Escrito: En 1894.
Primera edición: En la revista Die Neue Zeit,
vol. I (1894/1895), pags. 4-13 y 36-43.
Fuente de la traducción: F. Engels, "Contribuci�n a
la historia del cristianismo primitivo", http://antorcha.webcindario.com/fondo/contribucion.htm.
Esta edición: Marxists Internet Archive, diciembre de
2016.
La historia del cristianismo primitivo ofrece curiosos puntos de contacto con el movimiento obrero moderno. Como �ste, el cristianismo era en su origen el movimiento de los oprimidos: apareci� primero como la religi�n de los esclavos y los libertos, de los pobres y los hombres privados de derechos, de los pueblos sometidos o dispersados por Roma. Ambos, el cristianismo y el socialismo obrero predican una pr�xima liberaci�n de la servidumbre y la miseria; el cristianismo traslada esta liberaci�n al m�s all�, a una vida despu�s de la muerte, en el cielo; el socialismo la sit�a en este mundo, en una transformaci�n de la sociedad. Ambos son perseguidos y acosados, sus seguidores son proscritos y sometidos a leyes de excepci�n, unos como enemigos del g�nero humano, los otros como enemigos del gobierno, la religi�n, la familia, el orden social. Y a pesar de todas las persecuciones e incluso directamente favorecidos por ellas, uno y otro se abren camino victoriosa, irresistiblemente. Tres siglos despu�s de su aparici�n, el cristianismo es reconocido como la religi�n de Estado del Imperio romano: en menos de sesenta a�os, el socialismo ha conquistado una posici�n tal que su triunfo definitivo est� absolutamente asegurado.
En consecuencia, si el se�or profesor A. Menger, en su Derecho al producto �ntegro del trabajo se asombra de que, dada la colosal centralizaci�n de los bienes ra�ces bajo los emperadores romanos y los infinitos sufrimientos de la clase trabajadora compuesta en su mayor parte por esclavos, no se haya implantado el socialismo tras la ca�da del imperio romano occidental, lo que �l no ve es que precisamente ese socialismo, en la medida en que era posible por aquel entonces, exist�a en efecto y hab�a llegado al poder..., con el cristianismo. S�lo que el cristianismo, como fatalmente ten�a que ocurrir dadas las condiciones hist�ricas, no quer�a realizar la transformaci�n social en este mundo, sino en el m�s all�, en el cielo, en la vida eterna tras la muerte, en el inminente milenio.
Ya en la Edad Media se impone el paralelismo de los dos fen�menos en el curso de los primeros levantamientos de los campesinos oprimidos y especialmente de los plebeyos de las ciudades. Estos levantamientos, as� como todos los movimientos de las masas en la Edad Media, estaban enmascarados necesariamente por lo religioso; aparec�an como restauraciones del cristianismo primitivo tras una creciente degeneraci�n (1), pero detr�s de la exaltaci�n religiosa se ocultaban por lo regular intereses muy concretos de este mundo. Esto se mostraba de una forma grandiosa en la organizaci�n de los taboritas de Bohemia bajo Jean Zizka, de gloriosa memoria. Pero este rasgo persiste a trav�s de toda la Edad media hasta que desaparece poco a poco, tras la guerra de los campesinos en Alemania, para reaparecer entre los obreros comunistas despu�s de 1830. Los comunistas revolucionarios franceses, al igual que Weitling y sus correligionarios, se mostraron partidarios del cristianismo primitivo mucho antes de que Renan dijese:
Si quer�is haceros una idea de las primeras comunidades cristianas, mirad una secci�n local de la Asociaci�n Internacional de los Trabajadores.
El escritor franc�s que, gracias a una explotaci�n de la cr�tica b�blica alemana, sin parang�n incluso en el periodismo moderno, compuso su novela de historia de la Iglesia Los or�genes del cristianismo, no sab�a todo lo que hab�a de cierto en sus palabras. Me gustar�a que el viejo internacionalista fuese capaz de leer, por ejemplo, la segunda Ep�stola a los Corintios, atribuida a Pablo, sin que, en un punto al menos, no se abriesen antiguas heridas en �l. Toda la Ep�stola, a partir del cap�tulo VIII, resuena a la eterna triste canci�n, por desgracia demasiado conocida: no hay entrada de cotizaciones. Cu�ntos de los m�s comprometidos propagandistas, alrededor de 1865, hubiesen estrechado la mano del autor de esta carta, quien quiera que fuese, murmur�ndole al o�do con una c�mplice inteligencia: �Tambi�n a ti te ha pasado, hermano, tambi�n a ti! Igualmente, nosotros podr�amos hablar mucho sobre esto �tambi�n en nuestra organizaci�n pululaban los corintios-, esas cotizaciones que no se pagaban, que, inasequibles, daban vueltas ante nuestros ojos de T�ntalo, y ah� estaban precisamente los famosos millones de la Internacional.
Una de nuestras mejores fuentes sobre los primeros cristianos es Luciano de Samosata, el Voltaire de la antig�edad cl�sica, que manten�a una actitud igualmente esc�ptica respecto de toda especie de superstici�n religiosa y que, en consecuencia, no ten�a motivos �ni por creencias paganas ni por pol�tica- para tratar a los cristianos de forma distinta que a cualquier otra asociaci�n religiosa. Por el contrario, se burla de todas por su superstici�n, tanto de los adoradores de J�piter como de los adoradores de Cristo: desde su punto de vista, llanamente racionalista, un tipo de superstici�n es tan in�til como otro. Este testigo, en todo caso imparcial, cuenta entre otras cosas, la biograf�a de un aventurero, Peregrinus, que se llamaba Proteo, de Parium en el Helesponto. El tal Peregrinus comienza su carrera durante su juventud en Armenia. Debido a un adulterio fue pillado en flagrante delito y linchado seg�n la costumbre del pa�s. Logrando felizmente escapar, estrangul� en Parium a su anciano padre y tuvo que huir.
Fue en esa �poca cuando se instruy� en la admirable religi�n de los cristianos, uni�ndose a algunos de sus sacerdotes y escribas en Palestina. �Qu� os puedo decir? Este hombre pronto les hizo ver que no eran m�s que unos ni�os; sucesivamente profeta, tiasarca (2), jefe de asamblea, lo hizo todo, interpretando sus libros, explic�ndolos, elaborando a partir de su propia cosecha. Adem�s, numerosas personas le ve�an como un dios, un legislador, un pont�fice, igual a aqu�l que es honrado en Palestina, donde fue crucificado por haber introducido este nuevo culto entre los hombres. Habiendo sido apresado por este motivo, Proteo fue encarcelado... Desde el momento en que estuvo tras las rejas, los cristianos, consider�ndose golpeados ellos mismos, hicieron todo lo posible para sacarle de all�, pero no pudiendo lograrlo, le proporcionaron al menos toda clase de servicios con un celo y una diligencia infatigables. Desde la ma�ana, se ve�a situados alrededor de la prisi�n a una multitud de ancianas, viudas y hu�rfanos. Los principales jefes de la secta pasaban la noche a su lado, tras haber corrompido a los carceleros; se hac�an traer comida, le�an sus libros santos; y el virtuoso Peregrinus, como se segu�a llamando, era conocido entre ellos como el nuevo S�crates. Y esto no es todo, varias ciudades de Asia le enviaron delegados en nombre de los cristianos para servirle de apoyo, como abogados y consoladores. Ser�a dif�cil de creer su apresuramiento en tales circunstancias, para decirlo todo en una palabra, nada les cost�. En realidad, con el pretexto de su encarcelamiento, Peregrinus recibi� fuertes sumas de dinero y amas� una buena renta. Estos infelices creen que son inmortales y que vivir�n eternamente, en consecuencia desprecian los suplicios y se entregan voluntariamente a la muerte. Su primer legislador tambi�n les ha convencido de que son todos hermanos. Desde el momento en que cambian de religi�n, renuncian a los dioses de los griegos y adoran al sofista crucificado, cuyas leyes obedecen. Igualmente, desprecian todos los bienes y los ponen en com�n, tan completamente creen en sus propias palabras. De manera que si entre ellos se presenta un impostor, un brib�n h�bil, no tiene ning�n problema para enriquecerse muy pronto, ri�ndose con disimulo de su simpleza. No obstante, Peregrinus pronto fue liberado de su encarcelamiento por el gobernador de Siria.
Tras una serie de otras aventuras, dice:
Peregrinus vuelve pues a su vida errante, acompa�ado en sus correr�as vagabundas por una tropa de cristianos que le sirven de sat�lites y satisfacen abundantemente sus necesidades. De este modo se mantuvo durante alg�n tiempo. Pero despu�s, habiendo violado algunos de sus preceptos (se le hab�a visto, creo, comer algo prohibido), fue abandonado por su cortejo y reducido a la pobreza (traducci�n Talbot).
Cu�ntos recuerdos de juventud se despiertan en m�, tras la lectura de este pasaje de Luciano. Ah� est�, en primer lugar, el profeta Albretch que, a partir de 1840 m�s o menos, y durante unos a�os volvi� literalmente inestables las comunidades comunistas de Weitling en Suiza. Era un hombre grande y fuerte, llevaba una larga barba, y recorr�a Suiza a pie, en busca de un auditorio para su nuevo evangelio de liberaci�n del mundo. A fin de cuentas, parece haber sido un busca-l�os bastante inofensivo, y se muri� joven. Su sucesor, menos inofensivo, fue el Dr. George Kuhlmann de Holstein, que aprovech� el tiempo en que Weitling estuvo en prisi�n para convertir a los comunistas de la Suiza francesa a su evangelio y que, durante un tiempo, lo consigui� hasta tal punto que se gan� al m�s espiritual y m�s bohemio de ellos, Augusto Becker. El difunto Kuhlmann dictaba conferencias que en 1845 fueron publicadas en Ginebra bajo el t�tulo: El nuevo mundo o el reino del esp�ritu en la tierra. Anunciaci�n. En la introducci�n, redactada con toda probabilidad por Becker, se lee:
Faltaba un hombre en la boca del cual todos nuestros sufrimientos, todas nuestras esperanzas y nuestras aspiraciones, en una palabra, todo aquello que remueve m�s hondamente nuestro tiempo, encontrase una voz� Ese hombre que esperaba nuestra �poca, ha aparecido. Es el Dr. George Kuhlmann de Holstein. Apareci� con la doctrina del nuevo mundo o del reino del esp�ritu en la tierra.
Hay que decir que esta doctrina del nuevo mundo era s�lo el m�s banal de los sentimentalismos, traducido a una fraseolog�a semib�blica a la Lamennais y declamado con una arrogancia de profeta. Lo que no imped�a a los buenos disc�pulos de Weitling tratar con mucha delicadeza a este charlat�n, como los cristianos de Asia hab�an hecho con Peregrinus. Ellos, que normalmente eran archidemocr�ticos e igualitarios, hasta el punto de alimentar sospechas inextinguibles respecto de todo maestro de escuela, periodista, de todos aquellos que no eran obreros manuales, como si fuesen otros tantos listillos que buscaban explotarles, se dejaron convencer por este Kuhlmann con sus atav�os melodram�ticos, de que en el nuevo mundo el m�s cuerdo, id est Kuhlmann, reglamentar�a el reparto de goces y que, en consecuencia, ya en el viejo mundo, los disc�pulos ten�an que proporcionar los goces por celemines al m�s listo, y contentarse ellos con las migajas. Y Peregrinus-Kuhlmann vivi� en la alegr�a y la abundancia..., mientras dur�. A decir verdad, apenas dur�; el creciente descontento de los esc�pticos y los incr�dulos, las amenazas de persecuci�n del gobierno valdense (*) pusieron fin al reino del esp�ritu en Lausana; Kulhmann desapareci�.
Ejemplos semejantes vendr�n por docenas a la memoria de cualquiera que haya conocido por propia experiencia los comienzos del movimiento obrero en Europa. En el momento actual, casos tan extremos son imposibles, al menos en los grandes centros; pero en localidades perdidas, donde el movimiento conquista un terreno virgen, un peque�o Peregrinus de este tipo bien podr�a contar todav�a con un �xito moment�neo y relativo. Y del mismo modo que en todos los pa�ses afluyen hacia el partido obrero todos los elementos que no tienen nada que esperar del mundo oficial, o que est�n quemados en �l �tal como los adversarios de la vacunaci�n, los vegetarianos, los antiviviseccionistas, los partidarios de la medicina natural, los predicadores de las congregaciones disidentes cuyos fieles se han largado, los autores de nuevas teor�as sobre el origen del mundo, los inventores fracasados o infelices, las v�ctimas de reales o imaginarios atropellos a quienes la burocracia llama los que recriminan por nada, los imb�ciles honestos y los deshonestos impostores-, igual ocurr�a entre los cristianos. Todos los elementos que el proceso de disoluci�n del antiguo mundo hab�a liberado, es decir, hab�a echado por la borda, eran atra�dos, uno tras otro al c�rculo de atracci�n del cristianismo, el �nico elemento que resist�a a esa disoluci�n �justo porque era necesariamente su producto m�s especial- y que, en consecuencia, subsist�a y crec�a mientras que los otros elementos no eran m�s que moscas ef�meras. No hay exaltaci�n, extravagancia, locura o estafa que no haya crecido entre las j�venes comunidades cristianas y que, temporalmente y en ciertas localidades, no haya encontrado orejas atentas y d�ciles creyentes. Y como los comunistas de nuestras primeras comunidades, los primeros cristianos eran de una credulidad inaudita en relaci�n con todo lo que parec�a convenirles, de tal manera que no sabemos, de una forma positiva, si del gran n�mero de escritos que Peregrinus compuso para la cristiandad no se deslizaron fragmentos, por aqu� y por all�, en nuestro Nuevo Testamento.
La cr�tica b�blica alemana, hasta ahora la �nica base cient�fica de nuestro conocimiento sobre la historia del cristianismo primitivo, ha seguido una doble tendencia.
Una de estas tendencias est� representada por la escuela de Tubinga, a la cual pertenece tambi�n en un amplio sentido D.F. Strauss. Esta tendencia llega tan lejos en el examen cr�tico como una escuela teol�gica puede llegar. Admite que los cuatro evangelios no son informes de testigos oculares, sino modificaciones posteriores de escritos perdidos, y que s�lo cuatro, como mucho, de las Ep�stolas atribuidas a Pablo son aut�nticas, etc. Borra de la narraci�n hist�rica, como inadmisibles, todos los milagros y todas las contradicciones; de lo que queda, procura salvar todo lo que puede ser salvado. Y en esto deja ver a las claras su car�cter de escuela teol�gica. Es gracias a esta escuela como Renan, quien en gran parte se basa en ella, ha podido, aplicando el mismo m�todo, llevar a cabo todav�a otros salvamentos m�s. Adem�s de numerosos relatos m�s que dudosos del Nuevo Testamento, a�n quiere imponernos cantidad de leyendas de m�rtires como autentificadas hist�ricamente. En todo caso, todo lo que esta escuela de Tubinga rechaza del Nuevo Testamento como ap�crifo, o como no hist�rico, puede ser considerado como definitivamente descartado por la ciencia.
La otra tendencia est� representada por un solo hombre: Bruno Bauer. Su gran m�rito es haber criticado sin piedad los Evangelios y las Ep�stolas apost�licas, haber sido el primero en tomar en serio el examen de los elementos no s�lo jud�os y greco-alejandrinos, sino tambi�n griegos y greco-romanos que permitieron al cristianismo llegar a ser una religi�n universal. La leyenda del cristianismo nacido completamente del juda�smo, partiendo de Palestina para conquistar el mundo con una dogm�tica y una �tica establecidas en sus grandes l�neas, se hizo imposible desde Bruno Bauer; en lo sucesivo, como mucho podr� continuar vegetando en las facultades de teolog�a y en la mente de las gentes que quieren conservar la religi�n para el pueblo, aunque sea en detrimento de la ciencia. En la formaci�n del cristianismo, tal como fue elevado al rango de religi�n de Estado por Constantino, la Escuela de Fil�n de Alejandr�a y la filosof�a vulgar greco-romana �plat�nica y especialmente estoica- han influido en gran medida. Esta medida est� lejos de ser establecida en sus detalles, pero el hecho est� demostrado, y ha sido obra sobre todo de Bruno Bauer; �l estableci� las bases de la prueba de que el cristianismo no fue importado de fuera, de Judea, e impuesto al mundo greco-romano, sino que fue, al menos en la forma que revisti� como religi�n universal, el producto m�s aut�ntico de este mundo. Naturalmente, en este trabajo, Bauer sobrepas� con mucho el objetivo, como ocurre con todos los que combaten los prejuicios empedernidos. Con el �nimo de determinar, incluso desde el punto de vista literario, la influencia de Fil�n, y sobre todo de S�neca, sobre el naciente cristianismo, y de representar formalmente a los autores del Nuevo Testamento como plagiarios de estos fil�sofos, est� obligado a retrasar la aparici�n de la nueva religi�n medio siglo, rechazar los relatos de los historiadores romanos que se oponen a ella y, en general, tomarse grandes libertades con la historia recibida. Seg�n �l, el cristianismo como tal aparece bajo los emperadores Flavianos, la literatura del Nuevo Testamento bajo Adriano, Antonino y Marco Aurelio. En consecuencia, con Bauer desaparece toda base hist�rica para los relatos del Nuevo Testamento relativos a Jes�s y a sus disc�pulos; se resuelven en leyendas donde las fases de desarrollo interno y los conflictos de sentimientos de las primeras comunidades son atribuidos a personas m�s o menos ficticias. Seg�n Bauer, no son la Galilea ni Jerusal�n, sino Alejandr�a y Roma los lugares de nacimiento de la nueva religi�n.
En consecuencia, si en el residuo que no pone en duda sobre la historia y la literatura del Nuevo Testamento, la escuela de Tubinga nos ha ofrecido lo m�ximo que puede la ciencia, incluso actualmente, dejar pasar como objeto de controversia, Bruno Bauer nos aporta lo m�ximo de lo que en ambas ella puede poner en duda. La verdad se encuentra entre estos dos l�mites. Que �sta, con nuestros actuales medios, sea susceptible de ser determinada, parece muy problem�tico. Nuevos hallazgos, especialmente en Roma, Oriente y ante todo en Egipto, contribuir�n a ello bastante m�s que cualquier cr�tica.
Ahora bien, existe en el Nuevo Testamento un solo libro del que se puede fijar, algunos meses arriba o abajo, la fecha de redacci�n; debi� ser escrito entre junio del 67 y enero o abril del 68; es un libro que, en consecuencia, pertenece a los primeros a�os cristianos, que refleja las ideas de esta �poca con la m�s ingenua sinceridad y en el lenguaje idiom�tico que le corresponde; que por lo tanto es, a mi entender, mucho m�s importante para determinar lo que fue realmente el cristianismo primitivo que todos los dem�s del Nuevo Testamento, muy posteriores en fecha en su redacci�n actual. Es el llamado Apocalipsis de Juan; y como adem�s este libro, en apariencia el m�s oscuro de toda la Biblia, se ha convertido actualmente, gracias a la cr�tica alemana, en el m�s comprensible y transparente de todos, me propongo hablarle de �l al lector.
Basta echar un vistazo a este libro para convencerse del estado de exaltaci�n no s�lo del autor, sino tambi�n del medio en el cual �ste viv�a. Nuestro Apocalipsis no es el �nico de su especie y de su �poca. Desde el a�o 164 antes de nuestra era, fecha del primero que se conserva �el libro de Daniel- hasta alrededor del 250 de nuestra era, fecha aproximada del Carmen de Comodo, Renan no cuenta menos de 15 Apocalipsis cl�sicos llegados hasta nosotros, sin hablar de las imitaciones ulteriores. (Cito a Renan porque su libro es el m�s accesible y conocido fuera de los c�rculos de los especialistas.) Fue una �poca en la que, en Roma y en Grecia, pero incluso m�s en Asia menor, en Siria y en Egipto, una mezcla absolutamente aventurada de las m�s groseras supersticiones de los pueblos m�s diversos era aceptada sin examen y completada con piadosos fraudes y un charlatanismo directo, en la que los milagros, los �xtasis, las visiones, la adivinaci�n, la alquimia, la c�bala y otras hechicer�as ocultas actuaban como el protagonista principal. En esta atm�sfera naci� el cristianismo primitivo, y esto en una clase de personas que, m�s que cualquier otras, estaban abiertas a estos fantasmas. Adem�s, los gn�sticos cristianos de Egipto, como lo prueban entre otras cosas los papiros de Leyde, en el 2� siglo de nuestra era se consagraron fuertemente a la alquimia e incorporaron nociones de �sta a sus doctrinas. Y los mathematici caldeos y jud�os que, seg�n T�cito, fueron expulsados de Roma por magia bajo Claudio y tambi�n bajo Vitelio, no se entregaban a otros tonos de ge�metra distintos de los que encontraremos en el mismo coraz�n del Apocalipsis de Juan.
A esto se a�ade que todos los Apocalipsis se arrogan el derecho de enga�ar a sus lectores. No s�lo son por norma general escritos por personas muy distintas �en su mayor parte m�s modernas- de sus pretendidos autores (por ejemplo, el libro de Daniel, el de Enoch, los Apocalipsis de Esdras, de Baruch, de Judas, etc.; los libros sibilinos), sino que adem�s en el fondo s�lo profetizan cosas ocurridas hace tiempo y perfectamente conocidas por el verdadero autor. As�, en el a�o 164, poco antes de la muerte de Antioco Epifanio, el autor del libro de Daniel le hace predecir a �ste, del cual se considera que vivi� en la �poca de Nabucodonosor, el ascenso y la ca�da de la hegemon�a de Persia y de Macedonia, y el comienzo del imperio mundial de Roma, con el fin de preparar a sus lectores, mediante esta prueba de sus dones prof�ticos, para que acepten su profec�a final: que el pueblo de Israel superar� todos sus sufrimientos y lograr� al fin la victoria. Por lo tanto, si el Apocalipsis de Juan fuese realmente obra del supuesto autor, constituir�a la �nica excepci�n en la literatura apocaliptica.
En todo caso, el Juan que se considera su autor era un hombre muy considerado entre los cristianos de Asia Menor. Lo demuestra el tono de las cartas a las siete Iglesias. Por lo tanto, puede que �ste fuese el ap�stol Juan, cuya existencia hist�rica, si bien no est� absolutamente atestiguada, al menos es muy veros�mil. Y si este ap�stol fue efectivamente el autor, esto reforzar� nuestra tesis. Ser� la mejor prueba de que el cristianismo de este libro es el verdadero, al aut�ntico cristianismo primitivo. Est� probado, dicho sea de paso, que el Apocalipsis no es del mismo autor que el Evangelio o las tres Ep�stolas atribuidas a Juan.
El Apocalipsis est� compuesto por una serie de visiones. En la primera, Cristo aparece, vestido de sumo sacerdote, marchando entre siete candelabros de oro que representan a las siete Iglesias de Asia, y dicta a Juan las cartas a los siete �ngeles de estas Iglesias de Asia. Desde el principio, se manifiesta de un modo contundente la diferencia entre este cristianismo y la religi�n universal de Constantino formulada por el concilio de Nicea. La Trinidad no s�lo es desconocida, sino algo imposible aqu�. En el lugar del Esp�ritu Santo �nico posterior, tenemos los siete esp�ritus de Dios extra�dos por los rabinos de Isa�as, XI, 2; Jesucristo es el Hijo de Dios, el primero y el �ltimo, el alfa y el omega, pero de ning�n modo Dios �l mismo, o igual que Dios; por el contrario, �l es el comienzo de la creaci�n de Dios, por consiguiente, una emanaci�n de Dios que existe desde toda la eternidad, pero alternado, an�loga a los siete esp�ritus mencionados m�s arriba. En el cap�tulo XV, 3, los m�rtires en el cielo cantan el c�ntico de Mois�s, el servidor de Dios, y el c�ntico del cordero por la glorificaci�n de Dios. Jesucristo aparece aqu�, por lo tanto, no s�lo subordinado a Dios, sino en cierto modo situado en el mismo plano que Mois�s. Jesucristo es crucificado en Jerusal�n (XI, 8), pero resucita (I, 5, 8), es el cordero que fue sacrificado por los pecados del mundo y con cuya sangre los fieles de todos los pueblos y lenguas son redimidos por Dios. Encontramos aqu� la concepci�n fundamental que permite al cristianismo desarrollarse como religi�n universal. La noci�n de que los dioses, ofendidos por las acciones de los hombres pod�an ser aplacados mediante sacrificios era com�n a todas las religiones de los semitas y los europeos; la primera idea revolucionaria fundamental del cristianismo (tomada de la escuela de Fil�n) era que, mediante el �nico gran sacrificio voluntario de un mediador, los pecados de todos los hombres de todos los tiempos eran expiados de una vez por todas..., para los fieles. De este modo, desaparec�a la necesidad de todo sacrificio ulterior, y por consiguiente, la base de numerosas ceremonias religiosas. Ahora bien, desembarazarse de ceremonias que dificultaban o prohib�an el comercio con hombres de creencias diferentes, era la primera condici�n de una religi�n universal. Y sin embargo la costumbre de los sacrificios estaba tan anclada en los h�bitos populares que el catolicismo �que retoma tanto de las costumbres paganas- consider� �til acogerlos favorablemente introduciendo al menos el simb�lico sacrificio de la misa. Por el contrario, ning�n rastro en nuestro libro del dogma del pecado original.
Lo que por encima de todo caracteriza estas cartas, al igual que todo el libro, es que nunca ni en parte alguna se le ocurre al autor nombrarse, ni a s� mismo ni a sus correligionarios, de otro modo que como... jud�os. A los sectarios de Esmirna y de Filadelfia, contra los cuales se alza, les reprocha: No se hacen llamar jud�os y no lo son, sino que son una sinagoga de Sat�n; de los de P�rgamo, dice:
Est�n vinculados a la doctrina de Balaam, que ense�aba a Balak a poner obst�culos ante los hijos de Israel para que comiesen carne de animales sacrificados a los �dolos y se entregasen a la impudicia.
Por lo tanto, no estamos hablando aqu� de cristianos conscientes, sino de personas que se tienen por jud�os; su juda�smo es sin duda una nueva fase de desarrollo del antiguo; precisamente por eso es el �nico verdadero. Por eso en el momento de la comparecencia de los santos ante el trono de Dios, aparecen en primer lugar 144.000 jud�os, 12.000 de cada tribu, y s�lo despu�s la innumerable multitud de paganos convertidos a este juda�smo renovado. Hasta tal punto estaba nuestro autor, en el a�o 69 de nuestra era, lejos de dudar de que representara una fase totalmente nueva de la evoluci�n religiosa, llamada a transformarse en uno de los elementos m�s revolucionarios en la historia del esp�ritu humano.
Como se puede ver, ese cristianismo de entonces, que todav�a no ten�a consciencia de s�, estaba a mil leguas de la religi�n universal, dogm�ticamente asentada por el concilio de Nicea; imposible reconocer a �sta en aqu�l. Ni la dogm�tica ni la �tica del cristianismo posterior se encuentran en �l; en cambio, existe el sentimiento de que se est� en lucha contra todo un mundo, y que de esta lucha se saldr� vencedor. Un ardor guerrero y una certeza de vencer que han desaparecido completamente entre los cristianos de nuestros d�as y no se encuentran ya m�s que en el otro polo de la sociedad, entre los socialistas.
En realidad, la lucha contra un mundo que, al principio, lleva la ventaja, y la lucha simult�nea de los innovadores entre ellos mismos, son comunes a los dos, a los cristianos primitivos y a los socialistas. Estos dos grandes movimientos no est�n hechos por jefes y profetas �pese a que los profetas no faltan ni en uno ni en el otro-, son movimientos de masas. Y todo movimiento de masas es necesariamente confuso al principio; confuso porque se mueve, en primer lugar, entre contradicciones, porque carece de claridad y de coherencia; y tambi�n confuso precisamente a causa del papel que al comienzo juegan en �l los profetas. Esta confusi�n se manifiesta en la formaci�n de numerosas sectas que se combaten entre s� con tanta sa�a al menos como combaten contra el enemigo com�n ajeno a ellas. Esto ocurr�a en el cristianismo primitivo, y lo mismo ocurri� en los comienzos del movimiento socialista, por muy doloroso que fuese para las honradas personas bien intencionadas que predicaban la uni�n, cuando la uni�n no era posible.
�Acaso, por ejemplo, la cohesi�n de la Internacional era debida a un dogma com�n? De ning�n modo. Hab�a en ella comunistas seg�n la tradici�n francesa de antes de 1848 que, a su vez, representaban diferentes matices, comunistas de la escuela de Weitling, otros que pertenec�an a la renovada liga de los comunistas, proudhonianos que representaban el elemento predominante en Francia y B�lgica, blanquistas, el Partido Obrero alem�n, en fin, anarquistas bakuninistas que durante un tiempo predominaron en Espa�a e Italia. Y �stos eran s�lo los grupos principales. A partir de la fundaci�n de la Internacional, ha sido necesario un buen cuarto de siglo para que se lleve a cabo definitivamente y en todas partes la separaci�n con los anarquistas, y que se establezca un acuerdo al menos sobre los puntos de vista econ�micos m�s generales. Y eso con nuestros medios de comunicaci�n, los ferrocarriles, tel�grafos, la ciudades monstruo industrializadas, la prensa y las reuniones populares organizadas.
La misma divisi�n en innumerables sectas se daba entre los primeros cristianos, divisi�n que era justamente el medio de suscitar la discusi�n y lograr la unidad ulterior. Constatamos ya esta divisi�n en este libro, indudablemente el m�s antiguo documento cristiano, y nuestro autor fulmina contra ella con el mismo implacable arrebato que contra todo el mundo pecador de afuera. En primer lugar, contra los nicola�tas, en Efeso y P�rgamo; los que dicen ser jud�os pero son la sinagoga de Sat�n, en Esmirna y Filadelfia; los seguidores de la doctrina del falso profeta llamado Balaam, en P�rgamo; los que dicen ser profetas y no lo son, en Efeso; en fin, los partidarios de la falsa profetisa llamada Jezabel, en Tiatira. No sabemos nada m�s preciso sobre estas sectas, s�lo de los sucesores de Balaam y de Jezabel se dice que comen carnes sacrificadas a los �dolos y se entregan a la impudicia.
Se ha tratado de representar a estas cinco sectas como si fuesen cristianos paulinos, y todas estas cartas como si fuesen dirigidas contra Pablo el falso ap�stol, el supuesto Balaam y Nicol�s. Los argumentos poco sostenibles que se relacionan con esto se encuentran reunidos en Renan, Saint Paul (Paris, 1869, p�ginas 303, 305, 367, 370). Todos conducen a una explicaci�n de nuestras cartas mediante los Actos de los Ap�stoles y las supuestas Ep�stolas de Pablo, escritos que, al menos en su redacci�n actual, son posteriores en sesenta a�os al Apocalipsis y cuyos datos relativos a �stas son, pues, m�s que dudosos y que, adem�s, se contradicen absolutamente entre s�. Pero lo que zanja la cuesti�n es que a nuestro autor no se le pudo ocurrir darle a una sola y �nica secta cinco denominaciones diferentes: dos para la �nica Efeso (falsos ap�stoles y nicola�tas) e igualmente dos para P�rgamo (los balamitas y los nicola�tas) y esto design�ndolos expresamente en cada caso como dos sectas diferentes. Sin embargo, no tenemos intenci�n de negar que entre estas sectas hayan podido encontrarse elementos a los que hoy se considerar�a como de sectas paulinas.
En los dos pasajes en que se entra en detalles, la acusaci�n se limita al consumo de carnes sacrificadas a los �dolos, y a la impudicia, los dos puntos sobre los que los jud�os �tanto los antiguos como los jud�os cristianos- estaban en eterna disputa con los paganos conversos. Carne proveniente de sacrificios paganos era no s�lo servida en los festines, en los cuales rechazar los manjares presentes pod�a parecer inconveniente, incluso ser peligroso, sino que adem�s era vendida en los mercados p�blicos en los que apenas era posible discernir si era koscher (**) o no. Por impudicia, estos mismos jud�os entend�an no s�lo el comercio sexual fuera del matrimonio, sino tambi�n el matrimonio entre parientes en grados prohibidos por la Ley jud�a, o a�n m�s entre jud�os y paganos, y es �ste el sentido que, por lo com�n, se da a la palabra en los Hechos de los ap�stoles (XV, 20 y 29). Pero nuestro Juan tiene una forma propia de verlo, incluso en lo relativo al comercio sexual permitido a los jud�os ortodoxos. Dice (XIC, 4) de los 144.000 jud�os celestes: Son los que no se han manchado con mujeres, los que son v�rgenes. Y, de hecho, en el cielo de nuestro Juan no hay ni una sola mujer. Pertenece pues a esa tendencia que se manifiesta igualmente en otros escritos del cristianismo primitivo y que considera pecado el comercio sexual en general. Si, adem�s, se tiene en cuenta el hecho de que califica a Roma como la gran prostituta con la cual los reyes de la tierra se han entregado a la impudicia y han sido embriagados por el vino de su impudicia �y sus comerciantes se han enriquecido por la pujanza de su lujo-, se nos hace imposible comprender la palabra de las cartas en el sentido estrecho que la apolog�tica teol�gica querr�a atribuirle, con el �nico fin de extraer de ah� una confirmaci�n para otros pasajes del Nuevo Testamento. Muy al contrario. Estos pasajes de las cartas indican claramente el fen�meno com�n a todas las �pocas profundamente convulsas, a saber: que al mismo tiempo que se rompen todas las barreras, se busca relajar los v�nculos tradicionales de las relaciones sexuales. Del mismo modo, en los primeros siglos cristianos, paralelamente al ascetismo que mortifica la carne, se manifiesta bastante a menudo la tendencia a extender la libertad cristiana a las relaciones, m�s o menos libres de trabas entre hombres y mujeres. Lo mismo ocurri� en el socialismo moderno.
�Qu� santa indignaci�n provoc� despu�s de 1830, en la Alemania de entonces �esa piadosa guarder�a, como la llamaba Heine- la r�habilitation de la chair (3) saintsimoniana! Los m�s profundamente indignados fueron las �rdenes aristocr�ticas que dominaban por entonces (en aquellos a�os a�n no hab�a clases entre nosotros) y que, tanto en Berl�n como en sus propiedades del campo, no sab�an vivir sin una rehabilitaci�n reiterada de su carne. �Qu� hubiesen dicho estas buenas gentes si hubiesen conocido a Fourier, que ofrece para la carne la perspectiva de otras muchas cabriolas!
Una vez superado el utopismo, estas extravagancias dejaron el puesto a nociones m�s racionales y, en realidad, mucho m�s radicales, y despu�s de que la Alemania de la piadosa guarder�a de Heine que era, llegase a ser el centro del movimiento socialista, todos se burlan de la hip�crita indignaci�n del piadoso mundo aristocr�tico.
Ese es todo el contenido dogm�tico de las cartas. En cuanto a lo dem�s, llaman a los compa�eros a la propaganda en�rgica, a la orgullosa y valiente confesi�n de su fe frente a sus adversarios, a la lucha sin descanso contra el enemigo de fuera y de dentro; y por lo que respecta a esto, podr�an estar escritas por un entusiasta de la Internacional un pel�n profeta.
III
Las cartas son s�lo la introducci�n al verdadero tema de la comunicaci�n de nuestro Juan a las siete Iglesias de Asia menor y, por medio de �stas, a toda la juder�a reformada del a�o 69, de la que sali� la cristiandad m�s adelante. Y aqu� entramos en el santuario m�s �ntimo del cristianismo primitivo.
�Entre qu� personas se reclutaron los primeros cristianos? Principalmente, entre los laboriosos y agobiados que pertenec�an a las capas m�s bajas del pueblo, tal como conviene al elemento revolucionario. �Y de qui�nes estaban compuestas estas capas? En las ciudades, hombres libres venidos a menos, personas de todo tipo, semejantes a los mean whites (4) de los Estados esclavistas del Sur, a los aventureros y vagabundos europeos de las ciudades mar�timas coloniales y chinas, tambi�n de libertos y sobre todo de esclavos; en los latifundios de Italia, Sicilia y �frica, de esclavos; en los distritos rurales de las provincias, de peque�os campesinos cada vez m�s oprimidos por las deudas. No hab�a de ninguna manera una v�a de emancipaci�n com�n para tan diversos elementos. Para todos ellos, el para�so perdido estaba en el pasado; para el hombre libre venido a menos era la polis, ciudad y Estado a la vez cuyos ancestros hab�an sido en otros tiempos los ciudadanos libres; para los esclavos prisioneros de guerra, la era de la libertad antes de la servidumbre y la cautividad; para el peque�o campesino, la sociedad gentilicia y la comunidad del suelo aniquiladas. La mano de hierro igualadora del romano conquistador hab�a echado abajo todo esto. La colectividad social m�s importante que la antig�edad hab�a creado era la tribu y la confederaci�n de tribus emparentadas, agrupamiento basado entre los b�rbaros en las l�neas de consangu�neos, entre los griegos y los italos, fundadores de ciudades, en la polis que comprend�a una o varias tribus emparentadas. Filipo y Alejandro dieron a la pen�nsula hel�nica la unidad pol�tica, pero el resultado no fue la formaci�n de una naci�n griega. Las naciones s�lo se hicieron posibles tras la ca�da del imperio romano. �ste puso fin de una vez por todas a los peque�os agrupamientos; la fuerza militar, la jurisdicci�n romana, el aparato de cobro de los impuestos dislocaron completamente la organizaci�n interna tradicional. A la p�rdida de la independencia y de la organizaci�n original vino a a�adirse el pillaje por las autoridades militares y civiles, que comenzaban por despojar a los vasallos de sus tesoros, para luego prestarles de nuevo a tasas de usura, a fin de que pudiesen pagar nuevas exacciones. El peso de los impuestos y la necesidad de dinero que resultaba de ello en regiones en las que la econom�a natural reinaba exclusivamente o de forma preponderante, pon�an cada vez m�s a los campesinos a merced de los usureros, introduc�an una gran desproporci�n en las fortunas, enriquec�an a los ricos y arruinaban por completo a los pobres. Y cualquier resistencia de las peque�as tribus aisladas o de las ciudades al gigantesco poder de Roma carec�a de toda esperanza. �Cu�l era el remedio a esto, cu�l el refugio para los avasallados, los oprimidos, los arruinados, qu� salida com�n para estos distintos grupos humanos, con intereses divergentes e incluso opuestos? No obstante, se hac�a muy necesario encontrar una, era preciso que un solo y gran movimiento revolucionario los abarcase a todos.
Esta salida se encontr�, pero no en este mundo. Y, tal como estaban las cosas entonces, s�lo la religi�n pod�a ofrecerla. Un nuevo mundo se abri�. La existencia del alma tras la muerte de los cuerpos se hab�a hecho, poco a poco, un art�culo de fe reconocido en todo el mundo romano. Adem�s, una forma de castigo y de recompensa para el alma del muerto, seg�n las acciones realizadas cuando estaba vivo, era cada vez m�s admitida por todos. Para las recompensas, la verdad es que esto sonaba un poco a hueco, la antig�edad era demasiado espont�neamente materialista para no atribuir un precio infinitamente mayor a la vida real que a la vida en el reino de las sombras; entre los griegos, la inmortalidad pasaba m�s bien por un infortunio. Lleg� el cristianismo, que se tom� en serio las penas y las recompensas en el otro mundo y cre� el cielo y el infierno; as� se hab�a encontrado la v�a por la que conducir a los trabajadores y los oprimidos de este valle de l�grimas al para�so eterno. De hecho, era necesaria la esperanza de una recompensa en el m�s all� para llegar a elevar la renuncia al mundo y el ascetismo de la escuela estoica de Fil�n al rango de principio �tico fundamental de una nueva religi�n universal capaz de atraer a las masas oprimidas.
No obstante, la muerte no abre de buenas a primeras este para�so celeste a los fieles. Veremos que el reino de Dios, cuya nueva Jerusal�n es la capital, no se conquista ni se abre m�s que tras ardorosas luchas con las potencias infernales. Ahora bien, los primeros cristianos se representaban estas luchas como inminentes. Tras el inicio, nuestro Juan define su libro como la revelaci�n de las cosas que deben ocurrir pronto; poco despu�s, en el vers�culo 3, dice: Feliz el que lee y los que escuchan las palabras de la profec�a, pues el tiempo est� cercano; a la comunidad de Filadelfia, Jesucristo le dicta; Vendr� pronto. Y en el �ltimo cap�tulo, el �ngel dice que revel� a Juan las cosas que deben ocurrir pronto y le ordena: No pongas un sello a las palabras de la profec�a de este libro, pues el tiempo est� pr�ximo, y el mismo Jesucristo dice, en dos ocasiones, vers�culos 12 y 30: Vendr� pronto. A continuaci�n veremos hasta que punto esta venida era esperada para pronto.
Las visiones apocal�pticas que el autor hace pasar ahora ante nuestros ojos, son todas, y la mayor parte de las veces palabra por palabra, tomadas de modelos anteriores. En parte, de los profetas cl�sicos del Antiguo Testamento, sobre todo de Ezequiel, en parte de los Apocalipsis jud�os posteriores, compuestos seg�n el prototipo del libro de Daniel y sobre todo del libro de Enoc ya redactado, al menos en parte, en aquella �poca. Los cr�ticos han demostrado hasta en los menores detalles, de d�nde ha sacado nuestro Juan cada imagen, cada siniestro pron�stico, cada plaga infligida a la incr�dula humanidad, en pocas palabras, el conjunto de los materiales de su libro; de manera que no s�lo demuestra una falta de imaginaci�n poco com�n, sino que tambi�n �l mismo proporciona la prueba de que no vivi� sus pretendidas visiones y �xtasis, ni siquiera en su imaginaci�n, tal como las ha descrito.
He aqu�, en pocas palabras, el desarrollo de esas apariciones. En primer lugar, Juan ve a Dios sentado en su trono, con un libro sellado por siete sellos en la mano; ante �l est� el cordero (Jes�s) degollado, pero de nuevo vivo, que es hallado digno de abrir los sellos. La apertura de cada sello es acompa�ada de toda clase de signos y prodigios amenazantes. Al quinto sello, Juan percibe, bajo el altar de Dios, las almas de los m�rtires de Cristo que han sido muertos a causa de la palabra de Dios:
Ellos clamaron con fuerte voz, diciendo: �Hasta cu�ndo, maestro santo y venerable, esperar�s para juzgar y vengar nuestra sangre en los habitantes de la tierra?
Despu�s de esto, se le da a cada uno una ropa blanca y se les invita a tener un poco m�s de paciencia hasta que est� completo el n�mero de los m�rtires que han de morir. Aqu� todav�a no se plantea de ninguna manera la religi�n del amor, del amad a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, etc..., aqu� se predica abiertamente la venganza, la sana, la honesta venganza contra los perseguidores de los cristianos. Y es as� a todo lo largo del libro. Cuanto m�s se acerca la crisis, m�s arrecia la lluvia de plagas y juicios del cielo, y m�s alegr�a manifiesta nuestro Juan al anunciar que, mientras tanto, la mayor parte de los hombres no se arrepienten y rechazan hacer penitencia por sus pecados; que nuevos azotes de Dios han de caer sobre ellos; que Cristo tiene que gobernarlos con una vara de hierro y pisar el vino en el lagar de la c�lera de Dios todopoderoso; pero que, no obstante, los imp�os se mantienen duros de coraz�n. Es el sentimiento natural, alejado de toda hipocres�a, de que se est� en la lucha, y que � la guerre comme � la guerre (5). Al abrirse el s�ptimo sello, aparecen siete �ngeles con trompetas: cada vez que un �ngel toca la trompeta, se producen nuevos signos de espanto. Tras el s�ptimo toque de trompeta, siete nuevos �ngeles entran en escena portando las siete copas de la c�lera de Dios que son arrojadas en la tierra y, de nuevo, llueven azotes y juicios, en lo esencial una fatigosa repetici�n de lo que ya ocurri� en numerosas ocasiones. Despu�s, viene la mujer, Babilonia, la gran prostituta, vestida de p�rpura y escarlata, sentada sobre las aguas, ebria de la sangre de los santos y de los m�rtires de Jes�s, es la gran ciudad sobre las siete colinas que reina sobre los reyes de la tierra. Est� sentada sobre una bestia que tiene siete cabezas y diez cuernos. Las siete cabezas son siete monta�as, y son tambi�n siete reyes. De estos reyes, cinco ya han pasado; uno existe, el s�ptimo est� por venir, y tras �l, uno de los cinco primeros, que hab�a sido herido de muerte pero fue curado, volver�. �ste reinar� sobre la tierra durante cuarenta y dos meses, o tres a�os y medio (la mitad de una semana de siete a�os), perseguir� a los fieles a muerte y har� triunfar la impiedad. Despu�s, se libra la gran batalla decisiva, los santos y los m�rtires son vengados con la destrucci�n de la gran prostituta Babilonia y de todos sus partidarios, es decir, de la gran mayor�a de los hombres; el demonio es arrojado al abismo y encadenado all� por mil a�os, durante los cuales reina el Cristo con los m�rtires resucitados. Cuando se cumplen los mil a�os, el diablo es liberado: sigue una �ltima batalla de los esp�ritus en la cual es definitivamente vencido. Tiene lugar una segunda resurrecci�n, el resto de los muertos resucita y comparece ante el trono de Dios (no de Cristo, atenci�n a esto) y los fieles entran en un nuevo cielo, una nueva tierra y una nueva Jerusal�n para la vida eterna.
Del mismo modo que todo este tinglado es levantado con materiales exclusivamente jud�os y precristianos, muestra concepciones casi pura y exclusivamente jud�as. Desde que las cosas comenzaron a ir mal para el pueblo de Israel, desde el momento en que se hizo tributario de Asiria y de Babilonia, desde la destrucci�n de los dos reinos de Israel y de Jud� hasta su servidumbre a los sel�ucidas, es decir, desde Isa�as hasta Daniel, siempre hubo, en las horas de adversidad, la profec�a de un salvador providencial. En el cap�tulo XII, 1, 3 de Daniel se encuentra la profec�a de la llegada de Miguel, el �ngel guardi�n de los jud�os, que les liberar� de su gran desamparo: Muchos muertos resucitar�n, habr� una especie de juicio final y los que hayan ense�ado la justicia a la multitud brillar�n como estrellas, para siempre y a perpetuidad. De cristiano s�lo hay aqu� el acento puesto con insistencia en la inminencia del reino de Jesucristo y en la felicidad de los fieles resucitados, particularmente los m�rtires.
Debemos a la cr�tica alemana, y sobre todo a Ewald, L�cke y Ferdinand Benary la interpretaci�n de esta profec�a, a pesar de que est� relacionada con los acontecimientos de la �poca. Gracias a Renan, penetr� en otros medios distintos de los teol�gicos. La gran prostituta, Babilonia, significa, como ya hemos visto. La ciudad de las siete colinas, Roma. De la bestia sobre la cual ella est� sentada, se dice en XVIII, 9, 11:
Las siete cabezas son siete monta�as sobre las cuales est� sentada la mujer. Son tambi�n siete reyes: cinco est�n derribados, uno existe, el otro a�n no ha venido y cuando venga permanecer� por poco tiempo. Y la bestia que estaba, y que ya no est�, es ella misma un octavo rey, y es del n�mero de los siete, y va a la perdici�n.
La bestia es, pues, la dominaci�n mundial de Roma, representada sucesivamente por siete emperadores, de los cuales uno ha sido herido de muerte y ya no reina, pero ha sido curado y va a volver con el fin de llevar a cabo como octavo rey el reino de la blasfemia y la rebeli�n contra Dios:
Y le fue dado hacer la guerra a los santos y vencerlos. Y le fue dada autoridad sobre toda tribu, todo pueblo, toda lengua y toda naci�n; y todos los habitantes de la tierra le adorar�n, aquellos cuyo nombre no ha sido escrito desde la fundaci�n del mundo en el libro de vida del cordero que ha sido inmolado. Y ella hizo que todos, peque�os y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, recibieran una marca en su mano derecha o en su frente y que nadie pudiese comprar o vender sin tener la marca, el nombre de la bestia o el n�mero de su nombre. Aqu� est� la sabidur�a. Que aqu�l que tenga inteligencia calcule el n�mero de la bestia. Pues es un n�mero de hombre y su n�mero es 666 (XIII, 7-18).
Constatemos solamente que el boicot es mencionado aqu� como una medida empleada por la potencia romana contra los cristianos �que es, pues, manifiestamente una invenci�n del diablo- y pasemos a la cuesti�n de saber qui�n es este emperador romano que ya ha reinado, fue herido mortalmente y vuelve como el octavo de la serie para actuar como Anticristo.
Despu�s de Augusto, el primero, tenemos: 2, Tiberio; 3, Cal�gula; 4, Claudio; 5, Ner�n; 6, Galba. Cinco han ca�do, uno existe. Por lo tanto, Ner�n ya ha ca�do. Galba existe. Galba rein� del 9 de junio del 68 al 15 de enero del 69. Pero inmediatamente despu�s de subir al trono, las legiones del Rhin se sublevaron bajo el mando de Vitelius, al tiempo que en otras provincias otros generales preparaban levantamientos militares. En la misma Roma, los pretorianos se sublevaron, mataron a Galba y proclamaron emperador a Ot�n.
De ello resulta que nuestro Apocalipsis fue escrito bajo Galba, probablemente hacia el final de su reinado, o m�s tarde, durante los tres meses (hasta el 15 de abril del 69) del reinado de Ot�n, el s�ptimo. Pero �qui�n es el octavo, que estuvo y ya no est�? El n�mero 666 nos lo mostrar�.
Entre los semitas �los caldeos y los jud�os- de esta �poca, estaba en boga un arte m�gica basada en el doble significado de las letras. Desde alrededor de trescientos a�os antes de nuestra era, las letras hebraicas eran igualmente empleadas como cifras: a = 1, b = 2, g = 3, d = 4, y as� todas las dem�s. Ahora bien, los adivinos cabalistas sumaban los valores num�ricos de las letras de un nombre y, con la ayuda de la adici�n de las cifras obtenida, por ejemplo formando palabras o combinaciones de palabras de igual valor num�rico que permitiesen extraer conclusiones sobre el futuro del que llevaba ese nombre, procuraban hacer profec�as. Del mismo modo, se expresaban palabras secretas en esta lengua cifrada. Se llamaba a este arte con una palabra griega, ghematriah, geometr�a; los caldeos que la ejerc�an como un oficio y que T�cito llama los mathematici, fueron perseguidos en Roma bajo Claudio y una vez m�s bajo Vitelius, al parecer por delito grave.
Es justamente en el ambiente de esta matem�tica como se produce el n�mero 666. Tras �l, se esconde el nombre de uno de los cinco primeros emperadores romanos. Ahora bien, Ireneo, a finales del siglo II, adem�s del n�mero 666, conoc�a la variante 616 que tambi�n databa de un tiempo en que el enigma de las cifras era todav�a conocido. Si la soluci�n da cuenta igualmente de los dos n�meros, ser� la prueba de que es correcta.
Ferdinand Benary encontr� esa soluci�n. El nombre es Ner�n. El n�mero est� basado en Ner�n Kesar, la trascripci�n hebraica �tal como atestiguan el Talmud y las inscripciones de Palmira- del griego Neron Kaisar, Ner�n emperador, que llevaba como leyenda la moneda del emperador acu�ada en las provincias orientales del Imperio. As�: n (nun) = 50; r (resch) = 200; v (vav) para 0 = 6; n (nun) = 50; k (kaph) = 100; s (samech) = 60; y r (resch) = 200; total = 666. Ahora, tomando como base la forma latina, Nero Caesar el segundo n (nun) = 50 es suprimido, y obtenemos 666 � 50 = 616, la variante de Ireneo.
En efecto, todo el Imperio romano en tiempos de Galba estaba en pleno desbarajuste. El mismo Galba, a la cabeza de las legiones de Espa�a y de la Galia hab�a marchado sobre Roma para derrocar a Ner�n; este huy� y se hizo matar por un liberto. Pero contra Galba, no s�lo los pretorianos en Roma, sino tambi�n los comandantes en las provincias conspiraban; por todas partes surg�an pretendientes al trono, prepar�ndose para lanzarse sobre la capital con sus legiones. El imperio parec�a entregado a la guerra intestina; su ca�da parec�a inminente. Para colmo, se extendi� el rumor, sobre todo en Oriente, de que Ner�n no estaba muerto, sino solamente herido, que se hab�a refugiado entre los partos, que pasar�a el �ufrates y vendr�a con un ej�rcito para inaugurar un nuevo reinado de terror a�n m�s sangriento. La Acadia y Asia en particular estaban sobresaltadas a causa de tales informes. Y justo en el momento en que el Apocalipsis debi� ser compuesto, apareci� un falso Ner�n que se estableci� con un partido bastante numeroso en la isla de Cythnos (la Termia moderna) en el mar Egeo, cerca de Patmos y del Asia menor, hasta que fue muerto, bajo Ot�n. Nada asombroso, pues, que entre los cristianos, contra los cuales Ner�n hab�a lanzado las primeras grandes persecuciones, se hubiese propagado la opini�n de que volver�a como el Anticristo, de que su vuelta, as� como una nueva y m�s seria tentativa de exterminio sangriento de la joven secta ser�a el presagio y el preludio del Cristo, de la gran batalla victoriosa contra las potencias del infierno, del reino de mil a�os que se iba a establecer pronto y cuya llegada segura hizo que los m�rtires fuesen alegremente a la muerte.
La literatura cristiana y de inspiraci�n cristiana de los dos primeros siglos se�ala con suficientes indicios que el secreto de la cifra 666 era entonces conocido por muchos. Ireneo, ciertamente, ya no lo conoc�a, pero por el contrario sab�a, como muchos otros hasta finales del siglo II, que la bestia del Apocalipsis era Ner�n que volv�a. Despu�s, esta �ltima huella se pierde y nuestro Apocalipsis es entregado a la interpretaci�n fant�stica de adivinos ortodoxos; yo mismo he conocido a�n a viejos que, seg�n los c�lculos del anciano Johann Albrecht Bengel, esperaban el fin del mundo y el juicio final para el a�o 1836. La profec�a se realiz� en la fecha anunciada. S�lo que el juicio no alcanz� al mundo de los pecadores, sino a los mismos piadosos int�rpretes del Apocalipsis. Pues, en ese mismo a�o de 1836, F. Benary proporcion� la clave del n�mero 666 y puso as� punto final a todo ese c�lculo adivinatorio, a esa nueva ghematriah.
Del reino de los cielos reservado a los fieles, nuestro Juan no nos ofrece m�s que una descripci�n muy superficial. Para la �poca, la nueva Jerusal�n est� ciertamente construida en un plano bastante grandioso: un cuadrado de 12.000 estadios de lado = 2.227 kil�metros, una superficie por lo tanto de alrededor de cinco millones de kil�metros cuadrados, m�s que la mitad de los Estados Unidos de Am�rica, construida �nicamente en oro y piedras preciosas. All�, Dios habita en medio de los suyos y los ilumina en lugar del sol; ya no hay ni muerte, ni pesar, ni sufrimiento; un r�o de agua viva discurre a trav�s de la ciudad, sobre sus riberas crece el �rbol de la vida produciendo doce veces sus frutos, dando su fruta cada mes, y las hojas del �rbol sirven para la curaci�n de los gentiles (a la manera de un t� medicinal, seg�n Ren�n: El Anticristo, p. 452). All� viven los santos por los siglos de los siglos.
As� era el cristianismo en el Asia Menor, su principal hogar, hacia el a�o 68, hasta el punto en que es conocido por nosotros. Ni el m�s m�nimo indicio de una Trinidad; por el contrario, el viejo Jehov� uno e indivisible del juda�smo decadente desde el que, de Dios nacional jud�o se elev�, �nico, al rango de Dios supremo del cielo y de la tierra donde pretende reinar sobre todos los pueblos prometiendo la gracia a los conversos y exterminando a los rebeldes de forma inmisericorde, fiel en esto al antiguo parcere subjectis ac delellare superbos (6). De igual manera, es este mismo Dios el que preside el juicio final, y no Jesucristo, como en los relatos ulteriores de los Evangelios y las Ep�stolas. En consonancia con la doctrina persa de la emanaci�n, familiar en el juda�smo decadente, Cristo es el cordero, emanado de Dios para toda la eternidad; y lo mismo, a pesar de que ocupen un rango inferior, los siete esp�ritus de Dios, que deben su existencia a un pasaje po�tico mal entendido (Isa�as, XI, 2). Ninguno de ellos es Dios ni igual a Dios, sino que todos est�n sometidos a �l. El cordero se ofrece de buen grado como sacrificio expiatorio por los pecados del mundo, y debido a este elevado acto es expresamente promovido en la jerarqu�a celeste; en todo el libro este sacrificio voluntario le es tenido en cuenta como un acto extraordinario y no como una acci�n que surgiese necesariamente de lo m�s profundo de su ser.
Ni qu� decir tiene que toda la corte celestial de los ancianos, querubines, �ngeles y santos est� presente. A partir del Zendavesta, el monote�smo siempre tuvo que hacerle concesiones al polite�smo para constituirse como religi�n. Entre los jud�os, la reca�da en los dioses paganos y sensuales persiste en estado cr�nico hasta que, tras el exilio la corte celeste al estilo persa acomoda un poco mejor la religi�n a la imaginaci�n popular. Tambi�n el cristianismo, incluso despu�s de que hubiese reemplazado al Dios de los jud�os eternamente inmutable por el misterioso Dios trinitario, diferenciado en s� mismo, s�lo pudo suplantar el culto a los antiguos dioses entre las masas por el culto a los santos. As�, el culto a J�piter, seg�n Fallmerayer, s�lo hacia el siglo IX lleg� a extinguirse en el Peloponeso, en la Maina, en Arcadia, (Historia de la pen�nsula de Morea, I, p. 227). Son la era burguesa moderna y su protestantismo los que en su momento descartan a los santos y se toman al fin en serio el monote�smo diferenciado.
Nuestro Apocalipsis tampoco conoce el dogma del pecado original ni la justificaci�n por la fe. La fe de estas primeras comunidades belicosas difiere en todo de aquella de la iglesia triunfante posterior; al lado del sacrificio expiatorio del cordero, el pr�ximo retorno de Cristo y la inminencia del reino milenario constituyen su contenido esencial y el �nico por el que se manifiesta. Es el momento de la propaganda activa, la lucha sin descanso contra el enemigo de dentro y de fuera, la orgullosa confesi�n de estas convicciones revolucionarias ante los jueces paganos, el martirio soportado con coraje en la certeza de la victoria.
Como hemos visto, el autor a�n no sospecha que es algo diferente de un jud�o. En consecuencia, ninguna alusi�n, en todo el libro, al bautismo; adem�s, existen numerosos indicios de que el bautismo es una instituci�n del segundo periodo cristiano. Los 144.000 jud�os creyentes son sellados, no bautizados. De los santos del cielo, se dice: Son aquellos que han lavado y blanqueado sus largas vestiduras en la sangre del cordero; ni una palabra del agua del bautismo. Los dos profetas que preceden la aparici�n del Anticristo (cap�tulo XI) tampoco bautizan y en el cap�tulo XIX, 10, el testimonio de Jes�s no es el bautismo, sino el esp�ritu de profec�a. Habr�a sido natural en todas estas ocasiones hablar de bautismo, por poco que estuviese ya instituido. Estamos, pues, autorizados a concluir con una casi total certeza que nuestro autor no lo conoc�a y que s�lo se introdujo cuando los cristianos se separaron definitivamente de los jud�os.
Nuestro autor tambi�n ignora el segundo sacramento posterior, la eucarist�a. Si en el texto de Lutero Cristo promete a todo habitante de Tiatira que haya perseverado en la fe que entrar� en su casa y comulgar� con �l, con esto se induce a enga�o. En griego se lee deipn�so, yo cenar� (con �l), y la palabra est� correctamente traducida en las biblias inglesas y francesas. De la cena como fest�n conmemorativo, no se habla aqu� en absoluto.
Nuestro libro, con su fecha (68 � 69) atestiguada de forma tan particular, es sin duda el m�s antiguo de la toda la literatura cristiana. Ning�n otro fue escrito en una lengua tan b�rbara, en la que pululan hasta tal punto los hebra�smos, las construcciones imposibles, las faltas gramaticales. S�lo los te�logos de profesi�n, o histori�grafos interesados niegan a�n que los Evangelios o los Hechos de los ap�stoles sean remodelaciones tard�as de escritos actualmente perdidos y cuyo m�s m�nimo n�cleo hist�rico ya no puede ser descubierto bajo la exuberancia legendaria; incluso las tres o cuatro Ep�stolas apost�licas presuntamente aut�nticas de Bruno Bauer no representan m�s que escritos de una �poca posterior o, en el mejor de los casos, composiciones m�s antiguas de autores desconocidos, retocadas y embellecidas con numerosas adiciones e interpolaciones. Es tanto m�s importante para nosotros poseer con nuestra obra, cuyo periodo de redacci�n se puede establecer con un mes de variaci�n, un libro que nos presenta el cristianismo bajo su forma m�s rudimentaria, bajo la forma en la que se parece a la religi�n de Estado del siglo IV, acabado en su dogm�tica y su mitolog�a, poco m�s o menos lo que la mitolog�a a�n vacilante de los germanos de T�cito se parece a la mitolog�a del Edda, plenamente elaborada bajo la influencia de elementos cristianos y antiguos. El germen de la religi�n universal est� ah�, pero todav�a encierra en estado indiferenciado las mil posibilidades de desarrollo que se realizan en las innumerables sectas posteriores. Si el fragmento m�s antiguo del devenir del cristianismo tiene para nosotros un valor tan particular es porque nos da a conocer en su integridad lo que el juda�smo �fuertemente influenciado por Alejandr�a- aport� al cristianismo. Todo lo posterior es a�adido occidental, grecorromano. Fue necesaria la mediaci�n de la religi�n jud�a monote�sta para revestir al monote�smo erudito de la filosof�a griega vulgar con la �nica forma religiosa bajo la cual pod�a influir en las masas. Una vez encontrada esta mediaci�n, s�lo pod�a transformarse en una religi�n universal en el mundo grecorromano, continuando su desarrollo para fundirse finalmente en el fondo de ideas que este mundo hab�a conquistado.
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Notas:
(1) Los levantamientos del mundo mahometano, especialmente en �frica,
contrastan de forma singular. Con todo, el Islam es una religi�n hecha a la
medida de los orientales, m�s especialmente de los �rabes, es decir, por una
parte, ciudadanos que practican el comercio y la industria, por otra, beduinos n�madas.
Pero permanece el germen de un choque peri�dico. Una vez que se han vuelto
opulentos y fastuosos, los ciudadanos se relajan en la observancia de la Ley.
Los beduinos pobres y, a causa de su pobreza, de costumbres severas, observan
con envidia y codicia esas riquezas y goces. Se unen bajo la direcci�n de un
profeta, un Mahdi, para castigar a los infieles, restablecer la ley ceremonial y
la verdadera fe, y para apropiarse, como recompensa, los tesoros de los
infieles. Naturalmente, al cabo de cien a�os, se encuentran exactamente en el
mismo punto que aqu�llos: es necesaria una nueva purificaci�n, aparece un
nuevo Mahdi, el juego recomienza. Esto ocurri� as� desde las guerras de
conquista de los almor�vides y los almohades africanos en Espa�a hasta el �ltimo
Mahdi de Jartum que tan victoriosamente desafi� a los ingleses. As� ocurri�,
poco m�s o menos, con los levantamientos en Persia y otras regiones musulmanas.
Son movimientos originados por causas econ�micas, aunque porten un disfraz
religioso. Pero, aunque triunfen, dejan intactas las condiciones econ�micas. As�
pues, nada ha cambiado, el choque se hace peri�dico. Por el contrario, en las
insurrecciones populares del Occidente cristiano, el disfraz religioso s�lo
sirve como bandera y m�scara para atacar a un orden econ�mico que se ha hecho
caduco: finalmente, este orden es derribado, un nuevo orden se levanta, hay
progreso, el mundo avanza.
(2) Tiasarca, jefe del thiasos, asociaci�n religiosa, especie de cofrad�a.
(3) En franc�s en el original: rehabilitaci�n de la carne.
(4) Miserables blancos.
(5) En franc�s en el original: En la guerra, como en la guerra.
(6) En lat�n en el original: Perdonar a los vencidos y castigar a los
soberbios.
(*) Originario de Vaud, en Lausana (Suiza) NdT.
(**) Comida al estilo jud�o, NdT.