Escrito: Fines de 1933.
Primera vez publicado: A. Nin, Reacci�n y Revoluci�n, Barcelona, 1934.
Fuente/Edici�n digital: La
Bataille Socialiste.
Esta edici�n: Marxists Internet Archive, agosto de 2010.
La victoria electoral obtenida por las derechas espa�olas el 19 de noviembre plantea con particular acuidad el problema de la posibilidad de una victoria del fascismo en nuestro pa�s. �Existe ya en Espa�a un movimiento fascista poderoso que pueda constituir un peligro inminente para la clase trabajadora? �Hay circunstancias que puedan favorecer el triunfo de este movimiento? �Est�n agotadas ya todas las posibilidades de la revoluci�n espa�ola o, por el contrario, tiene la clase obrera vitalidad suficiente para impedir el triunfo de la reacci�n fascista y dar un nuevo y poderoso impulso a la revoluci�n? A todas estas preguntas intentaremos contestar en las p�ginas que siguen.
Para combatir eficazmente a un enemigo, es condici�n previa indispensable conocerlo. Por ello lo primero que se impone es precisar la noci�n de fascismo, definir claramente el contenido de este t�rmino. Esto es tanto m�s necesario cuanto que la confusi�n que existe sobre el sentido del mismo es verdaderamente extraordinaria. Para el centrismo estalinista, por ejemplo, fascistas fueron los gobiernos Br�ning y Papen, en Alemania; fascista era la dictadura de Primo de Rivera y de Berenguer; para el Partido Comunista oficial espa�ol, son fascistas los agrarios, la �Lliga de Catalunya�, Sanjurjo; hay el socialfascismo, el anarcofascismo. Para los anarquistas, todos los gobiernos, sin excepci�n, son fascistas, desde el italiano a la dictadura proletaria de la URSS, pasando por la Rep�blica espa�ola. En los medios burgueses y peque�o burgueses la confusi�n no es menor, y as� se habla en los mismos de fascismo ruso, de fascismo de la �Esquerra� (aludiendo a la acci�n de los famosos escamots) y de fascismo socialista.
Esta confusi�n enorme parte de un error com�n: el de considerar como sin�nimas del fascismo todas las formas de reacci�n, y el empleo de los m�todos de violencia como su caracter�stica �nica. En el primer caso, el zarismo ruso deber�a considerarse como fascismo. En el segundo, los �j�venes b�rbaros� radicales y los �requet�s� carlistas, eran organizaciones fascistas. Estos ejemplos bastan para demostrar cu�n profundamente err�nea es esta concepci�n.
Hay que se�alar, en primer lugar, que nos hallamos en presencia de un fen�meno espec�fico de la postguerra, un producto de la crisis aguda de la sociedad capitalista. El fen�meno surge siempre en los momentos en que las contradicciones de clase alcanzan el grado de tensi�n m�s agudo y se plantea abiertamente el problema del poder. Por esto, aunque parezca parad�jico, un pa�s nunca se halla tan cerca del fascismo como cuando se halla m�s pr�ximo a la revoluci�n proletaria. En estos momentos de tensi�n extrema, no puede haber soluciones intermedias. O la burgues�a aplasta al proletariado, y destruye todas sus organizaciones de clase, o �ste arrolla a la burgues�a y establece su dominaci�n.
El capitalismo se halla en una situaci�n grav�sima. A pesar de todos sus esfuerzos no ha podido resolver, desde la guerra imperialista ac�, las contradicciones internas que lo corroen. La contradicci�n fundamental entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el modo de producci�n, ha llegado al punto culminante. La sociedad capitalista est� irremisiblemente condenada, pero no se resigna a morir y en los �ltimos momentos, se agita convulsivamente para prolongar su existencia. Una de estas convulsiones es el fascismo. Para seguir adelante, la burgues�a tiene necesidad de someter completamente a la clase obrera, destruir todas sus organizaciones a fin de que mediante una f�rrea dictadura de clase, pueda descargar sobre las espaldas del proletariado todas las consecuencias de la crisis mortal porque atraviesa el r�gimen. Pero para ello se ve obligado a recurrir a procedimientos extraordinarios, que se caracterizan por el menosprecio absoluto de las formas democr�ticas creadas por la propia burgues�a, la
violencia m�s desenfrenda y la centralizaci�n de todas las funciones del Estado en un partido dotado de una rigurosa disciplina y libre de toda tutela y control.
Para conseguir este fin, la burgues�a no puede limitarse a la simple utilizaci�n de los resortes del poder, es decir, a la adopci�n de las medidas represivas tradicionales. Necesita apoyarse en un movimiento de masas, en una base social. Y esta es la caracter�stica fundamental del fascismo.
Esta base social la suministra la peque�a burgues�a, e incluso una parte de los sectores m�s atrasados del proletariado.
La peque�a burgues�a es una clase social situada entre la gran burgues�a y el proletariado en el mecanismo de la sociedad capitalista contempor�nea.
Por una parte est� ligada con el gran capitalismo. Por otra, con el proletariado. En su calidad de peque�a burgues�a aspira a convertirse en gran burgues�a; pero el proceso de concentraci�n capitalista aplasta al peque�o productor y con frecuencia lo proletariza, es decir, le priva de los medios de producci�n y le obliga a vender su fuerza de trabajo, convirti�ndolo en simple asalariado de la f�brica y del taller. Esta posici�n econ�mica de la peque�a burgues�a predetermina su fisonom�a pol�tica.
Privada de independencia en el terreno econ�mico, tampoco la tiene en el terreno pol�tico. Colocada entre las dos clases fundamentales de la sociedad, se imagina con frecuencia que es capaz de tener una pol�tica propia que no sea ni la del proletariado ni la de la burgues�a, una pol�tica que tienda a establecer un r�gimen colocado por encima de las contradicciones de clase. De aqu� la ideolog�a democr�tica vaga y confusa de esa clase social. En realidad, esto no es m�s que una ilusi�n y la peque�a burgues�a, a pesar de sus ut�picas aspiraciones, hace constantemente el juego a una de las dos clases, siguiendo siempre a la m�s fuerte, a la que parece ofrecerle la garant�a de un poder fuerte y estable que le asegure la marcha normal de sus negocios. Esta incorporaci�n franca y decidida a uno de los sectores, se opera cuando se desmoronan sus ilusiones anteriores.
Esto no significa, ni mucho menos, que este proceso de decepci�n se produzca mec�nicamente y de una vez, sino que es mucho m�s lento y complejo. Con frecuencia la peque�a burgues�a hace el juego a una de las dos clases fundamentales de la sociedad sin dejar por ello de tener la ilusi�n de que hace una pol�tica propia.
Cuando el avance avasallador del proletariado permite creer en su victoria inmediata, la peque�a burgues�a cifra en �l sus esperanzas y se incorpora directamente al movimiento o, por lo menos, adopta una actitud neutral.
Pero cuando el proletariado, en el momento preciso no cumple con su misi�n hist�rica, la peque�a burgues�a le abandona decepcionada y se lanza en brazos de la gran burgues�a. Esto es lo que ocurri� en Italia despu�s del fracaso proletario de 1920 y lo que ha ocurrido en Alemania recientemente.
En este momento psicol�gico cr�tico, el gran capital, para atraerse a la peque�a burgues�a, recurre a una agitaci�n de car�cter demag�gico. Con ello facilita su asimilaci�n, pues en caso contrario la ruptura entre el pasado y el presente ser�a demasiado brusca. Una de las palancas m�s poderosas de que se sirve es la del sentimiento nacional, que en realidad no es m�s que una expresi�n de este concepto, propio de la peque�a burgues�a, de la posibilidad de una armon�a de todas las clases, de la constituci�n de un Estado que represente los intereses generales. La burgues�a se sirve de esta arma para combatir a su enemigo mortal, el marxismo, cuya base fundamental est� constituida por la idea de la solidaridad internacional de los explotados. La peque�a burgues�a siente un odio profundo por el gran capital que la aplasta. Si la burgues�a quisiera conquistar su colaboraci�n present�ndose descaradamente con su programa, es poco probable que consiguiera arrastrar a esa clase intermedia. Para ello ofrece como blanco a su odio el gran capital jud�o y lanza al mismo tiempo un programa de reivindicaciones demag�gicas.
El primitivo programa del fascismo italiano, por ejemplo, conten�a, entre otros, los siguientes puntos: convocatoria de cortes constituyentes, en las cuales plantear�a el problema de r�gimen; supresi�n del Senado, salario m�nimo, jornada de ocho horas, abolici�n del trabajo nocturno e infantil, aumento de las pensiones de invalidez y vejez, seguro social obligatorio, participaci�n de los obreros en los beneficios, e incluso transmisi�n directa a los trabajadores de la direcci�n de determinadas ramas de la industria y del transporte; confiscaci�n de los beneficios de guerra y de los bienes de la Iglesia, la tierra para los campesinos, etc. Es interesante se�alar el hecho de que, cuando la ocupaci�n de las f�bricas por los obreros en 1920, los fascistas se mostraron solidarios con aquel acto netamente revolucionario.
El programa fascista alem�n de los primeros tiempos no era menos demag�gico. Figuraban en �l, entre otros puntos, la lucha contra la especulaci�n y el agiotaje, el derecho del individuo a la posesi�n de los instrumentos de producci�n necesarios, la tierra para el que la trabaja, la participaci�n en los beneficios, la creaci�n de un Parlamento econ�mico nacional, etc.
Como se ve, la propaganda demag�gica constituye un denominador com�n del fascismo. Por esto hay que considerar con profunda desconfianza aquellas tendencias que, como la representada, por ejemplo, por el peri�dico La Tierra, de Madrid, propugnan un programa exteriormente muy revolucionario, pero que se apoya en un principio profundamente reaccionario: el racismo, la �revoluci�n racial�. No se olvide que Mussolini empez� su propaganda como socialista y que el fascismo alem�n a�n hoy emplea este apelativo. Tanto en Alemania, como en Italia, la reacci�n fascista se inici� desplegando la bandera de la patria y de la primac�a de los intereses nacionales Todas estas consideraciones nos muestran con sobrada elocuencia la importancia enorme de la peque�a burgues�a, y la necesidad de adoptar una pol�tica justa con respecto a la misma, que permita al proletariado conquistarla o neutralizarla. Y nos apresuramos a afirmar que la pol�tica m�s justa consiste precisamente en reforzar el impulso ofensivo del proletariado, y dar la sensaci�n a esa clase incolora y vacilante de que la clase trabajadora es la �nica que puede vencer y establecer un orden de cosas s�lido y duradero. El fascismo es la expiaci�n del proletariado por no haberse sabido aprovechar del momento favorable que le ha deparado la historia y tomar el poder. Si en el momento preciso cumple con su deber, el retroceso de la peque�a burgues�a no se producir� y la gran burgues�a no tendr� la posibilidad de convertir a esa clase social en la base de sus fuerzas de choque contra el proletariado.
Como resumen de todo lo dicho anteriormente, el fascismo se puede definir as�; �La acci�n violenta, extralegal del capitalismo, apoyado, para la consolidaci�n de su poder, en la peque�a burgues�a industrial y agraria. Sus rasgos caracter�sticos son el menosprecio de las f�rmulas pol�ticas establecidas por la propia burgues�a, tales como la democracia, el derecho, el parlamentarismo, la libertad de palabra, de asociaci�n y de coalici�n, etc., y el empleo de medidas de violencia extrema contra las organizaciones obreras, cuya destrucci�n total persigue la burgues�a para superar la crisis a que la conducen las contradicciones internas del r�gimen�.
El fascismo es una medida extrema, un remedio heroico dictado por el car�cter inextricable de las contradicciones del r�gimen, es un �ltimo recurso. Por esto, la burgues�a no recurre al mismo de buena gana. Si este recurso fracasa, �qu� nueva salida se ofrece a la burgues�a? El problema del poder se plantea de nuevo fundamentalmente. Adem�s, los sectores peque�o burgueses, que, atra�dos por las promesas demag�gicas, se han adherido al fascismo, se vuelven cada vez m�s exigentes, presentan su cuenta y provocan un proceso de disgregaci�n.
Si la burgues�a no mantiene el r�gimen democr�tico parlamentario es porque no puede, porque bajo dicho r�gimen se halla en la imposibilidad de resolver los antagonismos de clase. Es un error creer en el valor inmanente de la democracia, la cual corresponde a una etapa determinada de la evoluci�n econ�mica: la del capital industrial. En la etapa del capitalismo imperialista, que es la del apogeo m�ximo y al mismo tiempo de la descomposici�n, las formas democr�ticas y parlamentarias resultan impotentes para asegurar un desarrollo �normal� y pac�fico. Las contradicciones internas se agudizan cada vez m�s y, si en el momento en que estas contradicciones alcanzan su m�xima tensi�n y plantean concretamente el problema del poder, la clase obrera (hist�ricamente llamada a sustituir a la burgues�a) no cumple con su deber, se abre el per�odo de la dictadura implacable y descarada del capitalismo, se instaura la tiran�a sangrienta y b�rbara del fascismo.
En 1920 exist�an en Italia todas las condiciones objetivas necesarias para la victoria de la revoluci�n proletaria. El capitalismo se hallaba en un callej�n sin salida. Las masas peque�o burguesas, que hab�an cifrado inmensas esperanzas en los resultados de la victoria sobre los pa�ses centrales en la guerra imperialista, se sienten profundamente defraudadas y vuelven los ojos hacia el proletariado como �nica esperanza de salvaci�n. La burgues�a psicol�gicamente se siente de antemano vencida y considera como un hecho inminente e inevitable la p�rdida de sus privilegios y la victoria de la clase obrera. Las masas trabajadoras del pa�s se sienten animadas de un inmenso entusiasmo revolucionario. Su avance irresistible y su decisi�n combativa siembran la desmoralizaci�n y la desconfianza en las filas enemigas.
La crisis revolucionaria llega a su apogeo en septiembre de 1920. Los obreros de la industria metal�rgica de Tur�n, ante la actitud de los patronos, que se niegan a satisfacer las reivindicaciones presentadas por el sindicato, ocupan las f�bricas bajo la direcci�n de los comit�s elegidos en el transcurso de aquellos meses de lucha. El ejemplo es inmediatamente seguido en la localidad y en el resto del pa�s, por los obreros de las dem�s ramas de la producci�n e incluso por una gran parte de los obreros agr�colas que, en ciertas regiones, y muy especialmente en el sur, ocupan las tierras. La bandera roja ondea en los establecimientos. Patrullas obreras armadas guardan las f�bricas. El gobierno se ve impotente para hacer frente por la fuerza a aquel movimiento avasallador. Ante esta imposibilidad, recurre a la astucia. Para ello se vale de los dirigentes de las organizaciones obreras que en aquel momento ejerc�an la hegemon�a sobre la clase obrera italiana: la Confederaci�n General del Trabajo y el Partido Socialista. Estos elementos, que hasta entonces hab�an empleado una fraseolog�a revolucionaria para no verse desplazados por la clase obrera, que exig�a la revoluci�n, aprovechan la oportunidad para degollar el movimiento. La soluci�n es conocida: el gobierno de Giolitti publica un decreto legalizando el control obrero de la producci�n. Los reformistas de la CGT se dan por satisfechos, y se da la orden a los obreros de que cesen en su actitud y abandonen las f�bricas. La revoluci�n estaba desde este momento irremisiblemente perdida. Se hab�an dejado pasar las circunstancias favorables. Las masas obreras, antes llenas de entusiasmo, se sienten profundamente decepcionadas. Su esp�ritu combativo sufre un golpe rud�simo. Las masas peque�o burguesas llegan a la conclusi�n de la impotencia de la clase obrera para tomar el poder, y los aliados de ayer prestan o�do a la propaganda fascista, que ha de hallar pronto en esas masas su base fundamental. La clase obrera italiana deb�a completar la ocupaci�n de las f�bricas con la conquista violenta del poder y establecer su dictadura.
Caro pag� su error. El fascismo, que hasta entonces se hab�a reducido a la acci�n de peque�os grupos sin ninguna influencia, no tarda en convertirse en un extenso movimiento, cada vez m�s ofensivo, que en dos a�os consigue tomar el poder, destruir las organizaciones obreras e instaurar un r�gimen de terror sangriento.
El ejemplo de Italia es aleccionador. Pero la clase obrera de dicho pa�s tiene hasta cierto punto un atenuante: el de su relativa debilidad num�rica y de la inmensa importancia de la peque�a y, sobre todo, de los campesinos.
Pero, �y en Alemania? En Alemania la clase obrera constituye la mayor�a absoluta de la poblaci�n y, sin embargo, ha sufrido la derrota m�s grande que registra la historia del proletariado. La responsabilidad por ello incumbe de lleno a las dos organizaciones pol�ticas fundamentales que compart�an la direcci�n de la clase obrera: la socialdemocracia y el partido comunista.
En noviembre de 1918, el proletariado alem�n derrib� el r�gimen de Hohenzollern e impuso la paz. El impulso revolucionario de las masas hallaba su expresi�n en los soviets de diputados obreros y soldados, creados bajo la influencia directa de la revoluci�n rusa. La socialdemocracia ejerc�a una influencia decisiva sobre las masas trabajadoras. Los destinos del pa�s estaban en sus manos. La revoluci�n proletaria pod�a y deb�a triunfar. Pero los jefes reformistas, que ya en 1914 se hab�an uncido al carro del imperialismo alem�n, estrangularon la revoluci�n, y a partir de aquel momento todos sus esfuerzos se encaminaron en el sentido de evitar la victoria de la clase obrera y consolidar el poder de la burgues�a. Las tentativas heroicas realizadas por el peque�o grupo de �espartaquistas�, acaudillados por Liebknecht y Rosa Luxemburgo, para canalizar el movimiento por la senda de la revoluci�n proletaria, fueron ahogadas en sangre. Desde entonces el partido socialdem�crata colabor� activa y constantemente con la burgues�a para apuntalar un r�gimen que se tambaleaba. Para ello, mantuvo en las masas la ilusi�n en la posibilidad de una evoluci�n pac�fica de las formas burguesas de la democracia hacia el socialismo, y encerr� estrictamente la lucha en los l�mites constitucionales. Su pol�tica del �mal menor� la llev� a apoyar a todos los gobiernos que prepararon la reacci�n fascista y a Hindenburg, y a desarmar al proletariado ante los inmensos peligros que le amenazaban. El resultado es conocido.
El partido comunista estaba llamado a llenar el vac�o dejado por el partido socialdem�crata convirti�ndose en el instrumento que necesitaba el proletariado alem�n para luchar y vencer. Pero, bajo la nefasta direcci�n de la Internacional, el partido fue de error en error, y se convirti� en el responsable m�ximo de la victoria de Hitler, puesto que la traici�n de la socialdemocracia estaba descontada. Actualmente, los dirigentes del partido y de la Internacional pretenden justificar su impotencia ante el fascismo diciendo que en el momento en que se produjo la crisis decisiva la inmensa mayor�a de la clase obrera se hallaba bajo la influencia de la socialdemocracia y, por consiguiente, toda tentativa insurreccional se hubiera convertido en un putsch y conducido a una derrota est�ril. Es evidente que sin contar con la mayor�a de la clase obrera, no se puede pensar en la revoluci�n. Pero esta mayor�a, el Partido Comunista alem�n deb�a conquistarla a expensas de la socialdemocracia, y la hubiera indudablemente conquistado a no ser por los grav�simos errores que cometi�. En 1923 el Partido Comunista alem�n pudo tomar el poder. En las semanas decisivas del mes de octubre del a�o mencionado, los obreros abandonaban en masa a la socialdemocracia, y segu�an a la bandera del comunismo. Pero el partido fall�, y la burgues�a alemana tuvo la posibilidad de superar la crisis y consolidar sus posiciones. En los a�os sucesivos hab�a una posibilidad de enmienda. Pero el partido fue acumulando los errores. Con su falsa teor�a del socialfascismo levant� una barrera infranqueable entre la inmensa mayor�a de la clase trabajadora y el partido comunista; con su absurda pol�tica del frente �nico ultimatista, s�lo por la base, es decir prescindiendo de los comit�s directivos de las organizaciones, con su t�ctica sindical escisionista, que le llev� a crear organizaciones independientes, se aisl� de las grandes masas proletarias.
Como resultado de todo ello, la clase alemana se vio privada, en el momento decisivo, del partido revolucionario que necesitaba para vencer, y las bandas pardas del nazismo instauraron su dominaci�n brutal sin encontrar, la menor resistencia.
La clase obrera de los dem�s pa�ses debe sacar las lecciones necesarias de esta experiencia, y en primer lugar, debe sacarlas la clase obrera de nuestro pa�s.
�Hay en Espa�a el peligro inmediato de una reacci�n de car�cter t�picamente fascista? Para dar una respuesta concreta a esta pregunta es preciso que analicemos r�pidamente el car�cter de los acontecimientos desarrollados en Espa�a desde el 14 de abril de 1931 hasta la victoria electoral obtenida por las derechas el 19 de noviembre.
La revoluci�n espa�o1 tiene pecado de origen: la forma pac�fica e id�lica en que se efectu� el cambio de r�gimen. La monarqu�a cay� sin sangre y sin violencia como resultado de que los hombres que tomaron el poder en el 14 de abril lo hicieron, no para realizar la revoluci�n, sino para evitarla. En realidad, la proclamaci�n de la Rep�blica no fue m�s que una tentativa desesperada de la parte m�s clarividente de la burgues�a y de los grandes terratenientes para salvar sus privilegios. De no haber sacrificado al rey, contra el cual se concentraba la ira popular, los hombres del Comit� revolucionario no habr�an podido contener el �mpetu avasallador de la revoluci�n de las masas, que en su avance no se habr�a detenido ante el ataque a las bases fundamentales de la sociedad burguesa y habr�a emprendido decididamente el camino de las transformaciones de car�cter socialista. Este lo repetimos, fue el pecado original, y hay que decir que una enorme parte de responsabilidad recae precisamente sobre los hombres del Partido Socialista, que con su colaboraci�n directa, se convirtieron en los mejores auxiliares de la maniobra realizada por las clases explotadoras.
Consolidar la Rep�blica era su lema, y consolidar la Rep�blica significaba dar la posibilidad a la burgues�a de superar los momentos m�s dif�ciles y, una vez reforzadas sus posiciones, emprender el ataque a fondo contra el proletariado. Los socialistas estuvieron en el poder mientras su colaboraci�n sirvi� los intereses de la burgues�a; lo abandonaron cuando esta colaboraci�n result� innecesaria por haber conseguido las clases explotadoras atravesar inc�lumes los momentos m�s dif�ciles. �Entre sectores considerables del movimiento obrero revolucionario (dec�amos poco despu�s de la proclamaci�n de la Rep�blica1) est� muy difundida la idea de la posibilidad de un per�odo de tres o cuatro a�os de desarrollo pac�fico, sin sacudidas, de la organizaci�n obrera. La posibilidad de un per�odo tal est� absolutamente descartada. La crisis por que atraviesa la burgues�a espa�ola no podr� ser resuelta, porque sus contradicciones son irresolubles en el marco del r�gimen capitalista. La situaci�n de las masas obreras y campesinas ir� agrav�ndose de d�a en d�a y la lucha de clases tomar� proporciones cada vez m�s vastas y caracteres m�s agudos. En estas condiciones, es absolutamente ilusorio imaginarse que la burgues�a pueda permitir el desarrollo pac�fico de las organizaciones obreras. El per�odo que se abre no es, pues un per�odo de paz, sino de lucha encendida. Y en esta lucha estar�n en juego los intereses fundamentales de la clase trabajadora y todo su porvenir. La clase obrera ser� derrotada si en el momento cr�tico no dispone de los elementos de combate necesarios: triunfar�, si cuenta con estos elementos, si se desprende de todo contacto con la democracia burguesa, practica una pol�tica netamente de clase y sabe aprovechar el momento oportuno para dar el asalto al poder�.
Por otra parte, en nuestra conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid a principios de junio de 1931 se�al�bamos claramente la trayectoria que seguir�a la Rep�blica espa�ola como resultado de la pol�tica pusil�nime y ret�rica de la peque�a burgues�a. Los hechos nos han dado plenamente la raz�n. Como la Rep�blica no supo resolver radicalmente en los primeros momentos los problemas fundamentales de la revoluci�n democr�tica burguesa, a los dos a�os y medio del cambio de r�gimen ha sido posible que las derechas m�s reaccionarias obtuvieran una victoria electoral resonante, que pone en inminente peligro las mezquinas conquistas logradas.
Esta victoria de las derechas hubiera sido totalmente imposible si las izquierdas peque�o burguesas, en vez de entregarse a expansiones oratorias, hubieran hundido desde el primer momento el bistur� en la gangrena de la sociedad feudal espa�ola. Los gobiernos de izquierda han tenido una energ�a puramente ret�rica, nutrida de recuerdos hist�ricos. El jacobinismo de Aza�a ha sido un jacobinismo de Ateneo, que ha tomado de aqu�l la fraseolog�a, pero no lo que constitu�a su contenido fundamental, la decisi�n implacable de destruir al enemigo.
Para hacer imposible un acontecimiento como el de la victoria derechista del 19 de noviembre, hubiera sido preciso tener en cuenta el consejo de Lenin. �Desarmar al adversario vencido es el deber primordial de todo vencedor, si no quiere que la guerra vuelva a estallar en el momento m�s impensado�. La Rep�blica dej� armada a la reacci�n, dej� intactas sus bases econ�micas. Si en vez de crear un formidable mecanismo burocr�tico para resolver el problema agrario se hubiera expropiado inmediatamente, sin indemnizaci�n, a los grandes terratenientes y se hubieran confiscado sus fortunas, se habr�a arrancado de ra�z ese caciquismo espa�ol que ha facilitado en gran parte la victoria de las derechas. Si se hubiera expulsado sin piedad a las �rdenes religiosas y confiscado los bienes de la Iglesia, el
poder de esta potencia feudal habr�a quedado reducido a cero. Y si despu�s de la intentona del 10 de agosto, se hubiera obrado con mano dura fusilando a unos cuantos generales, la oficialidad mon�rquica no habr�a hallado en la impunidad un aliciente para seguir conspirando contra el r�gimen. En vez de desarmar al enemigo, el gobierno de la Rep�blica lo mantuvo armado para utilizarlo precisamente contra el proletariado. De modo que, por una parte, no ciment� el r�gimen en unas nuevas bases resultado de la destrucci�n de los cimientos de la Espa�a feudal, y por otra, fue perdiendo el apoyo de las masas populares. Toda la pol�tica izquierdista qued� reducida a frases, frases y frases. No pod�a ser de otro modo, trat�ndose de elementos representantes de la peque�a burgues�a radical.
�Las amenazas revolucionarias de los peque�os burgueses y de sus representantes dem�cratas [dice Marx] no tienen otro objetivo que intimidar al adversario. Y cuando han emprendido un camino sin salida y se han comprometido lo suficiente para verse obligados a ejecutar sus amenazas, recurren al equ�voco, esquivan los medios de la realizaci�n y buscan pretextos para la derrota. La obertura brillante que anunciaba el combate se transforma en un d�bil murmullo; tan pronto el combate ha de empezar, los actores dejan de tonarse en serio a s� mismo, y la intriga se desvanece como un globo de goma deshinchado por un alfilerazo�.
Estas palabras cl�sicas de Marx, adquieren, un particular relieve ante el ejemplo vivo de la revoluci�n espa�ola. Todo fue ficci�n en la energ�a revolucionaria de la izquierda peque�o burguesa. La realidad fue que subsisti� �ntegramente, en lo sustancial, el r�gimen anterior al 14 de abril.
Dos a�os y medio despu�s de la proclamaci�n de la Rep�blica, siguen sin resolver los problemas fundamentales de la revoluci�n democr�tico burguesa: el problema de Catalu�a, la cuesti�n agraria, la cuesti�n religiosa, la transformaci�n del mecanismo burocr�tico del Estado. De toda la legislaci�n de las Constituyentes no quedar�n m�s que las leyes de Vagabundos, de Orden p�blico y de Asociaciones, en las cuales la reacci�n encontrar� un magn�fico instrumento de represi�n contra la clase trabajadora, a menos que �sta diga su �ltima palabra.
Una gran parte de responsabilidad por este proceso abortivo de la revoluci�n espa�ola, corresponde (como ya hemos dicho) a los socialistas.
Estos se convirtieron en el momento m�s peligroso para la burgues�a en los auxiliares de la misma. En los primeros tiempos de la Rep�blica, no s�lo la burgues�a industrial, sino incluso la clase m�s reaccionaria de todas, los terratenientes, no s�lo no opusieron reparos a la permanencia de los socialistas en el poder, sino que la vieron con buenos ojos. Ten�an la seguridad (y no se equivocaban) de que nadie mejor que ellos defender�a los intereses de las clases explotadoras y contendr�a el avance de la revoluci�n. �No ha dicho uno de sus l�deres m�s destacados* que la primera labor de los socialistas consisti� en desplazar a los comunistas y a los anarcosindicalistas del movimiento, en �apartarlos de que influyeran en la direcci�n de las masas revolucionarias?�.
Ahora se produce en el Partido Socialista una profunda reacci�n contra la pol�tica colaboracionista. Largo Caballero ha empleado durante la campa�a electoral un lenguaje puramente comunista, llegando incluso a preconizar la necesidad de la dictadura del proletariado. Los trabajadores revolucionarios tienen motivos m�s que sobrados para sospechar de la sinceridad de esta evoluci�n. El recuerdo de la pol�tica socialista durante la dictadura y el per�odo constituyente de la Rep�blica es demasiado reciente
para que se pueda olvidar. Pero es innegable que en la masa del partido la evoluci�n es real y sincera. El deber de los buenos revolucionarios es impulsar hacia adelante esta evoluci�n hasta producir la ruptura definitiva e irreparable entre la masa y los jefes reformistas. En este sentido, el proceso de radicalizaci�n que se est� efectuando en el socialismo espa�ol, puede tener inmensas consecuencias hist�ricas, determinando por la influencia de los elementos revolucionarios de los distintos sectores del movimiento obrero de nuestro pa�s, la creaci�n de ese gran partido comunista sin el cual la victoria de la clase obrera es imposible.
La pol�tica de la coalici�n republicano-socialista no pod�a dar satisfacci�n a ninguno de los sectores de la masa popular espa�ola. La clase obrera, ni que decir tiene, fue perdiendo r�pidamente sus ilusiones democr�ticas, y una gran parte de la peque�a burgues�a, decepcionada, fue volviendo las espaldas a la Rep�blica y se dej� seducir por la propaganda de las derechas.
Es este el hecho m�s importante que se ha producido en estos �ltimos tiempos, pues como ya sabemos, la peque�a burgues�a constituye la base fundamental en que se apoya el movimiento fascista.
Ser�a de una ceguera imperdonable cerrar los ojos ante el inmenso peligro que representa la victoria electoral obtenida por las derechas. Pero, sin embargo, no habr�a nada peor que dejarse llevar por el p�nico y considerar como definitivamente cerrado el ciclo de la revoluci�n espa�ola.
La reacci�n est� representada en la actualidad por dos fuerzas pol�ticas fundamentales: la coalici�n de derechas, cuyo n�cleo b�sico est� constituido por los agrarios y los radicales, acaudillados por Lerroux.
Revelar�a una miop�a incurable el que viera en esas dos fuerzas a factores antag�nicos. Agrarios y radicales son los dos brazos de un mismo cuerpo: la contrarrevoluci�n. No queremos decir con ello que representen exactamente a unas mismas clases sociales, sino que sus intereses y sus fines son hist�ricamente comunes. Los agrarios son la expresi�n pol�tica descarada de la clase m�s reaccionaria, los terratenientes, y sus soportes tradicionales, la Iglesia y el ej�rcito. Con ello queda dicho que aspiran a anular los t�midos avances de la revoluci�n en las cuestiones agraria, religiosa y catalana, y en la legislaci�n obrera. Que se declaren o no republicanos, tiene una importancia secundaria. Lo que cuenta es el contenido, y la sustancia de su programa es fundamentalmente mon�rquica.
Ello no es �bice para que los agrarios se concilien con la Rep�blica si consideran posible realizar su programa sin modificar la forma de gobierno y temen que la restauraci�n de la dinast�a borb�nica pueda enajenarles la simpat�a y el concurso de grandes sectores de la poblaci�n.
Lerroux coincide fundamentalmente con el programa de los agrarios y de Acci�n Popular. Sus declaraciones recientes y sobre todo su campa�a electoral, muestran en �l el prop�sito firme de liquidar todo lo legislado por las Constituyentes bajo la presi�n de las masas, en sentido revolucionario.
Al obrar as�, Lerroux, en realidad, se muestra fiel a todo su pasado.
Contrariamente a lo que una opini�n superficial podr�a hacer creer, Lerroux, caudillo demag�gico anta�o, encarnaci�n viva de la reacci�n conservadora hoy, no es, a pesar de todas las apariencias, un simple tr�nsfuga que, en el ocaso de una larga vida de combate renuncia a su pasado y se refugia en posiciones m�s confortables. Desde los inicios mismos de su carrera pol�tica ha servido constante y sistem�ticamente los intereses de la reacci�n. Los sirvi� ya desde su primera aparici�n en Barcelona cuando desvi� con su propaganda demag�gica a una gran parte de la clase obrera de su terreno de clase e inici� la lucha contra el nacionalismo catal�n, que era indiscutiblemente un factor progresivo frente a la Espa�a feudal. Cuando las masas obreras catalanas reaccionan y curadas de su alucinaci�n anterior abandonan al caudillo, Lerroux pierde su fortaleza barcelonesa y procura orientarse hacia otros sectores. Pero las circunstancias son poco propicias y durante algunos a�os es una figura m�s o menos decorativa sin ninguna fuerza real. Pero sean cuales sean las condiciones pol�ticas del pa�s, permanece fiel as� mismo, y cuando en septiembre de 1923 Primo de Rivera realiza su golpe de Estado, Lerroux saluda el acto del dictador como el primer paso hacia la regeneraci�n de Espa�a. La crisis de la dictadura, que determina su ca�da y el nacimiento de un poderoso movimiento antidin�stico, empuja nuevamente a Lerroux hacia el campo republicano. Aqu�, antes y despu�s de la proclamaci�n de la Rep�blica, act�a como el representante genuino de los intereses cuya defensa ha constituido el eje de toda su actuaci�n.
Este per�odo de la vida pol�tica de Lerroux es demasiado notorio para que sea preciso insistir en los detalles. El ex caudillo demag�gico aparece hoy encuadrado en las filas de los enemigos descarados de la revoluci�n.
Su lucha encarnizada contra los socialistas ha sido el �ndice externo m�s destacado de su coincidencia sustancial con los sectores m�s reaccionarios de las clases explotadoras espa�olas. A pesar de su colaboraci�n descarada con la burgues�a y de sus repetidas traiciones, a pesar de su complicidad en las deportaciones y la aprobaci�n de las leyes draconianas, los socialistas representaban, aunque fuera por simple reflejo de las masas que les siguen y cuya evoluci�n a izquierda es evidente, la voluntad de continuar la revoluci�n. De aqu� que contra ellos concentrar�n el fuego agrarios y radicales.
Pero en este �ltimo per�odo Lerroux ha conseguido agrupar a su alrededor a los sectores esenciales de la burgues�a industrial o, por lo menos, conquistar su simpat�a pasiva, a contingentes importantes de la clase media y a los representantes del capital especulativo y de las castas militares. La primera de estas circunstancias explica que la fusi�n efectiva de las dos alas de la reacci�n no se haya realizado. La burgues�a industrial, por el antagonismo tradicional de sus intereses con los de los terratenientes, no puede decidirse a una alianza p�blica e inmediata con los agrarios. La fusi�n de estas dos alas, sin embargo, no s�lo no es imposible sino que es probable, a pesar de sus contradicciones interiores. El ejemplo de Italia y el m�s reciente de Alemania, demuestran que en el momento decisivo las clases explotadoras dejan de lado los antagonismos que les separan para formar el bloque contra la revoluci�n. Hemos visto ya como con ocasi�n de la lucha electoral, agrarios y radicales, sin fusionarse de un modo efectivo en la escala nacional, establecieron sistem�ticamente una especie de �divisi�n del trabajo�, inspirada en el prop�sito de no perjudicarse mutuamente. Lo mismo vemos con motivo de la segunda vuelta en las elecciones. Los radicales se aprestan a retirar su candidatura para facilitar el triunfo de las derechas. De aqu� a la alianza efectiva, a la fusi�n completa, no hay m�s que un paso. El que se realice en un plano m�s o menos breve, depender� del ritmo que adquiera la revoluci�n.
La confluencia de todos estos actores constituye un peligro reaccionario inmediato. �Pero esta reacci�n adoptar� desde el primer momento un car�cter t�picamente fascista? Todo permite suponer que no. Como hemos dicho ya al principio de estas p�ginas, la burgues�a no recurre de buen grado a este procedimiento heroico, por los peligros que entra�a, en definitiva, para su propia existencia. Lo m�s probable es que la reacci�n adopte las formas cl�sicas de la represi�n, en el marco de la Rep�blica. La perspectiva inmediata m�s probable es la instauraci�n de un r�gimen parecido al de Portugal o de la Rep�blica Argentina. Otra de las razones que nos inducen a suponer como poco probable la implantaci�n de un r�gimen de tipo fascista, es la ausencia de un movimiento de masas como el que acaudill� Mussolini primero y Hitler despu�s, con sus instrumentos auxiliares preciosos, bandas de choque organizadas y disciplinadas y un fuerte partido centralizado. Estos dos factores en la actualidad no existen en nuestro pa�s. Las derechas han triunfado por la evoluci�n de la peque�a burgues�a decepcionada y la abstenci�n electoral de una gran parte del
proletariado. La victoria ha sido m�s bien el resultado de una actitud negativa (el descontento) que no positiva. No sabemos hasta qu� punto la peque�a burgues�a est� dispuesta a pasar de la simpat�a pasiva a la simpat�a activa. En cuando a la aparici�n de un partido cohesionado y centralizado, el proceso de su formaci�n est� todav�a muy atrasado. Las derechas aparecen coaligadas, pero no fusionadas. La coalici�n que han formado es un conglomerado de elementos heterog�neos, que se combaten mutuamente y cuyas divergencias impiden por el momento la constituci�n de una fuerza unificada. Por otra parte, la burgues�a industrial de Catalu�a y Vizcaya no puede dejar de mirar con recelo a los elementos agrarios.
No obstante, la instauraci�n de un r�gimen de derechas del tipo que hemos indicado crear�a condiciones favorables al desarrollo del fascismo. Las aspiraciones, cada vez m�s exigentes, de la clase obrera, los levantamientos campesinos, agravar�, sin duda, la situaci�n, y en caso de que las masas trabajadoras no supieran reaccionar a tiempo, se podr�a producir una r�pida evoluci�n de la peque�a burgues�a hacia el fascismo. En este caso, las contradicciones internas que separan actualmente a las clases explotadoras ser�an temporalmente ahogadas y, en el fuego de la lucha, surgir�a el partido fascista encargado de crear la fuerza pol�tica cuya misi�n ser�a destruir de cuajo el movimiento obrero e instaurar una dictadura descarada y sangrienta de la burgues�a. No se olvide que en circunstancias mucho menos graves, la burgues�a catalana, representada por la �Lliga Regionalista�, dej� moment�neamente de lado su antagonismo tradicional con los terratenientes espa�oles, para prestar su apoyo decidido a Primo de Rivera.
Esta variante (la peor) es posible en el caso de que la clase trabajadora espa�ola acepte pasivamente los hechos y no reaccione vivamente ante el peligro que la amenaza. La vitalidad del proletariado espa�ol, su esp�ritu combativo, hacen descartar absolutamente esta hip�tesis. Nuestras clases trabajadoras han sostenido en el transcurso de estos �ltimos a�os, y siguen sosteniendo, una lucha sin precedentes en ning�n pa�s por su magnitud, su intensidad y su persistencia. Sus energ�as no est�n agotadas ni muchos menos. Lo peor que podr�a pasar ser�a que el proletariado se considerara vencido de antemano y juzgara como inevitable el triunfo de la reacci�n No, los obreros y los campesinos espa�oles no pueden ni deben desalentarse. Si est�n dispuestos a luchar (y todo permite afirmar que la voluntad combativa existe) la reacci�n ser� aplastada y la revoluci�n espa�ola seguir� adelante. La situaci�n revolucionaria persiste. La burgues�a espa�ola es d�bil, los obreros industriales y agr�colas y los campesinos constituyen la mayor�a absoluta de la poblaci�n. Esta fuerza, canalizada y organizada, puede vencer.
Lo que se opone moment�neamente a ello es la disgregaci�n de nuestras fuerzas, tanto en el terreno sindical como en el pol�tico. La existencia de organizaciones distintas no s�lo no constituye un peligro, sino que es un resultado natural de la lucha de tendencias inevitables que plantean los problemas estrat�gicos y t�cticos de la revoluci�n. El peligro empieza cuando estas organizaciones se niegan a aunar sus esfuerzos para una acci�n com�n sobre la base de un programa aceptable para todos y con fines concretos e inmediatos.
Es evidente que en los momentos actuales, las clases explotadas de nuestro pa�s tienen un inter�s vital en impedir el triunfo de la reacci�n. Los obreros, sean socialistas, comunistas, sindicalistas, anarquistas, cat�licos o que no pertenezcan a ning�n partido, est�n todos igualmente interesados en defender sus salarios, sus organizaciones de clase, amenazados por la reacci�n, la libertad de prensa, de reuni�n y de coalici�n. Los campesinos, sean cuales sean sus opiniones pol�ticas, tienen un inter�s com�n en luchar contra los grandes terratenientes y los propietarios. La comunidad de estos intereses dicta imperiosamente la necesidad de la acci�n com�n. La f�rmula para obtenerla es el frente �nico; pero el frente �nico sincero, honrado, que no sea una simple maniobra partidista destinada a servir intereses mezquinos y de capillita. Con los intereses de la clase trabajadora no se puede jugar.
Nosotros estimamos que la victoria de la clase trabajadora ser� posible �nicamente bajo la direcci�n de un partido revolucionario; pero el derecho a ejercer esta direcci�n no se adquiere, por decirlo as�, por gracia divina, sino conquistando la confianza de la mayor�a proletaria En el curso de la lucha la organizaci�n pol�tica que tenga una noci�n m�s clara de la situaci�n y mejor acierto a interpretar las aspiraciones de las masas, se llevar� a �stas tras de s�. Pero esta premisa te�rica, a nuestro juicio irrefutable, no excluye ni mucho menos la posibilidad de la acci�n com�n.
La constituci�n de un bloque compacto de las organizaciones obreras, estrechamente aliadas con las masas campesinas, se impone de un modo urgente. No faltan en el movimiento obrero voces que se levantan en favor de este frente �nico; pero a menudo los que con m�s vehemencia externa defienden esta consigna son los que, en realidad, la sabotean pr�cticamente.
Y no hablemos ya de la pol�tica del Partido Comunista oficial, que llega a proponer el frente �nico de un modo ultimatista, a base de unas condiciones que sabe de antemano que hacen imposible la unidad de acci�n.
En estas horas solemnes, la necesidad de constituir este frente �nico de la clase trabajadora debe colocarse por encima de todo. Aisladamente, ninguna de las organizaciones pol�ticas y sindicales puede luchar victoriosamente contra la reacci�n. Unidas pueden sostener el combate con eficacia y vencer.
El programa de este frente �nico circunstancial deber�a limitarse a unas cuentas consignas claras, capaces de agrupar a su alrededor a la totalidad de la clase obrera y de hacer retroceder a la reacci�n. Estas consignas podr�an ser: defensa de las conquistas logradas por la clase trabajadora en todos los aspectos, organizaci�n de la lucha activa la reacci�n y el peligro fascista; paso a la ilegalidad de los partidos mon�rquicos declarados o vengonzantes (agrarios, Acci�n Popular, tradicionalistas), prohibici�n de su prensa; convocatoria de nuevas elecciones sobre la base del sufragio a partir de los 18 a�os, sin excluir a los soldados, a los cuales se debe conceder la plenitud de los derechos pol�ticos; anulaci�n del derecho de voto para el clero y los miembros de las comunidades religiosas.
La formaci�n de un frente �nico en el cual estuvieran representados todos los sectores obreros sin excepci�n, levantar�a inmediatamente el esp�ritu del proletariado espa�ol, y le infundir�a una gran fe en su victoria, y, por otra parte, dar�a a la peque�a burgues�a la sensaci�n de la fuerza real del proletariado, lo cual evitar�a seguramente la evoluci�n de esa clase indecisa y vacilante hacia el fascismo.
La formaci�n del frente �nico tendr�a, por otra parte, una gran significaci�n hist�rica. En el proceso revolucionario que determin� la ca�da de la dictadura militar y condujo a la implantaci�n de la Rep�blica en abril de 1931, las masas trabajadoras infeudaron su actuaci�n a los partidos burgueses, y, sobre todo, a la peque�a burgues�a radical. Hecha la experiencia de la incapacidad fundamental de la peque�a burgues�a para realizar la revoluci�n, el proletariado debe emprender decididamente el camino de la plena autonom�a pasando a ejercer el papel directivo revolucionario. La peque�a burgues�a radical representa, evidentemente, un factor progresivo en comparaci�n con las derechas, pero de aqu� no se deduce que la clase obrera deba repetir la triste experiencia de estos a�os agarr�ndose a sus faldones y marchando con ella al precipicio. La lecci�n ha sido demasiado dura. Si la peque�a burgues�a radical (y aludimos muy especialmente a la �Esquerra�) quiere realmente luchar contra el peligro reaccionario, debe unir sus esfuerzos a los de la clase trabajadora, la �nica que puede sostener esta lucha con eficacia. Los papeles han de cambiar. El que desempe�� el proletariado en la lucha contra la monarqu�a borb�nica, debe desempe�arlo ahora la peque�a burgues�a. S�lo el proletariado puede vencer a la reacci�n.
Pero para que el proletariado pueda vencer a la reacci�n, es absolutamente indispensable que se desprenda de sus ilusiones democr�ticas y se convenza de que, en la etapa decisiva porque atravesamos, la lucha se desarrollar� predominantemente en el terreno extraparlamentario. De aqu� no se deduce, ni mucho menos, que la clase trabajadora debe renunciar a toda intervenci�n en la vida pol�tica del pa�s para no manifestarse m�s que por medio de la insurrecci�n armada. Esta conclusi�n ser�a propia de la mentalidad simplista de los anarquistas, completamente ajena a la dial�ctica, e indigna de un marxista.
La revoluci�n no es, por decirlo as�, una obra en un acto, sino un ciclo de infinidad de episodios; no es un simple golpe de mano, sino un largo y doloroso proceso, que no termina ni tan siquiera con la victoria de la insurrecci�n (que no es m�s que una etapa de ese proceso) y la consiguiente conquista del poder. El camino que conduce a la victoria es un camino sembrado de dificultades, que la clase obrera supera con ayuda de una experiencia que le cuesta enormes sacrificios. En ese proceso revolucionario, que no se desarrolla en l�nea recta, el proletariado ha de saber orientarse en el complejo engranaje de las relaciones sociales, utilizar en beneficio propio las contradicciones que surjan en el seno de las dem�s clases, maniobrar h�bilmente en los virajes, es decir, en los momentos en que la crisis llega a su apogeo, para evitar la derrota, si las condiciones son desfavorables o, en caso contrario, emprender en�rgica y decididamente la marcha hacia adelante.
Por otra parte, hay que establecer una distinci�n entre la masa obrera y su vanguardia consciente. Si �sta avanza demasiado, corre el riesgo de quedar aislada del resto del ej�rcito y, en este caso, la derrota es segura. La vanguardia tiene una conciencia clara de la situaci�n y de la t�ctica a emprender mucho antes que la gran masa trabajadora, la cual evoluciona mucho m�s lentamente y llega a las mismas conclusiones que la vanguardia s�lo despu�s de haber pasado por el fuego de la experiencia. Esta experiencia puede ser m�s o menos prolongada, seg�n sean las circunstancias. En las �pocas revolucionarias, durante las cuales los acontecimientos se suceden con extraordinaria rapidez, la conciencia de las masas se desarrolla aceleradamente. Lo que en �poca normal necesita a�os para ser asimilado, en los periodos revolucionarios se asimila en pocos meses, y a veces en pocas semanas.
La clase trabajadora rusa en menos de ocho meses se desprendi� de las ilusiones democr�ticas y lleg� a la conclusi�n firme de que deb�a tomar el poder. El partido socialista revolucionario, que contaba con la simpat�a y la adhesi�n de la inmensa masa campesina, se convirti�, en un brev�simo espacio de tiempo, en un partido impopular sin ning�n arraigo, en el pa�s.
En cambio, los bolcheviques, que al principio de la revoluci�n no representaban m�s que a la parte m�s consciente del proletariado, consiguieron agrupar a su alrededor a la inmensa mayor�a de las masas obreras y campesinas.
Es evidente que, en Espa�a, las ilusiones democr�ticas de los trabajadores son infinitamente menores que hace un a�o. La experiencia ha sido demasiado dura y aleccionadora para que pasara sin dejar huella. Cada d�a es mayor el n�mero de obreros y campesinos que llega a la conclusi�n de que la democracia burguesa no puede resolver ninguno de los problemas fundamentales planteados por la revoluci�n, que la victoria de la reacci�n ser� inevitable, y con ella la destrucci�n de las organizaciones con tanto esfuerzo creadas por la clase trabajadora, si el proletariado no aprovecha la ocasi�n que las circunstancias hist�ricas presentes le ofrecen para emprender decididamente, en estrecha alianza con los campesinos, la lucha por la destrucci�n del r�gimen burgu�s y la instauraci�n de la propia dictadura.
Pero ser�a un error considerar como definitivamente liquidadas estas ilusiones. Pero esto, el deber fundamental de la vanguardia consiste en aprovecharse de todas las circunstancias favorables para convencer a la clase obrera, a la luz de la experiencia, de la inanidad de estas ilusiones. En este sentido puede desempe�ar un gran papel la lucha por la disoluci�n de las Cortes actuales y por la convocatoria de nuevas elecciones, sobre una base m�s amplia, por lo que se refiere a la participaci�n de las masas populares, y sobre una base restringida por lo que respecta a los partidos reaccionarios, coloc�ndolos decididamente fuera de la ley.
En el proceso de esta lucha, susceptible de arrastrar asimismo a una gran parte de la peque�a burgues�a (lo cual, como hemos visto, tiene una importancia fundamental) las masas trabajadoras ir�n adquiriendo conciencia de su propia fuerza, har�n retroceder a la reacci�n, y por la l�gica misma de los acontecimientos se plantear�n el problema del poder.
La experiencia de la revoluci�n rusa, tan rica en todos los aspectos, nos ofrece tambi�n en este sentido un ejemplo de extraordinaria elocuencia.
Una de las consignas que con m�s eficacia utilizaron los bolcheviques fue la convocatoria de las Cortes constituyentes. Sin embargo, cuando la revoluci�n lleg� a su punto culminante, esas mismas masas que hab�an seguido a los bolcheviques con la mencionada consigna, disolvieron por la fuerzas las Constituyentes. La conciencia de las masas trabajadoras hab�a evolucionado con la rapidez propia de las �pocas revolucionarias.
Hubo, es verdad, en Rusia, una circunstancia que favoreci� extraordinariamente el desarrollo de los acontecimientos en el sentido indicado: la existencia de los soviets, organizaciones creadas en el fuego de la revoluci�n y que emanaban directamente de las masas.
En Espa�a, desgraciadamente, no contamos, en los momentos actuales, con organizaciones de este g�nero. Pero las circunstancias dictan imperiosamente la necesidad de su constituci�n. No se trata, naturalmente, de crear organizaciones artificiales que sean una imitaci�n servil de los soviets rusos, sino de encontrar un tipo de organizaci�n, fruto directo de nuestra realidad concreta y del movimiento vivo, inspirado en el mismo esp�ritu que dio origen a los soviets. En este sentido, puede desempe�ar un gran papel la constituci�n del frente �nico.
Si las organizaciones sindicales y pol�ticas de la clase obrera consiguen llegar a un acuerdo para la acci�n com�n, es de una evidencia absoluta que surgir�n espont�neamente en todos los puntos del pa�s organizaciones de combate, que agrupar�n a los obreros de todas las tendencias. Estas organizaciones locales de frente �nico podr�n desempe�ar en nuestro pa�s un papel an�logo al que desempe�aron en Rusia los soviets.
Lo importante es comprender que el destino de la revoluci�n espa�ola no se decidir� en las esferas parlamentarias y gubernamentales, que es la acci�n mancomunada de las masas trabajadoras, y s�lo esta acci�n, la que puede impedir la instauraci�n del fascismo y dar cima a la obra revolucionaria.
Los ciclos revolucionarios (como hizo observar Marx) se han desarrollado siempre en Espa�a con gran lentitud. Pero tanto las condiciones interiores del pa�s como la situaci�n internacional permiten suponer que los acontecimientos se desarrollar�n con gran rapidez. Y si la clase obrera no se da cuenta del peligro y, como consecuencia de ello, no obra con la decisi�n y la energ�a que las circunstancias requieren, la victoria de la reacci�n ser� inevitable. �No hay tiempo que perder!
Resumamos. El proletariado espa�ol ve gravemente amenazadas sus conquistas y sus organizaciones de clase. El triunfo de las derechas puede liquidar r�pidamente todas las m�nimas conquistas logradas en estos a�os, y conducir al pa�s a un r�gimen parecido al de Portugal o de Argentina, que no ser�a m�s que el preludio de un r�gimen t�picamente fascista.
Pero la reacci�n todav�a no ha triunfado. Ante ella se levanta el
proletariado y las masas campesinas del pa�s. Ante ella se levanta la peque�a burgues�a radical, que tiene su plaza de armas principal en Catalu�a. La reacci�n s�lo puede ser vencida por la clase obrera. Para ello es necesario que se constituya inmediatamente un frente �nico de todas las organizaciones proletarias cuyo programa inmediato sea la lucha activa contra el peligro reaccionario. La constituci�n de un bloque compacto de las organizaciones obreras barrer� el paso a la reacci�n y dar� un nuevo impulso al proceso revolucionario que se desarrolla en nuestro pa�s, orient�ndolo directamente en el sentido de la lucha de la clase trabajadora por el poder.
26 de noviembre de 1933
P.S.- Cuando estas p�ginas estaban ya compuestas, se han producido tres hechos importantes, que merecen aunque no sea m�s que un breve comentario.
El primero de estos hechos ha sido la segunda vuelta de las elecciones. Sus resultados no modifican sustancialmente la significaci�n de la lucha del 19 de noviembre. Sin embargo, la victoria de los socialistas en Madrid tiene una importancia pol�tica enorme. La reacci�n no ha podido triunfar en la capital del pa�s. La clase obrera madrile�a cuenta con la simpat�a y la adhesi�n de la peque�a burgues�a radical.
El segundo acontecimiento importante ha sido el putsch anarquista, que ha puesto una vez m�s de manifiesto la impotencia del anarquismo y su desoladora esterilidad. La masa obrera, en la casi totalidad del pa�s, ha quedado completamente al margen del movimiento. Todo se ha reducido a la acci�n de grupos aislados, sin ning�n contacto con las masas, que han obrado sin plan ni objetivo definido, a no ser que se considere corno tal ese vago �comunismo libertario� que hab�a de caracterizarse principalmente por la supresi�n de la moneda� y custodia de los Bancos. El movimiento, tal corno ha sido concebido y ejecutado, no pod�a servir m�s que los intereses de la reacci�n.
El tercer acontecimiento que tenemos el deber de registrar aqu� es la formaci�n, en Catalu�a, de una Alianza obrera constituida para hacer frente al peligro reaccionario que nos amenaza. Forman esta alianza, por el momento, la Uni�n General de Trabajadora, el Partido Socialista. Espa�ol, los Sindicatos de la Oposici�n y expulsados de la CNT, la Izquierda Comunista, el Bloque Obrero y Campesino, la �Uni� Socialista de Catalu�a�, la Federaci�n Sindicalista Libertaria y la �Uni� de Rabassaires�.
La Alianza constituye ya en sus inicios una fuerza positiva, capaz de movilizar a grandes masas.
No abrigamos la menor duda de que el ejemplo de Catalu�a ser� imitado por los trabajadores de toda Espa�a, y que, como consecuencia de ello, la avalancha reaccionaria se estrellar� contra el muro infranqueable que le opondr� la clase obrera.
14 de diciembre de 1933