo.
En cuanto a doctrinas, car�cter e ideolog�a, no hay en
Proudhon, esa especie de Robins�n Crusoe del socialismo, nada que
me simpatice. Pero Proudhon era, por naturaleza, un luchador; era, intelectualmente,
generoso; sent�a un gran desd�n hacia la opini�n p�blica
oficial y en �l ard�a esa llama inextinguible del af�n
acuciante y universal de saber. Esto le permit�a estar por encima
de los vaivenes de la vida personal y por encima de la realidad circundante.
El d�a 26 de abril de 1852, Proudhon escrib�a a un amigo
desde la prisi�n: "El movimiento, indudablemente, no es normal ni
sigue una l�nea recta; pero la tendencia se mantiene constante.
Todo lo que los Gobiernos hagan, primero unos y luego otros, en provecho
de la revoluci�n, es cosa que ya no se puede desarraigar; en cambio,
lo que contra ella se intenta, se evapora como una nube. Yo disfruto de
este espect�culo, cada uno de cuyos cuadros s� interpretar;
asisto a esta evoluci�n de la vida en el universo como si desde
lo alto descendiese sobre m� su explicaci�n; lo que a otros
destruye, a m� me exalta, me enardece y me conforta; �c�mo,
pues, puede usted pretender que me lamente de mi suerte, que me queje de
los hombres y los maldiga? �La suerte? Me r�o de ella. Y
en cuanto a los hombres, son demasiado necios y est�n demasiado
enservilecidos, para que yo pueda reprocharles nada."
Pese al regusto de patetismo eclesi�stico que hay en ellas,
tambi�n �stas son palabras muy bien dichas, y yo las suscribo.