Concepci�n Arenal

La educaci�n de la mujer

 


Redactado: En 1892 y env�ado a un congreso pedag�gico ese mismo a�o.
Esta Edici�n: Marxists Internet Archive, 8 de marzo de 2012, D�a Internacional de la Mujer.
Fuente de la edicion: Concepci�n Arenal, La educaci�n de la mujer, en Wikisource ( http://es.wikisource.org/wiki/La_educaci�n_de_la_mujer ), 2007.


 

 

 

I.

Relaciones y diferencias entre la educaci�n de la mujer y la del hombre

Nos fijaremos bien en la diferencia que hay entre educaci�n e instrucci�n. Un hombre puede ser muy instruido y estar muy mal educado, y estar muy bien educado y no ser muy instruido.

Esto nos indica que si la educaci�n no debe prescindir de la inteligencia, no se dirige exclusivamente a ella, sino a todas las facultades que constituyen el hombre moral y social; a los impulsos perturbadores para contenerlos, a los arm�nicos para fortificarlos, a la conciencia para el cumplimiento del deber, a la dignidad para reclamar el derecho, a la bondad para que no se apure contra los desventurados. La educaci�n procura formar el car�cter, hacer del sujeto una persona con cualidades esenciales generales, de que no podr� prescindir nunca y necesitar� siempre si ha de ser como debe. Al educador del joven no le importa saber si el educando ser� un d�a militar o magistrado, ingeniero o alba�il; su misi�n es formar un hombre recto, firme y ben�volo, y que lo sea constantemente en la posici�n social que le depare la suerte o �l se conquiste; cualquiera que sea, su firmeza, su rectitud y su benevolencia son indispensables, si ha de conducirse bien, al frente de un regimiento o presidiendo un tribunal. Los accidentes, las exterioridades, las apariencias, podr�n variar; pero las condiciones esenciales que la educaci�n perfecciona son las mismas, cualquiera que sea la posici�n social del que las tiene.

Cuando estas condiciones, esenciales son deficientes en alto grado, se ven grandes se�ores, ricos capitalistas, hombres inteligentes e instruidos, de los cuales se burlan gente ignorante y hasta los criados, que los desprecian por su falta de car�cter; no es raro que este desprecio se convierta en dominio m�s o menos ostensible, y que hombres muy medianos manejen al que les es infinitamente superior por la posici�n social y por la ciencia, pero al que falta car�cter, personalidad, aquello que es esencial para todo hombre, que la educaci�n debe fortalecer y que no da el conocimiento de los astros ni de los microbios.

Si la educaci�n es un medio de perfeccionar moral y socialmente al educando; si contribuye a que cumpla mejor su deber, tenga m�s dignidad y sea m�s ben�volo; si procura fortalecer cualidades esenciales, generales siempre, aplicables cualquiera que sea la condici�n y circunstancias de la persona que forma y dignifica; y si la mujer tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, benevolencia que ejercer, nos parece que entre su educaci�n y la del hombre no debe haber diferencias.

Si alguna diferencia hubiere, no en calidad, sino en cantidad de educaci�n, debiera hacer m�s completa la de la mujer, porque la necesita m�s. No entraremos aqu� en la cuesti�n de si tiene inferioridades, pero es evidente que tiene desventajas naturales; y agregando a �stas las sociales, que, aunque no son tantas como eran, son todav�a muchas, resulta que, si no ha de sucumbir moralmente bajo el peso de la existencia, si no ha de ir a perderse en la frivolidad, en la esclavitud, en la prostituci�n, en tanto g�nero de prostituciones como la amenazan y la halagan, necesita mucha virtud, es decir, mucha fuerza, mucho car�cter, mucha personalidad. La mujer, para ser persona, ha menester hoy y probablemente siempre (porque hay condiciones naturales que no pueden cambiarse), para tener personalidad, decimos necesita ser m�s persona que el hombre y una educaci�n que contribuya a que conozca y cumpla su deber, a que conozca y reclame su derecho, a dignificar su existencia y dilatar sus afectos para que traspasen los l�mites del hogar dom�stico, y llame suyos a todos los d�biles que piden justicia o imploran consuelo.

Esto no es pedir una cosa imposible, puesto que hay mujeres de �stas en todos los pueblos civilizados, y en los m�s cultos muchas. La educaci�n de la mujer tiene un gran punto de apoyo en su fuerza moral, que es grande, puesto que, en peores condiciones, resiste m�s a todo g�nero de concupiscencias e impulsos criminales. Verdad es que esto lo niegan algunos autores, pero sin probar la negativa, porque no es prueba la prostituci�n, cuya culpa echan toda sobre las mujeres, como si no fuera mayor la de los hombres, por muchas causas que no debemos aqu� analizar, ni aun enumerar.

La fuerza moral de la mujer se revela en la mucha necesaria para el cumplimiento de sus deberes que exigen una serie de esfuerzos continuos, m�s veces desde�ados que auxiliados por los mismos que los utilizan. Cuando el hombre cumple un deber dif�cil, recibe aplauso por su virtud; los de las mujeres se ignoran: sin m�s impulso que el coraz�n, sin m�s aplauso que el de la conciencia, se quedan en el hogar, donde el mundo no penetra m�s que para infamar; si hay all� sacrificio, abnegaci�n sublime, constancia heroica, pasa de largo: s�lo entra cuando hay esc�ndalo.

Se alega que la frivolidad natural de la mujer es un obst�culo insuperable para darle una personalidad s�lida, grave, firme.

Confesemos humilde y razonablemente que todo lo que decimos todos respecto a la mujer debe tomarse, hasta cierto punto, a beneficio de inventario, es decir, a rectificar por el tiempo; porque, despu�s de lo que han hecho los hombres con sus costumbres, sus leyes, sus tiran�as, sus debilidades, sus contradicciones, sus infamias y sus idolatr�as, �qui�n sabe lo que es la mujer, ni menos lo que ser�? Su frivolidad es natural, dicen, pero la afirmaci�n parece m�s f�cil que la prueba. De todos modos, no por eso debe dejar de combatirse; natural es el robo y se pena; las cosas se califican por buenas o por malas, y la mayor propensi�n a �stas s�lo indica la necesidad de medios m�s en�rgicos para corregirlas. Pero, hay que repetirlo, el natural de la mujer ha venido a ser un laberinto, cuyo hilo no tenemos.

Lo que se ha dicho de la vanidad, que se coloca donde puede, es aplicable a otros defectos: la actividad de la mujer, imposibilitada de emplearse en cosas grandes, se emplea en las peque�as, sin que tal vez �stas tengan para ella un atractivo especial; juzgando por el resultado, se hace subjetivo lo que es objetivo y no se ve que lo pueril no est� exclusiva mente en la cosa que halaga la vanidad, sino en la vanidad misma, que puede ser tan fr�vola buscando aplausos para un discurso en el Parlamento, como para un rico traje de �ltima moda. No hemos asistido (ya se comprende) a ninguna recepci�n de Palacio; pero hemos visto a veces en la calle a los que a ellas iban, y bajo el punto de vista de la frivolidad, no nos parec�a que hubiese diferencia esencial entre las bandas, las cruces y los bordados de los hombres, y los encajes, las cintas y las flores de las mujeres.

Dejando al tiempo que resuelva las cosas dudosas, lo que nos parece cierto es que los esfuerzos deben dirigirse a satisfacer las necesidades m�s apremiantes, y que la m�s apremiante necesidad de hoy, para el hombre como para la mujer, es la educaci�n, que forma su car�cter, que los convierte en persona. La persona no tiene sexo: es el cumplimiento del deber, sea el que quiera; la reclamaci�n de un derecho, sea el que fuere; la dignidad, que puede tenerse en todas las situaciones; la benevolencia, que, si est� en el �nimo, halla siempre medio de manifestarse de alg�n modo.

Pensamos, por lo tanto:

Que la educaci�n debe ser la misma para el hombre que para la mujer;

Que es m�s urgente a�n respecto a la mujer, porque, siendo para ella la personalidad m�s necesaria, est� m�s combatida por las leyes y por las costumbres;

Que la falta de personalidad es un obst�culo para su instrucci�n y, adquirida, para que la utilice;

Que, por m�s que se ilustre, si no se educa, si no tiene gravedad y dignidad, si no es un car�cter, una persona, aun los que sepan mucho menos que ella procurar�n y hasta lograr�n hacerla pasar por marisabidilla;

Que no hay m�s que un medio de que las mujeres sean respetadas, y es que sean respetables: lo cual no se conseguir� con s�lo tener instrucci�n si no tiene car�cter. Hay momentos y pa�ses en que la cuesti�n, como suelen serlo las sociales, es circular; a la mujer no se la respeta porque no es respetable, y no es respetable porque no se la respeta. Cuando esto sucede, es dif�cil, pero no imposible, que la mujer se blinde, por decirlo as�, con una s�lida personalidad; pero si lo consigue ha de dar por bien empleado el trabajo que le cost�, y sabr� cu�nto vale tener en s� algo que no est� a merced de nadie.

Como, en nuestra opini�n, no debe haber diferencias esenciales entre la educaci�n del hombre y de la mujer, las relaciones en la esfera educadora han de ser necesariamente arm�nicas.


II.

Medios de organizar un buen sistema de educaci�n femenina y grados que �sta debe comprender.

C�mo pueden utilizarse los organismos que actualmente la representan en punto a cultura general

Dados los pocos recursos pecuniarios e intelectuales con que cuenta la educaci�n de la mujer, y la indiferencia, si no la prevenci�n, desfavorable con que el p�blico la mira, ser�a en vano pedir fondos para crear muchas y bien organizadas escuelas; lo �nico pr�ctico nos parece introducir en las actuales algunas modificaciones, o siquiera la idea de que, si es preciso instruir a la mujer, no es menos necesario educarla, para que moralmente sea una persona y socialmente un miembro �til de la sociedad.

Ya se concede que hay que educar a la mujer lo necesario para que sea buena esposa y buena madre. Y �cu�l es lo necesario para eso? No est� bien determinado y aparece con la vaguedad de las cosas que no se ven claramente, ni pueden verse, porque no tienen existencia real. En efecto; la buena esposa y la buena madre es una ilusi�n si se prescinde de la buena persona, y la buena persona es ilusoria si se prescinde de la personalidad.

Es un error grave, y de los m�s perjudiciales, inculcar a la mujer que su misi�n �nica es la de esposa y madre; equivale a decirle que por s� no puede ser nada, y aniquilar en ella su yo moral a intelectual, prepar�ndola con absurdos deprimentes a la gran lucha de la vida, lucha que no suprimen, antes la hacen m�s terrible los mismos que la privan de fuerzas para sostenerla: cualquiera habr� notado que los que menos consideran a las mujeres son los que m�s se oponen a que se las ponga en condiciones de ser personas, y es natural.

Lo primero que necesita la mujer es afirmar su personalidad, independiente de su estado, y persuadirse de que, soltera, casada o viuda, tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, dignidad que no depende de nadie, un trabajo que realizar, e idea de que la vida es una cosa seria, grave, y que si la toma como juego, ella ser� indefectiblemente juguete. Dadme una mujer que tenga estas condiciones, y os dar� una buena esposa y una buena madre, que no lo ser� sin ellas. �Cu�nta falta le har�n, y a sus hijos, si se queda viuda! Y, si permanece soltera, puede ser muy �til, mucho, a la sociedad, harto necesitada de personas que contribuyan a mejorarla, aunque no contribuyan a la conservaci�n de la especie. La falta de personalidad en la mujer esteriliza grandes cualidades de miles de solteras o viudas, y no es poco el da�o que de su falta de acci�n ben�fica resulta.

Los que dirigen, auxilian o influyen en los establecimientos de ense�anza de la mujer deber�an procurar que su educaci�n concurriera eficazmente a formar su car�cter, no content�ndose con que saliesen de la escuela alumnas instruidas, sino aspirando al mismo tiempo a que fueran personas formales.

Convendr�a inculcar repetidamente la obligaci�n del trabajo, tarea perseverante, �til, reproductiva, y no fr�volo pasatiempo; del trabajo que dignifica, contribuye a la felicidad, consuela en la desgracia y es un deber que, cumplido, facilita el cumplimiento de todos los otros. Con decir esto no se dir� nada nuevo, pero se recordar� mucho olvidado y m�s no practicado en un pa�s en que, respecto a las mujeres de las clases bien acomodadas, no se tiene generalmente idea de que deben trabajar porque no necesitan ganarse la vida. Prescindamos, que no es poco prescindir, de que estos prop�sitos de holganza van unidos a los proyectos de que la vida la ganar� un marido que no viene, o que hubiera sido mejor que no viniese. �La vida se reduce a comer? Todo el que no tenga de ella tan bajo concepto, comprender� que la vida que no sea solamente material, y con riesgo de ser brutal, la vida de la conciencia, de la inteligencia, del coraz�n, no puede ser obra del trabajo de otro, y tiene que gan�rsela uno mismo.

�El que no trabaja que no coma�, ha dicho San Pablo. Muchos comen que no trabajan, pero ninguno que no trabaja es persona; es cosa, que anda descalza o en coche, cubierta de galas o de andrajos, pero cosa siempre. La persona es una actividad consciente y �til; todo lo dem�s son cosas que, seg�n las circunstancias, podr�n ser m�s o menos perjudiciales, pero que lo son siempre para s� y para los dem�s, porque en el combate de la vida no hay neutralidad posible; hay que decidirse por el bien o por el mal.

Contribuir�a mucho a formar el car�cter serio de la mujer y consolidar su personalidad el que se interesara y tomase parte activa en las cuestiones sociales. �C�mo! �Meterse ella en el intrincado laberinto de la oferta y la demanda, de la concurrencia y el proteccionismo y el libre cambio, de las relaciones del trabajo y el capital, etc.!

No es necesario que entre en estas cuestiones, o que entre todav�a; pero todas ellas tienen una fase muy sencilla que no necesita estudiarse y que basta con sentirla: esta fase es el dolor sin culpa, y �ay! casi siempre sin consuelo. �Qui�n m�s que la mujer puede y debe darlo?

Los hombres que han calificado el sexo de piadoso no llevar�n a mal, antes deben aplaudir, que tenga piedad de los que sufren y procure consolarlos.

Hay una huelga: los patronos ven exigencias injustas de los obreros; �stos, tiran�as crueles de los patronos; las autoridades, una cuesti�n de orden p�blico; los ego�stas indiferentes, un tumulto que turba su sosiego; brotan odios, injurias, calumnias, abusos de la fuerza, excesos iracundos de la debilidad desesperada. Y �no hay m�s que eso? S�; esos miles de hombres, que resuelven no trabajar para mejorarlas condiciones del trabajo, tienen miles de hijos que carecen de pan desde el momento que su padre no gana jornal, y en su miserable vivienda est� la fase m�s terrible de la cuesti�n: el sufrimiento de los inocentes, porque los ni�os lo son, tengan o no culpa los padres. Lo m�s terrible de las huelgas (donde no hay fuertes cajas de resistencia, como sucede en Espa�a) no est� en los tumultos de las calles y de las plazas; est� en casa del obrero, donde la miseria tortura e inmola sin ruido, porque el llanto de las d�biles criaturas no se oye. La mujer debe oirlo, debe resonar en su coraz�n; y la huelga, signifique para los hombres lo que significare, raz�n o absurdo, justicia o iniquidad, ser� para ella dolor inmerecido. Y �no le llevar� alg�n consuelo?

En todo problema social hay una fase dolorida; y suponiendo que sea la �nica que puede entender la mujer, tiene, por desgracia, bastante extensi�n para ocupar su actividad bienhechora. Todo el bien que en este sentido haga, se convertir� en un medio de perfecci�n.

Nada m�s propio para dar gravedad al car�cter y consistencia a la personalidad que la contemplaci�n compasiva de tantos dolores como entra�a esa cuesti�n de cuestiones que se llama la cuesti�n social.

Cuando se sabe lo que pasa en las prisiones, en los hospitales, en los manicomios, en los hospicios, en las inclusas; cuando se ven miles de ni�os prepar�ndose al vicio y al crimen en la mendicidad, y cruelmente maltratados si no llevan el m�nimo de limosna que sus verdugos les exigen; cuando se compara el precio de las habitaciones y de los comestibles con el de los jornales, que tantas veces faltan; cuando se considera este c�mulo abrumador de dolores que no se consuelan, de males a que no se busca remedio, ocurre preguntar: �D�nde est�n las mujeres?

Algunas est�n donde deben, pero son pocas; tan pocas, que su actividad ben�fica se pierde en la inercia general. �Por qu� as�? Por muchas causas que aqu� no podemos analizar, ni enumerar siquiera, limit�ndonos a comprobar el hecho, de una desdichada evidencia.

No lo condenamos en nombre de ideas atrevidas, ni de novedades peligrosas; no se trata de cuestiones intrincadas, de problemas dif�ciles, de derechos controvertidos, de aptitudes dudosas; se trata de practicar las obras de misericordia, ni m�s, ni menos.

Esta pr�ctica, que no debe ser alarmante aun para los que son hostiles a la ilustraci�n de la mujer, contribuir�a eficazmente a su educaci�n, como lo prueba la experiencia en los pa�ses en que las mujeres, tomando gran parte, y muy activa, en las obras ben�ficas, fortalecen en este trabajo piadoso altas dotes que sin �l se debilitar�an, y ennoblecen y consolidan su car�cter.

No podemos tratar aqu� de cu�nto influir�a para el bien en las cuestiones sociales el que la mujer tomase parte en ellas consolando los dolores que son su causa o su consecuencia; debemos limitarnos a decir y repetir que la desgracia que se conoce, se compadece y consuela, ense�a, eleva y fortalece mucho; es decir, que es un grande elemento de educaci�n.

 

III.

Aptitud de la mujer para la ense�anza.

Esferas a que debe extenderse

La mujer es paciente, afectuosa, insinuante; no le falta perspicacia; si convenientemente se la educa e instruye, comprender� y aun adivinar�, si el disc�pulo atiende, se distrae o se cansa, hasta d�nde entiende �sa y encontrar� medios de que aprenda lo que es capaz de aprender; es decir, que consideramos a la mujer con aptitud para la ense�anza.

�Hasta d�nde deber� ense�ar? Hasta donde sepa; su esfera de acci�n pedag�gica debe coincidir exactamente con su esfera moral a intelectual, y aun creemos que las cosas que sepa tan bien como el hombre las ense�ar� mejor que �l.

 

IV.

Aptitud de la mujer para las dem�s profesiones.

L�mites que conviene fijar en este punto

A un Congreso pedag�gico no se puede mandar un libro para que le discuta; las sesiones son pocas, los asuntos muchos, la discusi�n est� absolutamente limitada por el tiempo; todo lo cual impone la necesidad de un laconismo m�s propio para dar definiciones de lo que se sabe o se cree saber, que para explicarlo. Por otra parte, la ilustraci�n de los congresistas suple las explicaciones que no necesitan; con indicaciones basta.

Los Padres de aquel Concilio que suscitaron la duda de si la mujer ten�a alma, no sospechaban que en la guerra separatista de los Estados Unidos de Am�rica, cuando los federales mal dirigidos estaban en una situaci�n muy comprometida, los sac� de ella y les dio el triunfo el plan de campa�a de una mujer, que adoptaron los hombres, aunque ocultando su origen femenino para no desacreditarlo. Tampoco los susodichos Padres hubieran imaginado que en la Exposici�n de Chicago, para las grandes construcciones de la Exposici�n femenina, veinticuatro arquitectas hab�an de presentar planos, muchos notables, todos buenos (dice un peri�dico profesional ingl�s redactado por hombres); ni que en el tercer Congreso de Antropolog�a criminal que acaba de celebrarse en Bruselas, su Vicepresidente, al hacer el resumen de los trabajos, dijera: �Madama Tarnowski, en un concienzudo estudio de los �rganos de los sentidos en las mujeres criminales, nos ha demostrado que sabe aplicar con toda exactitud los principios de la experimentaci�n fisiol�gica m�s ardua; s�ame permitido felicitarla y darle gracias por haber venido a nuestra reuni�n, y presentarla como ejemplo a sus colegas del sexo fuerte.�

Hay todav�a gentes que casi est�n a la altura de los Padres aludidos; por otra parte, el mundo intelectual de la mujer puede decirse que es un nuevo mundo, vislumbrado m�s que visto, donde cualquiera que sepa mirar comprende que hay mucho que ver, pero donde todav�a se ha visto poco.

Por de pronto, y para la pr�ctica, podr�an bastar algunos breves razonamientos.

�Todos los hombres tienen aptitud para toda clase de profesiones?

Suponemos que no habr� nadie que responda afirmativamente.

�Algunas mujeres tienen aptitud para algunas profesiones?

La respuesta no puede ser negativa sino neg�ndose a la evidencia de los hechos.

�El hombre m�s inepto es superior a la mujer m�s inteligente?

�Qui�n se atreve a responder que s�? Resulta, pues, de los hechos que hay hombres, no se sabe cu�ntos, ineptos para ciertas profesiones; mujeres, no se sabe cu�ntas, aptas para esas mismas profesiones; y si al hombre apto no se le proh�be el ejercicio de una profesi�n porque hay algunos ineptos, �por qu� no se ha de hacer lo mismo con la mujer? �Se dir� que la ineptitud es en ella m�s general? Aunque esto se probara, no se razonar�a la opini�n ni se justificar�a el hecho de vedar el ejercicio de las facultades intelectuales al que las tenga. Supongamos que no hay en Espa�a m�s que una mujer capaz de aprender medicina, ingenier�a, farmacia, etc. Esa mujer tiene tanto derecho a ejercer esas profesiones como si hubiese diez mil a su altura intelectual: porque el derecho, ni se suma ni se multiplica, ni se divide; est� todo en todos y cada uno de los que lo tienen, y entre las aberraciones jur�dicas no se ha visto la de negar el ejercicio de un derecho porque sea corto el n�mero de los que puedan o quisieran ejercitarle.

El m�dico, como hombre, �tiene derecho a ejercer su profesi�n? �Se le autoriza para ejercerla en virtud de su sexo, o de su ciencia. �Qu� se pensar�a del que, sin haber estudiado quisiera recetar u operar, y dijese al enfermo: �yo no s� medicina, ni cirug�a, pero le curar� a usted porque soy hombre?� Se pensar�a en enviarle a un manicomio; y si el hombre, no por serlo, sino por lo que sabe, puede ejercer una profesi�n, a la mujer que sepa lo mismo que �l �no le asistir� igual derecho?

No creemos que pueden fijarse l�mites a la aptitud de la mujer, ni excluirla a priori de ninguna profesi�n, como no sea la de las armas, que repugna a su naturaleza, y ojal� que repugnara a la del hombre. S�lo el tiempo puede fijar esos l�mites, que en el nuestro se han dilatado tanto en algunos pa�ses.

Dec�amos m�s arriba que, para la pr�ctica podr�an bastar algunos breves razonamientos; debemos decir m�s bien para las necesidades del discurso, porque la pr�ctica ofrece obst�culos de todo g�nero que no se vencen con razones. Las leyes, la opini�n de los hombres, la que muchas mujeres tienen de s� mismas, el no hallarse con bastante fuerza (se necesita mucha) para luchar con la desaprobaci�n y con el rid�culo, con resistencias de afuera y de casa, todo contribuye a limitar la esfera de acci�n intelectual de la mujer, a limitarla de hecho, aunque en teor�a no se le pongan l�mites.

No se crea por lo dicho que en los establecimientos exclusivos para la ense�anza de la mujer deseamos que haya c�tedras de metaf�sica, filosof�a del derecho y c�lculo infinitesimal. Todo lo contrario; quisi�ramos que esta ense�anza fuese encaminada a facilitar y perfeccionar la pr�ctica de profesiones f�ciles, de artes y oficios lucrativos, de que hoy est�n excluidas las mujeres, y lo quisi�ramos por muchas razones.

1.� Porque hoy, aunque no se exprese as�, la ense�anza de la mujer viene a ser la ense�anza de la se�orita; y debe procurarse que todas las clases participen de los beneficios del saber, cada una en la medida y direcci�n que le conviene.

2.� Porque en todo es regla de raz�n empezar por lo m�s f�cil; y es m�s f�cil preparar una joven para que sea relojera, pintora de loza, telegrafista, tenedora de libros, etc., etc., que ense�arle ingenier�a o medicina.

3.� Porque, viendo que los establecimientos de ense�anza de la mujer dan resultados de esos que se llaman pr�cticos, que proporcionan medios de vivir y de amparar a su familia a muchas j�venes que hubieran sido una carga sin la instrucci�n recibida, esto contribuir� muy eficazmente a conquistar la opini�n p�blica en favor de la ense�anza de la mujer.

4.� Porque esta direcci�n, encaminada a facilitar y perfeccionar las profesiones f�ciles y los oficios y artes de aplicaci�n, contribuir�a a combatir muchas preocupaciones respecto a los trabajos que pueden o no hacerse decorosamente.

5.� Porque, vistos los resultados que dan los Institutos de segunda ense�anza, debe evitarse que tengan ninguna semejanza con ellos los establecimientos para la instrucci�n de la mujer.

Y �d�nde podr� adquirir la mujer los conocimientos especiales y superiores para esas profesiones cuyo ejercicio no hay derecho a negarle? Muchos de esos conocimientos, muchos m�s de lo que se cree, puede adquirirlos en su casa, porque es con frecuencia bastante ilusorio el auxilio que presta un profesor cuando no sabe mucho ni tiene buen m�todo, o, aunque lo tenga y sepa, se dirige, m�s que a disc�pulos, a oyentes (cuando atienden), por ser tanto su n�mero que no es posible individualizar, ni ense�ar a estudiar, y el profesor poco m�s puede hacer, si lo hace, que un libro sobre el mismo asunto que con atenci�n, sosiego y econom�a de tiempo se leyera en casa. Adem�s, consultando a personas competentes se puede estudiar en los libros mejores; si las circunstancias favorecen, se puede buscar un maestro que ense�e; mientras que, catedr�tico, hay que tomar el que dan, que no siempre es el mejor.

Con la ense�anza privada, sin m�s intervenci�n oficial que los ex�menes, hay ahora facilidades para que las mujeres puedan hacer estudios superiores; respecto a los que exigen la asistencia a los establecimientos p�blicos, esperamos que los hombres se ir�n civilizando lo bastante para tener orden y compostura en las clases a que asistan mujeres, como la tienen en los templos, en los teatros, en todas las reuniones honestas, donde hay personas de los dos sexos.

�Ser�a fuerte cosa que los se�oritos respetasen a las mujeres que van a los toros Y faltaran a las que entran en las aulas!

 

V.

La educaci�n f�sica de la mujer

Donde, como acontece en Espa�a, la educaci�n f�sica del hombre est� descuidada, la de la mujer ha de estarlo m�s, y tanto, que respecto a ella no hay s�lo descuido, sino direcci�n torcida.

Las mujeres del pueblo se debilitan por exceso de trabajo, las se�oras por exceso de inacci�n; y los que sin salir de la err�nea rutina aspiran a que sean buenas madres, no lo consiguen ni aun bajo el punto de vista fisiol�gico.

Las mujeres del pueblo que se debilitan por exceso de trabajo son las que trabajan en el campo, en las minas, machacando piedra, etc.

Hay otros trabajos que no parecen excesivos porque no exigen gran esfuerzo muscular, y suelen ser los m�s enervantes y fatales a la salud, ya porque obligan a una vida sedentaria, ya porque la trabajadora, encerrada en su estrecha vivienda o en una f�brica, no tiene siquiera la compensaci�n de respirar aire puro como la mujer de los campos. La miseria estrecha tan de cerca a la trabajadora sedentaria, le impone condiciones tan terribles en la hora presente, que al educador le es m�s f�cil ense�ar c�mo la falta de higiene acaba con su vida, que evitar que la aniquile y la mate. Esto hoy.

�Y ma�ana? Ma�ana podr�a comprenderse el absurdo de que los hombres aprendan un oficio y las mujeres no; ellas que, con menos fuerza muscular, necesitan, y pueden suplirla con la destreza, y por falta de educaci�n industrial est�n condenadas a ser siempre braceras.

La educaci�n f�sica de la mujer del pueblo no puede intentarse sin hacer su trabajo m�s productivo por medio de su instrucci�n industrial y de su mayor consideraci�n social: porque debe notarse que a veces la misma obra, y aun mayor, se paga menos porque es una mujer la que la hace. El dif�cil remedio de este grave mal es asunto de discusi�n pedag�gica, en cuanto la dignificaci�n de la mujer de una clase influye indirectamente en el bien de todas, y porque la instrucci�n en general, y la industrial en particular, contribuir�a a que la mujer, menos abrumada por la miseria, pudiese tener higiene y recibir educaci�n f�sica.

Esta educaci�n respecto a la mujer de las clases acomodadas no halla imposibilidad material, pero s� grandes dificultades, que oponen la rutina y la ignorancia, y un c�mulo de preocupaciones que consideran la debilidad f�sica como una parte de las gracias y de los atractivos de sexo. Si una ni�a que conserva a�n el instinto de conservaci�n quiere ejercitar sus m�sculos con alguna energ�a, se la reprende, dici�ndole que esos juegos son de muchachos; las ni�as han de jugar de modo que no se rompan el vestido (tan f�cil de romper), ni se despeinen, etc. Han de pasear como en procesi�n, andar acompasadamente con los brazos colocados de cierto modo y poco menos r�gidos que los de un cad�ver. Cuando es ya se�orita y no ya al colegio, no sale de casa sino a misa y a paseo, y esto pocas veces, porque no tiene quien la acompa�e, porque hay que hacer visitas, recibirlas, prepararse para ir al teatro o a alguna reuni�n, dar la lecci�n de piano, estudiarla, concluir una labor para un d�a determinado, o una novela prestada que hay que devolver, etc., etc. �Y qu� paseo! Sale tarde, no va al campo a respirar el aire libre, sino donde hay gente, y cuanta m�s mejor; no hace apenas ejercicio, y la molesta el calor, el fr�o, el viento, la lluvia, todo. Ya perdiendo el gusto natural de ejercitar las fuerzas, de arrostrar la intemperie, debilit�ndose y haci�ndose completamente sedentaria; as� llega a ser madre de hijos m�s d�biles que ella, sus nietos lo ser�n a�n m�s todav�a, y la degeneraci�n es indefectible y visible para cualquiera que observe. Con la inacci�n f�sica o intelectual se quiere tener buenas madres, y se tienen mujeres que no pueden criar a sus d�biles hijos ni saben educarlos.

Muchos defectos f�sicos e intelectuales de la mujer se han convertido en el ideal de la belleza, al menos para un n�mero de personas que, seg�n todas las apariencias, constituyen una gran mayor�a. Los que comprenden la necesidad de la educaci�n f�sica de la mujer y la quieren, tienen que luchar con fuerzas muy superiores en n�mero; pero no deben desalentarse, porque todo progreso empieza con la lucha de pocos contra muchos.

Entre varios medios que pueden ponerse en pr�ctica hay uno propio de la Pedagog�a, con el concurso de ciencias auxiliares. En las escuelas normales primero, y despu�s en todas, deber�a ense�arse a la mujer la importancia de la higiene, siendo una parte esencial de esa higiene el ejercicio ordenado de sus m�sculos, y, acomod�ndose a las circunstancias, establecer alguna especie de gimnasia.

Lo aprendido en las escuelas ser�a letra muerta, al menos por mucho tiempo, si fuera de ellas no recib�a un apoyo eficaz con la publicaci�n de libros y de cartillas que generalizaran conocimientos, de que hoy carecen aun las personas muy ilustradas en otros conceptos.

Para disipar ignorancias, vencer rutinas y contrarrestar h�bitos nada ser�a tan eficaz como la asociaci�n, que da medios de que el individuo aislado carece y que, en la resistencia como en el ataque, agrupa las fuerzas y las multiplica.

Debe anotarse que a tantas causas como conspiran contra la salud y la robustez en las sociedades modernas, hay que a�adir, heredada de las antiguas, una muy poderosa: el desprecio, casi el horror del cuerpo como materia vil, de que debe prescindirse en lo posible para no ocuparse m�s que del alma. Los ascetas no sab�an, y muchos que no lo son ignoran hoy, que el mayor enemigo del alma es un cuerpo d�bil.

Si se ha dicho mens sana in corpore sano, bien se dir� �car�cter d�bil en cuerpo enfermizo�; y los trastornos, puede decirse los estragos, del histerismo ser�an tan raros como hoy son frecuentes si se atendiese a la educaci�n f�sica de la mujer.