Daniel de León es uno de los teóricos más valiosos del movimiento revolucionario mundial. Su pensar es hondo, vasto, certero, fluye de un gran respaldo histórico, de un conocimiento minucioso de la lucha de clases coetánea y alcanza un futuro sólo por él oteado, el de nuestro tiempo. Lo descubrirá el propio lector en la presente obrita, que data de 1902.
Y sin embargo, Daniel de León fue desconocido en cuanto teórico, sigue siéndolo hoy, y su propia calidad de hombre militante está en la penumbra.
No son muchos, en efecto, los datos estrictamente biográficos que de él pueden darse, quizás porque guardaba, al parecer, excesiva discreción tocante a si mismo. Hijo de padres hispano-americanos, vio la luz el 14 de diciembre de 1852 en Curaçao, pequeño islote de las Antillas bajo dominio holandés, cerca de la costa venezolana. A la edad de 14 años, sus padres lo enviaron a Alemania por razones de salud y de estudios. Tras examen médico fue puesto bajo vigilancia facultativa, en un colegio de montaña, en Hildesheim, ciudad del Hanover. Residió y estudió allí durante cuatro años consecutivos, hasta el estallido de la guerra fanco-prusiana, en 1870. Fue entonces a terminar sus estudios en Holanda, Universidad de Leyden, durante dos años.
Vuelve a América en fecha indeterminada, pero no para instalarse en Curaçao, ni en Venezuela, sino en Nueva York. Durante dos años enseña latín, griego y matemáticas en un colegio de Westchester, Estado de Nueva York, mientras por su propia cuenta se entrega al estudio del Derecho romano, conocimiento que tan útil le sería, más tarde, para descubrir las trapacerías de los líderes "obreros" modernos. De sus proclividades ideológicas entonces, da idea su colaboración periodística en publicaciones de los refugiados políticos cubanos, en agitación contra el dominio de España.
Estudia derecho en la Universidad de Colombia y obtiene el primer premio al mejor ensayo sobre Historia y Derecho constitucionales, más un segundo premio por otro ensayo sobre Derecho Internacional. Catedráticos y autoridades académicas le predicen un porvenir brillante, con todos los destellos áureos que el término tenía en Estados Unidos, entonces aún más que hoy. Los diplomados de su promoción hicieron, en efecto, carrera y amasaron grandes fortunas. Daniel de León vivió siempre al día y murió pobre.
Trabajó en la misma Universidad de Columbia como adjunto a la cátedra de Derecho Internacional. Tenía allí asegurado el puesto de catedrádico titular y una situación económica muy privilegiada. Pero, hacia 1886, su incorporación al movimiento socialista americano era notoria, lo que le valió la enemiga del medio docente en que se encontraba, superlativamente gazmoño, y en particular la de las autoridades académicas. Sin vacilar, Daniel de León dimitió para consagrarse por entero a la causa revolucionaria de la clase trabajadora.
Las circunstancias en que se encontraba el Partido Socialista Obrero, en el momento en que Daniel de León se incorporó a él, eran más propias para inspirar recelo que atracción, aunque para conocerlas bien era preciso actuar en su seno. Por aquellas fechas, el Partido en cuestión, más buena parte del movimiento obrero americano, los dominaban emigrados políticos alemanes. Llegaron éstos a Estados Unidos durante el período de gran dinamismo, prosperidad y expansión subsiguiente a la guerra entre Norte y Sur. El torbellino de los negocios fáciles y del aburguesamiento sorbía a cuantos no habían hecho de la revolución algo indispensable a su existencia y a su propia dignidad personal. Sabido es que incluso trabajar como obrero entonces era, con frecuencia, una etapa provisional, de paso a la pequeña burguesía, y de ahí en adelante en no pocos casos. Los refugiados políticos alemanes dominantes en el Partido Socialista Obrero empezaron su metamorfosis en burgueses disimuladamente, tomando el Partido por base y pantalla de un negocio editorial privado. Tenían constituida una cooperativa que publicaba un diario y un semanario en alemán y otro semanario en inglés, The People. Aparentemente se trataba de órganos de expresión socialista, pero ninguno pertenecía en propiedad al Partido, de manera que los señores de la compañía estaban en condiciones de imponerles legalmente su voluntad. Engels decía de ellos despreciativamente, en carta a Sorge : "Esos caballeros pueden estar satisfechos … su negocio debe encontrarse floreciente".
Mientras los tales emigrados iban camino derecho a la burguesía, Daniel de León marchaba a contrasentido de ellos, entregándose en cuerpo y alma a la revolución social. La suerte quiso entonces, mediando carencia de hombres aptos, que fuese nombrado subdirector de The People, y que al poco se hiciese cargo de la dirección, abandonada por el director anterior. El conflicto entre él y los propietarios del periódico no tardaría en estallar, bajuno, innoble por parte de éstos, que a partir de ese momento no vacilaron en arrojar sobre él falsas acusaciones. Daniel de León se propuso dar al periódico y al Partido neta expresión revolucionaria, que estaban lejos de tener. Reclamó, en consecuencia, la plena propiedad de la publicación para el Partido, condición previa de la independencia política del Partido mismo. Los propietarios "socialistas" liquidaron el problema despidiendo pura y simplemente a Daniel de León, como hace un patrono cualquiera con un empleado díscolo.
Fue esa primera batalla política, y un choque rudo con los líderes obreros oficiales, probable germen de la idea desarrollada más tarde comparando esa especie moderna con la antigua, los Tribunos y líderes de la plebe romana. De todos modos y a despecho de los emigrados alemanes convertidos en negociantes, el saldo de esa lucha fue un éxito importante para el Partido socialista y para de León personalmente. La organización consiguió tener un órgano de expresión en propiedad suya y forjar libremente ideas y temple revolucionarios. De León dirigiría The Daily People hasta el fin de sus días.
Su integridad personal, su fuego revolucionario y su capacidad teórica le valieron insistentes campañas de calumnias, no sólo por parte de politicastros capitalistas, lo que es siempre de esperar, sino también, y preponderantemente por momentos, por parte de líderes dichos socialistas. Medio siglo antes de que Stalin, recogiendo lo escrito en un folleto por el Estado Mayor zarista, acusáse a Trotsky y tantos otros revolucionarios, de espionaje, venta al capitalismo y mil calumnias más, líderes "obreros" y plumíferos burgueses estadunidenses cargaron contra Daniel de León con idénticas patrañas, sin que faltase la de espionaje. Los reaccionarios tienen entre sí reflejos defensivos similares, por mucho que los separen el tiempo e intereses privados.
Sin dejarse impresionar por nada, ni enmudecer ante los golpes más pérfidos, de León prosiguió el trabajo de formación del Partido Socialista Obrero, al mismo tiempo que estudiaba las condiciones del capitalismo y el papel desempeñado por los líderes obreros cerca de la clase trabajadora.
Su obra práctica, organizativa, aunque menos duradera que su obra teórica, tuvo un mérito raro debido a las circunstancias de su realización. En medio de un capitalismo próspero como ningún otro, cuando todavía numerosos obreros encontraban ocasión de salir de su clase hacia la burguesía, esperanza que muchos de ellos abrigaban, el Partido Socialista Obrero fué reforzándose gracias en gran parte a de León, y adquirió contornos netamente proletarios. El testimonio mayor de ésto fue su actitud internacionalista frente a la primera guerra mundial, supremo trance demostrativo, pues cualquier partido que blandee ante las añagazas nacionales se exluye de la revolución.
Testigo de una industrialización acelerada, ya por grandes unidades de producción y por zonas extensas de Estados Unidos, que inclinaba decisivamente la preponderancia demográfica del lado proletario, Daniel de León comprendió, desde finales del siglo XIX, que la tan repetida "emancipación del proletariado por el proletariado mismo", encontraba en el conjunto de esas células de producción, y a partir de cada una, el fundamento orgánico de su puesta en práctica. ¿Cómo? Tomando posesión los trabajadores de todas las unidades de producción, centros distributivos incluidos y reorganizando la producción ajustándola a criterios de consumo, no mercantiles, mediante representantes electivos nombrados en las unidades de producción mismas. A eso le llamaba de León "República Socialista". Así, lo que Marx preveía como "fase inferior del comunismo" adquiría un punto de apoyo funcional concreto, y tan certero, que hoy mismo no se columbra otra manera de acometer la supresión de las clases.
La idea se desprendía de las obras económicas y revolucionarias de Marx. Incluso se encuentra indirectamente expresada en ellas. Lo que hace de León es señalar el instrumento de transformación de la teoría en realidad cotidiana. Se lo sugirió, por un lado, el vertiginoso desarrollo industrial que estaba presenciando en Estados Unidos, país el más cabalmente capitalista del mundo, porque exento de los detritus europeos de formaciones sociales anteriores ; por otra parte, la sugerencia procedía, inequívoca, de la pujanza potencial de un proletariado en plena expansión numérica.
Esto último y la gran industria generalizada representaban para la revolución una facilidad objetiva superior a cuanto ofrecían entonces los países de Europa. Pero existía una contrapartida importante, un obstáculo mayor a vencer. Lo señaló con netitud y fuerza excepcionales la bien focalizada lucidez de Daniel de León. Vió que entre el proletariado y la posesión de los instrumentos de trabajo, entre la clase revolucionaria y la revolución, levantaban pétrea barrera los "líderes obreros". Sin quitarlos de en medio, imposible acabar con el capitalismo. La certidumbre de ello fue madurando durante años en la reflexión teórica de de León, fechorías sindicales mediante, y su conocimiento de la civilización antigua -ascensión y decadencia- le permitió trazar el perspícuo parangón entre los líderes de la plebe en Roma y los líderes políticos y sindicales modernos a continuación editado.
Ese parangón constituye, sin la menor duda, el acierto de mayor alcance, el mérito hoy indiscutible de Daniel de León. Líderes y tribunos de la plebe no constituían en realidad parte de esa plebe, sino por un atavismo jurídico frecuente en la evolución humana. El derecho original patricio los clasificaba dentro de la plebe ; sus haberes y su género de vida los distanciaba de ella totalmente. Eran en realidad advenedizos sin la legalidad noble de la vieja clase patricia. Hablando en nombre de la plebe, arrastrándola a menudo mediante reivindicaciones fútiles, iban sacando adelante sus propios intereses económicos y políticos, sin que la plebe dejase de ser plebe desposeida y maltratada. La victoria de los líderes cerró el camino a toda transformación positiva de la sociedad, la civilización antigua se abismó en la corrupción decadente que desembocaría en las invasiones bárbaras, el retroceso cultural, el desmembramiento… y un milenio de marasmo humano, hasta la recuperación sobre otras bases.
Los líderes modernos son falsos representantes de la clase obrera, cualquier designación que se cuelguen. Van también a lo suyo, como los de Roma y no tienen nada mejor que ofrecer a los supuestos representados ni a la sociedad en general. Diciéndolo con palabras de Daniel de León:
"Así como los Tribunos de la plebe constituían una base estratégica de particular importancia para el patriciado y perjudicial para el proletariado, los líderes obreros actuales son, por razones similares, un reducto camuflado desde el cual la clase capitalista puede planear lo que sin él sería imposible: su obra de esclavización y de degradación paulatina de la clase obrera…"
Haber alcanzado esa visión, hoy innegable y mundialmente válida, en 1902, revela una aguda penetración analítica y una capacidad de síntesis histórica preciosas para el movimiento revolucionario. Tanto más increible parece que hayan permanecido casi universalmente ignoradas. Apenas si algunos bolcheviques tuvieron, tarde, conocimiento de de León. Sirva la presente edición, la primera en español que yo sepa, no tan sólo para rendir justicia al teórico, muerto prematuramente en vísperas de la revolución rusa, sino para alertar al proletariado y ayudar al renacimiento de la teoría, en estos tiempos de tal carencia que cualquier palabreante se cree un cerebro innovador, cualquier pistolero un Espartaco.
G. Munis
Junio 1979