Volver al Archivo



Le�n Trotsky


Las lecciones de la Comuna



Escrito: Febrero de 1921
Primera Edici�n: Zlatoouste, 4 de febrero de 1921
Digitalizaci�n: J. L�pez
Fuente:Archivo franc�s del MIA
Esta Edici�n: Marxists Internet Archive, 2001




Cada vez que volvemos a estudiar la historia de la Comuna descubrimos un nuevo matiz gracias a la experiencia que nos han proporcionado las luchas revolucionarias ulteriores, tanto la revoluci�n rusa como la alemana y la h�ngara. La guerra franco-alemana fue una explosi�n sangrienta que presagiaba una inmensa carnicer�a mundial, la Comuna de Par�s fue como un rel�mpago, el anuncio de una revoluci�n proletaria mundial.

La Comuna nos mostr� el hero�smo de las masas obreras, su capacidad para unirse como un bloque, su virtud para sacrificarse por el futuro... Pero al mismo tiempo puso de manifiesto la incapacidad de las masas para encontrar su camino, su indecisi�n para dirigir el movimiento, su fatal inclinaci�n a detenerse tras los primeros �xitos permitiendo de este modo que el enemigo se recupere y retome sus posiciones.

La Comuna lleg� demasiado tarde. Tuvo todas las posibilidades para tomar el poder el 4 de septiembre, lo que hubiera permitido al proletariado de Par�s ponerse a la cabeza de todos los trabajadores del pa�s en su lucha contra las fuerzas del pasado, tanto contra Bismarck como contra Thiers. Pero el poder cay� en manos de los charlatanes democr�ticos, los diputados de Par�s. El proletariado parisino no ten�a ni un partido ni jefes a los que hubiera estado estrechamente vinculado por anteriores luchas. Los patriotas peque�o burgueses, que se cre�an socialistas y buscaban el apoyo de los obreros, carec�an por completo de confianza en ellos. No hac�an m�s que socavar la confianza del proletariado en s� mismo, buscando continuamente abogados c�lebres, periodistas, diputados, cuyo �nico bagaje consist�a en una docena de frases vagamente revolucionarias, para confiarles la direcci�n del movimiento.

La raz�n por la que Jules Favre, Picard, Garnier-Pag�s y Cia tomaron el poder en Par�s el 4 de septiembre es la misma que permiti� a Paul-Boncour, A. Varenne, Renaudel y otros muchos hacerse durante un tiempo los amos del partido del proletariado.

Por sus simpat�as, sus h�bitos intelectuales y su comportamiento, los Reanaudel y los Boncour, e incluso los Longuet y Pressemane, est�n mucho m�s cerca de Jules Favre y de Jules Ferry que del proletariado revolucionario. Su fraseolog�a socialista no es m�s que una m�scara hist�rica que les permite imponerse a las masas. Y justamente porque Favre, Simon, Picard y los dem�s abusaron de la fraseolog�a democr�tico-liberal, sus hijos y sus nietos tuvieron que recurrir a la fraseolog�a socialista. Pero se trata de hijos y nietos dignos de sus padres, continuadores de su obra. Y cuando se trate de decidir no la composici�n de una camarilla ministerial sino qu� clase debe tomar el poder, Renaudel, Varenne, Longuet y sus semejantes estar�n en el campo de Millerand -colaborador de Gallifet, el verdugo de la Comuna... Cuando los charlatanes reaccionarios de los salones y del Parlamento se encuentran cara a cara, en la vida, con la Revoluci�n, no la reconocen nunca.

El partido obrero -el verdadero- no es un instrumento de maniobras parlamentarias, es la experiencia acumulada y organizada del proletariado. S�lo con la ayuda del partido, que se apoya en toda su historia pasada, que prev� te�ricamente la direcci�n que tomar�n los acontecimientos, sus etapas, y define las l�neas de actuaci�n precisas, puede el proletariado liberarse de la necesidad de recomenzar constantemente su historia: sus dudas, su indecisi�n, sus errores.

El proletariado de Par�s carec�a de un tal partido. Los socialistas burgueses, de los que estaba llena la Comuna, elevaban los ojos al cielo esperando un milagro o una palabra prof�tica, dudaban y durante ese tiempo, las masas andaban a tientas, desorientadas a causa de la indecisi�n de unos y la franqueza de otros. El resultado fue que la Revoluci�n estall� en medio de ellas demasiado tarde. Par�s estaba cercado.

Pasaron seis meses antes de que el proletariado recuperase el recuerdo de las revoluciones anteriores, de sus lecciones, de los combates anteriores, de las reiteradas traiciones de la democracia, y tomara el poder.

Estos seis meses fueron una p�rdida irreparable. Si en septiembre de 1870, se hubiera encontrado a la cabeza del proletariado franc�s el partido centralizado de la acci�n revolucionaria, toda la historia de Francia, y con ella toda la historia de la humanidad, hubiera tomado otra direcci�n.

Si el 18 de marzo el poder pas� a manos del proletariado de Par�s, no fue porque �ste se apoderase de �l conscientemente, sino porque sus enemigos hab�an abandonado la capital.

Estos �ltimos iban perdiendo terreno constantemente, los obreros los despreciaban y detestaban, hab�an perdido la confianza de la peque�a burgues�a y los grandes burgueses tem�an que ya no fueran capaces de defenderlos. Los soldados estaban enfrentados a sus oficiales. El gobierno huy� de Par�s para concentrar en otra parte sus fuerzas. Entonces el proletariado se hizo el amo de la situaci�n.

Pero no lo comprendi� hasta el d�a siguiente. La Revoluci�n le cay� encima sin que se lo esperase.

Este primer �xito fue una nueva fuente de pasividad. El enemigo hab�a huido a Versalles. �Acaso eso no era una victoria? En esos momentos se habr�a podido aplastar a la banda gubernamental sin apenas efusi�n de sangre. En Par�s, se habr�a podido detener a todos los ministros, empezando por Thiers. Nadie habr�a movido un dedo para defenderlos. No se hizo. No hab�a un partido organizado centralizadamente, capaz de una visi�n de conjunto sobre la situaci�n y con �rganos especiales para ejecutar las decisiones.

Los restos de la infanter�a no quer�an retroceder hacia Versalles. El v�nculo que ligaba oficiales y soldados era muy d�bil. Y si hubiera existido en Par�s un centro dirigente de partido, habr�a introducido entre las tropas en retirada -puesto que hab�a posibilidad de retirada- algunos centenares o al menos unas decenas de obreros leales, a los que se les habr�an dado instrucciones para alimentar el descontento de los soldados contra los oficiales y aprovechar el primer momento psicol�gico favorable para liberar a la tropa de sus mandos y conducirla a Par�s para unirse al pueblo. Habr�a sido f�cil hacer esto, seg�n confesaron incluso los partidarios de Thiers. Pero nadie lo pens�. No hab�a nadie que pensara. En los grandes acontecimientos, por otra parte, tales decisiones s�lo puede tomarlas un partido revolucionario que espera una revoluci�n, se prepara, se mantiene firme, un partido que est� habituado a tener una visi�n de conjunto y no tiene miedo a la acci�n.

Y precisamente el proletariado franc�s carec�a de partido de combate.

El Comit� central de la Guardia nacional era, de hecho, un Consejo de Diputados de los obreros armados y de la peque�a burgues�a. Un tal Consejo elegido directamente por las masas que han entrado en el camino de la revoluci�n, representa una excelente estructura ejecutiva. Pero al mismo tiempo, y justamente a causa de su ligaz�n inmediata y elemental con unas masas que se encuentran tal y como las encontr� la revoluci�n, refleja no s�lo los puntos fuertes de masas sino tambi�n sus debilidades, y refleja antes las debilidades: manifiesta indecisi�n, atentismo, tendencia a la inactividad tras los primeros �xitos.

El Comit� central de la Guardia nacional necesitaba ser dirigido. Era indispensable disponer de una organizaci�n que encarnase la experiencia pol�tica del proletariado y estuviese presente por todas partes -no solo en el Comit� central, sino en las legiones, en los batallones, en las capas m�s profundas del proletariado franc�s. Por medio de los Consejos de Diputados, -que en este caso eran �rganos de la Guardia nacional- el partido habr�a podido estar continuamente en contacto con las masas, pulsando as� su estado de �nimo; su centro dirigente habr�a podido lanzar diariamente una consigna que los militantes del partido habr�an podido difundir entre las masas, uniendo su pensamiento y su voluntad.

Apenas el gobierno hubo retrocedido sobre Versalles, la Guardia nacional se apresur� a declinar toda responsabilidad, precisamente cuando esta responsabilidad era enorme. El comit� central imagin� elecciones "legales" a la Comuna. Entabl� conversaciones con los concejales de Par�s para cubrirse, por la derecha, con la "legalidad".

Si al mismo tiempo se hubiera preparado un violento ataque contra Versalles, las conversaciones con los ediles hubieran significado una astucia militar plenamente justificada y acorde con los objetivos. Pero en realidad, estas conversaciones se mantuvieron para intentar que un milagro evitase la lucha. Los radicales peque�o burgueses y los socialistas idealistas, respetando la "legalidad" y a las gentes que encarnaban una parcela de estado "legal", diputados, concejales, etc., esperaban, desde lo m�s profundo de su coraz�n, que Thiers se detendr�a respetuosamente ante el Par�s revolucionario tan pronto como �ste se hubiera dotado de una Comuna "legal".

La pasividad y la indecisi�n se vieron favorecidas en este caso por el principio sagrado de la federaci�n y la autonom�a. Par�s, como pod�is comprobar, no es m�s que una comuna entre otras. Par�s no quiere imponerse a nadie; no lucha por la dictadura, en todo caso ser�a la "dictadura del ejemplo".

En resumidas cuentas, esto no fue m�s que una tentativa para reemplazar la revoluci�n proletaria que se estaba desarrollando por una reforma peque�o burguesa: la autonom�a comunal. La verdadera tarea revolucionaria consist�a en asegurar al proletariado en el Poder en todo el pa�s. Par�s deb�a servir de base, punto de apoyo, plaza de armas. Para alcanzar este objetivo era preciso derrotar a Versalles sin p�rdida de tiempo y enviar por toda Francia agitadores, organizadores, fuerzas armadas. Era necesario entrar en contacto con los simpatizantes, reafirmar a los que dudaban y quebrar la oposici�n de los adversarios. Pero en lugar de esta pol�tica de ofensiva y agresi�n, la �nica que pod�a salvar la situaci�n, los dirigentes de Par�s intentaron limitarse a su autonom�a comunal: ellos no atacar�an a los dem�s si �stos no les atacaban a ellos; cada ciudad deb�a recuperar el sagrado derecho al auto-gobierno. Este parloteo idealista -una especie de anarquismo mundano- cubr�a en realidad la cobard�a ante una acci�n revolucionaria que era preciso llevar hasta sus �ltimas consecuencias, pues, de otro modo, no se hubiera debido empezar...

La hostilidad a una organizaci�n centralizada -herencia del localismo y autonomismo peque�o burgu�s- es sin lugar a dudas el punto d�bil de cierta fracci�n del proletariado franc�s. Para algunos revolucionarios, la autonom�a de las secciones, de los barrios, de los batallones, de las ciudades, es la suprema garant�a de la verdadera acci�n y de la independencia individual. Pero esto no es m�s un gran error que cost� muy caro al proletariado franc�s.

Bajo la forma de "lucha contra el centralismo desp�tico" y contra la disciplina "asfixiante" se libra un combate por la conservaci�n de los diversos grupos y sub-grupos de la clase obrera, por sus mezquinos intereses, con sus peque�os l�deres de barrio y sus or�culos locales. La clase obrera en su totalidad, aunque conserve la originalidad de su cultura y sus matices pol�ticos, puede actuar con m�todo y firmeza, sin ir a remolque de los acontecimientos y dirigiendo sus golpes mortales contra los puntos d�biles del enemigo, a condici�n de que est� liderada, por encima de barrios, secciones y grupos, por un aparato centralizado y cohesionado por una disciplina de hierro. La tendencia hacia el particularismo, cualquiera que se su forma, es una herencia de un pasado muerto. Cuanto antes se libere de ella el comunismo franc�s -comunismo socialista y comunismo sindicalista-, mejor ser� para la revoluci�n proletaria.

*

El partido no crea la revoluci�n a su gusto, no escoge seg�n le convenga el momento para tomar el poder, pero interviene activamente en todas las circunstancias, pulsa en todo momento el estado de �nimo de las masas y eval�a las fuerzas del enemigo, determinando as� el momento propicio para la acci�n definitiva. Esta es la m�s dif�cil de sus tareas. El partido no cuenta con una soluci�n que valga para todos los casos. Necesita una teor�a justa, un estrecho contacto con las masas, una acertada comprensi�n de la situaci�n, una visi�n revolucionaria y una gran decisi�n. Cuando m�s profundamente penetra un partido revolucionario en todas las esferas de la lucha revolucionarias y cuanto m�s cohesionado est� en torno a un objetivo y por la disciplina, mejor y m�s r�pidamente puede llevar a cabo su misi�n.

La dificultad consiste en ligar estrechamente esta organizaci�n de partido centralizado, soldado interiormente por una disciplina de hierro, con el movimiento de las masas, con sus flujos y reflujos. No se puede conquistar el poder sin una poderosa presi�n revolucionaria de las masas trabajadoras. Pero, en esta acci�n, el elemento preparatorio es inevitable. Y cuanto mejor comprenda el partido la coyuntura y el momento, mejor preparadas estar�n las bases de apoyo, mejor repartidas estar�n las fuerzas y sus objetivos, m�s seguro ser� el �xito y menos v�ctimas costar�. La correlaci�n entre una acci�n cuidadosamente preparada y el movimiento de masas es la tarea pol�tico-estrat�gica de la toma del poder.

La comparaci�n del 18 de marzo de 1871 con el 7 de noviembre de 1917 es, desde este punto de vista, muy instructiva. En Par�s se sufri� una absoluta falta de iniciativa para la acci�n por parte de los c�rculos dirigentes revolucionarios. El proletariado, armado por el gobierno burgu�s, era, de hecho, due�o de la ciudad y dispon�a de todos los medios materiales del poder -ca�ones y fusiles- pero no se dio cuenta de ello. La burgues�a hizo una tentativa para arrebatar al gigante sus armas: intent� robarle al proletariado sus ca�ones. Pero el intento fracas�. El gobierno huy� aterrado desde Par�s a Versalles. El campo estaba libre. Pero el proletariado no se dio cuenta de que era el amo de Par�s m�s que al d�a siguiente. Los "jefes" iban a remolque de los acontecimientos, tomaban nota de ellos cuando ya se hab�an producido y hac�an todo lo posible para embotar el filo revolucionario.

En Petrogrado los acontecimientos se desarrollaron de forma muy distinta. El partido caminaba firme y decidido hacia la toma del poder. Dispuso a sus hombres por doquier, reforzando todas las posiciones y aprovechando toda ocasi�n para ahondar la brecha entre los obreros y la guarnici�n de una parte y el gobierno de otra.

La manifestaci�n armada de las jornadas de julio fue un vasto reconocimiento que hizo el partido para sondear el grado de uni�n entre las masas y la fuerza de resistencia del enemigo. El reconocimiento de transform� en lucha de avanzadillas. Fuimos rechazados, pero al mismo tiempo mediante la acci�n se estableci� la conexi�n entre el partido y las m�s amplias masas. Durante los meses de agosto, septiembre y octubre se desarroll� un poderoso flujo revolucionario. El partido lo aprovecho y aument� de manera considerable sus apoyos entre la clase obrera y la guarnici�n. M�s adelante la armon�a entre los preparativos de la conspiraci�n y la acci�n de masas fue casi autom�tica. El Segundo Congreso de los Soviets fue fijado para el 7 de noviembre. Toda nuestra agitaci�n anterior deb�a conducir a la toma del poder por el Congreso. El golpe de Estado qued� fijado para el 7 de noviembre. Se trataba de un hecho perfectamente conocido y comprendido por el enemigo. Por ello Kerensky y sus consejeros intentaron consolidar su posici�n en Petrogrado, en la medida de lo posible, cara al momento decisivo. Sobre todo necesitaban sacar de la capital al segmento m�s revolucionario de la guarnici�n. Por nuestra parte nos aprovechamos de esta tentativa de Kerensky para derivar de ella un nuevo conflicto que tuvo una importancia decisiva. Acusamos abiertamente al gobierno de Kerensky -y nuestra acusaci�n se vio despu�s confirmada por escrito en un documento oficial- de proyectar el alejamiento de una tercera parte de la guarnici�n de Petrogrado, no por consideraciones de orden militar, sino por intereses contrarrevolucionarios. El conflicto hizo que estrech�ramos a�n m�s nuestras relaciones con la guarnici�n e implic� que esta �ltima se planteara una tarea bien definida: apoyar el Congreso de los Soviets fijado para el 7 de noviembre. Y puesto que el gobierno insist�a -aunque de forma poco en�rgica- en que la guarnici�n fuera desplazada, con el pretexto de verificar las razones militares del proyecto gubernamental creamos en el Soviet de Petrogrado, que ya domin�bamos, un Comit� revolucionario de guerra.

De este modo nos dotamos de un �rgano puramente militar, a la cabeza de las tropas de Petrogrado, que era realmente un instrumento legal de insurrecci�n armada. Al mismo tiempo nombramos comisarios (Comunistas) en todas las unidades militares, almacenes, etc. La organizaci�n militar clandestina ejecutaba las tareas t�cnicas especiales y proporcionaba al Comit� revolucionario de guerra militantes de plena confianza para las operaciones militares de importancia. Lo esencial del trabajo de preparaci�n y realizaci�n de la insurrecci�n armada se hac�a abiertamente, con un m�todo y una naturalidad que la burgues�a, con Kerensky a su cabeza, apenas se apercibi� de lo que pasaba ante sus narices. En Par�s, el proletariado s�lo comprendi� que era el due�o de la situaci�n inmediatamente despu�s de su victoria real, una victoria que, por otra parte, no hab�a buscado conscientemente. En Petrogrado las cosas sucedieron de muy distinta forma. Nuestro partido, con el apoyo de los obreros y de la guarnici�n, se apoder� del poder, y la burgues�a, que pas� una noche bastante tranquila, s�lo se dio cuenta a la luz del d�a que el gobierno del pa�s se encontraba ya en manos de sus enterradores.

En lo que concern�a a la estrategia, se dieron en nuestro partido muchas divergencias de opini�n.

Como es sabido, parte del Comit� Central se declar� opuesta a la toma del poder pues cre�an que a�n no hab�a llegado el momento de actuar, que Petrogrado se encontrar�a aislada del resto del pa�s, que los proletarios no contar�an con el apoyo de los campesinos, etc.

Otros camaradas cre�an que no prest�bamos suficiente importancia a los detalles del complot militar. En octubre, uno de los miembros del Comit� Central exig�a que se cercara el Teatro Alejandrina, sede de la Conferencia Democr�tica, y se proclamase la dictadura del Comit� Central del Partido. Dec�a que con la agitaci�n y trabajo militar preparatorios del Segundo Congreso mostr�bamos nuestros planes al enemigo y le ofrec�amos as� la posibilidad de prevenirse e incluso asestarnos un golpe preventivo. Pero no cabe duda que la tentativa de un complot militar y el asedio del Teatro Alejandrina hubieran sido elementos ajenos al desarrollo de los acontecimientos que habr�an provocado el desconcierto de las masas. Incluso en el Soviet de Petrogrado, en el que nuestra fracci�n era mayoritaria, una acci�n tal que se anticipara al desarrollo l�gico de la lucha no hubiera sido comprendida en ese momento, sobre todo entre la guarnici�n, en la que a�n hab�an regimientos que dudaban y en los que no se pod�a confiar, principalmente la caballer�a. A Kerensky le hubiera resultado mucho m�s f�cil aplastar un complot inesperado para las masas que atacar a la guarnici�n, y le hubiera permitido consolidarse mucho m�s en su posici�n: la defensa de su inviolabilidad en nombre del futuro Congreso de los Soviets. La mayor�a del Comit� Central rechaz� con raz�n el plan de asedio a la Conferencia democr�tica. La coyuntura hab�a sido evaluada perfectamente: la insurrecci�n armada, sin apenas derramamiento de sangre, triunf� precisamente el d�a que hab�a sido fijado, previa y abiertamente, para la convocatoria del Segundo Congreso de los Soviets.

Sin embargo esta estrategia no puede convertirse en norma general, necesitaba unas condiciones organizadas. Nadie cre�a ya en la guerra contra Alemania, e incluso los soldados menos inclinados hacia la revoluci�n no quer�an marchar al frente. Y aunque s�lo por esta raz�n la guarnici�n entera estaba de parte de los obreros, se reafirmaba cada vez m�s en su decisi�n a medida que iban conoci�ndose las maquinaciones de Kerensky. Pero el estado de �nimo de la guarnici�n de Petrogrado ten�a una causa a�n m�s profunda en la situaci�n del campesinado y el desarrollo de la guerra imperialista. Si la guarnici�n se hubiera escindido y Kerensky hubiera tenido oportunidad de apoyarse en algunos regimientos, nuestro plan hubiera fracasado. Los elementos puramente militares del complot (conspiraci�n y gran rapidez en la acci�n) hubieran prevalecido. Y est� claro que hubiera sido necesario escoger otro momento para la insurrecci�n.

La Comuna tuvo tambi�n la posibilidad de apoderarse de los regimientos, incluso aquellos formados por unos campesinos que hab�an perdido totalmente la confianza y el aprecio por el poder y sus mandos. Sin embargo no hizo nada en este sentido. La culpa no hay que achac�rsela a las relaciones entre los campesinos y la clase obrera, sino a la estrategia revolucionaria.

�Qu� puede pasar en este sentido en la Europa actual? No es nada f�cil preverlo. Sin embargo, teniendo en cuenta que los acontecimientos se desarrollan lentamente y que los gobiernos burgueses han aprendido bien la lecci�n, es de prever que el proletariado tendr� que superar grandes obst�culos para ganarse la simpat�a de los soldados en el momento preciso. Ser� preciso que la revoluci�n lleve a cabo un ataque h�bil en el momento adecuado. El deber del partido es prepararse para ello. Justamente por eso deber� conservar y acentuar su car�cter de organizaci�n centralizada que dirigiendo abiertamente el movimiento revolucionario de las masas, es, al mismo tiempo, un aparato clandestino para la insurrecci�n armada.

La cuesti�n de la electividad de los mandos fue uno de los motivos del conflicto entre la Guardia nacional y Thiers. Par�s rehus� aceptar el mando que hab�a designado Thiers. Varlin formul� inmediatamente la reivindicaci�n de que todos los mandos de la Guardia nacional, sin excepci�n, fueran elegidos por los propios guardias nacionales. Ese fue el principal apoyo del Comit� central de la Guardia nacional.

Esta cuesti�n debe ser considerada desde dos perspectivas: la pol�tica y la militar. Ambas est�n relacionadas entre s�, pero es preciso distinguirlas. La tarea pol�tica consist�a en depurar la Guardia nacional de los mandos contrarrevolucionarios. El �nico medio para conseguirlo era la total electividad, ya que la mayor�a de la Guardia nacional estaba compuesta de obreros y peque�o burgueses revolucionarios. M�s a�n, la divisa de electividad deb�a ampliarse tambi�n a la infanter�a. De un solo golpe Thiers se hubiera visto privado de su principal arma, la oficialidad contrarrevolucionaria. Pero para realizar este plan al proletariado le faltaba un partido, una organizaci�n que dispusiera de adeptos en todas las unidades militares. En una palabra, la electividad, en este caso, no ten�a como objetivo inmediato dotar a los batallones de mandos adecuados, sino liberarlos de los mandos adictos a la burgues�a. Hubiera sido como una cu�a para dividir el ej�rcito en dos partes, a lo largo de una l�nea de clase. As� sucedieron las cosas en Rusia en la �poca de Kerensky, sobre todo en v�speras de Octubre.

Pero cuando el ej�rcito se libera del antiguo aparato de mando inevitablemente se produce un debilitamiento de la cohesi�n en sus filas y la disminuci�n de su esp�ritu de combate. El nuevo mando elegido es a menudo bastante d�bil en el terreno t�cnico-militar y en lo tocante al mantenimiento del orden y la disciplina. De manera que cuando el ej�rcito se libera del viejo mando contrarrevolucionario que lo oprim�a, surge la cuesti�n de dotarle de un mando revolucionario capaz de cumplir su misi�n. Y este problema no puede ser resuelto por unas simples elecciones. Antes que la gran masa de soldados pudiera adquirir la suficiente experiencia para seleccionar a sus mandos la revoluci�n ser�a aplastada por el enemigo, que ha aprendido a escoger sus mandos durante siglos. Los m�todos de democracia informe (la simple electividad) deben ser completados, y en cierta medida reemplazados, por medidas de cooptaci�n. La revoluci�n debe crear una estructura compuesta de organizadores experimentados, seguros, merecedores de una confianza absoluta, dotada de plenos poderes para escoger, designar y educar a los mandos. Si el particularismo y el autonomismo democr�tico son extremadamente peligrosos para la revoluci�n proletaria en general, son a�n diez veces m�s peligrosos para el ej�rcito. Nos lo demostr� el ejemplo tr�gico de la Comuna.

El Comit� central de la Guardia nacional basaba su autoridad en la electividad democr�tica. Pero cuando tuvo necesidad de desplegar al m�ximo su iniciativa en la ofensiva, sin la direcci�n de un partido proletario, perdi� el rumbo y se apresur� a transmitir sus poderes a los representantes de la Comuna, que necesitaba una base democr�tica m�s amplia. Y jugar a las elecciones fue un gran error en ese momento. Pero una vez celebradas las elecciones y reunida la Comuna, hubiera sido preciso que ella misma creara un �rgano que concentrara el poder real y reorganizara la Guardia nacional. Y no fue as�. Junto a la Comuna elegida estaba el Comit� central, cuyo car�cter electivo le confer�a una autoridad pol�tica gracias a la cual pod�a enfrentarse a aqu�lla. Al mismo tiempo se ve�a as� privado de la energ�a y firmeza necesarias en las cuestiones puramente militares que, tras la organizaci�n de la Comuna, justificaban su existencia. La electividad, los m�todos democr�ticos no son m�s que una de las armas de las que dispone el proletariado y su partido. La electividad no puede ser de ning�n modo un fetiche, un remedio contra todos los males. Es necesario combinarla con las designaciones. El poder de la Comuna proced�a de la Guardia nacional elegida. Pero una vez creada, la Comuna hubiera debido reorganizar toda la Guardia nacional con mano firme, dotarla de mandos seguros e instaurar un r�gimen disciplinario muy severo. La Comuna no lo hizo, priv�ndose por ello de un poderoso centro dirigente revolucionario. Por ello fue aplastada.

Podemos hojear p�gina por p�gina toda la historia de la Comuna y encontraremos una sola lecci�n: es necesaria la en�rgica direcci�n de un partido. El proletariado franc�s se ha sacrificado por la Revoluci�n como ning�n otro lo ha hecho. Pero tambi�n ha sido enga�ado m�s que otros. La burgues�a lo ha deslumbrado muchas veces con todos los colores del republicanismo, del radicalismo, del socialismo, para cargarlo con las cadenas del capitalismo. Por medio de sus agentes, sus abogados y sus periodistas, la burgues�a ha planteado una gran cantidad de f�rmulas democr�ticas, parlamentarias, autonomistas, que no son m�s que los grilletes con que ata los pies del proletariado e impide su avance.

El temperamento del proletariado franc�s es como una lava revolucionaria. Pero por ahora est� recubierta con las cenizas del escepticismo, resultado de muchos enga�os y desencantos. Por eso, los proletarios revolucionarios de Francia deben ser m�s severos con su partido y denunciar inexcusablemente toda disconformidad entre las palabras y los hechos. Los obreros franceses necesitan una organizaci�n para la acci�n, fuerte como el acero, con jefes controlados por las masas en cada nueva etapa del movimiento revolucionario.

�Cu�nto tiempo nos conceder� la historia para prepararnos? No lo sabemos. Durante cincuenta a�os la burgues�a francesa ha mantenido el poder en sus manos, tras haber erigido la Tercera Rep�blica sobre los cad�veres de los comuneros. A los luchadores del 71 no les falt� hero�smo. Lo que les faltaba era claridad en el m�todo y una organizaci�n dirigente centralizada. Por ello fueron derrotados. Y ha transcurrido medio siglo antes de que el proletariado franc�s pueda plantearse vengar la muerte de los comuneros. Pero ahora intervendr� de manera m�s firme, m�s concentrada. Los herederos de Thiers tendr�n que pagar la deuda hist�rica, �ntegramente.



Para volver al comienzo apriete aqu�.