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Escrito: No consta..
Fuente del Texto: John Reed, Diez dias que estremecieron al
mundo, 1967, Instituto Cubano del Libro, La Habana..
Versión Digital: Carlos G.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2005.
La primera ciudad norteamericana en que los obreros se negaron a cargar armas y municiones para el ej�rcito de Koltchak fue la ciudad de Portland, en la costa del Pac�fico. En esta ciudad naci� John Reed el 22 de octubre de 1887.
Su padre era uno de aquellos recios pioneros, de esp�ritu recto, que Jack London pinta en sus relatos sobre el Oeste norteamericano. Hombre de aguda inteligencia que odiaba la falacia y la hipocres�a, en vez de ponerse, como tantos otros, al lado de las gentes ricas e influyentes, se enfrent� a ellas y, cuando los monopolios, como pulpos gigantescos, se apoderaron de los bosques y otras riquezas naturales del Estado, emprendi� una lucha encarnizada en contra de ellos. Fue perseguido, combatido a muerte, despedido de su empleo. Pero jam�s capitul� ante sus enemigos.
John Reed recibi� de su padre una buena herencia: una inteligencia despierta y aguda, un temperamento de luchador, un esp�ritu intr�pido y valeroso. Sus brillantes dotes se manifestaron desde edad temprana, y al terminar sus estudios secundarios fue enviado a Harvard, la m�s famosa Universidad de los Estados Unidos. All� env�aban a sus hijos los reyes del petr�leo, los barones de la hulla y los magnates del acero, sabiendo perfectamente que al cabo de cuatro a�os de deportes, de lujo y de "aburrido estudio de una serie de ciencias tediosas" volver�an a casa con el esp�ritu depurado de la m�s leve sospecha de radicalismo. De este modo se moldean en los colegios y universidades decenas de millares de j�venes norteamericanos, que salen de las aulas convertidos en aguerridos defensores del orden establecido, en guardias blancos de la reacci�n.
John Reed pas� cuatro a�os detr�s de los muros de Harvard, donde sus atractivos personales y sus dotes lo hicieron querido de todos. Convive diariamente con los j�venes vastagos de las clases ricas y privilegiadas. Sigue las lecciones grandilocuentes de los reflexivos y ortodoxos profesores de sociolog�a; escucha los sermones de los sumos sacerdotes del capitalismo, los profesores de Econom�a Pol�tica. Y acaba organizando un club socialista en el coraz�n de esta fortaleza de la plutocracia. Fue un verdadero bofet�n asestado en la cara de estos sabios �gnaros. Sus profesores se consolaron pensando que s�lo se trataba, sin duda, de una travesura de muchacho. "El radicalismo -se dijeron- se le pasar� apenas cruce las puertas del colegio y se encare con la realidad de la vida."
Terminados sus estudios y habiendo obtenido su grado universitario, John Reed se lanz� al amplio mundo, y en un per�odo de tiempo incre�blemente breve lo conquist�, gracias a su amor a la vida, a su entusiasmo y su pluma. Siendo todav�a estudiante hab�a colaborado en un peri�dico sat�rico titulado Latroon (El Burl�n), haciendo gala de un estilo ingenioso y brillante. De su pluma brot� ahora un torrente de poemas, de relatos, de dramas. Los editores lo asaltaban con proposiciones, las revistas ilustradas le ofrec�an sumas casi fabulosas, los grandes diarios le ped�an cr�nicas sobre los acontecimientos m�s importantes de la vida en el extranjero.
Se convirti� as� en peregrino de los grandes caminos del mundo. Quien quisiera estar al corriente de la vida contempor�nea no ten�a m�s que seguir a John Reed; como el albatros, el ave de las tempestades, estaba presente dondequiera que suced�a algo importante.
En Paterson, una huelga de los obreros textiles fue creciendo hasta convertirse en una tempestad revolucionaria: all� estaba John Reed, en el coraz�n de la tormenta.
En Colorado, los esclavos de Rockefeller salieron de sus fosas y se negaron a volver a ellas, desafiando las macanas y los fusiles de los guardias: all� estaba John Reed, al lado de los rebeldes.
En M�xico, los peones oprimidos levantaron el estandarte de la revuelta y, con Pancho Villa a la cabeza, marcharon sobre el Palacio Nacional; John Reed cabalgaba mezclado con ellos.
El relato de esta lucha vio la luz en la revista Metropolitan y m�s tarde en el libro M�xico en armas[1]. Con patetismo aut�nticamente po�tico, John Reed pint� en estas p�ginas las monta�as de color p�rpura y los inmensos desiertos "defendidos, todo en torno, por las espinas de los cactus gigantes". Le gustaban las llanuras infinitas, pero amaba sobre todo a los hombres que moraban en ellas, explotados sin compasi�n por los terratenientes y la Iglesia cat�lica. Reed los describe bajando con sus reba�os de los pastizales de las monta�as para unirse a los ej�rcitos libertadores, cantando al atardecer junto a las hogueras del campamento y combatiendo aguerridamente por la tierra y la libertad, a despecho del fr�o y el hambre, descalzos y cubiertos de harapos.
Estalla la guerra imperialista. Dondequiera que truena el ca��n, all� est� John Reed: en Francia, en Alemania, en Italia, en Turqu�a, en los Balcanes, en Rusia. Por haber denunciado la traici�n de los funcionarios zaristas y recogido documentos que demostraban su participaci�n en la organizaci�n de las matanzas antisemitas fue detenido por los esbirros en uni�n del c�lebre pintor Bordman Robinson. Pero, como de costumbre, vali�ndose de una h�bil intriga, de un azar afortunado o de un astuto subterfugio, logr� escapar de sus garras y lanzarse riendo a la nueva aventura.
El peligro jam�s lo detuvo. Era su elemento natural. Siempre se las arreglaba para llegar a las zonas prohibidas, a las l�neas avanzadas de las trincheras.
�Cuan vivo permanece en mi recuerdo el viaje que hice con John Reed y Boris Reinstein por el frente de Riga, en septiembre de 1917! Nuestro autom�vil se dirig�a al Sur, hacia Venden, cuando la artiller�a alemana comenz� a bombardear un pueblo situado al Este. De pronto, este pueblo se convirti� para John Reed en el lugar m�s interesante del mundo. Se empe�� en que fu�semos all�. March�bamos prudentemente a rastras. De pronto estall� detr�s de nosotros un enorme proyectil, y en el sitio por el que acab�bamos de pasar brot� una columna negra de humo y polvo.
Llenos de miedo, nos agarramos unos de los otros, pero minutos despu�s John Reed estaba radiante. Parec�a como si hubiese satisfecho una necesidad imperiosa de su naturaleza.
As� recorr�a el mundo, de un pa�s a otro, de un frente a otro, de una a otra aventura extraordinaria. Pero John Reed no era simplemente un aventurero, un periodista, un espectador indiferente, un observador impasible de los sufrimientos humanos. Lejos de ello, estos sufrimientos eran los suyos propios. El caos, el lodo, los sufrimientos y la sangre vertida ofend�an su sentimiento de la justicia y del decoro. Trataba obstinadamente de descubrir la ra�z del mal, para extirparla.
Cuando regresaba a Nueva York de sus andanzas por el mundo no era para descansar, sino para seguir trabajando en defensa de sus ideas.
A su vuelta de M�xico declar�: "S�, M�xico se halla sumido en la revuelta y el caos. Pero la responsabilidad de ello no recae sobre los peones sin tierra, sino sobre los que siembran la inquietud mediante env�os de oro y de armas, es decir, sobre las compa��as petroleras inglesas y norteamericanas en pugna..."
Regres� de Paterson para montar en la sala m�s capaz de Nueva York, en Madison Square Garden, una grandiosa representaci�n dram�tica titulada "La batair�fclel proletariado de Paterson contra el capital".
Trajo de Colorado el relato de los asesinatos de Ludlow, cuyo horror casi superaba al denlos fusilamientos del Lena, en la Siberia. Cont� c�mo los mineros eran arrojados de sus casas, c�mo viv�an en tiendas de campa�a, c�mo estas tiendas eran rociadas de gasolina e incendiadas, c�mo los soldados disparaban contra los obreros que corr�an, y c�mo perecieron entre las llamas una veintena de mujeres y ni�os. Dirigi�ndose a Rockefeller, rey de los millonarios, declar�: "Esas son tus minas, esos son tus bandidos mercenarios y tus soldados. �Sois unos asesinos!"
Regresaba de los campos de batalla no con triviales charlas acerca de las ferocidades de tal o cual beligerante, sino maldiciendo la guerra en s�, como una carnicer�a, un ba�o de sangre organizado por los imperialismos rivales. En el Liberator, revista progresiva de car�cter revolucionario, a la que entregaba gratuitamente sus mejores escritos, public� un virulento art�culo antimilitarista bajo los titulares: "Prepara una camisa de foerza para tu hijo soldado". Fue llevado con otros autores ante un Tribunal de Nueva York, acusado de alta traici�n. El fiscal hizo lo indecible por arrancar de los jurados patriotas un veredicto que sirviera de escarmiento; lleg� incluso a situar cerca de los edificios del tribunal una banda que estuvo tocando himnos nacionales todo el tiempo que duraron las deliberaciones. Pero Reed y sus compa�eros defendieron valientemente sus convicciones. Despu�s de que Reed hubo declarado gallardamente que consideraba como su deber luchar por la transformaci�n social bajo la bandera revolucionaria, el fiscal le dirigi� esta pregunta:
-Pero, en la actual guerra, �combatir�a usted bajo la bandera norteamericana ?
-�No! -contest� Reed en forma categ�rica.
-�Y por qu�?
Y, a manera de respuesta, John Reed pronunci� un discurso apasionado en el que pint�ba los horrores de que hab�a sido testigo en los campos de batalla. Su narraci�n fue tan elocuente, tan impresionante, que incluso algunos de los jurados miembros de la peque�a burgues�a y ya prevenidos contra los acusados no pudieron contener las l�grimas. Todos los redactores fueron absueltos.
En el momento en que los Estados Unidos entraban en la guerra, John Reed hubo de sufrir una operaci�n quir�rgica. Le extirparon un ri�on. Los m�dicos lo declararon in�til para el servicio militar.
-La p�rdida de un ri�on -dec�a ir�nicamente- me puede librar de hacer la guerra entre dos pueblos. Pero no me exime de hacer la guerra entre las clases.
En el verano de 1917, John Reed sali� apresuradamente para Rusia, donde hab�a percibido, en los primeros combates revolucionarios, la proximidad de una gran guerra de clases.
Un r�pido an�lisis de la situaci�n le llev� a la conclusi�n de que la conquista del poder por el proletariado ruso era l�gica e inevitable. Todas las ma�anas, al despertarse, comprobaba, con una pena rayana en la irritaci�n, que la revoluci�n no hab�a comenzado todav�a. Por �ltimo, el Smolny dio la se�al y las masas se lanzaron a la lucha revolucionaria. De la manera m�s natural del mundo, John Reed se lanz� con ellas. En todas partes, como dotado del don de ubicuidad, se hall� presente: en la disoluci�n del preparlamento, en el levantamiento de las Barricadas, en el delirante recibimiento tributado a Lenin y a Zinoviev al salir de la clandestinidad, en la ca�da del Palacio de Invierno...
Pero todo esto lo ha referido �l en su libro.
Por dondequiera que pasaba iba recogiendo documentos. Reuni� colecciones completas de la Pravda y la Izvestia, proclamas, bandos, folletos y carteles. Sent�a una especial pasi�n por los carteles. Cada vez que aparec�a uno nuevo no dudaba en despegarlo de las paredes si no pod�a obtenerlo de otro modo.
Por aquellos d�as, los carteles aparec�an en tal profusi�n y con tal rapidez, que los fijadores tropezaban con dificultades para encontrar sitio donde pegarlos en las paredes. Los carteles de los kadetes, de los socialrevolucionarios, los mencheviques, los socialrevolucionari�s de izquierda y los bolcheviques, eran pegados unos encima de otros, en capas tan espesas, que un d�a Reed desprendi� diecis�is sobrepuestos. Me parece verle en mi cuarto mientras tremolaba la enorme plasta de papel, gritando: "�Mira! �He agarrado de un golpe toda la revoluci�n y la contrarrevoluci�n!"
Fue formaardo as�, por los procedimientos m�s diversos, una colecci�n form�aable de documentos. Tan formidable que, al desembarcar en el puerto de Nueva York, despu�s de 1918, los agentes de la Procuradur�a de los Estados Unidos le despojaron de ella. Logr�, sin embargo, rescatarla y ponerla a buen recaudo en el cuartucho neoyorquino donde, entre el estruendo de los trenes a�reos y los subterr�neos corriendo sobre su cabeza y debajo de sus pies, escribi� su libro DIEZ D�AS QUE ESTREMECIERON AL MUNDO.[2]
Como es natural, los fascistas norteamericanos no ten�an el menor deseo de que este libro llegase a conocimiento del p�blico. En seis ocasiones se introdujeron en las oficinas de la casa editora, tratando de robar el manuscrito. Una fotograf�a de John Reed lleva esta dedicatoria: "A mi editor, Horace Liveright, que ha estado a punto de arruinarse por lanzar este libro".
No fue este libro el �nico fruto de su actividad literaria relacionado con la propaganda de la verdad sobre Rusia. La burgues�a no quer�a, naturalmente, o�r hablar de esa verdad. Odiaba y tem�a a la Revoluci�n rusa, a la que trat� de ahogar en un torrente de mentiras. Las tribunas pol�ticas, las pantallas de los cines, las columnas de los peri�dicos y de las revistas desparramaban oleadas interminablesde repungnantes calumnias. Las revistas que antes se desviv�an por obtener art�culos de Reed se negaban ahora a publicar ni una sola l�nea escrita por �l. Pero no pod�an impedirle que hablara. Y John Reed tomaba la palabra en m�tines donde las multitudes se apretujaban.
Fund� una revista. Se incorpor� a la redacci�n de la revista socialista The Revolutionary Age ("La Edad Revolucionaria") y despu�s a la del Communist. Escribi� art�culo tras art�culo para el Liberator, recorri� el pa�s, particip� en conferencias, atiborrando de datos a cuantos le escuchaban, contagi�ndoles su pasi�n combativa, su ardor revolucionario. Por �ltimo, organiz� con su grupo, en el mismo coraz�n del capitalismo norteamericano, el Partido Obrero Comunista, lo mismo que diez a�os antes hab�a organizado un club socialista en el propio coraz�n de la Universidad de Harvard.
Como de costumbre, los "sabios" se hab�an equivocado. El radicalismo de John Reed hab�a sido cualquier cosa menos un "capricho pasajero", una "travesura de muchacho". Contra sus pron�sticos, el contacto con el mundo exterior no hab�a curado a John Reed de sus "locuras". Por el contrario, s�lo hab�a servido para reafirmar y reforzar su radicalismo,. Cuan firmes y profundas eran las convicciones de John Reed pudo comprobarlo la burgues�a norteamericana leyendo The Voice of Labour, el nuevo �rgano comunista que se publicaba bajo la direcci�n de nuestro autor. La burgues�a de los Estados Unidos comprendi� que, por fin, su patria contaba con un aut�ntico revolucionario. La sola palabra "revolucionario" la hace temblar. Es cierto que Norteam�rica ha conocido revolucionarios en el remoto pasado y todav�a hoy existen en el pa�s sociedades como las que se adornan con los nombres de Hijos de la Revoluci�n Norteamericana, que recuerdan aquellos tiempos. Es la forma que tiene la burgues�a reaccionaria de rendir homenaje a la revoluci�n de 1776. Pero aquellos revolucionarios hace ya mucho tiempo que dejaron este mundo. En cambio, John Reed era un revolucionario viviente, incre�blemente vivo y din�mico, �un verdadero desaf�o para la burgues�a! Hab�a que encerrarlo a toda costa detr�s de las rejas de la prisi�n. John Reed fue, pues, detenido y encarcelado. Y no una vez, ni dos, sino veinte veces. En Filadelfia, la polic�a clausur� el local donde John Reed iba a tomar la palabra en un mitin. John Reed se subi� a una caja de jab�n y, desde esta tribuna improvisada, en plena calle, habl� a un nutrido auditorio. El mitin tuvo tanto �xito, despert� tal simpat�a que, detenido el orador por "alteraci�n del orden p�blico", no fue posible convencer al jurado de que pronunciase un veredicto condenatorio. Parec�a como si las autoridades de todas las ciudades de los Estados Unidos no se sintieran contentas hasta haber detenido a John Reed una vez por lo menos.
Pero siempre lograba salir en libertad bajo fianza o un aplazamiento del juicio que aprovechaba para ir a librar otra batalla en un nuevo terreno.
La burgues�a occidental ha hecho ya un h�bito el achacar todas sus desgracias y fodos sus reveses a la Revoluci�n rusa. Uno de sus cr�menes m�s nefario es haber sacado de quicio a este joven norteamericano, de dotes tan brillantes, convirti�ndolo en fan�tico de la revoluci�n. As� piensa la burgues�a. La realidad es un poco diferente.
La verdad es que no fue Rusia quien hizo de John Reed un revolucionario. Desde el d�a en que naci� corr�a por sus venas sangre revolucionaria norteamericana. Por mucho que constantemente y en todas parte se considera a los norteamericanos como gentes orondas y bien nutridas, satisfechas de s� mismas y reaccionarias, todav�a circula por sus venas el esp�ritu de inconformidad y de rebeld�a. Basta recordar a los grandes rebeldes de otros d�as: Thomas Paine, Walt Whitman, John Brown, Parsons. Y ah� est�n tambi�n, en fecha m�s cercana, los camaradas de armas de John Reed: Bill Haywood, Robert Minor, Rootenberg y Foster. Basta recordar los sangrientos conflictos de los distritos industriales de Homestead, Pullman y Lawrence y las luchas de la I.W.W. Todos ellos -los dirigentes y las masas- eran hombres de pura estirpe norteamericana. Y aunque en la hora actual los hechos parecen desmentirlo, la sangre de los norteamericanos est� fuertemente impregnada de esp�ritu de rebeli�n.
No vale decir, por tanto, que fue Rusia la que hizo de John Reed un revolucionario. S� hizo de �l, es verdad, un revolucionario consecuente y de mentalidad cient�fica. Este es su m�rito. Rusia llev� a su mesa de trabajo los libros de Marx, Engels y Lenin. Le ayud� a comprender el proceso hist�rico y la marcha de los acontecimientos. Le ayud� a cambiar sus puntos de vista humanistas un poco vagos por los hechos escuetos y rudos de la econom�a pol�tica. Le ayud� a convertirse en un educador del movimiento obrero americano y a esforzarse por situarlo sobre aquellos cimientos cient�ficos en los que �l mismo hab�a asentado sus convicciones.
-La pol�tica no es tu fuerte, John -le dec�an algunas veces sus amigos-. T� no has nacido para propagandista, sino para artista. Debes consagrar tu talento exclusivamente al trabajo literario creador. Reed sent�a con frecuencia la verdad de estas palabras, pues en su mente brotaban sin cesar nuevos poemas, nuevos dramas, que buscaban a cada paso su expresi�n, que aspiraban a revestir forma po�tica. Y cuando sus amigos insist�an en que abandonara la propaganda revolucionaria y se entregara a su pluma, les contestaba sonriendo:
-Est� bien, en seguida os dar� gusto.
Pero ni por un memento interrump�a sus actividades revolucionarias. Aquello era superior a sus fuerzas. La Revoluci�n rusa se hab�a adue�ado de �l en cuerpo y alma, lo cautivaba, lo obligaba, quisiera o no, a someter su temperamento an�rquico, vacilante, a la rigurosa disciplina mental del comunismo. Lo hab�a enviado, como una especie de profeta, con la antorcha encendida a las ciudades de Norteam�rica. Hasta que, un buen d�a, la Revoluci�n lo llam� a Mosc� para trabajar en la Internacional Comunista por la unificaci�n de los dos partidos comunistas existentes en los Estados Unidos.
Pertrechado con nuevos conocimientos de la teor�a revolucionaria, John Reed emprendi� un viaje clandestino rumbo a Nueva York. Denunciado por un marinero, lo obligaron a desembarcar y fue recluido en la celda de una c�rcel de Finlandia. Desde all� logr� llegar de nuevo a Rusia, escribi� en las p�ginas de la Internacional Comunista, reuni� documentos para un nuevo libro, fue enviado como delegado al Congreso de los pueblos de Oriente, celebrado en Bak�. Pero habiendo contra�do el tifus (probablemente en el C�ucaso) y agotado por el exceso de trabajo, la enfermedad lo abati�, y muri� el domingo 17 de octubre de 1920.
Muchos combatientes del temple de John Reed han luchado contra el frente contrarrevolucionario, en los Estados Unidos y en Europa con la misma determinaci�n con que el Ej�rcito rojo pele� frente a la contrarrevoluci�n en la U.R.S.S. Unos han ca�do v�ctimas de la furia homicida; otros han enmudecido para siempre en las c�rceles; uno perdi� la vida en una tempestad desatada en el Mar Blanco, de regreso a Francia; otro se estrell� en San Francisco con el avi�n desde el que lanzaba proclamas protestando contra la intervenci�n. El asalto del imperialismo contra la revoluci�n ha sido furioso, pero m�s todav�a habr�a podido serlo de no haber existido estos combatientes. No cabe duda de que hombres como �stos han contribuido en algo a contener los embates de la contrarrevoluci�n. La Revoluci�n rusa no ha contado solamente con la ayuda de los rusos, los ucranianos, los t�rtaros y los caucasianos; tambi�n han aportado a ella sus esfuerzos, siquiera sea en menor medida, los franceses, los alemanes, los ingleses, los norteamericanos y otros pueblos. Entre estos hombres "no rusos" descuella en primer plano la figura de John Reed, hombre de dotes excepcionales, arrebatado por la muerte cuando se hallaba en la plenitud de sus fuerzas...
Cuando de Helsingfors y de Reval lleg� la noticia de su muerte est�bamos convencidos, en los primeros momentos, de que era una mentira m�s de las muchas que salen a diario de las f�bricas de falsedades contrarrevolucionarias. Pero cuando Louise Bryant nos confirm� la desconcertante noticia tuvimos que abandonar, pese a nuestro dolor, la esperanza de verla desmentida.
A pesar de que la muerte sorprendi� a John Reed en el exilio, desterrado de su patria y condenado a una pena de cinco a�os de c�rcel, la misma prensa burguesa se vio obligada a rendir tributo al artista y al hombre. Un suspiro de alivio se escap� del pecho de los burgueses: �John Reed, el gran desenmascarador de sus mentiras y de su hipocres�a, el hombre cuya pluma era para ellos un azote, ya no exist�a!
Los revolucionarios de los Estados Unidos han sufrido una p�rdida irreparable. Es muy dif�cil para los camaradas que viven fuera de Norteam�rica calibrar el profundo duelo provocado por su muerte. Los rusos consideran como algo perfectamente natural y l�gico el que un hombre muera por sus convicciones. No hay por qu� derramar l�grimas sobre una muerte as�. Miles y decenas de miles de hombres han dado su vida por el socialismo en la Rusia sovi�tica. En los Estados Unidos, las vidas as� inmoladas no abundan. Si se quiere, John Reed fue el primer m�rtir de la revoluci�n, el que marc� el camino seguido luego por miles. El brusco final de su vida, verdaderamente mete�rica, en la lejana Rusia cercada por el bloqueo, fue un golpe terrible para los comunistas norteamericanos.
Un consuelo les queda a sus viejos amigos y camaradas; los restos de John Reed reposan en el �nico lugar en el mundo donde �l quer�a encontrar su �ltimo descanso: en la Plaza Roja de Mosc�, al pie de las murallas del Kremlin.
Sobre su nicho se ha colocado una piedra sepulcral a tono con su car�cter, una piedra de granito sin pulir en la que aparecen grabadas estas palabras:
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NOTAS
[1] John Reed, Insurgent Mexico, 1914. Publicado por el autor.
[2] John Reed. Ten Days That Shook The World. 1919, Boni
& Liveright, Nueva York.