Anton PANNEKOEK  - Los Consejos Obreros

 

Capítulo sexto:

 La paz

 

3. Hacia una nueva libertad.

Con la Segunda Guerra Mundial, se abre una nueva época. Ha cambiado más que la Gran Guerra la estructura del mundo capitalista. De ello resulta una transformación fundamental de las condiciones de lucha de los trabajadores por su liberación. Son estas nuevas condiciones las que la clase obrera debe conocer, comprender y afrontar. Ante todo, debe olvidar sus ilusiones: ilusiones referentes a su futuro en el régimen capitalista y creencia en la existencia de una vía fácil que conduce a un mundo mejor, un mundo socialista.

En el siglo pasado, el del primer período del movimiento obrero, ocupaba los espíritus la idea del socialismo. Los trabajadores crearon sus organizaciones —partidos politicos y sindicatos—, atacaron y combatieron contra el capitalismo. Era un combate llevado por medio de sus dirigentes. Los parlamentarios, portavoces de los obreros, mantenían la verdadera lucha y se había oído que, posteriormente, los políticos y los funcionarios tendrían que hacer el verdadero trabajo de expropiación de los capitalistas y de construcción de un mundo nuevo, del socialismo. Dondequiera que el reformismo se había insinuado en los partidos socialistas, dominaba la idea de que mediante una serie de reformas, políticos y funcionarios eliminarían los aspectos negativos del capitalismo de modo gradual y acabarían por transformarle en una verdadera cosa pública. Después, con el final de la Primera Guerra Mundial, se pusieron grandes esperanzas en la revolución mundial que, próxima, seria realizada bajo la dirección del Partido Comunista. Este partido, exigiendo de los trabajadores una estricta obediencia a los dirigentes, bautizada para el momento disciplina, creía que podrían derribar al capitalismo e instaurar el socialismo de Estado. Los dos partidos, socialista y comunista, denunciaban el capitalismo. Ambos prometían un mundo mejor, sin explotación, que ellos dirigirían. Es por esto por lo que fueron seguidos por millones de trabajadores que creían poder vencer de este modo al Capital y liberar al proletariado de la esclavitud.

Estas ilusiones se han desvanecido ahora. Y, en primer lugar, las referentes al capitalismo. Ante nosotros se perfila, no un capitalismo debilitado, sino un capitalismo reforzado. Es la clase obrera la que debe llevar el peso de la reconstrucción del capitalismo. Por lo que habrá que luchar. Las huelgas seguirán produciéndose. Aunque victoriosas aparentemente, no logran eliminar la miseria y la necesidad. Son demasiado débiles contra la formidable potencia del Capital para llevar a cabo una verdadera sublevación.

Tampoco existen ya ilusiones sobre el comunismo de partido. Por lo demás, no habría debido existir nunca tal ilusión. El Partido Comunista nunca ha ocultado sus intenciones de imponer su dominio despótico a una clase obrera subyugada. Este objetivo es diametralmente opuesto al de los trabajadores, el de ser ellos mismos dueños de la sociedad.

Existían también ilusiones sobre el socialismo y los sindicatos. Los trabajadores descubren hoy día que estas organizaciones, que consideraban una parte de ellos mismos, se vuelven contra ellos. Comprenden ahora que sus dirigentes políticos y sindicales están al lado del Capital: sus huelgas son huelgas salvajes. En Inglaterra, el Partido Laborista está en el Gobierno para sostener a un capitalismo en apuros y los sindicatos han encontrado su puesto en el aparato estatal. Corno ha dicho un minero a un periodista con ocasión de la huelga de Griniethorpe: «Como de costumbre, estamos unidos y todo el mundo está contra nosotros».

Esta es la señal de una nueva época. Todas las viejas potencias se vuelven contra los trabajadores, bien mandándoles, bien mimándoles, pero calumniándoles e insultándoles la mayor parte del tiempo. Están todos: capitalistas, políticos, dirigentes, funcionarios, Estado. Los obreros no pueden confiar más que en sí mismos. Pero, en su lucha, están sólidamente unidos, más sólida, más firmemente que en los combates de antaño: su solidaridad hace de ellos un bloque compacto. Ahí se encuentra un esbozo del porvenir. Bien seguro, todas estas pequeñas huelgas no pueden ser más que una simple protesta, una advertencia que muestra el estado de ánimo de los obreros. Esta unidad, sólida pero limitada a pequeños grupos, no es más que una promesa. Para presionar sobre el Gobierno, son necesarias huelgas de masas.

En Francia e Italia, donde los Gobiernos intentaban mantener el bloqueo de los salarios sin lograr detener el alza de los precios, se han producido huelgas de masas ahora dirigidas conscientemente contra el Gobierno y unidas a formas de lucha más eficaces: ocupación de talleres y toma de oficinas por los obreros. No obstante, no se trataba tan sólo de una pura acción de clase por parte de los trabajadores, sino también de una maniobra política en el seno de las rivalidades entre partidos. Estas huelgas, dirigidas por el Comité Central de los Sindicatos (C.G.T.), dominado por el Partido Comunista, deberían servir a la política rusa en su lucha contra los Gobiernos occidentales. También las huelgas, desde el principio, mostraban una debilidad congénita. La lucha contra el capitalismo privado tomaba la forma de una sumisión al capitalismo de Estado. Debido a ello, los que rechazaban la explotación del capitalismo de Estado, considerándola como una agravación de su condición, se opusieron a ello. Los trabajadores no pudieron llegar a una verdadera unidad de clase. Su acción no pudo alcanzar la dimensión de una verdadera acción de masas. Su gran proyecto, el acceso a la libertad, se veía obscurecido por su dependencia de las consignas de los partidos políticos capitalistas.

El feroz antagonismo surgido al final de la guerra entre Rusia y las potencias occidentales, ha llevado a un cambio en la actitud de las diversas clases hacia el comunismo ruso. Mientras que los intelectuales occidentales se alinean al lado de sus amos capitalistas en nombre de la lucha contra la dictadura, numerosos trabajadores ven en Rusia un aliado. Por lo que, la gran dificultad para la clase obrera de hoy, es la de ser arrastrada en el conflicto entre las dos potencias mundiales que la dominan y explotan igualmente, cada una poniendo el énfasis en la explotación que existe en el otro país y sirviéndose de ello como de un fantasma para transformar a los obreros en un rebaño de servidores dóciles. En el mundo occidental, el Partido Comunista, agente del capitalismo de Estado ruso, se presenta como aliado y guía de los trabajadores en su lucha contra el capitalismo nacional. Mediante su trabajo paciente, discreto, en el seno de las organizaciones, se ha hecho un camino hacia los puestos administrativos de primer plano, mostrando con ello cómo una minoría sólidamente organizada puede llegar a dominar a la mayoría. Al contrario de los jefes socialistas, ligados a su propio capitalismo, los comunistas no dudan en anteponer las exigencias más extremas en nombre de los trabajadores; esperan lograr de este modo su adhesión. Si en Norteamérica misma, las masas trabajadoras llegaran a realizar acciones de masas contra una nueva guerra, el Partido Comunista se uniría a ellas inmediatamente e intentaría hacer de estas acciones una fuente de confusión espiritual. Como contrapartida, en tales condiciones, el capitalismo americano apenas esperaría para presentarse como liberador de las masas rusas sometidas, y para pedir el apoyo de los trabajadores norteamericanos.

Esta situación no es coyuntural ni se debe a la casualidad. La política capitalista ha consistido en dividir a la clase obrera, hacerla inscribirse en dos partidos capitalistas opuestos. Sentían de modo instintivo que la clase obrera se vería reducida con ello a la impotencia. Cuando más se asemejan los dos bloques, de explotadores a la búsqueda de beneficios y de políticos a la caza de las carteras, tanto más insisten en sus diferencias artificiales, herencia a menudo de la tradición, y las proclaman en hinchadas consignas en forma de declaraciones de principios. Así sucedía ya en la política interior de cada país, sucede ya a nivel de la política internacional, y todo esto es dirigido contra la clase obrera del mundo entero. Si el capitalismo lograra establecer un «mundo unificado» experimentaría la necesidad de volverlo a dividir en dos mitades antagonistas, para evitar la unidad de los trabajadores.

Es ahí donde la clase obrera tiene necesidad de distinguir lo uno de lo otro. No sólo le es necesario conocer la sociedad en su complejidad, sino también necesita esta sabiduría intuitiva que nace directamente de las condiciones de vida, esta independencia de espíritu que hunde sus raíces en el principio puro y simple de la lucha de clase por la libertad. En un momento en el que las dos grandes potencias capitalistas buscan el modo de ganar para su causa respectiva a las masas trabajadoras mediante una propaganda machacona y, de este modo, dividirlas, las masas deben comprender que tienen que elegir una tercera vía, la de la lucha por el dominio de la sociedad.

Esta lucha se presenta como una extensión de los pequeños intentos de resistencia que surgen actualmente. Hasta ahora, los obreros golpeaban por separado: cuando una fábrica o una rama de la industria va a la huelga, los otros miran, aparentemente sin sentirse afectados. Con ello sólo se puede causar algunos problemas a los que gobiernan, y que, en peor de los casos, lograron calmar los ánimos mediante pequeñas concesiones. Desde el momento en que los obreros se den cuenta de que la condición previa a todo intento de imponer sus exigencias es la unidad de acción de las masas, comenzarán a dirigir su poder de clase contra el Poder del Estado. Pero hasta ahora se han dejado conducir por los intereses del capitalismo. Desde el momento en que comprendan que una segunda condición, no menos esencial para el éxito, es que ellos mismos conserven la dirección de su lucha, nombrando a sus delegados, sus comités de huelga, creando sus Consejos obreros, no permitiendo que ningún jefe les dirija, habrán iniciado el camino de la libertad.

Somos hoy testigos del comienzo del derrumbamiento del capitalismo como sistema económico. Este comienzo no es visible en todas partes, en el mundo entero, pero puede comprobarse en Europa, donde ha nacido el capitalismo. En Inglaterra, en Europa, el capitalismo ha comenzado a desarrollarse, después se ha extendido como una mancha de aceite por todo el mundo. Ahora vemos cómo se pudre en lo que fue su centro. Se endurece en formas despóticas, intentando evitar la ruina y mostrando a América y Australia, estos nuevos continentes donde el capital florece, cuál será su futuro.

Es el comienzo del derrumbamiento. Lo que se pensaba que llegaría en un período lejano, como resultado del tamaño limitado del planeta, que acabaría por poner freno a toda expansión posterior del capitalismo, está ya ante nuestros ojos. El lento crecimiento del comercio mundial posterior a la Primera Guerra Mundial es la señal de una disminución del ritmo de crecimiento y la crisis de 1930 todavía no ha sido reabsorbida por una nueva prosperidad. Esta moderación del ritmo de crecimiento no penetró, en su época, en la conciencia de las gentes. Sólo más tarde puede comprobarse, consultando las estadísticas. Hoy día, el hundimiento del capitalismo es una experiencia que se vive plenamente consciente. Grandes masas de personas sienten su llegada, saben que se aproxima y, llenas de pánico, buscan una salida.

La caída de un sistema económico no es todavía la de un sistema social. Las viejas relaciones de dependencia entre las clases sociales, este hecho fundamental que es la explotación, todo ello sigue existiendo siempre. Se hacen desesperados esfuerzos por consolidarlos, transformando la economía, del dejarlo todo al azar a una economía planificada, aumentando el despotismo del Estado, intensificando la explotación.

El comienzo del hundimiento de un viejo sistema no es todavía la llegada del nuevo. La clase obrera queda muy retrasada respecto a la clase dominante en la valoración de las nuevas condiciones. Mientras que los capitalistas se mueven para transformar las viejas instituciones y adaptarlas a nuevas funciones, los trabajadores siguen aferrados, testarudamente, a los viejos sentimientos, a las acciones tradicionales, e intentan siempre combatir al Capital poniendo su confianza en agentes de éste: los sindicatos y los partidos. Sin duda, las huelgas salvajes son los primeros indicios de nuevas formas de lucha. Pero únicamente cuando toda la clase obrera capte el sentido de la acción autónoma y de la autodirección, se abrirá el camino de la libertad.

El derrumbamiento del capitalismo será, a la vez, el del viejo socialismo. Porque el socialismo se muestra hoy como una forma, aún más dura, de capitalismo. El socialismo, tal como el siglo XIX nos lo ha legado, no era nada más que la creencia en una misión social atribuida a los jefes y a los políticos de carrera: transformar el capitalismo en un sistema económico bajo dirección estatal, ignorando toda explotación y permitiendo a todos vivir en la abundancia. El alfa y el omega de la lucha de clases, lo que constituía para los obreros, el único medio de lograr la libertad, era llevar a estos socialistas al Gobierno. ¿Por qué no ha sucedido esto? Porque un momento en el aislamiento de un colegio electoral, este gesto insignificante, apenas tenía relación con una lucha real de clase. Porque los políticos socialistas querían combatir ellos solos contra el inmenso poder de la clase capitalista, mientras que las masas trabajadoras, reducidas a la categoría de espectadores pasivos, confiaban en este pequeño equipo para transformar el mundo. En estas condiciones, ¿cómo los políticos no se habrían abandonado a la rutina, a reserva de justificarse ante sí mismos, corrigiendo mediante la Ley los abusos más claros? Hoy día, es posible darse cuenta de que el socialismo, en el sentido de gestión gubernamental y planificada de la economía, corresponde al socialismo de Estado y que el socialismo, en el sentido de emancipación de los trabajadores, exige un completo cambio de orientación. La nueva orientación del socialismo es la autogestión de la producción, la autogestión de la lucha de clase por medio de los Consejos Obreros.

Lo que se llama el fracaso de la clase obrera, lo que alarma a tantos socialistas, es decir, la contradicción entre el hundimiento económico del Capital y la incapacidad de los trabajadores para tomar el Poder y establecer el nuevo orden de las cosas, no es una verdadera contradicción. Las transformaciones económicas engendran, lentamente, cambios de mentalidad. Educados en la creencia en el socialismo, los obreros se encuentran completamente desconcertados al ver que éste, ahora, lleva a resultados totalmente opuestos, a una agravación de la esclavitud. Comprender que el socialismo y el comunismo son, tanto el uno como el otro, sinónimos de doctrinas de esclavitud, es una dura tarea. Una nueva orientación no se consolida de un día para otro, exige tiempo. Puede suceder que sólo una nueva generación será capaz de comprender la necesidad en toda su amplitud.

Al fin de la Primera Guerra Mundial, parecía inminente la revolución internacional. La clase obrera se levantaba, con la esperanza de ver cómo sus sueños se convertían en realidad. Pero eran sueños de libertad parcial, no podían materializarse. En el momento actual, es decir, al final de la Segunda Guerra Mundial, sólo la esclavitud y el exterminio parecen cercanos. Los días de esperanza aún están lejos. Pero surge confusamente una tarea, el gran objetivo que hay que lograr. El capitalismo se afirma, más poderoso que nunca, como el amo del mundo. La clase obrera, más poderosa que nunca, debe afirmarse en su combate para dominar el mundo. El capitalismo ha descubierto formas de represión más poderosas que nunca. Entonces, la crisis del capitalismo será a la vez el punto de partida de un nuevo movimiento obrero.

Hace un siglo, cuando los obreros constituían una pequeña clase de individuos pisoteados y reducidos a la impotencia, resonaba la consigna: «¡Proletarios de todos los países, uníos! ¡Nada tenéis que perder, excepto vuestras cadenas! ¡Tenéis un mundo que ganar!». Desde entonces, los obreros se han convertido en la clase más numerosa. Se han unido, pero de modo imperfecto. Sólo en grupos, pequeños o grandes, pero sin llevar a cabo una unidad de clase. Sólo superficialmente, con formas externas, pero no esencialmente, en profundidad. Y, sin embargo, nada tienen que perder, excepto sus cadenas. Lo que podrían arriesgarse a perder, por lo demás, no lo perderán combatiendo, sino sometiéndose temerosamente. Y el mundo que ganar comienza a ser percibido de modo obscuro. Antaño, los trabajadores no podían mostrarse de modo claro ningún objetivo que pudiera unirles, y sus organizaciones acabaron por convertirse en instrumento del capitalismo. Hoy día, se perfila más claramente el objetivo. Frente al dominio reforzado, mediante una economía planificada bajo la autoridad del Estado, se levanta lo que Marx llamaba la asociación de los productores libres e iguales. Por ello, es necesario duplicar la llamada a la unidad con una indicación del objetivo: ¡Tomad las fábricas y las máquinas! ¡Imponed vuestro poder sobre el aparato productivo! ¡Organizad la producción mediante los Consejos Obreros!

 


Last updated on: 5.30.2011