Ernest Mandel

 

Rosa Luxemburg y la socialdemocracia alemana


Escrito: Marzo de 1971
Esta edici�n: Marxists Internet Archive, agosto de 2009.
Digitalizaci�n: Martin Fahlgren, 2009.



El lugar que ocupa Rosa Luxemburg en la historia del movimiento obrero revolucionario est� a�n por precisar. Desde que empez� la decadencia del monolitismo staliniano hay, pr�cticamente, unanimidad en cuanto a subrayar sus m�ritos; pero a menudo se a�ade, acto seguido, que ”pertenece al mundo de antes de 1914”.[1] De hecho, los clasificadores se sienten tanto m�s inc�modos cuanto que abordan la historia del movimiento obrero vali�ndose de criterios esencialmente subjetivos. A partir de ah�, los m�ritos de Rosa se dispersan y, seg�n las inclinaciones del autor de turno, recaen en el hecho de que Rosa pusiera al desnudo las ra�ces del imperialismo, en su defensa sin compromiso del marxismo contra el revisionismo bernsteiniano, en su adhesi�n a los principios de acci�n y de espontaneidad de las masas, o, incluso, en la defensa de los principios de la democracia obrera contra los ”excesos” bolcheviques.

La dificultad desaparece cuando se aborda la historia del movimiento obrero con criterios objetivos, aplicando al propio marxismo la regla de oro del materialismo hist�rico: en �ltimo an�lisis, es la existencia material  la que explica la conciencia y no a la inversa. Es a partir de la transformaci�n de la realidad social que deben ser interpretados los cambios producidos en el pensamiento del movimiento obrero internacional, incluyendo las sucesivas interpretaciones, enriquecedoras  o empobrecedoras, del marxismo. En este marco, el papel de Rosa en la evoluci�n del movimiento obrero de antes de 1914, o incluso de antes de 1919, en vez de parecer disperso y fragmentario, recobra su unidad. Tan s�lo vali�ndonos de este m�todo se nos muestra plenamente la importancia clave de la actividad y de la obra de Rosa, desprendi�ndose de la cr�nica de las actividades especializadas.

”La vieja t�ctica probada” entra en crisis

Durante treinta a�os; la t�ctica de la socialdemocracia alemana, ”die alte bew�hrte Taktik” (la vieja t�ctica probada), domin� por entero el movimiento obrero internacional. En realidad,  abstracci�n hecha de la experiencia, despu�s de todo aislada, de la Comuna de Par�s, y de los sectores del movimiento obrero internacional en que dominaba el anarquismo, fue durante medio siglo que la historia de la lucha de clases estuvo marcada con el sello de la socialdemocracia. Esta influencia preponderaba hasta tal punto que incluso aquellos que, como Lenin y la fracci�n bolchevique, hab�an roto en la pr�ctica con esta tradici�n en el plano nacional, segu�an, sin embargo, refiri�ndose religiosamente al modelo alem�n como modelo de t�ctica universalmente v�lido.

La ”vieja t�ctica probada” pod�a citar en su defensa unos t�tulos de nobleza indudables. Durante sus �ltimos quince a�os de vida, Friedrich Engels, pese a algunas vacilaciones significativas[2], la hab�a defendido encarnizadamente, hasta el punto de ponerla en una verdadera Carta en su ”testamento pol�tico”, la introducci�n que escribi� en 1895 para una nueva edici�n alemana de la obra de Karl Marx Las luchas de clases en Francia. Los pasajes m�s famosos de esta introducci�n fueron citados innumerables veces, en todos los idiomas de Europa, entre 1895 y 1914. Los socialdem�cratas prosiguen con esta rutina entre 1918 y 1929, hasta que la crisis econ�mica mundial y la crisis de la propia socialdemocracia hicieron que estos ejercicios est�riles se detuvieran: ”En todas partes se ha imitado el ejemplo alem�n de utilizaci�n del derecho de voto, de conquista de todos los puestos que nos sean accesibles; en todas partes se deja de lado el desencadenamiento del ataque sin preparaci�n...

”Los dos millones de electores que env�a [la socialdemocracia alemana] al escrutinio, contando con los j�venes y las mujeres que hay detr�s de ellos en calidad de no electores, constituyen la masa m�s numerosa, la m�s compacta, el "grupo de choque" decisivo del ej�rcito proletario internacional. Esta masa significa, ya ahora, m�s de un cuarto de los sufragios... Su crecimiento se produce de modo tan espont�neo, constante, irresistible, y, al mismo tiempo, tan tranquilo, como un proceso natural. Todas las intervenciones estatales tratando de impedirlo se han demostrado impotentes. Podemos contar, desde hoy, con dos millones y cuarto de electores. Si seguimos adelante como hasta ahora, de aqu� al final del siglo habremos conquistado la mayor parte de las capas medias de la sociedad, tanto a los peque�os burgueses como a los peque�os campesinos, y creceremos hasta convertirnos en la potencia decisiva del pa�s, ante la que tendr�n que inclinarse todas las dem�s fuerzas, lo quieran o no. Mantener incesantemente este crecimiento hasta que, por s� mismo, se haga m�s fuerte que el sistema gubernamental en el poder; no desgastar con combates de vanguardia este "grupo de choque", sino conservarlo intacto hasta el d�a decisivo; �sta es nuestra principal tarea.” [3]

Hoy sabemos, naturalmente, que los dirigentes socialdem�cratas hab�an mutilado escandalosamente el texto de Engels, desnaturalizando su sentido mediante la eliminaci�n de todo lo que segu�a siendo b�sicamente revolucionario en el viejo luchador, compa�ero de Marx [4]. Pero esto no es lo esencial. El pasaje que acabamos de citar es aut�ntico. Justifica plenamente ”la vieja t�ctica probada”: organizar a un m�ximo de miembros, educar a un m�ximo de trabajadores, obtener un m�ximo de votos en las elecciones, dirigir buenas huelgas para que aumenten los salarios y para conquistar leyes sociales (ante todo la reducci�n de la jornada de trabajo); el resto vendr� por s� solo, autom�ticamente: ”tendr�n que inclinarse todas las dem�s fuerzas”; nuestro ascenso es ”irresistible”; hay que ”conservar intactas nuestras fuerzas hasta el d�a decisivo”...

M�s convincente que la bendici�n de venerable decano del socialismo internacional era el veredicto de los hechos. Estos hechos les daban la raz�n a los Bebel, Vandervelde, V�ctor Adler y dem�s pragm�ticos que se contentaban con seguir esta rutina ya consagrada. El n�mero de sufragios aumentaba de elecci�n en elecci�n. Aunque de vez en cuando hubiera alg�n rev�s inesperado (como las ”elecciones hotentotes” [5] en Alemania, en 1907), lo segu�a un desquite especialmente triunfante: en las elecciones al Reichstag de 1912, la socialdemo�cracia obtuvo el tercio de los sufragios. Las organizaciones obreras se reforzaban incesante�mente, se extend�an a todos los terrenos de la vida social, se articulaban en una verdadera ”contrasociedad”, permitiendo un desarrollo continuo de la conciencia de clase. Los salarios aumentaban, se acumulaban las leyes de protecci�n obrera; la miseria perd�a terreno, aunque sin desaparecer. El ascenso parec�a tan irresistible que no s�lo embriagaba a los convencidos, sino incluso a los adversarios.

Como siempre, la conciencia iba ya en retraso respecto a la realidad. Todo este ”ascenso irresistible” hab�a sido reflejo del auge del capitalismo internacional, de la reducci�n secular del ”ej�rcito industrial de reserva”, especialmente, en Europa, debido a la emigraci�n, de una superexplotaci�n creciente de los pa�ses coloniales y semicoloniales por parte del capitalismo imperialista. A comienzos del siglo XX empezaban a agotarse los recursos que alimentaban esta atenuaci�n temporal de las contradicciones socioecon�micas en Occidente. En adelante, pasaba a la orden del d�a la agravaci�n de las contradicciones sociales en lugar de su atenuaci�n. No estaba llamando a la puerta ninguna era de progreso pac�fico, sino la era de las guerras imperialistas, de las guerras de liberaci�n nacional y de las guerras civiles. Una larga fase de mejora iba a ser sucedida por dos decenios de estancamiento, o incluso disminuci�n de los salarios reales. La �poca de la evoluci�n hab�a terminado; iba a empezar la �poca de las revoluciones.

La ”vieja t�ctica probada” perd�a todo su sentido en esta nueva era. De principio de organiza�ci�n iba a transformarse en una trampa desastrosa para el proletariado europeo. La inmensa mayor�a de los contempor�neos no lo comprendieron antes del 4 de agosto de 1914. Ni siquiera Lenin lo comprendi� en lo que se refer�a a los pa�ses al oeste del imperio zarista. Trotsky vacilaba. El m�rito de Rosa fue el haber sido la primera en entender clara y sistem�ticamente la necesidad de una modificaci�n fundamental de la estrategia y la t�ctica del movimiento obrero occidental ante el cambio de las condiciones objetivas, ante la era imperialista que empezaba. [6]

Las ra�ces de la lucha de Rosa contra la ”vieja t�ctica probada”

Indudablemente, la nueva realidad objetiva fue captada parcialmente por los marxistas m�s perspicaces a partir de finales del siglo XIX. Los fen�menos de la extensi�n de los im)erios coloniales, de los inicios del imperialismo como pol�tica le expansi�n del gran capital, son ya analizados. Hilferding rige ese notable monumento llamado El capital financiero. Se registra la aparici�n de los c�rtels, los trusts, los monopolios los revisionistas, por lo dem�s, se valen de ello para proclamar que el capitalismo estar� cada vez m�s organizado, y que, por lo tanto, sus contradicciones ir�n atenu�ndose; indudablemente, lo hay nada nuevo bajo el sol). A partir del congreso de la Internacional celebrado en Stuttgart, aumenta la desconfianza de Lenin, la izquierda holandesa y polaca, la izquierda belga e italiana, respecto a las concesiones de Kautsky al revisionismo, sobre todo en el terreno de la lucha contra la guerra imperialista. Se someten a una dura cr�tica el oportunismo electoralista, los pactos ”t�cticos” con la burgues�a liberal de tal o cual grupo regional o nacional (los ”de Baden” en Alemania, la mayor�a del POB belga, los jauresistas en Francia, etc.). Pero todo esto sigue siendo parcial y fragmentario, y, sobre todo, no alcanza a sustituir la ”vieja t�ctica probada” – m�s tab� que nunca – por una estrategia y una t�ctica de recambio.

El �nico intento llevado a cabo en este sentido durante el per�odo 1900-1914, al oeste de Rusia, es el de Rosa. Este m�rito excepcional no se debe tan s�lo a su genio innegable, a su lucidez, a su adhesi�n absoluta a la causa del socialismo y del proletariado internacional. Se explica, sobre todo, por las condiciones hist�ricas y geogr�ficas, es decir, sociales, en que nacieron y se desarollaron su acci�n y su pensamiento.

Su posici�n excepcional de miembro dirigente de dos partidos socialdem�cratas, el partido polaco y el partido alem�n, la situ� en un puesto de observaci�n que facilitaba la observaci�n de dos tendencias contradictorias en la socialdemocracia internacional: por una parte, el peligroso empantanamiento en una rutina burocr�tica cada vez m�s conservadora en Alemania; por otra parte, el ascenso de nuevas formas y m�todos de lucha en el imperio zarista. De este modo pudo llevar a cabo, en el plano de la t�ctica del movimiento obrero, la misma inversi�n audaz que hab�a realizado Trotsky en el plano de las perspectivas revolucionarias. Ya no era necesariamente el pa�s ”avanzado” el que hab�a de mostrar al pa�s ”atrasado” la imagen de su futuro, sino que, por el contrario, el movimiento obrero del pa�s ”atrasado” (Rusia, Polonia) mostrar�a a los pa�ses avanzados de Occidente la urgente adaptaci�n t�ctica que era preciso aplicar.

Tambi�n en este punto hubo precursores. Ya en 1896, Parvus hab�a publicado un largo estudio en la Neue Zeit en el que consideraba el empleo del arma de la ”huelga pol�tica de masas” contra una amenaza de golpe de estado que suprimiera el sufragio universal[7]. Este estudio estaba, a su vez, inspirado en una moci�n sometida por Kautsky, en 1893, a la 10.a comisi�n del congreso socialista de Zurich, relativa a la r�plica contra las amenazas al sufragio universal. Engels hab�a levantado una amenaza impl�cita an�loga. Pero todos estos disparos de prueba quedaron aislados. No dieron lugar a ninguna elaboraci�n estrat�gica o t�ctica sistem�tica.

Para Rosa, ya muy familiarizada con los movimientos obreros polaco y ruso, fue tambi�n una ayuda el estudio en profundidad de dos crisis pol�ticas que sacudieron Europa occidental hacia finales de siglo: la crisis provocada por el asunto Dreyfus en Francia, y la huelga general de 1902 por el sufragio universal en B�lgica. Obtuvo de esta doble experiencia una profunda repugnancia ante el cretinismo parlamentario, y una convicci�n cada vez m�s fuerte de que la ”vieja t�ctica probada” fracasar�a ”el d�a decisivo” si no se educaba a las masas, con mucha antelaci�n, para tomar en mano la acci�n pol�tica extraparlamentaria de la misma forma que la rutina electoral y la pr�ctica de las huelgas econ�micas.

Pero fue la experiencia de la revoluci�n rusa de 1905 el acontecimiento que permiti� a Rosa reunir los elementos dispersos de una cr�tica sistem�tica de la ”vieja t�ctica probada” de la socialdemocracia occidental. Retrospectivamente, fue sin duda el a�o 1905 el que marc� el final del papel esencialmente progresivo de la socialdemocracia internacional, y aquel en que se inici� la fase de ambig�edad, durante la cual se combinaron rasgos progresivos que se prolongaban e influencias reaccionarias que aparec�an y se reforzaban, fase que desemboc� en el desastre de 1914.

Para comprender la importancia de la revoluci�n rusa de 1905, es preciso recordar ante todo que fue la primera explosi�n revolucionaria a gran escala que conoci� Europa despu�s de la Comuna de Par�s, es decir, tras un intervalo de 34 a�os. Era l�gico que una revolucionaria apasionada como Rosa Luxemburg estudiara cuidadosamente todas sus manifestaciones y rasgos peculiares con objeto de extraer conclusiones en relaci�n con el destino de las futuras revoluciones en Europa. Marx y Engels hab�an obrado igual ante las revoluciones de 1848 y ante la Comuna.

Desde el punto de vista de la elaboraci�n de una estrategia y una t�ctica de recambio para la socialdemocracia internacional en relaci�n a la del SPD, hay un rasgo particular de la revoluci�n rusa de 1905 que tiene un papel decisivo. Durante decenios, el debate entre anarquistas y sindicalistas, de un lado, y, de otro, los socialdem�cratas, hab�a confrontado a los paladines de la acci�n directa minoritaria con los de la acci�n de masas organizada, esencialmente ”pac�fica” (electoral o sindical). Pero la revoluci�n rusa de 1905 hizo nacer una combinaci�n imprevista por ambos lados: la acci�n directa de las masas, pero de unas masas que, lejos de conformarse con la inorganizaci�n y la espontaneidad, se organizan a consecuencia de la acci�n, con la perspectiva de futuras acciones todav�a m�s audaces.

Tanto Lenin como Rosa subrayaron el hecho, mal comprendido en Occidente, de que la revoluci�n de 1905 tocaba a difuntos por el sindicalismo revolucionario en Rusia, �pese a que, durante largo tiempo, los sindicalistas revolucionarios hab�an opuesto el mito de la huelga general al electoralismo socialdem�crata, y en el mismo momento en que la huelga general triunfaba por primera vez en alg�n lugar de Europa! Hubieran debido a�adir – Lenin no lo comprendi� hasta despu�s de 1914 – que esta eliminaci�n de los sindicalistas revolucionarios en Rusia se explicaba por el hecho de que la socialdemocracia rusa y polaca (o al menos su ala radical), lejos de oponerse a la huelga de masas o de frenarla en lo m�s m�nimo, se convirti� en su organizadora y propagadora entusiasta, es decir, se sobrepuso definitivamente al viejo dualismo de ”acci�n gradual o acci�n revolucionaria”. [8]

Rosa qued� deslumbrada por la experiencia de la revoluci�n de 1905, experiencia que tuvo profundas repercusiones en el seno del proletariado de distintos pa�ses al oeste del imperio de los zares, empezando por Austria, donde provoc� una huelga general con la que fue conquistado el sufragio universal. Los catorce a�os de vida que le quedaban no fueron m�s que un esfuerzo ininterrumpido por transferir esta ense�anza fundamental al proletariado alem�n: es preciso abandonar el gradualismo, hay que prepararse nuevamente para luchas revolucionarias de masas. El estallido de la primera guerra mundial, de la revoluci�n alemana de 1918, confirmaron que su visi�n era exacta desde 1905.

El 1.� de febrero` de 1905, Rosa escrib�a:

”Pero tambi�n para la socialdemocracia internacional el levantamiento del proletariado ruso constituye un fen�meno nuevo, que ante todo debe asimilarse espiritualmente. Todos nosotros, por dial�ctico que sea nuestro pensamiento, seguimos siendo incorregibles metaf�sicos apegados a la inmutabilidad de las cosas en nuestros estados de conciencia inmediatos... Es tan s�lo en la explosi�n volc�nica de la revoluci�n donde nos damos cuenta de qu� trabajo tan r�pido y profundo ha ejecutado el joven topo. Y con qu� br�o est� minando el suelo bajo los pies de la sociedad burguesa de Europa occidental. Querer medir la madurez pol�tica y la energ�a revolucionaria latente de la clase obrera por medio de estad�sticas electorales y de cifras de miembros de las secciones locales equivale a querer medir el Mont Blanc con un metro de sastre.”

El 1.� de mayo de 1905, prosigue:

”Lo esencial es esto: es preciso comprender y asimilar que la revoluci�n actual en el imperio de los zares provocar� una colosal aceleraci�n de la lucha de clases internacional, que tambi�n en los pa�ses de la ”vieja” Europa nos colocar�, en un plazo no tan largo, ante situaciones revolucionarias y ante nuevas tareas t�cticas.”

Y el 22 de septiembre de 1905, en el congreso de Iena, en confrontaci�n con los sindicalistas reformistas tipo Robert Schmidt, exclam�, indignada:

”Cuando se han escuchado los discursos pronunciados hasta ahora sobre la huelga pol�tica de masas, se tiene realmente ganas de poner la cabeza entre las manos y preguntarse: �Estamos realmente viviendo en el a�o de la gloriosa revoluci�n rusa, o acaso faltan a�n diez a�os para que se produzca? Le�is cada d�a las informaciones en los diarios de la revoluci�n, le�is los comunicados, pero parece como si no tuvierais ojos para ver ni o�dos para escuchar... �No ve Robert Schmidt que ha llegado el momento que hab�an previsto nuestros grandes maestros Marx y Engels, el momento en que la evoluci�n se transforma en revoluci�n? Estamos viendo la revoluci�n rusa, y ser�amos unos asnos si no aprendi�ramos de ella.” [9]

Retrospectivamente, estamos convencidos de que ten�a raz�n. As� como la victoria de la revoluci�n rusa de 1917 hubiera sido infinitamente m�s dif�cil sin la experiencia de la revoluci�n de 1905 y sin el impresionante aprendizaje revolucionario que represent� para decenas de millares de cuadros obreros rusos, tambi�n hubiera facilitado mucho la posibilidad de una victoria de la revoluci�n alemana de 1918-19 el que se hubieran dado, antes de 1914, experiencias de luchas pol�ticas de masas, extra-parlamentarias, prerrevolucionarias o revolucionarias. No se aprende a nadar sin tirarse al agua; no puede adquirirse una conciencia revolucionaria sin la experiencia de acciones revolucionarias. Si bien era imposible imitar la revoluci�n de 1905 en la Alemania de 1905 a 1914, s� era en cambio perfectamente posible transformar de arriba abajo la pr�ctica cotidiana de la socialdemocracia, reorientarla hacia una pr�ctica y una educaci�n cada vez m�s revolucionarias que prepararan a las masas para el enfrentamiento con la clase burguesa y el aparato del estado. Al negarse a llevar a cabo este viraje, aferr�ndose a f�rmulas que perd�an cada vez m�s todo sentido en relaci�n a la victoria ”inevitable” del socialismo, al ”retroceso” inevitable de la burgues�a y el estado burgu�s ante la ”fuerza tranquila y pac�fica” de los trabajadores, los dirigentes del SPD sembraron, durante aquellos a�os decisivos, el grano que dio las amargas cosechas de 1914, de 1919 y de 1933.

El debate sobre la huelga de masas

Es en este contexto que debe examinarse el debate sobre la ”huelga de masas” que se desencaden� en la socialdemocracia tras la revoluci�n de 1905. Las etapas principales de este debate las se�alan el congreso de Iena de 1905 (en cierto sentido, el congreso m�s ”izquierdista” de antes de 1914, bajo la presi�n evidente de la revoluci�n rusa), el congreso de Mannheim de 1906, la aparici�n, el mismo a�o, de un folleto de Kautsky y otro de Rosa Luxemburg, ambos dedicados al problema de la ”huelga de masas”, el debate entre Rosa Luxemburg y Kautsky en 1910, y el debate entre Kautsky y Pannekoek.[10]

Podr�amos resumir esquem�ticamente el debate de este modo. Los dirigentes socialdem�cratas, tras haber combatido durante decenios la idea de huelga general como una ”imbecilidad general” (”Generalstreik ist Generalunsinn”), bajo el pretexto de que antes hab�a que organizar a la gran mayor�a de los obreros para que luego pudiera tener �xito una huelga general, se vieron trastornados por la huelga general belga de 1902-1903, pero fue de modo muy vacilante que iniciaron la revisi�n de sus concepciones ”pacifistas”. [11] En 1905, en el congreso de Iena, estall� un conflicto entre los dirigentes de los sindicatos y los del partido, durante el cual los jefes sindicales llegan al extremo de sugerir que todos los partidarios de la huelga general se vayan a poner en pr�ctica sus ideas en Rusia y en Polonia.[12] Bebel, con reticencia, pero no sin acritud, entra en liza para criticar a los dirigentes sindicales, y admite ”por principio” la posibilidad de una huelga pol�tica de masas. Pero se llegar� a un compro�miso, elaborado entre los congresos de Iena y de Mannheim. En Mannheim, en 1906, se ha restablecido la paz en el seno del aparato. En adelante, s�lo se reconocer� a los jefes sindicales como ”competentes” para ”proclamar” la huelga, incluyendo la huelga pol�tica de masas; eso tras haber hecho inventario de ”la organizaci�n”, de la caja, de las ”relaciones de fuerzas”, etc. Despu�s del desafortunado intervalo de la revoluci�n rusa, h�nos aqu� de feliz regreso a la ”vieja t�ctica probada”.

Rosa echa chispas, patalea. Espera la ocasi�n de asestar un fuerte golpe en favor de la nueva estrategia y la nueva t�ctica. El momento propicio se le presenta cuando se desencadena, en 1910, la agitaci�n por la obtenci�n del sufragio universal para las elecciones a la Dieta de Prusia. Las masas piden acci�n. Rosa interviene en una docena de asambleas de masas, a las que asisten millares y decenas de millares de trabajadores y de militantes. Tras algunas escaramuzas contra ”prohibiciones” de la polic�a, una manifestaci�n central re�ne, en el parque Treptow de Berl�n, a 200.000 participantes. Pero a la direcci�n socialdem�crata no le gusta todo ese jaleo; lo que Ie interesa es preparar unas ”buenas elecciones” para 1912. As�, la agitaci�n queda asfixiada tan r�pidamente como ha nacido. Y en este caso es el ”guardi�n de la ortodoxia”, Karl Kautsky, el que personalmente asume la direcci�n de la lucha te�rica y pol�tica del aparato contra la izquierda, por medio de art�culos y de folletos pedantes que evidencian una total incomprensi�n de la din�mica del movimiento de masas. [13]

A primera vista, parece haberse producido una inversi�n de alianzas. A comienzos de siglo, Rosa y Kautsky (izquierda y centro) est�n aliados con el aparato del partido, en torno a Bebel y a Singer, contra la minor�a revisionista de Bernstein. En 1905, en el congreso de Mannheim, el apaarto sindical se ha pasado abiertamente al campo de los revisionistas, y la alianza Bebel-Kautsky-Rosa parece reforzada y consolidada. �C�mo explicar este brusco viraje en el lapso de cuatro a�os (1906-1910)? En realidad, los datos sociales e ideol�gicos del problema difer�an notablemente de las apariencias. Bebel y el aparato del partido estaban apegados a la ”vieja t�ctica probada” tanto en 1900 como en 1910. Eran b�sicamente conservadores, es decir, partidarios del statu quo en el seno del movimiento obrero (sin que ello signifique que hubieran abandonado las convicciones, o incluso la pasi�n, socialistas; pero las orientaban hacia un futuro indeterminado). Exist�a el peligro de que Bernstein y los revisionistas rompieran el delicado equilibrio entre la ”vieja t�ctica probada” (es decir, la pr�ctica cotidiana reformista), la propaganda socialista, la esperanza y la fe de las masas en el socialismo, la unidad del partido, la unidad de las masas y el partido. He aqu� por qu� Bebel y el aparato del partido se opon�an a �l: ello respond�a a finalidades esencialmente conservadoras, al deseo de evitar alborotos.

Pero cuando la revoluci�n rusa de 1905 – y las repercusiones de la era imperialista en las relaciones de clases en la misma Alemania – provocaron una agravaci�n de las tendencias en el seno del movimiento obrero, y cuando el aparato socialdem�crata corri� el peligro de partirse en dos, despu�s del congreso de Iena, Bebel, Ebert, Scheidemann, prefirieron la unidad del aparato antes que la unidad con los obreros radicalizados; as� fue c�mo inter�pretaron la ”prioridad de la organizaci�n”. A partir de entonces, el aparato, en su conjunto, rompi� con la izquierda, ya que esta vez era la izquierda la que exig�a que se dejara de lado la ”vieja t�ctica probada”, y no s�lo su teor�a, sino tambi�n – pecado supremo – su pr�ctica rutinaria. Los dados estaban echados.

La �nica inc�gnita que sigui� abierta durante cierto tiempo fue la del alineamiento de Kautsky: �se alinear�a junto al aparato contra la izquierda, o junto a la izquierda contra el aparato?

Despu�s de la revoluci�n de 1905, se inclin� por un momento hacia la izquierda. Pero un incidente significativo iba a decidir su suerte. En 1908, Kautsky escribi� un folleto titulado El camino del poder, en el que examinaba precisamente la cuesti�n, pendiente desde el c�lebre prefacio de Engels de 1895, del paso de la conquista de la mayor�a de las masas trabajadoras por el socialismo (el objetivo que se marcaba la ”vieja t�ctica probada”) a la conquista del poder pol�tico mismo. Sus f�rmulas eran, en �ltimo t�rmino, moderadas, y no implicaban ninguna agitaci�n revolucionaria sistem�tica; ni siquiera hablaba de suprimir la monarqu�a (hablaba, p�dicamente, de la ”democratizaci�n del imperio y de los estados que lo componen”). Pero en el folleto hab�a demasiadas palabras ”peligrosas” a ojos de un Parteivorstand burocratizado, mezquino y conservador. En �l se hablaba de la posibilidad de una ”revoluci�n”; e incluso se dec�a: ”Nadie ser� tan ingenuo como para suponer que pasaremos pac�fica e imperceptiblemente del estado militarista... a la democracia.” Estas f�rmulas eran ”peligrosas”. Pod�an, incluso, ”provocar un juicio”. El Parteivorstand decidi�, pues, destruir la edici�n del folleto.[14]

Sigui� a esto una tragicomedia en la que se decidi� la suerte de Kautsky como revolucionario y como te�rico. Apel� a la comisi�n de control del partido, y �sta le dio la raz�n. Pero Bebel sigui� diciendo ”no”. Kautsky acept� entonces pasar bajo las horcas caudinas de la censura del partido y mutilar su propio texto: todo aquello que fuera susceptible de provocar esc�ndalo fue eliminado por �l mismo del texto, que se transform� en anodino. Kautsky sali� de este asunto como un hombre sin car�cter ni espina dorsal. La ruptura con Rosa, el centrismo, el papel de servidor del aparato en el debate de 1910-1912, la innoble capitulaci�n de 1914, etc., todo ello est� contenido en germen en este episodio.

No fue casualidad el que la prueba decisiva, para Kautsky y todos los centristas, fuera la cuesti�n de la lucha por el poder, de la reinserci�n del problema de la revoluci�n en una estrategia enteramente basada en la rutina reformista cotidiana. Esta era, en efecto, la cuesti�n decisiva para la socialdemocracia internacional desde 1905.

El an�lisis de la primera redacci�n de El camino del poder permite descubrir que los elementos del centrismo est�n ya presentes antes incluso de que caiga la censura burocr�tica. Ya que si bien, en esta primera versi�n, la descripci�n de los elementos que agravan los antagonismos de clase (imperialismo, militarismo, expansi�n econ�mica frenada, etc.) es perspicaz, su filosof�a fundamental, en cambio, sigue siendo la de la ”vieja t�ctica probada”: la industrializaci�n trabaja a nuestro favor; nuestro ascenso es irresistible, siempre que no se produzca un accidente. No se levanta la hip�tesis de un abandono del fatalismo de la espera m�s que para el caso de que ”nuestros adversarios cometan una tonter�a”: un golpe de estado o la guerra mundial. En suma, seguimos en el mismo punto que cuando Parvus formul� el problema en 1896...

En El camino del poder ni siquiera se habla de ”huelgas revolucionarias”, de explosiones de masas. No se invoca la revoluci�n rusa m�s que para demostrar que abre una nueva era de revoluciones en Oriente (cosa que es cierta), que esta era de revoluciones orientales, a trav�s de los conflictos interimperialistas, tendr� profundas repercusiones en las condiciones de Occidente (cosa que sigue siendo exacta) y exacerbar� indudablemente las tensiones y la inestabilidad. Pero nada se dice de las repercusiones de la revoluci�n rusa y de esta inestabili�dad en el comportamiento de las masas trabajadoras de Occidente. El elemento activo, el factor subjetivo, la iniciativa pol�tica, est�n completamente ausentes. Estar al acecho de la tonter�a que quiz� cometa el adversario, prepararse para la hora H a trav�s de medios pura�mente organizativos, pero dejando escrupulosamente toda la iniciativa al enemigo; he aqu� en qu� se resume toda la sensatez centrista kautskiana, posteriormente prolongada por la de los austromarxistas, cuyo fracaso estallar� en 1934.

La superioridad de Rosa se manifiesta entonces en todos los terrenos, en el curso de este debate crucial. Frente a las sosas referencias y estad�sticas con que Kautsky justificaba su tesis de que ”la revoluci�n no debe de ning�n modo estallar prematuramente”, Rosa levant� una comprensi�n profunda de la inmadurez de las condiciones que conocer� cada revoluci�n proletaria en sus comienzos:

”... estos ataques "prematuros" del proletariado constituyen en s� mismos un factor muy importante, que crea las condiciones pol�ticas de la victoria final, porque el proletariado no puede alcanzar el grado de madurez pol�tica que lo capacitar� para llevar a t�rmino la gran conmoci�n final m�s que en el fuego de luchas obstinadas.” [15]

Fue en 1900 cuando Rosa escribi� estas l�neas, cuando ya formul�, en realidad, los primeros elementos de una teor�a de las condiciones subjetivas necesarias para una victoria revolucio�naria; mientras que Kautsky sigue aferrado al examen de las solas condiciones objetivas, �llegando hasta el punto de negar que el problema planteado por Rosa exista realmente! Con su fino instinto para la vida, las aspiraciones, la temperatura y la acci�n de las masas, Rosa levanta, a partir del debate de 1910, el problema clave de la estrategia obrera del siglo xx, es decir, plantea que ser�a vano esperar un ascenso ininterrumpido de la combatividad de las masas y que, si �stas se ven decepcionadas por la ausencia de resultados y de directivas de las direcciones, pueden volver a caer en la pasividad. [16]

Cuando Kautsky afirma que el �xito de una huelga general ”capaz de detener todas las f�bricas” depende de la organizaci�n previa de todos los obreros, lleva la ”prioridad de la organizaci�n” a un absurdo. La historia le ha quitado la raz�n y se la ha dado a Rosa. Sabemos de numerosas huelgas generales que han logrado paralizar totalmente la vida econ�mica y social de distintas naciones modernas en momentos en que tan s�lo estaba organizada una minor�a de trabajadores. La huelga general francesa de mayo de 1968 no es m�s que la m�s reciente confirmaci�n de una vieja experiencia.

Cuando Kautsky objeta a Rosa que ”los movimientos espont�neos de masas inorganizadas son siempre incalculables”, y por esta raz�n peligrosos para un ”partido revolucionario”, desvela una mentalidad peque�oburguesa de funcionario capaz de imaginarse una ”revoluci�n” que se desarrolle de acuerdo con un horario de ferrocarriles cuidadosamente ajustado. Rosa tiene mil veces raz�n cuando subraya, en su contra, que un partido revolucionario como la socialdemocracia rusa y polaca de 1905 se distingue, precisamente, por su capacidad para comprender y asimilar todo aquello que sea positivo en esta inevitable y saludable espontaneidad de las masas, con objeto de concentrar su energ�a en el designio revolucionario que el partido ha formulado y encarnado en su organizaci�n. [17] Hubo que llegar al conservadurismo cerril de la burocracia staliniana para que volviera a levantarse contra Rosa la acusaci�n infundada de que su an�lisis de los procesos revolucionarios de 1905 conced�a ”una importancia excesiva” a la espontaneidad de las masas, y ”muy poca importancia al papel del partido”. [18]

En el caso de que Rosa sea culpable de una ”teor�a de la espontaneidad” (cosa que est� lejos de haber quedado demostrada), esta culpa no se manifiesta, indudablemente, ni en su juicio sobre el car�cter inevitable de las iniciativas espont�neas de las masas en el curso de explosiones revolucionarias – en esto tiene raz�n en un 100 % –, ni en ninguna ilusi�n en cuanto a que bastara con remitirse a esta iniciativa espont�nea para que la revoluci�n triunfara, o, lo que viene a ser lo mismo, para que de esta iniciativa surgiera la organizaci�n capaz de conducir la revoluci�n a la victoria. Nunca fue culpable de ni�er�as como �stas, a las que tan aficionados son los espontane�stas de hoy.

Lo que concede a la ”huelga pol�tica de masas” un lugar excepcional en el designio de Rosa es el hecho de que ve en ella el medio esencial para educar y preparar a las masas para las futuras colisiones revolucionarias (o, mejor dicho, para educarlas y crear las condiciones propicias para que puedan completar esta educaci�n por medio de su propia acci�n). Aun sin haber elaborado una estrategia de reivindicaciones transitorias, hab�a extra�do, de toda la experiencia pasada, la conclusi�n de que hab�a que terminar con la pr�ctica cotidiana limitada a las luchas electorales, las huelgas econ�micas y la propaganda abstracta ”por el socialismo”. La ”huelga pol�tica de masas” era, para ella, el medio esencial para superar esta rutina.

Confrontaci�n con el aparato del estado, elevaci�n de la conciencia pol�tica de las masas, aprendizaje revolucionario, todo ello quedaba enfocado en funci�n de una perspectiva revolucionaria n�tida, que preve�a crisis revolucionarias en un plazo relativamente breve. As� como Lenin fund� el bolchevismo en base a la convicci�n de la actualidad de la revoluci�n en Rusia, as� como no extendi� esta noci�n al resto de Europa m�s que despu�s del 4 de agosto de 1914, es a Rosa a quien corresponde el m�rito de haber concebido por primera vez una estrategia socialista basada en esta misma inminencia de la revoluci�n, tambi�n en Occidente, inmediatamente despu�s de la revoluci�n rusa de 1905.

Su visi�n realista – �y, desgraciadamente, prof�tica! – del papel que pod�a desempe�ar el aparato burocr�tico del movimiento obrero en dicha crisis revolucionaria puede verse en su discurso en el congreso de Iena, en septiembre de 1905:

”Las revoluciones anteriores, y, especialmente, las de 1848, han demostrado que, en el curso de situaciones revolucionarias, no son las masas las que deben ser frenadas, sino los abogados parlamentarios, para impedirles traicionar a las masas.” [19]

”Si la situaci�n revolucionaria llega a desplegarse plenamente, si las oleadas de la lucha han llegado ya muy alto, entonces ning�n freno de los dirigentes del partido podr� tener mucho efecto, y la masa se limitar� a dejar de lado a los dirigentes que quisieran oponerse a la tempestad del movimiento. Esto podr�a producirse alg�n d�a en Alemania. Pero no creo que desde el punto de vista del inter�s de la socialdemocracia sea necesario y deseable ir en esa direcci�n.” [20]

La unidad de la obra de Rosa Luxemburg

En el contexto del ”gran designio” de Rosa – llevar a la socialdemocracia al abandono de la ”vieja t�ctica probada” y a prepararse para las luchas revolucionarias que Rosa consideraba inminentes –, el conjunto de su actividad adquiere una manifiesta unidad.

El an�lisis del imperialismo no corresponde tan s�lo a preocupaciones te�ricas  aut�nomas, si bien estas preocupaciones fueron reales.[21] Tiene por objetivo desvelar uno de los principales resortes de la agravaci�n de las contradicciones en el seno del mundo capitalista en su conjunto, y en el seno de la sociedad alemana (europea) en particular. Tampoco concibe Rosa el internacionalismo como un tema propagand�stico m�s o menos plat�nico, sino que lo hace en funci�n de dos exigencias, la que concierne a la progresiva internacionalizaci�n de las huelgas, y la que concierne a la preparaci�n del proletariado para la lucha contra la guerra imperialista que se avecina. La campa�a internacionalista sistem�tica que Rosa llev� a cabo en la socialdemocracia internacional durante veinte a�os estaba en funci�n de una perspectiva revolucionaria y de una opci�n estrat�gica, igual que su campa�a por la ”huelga pol�tica de masas” y su an�lisis en profundidad del imperialismo.

Lo mismo sucede con su campa�a antimilitarista y antimon�rquica. Contrariamente a una idea ampliamente difundida, repetida, en ocasiones, incluso por comentadores favorablemente predispuestos respecto a Rosa[22], la campa�a antimilitarista de Rosa no estaba s�lo relacionada con su ”odio” (o su ”temor”) a la guerra, sino tambi�n con una precisa comprensi�n del papel del estado burgu�s que hab�a que abatir para llevar a la victoria a una revoluci�n socialista. Ya en 1899, escrib�a en la Leipziger Volkszeitung:

”El poder y la dominaci�n tanto del estado capitalista como de la clase burguesa se concentran en el militarismo. As� como la socialdemocracia representa el �nico partido pol�tico que combate el militarismo por razones de principio, del mismo modo esta lucha principista contra el militarismo pertenece a la naturaleza misma de la socialdemocracia. Abandonar el combate contra el sistema militar conducir�a en la pr�ctica a negar, sencillamente, la lucha contra el orden social.” [23]

Y el a�o siguiente, en Reforma o revoluci�n, repetir� sucintamente, en sus comentarios sobre el servicio militar obligatorio, que, si bien �ste prepara los fundamentos materiales para el armamento general del pueblo, lo hace ”en la forma del militarismo moderno, precisamente cuando el dominio del pueblo por el estado militar, cuando el car�cter de clase del estado, llegan a su m�s clara expresi�n”. [24] H�gase la comparaci�n con estas f�rmulas, de una luminosa limpidez, no tan s�lo de las elucubraciones de un Bernstein, sino tambi�n de la fraseolog�a ambigua de Kautsky sobre la ”democratizaci�n del imperio”, y podr� verse la distancia que media.

Se comprende, a partir de ah�, la tremenda c�lera de Rosa cuando vio a los mismos reformistas que le hab�an echado en cara el que ”arriesgara la sangre de los obreros” con su ”t�ctica aventurera” [25] permitir que, despu�s de agosto de 1914, la sangre de los obreros corriera en una escala mil veces m�s amplia, y no por su propia causa, sino por la de los explotadores. Fue esta indignaci�n la que le inspir� sus severas f�rmulas: ”la socialdemo�cracia no es ya m�s que un cad�ver maloliente”, ”los socialdem�cratas alemanes son los mayores y m�s infames de los bribones que hayan vivido en este mundo”.[26]

Incluso sus errores est�n en funci�n del gran designio que domin� su vida. Si se equivoc�, efectivamente, en la apreciaci�n rec�proca de los bolcheviques y los mencheviques en Rusia, si combati� el ”ultracentralismo” de Lenin, aun aprobando el r�gimen de hierro ultracentra�lista instaurado por Leo Jogiches en su propio partido polaco clandestino[27], si estaba inclinada a confiar demasiado en la educaci�n socialista de la vanguardia obrera, y a subestimar la necesidad de forjar cuadros obreros capaces de guiar a las m�s amplias masas, integradas espont�neamente en la acci�n al inicio de la revoluci�n, si, por esta misma raz�n, negligi� la formaci�n de una tendencia y de una fracci�n de izquierda organizadas en el seno del SPD a partir de 1906 (la formaci�n de un nuevo partido era imposible antes de que la traici�n de los dirigentes se materializara en actos comprensibles para las masas obreras), cosa que cost� cara al joven Spartakusbund y al joven KPD, que tuvo que seleccionar una direcci�n en plena crisis revolucionaria en vez de haber aprovechado para ello el decenio precedente, todo ello se debi� a que estaba dominada por una creciente desconfianza respecto a los aparatos de funcionarios y de secretarios profesionales, cuyas fechor�as pudo juzgar sobre los hechos mismos mucho mejor y mucho antes que Lenin.

Lenin lleg� en 1914 a las mismas conclusiones que Rosa sobre la socialdemocracia alemana. Dedujo entonces que lo esencial para el proletariado no era la ”organizaci�n” a secas, sino la organizaci�n cuyo programa y cuya fidelidad pr�ctica, cotidiana, a dicho programa garanti�zaran que dicha organizaci�n fuera un motor y no un freno para el levantamiento revolu�cionario de las masas. Rosa lleg� a la misma conclusi�n que Lenin en cuanto a la necesidad de una organizaci�n separada de la vanguardia revolucionaria en 1918, cuando hubo com�prendido a fondo que no bastaba con confiar en el empuje de las masas o en su espontaneidad para vencer el freno de los funcionarios socialdem�cratas, en adelante contrarrevolucionarios. Pero el m�rito que le corresponde a Rosa en la elaboraci�n del marxismo revolucionario contempor�neo es inmenso. Ella fue la primera que plante� y empez� a resolver el problema de la estrategia y la t�ctica revolucionarias en vistas al triunfo de los levantamientos de masas en los pa�ses capitalistas altamente industrializados.


Notas:

[1] Este es, en particular, el juicio de J. P. Nettl, autor de la biograf�a de Rosa m�s amplia hasta la fecha (J. P. Nettl, Rosa Luxemburg, Ed. Era, M�xico). Nettl combina una enorme compilaci�n de detalles y un discernimiento a menudo impresionante en puntos parciales con una falta de comprensi�n casi total de los problemas de conjunto de la estrategia obrera, del movimiento de masas y de las perspectivas revolucionarias, es decir, precisamente, de los problemas que dominaron la vida y las preocupaciones de Rosa.

[2] As�, cuando el peligro de guerra se perfil� por primera vez, a comienzos de los a�os 90, Engels afirm� que, en caso de guerra, la socialdemocracia se ver�a obligada a tomar el poder, y expres� el temor a que eso acabara mal. En la misma carta a Bebel, expres� su convicci�n de que ”esteremos en el poder antes de final del  siglo” (carta del 24 de octubre de 1891). En una carta anterior, del 1.� de mayo de 1891, se rebel� contra la censura que Bebel quer�a aplicar en la publicaci�n de las cr�ticas del programa de Gotha, y fustig� la supresi�n de la libertad de cr�tica y de discusi�n en el seno del partido. (August Bebel, Briefwechsel mit Friedrich Engels, Mouton y Co., 1965, p�gs. 465, 417.)

[3] Engels, prefacio a La lucha de clases en Francia. Subrayado del autor.

[4] Engels escrib�a a Kautsky, el 1.� de abril de 1895: ”Veo hoy en el Vorw�rts un extracto de mi introducci�n, reproducido sin que yo lo supiera y arreglado de tal modo que aparezco como un apacible adorador de la legalidad a todo precio. Por eso deseo a�n m�s que la "Introducci�n" se publique sin cortes en la Neue Zeit, para que esa impresi�n vergonzosa quede borrada.” Bajo el pretexto de amenazas de persecuci�n judicial, Bebel y Kautsky se negaron a actuar en consecuencia. Engels se dej� ablandar, y dej� de insistir en una reproducci�n �ntegra de la ”Introducci�n”. Dicha publicaci�n �ntegra no se hizo hasta despu�s de 1918, por iniciativa de. la Internacional Comunista.

[5] Elecciones celebradas durante la guerra colonial alemana contra los pueblos africanos Herero y Hotentote. Una coalici�n de las fuerzas burguesas y conservadoras logr� en ellas una aplastante victoria. (N. del E.)

[6] Trotsky hab�a formulado una opini�n an�loga a la de Rosa en Balance y perspectivas, escrito en 1906, poniendo el acento en el car�cter cada vez m�s conservador de la socialdemocracia. Sin embargo, en funci�n de las luchas de fracci�n en la socialdemocracia rusa y de las posiciones conciliadoras que adopt� en ellas, volvi� a aproximarse a Kautsky en 1908, y le apoy� contra Rosa en el debate sobre la ”huelga pol�tica de masas”. Lenin adopt� una actitud muy prudente ante el conflicto Kautsky-Rosa de 1910, deseando impedir un ”bloque” de Kautsky con los mencheviques. En su art�culo ”Dos mundos”, dedicado a la socialdemocracia alemana, afirm� que las divergencias entre marxistas (entre los que contaba no s�lo a Rosa y Kautsky, sino tambi�n a Bebel) s�lo eran de naturaleza t�ctica y, en definitiva, de orden menor. Elogiaba la ”prudencia” de Bebel, y justificaba la tesis seg�n la cual es preferible dejar al enemigo la iniciativa de abrir las hostilidades. (Lenin, O.C., Par�s-Mosc�, vol. XVI, pp. 322 a 330.)

[7] El art�culo titulado ”Staatsstreich und politischer Massenstreike” fue primero publicado en la Neue Zeit. Reproducido en la antolog�a ”Die Massenstreikdebatte”, Europ�ische Verlagsanstalt, Frankfurt, 1970, pp. 46-95.

[8] Ya en Reforma o revoluci�n escrib�a Rosa: ”Le estaba reservado a Bernstein considerar el gallinero del parlamentarismo burgu�s como el organismo destinado a realizar la transformaci�n social m�s formidable de la historia, es decir, el paso de la sociedad capitalista a la sociedad socialista.” Toda esta cr�tica del parlamentarismo, todo este an�lisis de la decadencia del parlamento burgu�s, escrita en 1900, conserva un frescor y una actualidad que no tienen t�rmino de comparaci�n con ning�n an�lisis de ning�n autor marxista dedicado a Europa occidental antes de 1914. Rosa explica, en la misma l�nea, el fortalecimiento del sindicalismo revolucionario en Francia por la profunda decepci�n del proletariado franc�s con el parlamentarismo jauresista (art. publicado en la S�chsische Arbeiterzeitung del 5-6 de diciembre de 1904).

[9] Estas citas est�n tomadas de un art�culo publicado en la Neue Zeit, ”Nach dem ersten Akt”, otro de la Sachsische Arbeiterzeitung, ”Im Feuerscheine der Revolution”, y del discurso pronunciado en el congreso socialdem�crata de Iena (V�ase Rosa Luxemburg, Ausgew�hlte Reden und Schriften, tomo II, Dietz Verlag, Berl�n, 1955, pp. 220-221, 234-235 y 244).

[10] Un buen resumen de este debate lo proporciona la introducci�n de Antonia Grunenberg a Die Massenstreikdebatte, cit., pp. 5-44.

[11] Por ejemplo, en su art�culo ”Die Lehren des Bergerbeiterstreik” (Las lecciones de la huelga de los mineros), publicado en Neue Zeit en 1903.

[12] Rosa Luxemburg, discurso del 21 de septiembre de 1905 en Iena (Ausgew�hlte Reden und Schriften, II, pp. 240-241).

[13] V�ase, en particular, su art�culo ”Was nun?” (�Y ahora?), Neue Zeit, 1910, con sus distingos entre ”huelga de advertencia” y ”huelga conminatoria” (distinci�n que procede del libro de Henriette Roland-Holst dedicado a la huelga de masas), entre ”huelgas econ�micas” y ”huelgas pol�ticas”, entre ”estrategia de desgaste” y ”estrategia de asalto”, etc. (Die Massenstreikdebatte, pp. 96-121).

[14] Cf. La edici�n de Chemin du pouvoir (Camino del poder) de Anthropos, Par�s, 1969, con una presentaci�n y cartas anexas que arrojan luz sobre este lamentable asunto. Existe edici�n castellana de la obra en Ed. Grijalbo, col. 70.

[15] Rosa Luxemburg, Ausgew�hlte..., cit., t. II, p. 136.

[16] Ib�d., pp. 325-236, 330. Se trata de extractos de un art�culo publicado en la Dortmunder Arbeiterzeitung del 14-15 de marzo de 1910, titulado ”Was Weiter?”.

[17] Se trata de una simple calumnia propalada por los stalinianos (e ”inocentemente” repetida por los espontane�istas de hoy) el que Rosa atribuyera ”todo el m�rito” de la revoluci�n de 1905 a las ”masas inorganizadas”, sin mencionar el papel del partido socialdem�crata. He aqu� una cita que, como podr�an hacerlo muchas otras, demuestra lo contrario: ”E incluso si, en un primer momento, la direcci�n del levantamiento ha podido caer en manos de dirigentes fortuitos, incluso si el levantamiento puede verse aparentemente enturbiado por toda clase de ilusiones y de tradiciones, no es m�s que el resultado de la enorme suma de educaci�n pol�tica que ha sido propagada durante los dos �ltimos decenios por la agitaci�n socialdem�crata subterr�nea de las mujeres y de los hombres en las distintas capas de la clase obrera rusa. En Rusia, como en el mundo entero, la causa de la libertad y del progreso social est� en las manos del proletariado consciente” (8 de febrero de 1905, en Die Gleichheit, in Ausgew�hlte..., cit., I, p. 216).

[18] Cf. la biograf�a de Rosa por Fred Oelssner, Dietz Verlag, Berl�n, 1951, especialmente pp. 50-53.

[19] Ausgew�hlte..., cit., I, p. 245.

[20] ”Die Theorie und die Praxis”, Neue Zeit, 1909-1910, t. II, 22 junio, pp. 564-578, 29 julio, pp. 626-642.

[21] La propia Rosa escribe que, al redactar su ”Introducci�n a la econom�a pol�tica”, hab�a tropezado con una dificultad te�rica cuando quiso exponer las trabas a la realizaci�n de la plusval�a. De ah� su proyecto de escribir La acumulaci�n del capital.

[22] En especial Antonia Grunenberg en el prefacio a Die Massenstreikdebatte, cit., p. 43, donde afirma que, en oposici�n a Kautsky y a Rosa, Pannekoek formul� unas concepciones estrat�gicas sobre la conquista del poder, planteando la cuesti�n de la lucha contra el poder del estado.

[23] Ausgew�hlte... , cit., I, p. 47.

[24] Rosa Luxemburg, Reforma o revoluci�n, Fontamara, Barcelona, 1975, p. 121.

[25] Ibid., p. 245.

[26] Discurso sobre el programa pronunciado por Rosa en el congreso de fundaci�n del KPD. Su c�lera fue particularmente intensa cuando, tras el armisticio de 1918, los jefes del SPD trataron de utilizar a los soldados alemanes contra la revoluci�n rusa en los pa�ses b�lticos.

[27] Muy recientemente, Edda Werfel ha editado en Polonia la correspondencia Rosa Luxemburg-Leo Jogiches, que aportar� abundante documentaci�n suplementaria para estudiar la actitud pr�ctica y te�rica de Rosa ante la ”cuesti�n de la organizaci�n” en el seno de su propio partido polaco.