Anton PANNEKOEK - Los Consejos Obreros - Capítulo segundo: La lucha
No todas las grandes huelgas de los trabajadores ocurridas en el siglo pasado se libraron por motivos de salarios y condiciones de trabajo. Aparte de las llamadas huelgas económicas, ocurrieron huelgas políticas. Su objetivo era la promoción o la prevención de una medida política. No estaban dirigidas contra los empleadores sino contra el gobierno estatal, para inducido a conceder a los trabajadores más derechos políticos, o para disuadirlo de actos dañinos. Así, podía ocurrir que los empleadores coincidieran con los propósitos y promovieran la huelga.
En el capitalismo es necesario un cierto monto de igualdad social y de derechos políticos para la clase trabajadora. La producción industrial contemporánea se basa en una intrincada técnica, producto de un conocimiento muy desarrollado, y requiere una cuidadosa colaboración y capacidad personal por parte de los trabajadores. El ejercicio más extremo de las fuerzas no puede, como en el caso de los culis o los esclavos, imponerse por medio de la brutal compulsión física, con el látigo o la violencia; ello provocaría la venganza, que se traduciría en un maltrato igualmente rudo de las máquinas y herramientas. La obligación debe provenir de motivos internos, de medios morales de presión basados en la responsabilidad individual. Los trabajadores no deben sentirse como esclavos impotentes y amargados; deben tener los medios para oponerse a las injusticias que se les infligen. Tienen que sentirse como libres vendedores de su capacidad de trabajo, que ponen en juego todas sus fuerzas, porque formal y aparentemente están determinando su propia suerte en la competición general. Para mantenerse como clase trabajadora necesitan no sólo la libertad personal y la igualdad legal proclamadas por las leyes de la clase media, sino también derechos y libertades especiales que aseguren estas posibilidades: el derecho de asociación, el de reunión, el de agremiación, la libertad de pensamiento y de prensa. Y todos estos derechos políticos deben protegerse mediante el sufragio universal, para que los trabajadores afirmen su influencia sobre el parlamento y la ley.
El capitalismo comenzó negando estos derechos, asistido para ello por el despotismo heredado y el carácter retrógrado de los gobiernos existentes, y trató de hacer de los trabajadores víctimas impotentes de su explotación. Sólo en fonna gradual, como consecuencia de encarnizada lucha contra la opresión inhumana, se fueron conquistando algunos derechos. Puesto que en su primera etapa el capitalismo temía la hostilidad de las clases más bajas, de los artesanos empobrecidos por su competencia y de los trabajadores hambreados por los bajos salarios, el sufragio se mantuvo restringido a las clases adineradas. Sólo en épocas posteriores, cuando el capitalismo echó firmes raíces, cuando sus ganancias fueron grandes y su dominio quedó asegurado, se eliminaron gradualmente las restricciones al derecho electoral. Pero sólo bajo una fuerte presión, y a menudo con dura lucha por parte de los trabajadores. La lucha por la democracia llena la historia de la política interna de los países durante el siglo XIX, primero en Inglaterra y luego en todos los países donde se introdujo el capitalismo.
En Inglaterra el sufragio universal fue uno de los principales puntos del pliego de exigencias presentado por los trabajadores ingleses en el movimiento Cartista, su primero y más glorioso período de lucha. Su agitación había sido poderoso motivo de persuasión de la clase terrateniente dominante para que ésta cediera a la presión del movimiento simultáneo de Reforma, nacido de los capitalistas industriales que iban surgiendo. Así, por la Ley de Reforma de 1832 los empleadores industriales obtuvieron su parte en el poder político, pero los trabajadores tuvieron que volver a sus casas con las manos vacías y continuar su esforzada lucha. Luego, en el período culminante del Cartismo se proyectó un mes sagrado, en 1839, en que se detendría todo el trabajo hasta que se concedieran las demandas. De esa manera, los trabajadores ingleses fueron los primeros en proclamar la huelga política como arma de lucha. Pero no pudieron llevarla a cabo, y en ocasión de un estallido (1842) tuvieron que interrumpirla sin éxito; no se podía doblegar por ese medio el poder superior de la clase de los terratenientes y la de los propietarios de fábricas, que se habían combinado para ejercer su dominio. Hubo que esperar una generación, y cuando después de un período de prosperidad y expansión industrial sin precedentes se reanudó una vez más la propaganda, en este caso por acción combinada de los sindicatos en la Asociación Internacional de Trabajadores (la Primera Internacional de Marx y Engels), la opinión pública de la clase media se mostró dispuesta a extender, en etapas consecutivas, el sufragio a la clase trabajadora.
En Francia el sufragio universal formó parte, desde 1848, de la constitución republicana, pues tal gobierno dependió siempre del apoyo de los trabajadores. En Alemania la fundación del Imperio, en los años 1866-70, producto de un febril desarrollo capitalista que impulsó a toda la población, trajo consigo el sufragio universal como garantía de contacto continuado con las masas populares. Pero en muchos otros países la clase propietaria, y a menudo sólo una parte privilegiada de ésta, se mantuvo aferrada a su monopolio de la influencia política. En este caso la campaña en favor de los derechos electorales, que constituirían obviamente la puerta de acceso al poder y la libertad política, movió a sectores cada vez más amplios de la clase trabajadora a participar, organizarse y realizar actividad política. Inversamente, el temor de la clases propietarias, que veían con aprensión el dominio político del proletariado, agudizó su resistencia. Formalmente la cuestión parecía desesperada para las masas; el sufragio universal tenía que imponerlo legalmente un parlamento elegido por la minoría privilegiada, e invitado, por lo tanto, a destruir sus propios fundamentos. Esto implica que sólo por medios extraordinarios, por la presión ejercida desde afuera y finalmente mediante huelgas políticas masivas podía lograrse tal fin. Puede comprenderse lo que ocurrió con el ejemplo clásico de la huelga que se declaró en Bélgica, en 1893, en favor de la extensión de los derechos electorales.
En Bélgica, mediante un sistema de empadronamiento limitado el gobierno se encontraba perpetuamente en manos de una pequeña camarilla de conservadores del partido clerical. Las condiciones de trabajo en las minas de carbón y en las fábricas se encontraban notoriamente entre las peores de Europa y llevaron a explosiones que se tradujeron en frecuentes huelgas. La extensión del sufragio como un modo de reforma social, propuesta frecuentemente por unos pocos parlamentarios liberales, fue derrotada, una y otra vez, por la mayoría conservadora. Entonces el Partido Obrero, que conducía la agitación, se organizaba y preparaba desde hacía muchos años, decidió declarar una huelga general. Tal huelga tenía que ejercer presión política durante la discusión parlamentaria acerca de una nueva propuesta electoral. Debía demostrar el intenso interés y la obstinada voluntad de las masas, que abandonaron su trabajo para prestar toda su atención a este problema fundamental. Tenía que mover a todos los elementos indiferentes que había entre los trabajadores y los pequeños comerciantes, para que tomaran parte en lo que era para todos ellos un interés vital. Tenía que mostrar a los gobernantes de estrechas miras el poder social de la clase trabajadora, para que se persuadieran de que esa clase se rehusaba a seguir permaneciendo bajo tutela. Al principio, por supuesto, la mayoría parlamentaria tomó una actitud, se rehusó a que la obligaran por la presión ejercida desde afuera, pues deseaba decidir según su propia voluntad y conciencia; y así eliminó de los asuntos a tratar la ley de sufragio y comenzó ostensiblemente a discutir otras cuestiones. Pero entretanto prosiguió la huelga y se extendió cada vez más, hasta que la producción se detuvo, cesó el tráfico e incluso se produjo inquietud entre el personal de servicios públicos esenciales. El aparato gubernamental mismo se vio dañado en sus funciones y en el mundo comercial, con el creciente sentimiento de incertidumbre, se expresaba en voz alta la opinión de que conceder la demanda era menos peligroso que provocar una catástrofe. Así comenzó a tambalear la determinación de los parlamentarios; éstos percibieron que tenían que elegir entre ceder o aplastar la huelga con el empleo de fuerzas militares. Pero, ¿podía confiarse en tal caso en los soldados? Así, los parlamentarios debieron ceder; hubo que revisar la voluntad y conciencia, y aceptar y aprobar finalmente las propuestas. Los trabajadores, mediante una huelga política, habían logrado su propósito y conquistado un derecho político fundamental.
Después de tal éxito muchos trabajadores y sus portavoces supusieron que esta nueva y poderosa arma podía utilizarse más a menudo para lograr importantes reformas. Pero en esto se vieron defraudados; la historia del movimiento laboral conoce más fracasos que éxitos en las huelgas políticas. Tal huelga trata de imponer la voluntad de los trabajadores sobre un gobierno de la clase capitalista. Es una especie de revuelta, una revolución, y despierta en esa clase los instintos de autodefensa y los impulsos de represión. Estos instintos estuvieron reprimidos cuando parte de la burguesía misma se sintió molesta por el carácter retrógrado de las instituciones políticas y percibió la necesidad de reformas novedosas. Entonces la acción masiva de los obreros fue un instrumento de modernización del capitalismo. Puesto que los trabajadores estaban unidos y plenos de entusiasmo, mientras que la clase propietaria en todo caso estaba dividida, la huelga tuvo éxito. Pudo tenerlo no debido a la debilidad de la clase capitalista, sino a causa de la fortaleza del capitalismo. El capitalismo se robustece cuando sus raíces, por obra del sufragio universal que asegura por lo menos la igualdad política, se hunden más profundamente en la clase trabajadora. El sufragio de los trabajadores pertenece al capitalismo desarrollado, porque los trabajadores necesitan del sufragio, así como de los sindicatos, para mantenerse en su función dentro del capitalismo.
Sin embargo, si bien en puntos menores deben suponerse capaces de imponer su voluntad contra los reales intereses de los capitalistas, esta clase constituye un sólido (bloque) contra ellos. Los trabajadores lo sienten como por instinto, y mientras no son arrastrados por un gran propósito inspirador que neutralice todas las vacilaciones, siguen en la incertidumbre y divididos. Cada grupo, al ver que la huelga no es universal, vacila a su vez. Los voluntarios de las otras clases se ofrecen para los servicios y el tráfico más necesarios; aunque no sean realmente capaces de sostener la producción, su actividad por lo menos desalienta a los huelguistas. La prohibición de las asambleas, el despliegue de fuerzas armadas, la ley marcial pueden demostrar aún más el poder del gobierno y la voluntad de utilizado. Así, la huelga comienza a tambalear y hay que interrumpirla, a menudo con pérdidas considerables y desilusión para las organizaciones derrotadas. En experiencias como éstas los trabajadores descubrieron que por su solidez interna el capitalismo es capaz de resistir incluso ataques bien organizados y masivos. Pero al mismo tiempo se sintieron seguros de que en las huelgas masivas, siempre que se las realizara en el momento debido, los trabajadores poseen una poderosa arma.
Este punto de vista se vio confirmado en la primera Revolución Rusa de 1905. En esa ocasión se mostró un carácter enteramente nuevo en las huelgas de masas. En Rusia sólo se manifestaban en esa época los comienzos del capitalismo: unas pocas fábricas grandes en las ciudades importantes, apoyadas sobre todo por el capital foráneo con subsidios del Estado, donde campesinos agotados se apiñaban para trabajar como obreros industriales. Estaban prohibidos los sindicatos y las huelgas; el gobierno era primitivo y despótico. El Partido Socialista, que se componía de intelectuales y obreros, tenía que luchar para conquistar lo que las revoluciones de la clase media ya habían establecido en Europa occidental: la destrucción del absolutismo y la introducción de derechos constitucionales y de leyes. Por consiguiente, la lucha de los trabajadores rusos estaba destinada a ser espontánea y caótica. La lucha se manifestó primero con huelgas de protesta contra las miserables condiciones de trabajo, con severa represión por parte de los cosacos y la policía, y luego adquirió un carácter político, con manifestaciones y el despliegue de banderas rojas en las calles. Cuando la guerra ruso-japonesa de 1905 debilitó al movimiento zarista y mostró su podredumbre interna, irrumpió la revolución como una serie de huelgas salvajes a escala gigantesca. Se encendió la llamarada que se propagó como un relámpago de una fábrica a otra, de una ciudad a otra, hasta que produjo la detención de toda la industria; luego las huelgas se disolvieron en conflictos de carácter menor, hasta que se extinguieron después de algunas concesiones por parte de los empleadores, o siguieron latentes hasta el momento en que se produjeron nuevos estallidos. Había a menudo manifestaciones callejeras y luchas contra la policía y los soldados. Llegaron días de victoria, en que los delegados de las fábricas se reunieron sin que nadie los molestara para examinar la situación, y luego se unieron con delegaciones de otros grupos, incluso de soldados rebeldes, que les expresaban su simpatía, mientras las autoridades mantenían un actitud pasiva. Después el gobierno hizo de nuevo un movimiento y arrestó a todo el cuerpo de delegados, y la huelga terminó en la apatía. Hasta que al final, en una serie de luchas de barricada, en las ciudades capitales, el movimiento fue aplastado por la fuerza militar.
En Europa occidental las huelgas políticas habían constituido acciones cuidadosamente premeditadas para fines especialmente indicados, y las habían dirigido líderes sindicales o pertenecientes al Partido Socialista. En Rusia el movimiento huelguista fue la revolución de una humanidad gravemente ultrajada, no se lo pudo controlar y se abrió paso por la fuerza como una tormenta o un torrente. No fue la lucha de trabajadores organizados que reclaman un derecho que les fue negado durante largo tiempo; fue el surgimiento de una masa oprimida que se elevó al nivel de la conciencia humana, en la única forma posible de lucha. En este caso no podía ser cuestión de éxito o fracaso, pues el hecho de un estallido ya era una victoria que no se rectificaría, el comienzo de una nueva época. En su apariencia exterior el movimiento fue aplastado y el gobierno zarista recuperó el dominio. Pero en la realidad estas huelgas habían asestado al zarismo un golpe del cual éste no se pudo recuperar. Se introdujeron algunas reformas, políticas, industriales y agrarias. Pero no podía modernizarse toda la estructura del Estado con su despotismo arbitrario de mandarines incapaces y tuvo que desaparecer. Esta revolución preparó la siguiente, en la cual se destruiría toda la vieja Rusia bárbara.
La primera Revolución Rusa influyó profundamente sobre las ideas de los trabajadores de Europa central y occidental. En esas regiones se había desarrollado un nuevo capitalismo que hizo sentir la necesidad de nuevos y más poderosos métodos de lucha, tanto para la defensa como para el ataque. La prosperidad económica que comenzó en la década de 1890 y duró hasta la Primera Guerra Mundial, produjo un aumento sin precedentes de la producción y la riqueza. Se expandió la industria, especialmente la del hierro y el acero, se abrieron nuevos mercados, se construyeron ferrocarriles y fábricas en países extranjeros y en otros continentes; por primera vez el capitalismo se difundió por toda la tierra. Los Estados Unidos y Alemania fueron escena del más rápido desarrollo industrial. Se elevaron los salarios, casi desapareció la desocupación, los sindicatos evolucionaron hasta transformarse en organizaciones de masa. Los trabajadores estaban plenos de esperanzas de progreso continuo en lo que respecta a prosperidad e influencia y se entreveía la proximidad de una época de democracia industrial.
Pero entonces, en el otro bando de la sociedad, vieron otra imagen. El gran capital concentró la producción y las finanzas, la riqueza y el poder en unas pocas manos y construyó fuertes intereses industriales y asociaciones capitalistas. Su necesidad de expansión, de disponer de mercados extranjeros y materias primas, inauguró la política del imperialismo, una política de vínculos más fuertes con las viejas colonias y la conquista de nuevas -una política de creciente antagonismo entre las clases capitalistas de diferentes países y de creciente armamentismo-. Los viejos ideales pacíficos del movimiento de los Little Englanders que se oponían a la política imperial, fueron ridiculizados y cedieron el paso a nuevos ideales de grandeza y poder nacional. Estallaron guerras en todos los continentes, en el Transvaal, en China, Cuba y las Filipinas, en los Balcanes. Inglaterra consolidó su Imperio, y Alemania, que reclamaba su parte en el poder mundial, se preparaba para la guerra mundial. El gran capital con su creciente poder determinaba cada vez más el carácter y las opiniones de toda la burguesía llenándola con su espíritu antidemocrático de violencia. Aunque algunas veces trató de engatusar a los trabajadores con la perspectiva de hacerlos participar de los despojos, mostró en general menos inclinación que en épocas anteriores a hacer concesiones a la fuerza de trabajo. Todas las huelgas por mejores salarios, declaradas para poder alcanzar a los precios que iban subiendo, encontraron una resistencia más tenaz. Se apoderaron de la clase dominante tendencias reaccionarias y aristocráticas. Ya no se hablaba de extensión sino de restricción de los derechos populares, y se escuchaban amenazas, especialmente en los países de Europa continental, de reprimir el descontento de los trabajadores por medios violentos.
De modo que las circunstancias habían cambiado y estaban cambiando cada vez más. El poder de la clase trabajadora se había acrecentado por su organización y su acción política. Pero el poder de la clase capitalista había aumentado aún más. Esto significa que podían esperarse choques más graves entre las dos clases. Así, los trabajadores tenían que buscar otros métodos de lucha, más eficaces que los anteriores. ¿Qué podían hacer si lo regular era que aun las huelgas más justificadas se enfrentaran con grandes lock-outs, o si sus derechos parlamentarios se reducían o burlaban, o si el gobierno capitalista quería hacer la guerra pese a sus vehementes protestas?
Se ve fácilmente que en tales condiciones los elementos más avanzados de la clase trabajadora pensaban y discutían a fondo la acción masiva y la huelga política, y que la huelga general se propagó como un medio de lucha contra el estallido de la guerra. Estudiando los ejemplos de acciones tales como la huelga belga y la rusa, los trabajadores tenían que considerar las condiciones, las posibilidades y las consecuencias de las acciones masivas y de las huelgas políticas en los países capitalistas más desarrollados con gobiernos fuertes y clases capitalistas poderosas. Era evidente que las posibilidades resultaban francamente adversas. Lo que no podía haber ocurrido en Bélgica y en Rusia sería, en este caso, el resultado inmediato: la aniquilación de sus organizaciones. Si la combinación de sindicatos con los partidos socialistas o los partidos obreros proclamaran una huelga general el gobierno, seguro del apoyo de toda la clase dirigente y de la clase media, lograría sin duda encarcelar a los líderes, perseguir a las organizaciones por poner en peligro la seguridad del Estado, reprimir a sus periódicos, impedir con el estado de sitio todos los contactos mutuos de los huelguistas, y afirmar con la movilización de fuerzas militares su indiscutido poder público. Contra este despliegue de poder los trabajadores, aislados, expuestos a las amenazas y calumnias, descorazonados por la información distorsionada de la prensa, no tendrían posibilidad alguna. Sus organizaciones serían disueltas y se desintegrarían. Y una vez perdidas las organizaciones, se destruirían todos los frutos de años de empecinada lucha.
Esto es lo que afirmaban los líderes políticos y los sindicatos. En verdad, para ellos, con su enfoque totalmente limitado a los confines de las formas actuales de organización, las cosas debían ser de esa manera. Por ese motivo se oponían fundamentalmente a las huelgas políticas. Esto significa que en esta forma, como acciones premeditadas y bien decididas de las organizaciones existentes, dirigidas por sus líderes, tales huelgas políticas no son posibles. Tan imposibles como una tormenta eléctrica en una atmósfera plácida. Puede ser cierto que para fines especiales enteramente dentro del sistema capitalista, una huelga política siga estando por entero dentro de los límites del orden legal, de modo que después que ésta termine el capitalismo reanude su curso ordinario. Pero esta verdad no impide que la clase dominante sienta aguda cólera contra todo despliegue de poder de los trabajadores, ni que las huelgas políticas tengan consecuencias que van mucho más allá de sus propósitos inmediatos. Cuando las condiciones sociales se tornan intolerables para los trabajadores, cuando las crisis sociales o políticas los amenazan con la ruina, es inevitable que se abran paso espontáneamente acciones masivas y huelgas gigantescas como la forma natural de lucha, pese a las objeciones y la resistencia de los sindicatos existentes, de un modo arrollador, como tormentas eléctricas que surgen de una pesada tensión de la atmósfera. Y una vez más los trabajadores enfrentan el problema de saber si tienen alguna chance contra el poder del Estado y del capital.
No es cierto que con una represión hecha por la fuerza contra sus organizaciones todo se pierda. Estas son sólo la forma exterior de lo que vive en su esencia dentro de ellas. ¡Cómo creer que por tales medidas gubernamentales los trabajadores se transformarán repentinamente en los individuos egoístas, de estrechas miras, aislados, de los viejos tiempos! En su corazón todos los poderes de la solidaridad, de la camaradería, de la devoción a su clase siguen viviendo, se vuelven cada vez más intensos ante las condiciones adversas; y se afirmarán en otras formas. Si estos poderes son suficientemente sólidos no hay fuerza de arriba que pueda quebrar la unidad de los huelguistas. Cuando sufran una derrota, ello ocurrirá sobre todo por desaliento. Ningún poder gubernamental puede forzarlos a trabajar; sólo puede prohibir acciones abiertas; no puede hacer más que amenazarlos y tratar de intimidarlos, intentar disolver su unidad por medio del temor. El éxito de la acción de los trabajadores depende de su energía íntima, del espíritu de organización que haya en ellos. Por cierto que esto plantea duras exigencias a las cualidades sociales y morales, pero justamente por esa razón estas cualidades se forzarán hasta el tono más elevado posible y se endurecerán como el acero en el fuego.
No es cosa de una sola acción, de una sola huelga. En toda contienda de esta clase se pone a prueba la fuerza de los trabajadores, para saber si su unidad es suficientemente fuerte y puede resistir los intentos de los poderes dominantes que pretenden quebrantarla. Toda contienda suscita nuevos y acentuados esfuerzos para fortalecer esa unidad de modo que no se quiebre. Y cuando los trabajadores se mantienen realmente firmes, cuando pese a todos los actos de intimación, de represión, de aislamiento, se sostienen sin cejar, cuando ningún grupo se rinde, es en el otro bando donde se hacen manifiestos los efectos de la huelga. La sociedad se paraliza, la producción y el tráfico se detienen o se reducen a un mínimo, se deteriora el funcionamiento de toda vida pública, las clases medias se alarman y pueden comenzar a aconsejar que se hagan concesiones. Está conmovida la autoridad del gobierno, incapaz de restablecer el viejo orden. Su poder siempre consistió en la sólida organización de todos los funcionarios y empleados, dirigidos por la unidad de propósitos encarnada en una sola voluntad segura de sí misma, todos ellos acostumbrados por deber y convicción a seguir las intenciones e instrucciones de las autoridades centrales. Sin embargo, cuando esa autoridad se enfrenta con la masa del pueblo, se siente cada vez más como lo que realmente es, una minoría gobernante, que sólo inspira temor mientras parece todopoderosa, sólo es poderosa mientras nadie le discute su poder, mientras es el único cuerpo sólidamente organizado en un océano de individuos desorganizados. Pero si la mayoría también está sólidamente organizada, no en formas exteriores sino en su unidad interna, el gobierno, enfrentado con la tarea imposible de imponer su voluntad sobre una población rebelde, cae en la incertidumbre, se divide, actúa con nerviosidad y prueba diferentes caminos. Además, la huelga impide la intercomunicación de las autoridades en todo el país, aisla a los jefes locales y los hace depender de sus propios recursos. Así comienza a perder su fuerza y solidez interna la organización del poder estatal. Tampoco el uso de las fuerzas armadas puede ayudar de otro modo que por medio de amenazas más violentas. En última instancia, el ejército está integrado por trabajadores, con diferente traje y bajo la amenaza de una ley más estricta, pero no destinados a que se los utilice contra sus camaradas; o lo compone una minoría que se opone a todo el pueblo. Si se lo somete a la tensión de tener que disparar sobre ciudadanos y camaradas desarmados, es fatal que a la larga desaparezca la disciplina impuesta. Y entonces el poder estatal, aparte de su autoridad moral, habría perdido su arma material más poderosa para mantener la obediencia de las masas.
Tales consideraciones acerca de las importantes consecuencias de la huelga masiva una vez que grandes crisis sociales excitan a las masas a una lucha desesperada, podrían no significar nada más, por supuesto, que la visión de un posible futuro. Por el momento, bajo los efectos enervantes de la prosperidad industrial, no había fuerzas bastante sólidas como para impulsar a los trabajadores a realizar tales acciones. Contra la amenaza de guerra[1], sus sindicatos y partidos se limitaron a manifestar su pacifismo y sus sentimientos internacionales, sin tener la voluntad ni la osadía necesaria como para llamar a las masas a una resistencia desesperada. De esta manera, la clase dominante pudo forzar a los trabajadores a su acción masiva capitalista, es decir, a la guerra mundial. Fue el colapso de las apariencias e ilusiones del poder de la clase trabajadora de la época, que por debajo de su autocomplacencia mostró su íntima debilidad e insuficiencia.
Uno de los elementos de debilidad fue la ausencia de una meta precisa. No había, y no podía haber, ninguna idea clara acerca de lo que vendría después de las acciones masivas exitosas. Los efectos de las huelgas masivas parecían entonces solamente destructivas, no constructivas. Esto no era cierto, sin duda; cualidades íntimas decisivas, que son la base de una nueva sociedad, se desarrollan por medio de las luchas. Pero no se conocían las formas exteriores en que esas cualidades tomarían forma; nadie había oído hablar de los consejos obreros en el mundo capitalista de esos tiempos. Las huelgas políticas sólo pueden ser una forma pasajera de lucha; después de la huelga, el trabajo constructivo tiene que satisfacer la necesidad de permanencia.
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[1] Se trata de la Primera Guerra Mundial.
Last updated on: 5.30.2011