EL PROCESO DE LA LITERATURA
I. TESTIMONIO DE PARTE
La palabra proceso tiene en este caso su acepción judicial. No escondo
ningún propósito de participar en la elaboración de la historia de la
literatura peruana. Me propongo, sólo, aportar mi testimonio a un juicio
que considero abierto. Me parece que en este proceso se ha oído hasta
ahora, casi exclusivamente, testimonios de defensa, y que es tiempo de
que se oiga también testimonios de acusación. Mi testimonio es convicta
y confesamente un testimonio de parte. Todo crítico, todo testigo,
cumple consciente o inconscientemente, una misión. Contra lo que
baratamente pueda sospecharse, mi voluntad es afirmativa, mi
temperamento es de constructor, y nada me es más antitético que el
bohemio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi misión ante el
pasado, parece ser la de votar en contra. No me eximo de cumplirla, ni
me excuso por su parcialidad. Piero Gobetti, uno de los espíritus con
quienes siento más amorosa asonancia, escribe en uno de sus admirables
ensayos: "El verdadero realismo tiene el culto de las fuerzas que crean
los resultados, no la admiración de los resultados
intelectualísticamente contemplados a priori. El realista sabe
que la historia es un reformismo, pero también que el proceso
reformístico, en vez de reducirse a una diplomacia de iniciados, es
producto de los individuos en cuanto operen como revolucionarios, a
través de netas afirmaciones de contrastantes exigencias"
(1).
Mi crítica renuncia a ser imparcial o agnóstica, si la verdadera crítica
puede serlo, cosa que no creo absolutamente. Toda crítica obedece a
preocupaciones de filósofo, de político, o de moralista. Croce ha
demostrado lúcidamente que la propia crítica impresionista o hedonista
de Jules Lemaitre, que se suponía exenta de todo sentido filosófico, no
se sustraía más que la de Saint Beuve, al pensamiento, a la filosofía de
su tiempo (2).
El espíritu del hombre es indivisible; y yo no me duelo de esta
fatalidad, sino, por el contrario, la reconozco como una necesidad de
plenitud y coherencia. Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis
literaria todas mis pasiones e ideas políticas, aunque, dado el
descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo
agregar que la política en mí es filosofía y religión.
Pero esto no quiere decir que considere el fenómeno literario o
artístico desde puntos de vista extraestéticos, sino que mi concepción
estética se unimisma, en la intimidad de mi conciencia, con mis
concepciones morales, políticas y religiosas, y que, sin dejar de ser
concepción estrictamente estética, no puede operar independiente o
diversamente.
Riva Agüero enjuició la literatura con evidente criterio "civilista". Su
ensayo sobre "el carácter de la literatura del Perú independiente"
(3)
está en todas sus partes, inequívocamente transido no sólo de conceptos
políticos sino aun de sentimientos de casta. Es simultáneamente una
pieza de historiografía literaria y de reivindicación política.
El espíritu de casta de los encomenderos coloniales, inspira sus
esenciales proposiciones críticas que casi invariablemente se resuelven
en españolismo, colonialismo, aristocratismo. Riva Agüero no prescinde
de sus preocupaciones políticas y sociales, sino en la medida en que
juzga la literatura con normas de preceptista, de académico, de erudito;
y entonces su prescindencia es sólo aparente porque, sin duda, nunca se
mueve más ordenadamente su espíritu dentro de la órbita escolástica y
conservadora. Ni disimula demasiado Riva Agüero el fondo político de su
crítica, al mezclar a sus valoraciones literarias consideraciones
antihistóricas respecto al presunto error en que incurrieron los
fundadores de la independencia prefiriendo la república a la monarquía,
y vehementes impugnaciones de la tendencia a oponer a los oligárquicos
partidos tradicionales, partidos de principios, por el temor de que
provoquen combates sectarios y antagonismos sociales. Pero Riva Agüero
no podía confesar explícitamente la trama política de su exégesis:
primero, porque sólo posteriormente a los días de su obra, hemos
aprendido a ahorrarnos muchos disimulos evidentes e inútiles; segundo,
porque condición de predominio de su clase
–la aristocracia "encomendera"–
era, precisamente, la adopción formal de los principios e instituciones
de otra clase -la burguesía liberal- y, aunque se sintiese íntimamente
monárquica, española y tradicionalista, esa aristocracia necesitaba
conciliar anfibológicamente su sentimiento reaccionario con la práctica
de una política republicana y capitalista y el respeto de una
constitución demo-burguesa.
Concluida la época de incontestada autoridad "civilista" en la vida
intelectual del Perú, la tabla de valores establecida por Riva Agüero ha
pasado a revisión con todas las piezas filiares y anexa
(4). Por mi
parte, a su inconfesa parcialidad "civilista" o colonialista enfrento mi
explícita parcialidad revolucionaria o socialista. No me atribuyo mesura
ni equidad de árbitro: declaro mi pasión y mi beligerancia de opositor.
Los arbitrajes, las conciliaciones se actúan en la historia, y a
condición de que las partes se combatan con copioso y extremo alegato.
II. LA LITERATURA DE LA COLONIA
Materia primaria de unidad de toda literatura es el idioma. La
literatura española, como la italiana y la francesa, comienzan con los
primeros cantos y relatos escritos en esas lenguas. Sólo a partir de la
producción de obras propiamente artísticas, de méritos perdurables, en
español, italiano y francés, aparecen respectivamente las literaturas
española, italiana y francesa. La diferenciación de estas lenguas del
latín no estaba aún acabada, y del latín se derivaban directamente todas
ellas, consideradas por mucho tiempo como lenguaje popular. Pero la
literatura nacional de dichos pueblos latinos nace, históricamente, con
el idioma nacional, que es el primer elemento de demarcación de los
confines generales de una literatura.
El florecimiento de las literaturas nacionales coincide, en la historia
de Occidente, con la afirmación política de la idea nacional. Forma
parte del movimiento que, a través de la Reforma y el Renacimiento, creó
los factores ideológicos y espirituales de la revolución liberal y del
orden capitalista. La unidad de la cultura europea, mantenida durante el
Medioevo por el latín y el Papado, se rompió a causa de la corriente
nacionalista, que tuvo una de sus expresiones en la individualización
nacional de las literaturas. El "nacionalismo" en la historiografía
literaria, es por tanto un fenómeno de la más pura raigambre política,
extraño a la concepción estética del arte. Tiene su más vigorosa
definición en Alemania, desde la obra de los Schlegel, que renueva
profundamente la crítica y la historiografía literarias. Francesco de
Sanctis –autor de la justamente
célebre Storia della letteratura italiana, de la cual Brunetiére
escribía con fervorosa admiración, "esta historia de la literatura
italiana que yo no me canso de citar y que no se cansan en Francia de no
leer"– considera característico de
la crítica ochocentista "quel pregio de la nazionalitá, tanto stimato
dai critici moderni e pel cuale lo Schlegel esalta il Calderón,
nazionalissimo spagnuolo e deprime il Metastasio non punto italiano"
(5).
La literatura nacional es en el Perú, como la nacionalidad misma, de
irrenunciable filiación española. Es una literatura escrita, pensada y
sentida en español, aunque en los tonos, y aun en la sintaxis y prosodia
del idioma, la influencia indígena sea en algunos casos más o menos
palmaria e intensa. La civilización autóctona no llegó a la escritura y,
por ende, no llegó propia y estrictamente a la literatura, o más bien,
ésta se detuvo en la etapa de los aedas, de las leyendas y de las
representaciones coreográfico-teatrales. La escritura y la gramática
quechuas son en su origen obra española y los escritos quechuas
pertenecen totalmente a literatos bilingües como El Lunarejo, hasta la
aparición de Inocencio Mamani, el joven autor de Tucuípac Munashcan
(6). La lengua castellana, más o menos americanizada, es el lenguaje
literario y el instrumento intelectual de esta nacionalidad cuyo trabajo
de definición aún no ha concluido.
En la historiografía literaria, el concepto de literatura nacional del
mismo modo que no es intemporal, tampoco es demasiado concreto. No
traduce una realidad mensurable e idéntica. Como toda sistematización,
no aprehende sino aproximadamente la movilidad de los hechos (La nación
misma es una abstracción, una alegoría, un mito, que no corresponde a
una realidad constante y precisa, científicamente determinable).
Remarcando el carácter de excepción de la literatura hebrea, De Sanctis
constata lo siguiente: "Verdaderamente una literatura del todo nacional
es una quimera. Tendría ella por condición un pueblo perfectamente
aislado como se dice que es la China (aunque también en la China han
penetrado hoy los ingleses). Aquella imaginación y aquel estilo que se
llama hoy orientalismo, no es nada de particular al Oriente, sino más
bien es del septentrión y de todas las literaturas barbáricas y
nacientes. La poesía griega tenía de la asiática, y la latina de la
griega y la italiana de la griega y la latina"
(7).
El dualismo quechua-español del Perú, no resuelto aún, hace de la
literatura nacional un caso de excepción que no es posible estudiar con
el método válido para las literaturas orgánicamente nacionales, nacidas
y crecidas sin la intervención de una conquista. Nuestro caso es diverso
del de aquellos pueblos de América, donde la misma dualidad no existe, o
existe en términos inocuos. La individualidad de la literatura
argentina, por ejemplo, está en estricto acuerdo con una definición
vigorosa de la personalidad nacional.
La primera etapa de la literatura peruana no podía eludir la suerte que
le imponía su origen. La literatura de los españoles de la Colonia no es
peruana; es española. Claro está que no por estar escrita en idioma
español, sino por haber sido concebida con espíritu y sentimiento
españoles. A este respecto, me parece que no hay discrepancia. Gálvez,
hierofante del culto al Virreinato en su literatura, reconoce como
crítico que "la época de la Colonia no produjo sino imitadores serviles
e inferiores de la literatura española y especialmente la gongórica de
la que tomaron sólo lo hinchado y lo malo y que no tuvieron la
comprensión ni el sentimiento del medio, exceptuando a Garcilaso, que
sintió la naturaleza y a Caviedes que fue personalísimo en sus agudezas
y que en ciertos aspectos de la vida nacional, en la malicia criolla,
puede y debe ser considerado como el lejano antepasado de Segura, de
Pardo, de Palma y de Paz Soldán"
(8).
Las dos excepciones, mucho más la primera que la segunda, son
incontestables. Garcilaso, sobre todo, es una figura solitaria en la
literatura de la Colonia. En Garcilaso se dan la mano dos edades, dos
culturas. Pero Garcilaso es más inka que conquistador, más quechua que
español. Es, también, un caso de excepción. Y en esto residen
precisamente su individualidad y su grandeza.
Garcilaso nació del primer abrazo, del primer amplexo fecundo de las dos
razas, la conquistadora y la indígena. Es, históricamente, el primer
"peruano", si entendemos la "peruanidad" como una formación social,
determinada por la conquista y la colonización españolas. Garcilaso
llena con su nombre y su obra una etapa entera de la literatura peruana.
Es el primer peruano, sin dejar de ser español. Su obra, bajo su aspecto
histórico-estético, pertenece a la épica española. Es inseparable de la
máxima epopeya de España: el descubrimiento y conquista de América.
Colonial, española, aparece la literatura peruana, en su origen, hasta
por los géneros y asuntos de su primera época. La infancia de toda
literatura, normalmente desarrollada, es la lírica
(9). La literatura
oral indígena obedeció, como todas, esta ley. La Conquista trasplantó al
Perú, con el idioma español, una literatura ya evolucionada, que
continuó en la Colonia su propia trayectoria. Los españoles trajeron un
género narrativo bien desarrollado que del poema épico avanzaba ya a la
novela. Y la novela caracteriza la etapa literaria que empieza con la
Reforma y el Renacimiento. La novela es, en buena cuenta, la historia
del individuo de la sociedad burguesa; y desde este punto de vista no
está muy desprovisto de razón Ortega y Gasset cuando registra la
decadencia de la novela. La novela renacerá, sin duda, como arte
realista, en la sociedad proletaria; pero, por ahora, el relato
proletario, en cuanto expresión de la epopeya revolucionaria, tiene más
de épica que de novela propiamente dicha. La épica medioeval, que decaía
en Europa en la época de la Conquista, encontraba aquí los elementos y
estímulos de un renacimiento. El conquistador podía sentir y expresar
épicamente la Conquista. La obra de Garcilaso está, sin duda, entre la
épica y la historia. La épica, como observa muy bien De Sanctis,
pertenece a los tiempos de lo maravilloso
(10). La mejor prueba de la
irremediable mediocridad de la literatura de la Colonia la tenemos en
que, después de Garcilaso, no ofrece ninguna original creación épica. La
temática de los literatos de la Colonia es, generalmente, la misma de
los literatos de España, y siendo repetición o continuación de ésta, se
manifiesta siempre en retardo, por la distancia. El repertorio colonial
se compone casi exclusivamente de títulos que a leguas acusan el
eruditismo, el escolasticismo, el clasicismo trasnochado de los autores.
Es un repertorio de rapsodias y ecos, si no de plagios. El acento más
personal es, en efecto, el de Caviedes, que anuncia el gusto limeño por
el tono festivo y burlón. El Lunarejo, no obstante su sangre
indígena, sobresalió sólo como gongorista, esto es en una actitud
característica de una literatura vieja que, agotado ya el renacimiento,
llegó al barroquismo y al culteranismo. El Apologético en favor de
Góngora desde este punto de vista, está dentro de la literatura
española.
III. EL COLONIALISMO SUPÉRSTITE
Nuestra literatura no cesa de ser española en la fecha de la fundación
de la República. Sigue siéndolo por muchos años, ya en uno, ya en otro
trasnochado eco del clasicismo o del romanticismo de la metrópoli. En
todo caso, si no española, hay que llamarla por luengos años, literatura
colonial.
Por el carácter de excepción de la literatura peruana, su estudio no se
acomoda a los usados esquemas de clasicismo, romanticismo y modernismo,
de antiguo, medioeval y moderno, de poesía popular y literaria, etc. Y
no intentaré sistematizar este estudio conforme la clasificación
marxista en literatura feudal o aristocrática, burguesa y proletaria.
Para no agravar la impresión de que mi alegato está organizado según un
esquema político o clasista y conformarlo más bien a un sistema de
crítica e historia artística, puedo construirlo con otro andamiaje, sin
que esto implique otra cosa que un método de explicación y ordenación, y
por ningún motivo una teoría que prejuzgue e inspire la interpretación
de obras y autores.
Una teoría moderna –literaria, no
sociológica– sobre el proceso normal
de la literatura de un pueblo distingue en él tres períodos: un período
colonial, un período cosmopolita, un período nacional. Durante el primer
período un pueblo, literariamente, no es sino una colonia, una
dependencia de otro. Durante el segundo período, asimila simultáneamente
elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero, alcanzan
una expresión bien modulada su propia personalidad y su propio
sentimiento. No prevé más esta teoría de la literatura. Pero no nos hace
falta, por el momento, un sistema más amplio.
El ciclo colonial se presenta en la literatura peruana muy preciso y muy
claro. Nuestra literatura no sólo es colonial en ese ciclo por su
dependencia y su vasallaje a España; lo es, sobre todo, por su
subordinación a los residuos espirituales y materiales de la Colonia.
Don Felipe Pardo, a quien Gálvez arbitrariamente considera como uno de
los precursores del peruanismo literario, no repudiaba la República y
sus instituciones por simple sentimiento aristocrático; las repudiaba,
más bien, por sentimiento godo. Toda la inspiración de su sátira
–asaz mediocre por lo demás–
procede de su mal humor de corregidor o de "encomendero" a quien una
revolución ha igualado, en la teoría si no en el hecho, con los mestizos
y los indígenas. Todas las raíces de su burla están en su instinto de
casta. El acento de Pardo y Aliaga no es el de un hombre que se siente
peruano sino el de un hombre que se siente español en un país
conquistado por España para los descendientes de sus capitanes y de sus
bachilleres.
Este mismo espíritu, en menores dosis, pero con los mismos resultados,
caracteriza casi toda nuestra literatura hasta la generación "colónida"
que, iconoclasta ante el pasado y sus valores, acata, como su maestro, a
González Prada y saluda, como su precursor a Eguren, esto es a los dos
literatos más liberados de españolismo.
¿Qué cosa mantiene viva durante tanto tiempo en nuestra literatura la
nostalgia de la Colonia? No por cierto únicamente el pasadismo
individual de los literatos. La razón es otra. Para descubrirla hay que
sondear en un mundo más complejo que el que abarca regularmente la
mirada del crítico.
La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substratum
económico y político. En un país dominado por los descendientes de los
encomenderos y los oidores del Virreinato, nada era más natural, por
consi-guiente, que la serenata bajo sus balcones. La autoridad de la
casta feudal reposaba en parte sobre el prestigio del Virreinato. Los
mediocres literatos de una república que se sentía heredera de la
Conquista no podían hacer otra cosa que trabajar por el lustre y brillo
de los blasones virreinales. Únicamente los temperamentos superiores
-precursores siempre, en todos los pueblos y todos los climas, de las
cosas por venir- eran capaces de sustraerse a esta fatalidad histórica,
demasiado imperiosa para los clientes de la clase latifundista.
La flaqueza, la anemia, la flacidez de nuestra literatura colonial y
colonialista provienen de su falta de raíces. La vida, como lo afirmaba
Wilson, viene de la tierra. El arte tiene necesidad de alimentarse de la
savia de una tradición, de una historia, de un pueblo. Y en el Perú la
literatura no ha brotado de la tradición, de la historia, del pueblo
indígenas. Nació de una importación de literatura española; se nutrió
luego de la imitación de la misma literatura. Un enfermo cordón
umbilical la ha mantenido unida a la metrópoli.
Por eso no hemos tenido casi sino barroquismo y culteranismo de clérigos
y oidores, durante el coloniaje; romanticismo y trovadorismo mal
trasegados de los biznietos de los mismos oidores y clérigos, durante la
República.
La literatura colonial, malgrado algunas solitarias y raquíticas
evocaciones del imperio y sus fastos, se ha sentido extraña al pasado
inkaico. Ha carecido absolutamente de aptitud e imaginación para
reconstruirlo. A su historiógrafo Riva Agüero esto le ha parecido muy
lógico. Vedado de estudiar y denunciar esta incapacidad, Riva Agüero se
ha apresurado a justificarla, suscribiendo con complacencia y convicción
el juicio de un escritor de la metrópoli. "Los sucesos del Imperio
Incaico –escribe–
según el muy exacto decir de un famoso crítico (Menéndez Pelayo) nos
interesan tanto como pudieran interesar a los españoles de hoy las
historias y consejas de los Turdetanos y Carpetanos". Y en las
conclusiones del mismo ensayo dice: "El sistema que para americanizar la
literatura se remonta hasta los tiempos anteriores a la Conquista, y
trata de hacer vivir poéticamente las civilizaciones quechua y azteca, y
las ideas y los sentimientos de los aborígenes, me parece el más
estrecho e infecundo. No debe llamársele americanismo sino
exotismo. Ya lo han dicho Menéndez Pelayo, Rubio y Juan Valera;
aquellas civilizaciones o semicivilizaciones murieron, se extinguieron,
y no hay modo de reanudar su tradición, puesto que no dejaron
literatura. Para los criollos de raza española, son extranjeras y
peregrinas y nada nos liga con ellas; y extranjeras y peregrinas son
también para los mestizos y los indios cultos, porque la educación que
han recibido los ha europeizado por completo. Ninguno de ellos se
encuentra en la situación de Garcilaso de la Vega". En opinión de Riva
Agüero -opinión característica de un descendiente de la Conquista, de un
heredero de la Colonia, para quien constituyen artículos de fe los
juicios de los eruditos de la Corte-, "recursos mucho más abundantes
ofrecen las expediciones españolas del XVI y las aventuras de la
Conquista" (11).
Adulta ya la República, nuestros literatos no han logrado sentir el Perú
sino como una colonia de España. A España partía, en pos no sólo de
modelos sino también de temas, su imaginación domesticada. Ejemplo: la
Elegía a la muerte de Alfonso XII de Luis Benjamín Cisneros, que
fue sin embargo, dentro de la desvaída y ramplona tropa romántica, uno
de los espíritus más liberales y ochocentistas.
El literato peruano no ha sabido casi nunca sentirse vinculado al
pueblo. No ha podido ni ha deseado traducir el penoso trabajo de
formación de un Perú integral, de un Perú nuevo. Entre el Inkario y la
Colonia, ha optado por la Colonia. El Perú nuevo era una nebulosa. Sólo
el Inkario y la Colonia existían neta y definidamente. Y entre la
balbuceante literatura peruana y el Inkario y el indio se interponía,
separándolos e incomunicándolos, la Conquista.
Destruida la civilización inkaica por España, constituido el nuevo
Estado sin el indio y contra el indio, sometida la raza aborigen a la
servidumbre, la literatura peruana tenía que ser criolla, costeña, en la
proporción en que dejara de ser española. No pudo por esto, surgir en el
Perú una literatura vigorosa. El cruzamiento del invasor con el indígena
no había producido en el Perú un tipo más o menos homogéneo. A la sangre
ibera y quechua se había mezclado un copioso torrente de sangre
africana. Más tarde la importación de culis debía añadir a esta mezcla
un poco de sangre asiática. Por ende, no había un tipo sino diversos
tipos de criollos, de mestizos. La función de tan disímiles elementos
étnicos se cumplía, por otra parte, en un tibio y sedante pedazo de
tierra baja, donde una naturaleza indecisa y negligente no podía
imprimir en el blando producto de esta experiencia sociológica un fuerte
sello individual.
Era fatal que lo heteróclito y lo abigarrado de nuestra composición
étnica trascendiera a nuestro proceso literario. El orto de la
literatura peruana no podía semejarse, por ejemplo, al de la literatura
argentina. En la república del sur, el cruzamiento del europeo y del
indígena produjo al gaucho. En el gaucho se fundieron perdurable y
fuertemente la raza forastera y conquistadora y la raza aborigen.
Consiguientemente la literatura argentina –que
es entre las literaturas iberoamericanas la que tiene tal vez más
personalidad– está permeada de
sentimiento gaucho. Los mejores literatos argentinos han extraído del
estrato popular sus temas y sus personajes. Santos Vega, Martín Fierro,
Anastasio el Pollo, antes que en la imaginación artística, vivieron en
la imaginación popular. Hoy mismo la literatura argentina, abierta a las
más modernas y distintas influencias cosmopolitas, no reniega su
espíritu gaucho. Por el contrario, lo reafirma altamente. Los más
ultraístas poetas de la nueva generación se declaran descendientes del
gaucho Martín Fierro y de su bizarra estirpe de payadores. Uno de los
más saturados de occidentalismo y modernidad, Jorge Luis Borges, adopta
frecuentemente la prosodia del pueblo.
Discípulos de Listas y Hermosillas, los literatos del Perú
independiente, en cambio, casi invariablemente desdeñaron la plebe. Lo
único que seducía y deslumbraba su cortesana y pávida fantasía de
hidalgüelos de provincia era lo español, lo virreinal. Pero España
estaba muy lejos. El Virreinato –aunque
subsistiese el régimen feudal establecido por los conquistadores–
pertenecía al pasado. Toda la literatura de esta gente da, por esto, la
impresión de una literatura desarraigada y raquítica, sin raíces en su
presente. Es una literatura de implícitos "emigrados", de nostálgicos
sobrevivientes.
Los pocos literatos vitales, en esta palúdica y clorótica teoría de
cansinos y chafados rétores, son los que de algún modo tradujeron al
pueblo. La literatura peruana es una pesada e indigesta rapsodia de la
literatura española, en todas las obras en que ignora al Perú viviente y
verdadero. El ay indígena, la pirueta zamba, son las notas más animadas
y veraces de esta literatura sin alas y sin vértebras. En la trama de
las Tradiciones ¿no se descubre en seguida la hebra del
chispeante y chismoso medio pelo limeño? Esta es una de las fuerzas
vitales de la prosa del tradicionista. Melgar, desdeñado por los
académicos, sobrevivirá a Althaus, a Pardo y a Salaverry, porque en sus
yaravíes encontrará siempre el pueblo un vislumbre de su auténtica
tradición sentimental y de su genuino pasado literario.
IV. RICARDO PALMA, LIMA Y LA COLONIA
El colonialismo -evocación nostálgica del Virreinato-
pretende anexarse la figura de don Ricardo Palma. Esta literatura servil
y floja, de sentimentaloides y retóricos, se supone consustanciada con
las Tradiciones. La generación "futurista", que más de una vez he
calificado como la más pasadista de nuestras generaciones, ha gastado la
mejor parte de su elocuencia en esta empresa de acaparamiento de la
gloria de Palma. Es este el único terreno en el que ha maniobrado con
eficacia. Palma aparece oficialmente como el máximo representante del
colonialismo.
Pero si se medita seriamente sobre la obra de Palma confrontándola con
el proceso político y social del Perú y con la inspiración del género
colonialista, se descubre lo artificioso y lo convencional de esta
anexión. Situar la obra de Palma dentro de la literatura colonialista es
no sólo empequeñecerla sino también deformarla. Las Tradiciones
no pueden ser identificadas con una literatura de reverente y
apologética exaltación de la Colonia y sus fastos, absolutamente
peculiar y característica, en su tonalidad y en su espíritu, de la
académica clientela de la casta feudal.
Don Felipe Pardo y Don José Antonio de Lavalle, conservadores convictos
y confesos, evocaban la Colonia con nostalgia y con unción. Ricardo
Palma, en tanto, la reconstruía con un realismo burlón y una fantasía
irreverente y satírica. La versión de Palma es cruda y viva. La de los
prosistas y poetas de la serenata bajo los balcones del Virreinato, tan
grata a los oídos de la gente ancien régime, es devota y
ditirámbica. No hay ningún parecido sustancial, ningún parentesco
psicológico entre una y otra versión.
La suerte bien distinta de una y otra se explica fundamentalmente por la
diferencia de calidad; pero se explica también por la diferencia de
espíritu. La calidad es siempre espíritu. La obra pesada y académica de
Lavalle y otros colonialistas ha muerto porque no puede ser popular. La
obra de Palma vive, ante todo, porque puede y sabe serlo.
El espíritu de las Tradiciones no se deja mistificar. Es
demasiado evidente en toda la obra. Riva Agüero que, en su estudio sobre
el carácter de la literatura del Perú independiente, de acuerdo con los
intereses de su gens y de su clase, lo coloca dentro del
colonialismo, reconoce en Palma, "perteneciente a la generación que
rompió con el amaneramiento de los escritores del coloniaje", a un
literato "liberal e hijo de la República". Se siente a Riva Agüero
íntimamente descontento del espíritu irreverente y heterodoxo de Palma.
Riva Agüero trata de rechazar este sentimiento, pero sin poder evitar
que aflore netamente en más de un pasaje de su discurso. Constata que
Palma "al hablar de la Iglesia, de los jesuitas, de la nobleza, se
sonríe y hace sonreír al lector". Cuida de agregar que "con sonrisa tan
fina que no hiere". Dice que no será él quien le reproche su
volterianismo. Pero concluye confesando así su verdadero sentimiento: "A
veces la burla de Palma, por más que sea benigna y suave, llega a
destruir la simpatía histórica. Vemos que se encuentra muy desligado de
las añejas preocupaciones, que, a fuerza de estar libre de esas
ridiculeces, no las comprende; y una ligera nube de indiferencia y
despego se interpone entonces entre el asunto y el escritor"
(12).
Si el propio crítico e historiógrafo de la literatura peruana que ha
juntado, solidarizándolos, el elogio de Palma y la apología de la
Colonia, reconoce tan explícitamente la diferencia fundamental de
sentimiento que distingue a Palma de Pardo y de Lavalle, ¿cómo se ha
creado y mantenido el equívoco de una clasificación que virtualmente los
confunde y reúne? La explicación es fácil. Este equívoco se ha apoyado,
en su origen, en la divergencia personal entre Palma y González Prada;
se ha alimentado, luego, del contraste espiritual entre "palmistas" y "pradistas".
Haya de la Torre, en una carta sobre Mercurio Peruano, a la
revista Sagitario de La Plata, tiene una observación acertada:
"Entre Palma que se burlaba y Prada que azotaba, los hijos de ese pasado
y de aquellas castas doblemente zaheridas prefirieron el alfilerazo al
látigo" (l3). Pertenece al mismo Haya una precisa y, a mi juicio,
oportuna e inteligente mise au point sobre el sentido histórico y
político de las Tradiciones. "Personalmente
–escribe–,
creo que Palma fue tradicionista, pero no tradicionalista. Creo que
Palma hundió la pluma en el pasado para luego blandirla en alto y reírse
de él. Ninguna institución u hombre de la Colonia y aun de la República
escapó a la mordedura tantas veces tan certera de la ironía, el sarcasmo
y siempre el ridículo de la jocosa crítica de Palma. Bien sabido es que
el clero católico tuvo en la literatura de Palma un enemigo y que sus
Tradiciones son el horror de frailes y monjas. Pero por una curiosa
paradoja, Palma se vio rodeado, adulado y desvirtuado por una troupe de
gente distinguida, intelectuales, católicos, niños bien y admiradores de
apellidos sonoros"
(l4).
No hay nada de extraño ni de insólito en que esta penetrante aclaración
del sentido y la filiación de las Tradiciones venga de un
escritor que jamás ha oficiado de crítico literario. Para una
interpretación profunda del espíritu de una literatura, la mera
erudición literaria no es suficiente. Sirven más la sensibilidad
política y la clarividencia histórica. El crítico profesional considera
la literatura en sí misma. No percibe sus relaciones con la política, la
economía, la vida en su totalidad. De suerte que su investigación no
llega al fondo, a la esencia de los fenómenos literarios. Y, por
consiguiente, no acierta a definir los oscuros factores de su génesis ni
de su subconsciencia.
Una historia de la literatura peruana que tenga en cuenta las raíces
sociales y políticas de ésta, cancelará la convención contra la cual hoy
sólo una vanguardia protesta. Se verá entonces que Palma está menos
lejos de González Prada de lo que hasta ahora parece
(15).
Las Tradiciones de Palma tienen, política y socialmente, una
filiación democrática. Palma interpreta al medio pelo. Su burla roe
risueñamente el prestigio del Virreinato y el de la aristocracia.
Traduce el malcontento zumbón del demos criollo. La sátira de las
Tradiciones no cala muy hondo ni golpea muy fuerte; pero,
precisamente por esto, se identifica con el humor de un demos
blando, sensual y azucarado. Lima no podía producir otra literatura. Las
Tradiciones agotan sus posibilidades. A veces se exceden a sí
mismas.
Si la revolución de la independencia hubiese sido en el Perú la obra de
una burguesía más o menos sólida, la literatura republicana habría
tenido otro tono. La nueva clase dominante se habría expresado, al mismo
tiempo, en la obra de sus estadistas, y en el verbo, el estilo y la
actitud de sus poetas, de sus novelistas y de sus críticos. Pero en el
Perú el advenimiento de la república no representó el de una nueva clase
dirigente.
La onda de la revolución era continental: no era casi peruana. Los
liberales, los jacobinos, los revolucionarios peruanos, no constituían
sino un manípulo. La mejor savia, la más heroica energía, se gastaron en
las batallas y en los intervalos de la lucha. La república no reposaba
sino en el ejército de la revolución. Tuvimos, por esto, un accidentado,
un tormentoso período de interinidad militar. Y no habiendo podido
cuajar en este período la clase revolucionaria, resurgió automáticamente
la clase conservadora. Los encomenderos y terratenientes que, durante la
revolución de la independencia oscilaron ambiguamente, entre patriotas y
realistas, se encargaron francamente de la dirección de la república. La
aristocracia colonial y monárquica se metamorfoseó, formalmente, en
burguesía republicana. El régimen económico-social de la Colonia se
adaptó externamente a las instituciones creadas por la revolución. Pero
la saturó de su espíritu colonial.
Bajo un frío liberalismo de etiqueta, latía en esta casta la nostalgia
del Virreinato perdido.
El demos criollo o, mejor, limeño, carecía de consistencia y de
originalidad. De rato en rato lo sacudía la clarinada retórica de algún
caudillo incipiente. Mas, pasado el espasmo, caía de nuevo en su muelle
somnolencia. Toda su inquietud, toda su rebeldía, se resolvían en el
chiste, la murmuración y el epigrama. Y esto es precisamente lo que
encuentra su expresión literaria en la prosa socarrona de las
Tradiciones.
Palma pertenece absolutamente a una mesocracia a la que un complejo
conjunto de circunstancias históricas no consintió transformarse en una
burguesía. Como esta clase compósita, como esta clase larvada, Palma
guardó un latente rencor contra la aristocracia antañona y reaccionaria.
La sátira de las Tradiciones hinca con frecuencia sus agudos
dientes roedores en los hombres de la República. Mas, al revés de la
sátira reaccionaria de Felipe Pardo y Aliaga, no ataca a la República
misma. Palma, como el demos limeño, se deja conquistar por la
declamación antioligárquica de Piérola. Y, sobre todo, se mantiene
siempre fiel a la ideología liberal de la independencia.
El colonialismo, el civilismo, por órgano de Riva Agüero y otros de sus
portavoces intelectuales, se anexan a Palma, no sólo porque esta anexión
no presenta ningún peligro para su política sino, principalmente, por la
irremediable mediocridad de su propio elenco literario. Los críticos de
esta casta saben muy bien que son vanos todos los esfuerzos por inflar
el volumen de don Felipe Pardo o don José Antonio de Lavalle. La
literatura civilista no ha producido sino parvos y secos ejercicios de
clasicismo o desvaídos y vulgares conatos románticos. Necesita, por
consiguiente, acaparar a Palma para pavonearse, con derecho o no, de un
prestigio auténtico.
Pero debo constatar que no sólo el colonialismo es responsable de este
equívoco. Tiene parte en él –como en
mi anterior artículo lo observaba–,
el "gonzález-pradismo". En un "ensayo acerca de las literaturas del
Perú" de Federico More, hallo el siguiente juicio sobre el autor de las
Tradiciones: "Ricardo Palma, representativo, expresador y
centinela del Colonialismo, es un historizante anecdótico, divertido
narrador de chascarrillos fichados y anaquelados. Escribe con vistas a
la Academia de la Lengua y, para contar los devaneos y discreteos de las
marquesitas de pelo ensortijado y labios prominentes, quiere usar el
castellano del siglo de oro"
(16).
More pretende que de Palma quedará sólo la "risilla chocarrera".
Esta opinión, para algunos, no reflejará más que una notoria ojeriza de
More, a quien todos reconocen poca consecuencia en sus amores, pero a
quien nadie niega una gran consecuencia en sus ojerizas. Pero hay dos
razones para tomarla en consideración: 1ª La especial beligerancia que
da a More su título de discípulo de González Prada. 2ª La seriedad del
ensayo que contiene estas frases.
En este ensayo More realiza un concienzudo esfuerzo por esclarecer el
espíritu mismo de la literatura nacional. Sus aserciones fundamentales,
si no íntegramente admitidas, merecen ser atentamente examinadas. More
parte de un principio que suscribe toda crítica profunda. "La literatura
-escribe- sólo es traducción de un estado político y social". El juicio
sobre Palma pertenece, en suma, a un estudio al cual confieren
remarcable valor las ideas y las tesis que sustenta; no a una
panfletaria y volandera disertación de sobremesa. Y esto obliga a
remarcarlo y rectificarlo. Pero al hacerlo conviene exponer y comentar
las líneas esenciales de la tesis de More.
Ésta busca los factores raciales y las raíces telúricas de la literatura
peruana. Estudia sus colores y sus líneas esenciales; prescinde de sus
matices y de sus contornos complementarios. El método es de panfletario;
no es de crítico. Esto da cierto vigor, cierta fuerza a las ideas, pero
les resta flexibilidad. La imagen que nos ofrecen de la literatura
peruana es demasiado estática.
Pero si las conclusiones no son siempre justas, los conceptos en que
reposan son, en cambio, verdaderos. More siente el dualismo peruano.
Sostiene que en el Perú "o se es colonial o se es inkaico". Yo, que
reiteradamente he escrito que el Perú hijo de la Conquista es una
formación costeña, no puedo dejar de declararme de acuerdo con More
respecto al origen y al proceso del conflicto entre inkaísmo y
colonialismo. No estoy lejos de pensar como More que este conflicto,
este antagonismo, "es y será por muchos años, clave sociológica y
política de la vida peruana".
El dualismo peruano se refleja y se expresa, naturalmente, en la
literatura. "Literariamente –escribe
More–, el Perú preséntase, como es
lógico, dividido. Surge un hecho fundamental: los andinos son rurales,
los limeños urbanos. Y así las dos literaturas. Para quienes actúan bajo
la influencia de Lima todo tiene idiosincrasia iberafricana: todo es
romántico y sensual. Para quienes actuamos bajo la influencia del Cuzco,
la parte más bella y honda de la vida se realiza en las montañas y en
los valles y en todo hay subjetividad indescifrada y sentido dramático.
El limeño es colorista: el serrano musical. Para los herederos del
coloniaje, el amor es un lance. Para los retoños de la raza caída, el
amor es un coro trasmisor de las voces del destino".
Mas esta literatura serrana que More define con tanta vehemencia,
oponiéndola a la literatura limeña o colonial, sólo ahora empieza a
existir seria y válidamente. No tiene casi historia, no tiene casi
tradición. Los dos mayores literatos de la República, Palma y González
Prada, pertenecen a Lima. Estimo mucho, como se verá más adelante, la
figura de Abelardo Gamarra; pero me parece que More, tal vez, la
superestima. Aunque en un pasaje de su estudio conviene en que "no fue,
por desgracia Gamarra, el artista redondo y facetado, limpio y fulgente,
el cabal hombre de letras que se necesita".
El propio More reconoce que "las regiones andinas, el inkaísmo, aún no
tienen el sumo escritor que sintetice y condense, en fulminantes y
lucientes páginas, las inquietudes, las modalidades y las oscilaciones
del alma inkaica". Su testimonio sufraga y confirma, por ende, la tesis
de que la literatura peruana hasta Palma y González Prada es colonial,
es española. La literatura serrana, con la cual la confronta More, no ha
logrado, antes de Palma y González Prada, una modulación propia. Lima ha
impuesto sus modelos a las provincias. Peor todavía; las provincias han
venido a buscar sus modelos a Lima. La prosa polémica del regionalismo y
el radicalismo provincianos desciende de González Prada, a quien, en
justicia, More, su discípulo, reprocha su excesivo amor a la retórica.
Gamarra es para More el representativo del Perú integral. Con Gamarra
empieza, a su juicio, un nuevo capítulo de nuestra literatura. El nuevo
capítulo comienza, en mi concepto, con González Prada que marca la
transición del españolismo puro a un europeísmo más o menos incipiente
en su expresión pero decisivo en sus consecuencias.
Pero Ricardo Palma, a quien More erróneamente designa como un
"representativo, expresador y centinela del colonismo", malgrado sus
limitaciones, es también de este Perú integral que en nosotros principia
a concretarse y definirse. Palma traduce el criollismo, el mestizaje, la
mesocracia de una Lima republicana que, si es la misma que aclama a
Piérola –más arequipeño que limeño
en su temperamento y en su estilo–,
es igualmente la misma que, en nuestro tiempo, revisa su propia
tradición, reniega su abolengo colonial, condena y critica su
centralismo, sostiene las reivindicaciones del indio y tiende sus dos
manos a los rebeldes de provincias.
More no distingue sino una Lima. La conservadora, la somnolienta, la
frívola, la colonial. "No hay problema ideológico o sentimental
–dice–
que en Lima haya producido ecos. Ni el modernismo en literatura ni el
marxismo en política; ni el símbolo en música ni el dinamismo
expresionista en pintura han inquietado a los hijos de la ciudad
sedante. La voluptuosidad es tumba de la inquietud". Pero esto no es
exacto. En Lima, donde se ha constituido el primer núcleo de
industrialismo, es también donde, en perfecto acuerdo con el proceso
histórico de la nación, se ha balbuceado o se ha pronunciado la primera
resonante palabra de marxismo. More, un poco desconcertado de su pueblo,
no lo sabe acaso, pero puede intuirlo. No faltan en Buenos Aires y La
Plata quienes tienen título para enterarlo de las reivindicaciones de
una vanguardia que en Lima como en el Cuzco, en Trujillo, en Jauja,
representa un nuevo espíritu nacional.
La requisitoria contra el colonialismo, contra el "limeñismo" si así
prefiere llamarlo More, ha partido de Lima. El proceso de la capital
–en abierta pugna con lo que Luis
Alberto Sánchez denomina "perricholismo", y con una pasión y una
severidad que precisamente a Sánchez alarman y preocupan–,
lo estamos haciendo hombres de la capital
(l7). En Lima, algunos
escritores que del esteticismo d'annunziano importado por Valdelomar
habíamos evolucionado al criticismo socializante de la revista España,
fundamos hace diez años Nuestra Época, para denunciar, sin
reservas y sin compromisos con ningún grupo y ningún caudillo, las
responsabilidades de la vieja política
(18). En Lima, algunos
estudiantes, portavoces del nuevo espíritu, crearon hace cinco años las
universidades populares e inscribieron en su bandera el nombre de
González Prada.
Henríquez Ureña dice que hay dos Américas: una buena y otra mala. Lo
mismo se podría decir de Lima. Lima no tiene raíces en el pasado
autóctono. Lima es la hija de la Conquista. Pero desde que, en la
mentalidad y en el espíritu, cesa de ser sólo española para volverse un
poco cosmopolita, desde que se muestra sensible a las ideas y a las
emociones de la época, Lima deja de aparecer exclusivamente como la sede
y el hogar del colonialismo y españolismo. La nueva peruanidad es una
cosa por crear. Su cimiento histórico tiene que ser indígena. Su eje
descansará quizá en la piedra andina, mejor que en la arcilla costeña.
Bien. Pero a este trabajo de creación, la Lima renovadora, la Lima
inquieta, no es ni quiere ser extraña.
V. GONZÁLEZ PRADA
González Prada es, en nuestra literatura, el precursor de la transición
del período colonial al período cosmopolita. Ventura García Calderón lo
declara "el menos peruano" de nuestros literatos. Pero ya hemos visto
que hasta González Prada lo peruano en esta literatura no es aún peruano
sino sólo colonial. El autor de Páginas Libres, aparece como un
escritor de espíritu occidental y de cultura europea. Mas, dentro de una
peruanidad por definirse, por precisarse todavía, ¿por qué considerarlo
como el menos peruano de los hombres de letras que la traducen? ¿Por ser
el menos español? ¿Por no ser colonial? La razón resulta entonces
paradójica. Por ser la menos española, por no ser colonial, su
literatura anuncia precisamente la posibilidad de una literatura
peruana. Es la liberación de la metrópoli. Es, finalmente, la ruptura
con el Virreinato.
Este parnasiano, este helenista, marmóreo, pagano, es histórica y
espiritualmente mucho más peruano que todos, absolutamente todos, los
rapsodistas de la literatura española anteriores y posteriores a él en
nuestro proceso literario. No existe seguramente en esta generación un
solo corazón que sienta al malhumorado y nostálgico discípulo de Lista
más peruano que el panfletario e iconoclasta acusador del pasado a que
pertenecieron ése y otros letrilleros de la misma estirpe y el mismo
abolengo.
González Prada no interpretó este pueblo, no esclareció sus problemas,
no legó un programa a la generación que debía venir después. Mas
representa, de toda suerte, un instante –el
primer instante lúcido–, de la
conciencia del Perú. Federico More lo llama un precursor del Perú nuevo,
del Perú integral. Pero Prada, a este respecto, ha sido más que un
precursor. En la prosa de Páginas Libres, entre sentencias
alambicadas y retóricas, se encuentra el germen del nuevo espíritu
nacional. "No forman el verdadero Perú –dice
González Prada en el célebre discurso del Politeama de 1888–
las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra
situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por las
muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la
cordillera'' (l9).
Y aunque no supo hablarle un lenguaje desnudo de retórica, González
Prada no desdeñó jamás a la masa. Por el contrario, reivindicó siempre
su gloria oscura. Previno a los literatos que lo seguían contra la
futilidad y la esterilidad de una literatura elitista. "Platón
–les recordó en la conferencia del
Ateneo– decía que en materia de
lenguaje el pueblo era un excelente maestro. Los idiomas se vigorizan y
retemplan en la fuente popular, más que en las reglas muertas de los
gramáticos y en las exhumaciones prehistóricas de los eruditos. De las
canciones, refranes y dichos del vulgo brotan las palabras originales,
las frases gráficas, las construcciones atrevidas. Las multitudes
transforman las lenguas como los infusorios modifican los continentes".
"El poeta legítimo –afirmó en otro
pasaje del mismo discurso– se parece
al árbol nacido en la cumbre de un monte: por las ramas, que forman la
imaginación, pertenece a las nubes; por las raíces, que constituyen los
afectos, se liga con el suelo". Y en sus notas acerca del idioma
ratificó explícitamente en otros términos el mismo pensamiento. "Las
obras maestras se distinguen por la accesibilidad, pues no forman el
patrimonio de unos cuantos elegidos, sino la herencia de todos los
hombres con sentido común. Homero y Cervantes son ingenios democráticos:
un niño les entiende. Los talentos que presumen de aristocráticos, los
inaccesibles a la muchedumbre, disimulan lo vacío del fondo con lo
tenebroso de la forma". "Si Herodoto hubiera escrito como Gracián, si
Píndaro hubiera cantado como Góngora ¿habrían sido escuchados y
aplaudidos en los juegos olímpicos? Ahí están los grandes agitadores de
almas en los siglos XVI y XVIII, ahí está particularmente Voltaire con
su prosa, natural como un movimiento respiratorio, clara como un alcohol
rectificado"
(20).
Simultáneamente, González Prada denunció el colonialismo. En la
conferencia del Ateneo, después de constatar las consecuencias de la
ñoña y senil imitación de la literatura española, propugnó abiertamente
la ruptura de este vínculo. "Dejemos las andaderas de la infancia y
busquemos en otras literaturas nuevos elementos y nuevas impulsiones. Al
espíritu de naciones ultramontanas y monárquicas prefiramos el espíritu
libre y democrático del siglo. Volvamos los ojos a los autores
castellanos, estudiemos sus obras maestras, enriquezcamos su armoniosa
lengua; pero recordemos constantemente que la dependencia intelectual de
España significaría para nosotros la definida prolongación de la niñez"
(21).
En la obra de González Prada, nuestra literatura inicia su contacto con
otras literaturas. González Prada representa particularmente la
influencia francesa. Pero le pertenece en general el mérito de haber
abierto la brecha por la que debían pasar luego diversas influencias
extranjeras. Su poesía y aun su prosa acusan un trato íntimo de las
letras italianas. Su prosa tronó muchas veces contra las academias y los
puristas, y, heterodoxamente, se complació en el neologismo y el
galicismo. Su verso buscó en otras literaturas nuevos troqueles y
exóticos ritmos.
Percibió bien su inteligencia el nexo oculto pero no ignoto que hay
entre conservantismo ideológico y academicismo literario. Y combinó por
eso el ataque al uno con la requisitoria contra el otro. Ahora que
advertimos claramente la íntima relación entre las serenatas al
Virreinato en literatura y el dominio de la casta feudal en economía y
política, este lado del pensamiento de González Prada adquiere un valor
y una luz nuevos.
Como lo denunció González Prada, toda actitud literaria, consciente o
inconscientemente refleja un sentimiento y un interés políticos. La
literatura no es independiente de las demás categorías de la historia.
¿Quién negará, por ejemplo, el fondo político del concepto en apariencia
exclusivamente literario, que define a González Prada como "el menos
peruano de nuestros literatos"? Negar peruanismo a su personalidad no es
sino un modo de negar validez en el Perú a su protesta. Es un recurso
simulado para descalificar y desvalorizar su rebeldía. La misma tacha de
exotismo sirve hoy para combatir el pensamiento de vanguardia.
Muerto Prada, la gente que no ha podido por estos medios socavar su
ascendiente ni su ejemplo, ha cambiado de táctica. Ha tratado de
deformar y disminuir su figura, ofreciéndole sus elogios
comprometedores. Se ha propagado la moda de decirse herederos y
discípulos de Prada. La figura de González Prada ha corrido el peligro
de resultar una figura oficial, académica. Afortunadamente la nueva
generación ha sabido insurgir oportunamente contra este intento.
Los jóvenes distinguen lo que en la obra de González Prada hay de
contingente y temporal de lo que hay de perenne y eterno. Saben que no
es la letra sino el espíritu lo que en Prada representa un valor
duradero. Los falsos gonzález-pradistas repiten la letra; los
verdaderos repiten el espíritu.
* * *
El estudio de González Prada pertenece a la crónica y
a la crítica de nuestra literatura antes que a las de nuestra política.
González Prada fue más literato que político. El hecho de que la
trascendencia política de su obra sea mayor que su trascendencia
literaria no desmiente ni contraría el hecho anterior y primario, de que
esa obra, en sí, más que política es literaria.
Todos constatan que González Prada no fue acción sino verbo. Pero no es
esto lo que a González Prada define como literato más que como político.
Es su verbo mismo.
El verbo, puede ser programa, doctrina. Y ni en Páginas Libres ni
en Horas de Lucha encontramos una doctrina ni un programa
propiamente dichos. En los discursos, en los ensayos que componen estos
libros, González Prada no trata de definir la realidad peruana en un
lenguaje de estadista o de sociólogo. No quiere sino sugerirla en un
lenguaje de literato. No concreta su pensamiento en proposiciones ni en
conceptos. Lo esboza en frases de gran vigor panfletario y retórico,
pero de poco valor práctico y científico. "El Perú es una montaña
coronada por un cementerio". "El Perú es un organismo enfermo: donde se
aplica el dedo brota el pus". Las frases más recordadas de González
Prada delatan al hombre de letras: no al hombre de Estado. Son las de un
acusador, no las de un realizador.
El propio movimiento radical aparece en su origen como un fenómeno
literario y no como un fenómeno político. El embrión de la Unión
Nacional o Partido Radical se llamó "Círculo Literario". Este grupo
literario se transformó en grupo político obedeciendo al mandato de su
época. El proceso biológico del Perú no necesitaba literatos sino
políticos. La literatura es lujo, no es pan. Los literatos que rodeaban
a González Prada sintieron vaga pero perentoriamente la necesidad vital
de esta nación desgarrada y empobrecida. "El «Círculo Literario», la
pacífica sociedad de poetas y soñadores –decía
González Prada en su discurso del Olimpo de 1887–,
tiende a convertirse en un centro militante y propagandista. ¿De dónde
nacen los impulsos de radicalismo en literatura? Aquí llegan ráfagas de
los huracanes que azotan a las capitales europeas, repercuten voces de
la Francia republicana e incrédula. Hay aquí una juventud que lucha
abiertamente por matar con muerte violenta lo que parece destinado a
sucumbir con agonía inoportunamente larga, una juventud, en fin, que se
impacienta por suprimir los obstáculos y abrirse camino para enarbolar
la bandera roja en los desmantelados torreones de la literatura
nacional" (22).
González Prada no resistió el impulso histórico que lo empujaba a pasar
de la tranquila especulación parnasiana a la áspera batalla política.
Pero no pudo trazar a su falange un plan de acción. Su espíritu
individualista, anárquico, solitario, no era adecuado para la dirección
de una vasta obra colectiva.
Cuando se estudia el movimiento radical, se dice que González Prada no
tuvo temperamento de conductor, de caudillo, de condotiero. Mas no es
ésta la única constatación que hay que hacer. Se debe agregar que el
temperamento de González Prada era fundamentalmente literario. Si
González Prada no hubiese nacido en un país urgido de reorganización y
moralización políticas y sociales, en el cual no podía fructificar una
obra exclusivamente artística, no lo habría tentado jamás la idea de
formar un partido.
Su cultura coincidía, como es lógico, con su temperamento. Era una
cultura principalmente literaria y filosófica. Leyendo sus discursos y
sus artículos, se nota que González Prada carecía de estudios
específicos de Economía y Política. Sus sentencias, sus imprecaciones,
sus aforismos, son de inconfundibles factura e inspiración literarias.
Engastado en su prosa elegante y bruñida, se descubre frecuentemente un
certero concepto sociológico o histórico. Ya he citado alguno. Pero en
conjunto, su obra tiene siempre el estilo y la estructura de una obra de
literato.
Nutrido del espíritu nacionalista y positivista de su tiempo, González
Prada exaltó el valor de la Ciencia. Mas esta actitud es peculiar de la
literatura moderna de su época. La Ciencia, la Razón, el Progreso,
fueron los mitos del siglo diecinueve. González Prada, que por la ruta
del liberalismo y del enciclopedismo llegó a la utopía anarquista,
adoptó fervorosamente estos mitos. Hasta en sus versos hallamos la
expresión enfática de su racionalismo.
Le tocó a González Prada enunciar solamente lo que hombres de otra
generación debían hacer. Predicó realismo. Condenando los gaseosos
verbalismos de la retórica tropical, conjuró a sus contemporáneos a
asentar bien los pies en la tierra, en la materia. "Acabemos ya
–dijo–
el viaje milenario por regiones de idealismo sin consistencia y
regresemos al seno de la realidad, recordando que fuera de la Naturaleza
no hay más que simbolismos ilusorios, fantasías mitológicas,
desvanecimientos metafísicos. A fuerza de ascender a cumbres
enrarecidas, nos estamos volviendo vaporosos, aeriformes:
solidifiquémonos. Más vale ser hierro que nube"
(23).
Pero él mismo no consiguió nunca ser un realista. De su tiempo fue el
materialismo histórico. Sin embargo, el pensamiento de González Prada,
que no impuso nunca límites a su audacia ni a su libertad, dejó a otros
la empresa de crear el socialismo peruano. Fracasado el partido radical,
dio su adhesión al lejano y abstracto utopismo de Kropotkin. Y en la
polémica entre marxistas y bakuninistas, se pronunció por los segundos.
Su temperamento reaccionaba en éste como en todos sus conflictos con la
realidad, conforme a su sensibilidad literaria y aristocrática.
La filiación literaria del espíritu y la cultura de González Prada, es
responsable de que el movimiento radical no nos haya legado un conjunto
elemental siquiera de estudios de la realidad peruana y un cuerpo de
ideas concretas sobre sus problemas. El programa del Partido Radical,
que por otra parte no fue elaborado por González Prada, queda como un
ejercicio de prosa política de "un círculo literario". Ya hemos visto
cómo la Unión Nacional, efectivamente, no fue otra cosa.
* * *
El pensamiento de González Prada, aunque subordinado
a todos los grandes mitos de su época, no es monótonamente positivista.
En González Prada arde el fuego de los racionalistas del siglo XVIII. Su
Razón es apasionada. Su Razón es revolucionaria. El positivismo, el
historicismo del siglo XIX representan un racionalismo domesticado.
Traducen el humor y el interés de una burguesía a la que la asunción del
poder ha tornado conservadora. El racionalismo, el cientificismo de
González Prada no se contentan con las mediocres y pávidas conclusiones
de una razón y una ciencia burguesas. En González Prada subsiste,
intacto en su osadía, el jacobino.
Javier Prado, García Calderón, Riva Agüero, divulgan un positivismo
conservador. González Prada enseña un positivismo revolucionario. Los
ideólogos del civilismo, en perfecto acuerdo con sus sentimientos de
clase, nos sometieron a la autoridad de Taine; el ideólogo del
radicalismo se reclamó siempre de pensamiento superior y distinto del
que, concomitante y consustancial en Francia con un movimiento de
reacción política, sirvió aquí a la apología de las oligarquías
ilustradas.
No obstante su filiación racionalista y cientificista, González Prada no
cae casi nunca en un intelectualismo exagerado. Lo preservan de este
peligro su sentimiento artístico y su exaltado anhelo de justicia. En el
fondo de este parnasiano, hay un romántico que no desespera nunca del
poder del espíritu.
Una de sus agudas opiniones sobre Renán, el que ne dépasse pas le
doute, nos prueba que González Prada percibió muy bien el riesgo de
un criticismo exacerbado. "Todos los defectos de Renán se explican por
la exageración del espíritu crítico; el temor de engañarse y la manía de
creerse un espíritu delicado y libre de pasión, le hacían muchas veces
afirmar todo con reticencias o negar todo con restricciones, es decir,
no afirmar ni negar y hasta contradecirse, pues le acontecía emitir una
idea y en seguida, valiéndose de un pero, defender lo contrario. De ahí
su escasa popularidad: la multitud sólo comprende y sigue a los hombres
que franca y hasta brutalmente afirman con las palabras como Mirabeau,
con los hechos como Napoleón".
González Prada prefiere siempre la afirmación a la negación, a la duda.
Su pensamiento es atrevido, intrépido, temerario. Teme a la
incertidumbre. Su espíritu siente hondamente la angustiosa necesidad de
dépasser le doute. La fórmula de Vasconcelos pudo ser también la
de González Prada: "pesimismo de la realidad, optimismo del ideal". Con
frecuencia, su frase es pesimista: casi nunca es escéptica.
En un estudio sobre la ideología de González Prada, que forma parte de
su libro El Nuevo Absoluto, Mariano Iberico Rodríguez define bien
al pensador de Páginas Libres cuando escribe lo siguiente: "Concorde
con el espíritu de su tiempo, tiene gran fe en la eficacia del trabajo
científico. Cree en la existencia de leyes universales inflexibles y
eternas, pero no deriva del cientificismo ni del determinismo una
estrecha moral eudemonista ni tampoco la resignación a la necesidad
cósmica que realizó Spinoza. Por el contrario, su personalidad
descontenta y libre superó las consecuencias lógicas de sus ideas y
profesó el culto de la acción y experimentó la ansiedad de la lucha y
predicó la afirmación de la libertad y de la vida. Hay evidentemente
algo del rico pensamiento de Nietzsche en las exclamaciones anárquicas
de Prada. Y hay en éste como en Nietzsche la oposición entre un concepto
determinista de la realidad y el empuje triunfal del libre impulso
interior" (24).
Por estas y otras razones, si nos sentimos lejanos de muchas ideas de
González Prada, no nos sentimos, en cambio, lejanos de su espíritu.
González Prada se engañaba, por ejemplo, cuando nos predicaba
antirreligiosidad. Hoy sabemos mucho más que en su tiempo sobre la
religión como sobre otras cosas. Sabemos que una revolución es siempre
religiosa. La palabra religión tiene un nuevo valor, un nuevo sentido.
Sirve para algo más que para designar un rito o una iglesia. Poco
importa que los soviets escriban en sus afiches de propaganda que "la
religión es el opio de los pueblos". El comunismo es esencialmente
religioso. Lo que motiva aún equívocos es la vieja acepción del vocablo.
González Prada predecía el tramonto de todas las creencias sin advertir
que él mismo era predicador de una creencia, confesor de una fe. Lo que
más se admira en este racionalista es su pasión. Lo que más se respeta
en este ateo, un tanto pagano, es su ascetismo moral. Su ateísmo es
religioso. Lo es, sobre todo, en los instantes en que parece más
vehemente y más absoluto. Tiene González Prada algo de esos ascetas
laicos que concibe Romain Rolland. Hay que buscar al verdadero González
Prada en su credo de justicia, en su doctrina de amor; no en el
anticlericalismo un poco vulgar de algunas páginas de Horas de Lucha.
La ideología de Páginas Libres y de Horas de Lucha es hoy,
en gran parte, una ideología caduca. Pero no depende de la validez de
sus conceptos ni de sus sentencias lo que existe de fundamental ni de
perdurable en González Prada. Los conceptos no son siquiera lo
característico de su obra. Como lo observa Iberico, en González Prada lo
característico "no se ofrece como una rígida sistematización de
conceptos -símbolos provisionales de un estado de espíritu-; lo está en
un cierto sentimiento, en una cierta determinación constante de la
personalidad entera, que se traducen por el admirable contenido
artístico de la obra y por la viril exaltación del esfuerzo y de la
lucha" (25).
He dicho ya que lo duradero en la obra de González Prada es su espíritu.
Los hombres de la nueva generación en González Prada admiramos y
estimamos, sobre todo, el austero ejemplo moral. Estimamos y admiramos,
sobre todo, la honradez intelectual, la noble y fuerte rebeldía.
Pienso, además, por mi parte que González Prada no reconocería en la
nueva generación peruana una generación de discípulos y herederos de su
obra si no encontrara en sus hombres la voluntad y el aliento
indispensables para superarla. Miraría con desdén a los repetidores
mediocres de sus frases. Amaría sólo una juventud capaz de traducir en
acto lo que en él no pudo ser sino idea y no se sentiría renovado y
renacido sino en hombres que supieran decir una palabra verdaderamente
nueva, verdaderamente actual.
De González Prada debe decirse lo que él, en Páginas Libres, dice
de Vigil. "Pocas vidas tan puras, tan llenas, tan dignas de ser
imitadas. Puede atacarse la forma y el fondo de sus escritos, puede
tacharse hoy sus libros de anticuados e insuficientes, puede, en fin,
derribarse todo el edificio levantado por su inteligencia; pero una cosa
permanecerá invulnerable y de pie, el hombre".
VI. MELGAR
Durante su período colonial, la literatura peruana se
presenta, en sus más salientes peripecias y en sus más conspicuas
figuras, como un fenómeno limeño. No importa que en su elenco estén
representadas las provincias. El modelo, el estilo, la línea, han sido
de la capital. Y esto se explica. La literatura es un producto urbano.
La gravitación de la urbe influye fuertemente en todos los procesos
literarios. En el Perú, de otro lado, Lima no ha sufrido las
concurrencias de otras ciudades de análogos fueros. Un centralismo
extremo le ha asegurado su dominio.
Por culpa de esta hegemonía absoluta de Lima, no ha podido nuestra
literatura nutrirse de savia indígena. Lima ha sido la capital española
primero. Ha sido la capital criolla después. Y su literatura ha tenido
esta marca.
El sentimiento indígena no ha carecido totalmente de expresión en este
período de nuestra historia literaria. Su primer expresador de categoría
es Mariano Melgar. La crítica limeña lo trata con un poco de desdén. Lo
siente demasiado popular, poco distinguido. Le molesta en sus versos,
junto con una sintaxis un tanto callejera, el empleo de giros plebeyos.
Le disgusta en el fondo, el género mismo. No puede ser de su gusto un
poeta que casi no ha dejado sino yaravíes. Esta crítica aprecia más
cualquier oda soporífera de Pando.
Por reacción, no superestimo artísticamente a Melgar. Lo juzgo dentro de
la incipiencia de la literatura peruana de su época. Mi juicio no se
separa de un criterio de relatividad.
Melgar es un romántico. Lo es no sólo en su arte sino también en su
vida. El romanticismo no había llegado, todavía, oficialmente a nuestras
letras. En Melgar no es, por ende, como más tarde en otros, un gesto
imitativo; es un arranque espontáneo. Y éste es un dato de su
sensibilidad artística. Se ha dicho que debe a su muerte heroica una
parte de su renombre literario. Pero esta valorización disimula mal la
antipatía desdeñosa que la inspira. La muerte creó al héroe, frustró al
artista. Melgar murió muy joven. Y aunque resulta siempre un poco
aventurada toda hipótesis sobre la probable trayectoria de un artista,
sorprendido prematuramente por la muerte, no es excesivo suponer que
Melgar, maduro, habría producido un arte más purgado de retórica y
amaneramiento clásicos y, por consiguiente, más nativo, más puro. La
ruptura con la metrópoli habría tenido en su espíritu consecuencias
particulares y, en todo caso, diversas de las que tuvo en el espíritu de
los hombres de letras de una ciudad tan española, tan colonial como
Lima. Mariano Melgar, siguiendo el camino de su impulso romántico,
habría encontrado una inspiración cada vez más rural, cada vez más
indígena.
Los que se duelen de la vulgaridad de su léxico y sus imágenes, parten
de un prejuicio aristocratista y academicista. El artista que en el
lenguaje del pueblo escribe un poema de perdurable emoción vale, en
todas las literaturas, mil veces más que el que, en lenguaje académico,
escribe una acrisolada pieza de antología. De otra parte, como lo
observa Carlos Octavio Bunge en un estudio sobre la literatura
argentina, la poesía popular ha precedido siempre a la poesía artística.
Algunos yaravíes de Melgar viven sólo como fragmentos de poesía popular.
Pero, con este título, han adquirido sustancia inmortal.
Tienen, a veces, en sus imágenes sencillas, una ingenuidad pastoril que
revela su trama indígena, su fondo autóctono. La poesía oriental, se
caracteriza por un rústico panteísmo en la metáfora. Melgar se muestra
muy indio en su imaginismo primitivo y campesino.
Este romántico, finalmente, se entrega apasionadamente a la revolución.
En él la revolución no es liberalismo enciclopedista. Es,
fundamentalmente, cálido patriotismo. Como en Pumacahua, en Melgar el
sentimiento revolucionario se nutre de nuestra propia sangre y nuestra
propia historia.
Para Riva Agüero, el poeta de los yaravíes no es sino "un momento
curioso de la literatura peruana". Rectifiquemos su juicio, diciendo que
es el primer momento peruano de esta literatura.
VII. ABELARDO GAMARRA
Abelardo Gamarra no tiene hasta ahora un sitio en las antologías. La
crítica relega desdeñosamente su obra a un plano secundario. Al plano,
casi negligible para su gusto cortesano, de la literatura popular. Ni
siquiera en el criollismo se le reconoce un rol cardinal. Cuando se
historia el criollismo se cita siempre antes a un colonialista tan
inequívoco como don Felipe Pardo.
Sin embargo, Gamarra es uno de nuestros literatos más representativos.
Es, en nuestra literatura esencialmente capitalina, el escritor que con
más pureza traduce y expresa a las provincias. Tiene su prosa
reminiscencias indígenas. Ricardo Palma es un criollo de Lima; el
Tunante es un criollo de la sierra. La raíz india está viva en su arte
jaranero.
Del indio tiene el Tunante la tesonera y sufrida naturaleza, la
panteísta despreocupación del más allá, el alma dulce y rural, el buen
sentido campesino, la imaginación realista y sobria. Del criollo, tiene
el decir donairoso, la risa zumbona, el juicio agudo y socarrón, el
espíritu aventurero y juerguista. Procedente de un pueblo serrano, el
Tunante se asimiló a la capital y a la costa, sin desnaturalizarse ni
deformarse. Por su sentimiento, por su entonación, su obra es la más
genuinamente peruana de medio siglo de imitaciones y balbuceos.
Lo es también por su espíritu. Desde su juventud, Gamarra militó en la
vanguardia. Participó en la protesta radical, con verdadera adhesión a
su patriotismo revolucionario. Lo que en otros corifeos del radicalismo
era sólo una actitud intelectual y literaria, en el Tunante era un
sentimiento vital, un impulso anímico. Gamarra sentía hondamente, en su
carne y en su espíritu, la repulsa de la aristocracia encomendera y de
su corrompida e ignorante clientela. Comprendió siempre que esta gente
no representaba al Perú; que el Perú era otra cosa. Este sentimiento, lo
mantuvo en guardia contra el civilismo y sus expresiones intelectuales e
ideológicas. Su seguro instinto lo preservó, al mismo tiempo, de la
ilusión "demócrata". El Tunante no se engañó sobre Piérola. Percibió el
verdadero sentido histórico del gobierno del 95. Vio claro que no era
una revolución democrática sino una restauración civilista. Y, aunque
hasta su muerte, guardó el más fervoroso culto a González Prada, cuyas
retóricas catilinarias tradujo a un lenguaje popular, se mostró
nostalgioso de un espíritu más realizador y constructivo. Su intuición
histórica echaba de menos en el Perú a un Alberdi, a un Sarmiento. En
sus últimos años, sobre todo, se dio cuenta de que una política
idealista y renovadora debe asentar bien los pies en la realidad y en la
historia.
No es su obra la de un simple costumbrista satírico. Bajo el animado
retrato de tipos y costumbres, es demasiado evidente la presencia de un
generoso idealismo político y social. Esto es lo que coloca a Gamarra
muy por encima de Segura. La obra del Tunante tiene un ideal; la de
Segura no tiene ninguno.
Por otra parte, el criollismo del Tunante es más integral, más profundo
que el de Segura. Su versión de las cosas y los tipos es más verídica,
más viviente. Gamarra tiene en su obra –que
no por azar es la más popular, la más leída en provincias–,
muchos atisbos agudísimos, muchos aciertos plásticos. El Tunante es un
Pancho Fierro de nuestras letras. Es un ingenio popular; un escritor
intuitivo y espontáneo.
Heredero del espíritu de la revolución de la independencia, tuvo
lógica-mente que sentirse distinto y opuesto a los herederos del
espíritu de la Conquista y la Colonia. Y, por esto, no diploma ni
breveta su obra la autoridad de academias ni ateneos ("¡De las
Academias, líbranos Señor!" -pensaba seguramente, como Rubén Darío, el
Tunante). Se le desdeña por su sintaxis. Se le desdeña por su
ortografía. Pero se le desdeña, ante todo, por su espíritu.
La vida se burla alegremente de las reservas y los remilgos de la
crítica, concediendo a los libros de Gamarra la supervivencia que niega
a los libros de renombre y mérito oficialmente sancionados. A Gamarra no
lo recuerda casi la crítica; no lo recuerda sino el pueblo. Pero esto le
basta a su obra para ocupar de hecho en la historia de nuestras letras
el puesto que formalmente se le regatea.
La obra de Gamarra aparece como una colección dispersa de croquis y
bocetos. No tiene una creación central. No es una afinada modulación
artística. Este es su defecto. Pero de este defecto no es responsable
totalmente la calidad del artista. Es responsable también la incipiencia
de la literatura que representa.
El Tunante quería hacer arte en el lenguaje de la calle. Su intento no
era equivocado. Por el mismo camino han ganado la inmortalidad los
clásicos de los orígenes de todas las literaturas.
VIII. CHOCANO
José Santos Chocano pertenece, a mi juicio, al período colonial de
nuestra literatura. Su poesía grandílocua tiene todos sus orígenes en
España. Una crítica verbalista la presenta como una traducción del alma
autóctona. Pero este es un concepto artificioso, una ficción retórica.
Su lógica, tan simplista como falsa, razona así: Chocano es exuberante,
luego es autóctono. Sobre este principio, una crítica fundamentalmente
incapaz de sentir lo autóctono, ha asentado casi todo el dogma del
americanismo y el tropicalismo esenciales del poeta de Alma América.
Este dogma pudo ser incontestable en un tiempo de absoluta autoridad del
colonialismo. Ahora una generación iconoclasta lo pasa incrédulamente
por la criba de su análisis. La primera cuestión que se plantea es ésta:
¿Lo autóctono es, efectivamente, exuberante?
Un crítico sagaz, extraño en este caso a todo interés polémico, como
Pedro Henríquez Ureña, examinando precisamente el tema de la exuberancia
en la literatura hispano-americana, observa que esta literatura, en su
mayor parte, no aparece por cierto como un producto del trópico.
Procede, más bien, de ciudades de clima templado y hasta un poco otoñal.
Muy aguda y certeramente apunta Henríquez Ureña: "En América conservamos
el respeto al énfasis mientras Europa nos lo prescribió; aún hoy nos
quedan tres o cuatro poetas vibrantes, como decían los
románticos. ¿No se atribuirá a influencia del trópico la que es
influencia de Víctor Hugo? ¿O de Byron, o de Espronceda o de Quintana?"
Para Henríquez Ureña la teoría de la exuberancia espontánea de la
literatura americana es una teoría falsa. Esta literatura es menos
exuberante de lo que parece. Se toma por exuberancia la verbosidad. Y
"si abunda la palabrería es porque escasea la cultura, la disciplina y
no por peculiar exuberancia nuestra"
(26). Los casos de verbosidad no
son imputables a la geografía ni al medio.
Para estudiar el caso de Chocano, tenemos que empezar por localizarlo,
ante todo, en el Perú. Y bien, en el Perú lo autóctono es lo indígena,
vale decir lo inkaico.
Y lo indígena, lo inkaico, es fundamentalmente sobrio. El arte indio es
la antítesis, la contradicción del arte de Chocano. El indio
esquematiza, estiliza las cosas con un sintetismo y un primitivismo
hieráticos.
Nadie pretende encontrar en la poesía de Chocano la emoción de los
Andes. La crítica que la proclama autóctona, la imagina únicamente
depositaria de la emoción de la "montaña", esto es de la floresta. Riva
Agüero es uno de los que suscriben este juicio. Pero los literatos que
sin noción ninguna de la "montaña", se han apresurado a descubrirla o
reconocerla íntegramente en la ampulosa poesía de Chocano, no han hecho
otra cosa que tomar al pie de la letra una conjetura del poeta. No han
hecho sino repetir a Chocano, quien desde hace mucho tiempo se supone
"el cantor de América autóctona y salvaje".
La "montaña" no es sólo exuberancia. Es, sustancialmente, muchas otras
cosas que no están en la poesía de Chocano. Ante su espectáculo, ante
sus paisajes, la actitud de Chocano es la de un espectador elocuente.
Nada más. Todas sus imágenes son las de una fantasía exterior y
extranjera. No se oye la voz de un hombre de la floresta. Se oye, a lo
más, la voz de un forastero imaginativo y ardoroso que cree poseerla y
expresarla.
Y esto es muy natural. La "montaña" no existe casi sino como naturaleza,
como paisaje, como escenario. No ha producido todavía una estirpe, un
pueblo, una civilización. Chocano, en todo caso, no se ha nutrido de su
savia. Por su sangre, por su mentalidad, por su educación, el poeta de
Alma América es un hombre de la costa. Procede de una familia
española. Su formación espiritual e intelectual se ha cumplido en Lima.
Y su énfasis -este énfasis que, en último análisis, resulta la única
prueba de su autoctonismo y de su americanismo artístico o estético-
desciende totalmente de España.
Los antecedentes de la técnica y los modelos de la elocuencia de Chocano
están en la literatura española. Todos reconocen en su manera la
influencia de Quintana, en su espíritu la de Espronceda. Chocano se
reclama de Byron y de Hugo. Pero las influencias más directas que se
constatan en su arte son siempre las de poetas de idioma español. Su
egotismo romántico es el de Díaz Mirón, de quien tiene también el acento
arrogante y soberbio. Y el modernismo y el decadentismo que llegan hasta
las puertas de su romanticismo son los de Rubén Darío.
Estos rasgos deciden y señalan demasiado netamente, la verdadera
filiación artística de Chocano quien, a pesar de las sucesivas ondas de
modernidad que han visitado su arte sin modificarlo absolutamente en su
esencia, ha conservado en su obra la entonación y el temperamento de un
supérstite del romanticismo español y de su grandilocuencia. Su
filiación espiritual coincide, por otra parte, con su filiación
artística. El "cantor de América autóctona y salvaje" es de la estirpe
de los conquistadores. Lo siente y lo dice él mismo en su poesía, que si
no carece de admiración literaria y retórica a los inkas, desborda de
amor a los héroes de la Conquista y a los magnates del Virreinato.
* * *
Chocano no pertenece a la plutocracia capitalina.
Este hecho lo diferencia de los literatos específicamente colonialistas.
No consiente, por ejemplo, identificarlo con Riva Agüero. En su espíritu
se reconoce al descendiente de la Conquista más bien que al descendiente
del Virreinato (Y Conquista y Virreinato social y económicamente
constituyen dos fases de un mismo fenómeno, pero espiritualmente no
tienen idéntica categoría. La Conquista fue una aventura heroica; el
Virreinato fue una empresa burocrática. Los conquistadores eran, como
diría Blaise Cendrars, de la fuerte raza de los aventureros; los
virreyes y los oidores eran blandos hidalgos y mediocres bachilleres).
Las primeras peripecias de la poesía de Chocano son de carácter
romántico. No en balde el cantor de Iras Santas se presenta como
un discípulo de Espronceda. No en balde se siente en él algo de
romanticismo byroniano. La actitud de Chocano es, en su juventud, una
actitud de protesta. Esta protesta tiene a veces un acento anárquico.
Tiene otras veces un tinte de protesta social. Pero carece de
concreción. Se agota en una delirante y bizarra ofensiva verbal contra
el gobierno militar de la época. No consigue ser más que un gesto
literario.
Chocano aparece luego, políticamente enrolado en el pierolismo. Su
revolucionarismo se conforma con la revolución del 95 que liquida un
régimen militar para restaurar, bajo la gerencia provisoria de don
Nicolás de Piérola, el régimen civilista. Más tarde, Chocano se deja
incorporar en la clientela intelectual de la plutocracia. No se aleja de
Piérola y su pseudo-democracia para acercarse a González Prada sino para
saludar en Javier Prado y Ugarteche al pensador de su generación.
La trayectoria política de un literato no es también su trayectoria
artística. Pero sí es, casi siempre, su trayectoria espiritual. La
literatura, de otro lado, está como sabemos íntimamente permeada de
política, aun en los casos en que parece más lejana y más extraña a su
influencia. Y lo que queremos averiguar, por el momento, no es
estrictamente la categoría artística de Chocano sino su filiación
espiritual, su posición ideológica.
Una y otra no están nítidamente expresadas por su poesía. Tenemos, por
consiguiente, que buscarlas en su prosa, la cual, además de haber sido
más explícita que su poesía, no ha sido esencialmente contradicha ni
atenuada por ella.
La poesía de Chocano nos coloca, primero, ante un caso de individualismo
exasperado y egoísta, asaz frecuente y casi característico en la falange
romántica. Este individualismo es todo el anarquismo de Chocano.
Y en los últimos años, el poeta, lo reduce y lo limita. No renuncia
absolutamente a su egotismo sensual; pero sí renuncia a una buena parte
de su individualismo filosófico. El culto del Yo se ha asociado al culto
de la Jerarquía. El poeta se llama individualista, pero no se llama
liberal. Su individualismo deviene un "individualismo jerárquico". Es un
individualismo que no ama la libertad. Que la desdeña casi. En cambio,
la jerarquía que respeta no es la jerarquía eterna que crea el Espíritu;
es la jerarquía precaria que imponen, en la mudable perspectiva de lo
presente, la fuerza, la tradición y el dinero.
Del mismo modo doma el poeta los primitivos arranques de su espíritu. Su
arte, en su plenitud, acusa –por su
exaltado aunque retórico amor a la Naturaleza–
un panteísmo un poco pagano. Y este panteísmo
–que producía un poco de animismo en
sus imágenes–, es en él la sola nota
que refleja a una "América autóctona y salvaje" (El indio es panteísta,
animista, materialista). Chocano, sin embargo, lo ha abandonado
tácitamente. La adhesión al principio de la jerarquía lo ha reconducido
a la Iglesia Romana. Roma es, ideológicamente, la ciudadela histórica de
la reacción. Los que peregrinan por sus colinas y sus basílicas en busca
del evangelio cristiano regresan desilusionados; pero los que se
contentan con encontrar, en su lugar, el fascismo y la Iglesia
–la autoridad y la jerarquía en el
sentido romano–, arriban a su meta y
hallan su verdad. De estos últimos peregrinos es el poeta de Alma
América. Él, que nunca ha sido cristiano, se confiesa finalmente
católico. Romántico fatigado, hereje converso, se refugia en el sólido
aprisco de la tradición y del orden, de donde creyó un día partir para
siempre a la conquista del futuro.
IX. RIVA AGÜERO Y SU INFLUENCIA.
LA GENERACIÓN "FUTURISTA"
La generación "futurista" -como paradójicamente se le apoda-, señala un
momento de restauración colonialista y civilista en el pensamiento y la
literatura del Perú.
La autoridad sentimental e ideológica de los herederos de la Colonia se
encontraba comprometida y socavada por quince años de predicación
radical. Después de un período de caudillaje militar análogo al que
siguió a la revolución de la independencia, la clase latifundista había
restablecido su dominio político pero no había restablecido igualmente
su dominio intelectual. El radicalismo, alimentado por la reacción moral
de la derrota –de la cual el pueblo
sentía responsable a la plutocracia–,
había encontrado un ambiente favorable a la propagación de su verbo
revolucionario. Su propaganda había rebelado, sobre todo, a las
provincias. Una marejada de ideas avanzadas había pasado por la
República.
La antigua guardia intelectual del civilismo, envejecida y debilitada,
no podía reaccionar eficazmente contra la generación radical. La
restauración tenía que ser realizada por una falange de hombres jóvenes.
El civilismo contaba con la Universidad. A la Universidad le tocaba
darle, por ende, esta milicia intelectual. Pero era indispensable que la
acción de sus hombres no se contentase con ser una acción universitaria.
Su misión debía constituir una reconquista integral de la inteligencia y
el sentimiento. Como uno de sus objetivos naturales y sustantivos,
aparecía la recuperación del terreno perdido en la literatura. La
literatura llega adonde no llega la Universidad. La obra de un solo
escritor del pueblo, discípulo de González Prada, el Tunante, era
entonces una obra mucho más propagada y entendida que la de todos los
escritores de la Universidad juntos.
Las circunstancias históricas propiciaban la restauración. El dominio
político del civilismo se presentaba sólidamente consolidado. El orden
económico y político inaugurado por Piérola el 95 era esencialmente un
orden civilista. Muchos profesionales y literatos que en el período
caótico de nuestra posguerra, se sintieron atraídos por el campo
radical, se sentían ahora empujados al campo civilista. La generación
radical estaba, en verdad, disuelta. González Prada, retirado a un
displicente ascetismo, vivía desconectado de sus dispersos discípulos.
De suerte que la generación "futurista" no encontró casi resistencia.
En sus rangos se mezclaban y se confundían "civilistas" y "demócratas",
separados en la lucha partidista. Su advenimiento era saludado, en
consecuencia, por toda la gran prensa de la capital. EI Comercio
y La Prensa auspiciaban a la "nueva generación". Esta generación
se mostraba destinada a realizar la armonía entre civilistas y
demócratas que la coalición del 95 dejó sólo iniciada. Su líder y
capitán Riva Agüero, en quien la tradición civilista y plutocrática se
conciliaba con una devoción casi filial al "Califa" demócrata, reveló
desde el primer momento tal tendencia. En su tesis sobre la "literatura
del Perú independiente", arremetiendo contra el radicalismo dijo lo
siguiente: "Los partidos de principios, no sólo no producirían bienes,
sino que crearían males irreparables. En el actual sistema, las
diferencias entre los partidos no son muy grandes ni muy hondas sus
divisiones. Se coaligan sin dificultad, colaboran con frecuencia. Los
gobernantes sagaces pueden, sin muchos esfuerzos, aprovechar del
concurso de todos los hombres útiles".
La resistencia a los partidos de principios denuncia el sentimiento y la
inspiración clasistas de la generación de Riva Agüero. Su esfuerzo
manifiesta de un modo demasiado inequívoco el propósito de asegurar y
consolidar un régimen de clase. Negar a los principios, a las ideas, el
derecho de gobernar el país significaba fundamentalmente, reservar ese
derecho para una casta. Era preconizar el dominio de la "gente decente",
de la "clase ilustrada". Riva Agüero, a este respecto, como a otros, se
muestra en riguroso acuerdo con Javier Prado y Francisco García
Calderón. Y es que Prado y García Calderón representan la misma
restauración. Su ideología tiene los mismos rasgos esenciales. Se reduce
en el fondo, a un positivismo conservador. Un fraseario más o menos
idealista y progresista disimula el ideario tradicional. Como ya lo he
observado, Riva Agüero, Prado y García Calderón coinciden en el
acatamiento a Taine. Riva Agüero para esclarecernos más su filiación,
nos descubre en su varias veces citada tesis -que es incontestablemente
el primer manifiesto político y literario de la generación "futurista"-
su adhesión a Brunetiére.
La revisión de valores de la literatura con que debutó Riva Agüero en la
política, corresponde absolutamente a los fines de una restauración.
Idealiza y glorifica la Colonia, buscando en ella las raíces de la
nacionalidad. Superestima la literatura colonialista exaltando
enfáticamente a sus mediocres cultores. Trata desdeñosamente el
romanticismo de Mariano Melgar. Reprueba a González Prada lo más válido
y fecundo de su obra: su protesta.
La generación "futurista" se muestra, al mismo tiempo universitaria,
académica, retórica. Adopta del modernismo sólo los elementos que le
sirven para condenar la inquietud romántica.
Una de sus obras más características y peculiares es la organización de
la Academia correspondiente de la Lengua Española. Uno de sus esfuerzos
artísticos más marcados es su retorno a España en la prosa y en el
verso.
El rasgo más característico de la generación apodada "futurista" es su
pasadismo. Desde el primer momento sus literatos se entregan a idealizar
el pasado. Riva Agüero, en su tesis, reivindica con energía los fueros
de los hombres y las cosas tradicionales.
Pero el pasado, para esta generación, no es muy remoto ni muy próximo.
Tiene límites definidos: los del Virreinato. Toda su predilección, toda
su ternura, son para esta época. El pensamiento de Riva Agüero a este
respecto es inequívoco. El Perú, según él, desciende de la Conquista. Su
infancia es la Colonia.
La literatura peruana deviene desde este momento acentuadamente
colonialista. Se inicia un fenómeno que no ha terminado todavía y que
Luis Alberto Sánchez designa con el nombre de "perricholismo".
En este fenómeno –en sus orígenes,
no en sus consecuencias– se combinan
y se identifican dos sentimientos: limeñismo y pasadismo. Lo que, en
política, se traduce así: centralismo y conservantismo. Porque el
pasadismo de la generación de Riva Agüero no constituye un gesto
romántico de inspiración meramente literaria. Esta generación es
tradicionalista pero no romántica. Su literatura, más o menos teñida de
"modernismo", se presenta por el contrario como una reacción contra la
literatura del romanticismo. El romanticismo condena radicalmente el
presente en el nombre del pasado o del futuro. Riva Agüero y sus
contemporáneos, en cambio, aceptan el presente, aunque para gobernarlo y
dirigirlo invoquen y evoquen el pasado. Se caracterizan, espiritual e
ideológicamente, por un conservantismo positivista, por un
tradicionalismo oportunista.
Naturalmente, esta es sólo la tonalidad general del fenómeno, en el cual
no faltan matices más o menos discrepantes. José Gálvez, por ejemplo,
individualmente escapa a la definición que acabo de esbozar. Su
pasadismo es de fondo romántico. Haya lo llama "el único palmista
sincero", refiriéndose sin duda al carácter literario y sentimental de
su pasadismo. La distinción no está netamente expresada. Pero parte de
un hecho evidente. Gálvez –cuya
poesía desciende de la de Chocano, repitiendo, atenuadamente unas veces,
desteñidamente otras, su verbosidad–
tiene trama de romántico. Su pasadismo, por eso, está menos localizado
en el tiempo que el del núcleo de su generación. Es un pasadismo
integral. Enamorado del Virreinato, Gálvez no se siente, sin embargo,
acaparado exclusivamente por el culto de esta época. Para él "todo
tiempo pasado fue mejor". Puede observarse que, en cambio, su pasadismo
está más localizado en el espacio. El tema de sus evocaciones es casi
siempre limeño. Pero también esto me parece en Gálvez un rasgo
romántico.
Gálvez, de otro lado, se aparta a veces del credo de Riva Agüero. Sus
opiniones sobre la posibilidad de una literatura genuinamente nacional
son heterodoxas dentro del fenómeno "futurista". Acerca del americanismo
en la literatura, Gálvez, aunque sea con no pocas reservas y
concesiones, se declara de acuerdo con la tesis del líder de su
generación y su partido. No lo convence la aserción de que es imposible
revivir poéticamente las antiguas civilizaciones americanas. "Por mucho
que sean civilizaciones desaparecidas y por honda que haya sido la
influencia española –escribe–,
ni el material mismo se ha extinguido, ni tan puros hispanos somos los
que más lo fuéramos, que no sintamos vinculaciones con aquella raza,
cuya tradición áurea bien merece un recuerdo y cuyas ruinas imponentes y
misteriosas nos subyugan y nos impresionan. Precisamente porque andamos
tan mezclados y son tan encontradas nuestras raíces históricas, por lo
mismo que nuestra cultura no es tan honda como parece, el material
literario de aquellas épocas definitivamente muertas es enorme para
nosotros, sin que esto signifique que lo consideremos primordial y
porque alguna levadura debe haber en nuestras almas de la gestación del
imperio incaico y de las luchas de las dos razas, la indígena y la
española, cuando aún nos encoge el alma y nos sacude con emoción extraña
y dolorida la música temblorosa del yaraví. Además, nuestra historia no
puede partir sólo de la Conquista y por vago que fuese el legado síquico
que hayamos recibido de los indios, siempre algo tenemos de aquella raza
vencida, que en viviente ruina anda preterida y maltratada en nuestras
serranías, constituyendo un grave problema social, que si palpita
dolorosamente en nuestra vida, ¿por qué no puede tener un lugar en
nuestra literatura que ha sido tan fecunda en sensaciones históricas de
otras razas que realmente nos son extranjeras y peregrinas?"
(27). No
acierta Gálvez, sin embargo, en la definición de una literatura
nacional. "Es cuestión de volver el alma -dice- a las rumorosas
palpitaciones de lo que nos rodea". Mas, a renglón seguido, reduce sus
elementos a "la historia, la tradición y la naturaleza". El pasadista
reaparece aquí íntegramente. Una literatura genuinamente nacionalista,
en su concepto, debe nutrirse sobre todo de la historia, la leyenda, la
tradición, esto es del pasado. El presente es también historia. Pero
seguramente Gálvez no lo pensaba cuando escogía las fuentes de nuestra
literatura. La historia, en su sentimiento, no era entonces sino pasado.
No dice Gálvez que la literatura nacional debe traducir totalmente al
Perú. No le pide una función realmente creadora. Le niega el derecho de
ser una literatura del pueblo. Polemizando con el Tunante, sostiene que
el artista "debe desdeñar altivamente la facilidad que le ofrece el
modismo callejero, admirable muchas veces para el artículo de
costumbres, pero que está distante de la fina aristocracia que debe
tener la forma artística"
(28).
El pensamiento de la generación futurista es, por otra parte, el de Riva
Agüero. El voto en contra o, mejor, el voto en blanco de Gálvez, en este
y otros debates, no tiene sino un valor individual. La generación
futurista, en tanto, utiliza totalmente el pasadismo y el romanticismo
de Gálvez en la serenata bajo los balcones del Virreinato, destinada
políticamente a reanimar una leyenda indispensable al dominio de los
herederos de la Colonia.
La casta feudal no tiene otros títulos que los de la tradición colonial.
Nada más concordante con su interés que una corriente literaria
tradicionalista. En el fondo de la literatura colonialista, no existe
sino una orden perentoria, una exigencia imperiosa del impulso vital de
una clase, de una "casta".
Y quien dude del origen fundamentalmente político del fenómeno
"futurista" no tiene sino que reparar en el hecho de que esta falange de
abogados, escritores, literatos, etc., no se contentó con ser sólo un
movimiento. Cuando llegó a su mayor edad quiso ser un partido.
X. COLÓNIDA Y VALDELOMAR
"Colónida" representó una insurrección –decir
una revolución sería exagerar su importancia–
contra el academicismo y sus oligarquías, su énfasis retórico, su gusto
conservador, su galantería dieciochesca y su melancolía mediocre y
ojerosa. Los colónidas virtualmente reclamaron sinceridad y naturalismo.
Su movimiento, demasiado heteróclito y anárquico, no pudo condensarse en
una tendencia ni concretarse en una fórmula. Agotó su energía en su
grito iconoclasta y su orgasmo esnobista.
Una efímera revista de Valdelomar dio su nombre a este movimiento.
Porque "Colónida" no fue un grupo, no fue un cenáculo, no fue una
escuela, sino un movimiento, una actitud, un estado de ánimo. Varios
escritores hicieron "colonidismo" sin pertenecer a la capilla de
Valdelomar. El "colonidismo" careció de contornos definidos. Fugaz
meteoro literario, no pretendió nunca cuajarse en una forma. No impuso a
sus adherentes un verdadero rumbo estético. El "colonidismo" no
constituía una idea ni un método. Constituía un sentimiento ególatra,
individualista, vagamente iconoclasta, imprecisamente renovador. "Colónida"
no era siquiera un haz de temperamentos afines; no era al menos
propiamente una generación. En sus rangos, con Valdelomar, More, Gibson,
etc., militábamos algunos escritores adolescentes, novísimos,
principiantes. Los "colónidos" no coincidían sino en la revuelta contra
todo academicismo. Insurgían contra los valores, las reputaciones y los
temperamentos académicos. Su nexo era una protesta; no una afirmación.
Conservaron sin embargo, mientras convivieron en el mismo movimiento,
algunos rasgos espirituales comunes. Tendieron a un gusto decadente,
elitista, aristocrático, algo mórbido. Valdelomar, trajo de Europa
gérmenes de d'annunzianismo que se propagaron en nuestro ambiente
voluptuoso, retórico y meridional.
La bizarría, la agresividad, la injusticia y hasta la extravagancia de
los "colónidos" fueron útiles. Cumplieron una función renovadora.
Sacudieron la literatura nacional. La denunciaron como una vulgar
rapsodia de la más mediocre literatura española. Le propusieron nuevos y
mejores modelos, nuevas y mejores rutas. Atacaron a sus fetiches, a sus
iconos. Iniciaron lo que algunos escritores calificarían como "una
revisión de nuestros valores literarios". "Colónida" fue una fuerza
negativa, disolvente, beligerante. Un gesto espiritual de varios
literatos que se oponían al acaparamiento de la fama nacional por un
arte anticuado, oficial y pompier.
De otro lado, los "colónidos" no se comportaron siempre con injusticia.
Simpatizaron con todas las figuras heréticas, heterodoxas, solitarias de
nuestra literatura. Loaron y rodearon a González Prada. En el "colonidismo"
se advierte algunas huellas de influencia del autor de Páginas Libres
y Exóticas. Se observa también que los "colónidos" tomaron de
González Prada lo que menos les hacía falta. Amaron lo que en González
Prada había de aristócrata, de parnasiano, de individualista; ignoraron
lo que en González Prada había de agitador, de revolucionario. More
definía a González Prada como "un griego nacido en un país de zambos". "Colónida",
además, valorizó a Eguren, desdeñado y desestimado por el gusto mediocre
de la crítica y del público de entonces.
El fenómeno "colónida" fue breve. Después de algunas escaramuzas polémicas,
el "colonidismo" tramontó definitivamente. Cada uno de los "colónidos"
siguió su propia trayectoria personal. El movimiento quedó liquidado.
Nada importa que perduren algunos de sus ecos y que se agiten, en el
fondo de más de un temperamento joven, algunos de sus sedimentos. El "colonidismo",
como actitud espiritual, no es de nuestro tiempo. La apetencia de
renovación que generó el movimiento "colónida" no podía satisfacerse con
un poco de decadentismo y otro poco de exotismo. "Colónida" no se
disolvió explícita ni sensiblemente porque jamás fue una facción, sino
una postura interina, un ademán provisorio.
El "colonidismo" negó e ignoró la política. Su elitismo, su
individualismo, lo alejaban de las muchedumbres, lo aislaban de sus
emociones. Los "colónidos" no tenían orientación ni sensibilidad
políticas. La política les parecía una función burguesa, burocrática,
prosaica. La revista Colónida era escrita para el Palais Concert
y el jirón de la Unión. Federico More tenía afición orgánica a la
conspiración y al panfleto; pero sus concepciones políticas eran
antidemocráticas, antisociales, reaccionarias. More soñaba con una
aristarquía, casi con una artecracia. Desconocía y despreciaba la
realidad social. Detestaba el vulgo y el tumulto.
Pero terminado el experimento "colónida", los escritores que en él
intervinieron, sobre todo los más jóvenes, empezaron a interesarse por
las nuevas corrientes políticas. Hay que buscar las raíces de esta
conversión en el prestigio de la literatura política de Unamuno, de
Araquistáin, de Alomar y de otros escritores de la revista España;
en los efectos de la predicación de Wilson, elocuente y universitaria,
propugnando una nueva libertad; y en la sugestión de la mentalidad de
Víctor M. Maúrtua cuya influencia en el orientamiento socialista de
varios de nuestros intelectuales casi nadie conoce. Esta nueva actitud
espiritual fue marcada también por una revista, más efímera aún que
Colónida: Nuestra Época. En Nuestra Época, destinada a
las muchedumbres y no al Palais Concert, escribieron Félix del Valle,
César Falcón, César Ugarte, Valdelomar, Percy Gibson, César A.
Rodríguez, César Vallejo y yo. Este era ya, hasta estructuralmente, un
conglomerado distinto del de Colónida. Figuraban en él un
discípulo de Maúrtua, un futuro catedrático de la Universidad: Ugarte; y
un agitador obrero: del Barzo. En este movimiento, más político que
literario, Valdelomar no era ya un líder. Seguía a escritores más
jóvenes y menos conocidos que él. Actuaba en segunda fila.
Valdelomar, sin embargo, había evolucionado. Un gran artista es casi
siempre un hombre de gran sensibilidad. El gusto de la vida muelle,
plácida, sensual, no le hubiera consentido ser un agitador; pero, como
Óscar Wilde, Valdelomar habría llegado a amar el socialismo. Valdelomar
no era un prisionero de la torre de marfil. No renegaba su pasado
demagógico y tumultuario de billinghurista. Se complacía de que en su
historia existiera ese episodio. Malgrado su aristocratismo, Valdelomar
se sentía atraído por la gente humilde y sencilla. Lo acreditan varios
capítulos de su literatura, no exenta de notas cívicas. Valdelomar
escribió para los niños de las escuelas de Huaura su oración a San
Martín. Ante un auditorio de obreros, pronunció en algunas ciudades del
norte durante sus andanzas de conferencista nómade, una oración al
trabajo. Recuerdo que, en nuestros últimos coloquios, escuchaba con
interés y con respeto mis primeras divagaciones socialistas. En este
instante de gravidez, de maduración, de tensión máximas, lo abatió la
muerte.
* * *
No conozco ninguna definición certera, exacta,
nítida, del arte de Valdelomar. Me explico que la crítica no la haya
formulado todavía. Valdelomar murió a los treinta años cuando él mismo
no había conseguido aún encontrarse, definirse. Su producción
desordenada, dispersa, versátil, y hasta un poco incoherente, no
contiene sino los elementos materiales de la obra que la muerte frustró.
Valdelomar no logró realizar plenamente su personalidad rica y
exuberante. Nos ha dejado, a pesar de todo, muchas páginas magníficas.
Su personalidad no sólo influyó en la actitud espiritual de una
generación de escritores. Inició en nuestra literatura una tendencia que
luego se ha acentuado. Valdelomar que trajo del extranjero influencias
pluricolores e internacionales y que, por consiguiente, introdujo en
nuestra literatura elementos de cosmopolitismo, se sintió, al mismo
tiempo, atraído por el criollismo y el inkaísmo. Buscó sus temas en lo
cotidiano y lo humilde. Revivió su infancia en una aldea de pescadores.
Descubrió, inexperto pero clarividente, la cantera de nuestro pasado
autóctono.
Uno de los elementos esenciales del arte de Valdelomar es su humorismo.
La egolatría de Valdelomar era en gran parte humorística. Valdelomar
decía en broma casi todas las cosas que el público tomaba en serio. Las
decía pour épater les bourgeois. Si los burgueses se hubiesen
reído con él de sus "poses" megalomaníacas, Valdelomar no hubiese
insistido tanto en su uso. Valdelomar impregnó su obra de un humorismo
elegante, alado, ático, nuevo hasta entonces entre nosotros. Sus
artículos de periódicos, sus "diálogos máximos", solían estar llenos del
más gentil donaire. Esta prosa habría podido ser más cincelada, más
elegante, más duradera; pero Valdelomar no tenía casi tiempo para
pulirla. Era una prosa improvisada y periodística
(29).
Ningún humorismo menos acerbo, menos amargo, menos acre, menos maligno
que el de Valdelomar. Valdelomar caricaturizaba a los hombres, pero los
caricaturizaba piadosamente. Miraba las cosas con una sonrisa bondadosa.
Evaristo, el empleado de la botica aldeana, hermano gemelo de un sauce
hepático y desdichado, es una de esas caricaturas melancólicas que a
Valdelomar le agradaba trazar. En el acento de esta novela de sabor
pirandelliano se siente la ternura de Valdelomar por su desventurado,
pálido y canijo personaje.
Valdelomar parece caer a veces en la desesperanza y en el pesimismo.
Pero estos son desmayos pasajeros, depresiones precarias de su ánimo.
Era Valdelomar demasiado panteísta y sensual para ser pesimista. Creía
con D'Annunzio que "la vida es bella y digna de ser magníficamente
vivida". En sus cuentos y paisajes aldeanos se reconoce este rasgo de su
espíritu. Valdelomar buscó perennemente la felicidad y el placer. Pocas
veces logró gozarlos; pero estas pocas veces supo poseerlos plena,
absoluta, exaltadamente.
En su "Confiteor" –que es tal vez la
más noble, la más pura, la más bella poesía erótica de nuestra
literatura–, Valdelomar toca el más
alto grado de exaltación dionisíaca. Transido de emoción erótica, el
poeta piensa que la naturaleza, el Universo, no pueden ser extraños ni
indiferentes a su amor. Su amor no es egoísta: necesita sentirse rodeado
por una alegría cósmica. He aquí esta nota suprema de "Confiteor":
Ml AMOR ANIMARÁ EL MUNDO
¿ES POSIBLE SUFRIR?
"Confiteor" es la ingenua confidencia lírica de un enamorado exultante
de amor y de felicidad. Delante de la amada, el poeta "tiembla como un
junco débil". Y con la cándida convicción de los enamorados, dice que no
todos pueden comprender su pasión. La imagen de su amada, es una imagen
prerrafaelista, presentida sólo por los que han "contemplado el lienzo
de Burne Jones donde está el ángel de la Anunciación". En el amor,
ninguno de nuestros poetas había llegado antes a este lirismo absoluto.
Hay algo de allegro beethoveniano en los versos transcritos.
A Valdelomar, a pesar de "El Hermano Ausente", a pesar de "Confiteor" y
otros versos, se le regatea el título de poeta que en cambio se
discierne por ejemplo, a don Felipe Pardo. No cabe Valdelomar dentro de
las clasificaciones arbitrarias y ramplonas de la vieja crítica. ¿Qué
puede decir esta crítica de Valdelomar y de su obra? Los matices más
nobles, las notas más delicadas del temperamento de este gran lírico no
podrán ser aprehendidos nunca por sus definiciones. Valdelomar fue un
hombre nómade, versátil, inquieto como su tiempo. Fue "muy moderno,
audaz, cosmopolita". En su humorismo, en su lirismo, se descubre a veces
lineamientos y matices de la moderna literatura de vanguardia.
Valdelomar no es todavía, en nuestra literatura, el hombre matinal.
Actuaban sobre él demasiadas influencias decadentistas. Entre "las cosas
inefables e infinitas", que intervienen en el desarrollo de sus leyendas
inkaicas, con la Fe, el Mar y la Muerte, pone al Crepúsculo. Desde su
juventud, su arte estuvo bajo el signo de D'Annunzio. En Italia, el
tramonto romano, el atardecer voluptuoso del Janiculum, la vendimia
autumnal, Venecia anfibia –marítima
y palúdica–, exacerbaron en
Valdelomar las emociones crepusculares de Il Fuoco.
Pero a Valdelomar lo preserva de una excesiva intoxicación decadentista
su vivo y puro lirismo. El humour, esa nota tan frecuente de su
arte, es la senda por donde se evade del universo d'annunziano. El
humour da el tono al mejor de sus cuentos: "Hebaristo, el sauce que
murió de amor". Cuento pirandelliano, aunque Valdelomar acaso no
conociera a Pirandello que, en la época de la visita de nuestro escritor
a Italia, estaba muy distante de la celebridad ganada para su nombre por
sus obras teatrales. Pirandelliano por el método: identificación
panteísta de las vidas paralelas de un sauce y un boticario;
pirandelliano por el personaje: levemente caricaturesco, mesocrático,
pequeño burgués, inconcluso; pirandelliano por el drama: el fracaso de
una existencia que, en una tentativa superior a su ritmo sórdido, siente
romperse su resorte con grotesco y risible traquido.
Un sentimiento panteísta, pagano, empujaba a Valdelomar a la aldea, a la
naturaleza. Las impresiones de su infancia, transcurrida en una apacible
caleta de pescadores gravitan melodiosamente en su subconsciencia.
Valdelomar es singularmente sensible a las cosas rústicas. La emoción de
su infancia está hecha de hogar, de playa y de campo. El "soplo denso,
perfumado del mar", la impregna de una tristeza tónica y salobre:
Tiene, empero, Valdelomar la sensibilidad cosmopolita y viajera del
hombre moderno. Nueva York, Times Square, son motivos que lo
atraen tanto como la aldea encantada y el "caballero carmelo". Del piso
54 de Woolworth pasa sin esfuerzo a la yerba santa y la verdolaga de los
primeros soledosos caminos de su infancia. Sus cuentos acusan la
movilidad caleidoscópica de su fantasía. El dandismo de sus cuentos
yanquis y cosmopolitas, el exotismo de sus imágenes chinas u orientales
("mi alma tiembla como un junco débil"), el romanticismo de sus leyendas
inkaicas, el impresionismo de sus relatos criollos son en su obra
estaciones que se suceden, se repiten, se alternan en el itinerario del
artista, sin transiciones y sin rupturas espirituales.
Su obra es esencialmente fragmentaria y escisípara. La existencia y el
trabajo del artista se resentían de indisciplina y exuberancia criollas.
Valdelomar reunía, elevadas a su máxima potencia, las cualidades y los
defectos del mestizo costeño. Era un temperamento excesivo, que del más
exasperado orgasmo creador caía en el más asiático y fatalista
renunciamiento de todo deseo. Simultáneamente ocupaban su imaginación un
ensayo estético, una divagación humorística, una tragedia pastoril (Verdolaga),
una vida romancesca (La Mariscala). Pero poseía el don del
creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las riñas
de gallos, cualquier tema podía poner en marcha su imaginación, con
fructuosa cosecha artística. De muchas cosas, Valdelomar es descubridor.
A él se le reveló, primero que a nadie en nuestras letras, la trágica
belleza agonal de ]as corridas de toros. En tiempos en que este asunto
estaba reservado aún a la prosa pedestre de los iniciados en la
tauromaquia, escribió su Belmonte, el trágico.
La "greguería" empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me consta
que los primeros libros de Gómez de la Serna que arribaron a Lima,
gustaron sobremanera a Valdelomar. El gusto atomístico de la "greguería"
era, además, innato en él, aficionado a la pesquisa original y a la
búsqueda microcósmica. Pero, en cambio, Valdelomar no sospechaba aún en
Gómez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina de criollo
impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera
dorada, los colores ambiguos del crepúsculo.
Impresionismo: esta es, dentro de su variedad espacial, la filiación más
precisa de su arte.
XI. NUESTROS "INDEPENDIENTES"
Al margen de los movimientos, de las tendencias, de los cenáculos y
hasta de las propias generaciones, no han faltado en el proceso de
nuestra literatura casos más o menos independientes y solitarios de
vocación literaria. Pero en el proceso de una literatura se borra
lentamente el recuerdo del escritor y del artista que no dejan
descendencia. El escritor, el artista, pueden trabajar fuera de todo
grupo, de toda escuela, de todo movimiento. Mas su obra entonces no
puede salvarlo del olvido si no es en sí misma un mensaje a la
posteridad. No sobrevive sino el precursor, el anticipador, el
suscitador. Por esto, las individualidades me interesan, sobre todo, por
su influencia. Las individualidades, en mi estudio, no tienen su más
esencial valor en sí mismas, sino en su función de signos.
Ya hemos visto cómo a una generación o, mejor, a un movimiento radical
que reconoció su líder en González Prada, siguió un movimiento
neo-civilista o colonialista que proclamó su patriarca a Palma. Y cómo
vino después un movimiento "colónida" precursor de una nueva generación.
Pero eso no quiere decir que toda la literatura de este largo período
corresponda necesariamente al fenómeno "futurista" o al fenómeno "colónida".
Tenemos el caso del poeta Domingo Martínez Luján, bizarro espécimen de
la vieja bohemia romántica, algunos de cuyos versos señalarán en las
antologías algo así como la primera nota rubendariana de nuestra poesía.
Tenemos el caso de Manuel Beingolea, cuentista de fino humorismo y de
exquisita fantasía que cultiva, en el cuento, el decadentismo de lo raro
y lo extraordinario. Tenemos el caso de José María Eguren, que
representa en nuestra historia literaria la poesía "pura", antes que la
poesía simbolista.
El caso de Eguren, empero, por su excepcional ascendiente, no se
mantiene extraño al juego de las tendencias. Constituye un valor surgido
aparte de una generación, pero que deviene luego un valor polémico en el
diálogo de dos generaciones en contraste. Desconocido, desdeñado por la
generación "futurista" que aclama como su poeta a Gálvez, Eguren es
descubierto y adoptado por el movimiento "colónida".
La revelación de Eguren empieza en la revista Contemporáneos,
sobre la que debo decir algunas palabras. Contemporáneos marca
incontestablemente una fecha en nuestra historia literaria. Fundada por
Enrique Bustamante y Ballivián y Julio Alfonso Hernández, esta revista
aparece como el órgano de un grupo de "independientes" que sienten la
necesidad de afirmar su autonomía del cenáculo "colonialista". De la
generación de Riva Agüero, estos "independientes" repudian más la
estética que el espíritu. Contemporáneos se presenta, ante todo,
como la avanzada del modernismo en el Perú. Su programa es
exclusivamente literario. Hasta como simple revista de renovación
literaria, le faltan agresividad, exaltación, beligerancia. Tiene la
ponderación parnasiana de Enrique Bustamante y Ballivián, su director.
Mas sus actitudes poseen de todos modos un sentido de protesta. Los
"independientes" de Contemporáneos bus-can la amistad de González
Prada. Este gesto afirma por sí solo una "secesión". El poeta de
Exóticas, el prosador de Páginas Libres, que entonces no
colaboraba sino en algún acre y pobre periódico anarquista, reaparece en
1909 ante el público de las revistas literarias, en compañía de unos
independientes que estimaban en él al parnasiano, al aristócrata, más
que al acusador, más que al rebelde. Pero no importa. Este hecho anuncia
ya una reacción.
La revista Contemporáneos, desaparecida después de unos cuantos
números, intenta renacer en una revista más voluminosa, Cultura.
Bustamante y Ballivián se asocia para esta tentativa a Valdelomar. Pero
antes del primer número, los co-directores riñen. Cultura sale
sin Valdelomar. El primer y único número da la impresión de una revista
más ecléctica, menos representativa que Contemporáneos. El
fracaso de este experimento prepara a Colónida.
Pero estos y otros intentos revelan que si la generación de Riva Agüero
no pudo desdoblarse y dividirse en dos bandos, en dos grupos antagónicos
y definidos, no constituyó tampoco una generación uniforme y unánime. En
ninguna generación se presentan esta uniformidad, esta unanimidad. La de
Riva Agüero tuvo sus "independientes", tuvo sus heterodoxos. Espiritual
e ideológicamente, el de más personalidad y significación fue sin duda
Pedro S. Zulen. A Zulen no le disgustaban únicamente el academicismo y
la retórica de los "futuristas"; le disgustaba profundamente el espíritu
conservador y tradicionalista. Frente a una generación "colonialista",
Zulen se declaró "pro-indigenista". Los demás "independientes" -Enrique
Bustamante y Ballivián, Alberto J. Ureta, etc.- se contentaron con una
implícita secesión literaria.
XII. EGUREN
José María Eguren representa en nuestra historia literaria la poesía
pura. Este concepto no tiene ninguna afinidad con la tesis del Abate
Brémond. Quiero simplemente expresar que la poesía de Eguren se
distingue de la mayor parte de la poesía peruana en que no pretende ser
historia, ni filosofía ni apologética sino exclusiva y solamente poesía.
Los poetas de la República no heredaron de los poetas de la Colonia la
afición a la poesía teológica –mal
llamada religiosa o mística– pero sí
heredaron la afición a la poesía cortesana y ditirámbica. El parnaso
peruano se engrosó bajo la República con nuevas odas, magras unas,
hinchadas otras. Los poetas pedían un punto de apoyo para mover el
mundo, pero este punto de apoyo era siempre un evento, un personaje. La
poesía se presentaba, por consiguiente, subordinada a la cronología.
Odas a los héroes o hechos de América cuando no a los reyes de España,
constituían los más altos monumentos de esta poesía de efemérides o de
ceremonia que no encerraba la emoción de una época o de una gesta sino
apenas de una fecha. La poesía satírica estaba también, por razón de su
oficio, demasiado encadenada al evento, a la crónica.
En otros casos, los poetas cultivaban el poema filosófico que
generalmente no es poesía ni es filosofía. La poesía degeneraba en un
ejercicio de declamación metafísica.
El arte de Eguren es la reacción contra este arte gárrulo y retórico,
casi íntegramente compuesto de elementos temporales y contingentes.
Eguren se comporta siempre como un poeta puro. No escribe un solo verso
de ocasión, un solo canto sobre medida. No se preocupa del gusto del
público ni de la crítica. No canta a España, ni a Alfonso XIII, ni a
Santa Rosa de Lima. No recita siquiera sus versos en veladas ni fiestas.
Es un poeta que en sus versos dice a los hombres únicamente su mensaje
divino.
¿Cómo salva este poeta su personalidad? ¿Cómo encuentra y afina en esta
turbia atmósfera literaria sus medios de expresión? Enrique Bustamante y
Ballivián que lo conoce íntimamente nos ha dado un interesante esquema
de su formación artística: "Dos han sido los más importantes factores en
la formación del poeta dotado de riquísimo temperamento: las impresiones
campestres recibidas en su infancia en Chuquitanta, hacienda de su
familia en las inmediaciones de Lima, y las lecturas que desde su niñez
le hiciera de los clásicos españoles su hermano Jorge. Diéronle las
primeras no sólo el paisaje que da fondo a muchos de sus poemas, sino el
profundo sentimiento de la Naturaleza expresado en símbolos como lo
siente la gente del campo que lo anima con leyendas y consejas y lo
puebla de duendes y brujas, monstruos y trasgos. De aquellas clásicas
lecturas, hechas con culto criterio y ponderado buen gusto, sacó la
afición literaria, la riqueza de léxico y ciertos giros arcaicos que dan
sabor peculiar a su muy moderna poesía. De su hogar, profundamente
cristiano y místico, de recia moralidad cerrada, obtuvo la pureza de
alma y la tendencia al ensueño. Puede agregarse que en él, por su
hermana Susana, buena pianista y cantante, obtuvo la afición musical que
es tendencia de muchos de sus versos. En cuanto al color y a la riqueza
plástica, no se debe olvidar que Eguren es un buen pintor (aunque no
llegue a su altura de poeta) y que comenzó a pintar antes de escribir.
Ha notado algún crítico que Eguren es un poeta de la infancia y que allí
está su virtud principal. Ello seguramente ha de tener origen (aunque
discrepemos de la opinión del crítico) en que los primeros versos del
poeta fueron escritos para sus sobrinas y que son cuadros de la infancia
en que ellas figuran" (30).
Encuentro excesivo o, más bien, impreciso, calificar a Eguren de poeta
de la infancia. Pero me parece evidente su calidad esencial de poeta de
espíritu y sensibilidad infantiles. Toda su poesía es una versión
encantada y alucinada de la vida. Su simbolismo viene, ante todo, de sus
impresiones de niño. No depende de influencias ni de sugestiones
literarias. Tiene sus raíces en la propia alma del poeta. La poesía de
Eguren es la prolongación de su infancia. Eguren conserva íntegramente
en sus versos la ingenuidad y la réverie del niño. Por eso su
poesía es una visión tan virginal de las cosas. En sus ojos deslumbrados
de infante, está la explicación total del milagro.
Este rasgo del arte de Eguren no aparece sólo en las que específicamente
pueden ser clasificadas como poesías de tema infantil. Eguren expresa
siempre las cosas y la Naturaleza con imágenes que es fácil identificar
y reconocer como escapadas de su subconsciencia de niño. La plástica
imagen de un "rey colorado de barba de acero"
–una de las notas preciosas de "Eroe"
poesía de música rubendariana– no
puede ser encontrada sino por la imaginación de un infante. "Los reyes
rojos", una de las más bellas creaciones del simbolismo de Eguren, acusa
análogo origen en su bizarra composición de calcomanía:
Nace también de este encantamiento del alma de Eguren su gusto por lo
maravilloso y lo fabuloso. Su mundo es el mundo indescifrable y
aladinesco de "la niña de la lámpara azul". Con Eguren aparece por
primera vez en nuestra literatura la poesía de lo maravilloso. Uno de
los elementos y de las características de esta poesía es el exotismo.
Simbólicas tiene un fondo de mitología escandinava y de medioevo
germano. Los mitos helenos no asoman nunca en el paisaje wagneriano y
grotesco de sus cromos sintetistas.
* * *
Eguren no tiene ascendientes en la literatura
peruana. No los tiene tampoco en la propia poesía española. Bustamante y
Ballivián afirma que González Prada "no encontraba en ninguna literatura
origen al simbolismo de Eguren". También yo recuerdo haber oído a
González Prada más o menos las mismas palabras.
Clasifico a Eguren entre los precursores del período cosmopolita de
nuestra literatura. Eguren –he dicho
ya– aclimata en un clima poco
propicio la flor preciosa y pálida del simbolismo. Pero esto no quiere
decir que yo comparta, por ejemplo, la opinión de los que suponen en
Eguren influencias vivamente perceptibles del simbolismo francés.
Pienso, por el contrario, que esta opinión es equivocada. El simbolismo
francés no nos da la clave del arte de Eguren. Se pretende que en Eguren
hay trazas especiales de la influencia de Rimbaud. Mas el gran Rimbaud
era, temperamentalmente, la antítesis de Eguren. Nietzscheano, agónico,
Rimbaud habría exclamado con el Guillén de Deucalión: "Yo he de
ayudar al Diablo a conquistar el cielo". André Rouveyre lo declara "el
prototipo del sarcasmo demoníaco y del blasfemo despreciante". Mílite de
la Comuna, Rimbaud tenía una psicología de aventurero y de
revolucionario. "Hay que ser absolutamente moderno", repetía. Y para
serlo dejó a los veintidós años la literatura y París. A ser poeta en
París prefirió ser pioneer en África. Su vitalidad excesiva no se
resignaba a una bohemia citadina y decadente, más o menos verleniana.
Rimbaud, en una palabra, era un ángel rebelde. Eguren, en cambio, se nos
muestra siempre exento de satanismo. Sus tormentas, sus pesadillas son
encantada e infantilmente feéricas. Eguren encuentra pocas veces su
acento y su alma tan cristalinamente como en "Los Ángeles Tranquilos":
El poeta de Simbólicas y de La Canción de las Figuras
representa, en nuestra poesía, el simbolismo; pero no un simbolismo. Y
mucho menos una escuela simbolista. Que nadie le regatee originalidad.
No es lícito regatearla a quien ha escrito versos tan absoluta y
rigurosamente originales como los de "El Duque":
Rubén Darío creía pensar en francés más bien que en castellano.
Probablemente no se engañaba. El decadentismo, el preciosismo, el
bizantinismo de su arte son los del París finisecular y verleniano del
cual el poeta se sintió huésped y amante. Su barca, "provenía del divino
astillero del divino Watteau". Y el galicismo de su espíritu engendraba
el galicismo de su lenguaje. Eguren no presenta el uno ni el otro. Ni
siquiera su estilo se resiente de afrancesamiento
(3l). Su forma es
española; no es francesa. Es frecuente y es sólito en sus versos, como
lo remarca Bustamante y Ballivián, el giro arcaico. En nuestra
literatura, Eguren es uno de los que representan la reacción contra el
españolismo porque, hasta su orto, el españolismo era todavía
retoricismo barroco o romanticismo grandilocuente. Eguren, en todo caso,
no es como Rubén Darío un enamorado de la Francia siglo dieciocho y
rococó. Su espíritu desciende del Medioevo, más bien que del
Setecientos. Yo lo hallo hasta más gótico que latino. Ya he aludido a su
predilección por los mitos escandinavos y germánicos. Constataré ahora
que en algunas de sus primeras composiciones, de acento y gusto un poco
rubendarianos, como "Las Bodas Vienesas" y "Lis", la imaginación de
Eguren abandona siempre el mundo dieciochesco para partir en busca de un
color o una nota medioevales:
Me parece que algunos elementos de su poesía
–la ternura y el candor de la
fantasía, verbigratia–
emparentan vagamente a veces a Eguren con Maeterlinck
–el Maeterlinck de los buenos
tiempos–. Pero esta indecisa
afinidad no revela precisamente una influencia maeterlinckiana. Depende
más bien de que la poesía de Eguren, por las rutas de lo maravilloso,
por los caminos del sueño, toca el misterio. Mas Eguren interpreta el
misterio con la inocencia de un niño alucinado y vidente. Y en
Maeterlinck el misterio es con frecuencia un producto de alquimia
literaria.
Objetando su galicismo, analizando su simbolismo, se abre de improviso,
feéricamente, como en un encantamiento, la puerta secreta de una
interpretación genealógica del espíritu y del temperamento de José M.
Eguren.
* * *
Eguren desciende del Medio Evo. Es un eco puro
–extraviado en el trópico americano–
del Occidente medioeval. No procede de la España morisca sino de la
España gótica. No tiene nada de árabe en su temperamento ni en su
espíritu. Ni siquiera tiene mucho de latino. Sus gustos son un poco
nórdicos. Pálido personaje de Van Dyck, su poesía se puebla a veces de
imágenes y reminiscencias flamencas y germanas. En Francia el clasicismo
le reprocharía su falta de orden y claridad latinas. Maurras lo hallaría
demasiado tudesco y caótico. Porque Eguren no procede de la Europa
renacentista o rococó. Procede espiritualmente de la edad de las
cruzadas y las catedrales. Su fantasía bizarra tiene un parentesco
característico con la de los decoradores de las catedrales góticas en su
afición a lo grotesco. El genio infantil de Eguren se divierte en lo
grotesco, finamente estilizado con gusto prerrenacentista:
En Eguren subsiste, mustiado por los siglos, el espíritu aristocrático.
Sabemos que en el Perú la aristocracia colonial se transformó en
burguesía republicana. El antiguo encomendero reemplazó formalmente sus
principios feudales y aristocráticos por los principios demoburgueses de
la revolución libertadora. Este sencillo cambio le permitió conservar
sus privilegios de encomendero y latifundista. Por esta metamorfosis,
así como no tuvimos bajo el Virreinato una auténtica aristocracia, no
tuvimos tampoco bajo la República una auténtica burguesía. Eguren
–el caso tenía que darse en un poeta–
es tal vez el único descendiente de la genuina Europa medioeval y
gótica. Biznieto de la España aventurera que descubrió América, Eguren
se satura en la hacienda costeña, en el solar nativo, de ancianos aromas
de leyenda. Su siglo y su medio no sofocan en él del todo el alma
medioeval (En España, Eguren habría amado como Valle Inclán los héroes y
los hechos de las guerras carlistas). No nace cruzado
–es demasiado tarde para serlo–,
pero nace poeta. La afición de su raza a la aventura se salva en la
goleta corsaria de su imaginación. Como no le es dado tener el alma
aventurera, tiene al menos aventurera la fantasía.
Nacida medio siglo antes, la poesía de Eguren habría sido romántica
(32), aunque no por esto de mérito menos imperecedero. Nacida bajo el
signo de la decadencia novecentista, tenía que ser simbolista (Maurras
no se engaña cuando mira en el simbolismo la cola de la cola del
romanticismo). Eguren habría necesitado siempre evadirse de su época, de
la realidad. El arte es una evasión cuando el artista no puede aceptar
ni traducir la época y la realidad que le tocan. De estos artistas han
sido en nuestra América -dentro de sus temperamentos y sus tiempos
disímiles- José Asunción Silva y Julio Herrera y Reissig.
Estos artistas maduran y florecen extraños y contrarios al penoso y
áspero trabajo de crecimiento de sus pueblos. Como diría Jorge Luis
Borges, son artistas de una cultura, no de una estirpe. Pero son quizá
los únicos artistas que, en ciertos períodos de su historia, puede
poseer un pueblo, puede producir una estirpe. Valerio Brussiov,
Alejandro Block, simbolistas y aristócratas también, representaron en
los años anteriores a la revolución, la poesía rusa. Venida la
revolución, los dos descendieron de su torre solariega al ágora
ensangrentada y tempestuosa.
Eguren, en el Perú, no comprende ni conoce al pueblo. Ignora al indio,
lejano de su historia y extraño a su enigma. Es demasiado occidental y
extranjero espiritualmente para asimilar el orientalismo indígena. Pero,
igualmente, Eguren no comprende ni conoce tampoco la civilización
capitalista, burguesa, occidental. De esta civilización, le interesa y
le encanta únicamente, la colosal juguetería. Eguren se puede suponer
moderno porque admira el avión, el submarino, el automóvil. Mas en el
avión, en el automóvil, etc., admira no la máquina sino el juguete. El
juguete fantástico que el hombre ha construido para atravesar los mares
y los continentes. Eguren ve al hombre jugar con la máquina; no ve, como
Rabindranath Tagore, a la máquina esclavizar al hombre.
La costa mórbida, blanda, parda, lo ha aislado tal vez de la historia y
de la gente peruanas. Quizá la sierra lo habría hecho diferente Una
naturaleza incolora y monótona es responsable, en todo caso, de que su
poesía sea algo así como una poesía de cámara. Poesía de estancia y de
interior. Porque así como hay una música y una pintura de cámara, hay
también una poesía de cámara. Que, cuando es la voz de un verdadero
poeta, tiene el mismo encanto.
XIII. ALBERTO HIDALGO
Alberto Hidalgo significó en nuestra literatura, de 1917 al 18, la
exasperación y la terminación del experimento "colónida". Hidalgo llevó
la megalomanía, la egolatría, la beligerancia del gesto "colónida" a sus
más extremas consecuencias. Los bacilos de esta fiebre, sin la cual no
habría sido posible tal vez elevar la temperatura de nuestras letras,
alcanzaron en el Hidalgo, todavía provinciano, de Panoplia Lírica,
su máximo grado de virulencia. Valdelomar estaba ya de regreso de su
aventuroso viaje por los dominios d'annunzianos, en el cual
–acaso porque en D'Annunzio junto a
Venecia bizantina están el Abruzzo rústico y la playa adriática–,
descubrió la costa de la criolledad y entrevió lejano el continente del
inkaísmo. Valdelomar había guardado, en sus actitudes más ególatras, su
humorismo. Hidalgo, un poco tieso aún dentro de su chaqué arequipeño, no
tenía la misma agilidad para la sonrisa. El gesto "colónida" en él era
patético. Pero Hidalgo, en cambio, iba a aportar a nuestra renovación
literaria, quizá por su misma bronca virginidad de provinciano, a quien
la urbe no había aflojado, un gusto viril por la mecánica, el
maquinismo, el rascacielos, la velocidad, etc. Si con Valdelomar
incorporamos en nuestra sensibilidad, antes estragada por el espeso
chocolate escolástico, a D'Annunzio, con Hidalgo asimilamos a Marinetti,
explosivo, trepidante, camorrista. Hidalgo, panfletista y lapidario,
continuaba, desde otro punto de vista, la línea de González Prada y
More. Era un personaje excesivo para un público sedentario y reumático.
La fuerza centrífuga y secesionista que lo empuja, se lo llevó de aquí
en un torbellino.
Hoy Hidalgo es, aunque no se mueva de un barrio de Buenos Aires, un
poeta del idioma. Apenas si, como antecedente, se puede hablar de sus
aventuras de poeta local. Creciendo, creciendo, ha adquirido efectiva
estatura americana. Su literatura tiene circulación y cotización en
todos los mercados del mundo hispano. Como siempre, su arte es de
secesión. El clima austral ha temperado y robustecido sus nervios un
poco tropicales, que conocen todos los grados de la literatura y todas
las latitudes de la imaginación. Pero Hidalgo está
–como no podía dejar de estar–
en la vanguardia. Se siente –según
sus palabras– en la izquierda de la
izquierda.
Esto quiere decir, ante todo, que Hidalgo ha visitado las diversas
estaciones y recorrido los diversos caminos del arte ultramoderno. La
experiencia vanguardista le es, íntegramente, familiar. De esta gimnasia
incesante, ha sacado una técnica poética depurada de todo rezago
sospechoso. Su expresión es límpida, bruñida, certera, desnuda. El lema
de su arte es este: "simplismo".
Pero Hidalgo, por su espíritu, está, sin quererlo y sin saberlo, en la
última estación romántica. En muchos versos suyos, encontramos la
confesión de su individualismo absoluto. De todas las tendencias
literarias contemporáneas, el unanimismo es, evidentemente, la más
extraña y ausente de su poesía. Cuando logra su más alto acento de
lírico puro, se evade a veces de su egocentrismo. Así, por ejemplo,
cuando dice: "Soy apretón de manos a todo lo que vive. / Poseo plena la
vecindad del mundo". Mas con estos versos empieza su poema "Envergadura
del Anarquista" que es la más sincera y lírica efusión de su
individualismo. Y desde el segundo verso, la idea de "vecindad del
mundo" acusa el sentimiento de secesión y de soledad.
El romanticismo –entendido como
movimiento literario y artístico, anexo a la revolución burguesa–
se resuelve, conceptual y sentimentalmente, en individualismo. El
simbolismo, el decadentismo, no han sido sino estaciones románticas. Y
lo han sido también las escuelas modernistas en los artistas que no han
sabido escapar al subjetivismo excesivo de la mayor parte de sus
proposiciones.
Hay un síntoma sustantivo en el arte individualista, que indica, mejor
que ningún otro, un proceso de disolución: el empeño con que cada arte,
y hasta cada elemento artístico, reivindica su autonomía. Hidalgo es uno
de los que más radicalmente adhieren a este empeño, si nos atenemos a su
tesis del "poema de varios lados". "Poema en el que cada uno de sus
versos constituye un ser libre, a pesar de hallarse al servicio de una
idea o de una emoción centrales". Tenemos así proclamada,
categóricamente, la autonomía, la individualidad del verso. La estética
del anarquista no podía ser otra.
Políticamente, históricamente, el anarquismo es, como está averiguado,
la extrema izquierda del liberalismo. Entra, por tanto, a pesar de todas
las protestas inocentes o interesadas, en el orden ideológico burgués.
El anarquista, en nuestro tiempo, puede ser un revolté, pero no
es, históricamente, un revolucionario.
Hidalgo –aunque lo niegue–
no ha podido sustraerse a la emoción revolucionaria de nuestro tiempo
cuando ha escrito su "Ubicación de Lenin" y su "Biografía de la palabra
revolución". En el prefacio de su último libro Descripción del Cielo,
la visión subjetiva lo hace, sin embargo, escribir que el primero "es un
poema de exaltación, de pura lírica, no de doctrina" y que "Lenin ha
sido un pretexto para crear como pudo serlo una montaña, un río o una
máquina", y que "'Biografía de la palabra revolución', es un elogio de
la revolución pura, de la revolución en sí, cualquiera que sea la causa
que la dicte". La revolución pura, la revolución en sí, querido Hidalgo,
no existe para la historia y, no existe tampoco para la poesía. La
revolución pura es una abstracción. Existen la revolución liberal, la
revolución socialista, otras revoluciones. No existe la revolución pura,
como cosa histórica ni como tema poético.
De las tres categorías primarias en que, por comodidad de clasificación
y de crítica, cabe, a mi juicio, dividir la poesía de hoy
–lírica pura, disparate absoluto y
épica revolucionaria–, Hidalgo
siente, sobre todo, la primera; y aquí está su fuerza más grande, la que
le ha dado su más bellos poemas. El poema a Lenin es una creación lírica
(Hidalgo se engaña sólo en cuanto se supone ajeno a la emoción
histórica). Este poema, que ha salvado íntegramente todos los riesgos
profesionales, es a la vez de una gran pureza poética. Lo trascribiría
entero, si estos versos no bastasen:
Su lirismo vigilante salva a Hidalgo de caer en un arte excesivamente
cerebral, subjetivo, nihilista. No es posible dudar de él, capaz de
recrearse en este "Dibujo de Niño":
El disparate –si enjuiciamos la
actualidad de Hidalgo por Descripción del Cielo–
desaparece casi completamente de su poesía. Es más bien, uno de los
elementos de su prosa; y nunca es, en verdad, disparate absoluto. Carece
de su incoherencia alucinada: tiende, más bien, al disparate lógico,
racional. La épica revolucionaria –que
anuncia un nuevo romanticismo indemne del individualismo del que termina–
no se concilia con su temperamento ni con su vida, violentamente
anárquicos.
A su individualismo exasperado, debe Hidalgo su dificultad para el
cuento o la novela. Cuando los intenta, se mueve dentro de un género que
exige la extraversión del artista. Los cuentos de Hidalgo son los de un
artista introvertido. Sus personajes aparecen esquemáticos,
artificiales, mecánicos. Le sobra a su creación, hasta cuando es más
fantástica, la excesiva, intolerante y tiránica presencia del artista,
que se niega a dejar vivir a sus criaturas por su propia cuenta, porque
pone demasiado en todas ellas su individualidad y su intención.
XIV. CÉSAR VALLEJO
El primer libro de César Vallejo, Los Heraldos Negros, es el orto
de una nueva poesía en el Perú. No exagera, por fraterna exaltación,
Antenor Orrego, cuando afirma que "a partir de este sembrador se inicia
una nueva época de la libertad, de la autonomía poética, de la vernácula
articulación verbal"
(33).
Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Valleio se
encuentra, por primera vez en nuestra literatura, sentimiento indígena
virginalmente expresado. Melgar –signo
larvado, frustrado– en sus yaravíes
es aún un prisionero de la técnica clásica, un gregario de la retórica
española. Vallejo, en cambio, logra en su poesía un estilo nuevo. El
sentimiento indígena tiene en sus versos una modulación propia. Su canto
es íntegramente suyo. Al poeta no le basta traer un mensaje nuevo.
Necesita traer una técnica y un lenguaje nuevos también. Su arte no
tolera el equívoco y artificial dualismo de la esencia y la forma. "La
derogación del viejo andamiaje retórico –remarca
certeramente Orrego– no era un
capricho o arbitrariedad del poeta, era una necesidad vital. Cuando se
comienza a comprender la obra de Vallejo, se comienza a comprender
también la necesidad de una técnica renovada y distinta"
(34). El
sentimiento indígena es en Melgar algo que se vislumbra sólo en el fondo
de sus versos; en Vallejo es algo que se ve aflorar plenamente al verso
mismo cambiando su estructura. En Melgar no es sino el acento; en
Vallejo es el verbo. En Melgar, en fin, no es sino queja erótica; en
Vallejo es empresa metafísica. Vallejo es un creador absoluto. Los
Heraldos Negros podía haber sido su obra única. No por eso Vallejo
habría dejado de inaugurar en el proceso de nuestra literatura una nueva
época. En estos versos del pórtico de Los Heraldos Negros
principia acaso la poesía peruana (Peruana, en el sentido de indígena).
Clasificado dentro de la literatura mundial, este libro, Los Heraldos
Negros, pertenece parcialmente, por su título verbigracia, al ciclo
simbolista. Pero el simbolismo es de todos los tiempos. El simbolismo,
de otro lado, se presta mejor que ningún otro estilo a la interpretación
del espíritu indígena. El indio, por animista y por bucólico, tiende a
expresarse en símbolos e imágenes antropomórficas o campesinas. Vallejo
además no es sino en parte simbolista. Se encuentra en su poesía
–sobre todo de la primera manera–
elementos de simbolismo, tal como se encuentra elementos de
expresionismo, de dadaísmo y de suprarrealismo. El valor sustantivo de
Vallejo es el de creador. Su técnica está en continua elaboración. El
procedimiento, en su arte, corresponde a un estado de ánimo. Cuando
Vallejo en sus comienzos toma en préstamo, por ejemplo, su método a
Herrera y Reissig, lo adapta a su personal lirismo.
Mas lo fundamental, lo característico en su arte es la nota india. Hay
en Vallejo un americanismo genuino y esencial; no un americanismo
descriptivo o localista. Vallejo no recurre al folclore. La palabra
quechua, el giro vernáculo no se injertan artificiosamente en su
lenguaje; son en él producto espontáneo, célula propia, elemento
orgánico. Se podría decir que Vallejo no elige sus vocablos. Su
autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la tradición, no
se interna en la historia, para extraer de su oscuro substratum perdidas
emociones. Su poesía y su lenguaje emanan de su carne y su ánima. Su
mensaje está en él. El sentimiento indígena obra en su arte quizá sin
que él lo sepa ni lo quiera.
Uno de los rasgos más netos y claros del indigenismo de Vallejo me
parece su frecuente actitud de nostalgia. Valcárcel, a quien debemos tal
vez la más cabal interpretación del alma autóctona, dice que la tristeza
del indio no es sino nostalgia. Y bien, Vallejo es acendradamente
nostálgico. Tiene la ternura de la evocación. Pero la evocación en
Vallejo es siempre subjetiva. No se debe confundir su nostalgia
concebida con tanta pureza lírica con la nostalgia literaria de los
pasadistas. Vallejo es nostalgioso, pero no meramente retrospectivo. No
añora el Imperio como el pasadismo perricholesco añora el Virreinato. Su
nostalgia es una protesta sentimental o una protesta metafísica.
Nostalgia de exilio; nostalgia de ausencia.
Otras veces Vallejo presiente o predice la nostalgia que vendrá:
Vallejo interpreta a la raza en un instante en que todas sus nostalgias,
punzadas por un dolor de tres siglos, se exacerban. Pero
–y en esto se identifica también un
rasgo del alma india–, sus recuerdos
están llenos de esa dulzura de maíz tierno que Vallejo gusta
melancólicamente cuando nos habla del "facundo ofertorio de los
choclos".
Vallejo tiene en su poesía el pesimismo del indio. Su hesitación, su
pregunta, su inquietud, se resuelven escépticamente en un "¡para qué!"
En este pesimismo se encuentra siempre un fondo de piedad humana. No hay
en él nada de satánico ni de morboso. Es el pesimismo de un ánima que
sufre y expía "la pena de los hombres" como dice Pierre Hamp. Carece
este pesimismo de todo origen literario. No traduce una romántica
desesperanza de adolescente turbado por la voz de Leopardi o de
Schopenhauer. Resume la experiencia filosófica, condensa la actitud
espiritual de una raza, de un pueblo. No se le busque parentesco ni
afinidad con el nihilismo o el escepticismo intelectualista de
Occidente. El pesimismo de Vallejo, como el pesimismo del indio, no es
un concepto sino un sentimiento. Tiene una vaga trama de fatalismo
oriental que lo aproxima, más bien, al pesimismo cristiano y místico de
los eslavos. Pero no se confunde nunca con esa neurastenia angustiada
que conduce al suicidio a los lunáticos personajes de Andreiev y
Arzibachev. Se podría decir que así como no es un concepto, tampoco es
una neurosis.
Este pesimismo se presenta lleno de ternura y caridad. Y es que no lo
engendra un egocentrismo, un narcisismo, desencantados y exasperados,
como en casi todos los casos del ciclo romántico. Vallejo siente todo el
dolor humano. Su pena no es personal. Su alma "está triste hasta la
muerte" de la tristeza de todos los hombres. Y de la tristeza de Dios.
Porque para el poeta no sólo existe la pena de los hombres. En estos
versos nos habla de la pena de Dios:
Otros versos de Vallejo niegan esta intuición de la divinidad. En "Los
Dados Eternos" el poeta se dirige a Dios con amargura rencorosa. "Tú que
estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación". Pero el
verdadero sentimiento del poeta, hecho siempre de piedad y de amor, no
es éste. Cuando su lirismo, exento de toda coerción racionalista, fluye
libre y generosamente, se expresa en versos como éstos, los primeros que
hace diez años me revelaron el genio de Vallejo:
"El poeta –escribe Orrego–
habla individualmente, particulariza el lenguaje, pero piensa, siente y
ama universalmente". Este gran lírico, este gran subjetivo, se comporta
como un intérprete del universo, de la humanidad. Nada recuerda en su
poesía la queja egolátrica y narcisista del romanticismo. El
romanticismo del siglo XIX fue esencialmente ndividualista; el
romanticismo del novecientos es, en cambio, espontánea y lógicamente
socialista, unanimista. Vallejo, desde este punto de vista, no sólo
pertenece a su raza, pertenece también a su siglo, a su evo
(35).
Es tanta su piedad humana que a veces se siente responsable de una parte
del dolor de los hombres. Y entonces se acusa a sí mismo. Lo asalta el
temor, la congoja de estar también él, robando a los demás:
La poesía de Los Heraldos Negros es así siempre. El alma de
Vallejo se da entera al sufrimiento de los pobres.
Este arte señala el nacimiento de una nueva sensibilidad. Es un arte
nuevo, un arte rebelde, que rompe con la tradición cortesana de una
literatura de bufones y lacayos. Este lenguaje es el de un poeta y un
hombre. El gran poeta de Los Heraldos Negros y de Trilce
–ese gran poeta que ha pasado
ignorado y desconocido por las calles de Lima tan propicias y rendidas a
los laureles de los juglares de feria–
se presenta, en su arte, como un precursor del nuevo espíritu, de la
nueva conciencia.
Vallejo, en su poesía, es siempre un alma ávida de infinito, sedienta de
verdad. La creación en él es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y
exultante. Este artista no aspira sino a expresarse pura e
inocentemente. Se despoja, por eso, de todo ornamento retórico, se
desviste de toda vanidad literaria. Llega a la más austera, a la más
humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma. Es un místico de la
pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la dureza y
la crueldad de su camino. He aquí lo que escribe a Antenor Orrego
después de haber publicado Trilce: "El libro ha nacido en el
mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su
estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una
hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista:
¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento
que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me
doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha
artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad!
¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa
libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes
espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se
vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!" Este es
inconfundiblemente el acento de un verdadero creador, de un auténtico
artista. La confesión de su sufrimiento es la mejor prueba de su
grandeza.
XV. ALBERTO GUILLÉN
Alberto Guillén heredó de la generación "colónida" el espíritu
iconoclasta y ególatra. Extremó en su poesía la exaltación paranoica del
yo. Pero, a tono con el nuevo estado de ánimo que maduraba ya, tuvo su
poesía un acento viril. Extraño a los venenos de la urbe, Guillén
discurrió, con rústico y pánico sentimiento, por los caminos del agro y
la égloga. Enfermo de individualismo y nietzscheanismo, se sintió un
superhombre. En Guillén la poesía peruana renegaba, un poco desgarbada
pero oportuna y definitivamente, sus surtidores y sus fontanas.
Pertenecen a este momento de Guillén Belleza Humilde y
Prometeo. Pero es en Deucalión donde el poeta encuentra su
equilibrio y realiza su personalidad. Clasifico Deucalión entre
los libros que más alta y puramente representan la lírica peruana de la
primera centuria. En Deucalión no hay un bardo que declama en un
tinglado ni un trovador que canta una serenata. Hay un hombre que sufre,
que exulta, que afirma, que duda y que niega. Un hombre henchido de
pasión, de ansia, de anhelo. Un hombre, sediento de verdad, que sabe que
"nuestro destino es hallar el camino que lleva al Paraíso". Deucalión
es la canción de la partida.
Este nuevo caballero andante no vela sus armas en ninguna venta. No
tiene rocín ni escudero ni armadura. Camina desnudo y grave como el
"Juan Bautista" de Rodin.
Pero la tensión de la vigilia de espera ha sido demasiado dura para sus
nervios jóvenes. Y, luego, la primera aventura, como la de Don Quijote,
ha sido desventurada y ridícula. El poeta, además, nos revela su
flaqueza desde esta jornada. No está bastante loco para seguir la ruta
de Don Quijote, insensible a las burlas del destino. Lleva acurrucado en
su propia alma al maligno Sancho con sus refranes y sus sarcasmos. Su
ilusión no es absoluta. Su locura no es cabal. Percibe el lado grotesco,
el flanco cómico de su andanza. Y, por consiguiente, fatigado,
vacilante, se detiene para interrogar a todas las esfinges y a todos los
enigmas.
Pero la duda, que roe el corazón del poeta, no puede aún prevalecer
sobre su esperanza. El poema tiene mucha sed de infinito. Su ilusión
está herida; pero todavía logra ser imperativa y perentoria. Este soneto
resume entero el episodio:
No es tan fuerte siempre el caminante. El diablo lo tienta a cada paso.
La duda, a pesar suyo, empieza a filtrarse sagazmente en su conciencia,
emponzoñándola y aflojándola. Guillén conviene con el diablo en que "no
sabemos si tiene razón Quijote o Panza". Mina su voluntad una filosofía
relativista y escéptica. Su gesto se vuelve un poco inseguro y
desconfiado. Entre la Nada y el Mito, su impulso vital lo conduce al
Mito. Pero Guillén conoce ya su relatividad. La duda es estéril. La fe
es fecunda. Sólo por esto Guillén se decide por el camino de la fe. Su
quijotismo ha perdido su candor y su pureza. Se ha tornado pragmatista.
"Piensa que te conviene / no perder la esperanza". Esperar, creer, es
una cuestión de conveniencia y de comodidad. Nada importa que luego esta
intuición se precise en términos más nobles: "Y, mejor, no razones, más
valen ilusiones que la razón más fuerte".
Pero todavía el poeta recupera, de rato en rato, su divina locura.
Todavía está encendida su alucinación. Todavía es capaz de expresarse
con una pasión sobrehumana:
Y, en este admirable soneto, grávido de emoción, religioso en su acento,
el poeta formula su evangelio:
La raíz de esta poesía está a veces en Nietzsche, a veces en Rodó, a
veces en Unamuno; pero la flor, la espiga, el grano, son de Guillén. No
es posible discutirle ni contestarle su propiedad. El pensamiento y la
forma se consustancian, se identifican totalmente en Deucalión.
La forma es como el pensamiento, desnuda, plástica, tensa, urgente.
Colérica y serena al mismo tiempo (Una de las cosas que yo amo más en
Deucalión es, precisamente, su prescindencia casi absoluta de
decorado y de indumento; su voluntario y categórico renunciamiento a lo
ornamental y a lo retórico). Deucalión, es una diana. Es un orto.
En Deucalión parte un hombre, mozo y puro todavía, en busca de
Dios o a la conquista del mundo.
Mas, en su camino, Guillén se corrompe. Peca por vanidad y por soberbia.
Olvida la meta ingenua de su juventud. Pierde su inocencia. El
espectáculo y las emociones de la civilización urbana y cosmopolita
enervan y relajan su voluntad. Su poesía se contagia del humor negativo
y corrosivo de la literatura de Occidente. Guillén deviene socarrón,
befardo, cínico, ácido. Y el pecado trae la expiación. Todo lo que es
posterior a Deucalión es también inferior. Lo que le falta de
intensidad humana le falta, igualmente, de significación artística. El
Libro de las Parábolas y La Imitación de Nuestro Señor Yo
encierran muchos aciertos; pero son libros irremediablemente monótonos.
Me hacen la impresión de productos de retorta. El escepticismo y el
egotismo de Guillén destilan ahí, acompasadamente, una gota, otra gota.
Tantas gotas, dan una página; tantas páginas y un prólogo, dan un libro.
El lado, el contorno de esta actitud de Guillén más interesante es su
relativismo. Guillén se entretiene en negar la realidad del yo, del
individuo. Pero su testimonio es recusable. Porque tal vez, Guillén
razona según su experiencia personal: "Mi personalidad, como yo la soñé,
como yo la entreví, no se ha realizado; luego la personalidad no
existe".
En La Imitación de Nuestro Señor Yo, el pensamiento de Guillén es
pirandelliano. He aquí algunas pruebas:
"El, ella, todos existen, pero en ti". "Soy todos los hombres en mí".
"¿Mis contradicciones no son una prueba de que llevo en mí a muchos
hombres?" "Mentira. Ellos no mueren: somos nosotros que morimos en
ellos".
Estas líneas contienen algunas briznas de la filosofía del Uno,
Ninguno, Cien Mil de Pirandello.
No creo, sin embargo, que Guillén, si persevera por esta ruta, llegue a
clasificarse entre los especímenes de la literatura humorista y
cosmopolita de Occidente. Guillén, en el fondo, es un poeta un poco
rural y franciscano. No toméis al pie de la letra sus blasfemias. Muy
adentro del alma, guarda un poco de romanticismo de provincia. Su
psicología tiene muchas raíces campesinas. Permanece, íntimamente,
extraña al espíritu quintaesenciado de la urbe. Cuando se lee a Guillén
se advierte, en seguida, que no consigue manejar con destreza el
artificio.
El título del último libro de Guillén Laureles resume la segunda
fase de su literatura y de su vida. Por conquistar estos y otros
laureles, que él mismo secretamente desdeña, ha luchado, ha sufrido, ha
peleado. El camino del laurel lo ha desviado del camino del Cielo. En la
adolescencia su ambición era más alta. ¿Se contenta ahora de algunos
laureles municipales o académicos?
Yo coincido con Gabriel Alomar en acusar a Guillén de sofocar al poeta
de Deucalión con sus propias manos. A Guillén lo pierde la
impaciencia. Quiere laureles a toda costa. Pero los laureles no
perduran. La gloria se construye con materiales menos efímeros. Y es
para los que logran renunciar a sus falaces y ficticias anticipaciones.
El deber del artista es no traicionar su destino. La impaciencia en
Guillén se resuelve en abundancia. Y la abundancia es lo que más
perjudica y disminuye el mérito de su obra que, en los últimos tiempos,
aunque adopte en verso la moda vanguardista, se resiente de cansancio,
de desgano y de repetición de sus primeros motivos.
XVI. MAGDA PORTAL
Magda Portal es ya otro valor-signo en el proceso de nuestra literatura.
Con su advenimiento le ha nacido al Perú su primera poetisa. Porque
hasta ahora habíamos tenido sólo mujeres de letras, de las cuales una
que otra con temperamento artístico o más específicamente literario.
Pero no habíamos tenido propiamente una poetisa.
Conviene entenderse sobre el término. La poetisa es hasta cierto punto,
en la historia de la civilización occidental, un fenómeno de nuestra
época. Las épocas anteriores produjeron sólo poesía masculina. La de las
mujeres también lo era, pues se contentaba con ser una variación de sus
temas líricos o de sus motivos filosóficos. La poesía que no tenía el
signo del varón, no tenía tampoco el de la mujer -virgen, hembra,
madre-. Era una poesía asexual. En nuestra época, las mujeres ponen al
fin en su poesía su propia carne y su propio espíritu. La poetisa es
ahora aquella que crea una poesía femenina. Y desde que la poesía de la
mujer se ha emancipado y diferenciado espiritualmente de la del hombre,
las poetisas tienen una alta categoría en el elenco de todas las
literaturas. Su existencia es evidente e interesante a partir del
momento en que ha empezado a ser distinta.
En la poesía de Hispanoamérica, dos mujeres, Gabriela Mistral y Juana de
Ibarbourou, acaparan desde hace tiempo más atención que ningún otro
poeta de su tiempo. Delmira Agustini tiene en su país y en América larga
y noble descendencia. Al Perú ha traído su mensaje Blanca Luz Brum. No
se trata de casos solitarios y excepcionales. Se trata de un vasto
fenómeno, común a todas las literaturas. La poesía, un poco envejecida
en el hombre, renace rejuvenecida en la mujer.
Un escritor de brillantes intuiciones, Félix del Valle, me decía un día,
constatando la multiplicidad de poetisas de mérito en el mundo, que el
cetro de la poesía había pasado a la mujer. Con su humorismo ingénito
formulaba así su proposición: -La poesía deviene un oficio de mujeres-.
Esta es sin duda una tesis extrema. Pero lo cierto es que la poesía que,
en los poetas, tiende a una actitud nihilista, deportiva, escéptica, en
las poetisas tiene frescas raíces y cándidas flores. Su acento acusa más
élan vital, más fuerza biológica.
Magda Portal no es aún bastante conocida y apreciada en el Perú ni en
Hispanoamérica. No ha publicado sino un libro de prosa: El derecho de
matar (La Paz, 1926) y un libro de versos: Una Esperanza y el Mar
(Lima, 1927). El derecho de matar nos presenta casi sólo uno de
sus lados: ese espíritu rebelde y ese mesianismo revolucionario que
testimonian incontestablemente en nuestros días la sensibilidad
histórica de un artista. Además, en la prosa de Magda Portal se
encuentra siempre un jirón de su magnífico lirismo. "El poema de la
Cárcel", "La sonrisa de Cristo" y "Círculos violeta"
–tres poemas de este volumen–
tienen la caridad, la pasión y la ternura exaltada de Magda. Pero este
libro no la caracteriza ni la define. El derecho de matar: título
de gusto anarcoide y nihilista, en el cual no se reconoce el espíritu de
Magda.
Magda es esencialmente lírica y humana. Su piedad se emparenta
–dentro de la autónoma personalidad
de uno y otro– con la piedad de
Vallejo. Así se nos presenta, en los versos de "Ánima absorta" y "Una
Esperanza y el Mar". Y así es seguramente. No le sienta ningún gesto de
decadentismo o paradojismo novecentistas.
En sus primeros versos Magda Portal es, casi siempre, la poetisa de la
ternura. Y en algunos se reconoce precisamente su lirismo en su
humanidad. Exenta de egolatría megalómana, de narcisismo romántico,
Magda Portal nos dice: "Pequeña soy. . . !"
Pero, ni piedad, ni ternura solamente, en su poesía se encuentra todos
los acentos de una mujer que vive apasionada y vehementemente, encendida
de amor y de anhelo y atormentada de verdad y de esperanza.
Magda Portal ha escrito en el frontispicio de uno de sus libros estos
pensamientos de Leonardo de Vinci: "El alma, primer manantial de la
vida, se refleja en todo lo que crea". "La verdadera obra de arte es
como un espejo en que se mira el alma del artista". La fervorosa
adhesión de Magda a estos principios de creación es un dato de un
sentido del arte que su poesía nunca contradice y siempre ratifica.
En su poesía Magda nos da, ante todo, una límpida versión de sí misma.
No se escamotea, no se mistifica, no se idealiza. Su poesía es su
verdad. Magda no trabaja por ofrecernos una imagen aliñada de su alma en
toilette de gala. En un libro suyo podemos entrar sin
desconfianza, sin ceremonia, seguros de que no nos aguarda ningún
simulacro, ninguna celada. El arte de esta honda y pura lírica, reduce
al mínimo, casi a cero, la proporción de artificio que necesita para ser
arte.
Esta es para mí la mejor prueba del alto valor de Magda. En esta época
de decadencia de un orden social –y
por consiguiente de un arte– el más
imperativo deber del artista es la verdad. Las únicas obras que
sobrevivirán a esta crisis, serán las que constituyan una confesión y un
testimonio.
El perenne y oscuro contraste entre dos principios
–el de vida y el de muerte–
que rigen el mundo, está presente siempre en la poesía de Magda. En
Magda se siente a la vez un anhelo angustiado de acabar y de no ser y un
ansia de crear y de ser. El alma de Magda es un alma agónica. Y su arte
traduce cabal e íntegramente las dos fuerzas que la desgarran y la
impulsan. A veces triunfa el principio de vida; a veces triunfa el
principio de muerte.
La presencia dramática de este conflicto da a la poesía de Magda Portal
una profundidad metafísica a la que arriba libremente el espíritu, por
la propia ruta de su lirismo, sin apoyarse en el bastón de ninguna
filosofía.
También le da una profundidad psicológica que le permite registrar todas
las contradictorias voces de su diálogo, de su combate, de su agonía.
La poetisa logra con una fuerza extraordinaria la expresión de sí misma
en estos versos admirables:
Esta poetisa nuestra, a quien debemos saludar ya como a una de las
primeras poetisas de Indoamérica, no desciende de la Ibarbourou. No
desciende de la Agustini. No desciende siquiera de la Mistral, de quien,
sin embargo, por cierta afinidad de acento, se le siente más próxima que
de ninguna. Tiene un temperamento original y autónomo. Su secreto, su
palabra, su fuerza, nacieron con ella y están en ella.
En su poesía hay más dolor que alegría, hay más sombra que claridad.
Magda es triste. Su impulso vital la mueve hacia la luz y la fiesta. Y
Magda se siente impotente para gozarlas. Este es su drama. Pero no la
amarga ni la enturbia.
En "Vidrios de Amor", poema en dieciocho canciones emocionadas, toda
Magda está en estos versos:
¿Toda Magda está en estos versos? Toda Magda, no. Magda no es sólo
madre, no es sólo amor. ¿Quién sabe de cuántas oscuras potencias, de
cuántas contrarias verdades está hecha un alma como la suya?
XVII. LAS CORRIENTES DE HOY.- EL INDIGENISMO
La corriente "indigenista" que caracteriza a la nueva literatura
peruana, no debe su propagación presente ni su exageración posible a las
causas eventuales o contingentes que determinan comúnmente una moda
literaria. Y tiene una significación mucho más profunda. Basta observar
su coincidencia visible y su consanguinidad íntima con una corriente
ideológica y social que recluta cada día más adhesiones en la juventud,
para comprender que el indigenismo literario traduce un estado de ánimo,
un estado de conciencia del Perú nuevo.
Este indigenismo que está sólo en un período de germinación
–falta aún un poco para que dé sus
flores y sus frutos– podría ser
comparado –salvadas todas las
diferencias de tiempo y de espacio–
al "mujikismo" de la literatura rusa pre-revolucionaria. El "mujikismo"
tuvo parentesco estrecho con la primera fase de la agitación social en
la cual se preparó e incubó la revolución rusa. La literatura "mujikista"
llenó una misión histórica. Constituyó un verdadero proceso del
feudalismo ruso, del cual salió éste inapelablemente condenado. La
socialización de la tierra, actuada por la revolución bolchevique,
reconoce entre sus pródromos la novela y la poesía "mujikistas". Nada
importa que al retratar al mujik –tampoco
importa si deformándolo o idealizándolo–
el poeta o el novelista ruso estuvieran muy lejos de pensar en la
socialización.
De igual modo el "constructivismo" y el "futurismo" rusos, que se
complacen en la representación de máquinas, rascacielos, aviones,
usinas, etc., corresponden a una época en que el proletariado urbano,
después de haber creado un régimen cuyos usufructuarios son hasta ahora
los campesinos, trabaja por occidentalizar Rusia llevándola a un grado
máximo de industrialismo y electrificación.
El "indigenismo" de nuestra literatura actual no está desconectado de
los demás elementos nuevos de esta hora. Por el contrario, se encuentra
articulado con ellos. El problema indígena, tan presente en la política,
la economía y la sociología no puede estar ausente de la literatura y
del arte. Se equivocan gravemente quienes, juzgándolo por la incipiencia
o el oportunismo de pocos o muchos de sus corifeos, lo consideran, en
conjunto, artificioso.
Tampoco cabe dudar de su vitalidad por el hecho de que hasta ahora no ha
producido una obra maestra. La obra maestra no florece sino en un
terreno largamente abonado por una anónima u oscura multitud de obras
mediocres. El artista genial no es ordinariamente un principio sino una
conclusión. Aparece, normalmente, como el resultado de una vasta
experiencia.
Menos aún cabe alarmarse de episódicas exasperaciones ni de anecdóticas
exageraciones. Ni unas ni otras encierran el secreto ni conducen la
savia del hecho histórico. Toda afirmación necesita tocar sus límites
extremos. Detenerse a especular sobre la anécdota es exponerse a quedar
fuera de la historia.
Esta corriente, de otro lado, encuentra un estímulo en la asimilación
por nuestra literatura de elementos de cosmopolitismo. Ya he señalado la
tendencia autonomista y nativista del vanguardismo en América. En la
nueva literatura argentina nadie se siente más porteño que Girondo y
Borges ni más gaucho que Güiraldes. En cambio quienes como Larreta
permanecen enfeudados al clasicismo español, se revelan radical y
orgánicamente incapaces de interpretar a su pueblo.
Otro acicate, en fin, es en algunos el exotismo que, a medida que se
acentúan los síntomas de decadencia de la civilización occidental,
invade la literatura europea. A César Moro, a Jorge Seoane y a los demás
artistas que últimamente han emigrado a París, se les pide allá temas
nativos, motivos indígenas. Nuestra escultora Carmen Saco ha llevado en
sus estatuas y dibujos de indios el más válido pasaporte de su arte.
Este último factor exterior es el que decide a cultivar el indigenismo
aunque sea a su manera y sólo episódicamente, a literatos que podríamos
llamar "emigrados" como Ventura García Calderón, a quienes no se puede
atribuir la misma artificiosa moda vanguardista ni el mismo contagio de
los ideales de la nueva generación supuestos en los literatos jóvenes
que trabajan en el país.
* * *
El criollismo no ha podido prosperar en nuestra
literatura, como una corriente de espíritu nacionalista, ante todo
porque el criollo no representa todavía la nacionalidad. Se constata,
casi uniformemente, desde hace tiempo, que somos una nacionalidad en
formación. Se percibe ahora, precisando ese concepto, la subsistencia de
una dualidad de raza y de espíritu. En todo caso, se conviene,
unánimemente, en que no hemos alcanzado aún un grado elemental siquiera
de fusión de los elementos raciales que conviven en nuestro suelo y que
componen nuestra población. El criollo no está netamente definido. Hasta
ahora la palabra "criollo" no es casi más que un término que nos sirve
para designar genéricamente una pluralidad, muy matizada, de mestizos.
Nuestro criollo carece del carácter que encontramos, por ejemplo, en el
criollo argentino. El argentino es identificable fácilmente en cualquier
parte del mundo: el peruano, no. Esta confrontación, es precisamente la
que nos evidencia que existe ya una nacionalidad argentina, mientras no
existe todavía, con peculiares rasgos, una nacionalidad peruana. El
criollo presenta aquí una serie de variedades. El costeño se diferencia
fuertemente del serrano. En tanto que en la sierra la influencia
telúrica indigeniza al mestizo, casi hasta su absorción por el espíritu
indígena, en la costa el predominio colonial mantiene el espíritu
heredado de España.
En el Uruguay, la literatura nativista, nacida como en la Argentina de
la experiencia cosmopolita, ha sido criollista, porque ahí la población
tiene la unidad que a la nuestra le falta. El nativismo, en el Uruguay,
por otra parte, aparece como un fenómeno esencialmente literario. No
tiene, como el indigenismo en el Perú, una subconsciente inspiración
política y económica. Zum Felde, uno de sus suscitadores como crítico,
declara que ha llegado ya la hora de su liquidación. "A la devoción
imitativa de lo extranjero –escribe–
había que oponer el sentimiento autonómico de lo nativo. Era un
movimiento de emancipación literaria. La reacción se operó; la
emancipación fue, luego, un hecho. Los tiempos estaban maduros para
ello. Los poetas jóvenes volvieron sus ojos a la realidad nacional. Y,
al volver a ella sus ojos, vieron aquello que, por contraste con lo
europeo, era más genuinamente americano: lo gauchesco. Mas, cumplida ya
su misión, el tradicionalismo debe a su vez pasar. Hora es ya de que
pase, para dar lugar a un americanismo lírico más acorde con el
imperativo de la vida. La sensibilidad de nuestros días se nutre ya de
realidades, idealidades distintas. El ambiente platense ha dejado
definitivamente de ser gaucho; y todo lo gauchesco
–después de arrinconarse en los más
huraños pagos– va pasando al culto
silencioso de los museos. La vida rural del Uruguay está toda
transformada en sus costumbres y en sus caracteres, por el avance del
cosmopolitismo urbano"
(36).
En el Perú, el criollismo, aparte de haber sido demasiado esporádico y
superficial, ha estado nutrido de sentimiento colonial. No ha
constituido una afirmación de autonomía. Se ha contentado con ser el
sector costumbrista de la literatura colonial sobreviviente hasta hace
muy poco. Abelardo Gamarra es, tal vez, la única excepción en este
criollismo domesticado, sin orgullo nativo.
Nuestro "nativismo" –necesario
también literariamente como revolución y como emancipación–,
no puede ser simple "criollismo". El criollo peruano no ha acabado aún
de emanciparse espiritualmente de España. Su europeización
–a través de la cual debe encontrar,
por reacción, su personalidad– no se
ha cumplido sino en parte. Una vez europeizado, el criollo de hoy
difícilmente deja de darse cuenta del drama del Perú. Es él precisamente
el que, reconociéndose a sí mismo como un español bastardeado, siente
que el indio debe ser el cimiento de la nacionalidad (Valdelomar,
criollo costeño, de regreso de Italia, impregnado de d'annunzianismo y
de esnobismo, experimenta su máximo deslumbramiento cuando descubre o,
más bien, imagina el Inkario). Mientras el criollo puro conserva
generalmente su espíritu colonial, el criollo europeizado se rebela, en
nuestro tiempo, contra ese espíritu, aunque sólo sea como protesta
contra su limitación y su arcaísmo.
Claro que el criollo, diverso y múltiple, puede abastecer abundantemente
a nuestra literatura –narrativa,
descriptiva, costumbrista, folclorista, etc.–,
de tipos y motivos. Pero lo que subconscientemente busca la genuina
corriente indigenista en el indio, no es sólo el tipo o el motivo. Menos
aún el tipo o el motivo pintoresco. El "indigenismo" no es aquí un
fenómeno esencialmente literario como el "nativismo" en el Uruguay. Sus
raíces se alimentan de otro humus histórico. Los "indigenistas"
auténticos –que no deben ser
confundidos con los que explotan temas indígenas por mero "exotismo"–
colaboran, conscientemente o no, en una obra política y económica de
reivindicación –no de restauración
ni resurrección.
El indio no representa únicamente un tipo, un tema, un motivo, un personaje.
Representa un pueblo, una raza, una tradición, un espíritu. No es
posible, pues, valorarlo y considerarlo, desde puntos de vista
exclusivamente literarios, como un color o un aspecto nacional,
colocándolo en el mismo plano que otros elementos étnicos del Perú.
A medida que se le estudia, se averigua que la corriente indigenista no
depende de simples factores literarios sino de complejos factores
sociales y económicos. Lo que da derecho al indio a prevalecer en la
visión del peruano de hoy es, sobre todo, el conflicto y el contraste
entre su predominio demográfico y su servidumbre
–no sólo inferioridad–
social y económica. La presencia de tres a cuatro millones de
hombres de la raza autóctona en el panorama mental de un pueblo de cinco
millones, no debe sorprender a nadie en una época en que este pueblo
siente la necesidad de encontrar el equilibrio que hasta ahora le ha
faltado en su historia.
* * *
El indigenismo, en nuestra literatura, como se
desprende de mis anteriores proposiciones, tiene fundamentalmente el
sentido de una reivindicación de lo autóctono. No llena la función
puramente sentimental que llenaría, por ejemplo, el criollismo. Habría
error, por consiguiente, en apreciar el indigenismo como equivalente del
criollismo, al cual no reemplaza ni subroga.
Si el indio ocupa el primer plano en la literatura y el arte peruanos no
será, seguramente, por su interés literario o plástico, sino porque las
fuerzas nuevas y el impulso vital de la nación tienden a reivindicarlo.
El fenómeno es más instintivo y biológico que intelectual y teorético.
Repito que lo que subconscientemente busca la genuina corriente
indigenista en el indio no es sólo el tipo o el motivo y menos aún el
tipo o el motivo "pintoresco". Si esto no fuese cierto, es evidente que
el "zambo", verbigratia, interesaría al literato o al artista
criollo -en especial al criollo- tanto como el indio. Y esto no ocurre
por varias razones. Porque el carácter de esta corriente no es
naturalista o costumbrista sino, más bien, lírico, como lo prueban los
intentos o esbozos de poesía andina. Y porque una reivindicación de
lo autóctono no puede confundir al "zambo" o al mulato con el indio. El
negro, el mulato, el "zambo" representan, en nuestro pasado, elementos
coloniales. El español importó al negro cuando sintió su imposibilidad
de sustituir al indio y su incapacidad de asimilarlo. El esclavo vino al
Perú a servir los fines colonizadores de España. La raza negra
constituye uno de los aluviones humanos depositados en la Costa por el
Coloniaje. Es uno de los estratos, poco densos y fuertes, del Perú
sedimentado en la tierra baja durante el Virreinato y la primera etapa
de la República. Y, en este ciclo, todas las circunstancias han
concurrido a mantener su solidaridad con la Colonia. El negro ha mirado
siempre con hostilidad y desconfianza la sierra, donde no ha podido
aclimatarse física ni espiritualmente. Cuando se ha mezclado al indio ha
sido para bastardearlo comunicándole su domesticidad zalamera y su
psicología exteriorizante y mórbida. Para su antiguo amo blanco ha
guardado, después de su manumisión, un sentimiento de liberto adicto. La
sociedad colonial, que hizo del negro un doméstico
–muy pocas veces un artesano, un
obrero– absorbió y asimiló a la raza
negra, hasta intoxicarse con su sangre tropical y caliente. Tanto como
impenetrable y huraño el indio, le fue asequible y doméstico el negro. Y
nació así una subordinación cuya primera razón está en el origen mismo
de la importación de esclavos y de la que sólo redime al negro y al
mulato la evolución social y económica que, convirtiéndolo en obrero,
cancela y extirpa poco a poco la herencia espiritual del esclavo. El
mulato, colonial aun en sus gustos, inconscientemente está por el
hispanismo, contra el autoctonismo. Se siente espontáneamente más
próximo de España que del Inkario. Sólo el socialismo, despertando en él
conciencia clasista, es capaz de conducirlo a la ruptura definitiva con
los últimos rezagos de espíritu colonial.
El desarrollo de la corriente indigenista no amenaza ni paraliza el de
otros elementos vitales de nuestra literatura. El indigenismo no aspira
indudablemente a acaparar la escena literaria. No excluye ni estorba
otros impulsos ni otras manifestaciones. Pero representa el color y la
tendencia más característicos de una época por su afinidad y coherencia
con la orientación espiritual de las nuevas generaciones, condicionada,
a su vez, por imperiosas necesidades de nuestro desarrollo económico y
social.
Y la mayor injusticia en que podría incurrir un crítico, sería cualquier
apresurada condena de la literatura indigenista por su falta de
autoctonismo integral o la presencia, más o menos acusada en sus obras,
de elementos de artificio en la interpretación y en la expresión. La
literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista
del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su
propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama
indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir,
vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de
producirla.
No se puede equiparar, en fin, la actual corriente indigenista a la
vieja corriente colonialista. El colonialismo, reflejo del sentimiento
de la casta feudal, se entretenía en la idealización nostálgica del
pasado. El indigenismo en cambio tiene raíces vivas en el presente.
Extrae su inspiración de la protesta de millones de hombres. El
Virreinato era; el indio es. Y mientras la liquidación de los residuos
de feudalidad colonial se impone como una condición elemental de
progreso, la reivindicación del indio, y por ende de su historia, nos
viene insertada en el programa de una Revolución.
* * *
Está, pues, esclarecido que de la civilización
inkaica, más que lo que ha muerto nos preocupa lo que ha quedado. El
problema de nuestro tiempo no está en saber cómo ha sido el Perú.
Está, más bien, en saber cómo es el Perú. El pasado nos interesa
en la medida en que puede servirnos para explicarnos el presente. Las
generaciones constructivas sienten el pasado como una raíz, como una
causa. Jamás lo sienten como un programa.
Lo único casi que sobrevive del Tawantinsuyo es el indio. La
civilización ha perecido; no ha perecido la raza. El material biológico
del Tawantinsuyo se revela, después de cuatro siglos, indestructible, y,
en parte, inmutable.
El hombre muda con más lentitud de la que en este siglo de la velocidad
se supone. La metamorfosis del hombre bate el récord en el evo moderno.
Pero éste es un fenómeno peculiar de la civilización occidental que se
caracteriza, ante todo, como una civilización dinámica. No es por un
azar que a esta civilización le ha tocado averiguar la relatividad del
tiempo. En las sociedades asiáticas –afines
si no consanguíneas con la sociedad inkaica–,
se nota en cambio cierto quietismo y cierto éxtasis. Hay épocas en que
parece que la historia se detiene. Y una misma forma social perdura,
petrificada, muchos siglos. No es aventurada, por tanto, la hipótesis de
que el indio en cuatro siglos ha cambiado poco espiritualmente. La
servidumbre ha deprimido, sin duda, su psiquis y su carne. Le ha vuelto
un poco más melancólico, un poco más nostálgico. Bajo el peso de estos
cuatro siglos, el indio se ha encorvado moral y físicamente. Mas el
fondo oscuro de su alma casi no ha mudado. En las sierras abruptas, en
las quebradas lontanas, a donde no ha llegado la ley del blanco, el
indio guarda aún su ley ancestral.
El libro de Enrique López Albújar, escritor de la generación radical,
Cuentos Andinos, es el primero que en nuestro tiempo explora estos
caminos. Los Cuentos Andinos aprehenden, en sus secos y duros
dibujos, emociones sustantivas de la vida de la sierra, y nos presentan
algunos escorzos del alma del indio. López Albújar coincide con
Valcárcel en buscar en los Andes el origen del sentimiento cósmico de
los quechuas. "Los Tres Jircas" de López Albújar y "Los Hombres de
Piedra" (37) de Valcárcel traducen la misma mitología. Los agonistas y
las escenas de López Albújar tienen el mismo telón de fondo que la
teoría y las ideas de Valcárcel. Este resultado es singularmente
interesante porque es obtenido por diferentes temperamentos y con
métodos disímiles. La literatura de López Albújar quiere ser, sobre
todo, naturalista y analítica; la de Valcárcel, imaginativa y sintética.
El rasgo esencial de López Albújar es su criticismo; el de Valcárcel, su
lirismo. López Albújar mira al indio con ojos y alma de costeño,
Valcárcel, con ojos y alma de serrano. No hay parentesco espiritual
entre los dos escritores; no hay semejanza de género ni de estilo entre
los dos libros. Sin embargo, uno y otro escuchan en el alma del quechua
idéntico lejano latido
(38).
La Conquista ha convertido formalmente al indio al catolicismo. Pero, en
realidad, el indio no ha renegado sus viejos mitos. Su sentimiento
místico ha variado. Su animismo subsiste. El indio sigue sin
entender la metafísica católica. Su filosofía panteísta y materialista
ha desposado, sin amor, al catecismo. Mas no ha renunciado a su propia
concepción de la vida que no interroga a la Razón sino a la Naturaleza.
Los tres jircas, los tres cerros de Huánuco, pesan en la
conciencia del indio huanuqueño más que la ultratumba cristiana.
"Los Tres Jircas" y "Cómo habla la coca" son, a mi juicio, las páginas
mejor escritas de Cuentos Andinos. Pero ni "Los Tres Jircas" ni
"Cómo habla la coca" se clasifican propiamente como cuentos. "Ushanam
Jampi", en cambio, tiene una vigorosa contextura de relato. Y a este
mérito une "Ushanam Jampi" el de ser un precioso documento del comunismo
indígena. Este relato nos entera de la forma como funciona en los
pueblecitos indígenas, a donde no arriba casi la ley de la República, la
justicia popular. Nos encontramos aquí ante una institución
sobreviviente del régimen autóctono. Ante una institución que declara
categóricamente a favor de la tesis de que la organización inkaica fue
una organización comunista.
En un régimen de tipo individualista, la administración de justicia se
burocratiza. Es función de un magistrado. El liberalismo, por ejemplo,
la atomiza, la individualiza en el juez profesional. Crea una casta, una
burocracia de jueces de diversas jerarquías. Por el contrario, en un
régimen de tipo comunista, la administración de justicia es función de
la sociedad entera. Es, como en el comunismo indio, función de los
yayas, de los ancianos
(39).
* * *
El porvenir de la América Latina depende, según la
mayoría de los pro-nósticos de ahora, de la suerte del mestizaje. Al
pesimismo hostil de los sociólogos de la tendencia de Le Bon sobre el
mestizo, ha sucedido un optimismo mesiánico que pone en el mestizo la
esperanza del Continente. El trópico y el mestizo son, en la vehemente
profecía de Vasconcelos, la escena y el protagonista de una nueva
civilización. Pero la tesis de Vasconcelos que esboza una utopía
–en la acepción positiva y
filosófica de esta palabra– en la
misma medida en que aspira a predecir el porvenir, suprime e ignora el
presente. Nada es más extraño a su especulación y a su intento, que la
crítica de la realidad contemporánea, en la cual busca exclusivamente
los elementos favorables a su profecía.
El mestizaje que Vasconcelos exalta no es precisamente la mezcla de las
razas española, indígena y africana, operada ya en el continente, sino
la fusión y refusión acrisoladoras, de las cuales nacerá, después de un
trabajo secular, la raza cósmica. El mestizo actual, concreto, no es
para Vasconcelos el tipo de una nueva raza, de una nueva cultura, sino
apenas su promesa. La especulación del filósofo, del utopista, no conoce
límites de tiempo ni de espacio. Los siglos no cuentan en su
construcción ideal más que como momentos. La labor del crítico, del
historiógrafo, del político, es de otra índole. Tiene que atenerse a
resultados inmediatos y contentarse con perspectivas próximas.
El mestizo real de la historia, no el ideal de la profecía, constituye
el objeto de su investigación o el factor de su plan. En el Perú, por la
impronta diferente del medio y por la combinación múltiple de las razas
entrecruzadas, el término mestizo no tiene siempre la misma
significación. El mestizaje es un fenómeno que ha producido una variedad
compleja, en vez de resolver una dualidad, la del español y el indio.
El Dr. Uriel García halla el neo-indio en el mestizo. Pero este mestizo
es el que proviene de la mezcla de las razas española e indígena, sujeta
al influjo del medio y la vida andinas. El medio serrano en el cual
sitúa el Dr. Uriel García su investigación, se ha asimilado al blanco
invasor. Del abrazo de las dos razas, ha nacido el nuevo indio,
fuertemente influido por la tradición y el ambiente regionales.
Este mestizo, que en el proceso de varias generaciones, y bajo la
presión constante del mismo medio telúrico y cultural, ha adquirido ya
rasgos estables, no es el mestizo engendrado en la costa por las mismas
razas. El sello de la costa es más blando. El factor español, más
activo.
El chino y el negro complican el mestizaje costeño. Ninguno de estos dos
elementos ha aportado aún a la formación de la nacionalidad valores
culturales ni energías progresivas. El culi chino es un ser segregado de
su país por la superpoblación y el pauperismo. Injerta en el Perú su
raza, mas no su cultura. La inmigración china no nos ha traído ninguno
de los elementos esenciales de la civilización china, acaso porque en su
propia patria han perdido su poder dinámico y generador. Lao Tsé y
Confucio han arribado a nuestro conocimiento por la vía de Occidente. La
medicina china es quizá la única importación directa de Oriente, de
orden intelectual, y debe, sin duda, su venida, a razones prácticas y
mecánicas, estimuladas por el atraso de una población en la cual
conserva hondo arraigo el curanderismo en todas sus manifestaciones. La
habilidad y excelencia del pequeño agricultor chino, apenas si han
fructificado en los valles de Lima, donde la vecindad de un mercado
importante ofrece seguros provechos a la horticultura. El chino, en
cambio, parece haber inoculado en su descendencia, el fatalismo, la
apatía, las taras del Oriente decrépito. El juego, esto es un elemento
de relajamiento e inmoralidad, singularmente nocivo en un pueblo
propenso a confiar más en el azar que en el esfuerzo, recibe su mayor
impulso de la inmigración china. Sólo a partir del movimiento
nacionalista –que tan extensa
resonancia ha encontrado entre los chinos expatriados del continente–,
la colonia china ha dado señales activas de interés cultural e impulsos
progresistas. El teatro chino, reservado casi únicamente al
divertimiento nocturno de los individuos de esa nacionalidad, no ha
conseguido en nuestra literatura más eco que el propiciado efímeramente
por los gustos exóticos y artificiales del decadentismo. Valdelomar y
los "colónidas", lo descubrieron entre sus sesiones de opio, contagiados
del orientalismo de Loti y Farrere. El chino, en suma, no transfiere al
mestizo ni su disciplina moral, ni su tradición cultural y filosófica,
ni su habilidad de agricultor y artesano. Un idioma inasequible, la
calidad del inmigrante y el desprecio hereditario que por él siente el
criollo, se interponen entre su cultura y el medio.
El aporte del negro, venido como esclavo, casi como mercadería, aparece
más nulo y negativo aún. El negro trajo su sensualidad, su superstición,
su primitivismo. No estaba en condiciones de contribuir a la creación de
una cultura, sino más bien de estorbarla con el crudo y viviente influjo
de su barbarie.
El prejuicio de las razas ha decaído; pero la noción de las diferencias
y desigualdades en la evolución de los pueblos se ha ensanchado y
enriquecido, en virtud del progreso de la sociología y la historia. La
inferioridad de las razas de color no es ya uno de los dogmas de que se
alimenta el maltrecho orgullo blanco. Pero todo el relativismo de la
hora no es bastante para abolir la inferioridad de cultura.
La raza es apenas uno de los elementos que determinan la forma de una
sociedad. Entre estos elementos, Vilfredo Pareto distingue las
siguientes categorías: "1º El suelo, el clima, la flora, la fauna, las
circunstancias geológicas, mineralógicas, etc.; 2º Otros elementos
externos a una dada sociedad, en un dado tiempo, esto es las acciones de
las otras sociedades sobre ella, que son externas en el espacio, y las
consecuencias del estado anterior de esa sociedad, que son externas en
el tiempo; 3º Elementos internos, entre los cuales los principales son
la raza, los residuos o sea los sentimientos que manifiestan, las
inclinaciones, los intereses, las aptitudes al razonamiento, a la
observación, el estado de los conocimientos, etc.". Pareto afirma que la
forma de la sociedad es determinada por todos los elementos que operan
sobre ella que, una vez determinada, opera a su vez sobre esos
elementos, de manera que se puede decir que se efectúa una mutua
determinación (40).
Lo que importa, por consiguiente, en el estudio sociológico de los
estratos indio y mestizo, no es la medida en que el mestizo hereda las
cualidades o los defectos de las razas progenitoras sino su aptitud para
evolucionar, con más facilidad que el indio, hacia el estado social, o
el tipo de civilización del blanco. El mestizaje necesita ser analizado,
no como cuestión étnica, sino como cuestión sociológica. El problema
étnico en cuya consideración se han complacido sociologistas
rudimentarios y especuladores ignorantes, es totalmente ficticio y
supuesto. Asume una importancia desmesurada para los que, ciñendo
servilmente su juicio a una idea acariciada por la civilización europea
en su apogeo -y abandonada ya por esta misma civilización, propensa en
su declive a una concepción relativista de la historia-, atribuyen las
creaciones de la sociedad occidental a la superioridad de la raza
blanca. Las aptitudes intelectuales y técnicas, la voluntad creadora, la
disciplina moral de los pueblos blancos, se reducen, en el criterio
simplista de los que aconsejan la regeneración del indio por el
cruzamiento, a meras condiciones zoológicas de la raza blanca.
Pero si la cuestión racial –cuyas
sugestiones conducen a sus superficiales críticos a inverosímiles
razonamientos zootécnicos– es
artificial, y no merece la atención de quienes estudian concreta y
políticamente el problema indígena, otra es la índole de la cuestión
sociológica. El mestizaje descubre en este terreno sus verdaderos
conflictos; su íntimo drama. El color de la piel se borra como
contraste; pero las costumbres, los sentimientos, los mitos -los
elementos espirituales y formales de esos fenómenos que se designan con
los términos de sociedad y de cultura-, reivindican sus derechos. El
mestizaje -dentro de las condiciones económico-sociales subsistentes
entre nosotros-, no sólo produce un nuevo tipo humano y étnico sino un
nuevo tipo social; y si la imprecisión de aquél, por una abigarrada
combinación de razas, no importa en sí misma una inferioridad, y hasta
puede anunciar, en ciertos ejemplares felices, los rasgos de la raza
"cósmica", la imprecisión o hibridismo del tipo social, se traduce, por
un oscuro predominio de sedimentos negativos, en una estagnación sórdida
y morbosa. Los aportes del negro y del chino se dejan sentir, en este
mestizaje, en un sentido casi siempre negativo o desorbitado. En el
mestizo no se prolonga la tradición del blanco ni del indio: ambas se
esterilizan y contrastan. Dentro de un ambiente urbano, industrial,
dinámico, el mestizo salva rápidamente las distancias que lo separan del
blanco, hasta asimilarse la cultura occidental, con sus costumbres,
impulsos y consecuencias. Puede escaparle -le escapa generalmente- el
complejo fondo de creencias, mitos y sentimientos, que se agita bajo las
creaciones materiales e intelectuales de la civilización europea o
blanca; pero la mecánica y la disciplina de ésta le imponen
automáticamente sus hábitos y sus concepciones. En contacto con una
civilización maquinista, asombrosamente dotada para el dominio de la
naturaleza, la idea del progreso, por ejemplo, es de un irresistible
poder de contagio o seducción. Pero este proceso de asimilación o
incorporación se cumple prontamente sólo en un medio en el cual actúan
vigorosamente las energías de la cultura industrial. En el latifundio
feudal, en el burgo retardado, el mestizaje carece de elementos de
ascensión. En su sopor extenuante, se anulan las virtudes y los valores
de las razas entremezcladas; y, en cambio, se imponen prepotentes las
más enervantes supersticiones.
Para el hombre del poblacho mestizo –tan
sombríamente descrito por Valcárcel con una pasión no exenta de
preocupaciones sociológicas– la
civilización occidental constituye un confuso espectáculo, no un
sentimiento. Todo lo que en esta civilización es íntimo, esencial,
intransferible, energético, permanece ajeno a su ambiente vital. Algunas
imitaciones externas, algunos hábitos subsidiarios, pueden dar la
impresión de que este hombre se mueve dentro de la órbita de la
civilización moderna. Mas, la verdad es otra.
Desde este punto de vista, el indio, en su medio nativo, mientras la
emigración no lo desarraiga ni deforma, no tiene nada que envidiar al
mestizo. Es evidente que no está incorporado aún en esta civilización
expansiva, dinámica, que aspira a la universalidad. Pero no ha roto con
su pasado. Su proceso histórico está detenido, paralizado, mas no ha
perdido, por esto, su individualidad. El indio tiene una existencia
social que conserva sus costumbres, su sentimiento de la vida, su
actitud ante el universo. Los "residuos" y las derivaciones de que nos
habla la sociología de Pareto, que continúan obrando sobre él, son los
de su propia historia. La vida del indio tiene estilo. A pesar de
la conquista, del latifundio, del gamonal, el indio de la sierra se
mueve todavía, en cierta medida, dentro de su propia tradición. El ayllu
es un tipo social bien arraigado en el medio y la raza
(41).
El indio sigue viviendo su antigua vida rural. Guarda hasta hoy su
traje, sus costumbres, sus industrias típicas. Bajo el más duro
feudalismo, los rasgos de la agrupación social indígena no han llegado a
extinguirse. La sociedad indígena puede mostrarse más o menos primitiva
o retardada; pero es un tipo orgánico de sociedad y de cultura. Y ya la
experiencia de los pueblos de Oriente, el Japón, Turquía, la misma
China, nos han probado cómo una sociedad autóctona, aun después de un
largo colapso, puede encontrar por sus propios pasos, y en muy poco
tiempo, la vía de la civilización moderna y traducir, a su propia
lengua, las lecciones de los pueblos de Occidente.
XVIII. ALCIDES SPELUCÍN
En el primer libro de Alcides Spelucín están, entre otras, las poesías
que me leyó hace nueve años cuando nos conocimos en Lima en la redacción
del diario donde yo trabajaba. Abraham Valdelomar medió fraternamente en
este encuentro, después del cual Alcides y yo nos hemos reencontrado
pocas veces, pero hemos estado cada día más próximos. Nuestros destinos
tienen una esencial analogía dentro de su disimilitud formal. Procedemos
él y yo, más que de la misma generación, del mismo tiempo. Nacimos bajo
idéntico signo. Nos nutrimos en nuestra adolescencia literaria de las
mismas cosas: decadentismo, modernismo, esteticismo, individualismo,
escepticismo. Coincidimos más tarde en el doloroso y angustiado trabajo
de superar estas cosas y evadirnos de su mórbido ámbito. Partimos al
extranjero en busca no del secreto de los otros sino en busca del
secreto de nosotros mismos. Yo cuento mi viaje en un libro de política;
Spelucín cuenta el suyo en un libro de poesía. Pero en esto no hay sino
diferencia de aptitud o, si se quiere, de temperamento; no hay diferen-
cia de peripecia ni de espíritu. Los dos nos embarcamos en la "barca de
oro en pos de una isla buena". Los dos en la procelosa aventura, hemos
encontrado a Dios y hemos descubierto a la Humanidad. Alcides y yo,
puestos a elegir entre el pasado y el porvenir, hemos votado por el
porvenir. Supérstites dispersos de una escaramuza literaria, nos
sentimos hoy combatientes de una batalla histórica.
El Libro de la Nave Dorada es una estación del viaje y del
espíritu de Alcides Spelucín. Orrego advierte de esto al lector, en el
prefacio, henchido de emoción, grávido de pensamiento, que ha escrito
para este libro. "No representa –escribe–
la actualidad estética del creador. Es un libro de la adolescencia, la
labor poética primigenia, que apenas rompe el claustro de la anónima
intimidad. El poeta ha recorrido desde entonces mucho camino ascendente
y gozoso; también mucha senda dolorosa. El espíritu está hoy más
granado, la visión más luminosa, el vehículo expresivo más rico, más
agilizado y más potente; el pensamiento más deslumbrado de sabiduría;
más extenso de panorama; más valorizado por el acumulamiento de
intuiciones; el corazón más religioso, más estremecido y más abierto
hacia el mundo. Es preciso marcar esto para que el lector se dé cuenta
de la penosa precocidad del poeta que cuando escribe este libro es casi
un niño" (42).
Como canción del mar, como balada del trópico, este libro es en la
poesía de América algo así como una encantada prolongación de la
"Sinfonía en Gris Mayor". La poesía de Alcides tiene en esta jornada
ecos melodiosos de la música rubendariana. Se nota también su
posterioridad a las adquisiciones hechas por la lírica hispanoamericana
en la obra de Herrera y Reissig. La huella del poeta uruguayo está
espléndidamente viva en versos como estos:
Pero esta presencia de Herrera y Reissig y la del propio Rubén Darío no
es sensible sino en la técnica, en la forma, en la estética. Spelucín
tiene del decadentismo la expresión; pero no tiene el espíritu. Sus
estados de alma no son nunca mórbidos. Una de las cosas que atraen en él
es su salud cabal. Alcides ha absorbido muchos de los venenos de su
época, pero su recia alma, un poco rústica en el fondo, se ha conservado
pura y sana. Así, está más viviente y personal en esta plegaria de
acendrado lirismo.
Alcides se semeja a Vallejo en la piedad humana, en la ternura humilde,
en la efusión cordial. En una época que era aún de egolatrismo
exasperado y bizantinismo d'annunziano, la poesía de Alcides tiene un
perfume de parábola franciscana. Su alma se caracteriza por un
cristianismo espontáneo y sustancial. Su acento parece ser siempre el de
esta otra plegaria con sabor de espiga y de ángelus como algunos versos
de Francis Jammes:
Esta claridad, esta inocencia de Alcides, son perceptibles hasta en esas
"aguas fuertes" de estirpe un poco bodeleriana, que, asumiendo íntegra
la responsabilidad de su poesía de juventud, ha incluido en El Libro
de la Nave Dorada. Y son tal vez la raíz de su socialismo que es un
acto de amor más que de protesta.
XIX. BALANCE PROVISORIO
No he tenido en esta sumarísima revisión de valores signos el propósito
de hacer historia ni crónica. No he tenido siquiera el propósito de
hacer crítica, dentro del concepto que limita la crítica al campo de la
técnica literaria. Me he propuesto esbozar los lineamientos o los rasgos
esenciales de nuestra literatura. He realizado un ensayo de
interpretación de su espíritu; no de revisión de sus valores ni de sus
episodios. Mi trabajo pretende ser una teoría o una tesis y no un
análisis.
Esto explicará la prescindencia deliberada de algunas obras que, con
incontestable derecho a ser citadas y tratadas en la crónica y en la
crítica de nuestra literatura, carecen de significación esencial en su
proceso mismo. Esta significación, en todas las literaturas, la dan dos
cosas: el extraordinario valor intrínseco de la obra o el valor
histórico de su influencia. El artista perdura realmente, en el espíritu
de una literatura, o por su obra o por su descendencia. De otro modo,
perdura sólo en sus bibliotecas y en su cronología. Y entonces puede
tener mucho interés para la especulación de eruditos y bibliógrafos;
pero no tiene casi ningún interés para una interpretación del sentido
profundo de una literatura.
El estudio de la última generación, que constituye un fenómeno en pleno
movimiento, en actual desarrollo, no puede aún ser efectuado con este
mismo carácter de balance
(43). Precisamente en nombre del revisionismo
de los nuevos se instaura el proceso de la literatura nacional. En este
proceso como es lógico, se juzga el pasado; no se juzga el presente.
Sólo sobre el pasado puede decir ya esta generación su última palabra.
Los nuevos, que pertenecen más al porvenir que al presente, son en este
proceso jueces, fiscales, abogados, testigos. Todo, menos acusados.
Sería prematuro y precario, por otra parte, un cuadro de valores que
pretendiese fijar lo que existe en potencia o en crecimiento.
La nueva generación señala ante todo la decadencia definitiva del
"colonialismo". El prestigio espiritual y sentimental del Virreinato,
celosa e interesadamente cultivado por sus herederos y su clientela,
tramonta para siempre con esta generación. Este fenómeno literario e
ideológico se presenta, naturalmente, como una faz de un fenómeno mucho
más vasto. La generación de Riva Agüero realizó, en la política y en la
literatura, la última tentativa por salvar la Colonia. Mas, como es
demasiado evidente, el llamado "futurismo", que no fue sino un
neocivilismo, está liquidado política y literariamente, por la fuga, la
abdicación y la dispersión de sus corifeos.
En la historia de nuestra literatura, la Colonia termina ahora. El Perú,
hasta esta generación, no se había aún independizado de la Metrópoli.
Algunos escritores, habían sembrado ya los gérmenes de otras
influencias. González Prada, hace cuarenta años, desde la tribuna del
Ateneo, invitando a la juventud intelectual de entonces a la revuelta
contra España, se definió como el precursor de un período de influencias
cosmopolitas. En este siglo el modernismo ruben-dariano nos aportó,
atenuado y contrastado por el colonialismo de la generación "futurista",
algunos elementos de renovación estilística que afrancesaron un poco el
tono de nuestra literatura. Y, luego, la insurrección "colónida" amotinó
contra el academicismo español –solemne
pero precariamente restaurado en Lima con la instalación de una Academia
correspondiente–, a la generación de
1915, la primera que escuchó de veras la ya vieja admonición de González
Prada. Pero todavía duraba lo fundamental del colonialismo: el prestigio
intelectual y sentimental del Virreinato. Había decaído la antigua
forma; pero no había decaído igualmente el antiguo espíritu.
Hoy la ruptura es sustancial. El "indigenismo", como hemos visto, está
extirpando, poco a poco, desde sus raíces, al "colonialismo". Y este
impulso no procede exclusivamente de la sierra. Valdelomar, Falcón,
criollos, costeños, se cuentan -no discutamos el acierto de sus
tentativas-, entre los que primero han vuelto sus ojos a la raza. Nos
vienen, de fuera, al mismo tiempo, variadas influencias internacionales.
Nuestra literatura ha entrado en su período de cosmopolitismo. En Lima,
este cosmopolitismo se traduce, en la imitación entre otras cosas de no
pocos corrosivos decadentismos occidentales y en la adopción de
anárquicas modas finiseculares. Pero, bajo este flujo precario, un nuevo
sentimiento, una nueva revelación se anuncian. Por los caminos
universales, ecuménicos, que tanto se nos reprocha, nos vamos acercando
cada vez más a nosotros mismos.
REFERENCIAS
1. Piero Gobetti, Opera Critica, parte prima, p.
88. Gobetti insiste en varios pasajes de su obra en esta idea,
totalmente concorde con el dialecticismo marxista, que en modo absoluto
excluye esas síntesis a priori tan fácilmente acariciadas por el
oportunismo mental de los intelectuales. Trazando el perfil de Domenico
Giuliotti, compañero de Papini en la aventura intelectual del
Dizionario dell'uomo salvatico, escribe Gobetti: "A los individuos
tocan las posiciones netas; la conciliación, la transacción es obra de
la historia tan sólo; es un resultado" (Obra citada, p. 82). Y en el
mismo libro, al final de unos apuntes sobre la concepción griega de la
vida, afirma: "El nuevo criterio de la verdad es un trabajo en armonía
con la responsabilidad de cada uno. Estamos en el reino de la lucha
(lucha de los hombres contra los hombres, de las clases contra las
clases, de los Estados contra los Estados) porque solamente a través de
la lucha se tiemplan fecundamente las capacidades y cada uno,
defendiendo con intransigencia su puesto, colabora al proceso vital".
2. Benedetto Croce, Nuovi Saggi di Estetica, ensayo sobre la
crítica literaria como filosofía, pp. 205 a 207. El mismo volumen,
descalificando con su lógica inexorable las tendencias esteticistas e
historicistas en la historiografía artística, ha evidenciado que "la
verdadera crítica de arte es ciertamente crítica estética, pero no
porque desdeñe la filosofía como la crítica pseudoestética, sino porque
obra como filosofía o concepción del arte; y es crítica histórica, pero
no porque se atenga a lo extrínseco del arte como la crítica
pseudohistórica, sino porque, después de haberse valido de los datos
históricos para la reproducción fantástica (y hasta aquí no es todavía
historia), obtenida ya la reproducción fantástica se hace historia,
determinando qué cosa es aquel hecho que ha reproducido en su fantasía,
esto es caracterizando el hecho merced al concepto y estableciendo cuál
es propiamente el hecho acontecido. De modo que las dos tendencias que
están en contraste en las direcciones inferiores de la crítica, en la
crítica coinciden; y 'crítica histórica del arte' y 'crítica estética'
son lo mismo".
3. Aunque es un trabajo de su juventud, o precisamente por serlo, el
Carácter de la Literatura del Perú Independiente traduce viva y
sinceramente el espíritu y el sentimiento de su autor. Los posteriores
trabajos de crítica literaria de Riva Agüero, no rectifican
fundamentalmente esta tesis. El Elogio del Inca Garcilaso por la
exaltación del genial criollo y de sus Comentarios Reales podría
haber sido el preludio de una nueva actitud. Pero en realidad, ni una
fuerte curiosidad de erudito por la historia inkaica, ni una fervorosa
tentativa de interpretación del paisaje serrano, han disminuido en el
espíritu de Riva Agüero la fidelidad a la Colonia. La estada en España
ha agitado, en la medida que todos saben, su fondo conservador y
virreinal. En un libro escrito en España, El Perú Histórico y
Artístico. Influencia y Descendencia de los Montañeses en él
(Santander, 1921), manifiesta una consideración acentuada de la sociedad
inkaica; pero en esto no hay que ver sino prudencia y ponderación de
estudioso, en cuyos juicios pesa la opinión de Garcilaso y de los
cronistas más objetivos y cultos. Riva Agüero constata que: "Cuando la
Conquista, el régimen social del Perú entusiasmó a observadores tan
escrupulosos como Cieza de León y a hombres tan doctos como el
Licenciado Polo de Ondegardo, el Oidor Santillán, el jesuita autor de la
Relación Anónima y el P. José de Acosta. Y, ¿quién sabe si en las
veleidades socializantes y de reglamentación agraria del ilustre Mariana
y de Pedro de Valencia (el discípulo de Arias Montano) no influiría, a
más de la tradición platónica, el dato contemporáneo de la organización
incaica, que tanto impresionó a cuantos la estudiaron?" No se exime Riva
Agüero de rectificaciones como la de su primitiva apreciación de
Ollantay, reconociendo haber "exagerado mucho la inspiración castellana
de la actual versión en una nota del ensayo sobre el Carácter de la
Literatura del Perú Independiente y que, en vista de estudios
últimos, si Ollantay, sigue apare- ciendo como obra de un
refundidor de la Colonia, "hay que admitir que el plan, los
procedimientos poéticos, todos los cantares y muchos trozos son de
tradición incaica, apenas levemente alterados por el redactor". Ninguna
de estas leales comprobaciones de estudioso, anula empero el propósito
ni el criterio de la obra, cuyo tono general es el de un recrudecido
españolismo que, como homenaje a la metrópoli, tiende a reivindicar el
españolismo "arraigado" del Perú.
4. Discuto y critico preferentemente la tesis de Riva Agüero porque la
estimo la más representativa y dominante, y el hecho de que a sus
valoraciones se ciñan estudios posteriores, deseosos de imparcialidad
crítica y ajenos a sus motivos políticos, me parece una razón más para
reconocerle un carácter central y un poder fecundador. Luis Alberto
Sánchez, en el primer volumen de La Literatura Peruana, admite
que García Calderón en Del Romanticismo al Modernismo, dedicado a
Riva Agüero, glosa, en verdad el libro de éste; y aunque años más tarde
se documentara mejor para escribir su síntesis de La Literatura
Peruana, no aumenta muchos datos a los ya apuntados por su amigo y
compañero, el autor de La Historia en el Perú, ni adopta una
orientación nueva, ni acude a la fuente popular indispensable.
5. Francesco de Sanctis, Teoria e Storia della Letteratura, vol.
1, p. 186. Ya que he citado los Nuovi Saggi di Estetica de Croce,
no debo dejar de recordar que, reprobando las preocupaciones
excesivamente nacionalista y modernista, respectivamente, de las
historias literarias de Adolfo Bartels y Ricardo Mauricio Meyer, Croce
sostiene: "que no es verdad que los poetas y los otros artistas sean
expresión de la conciencia nacional, de la raza, de la estirpe, de la
clase, o de cualquier otra cosa símil". La reacción de Croce contra el
desorbitado nacionalismo de la historiografía literaria del siglo
diecinueve, al cual sin embargo escapan obras como la de George Brandes,
espécimen extraordinario de buen europeo, es extremada y excesiva como
toda reacción; pero responde, en el universalismo vigilante y generoso
de Croce, a la necesidad de resistir a las exageraciones de la imitación
de los imperiales modelos germanos.
6. Véase en Amauta Nos. 12 y 14 las noticias y comentarios de
Gabriel Collazos y José Gabriel Cosio sobre la comedia quechua de
Inocencio Mamani, a cuya gestación no es probablemente extraño el
ascendiente fecundador de Gamaliel Churata.
7. De Sanctis, ob. citada, pp. 186 y 187.
8. José Gálvez, Posibilidad de una genuina literatura nacional,
p. 7.
9. De Sanctis, en su Teoria e Storia della Letteratura (p. 205)
dice: "El hombre, en el arte como en la ciencia, parte de la
subjetividad y por esto la lírica es la primera forma de la poesía. Pero
de la subjetividad pasa después a la objetividad y se tiene la
narración, en la cual la conmoción subjetiva es incidental y secundaria.
El campo de la lírica es lo ideal, de la narración lo real: en la
primera, la impresión es fin, la acción es ocasión; en la segunda sucede
lo contrario; la primera no se disuelve en prosa sino destruyéndose; la
segunda se resuelve en la prosa que es su natural tendencia".
10. "Son los tiempos de lucha -escribe De Sanctis- en los cuales la
humanidad asciende de una idea a la otra y el intelecto no triunfa sin
que la fantasía sea sacudida: cuando una idea ha triunfado y se
desenvuelve en ejercicio pacífico no se tiene más la épica, sino la
historia. El poema épico, por tanto, se puede definir como la historia
ideal de la humanidad en su paso de una idea a otra" (Ib., p. 207).
11. José de la Riva Agüero, Carácter de la Literatura del Perú
Independiente, Lima, 1905.
12. Ib.
13. En Sagitario Nº 3 (1926) y en Por la Emancipación de la
América Latina (Buenos Aires, 1927), p. 139.
14. Ob. citada, p. 139.
15. En una carta a Amauta (Nº 4), Haya, impulsado por su
entusiasmo, exagera, sin duda, esta reivindicación.
16. Federico More, "De un ensayo sobre las literaturas del Perú", en
El Diario de la Marina de La Habana (1924) y El Norte de
Trujillo (1924).
17. Véase en este volumen el ensayo sobre "Regionalismo y Centralismo".
18. De Nuestra Época (Julio de 1918) se publicaron sólo dos
números, rápidamente agotados. En ambos números, se esboza una tendencia
fuertemente influenciada por España, la revista de Araquistáin
que un año más tarde, reapareció en La Razón, efímero diario cuya
más recordada campaña es la de la Reforma Universitaria.
19. González Prada, Páginas Libres.
20. González Prada, ob. citada.
21. González Prada, ob. citada.
22. González Prada, ob. citada.
23. González Prada, ob. citada.
24. M. Iberico Rodríguez, El Nuevo Absoluto, p. 45.
25. Ib., pp. 43 y 44.
26. Pedro Henríquez Ureña, Seis Ensayos en busca de nuestra expresión,
p. 45 a p. 47.
27. Gálvez, ob. citada, pp. 33 y 34.
28. Ib., p. 90.
29. El humorismo de Valdelomar se cebaba donosamente en las disonancias
mestizas o huachafas. Una tarde, en el Palais Concert, Valdelomar me
dijo: "Mariátegui, a la leve y fina libélula, motejan aquí
chupajeringa". Yo, tan decadente como él entonces, lo excité a
reivindicar los nobles y ofendidos fueros de la libélula. Valdelomar
pidió al mozo unas cuartillas. Y escribió sobre una mesa del café
melifluamente rumoroso uno de sus "diálogos máximos". Su humorismo era
así, inocente, infantil, lírico. Era la reacción de un alma afinada y
pulcra contra la vulgaridad y la huachafería de un ambiente provinciano
monótono. Le molestaban los "hombres gordos y borrachos", los
prendedores de quinto de libra, los puños postizos y los zapatos con
elástico.
30. En el Boletin Bibliográfico de la Universidad de Lima, Nº 15
(diciembre de 1915). Nota crítica a una selección de poemas de Eguren
hecha por el Bibliotecario de la Universidad, Pedro S. Zulen, uno de los
primeros en apreciar y admirar el genio del poeta de Simbólicas.
31. No escasean en los versos de Eguren los italianismos. El gusto de
las palabras italianas -que no lo latiniza-, nace en el poeta de su
trato de la poesía de Italia, fomentado en él por las lecturas de su
hermano Jorge que residió largamente en ese país.
32. Una buena parte de la obra de Eguren es romántica, y no sólo en
Simbólicas sino en Sombras y aun en Rondinelas, las
dos últimas jornadas de su poesía.
33. Antenor Orrego, Panoramas, ensayo sobre César Vallejo.
34. Orrego, ob. citada.
35. Jorge Basadre juzga que en Trilce, Vallejo emplea una nueva
técnica, pero que sus motivos continúan siendo románticos. Pero la más
alquitarada "nueva poesía", en la medida en que extrema su subjetivismo,
también es romántica, como observo a propósito de Hidalgo. En Vallejo,
hay ciertamente mucho de viejo romanticismo y decadentismo hasta
Trilce, pero el mérito de su poesía se valora por los grados en que
supera y trascien-de esos residuos. Además, convendría entenderse
previamente sobre el término romanti-cismo.
36. Estudio sobre el nativismo en La Cruz del Sur (Montevideo).
37. De la Vida Inkaica, por Luis E. Valcárcel, Lima, 1925.
38. Una nota del libro de López Albújar que se acuerda con una nota del
libro de Valcárcel es la que nos habla de la nostalgia del indio. La
melancolía del indio, según Valcárcel, no es sino nostalgia. Nostalgia
del hombre arrancado al agro y al hogar por las empresas bélicas o
pacíficas del Estado. En "Ushanam Jampi" la nostalgia pierde al
protagonista. Conce Maille es condenado al exilio por la justicia de los
ancianos de Chupán. Pero el deseo de sentirse bajo su techo es más
fuerte que el instinto de conservación. Y lo impulsa a volver
furtivamente a su choza, a sabiendas de que en el pueblo lo aguarda tal
vez la última pena. Esta nostalgia nos define el espíritu del pueblo del
Sol como el de un pueblo agricultor y sedentario. No son ni han sido los
quechuas, aventureros ni vagabundos. Quizá por esto ha sido y es tan
poco aventurera y tan poco vagabunda su imaginación. Quizá por esto, el
indio objetiva su metafísica en la naturaleza que lo circunda. Quizá por
esto, los jircas, o sea los dioses lares del terruño, gobiernan su vida.
El indio no podía ser monoteísta.
Desde hace cuatro siglos las causas de la nostalgia indígena no han
cesado de multiplicarse. El indio ha sido frecuentemente un emigrado. Y,
como en cuatro siglos no ha podido aprender a vivir nómadamente, porque
cuatro siglos son muy poca cosa, su nostalgia ha adquirido ese acento de
desesperanza incurable con que gimen las quenas.
López Albújar se asoma con penetrante mirada al hondo y mudo abismo del
alma del quechua. Y escribe en su divagación sobre la coca: "El indio
sin saberlo es schopenhauerista. Schopenhauer y el indio tienen un punto
de contacto, con esta diferencia: que el pesimismo del filósofo es
teoría y vanidad y el pesimismo del indio, experiencia y desdén. Si para
uno la vida es un mal, para el otro no es ni mal ni bien, es una triste
realidad, y tiene la profunda sabiduría de tomarla como es".
Unamuno encuentra certero este juicio. También él cree que el
escepticismo del indio es experiencia y desdén. Pero el historiador y el
sociólogo pueden percibir otras cosas que el filósofo y el literato tal
vez desdeñan. ¿No es este escepticismo en parte, un rasgo de la
psicología asiática? El chino, como el indio, es materialista y
escéptico. Y, como en el Tawantinsuyo, en la China, la religión es un
código de moral práctica más que una concepción metafísica.
39. El prologuista de Cuentos Andinos, señor Ezequiel Ayllón,
explica así la justicia popular indígena: "La ley sustantiva,
consuetudinaria, conservada desde la más oscura antigüedad, establece
dos sustitutivos penales que tienden a la reintegración social del
delincuente, y dos penas propiamente dichas contra el homicidio y el
robo, que son los delitos de trascendencia social. El Yachíshum o
Yachachíshum se reduce a amonestar al delincuente haciéndole
comprender los inconvenientes del delito y las ventajas del respeto
recíproco. El Alliyachíshum tiende a evitar la venganza personal
reconciliando al delincuente con el agraviado o sus deudos, por no haber
surtido efecto morigerador el Yachíshum. Aplicados los dos
sustitutivos cuya categoría o trascendencia no son extraños a los medios
que preconizan con ese carácter los penalistas de la moderna escuela
positiva, procede la pena de confinamiento o destierro llamada
Jitaríshum, que tiene las proyecciones de una expatriación
definitiva. Es la ablación del elemento enfermo, que constituye una
amenaza para la seguridad de las personas y de los bienes. Por último,
si el amonestado, reconciliado y expulsado, roba o mata nuevamente
dentro de la jurisdicción distrital, se le aplica la pena extrema,
irremisible, denominada Ushanam Jampi, el último remedio que es
la muerte, casi siempre, a palos, el descuartizamiento del cadáver y su
desaparición en el fondo de los ríos, de los despeñaderos, o sirviendo
de pasto a los perros y a las aves de rapiña. El Derecho Procesal se
desenvuelve pública y oralmente, en una sola audiencia, y comprende la
acusación, defensa, prueba, sentencia y ejecución".
40. Vilfredo Pareto, Trattato di Sociologia Generale, tomo III,
p. 265.
41. Los estudios de Hildebrando Castro Pozo sobre la comunidad indígena,
consignan a este respecto datos de extraordinario interés, que he citado
ya en otra parte. Estos datos coinciden absolutamente con la sustancia
de las aserciones de Valcárcel en Tempestad en los Andes a las
cuales, si no estuviesen confirmadas por investigaciones objetivas se
podría suponer excesivamente optimistas y apologéticas. Además
cualquiera puede comprobar la unidad, el estilo, el carácter de la vida
indígena. Y sociológicamente la persistencia en la comunidad de los que
Sorel llama "elementos espirituales del trabajo", es de un valor
capital.
42. El Libro de la Nave Dorada, Ediciones de El Norte, Trujillo,
1926.
43. Reconozco, además, la ausencia en este ensayo de algunos
contemporáneos mayores, cuya obra debe aún ser estimada más o menos
susceptible de evolución o continuación. Mi estudio, lo repito, no está
concluido.
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