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CARTAS DE ITALIA |
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LOS CULPABLES DE LA GUERRA1
Vamos a asistir muy pronto al proceso ju�dicial m�s grande y sonoro de la historia del mundo. El proceso de los culpables de la gue�rra. Alemania misma ser� el juez. Deb�an serlo las potencias aliadas. Pero no parece posible. Alemania se halla incapacitada para cumplir la cl�usula del Tratado de Versalles que la obli�ga a entregar a los acusados. No hay en Alema�nia un funcionario, un militar o un gendarme que quiera servir de ejecutor de esta cl�usula. La aprehensi�n y la entrega de los acusados son materialmente impracticables. Frente a este hecho, la Entente ha tenido que transigir. Se ha avenido con que Alemania juzgue a los cul�pables, sin renunciar al derecho que le acuer�da el Tratado, en el caso de que Alemania no acredite plenamente la lealtad de su intenci�n de esclarecer responsabilidades y punir a los delincuentes. La justicia alemana est�, pues, sometida a prueba. Los aliados acusan ante ella a ochocien�tos noventa ciudadanos alemanes, muchos de ellos ilustres, entre los cuales figura el ex-Kom�prinz, el pr�ncipe Reupprecht, de Baviera, Hin�denburg, Ludendorf, Von Tirpitz, Von Cluck, Von Mackensen. Los responsables son de cinco cla�ses: 1� responsables de la pol�tica del gobierno generadora de la guerra; 2� responsables de la ejecuci�n de medidas militares; 3� responsables de la ejecuci�n de medidas sin car�cter militar; 4� responsables de atrocidades con los prisione�ros; y 5� responsables de los cr�menes de la campa�a submarina. Alemania no ha cre�do digno consignar a los acusados en manos de sus vencedores. Los so�cialistas germanos, coloc�ndose fuera de esta creencia, han sostenido que esa consignaci�n ser�a un acto de valor moral, probatorio de que la Alemania de hoy no es solidaria con la Ale�mania de ayer. Pero han clamado en el desier�to. Alemania no ha escuchado m�s voz que la de su coraz�n. Evidentemente, muy doloroso y muy amar�go habr�a sido para Alemania obedecer la estipu�laci�n del Tratado de Versailles. Cualesquiera que sean sus pecados, los hombres a quienes deb�a entregar son los hombres que han peleado por ella, son los generales de su ej�rcito, son los personajes de su historia contempor�nea. Pero, sin embargo, habr�a sido tal vez me�jor para ella que fuesen tribunales extranjeros y no sus propios tribunales quienes los juzguen. El proceso judicial alem�n ser� v�lido si los aliados lo aprueban. Ser� v�lido, por ende, si conduce al castigo de los culpables. Mas si no conduce a este castigo, las potencias aliadas lo desaprobar�n, lo declarar�n nulo y demandar�n nuevamente la aplicaci�n integral del Tratado. Por consiguiente, nada se habr� avanzado en la soluci�n del enredado problema. Alemania se encuentra coercitivamente empu�jada a la severidad. Los jueces alemanes que van a decidir si, dentro de la actual organiza�ci�n del mundo, cabe la punici�n legal de los responsables de una guerra y sus desmanes, no pueden decidirlo negativamente si desean que su fallo sea acatado. Los aliados no pueden contentarse con pe�nas morales. Ciertamente, las penas morales son las mayores para la jerarqu�a a que pertenecen acusados como Guillermo de Hohenzollern, co�mo Bettmana Holweg, como Hindenburg. Un gobernante, un estadista, un general no pueden sufrir pena m�s acerba que el ostracismo, que la derrota, que el fracaso. Pero estas penas son, ciertamente, tambi�n, susceptibles de amnist�a y de olvido. Y aqu� reside, precisamente, la preo�cupaci�n de la Entente. La Entente teme, con fundamento, que los hombres de la Alemania imperialista vuelvan a ser due�os de los desti�nos de su pueblo. El problema que deben resolver los jueces de Leipzig est� planteado en estos t�rminos. Un�nimemente se reconoce que, dentro de un punto de vista estrictamente moral, los autores de una guerra deben ser castigados. Pero, a continuaci�n de este punto de partida com�n, la opini�n mundial se divide en dos bandos. Conforme a uno, la sanci�n de los delincuentes de la guerra m�xima es una base indispensa�ble de la futura organizaci�n jur�dica de la hu�manidad. Conforme al otro, existen, efectivamente, un derecho de gentes y un derecho in�ternacional violados por los alemanes; pero no existen a�n jueces competentes para juzgar es�tas violaciones que no se han cometido por pri�mera vez en el mundo. Para castigar al indivi�duo que mata o que roba, hay una sociedad de individuos con tribunales y c�digos penales pre�establecidos. Para castigar a los individuos que llevan a una naci�n a la matanza y al latroci�nio no hay una sociedad de pueblos preestablecida ni hay tribunales ni c�digos penales an�lo�gos. Adem�s, no est�n en causa tan s�lo los autores de cr�menes vulgares: fusilamientos, sa�queos, extorsiones contra las poblaciones civiles. Est�n en causa, asimismo, los gestores de la pol�tica que antecedi� a la guerra. Y la puni�ci�n legal de �stos ser�a totalmente l�gica den�tro de una sociedad de pueblos que tuviera proscrita la guerra; pero no dentro de una so�ciedad de pueblos que deja a cada uno de sus miembros el derecho a conservar su aptitud b�li�ca que es, en buena cuenta, el derecho a la guerra. Para los aliados, el juzgamiento de los alemanes delincuentes por la Corte de Leipzig es conveniente por altas razones pol�ticas. En primer lugar, los exonera de humillar a Alemania, imponi�ndole la obediencia a una cl�usula dura del tratado de paz cuya ejecuci�n aumentar�a en ella los g�rmenes de un revanchismo apasio�nado y rom�ntico. En segundo lugar, los libra de convertir en h�roes y m�rtires, ante los ojos de los alemanes, a sus principales acusados. Su sentencia por un tribunal aliado despertar�a en favor de los estadistas y generales de guerra �que actualmente son mirados, en su mayor parte, con indiferencia si no con rencor�, una reacci�n sentimental del pueblo alem�n. Una sentencia de la Corte de Leipzig producir�a efec�tos diametralmente opuestos. Eliminar�a todo peligro de que los Hindenburg o los Baviera re�sulten m�s tarde los empresarios de una re�surrecci�n imperialista. El gobierno franc�s, con todo, no ha sido partidario de la transacci�n, a pesar del car�cter condicional de �sta. Han sido los gobiernos brit�nico e italiano quienes la han patrocinado. Y, en la imposibilidad de atraerlos a su tesis, Mi�llerand ha tenido que adherirse a la de Lloyd George y Nitti. El caso del ex-Kaiser no est�, como se sabe, confundido con los dem�s casos de responsa�bilidad. La Entente lo considera y lo trata por cuerda separada. No es con Alemania sino con Holanda con quien lo discute. Esto, naturalmen�te, hace m�s complicada la gesti�n respectiva. La Entente no puede usar con Holanda un to�no exigente porque Holanda no tiene, como Ale�mania, ning�n tratado ni ning�n compromiso que respetar. Con muy buenas maneras y muy sagaces palabras, Holanda se niega rotundamente a conceder la extradici�n del pr�fugo acogido a su hospitalidad. La Entente acaba de insistir en su petici�n, recordando a Holanda los altos intere�ses de la tranquilidad europea que reclaman el aislamiento del ex-Kaiser, sobre cuya conduc�ta, como gobernante de Alemania y causante de la guerra, Holanda calla su opini�n. Se aguarda que este segundo requerimiento tenga mejor suerte que el primero. Entre otras cosas, porque en �l la Entente se muestra incli�nada a una soluci�n conciliadora del problema. Los aliados comprenden que Holanda no consentir� la extradici�n del ex-Kaiser. Se contentar�an, por esto, con que Holanda lo internase en una de sus colonias. La internaci�n ser�a suficiente para ellos. Porque no los mueve, respecto del ex-Kaiser, un implacable prop�sito de castigo sino una previsi�n cauta del peligro de que Gui�llermo conspire por ense�orearse otra vez en Alemania. Peligro que, por ahora, no es muy serio, pero que ma�ana, �cuando alrededor del hoy solitario castellano comiencen a reunirse los descontentos de la Rep�blica de Ebert�, puede serlo en demas�a.
NOTA: 1 Fechado en Roma, 17 de febrero de 1920; publicado en El Tiempo, Lima, 14 de julio de 1920.
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