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Karl Marx


LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA DE 1848 A 1850[1]





INTRODUCCION DE F. ENGELS A LA EDICION DE 1895 [2]

 

El trabajo que aqu� reeditamos fue el primer ensayo de Marx para explicar un fragmento de historia contempor�nea mediante su concepci�n materialista, partiendo de la situaci�n econ�mica existente. En el "Manifiesto Comunista" se hab�a aplicado a grandes rasgos la teor�a a toda la historia moderna, y en los art�culos publicados por Marx y por m� en la "Neue Rheinische Zeitung" [3], esta teor�a hab�a sido empleada constantemente para explicar los acontecimientos pol�ticos del momento. Aqu�, en cambio. se trataba de poner de manifiesto, a lo largo de una evoluci�n de varios a�os, tan cr�tica como t�pica para toda Europa, el nexo causal interno; se trataba pues de reducir, siguiendo la concepci�n del autor, los acontecimientos pol�ticos a efectos de causas. en �Itima instancia econ�micas.

Cuando se aprecian sucesos y series de sucesos de la historia diaria, jam�s podemos remontarnos hasta las �ltimas causas econ�micas. Ni siquiera hoy, cuando la prensa especializada suministra materiales tan abundantes, se podr�a, ni aun en Inglaterra, seguir d�a a d�a la marcha de la industria y del comercio en el mercado mundial y los cambios operados en los m�todos de producci�n, hasta el punto de poder, en cualquier momento hacer el balance general de estos factores, multiplemente complejos y constantemente cambiantes; m�xime cuando los m�s importantes de ellos act�an, en la mayor�a de los casos, escondidos durante largo tiempo antes de salir repentinamente y de un modo violento a la superficie. Una visi�n clara de conjunto sobre la historia econ�mica de un per�odo dado no puede conseguirse nunca en el momento mismo, sino s�lo con posterioridad, despu�s de haber reunido y tamizado los materiales. La estad�stica es un medio auxiliar necesario para esto, y la estad�stica va siempre a la zaga, renqueando. Por eso, cuando se trata de la historia contempor�nea corriente, se ver� uno forzado con harta frecuencia a considelar este factor, el m�s decisivo, como un factor constante, a considerar como dada para todo el per�odo y como invariable la situaci�n econ�mica con que nos encontramos al comenzar el per�odo en cuesti�n, o a no tener en cuenta m�s que aquellos cambios operados en esta situaci�n, que por derivar de acontecimientos patentes sean tambi�n patentes y claros. Por esta raz�n, aqu� el m�todo materialista tendr� que limitarse, con harta frecuencia, a reducir los conflictos pol�ticos a las luchas de intereses de las clases sociales y fracciones de clases existentes determinadas por el desarrollo econ�mico, y a poner de manifiesto que los partidos pol�ticos son la expresi�n pol�tica m�s o menos adecuada de estas mismas clases y fracciones de clases.

Huelga decir que esta desestimaci�n inevitable de los cambios que se operan al mismo tiempo en la situaci�n econ�mica —verdadera base de todos los acontecimientos que se investigan— tiene que ser necesariamente una fuente de errores. Pero todas las condiciones de una exposici�n sint�tica de la historia diaria implican inevitablemente fuentes de errores, sin que por ello nadie desista de escribir la historia diaria.

Cuando Marx emprendi� este trabajo, la mencionada fuente de errores era todav�a mucho m�s inevitable. Resultaba absolutamente imposible seguir, durante la �poca revolucionaria de 1848-1849, los cambios econ�micos que se operaban simult�neamente y, m�s a�n, no perder la visi�n de su conjunto. Lo mismo ocurr�a durante los primeros meses del destierro en Londres, durante el oto�o y el invierno de 1849-1850. Pero �sta fue precisamente la �poca en que Marx comenz� su trabajo. Y, pese a estas circunstancias desfavorables, su conocimiento exacto, tanto de la situaci�n econ�mica de Francia en v�speras de la revoluci�n de Febrero como de la historia pol�tica de este pa�s despu�s de la misma, le permiti� hacer una exposici�n de los acontecimientos que descubr�a su trabaz�n interna de un modo que nadie ha superado hasta hoy y que ha resistido brillantemente la doble prueba a que hubo de someterla m�s tarde el propio Marx.

La primera prueba tuvo lugar cuando, a partir de la primavera de 1850, Marx volvi� a encontrar sosiego para sus estudios econ�micos y emprendi�, ante todo, el estudio de la historia econ�mica de los �ltimos diez a�os. De este modo, los hechos mismos le revelaron con completa claridad lo que hasta entonces hab�a deducido, de un modo semiapriorista, de materiales llenos de lagunas, a saber: que la crisis del comercio mundial producida en 1847 hab�a sido la verdadera madre de las revoluciones de Febrero y Marzo, y que la prosperidad industrial, que hab�a vuelto a producirse paulatinamente desde mediados de 1848 y que en 1849 y 1850 llegaba a su pleno apogeo, fue la fuerza animadora que dio nuevos br�os a la reacci�n europea otra vez fortalecida. Y esto fue decisivo. Mientras que en los tres primeros art�culos (publicados en los n�meros de enero-febrero-marzo de la revista "Neue Rheinische Zeitung. Politisch-�konomische Revue" [4], Hamburgo, 1850) late todav�a la esperanza de que pronto se produzca un nuevo ascenso de energ�a revolucionaria, el resumen hist�rico escrito por Marx y por m� para el �ltimo n�mero doble (mayo a octubre), publicado en el oto�o de 1850, rompe de una vez para siempre con estas ilusiones: «Una nueva revoluci�n s�lo es posible como consecuencia de una nueva crisis. Pero es tan segura como �sta» . Ahora bien, dicha modificaci�n fue la �nica esencial que hubo que introducir. En la explicaci�n de los acontecimientos dada en los cap�tulos anteriores, en las concatenaciones causales all� establecidas, no hab�a absolutamente nada que modificar, como lo demuestra la continuaci�n del relato (desde el 10 de marzo hasta el oto�o de 1850) en el mismo resumen general. Por eso, en la presente edici�n, he introducido esta continuaci�n como cap�tulo cuarto.

La segunda prueba fue todav�a m�s dura. Inmediatamente despu�s del golpe de Estado dado por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, Marx someti� a un nuevo estudio la historia de Francia desde febrero de 1848 hasta este acontecimiento, que cerraba por el momento el per�odo revolucionario ("El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte", tercera edici�n, Hamburgo, Meissner, 1885) . En este folleto vuelve a tratarse, aunque m�s resumidamente, el per�odo expuesto en la presente obra. Comp�rese con la nuestra esta segunda exposici�n hecha a la luz del acontecimiento decisivo que se produjo despu�s de haber pasado m�s de un a�o, y se ver� que el autor tuvo necesidad de cambiar muy poco.

Lo que da, adem�s, a nuestra obra una importancia especial�sima es la circunstancia de que en ella se proclama por vez primera la f�rmula en que un�nimemente los partidos obreros de todos los pa�ses del mundo condensan su demanda de una transformaci�n econ�mica: la apropiaci�n de los medios de producci�n por la sociedad. En el cap�tulo segundo, a prop�sito del «derecho al trabajo», del que se dice que es la «primera f�rmula, torpemente enunciada, en que se resumen las reivindicaciones revolucionarias del proletariado», escribe Marx: «Pero detr�s del derecho al trabajo est� el poder sobre el capital, y detr�s del poder sobre el capital la apropiaci�n de los medios de producci�n, su sumisi�n a la clase obrera asociada, y por consiguiente la abolici�n tanto del trabajo asalariado como del capital y de sus relaciones mutuas». Aqu� se formula, pues —por primera vez—, la tesis por la que el socialismo obrero moderno se distingue tajantemente de todos los distintos matices del socialismo feudal, burgu�s, peque�oburgu�s, etc., al igual que de la confusa comunidad de bienes del comunismo ut�pico y del comunismo obrero espont�neo. Es cierto que m�s tarde Marx hizo tambi�n extensiva esta f�rmula a la apropiaci�n de los medios de cambio, pero esta ampliaci�n, que despu�s del "Manifiesto Comunista" se sobreentend�a, era simplemente un corolario de la tesis principal. Alguna gente sabia de Inglaterra ha a�adido recientemente que tambi�n deben transmitirse a la sociedad los «medios de distribuci�n». A estos se�ores les resultar�a dif�cil decirnos cu�les son, en realidad, estos medios econ�micos de distribuci�n distintos de los medios de producci�n y de cambio; a menos que se refieran a los medios pol�ticos de distribuci�n: a los impuestos y al socorro de pobres, incluyendo el Bosque de Sajonia [5] y otras dotaciones. Pero, en primer lugar, �stos son ya hoy medios de distribuci�n que se hallan en poder da la colectividad, del Estado o del municipio y, en segundo lugar, lo que nosotros queremos es abolirlos.

* * *

Cuando estall� la revoluci�n de Febrero, todos nosotros nos hall�bamos, en lo tocante a nuestra manera de representarnos las condiciones y el curso de los movimientos revolucionarios, bajo la fascinaci�n de la experiencia hist�rica anterior, particularmente la de Francia. ¿No era precisamente de este pa�s, que jugaba el primer papel en toda la historia europea desde 1789, del que tambi�n ahora part�a nuevamente la se�al para la subversi�n general? Era, pues, l�gico e inevitable que nuestra manera de representarnos el car�cter y la marcha de la revoluci�n «social» proclamada en Par�s en febrero de 1848, de la revoluci�n del proletariado, estuviese fuertemente te�ida por el recuerdo de los modelos de 1789 y de 1830. Y, finalmente, cuando el levantamiento de Par�s encontr� su eco en las insurrecciones victoriosas de Viena, Mil�n y Berl�n; cuando toda Europa, hasta la frontera rusa, se vio arrastrada al movimiento; cuando m�s tarde, en junio, se libr� en Par�s, entre el proletariado y la burgues�a, la primera gran batalla por el poder; cuando hasta la victoria de su propia clase sacudi� a la burgues�a de todos los pa�ses de tal manera que se apresur� a echarse de nuevo en brazos de la reacci�n mon�rquico-feudal que acababa de ser abatida, no pod�a caber para nosotros ninguna duda, en las circunstancias de entonces, de que hab�a comenzado el gran combate decisivo y de que este combate hab�a de llevarse a t�rmino en un solo per�odo revolucionario, largo y lleno de vicisitudes, pero que s�lo pod�a acabar con la victoria definitiva del proletariado.

Despu�s de las derrotas de 1849, nosotros no compartimos, ni mucho menos, las ilusiones de la democracia vulgar agrupada en torno a los futuros gobiernos provisionales in partibus [6]. Esta democracia vulgar contaba con una victoria pronta, decisiva y definitiva del «pueblo» sobre los «opresores»; nosotros, con una larga lucha, despu�s de eliminados los «opresores», entre los elementos contradictorios que se escond�an dentro de este mismo «pueblo». La democracia vulgar esperaba que el estallido volviese a producirse de la noche a la ma�ana; nosotros declaramos ya en el oto�o de 1850, que por lo menos la primera etapa del per�odo revolucionario hab�a terminado y que hasta que no estallase una nueva crisis econ�mica mundial no hab�a nada que esperar. Y esto nos vali� el ser proscritos y anatematizados como traidores a la revoluci�n por los mismos que luego, casi sin excepci�n, hicieron las paces con Bismarck, siempre que Bismarck crey� que merec�an ser tomados en consideraci�n.

Pero la historia nos dio tambi�n a nosotros un ment�s y revel� como una ilusi�n nuestro punto de vista de entonces. Y fue todav�a m�s all�: no s�lo destruy� el error en que nos encontr�bamos, sino que adem�s transform� de arriba abajo las condiciones de lucha del proletariado. El m�todo de lucha de 1848 est� hoy anticuado en todos los aspectos, y es �ste un punto que merece ser investigado ahora m�s detenidamente.

Hasta aquella fecha todas las revoluciones se hab�an reducido a la sustituci�n de una determinada dominaci�n de clase por otra; pero todas las clases dominantes anteriores s�lo eran peque�as minor�as, comparadas con la masa del pueblo dominada. Una minor�a dominante era derribada, y otra minor�a empu�aba en su lugar el tim�n del Estado y amoldaba a sus intereses las instituciones estatales. Este papel correspond�a siempre al grupo minoritario capacitado para la dominaci�n y llamado a ella por el estado del desarrollo econ�mico y, precisamente por esto y s�lo por esto, la mayor�a dominada, o bien interven�a a favor de aqu�lla en la revoluci�n o aceptaba la revoluci�n tranquilamente. Pero, prescindiendo del contenido concreto de cada caso, la forma com�n a todas estas revoluciones era la de ser revoluciones minoritarias. Aun cuando la mayor�a cooperase a ellas, lo hacia —consciente o inconscientemente— al servicio de una minor�a; pero esto, o simplemente la actitud pasiva, la no resistencia por parte de la mayor�a, daba al grupo minoritario la apariencia de ser el representante de todo el pueblo.

Despu�s del primer �xito grande, la minor�a vencedora sol�a escindirse: una parte estaba satisfecha con lo conseguido; otra parte quer�a ir todav�a m�s all� y presentaba nuevas reivindicaciones que en parte, al menos, iban tambi�n en inter�s real o aparente de la gran muchedumbre del pueblo. En algunos casos, estas reivindicaciones m�s radicales eran satisfechas tambi�n; pero, con frecuencia, s�lo por el momento, pues el partido m�s moderado volv�a a hacerse due�o de la situaci�n y lo conquistado en el �ltimo tiempo se perd�a de nuevo, total o parcialmente; y entonces, los vencidos clamaban traici�n o achacaban la derrota a la mala suerte. Pero, en realidad, las cosas ocurr�an casi siempre as�: las conquistas de la primera victoria s�lo se consolidaban mediante la segunda victoria del partido m�s radical; una vez conseguido esto, y con ello lo necesario por el momento, los radicales y sus �xitos desaparec�an nuevamente de la escena.

Todas las revoluciones de los tiempos modernos, a partir de la gran revoluci�n inglesa del siglo XVII, presentaban estos rasgos, que parec�an inseparables de toda lucha revolucionaria. Y estos rasgos parec�an aplicables tambi�n a las luchas del proletariado por su emancipaci�n; tanto m�s cuanto que precisamente en 1848 eran contados los que comprend�an m�s o menos en qu� sentido hab�a que buscar esta emancipaci�n. Hasta en Par�s, las mismas masas proletarias ignoraban en absoluto, incluso despu�s del triunfo, el camino que hab�a que seguir. Y, sin embargo, el movimiento estaba all�, instintivo, espont�neo, incontenible. ¿No era �sta precisamente la situaci�n en que una revoluci�n ten�a que triunfar, dirigida, es verdad, por una minor�a; pero esta vez no en inter�s de la minor�a, sino en el m�s genuino inter�s de la mayor�a? Si en todos los per�odos revolucionarios m�s o menos prolongados, las grandes masas del pueblo se dejaban ganar tan f�cilmente por las vanas promesas, con tal de que fuesen plausibles, de las minor�as ambiciosas, ¿c�mo hab�an de ser menos accesibles a unas ideas que eran el m�s fiel reflejo de su situaci�n econ�mica, que no eran m�s que la expresi�n clara y racional de sus propias necesidades, que ellas mismas a�n no comprend�an y que s�lo empezaban a sentir de un modo vago? Cierto es que este esp�ritu revolucionario de las masas hab�a ido seguido casi siempre, y por lo general muy pronto, de un cansancio e incluso de una reacci�n en sentido contrario en cuanto se disipaba la ilusi�n y se produc�a el desenga�o. Pero aqu� no se trataba de promesas vanas, sino de la realizaci�n de los intereses m�s genuinos de la gran mayor�a misma; intereses que por aquel entonces esta gran mayor�a distaba mucho de ver claros, pero que no hab�a de tardar en ver con suficiente claridad, convenci�ndose por sus propios ojos al llevarlos a la pr�ctica. A mayor abundamiento, en la primavera de 1850, como se demuestra en el tercer cap�tulo de Marx, la evoluci�n de la rep�blica burguesa, nacida de la revoluci�n «social» de 1848, hab�a concentrado la dominaci�n efectiva en manos de la gran burgues�a —que, adem�s, abrigaba ideas mon�rquicas—, agrupando en cambio a todas las dem�s clases sociales, lo mismo a los campesinos que a los peque�os burgueses, en torno al proletariado; de tal modo que, en la victoria com�n y despu�s de �sta, no eran ellas, sino el proletariado, escarmentado por la experiencia, quien hab�a de convertirse en el factor decisivo. ¿No se daban pues todas las perspectivas para que la revoluci�n de la minor�a se trocase en la revoluci�n de la mayor�a?

La historia nos ha dado un ment�s, a nosotros y a cuantos pensaban de un modo parecido. Ha puesto de manifiesto que, por aquel entonces, el estado del desarrollo econ�mico en el continente distaba mucho de estar maduro para poder eliminar la producci�n capitalista; lo ha demostrado por medio de la revoluci�n econ�mica que desde 1848 se ha adue�ado de todo el continente, dando, por vez primera, verdadera carta de naturaleza a la gran industria en Francia, Austria, Hungr�a, Polonia y �ltimamente en Rusia, y haciendo de Alemania un verdadero pa�s industrial de primer orden. Y todo sobre la base capitalista, lo cual quiere decir que esta base ten�a todav�a, en 1848, gran capacidad de extensi�n. Pero ha sido precisamente esta revoluci�n industrial la que ha puesto en todas partes claridad en las relaciones de clase, la que ha eliminado una multitud de formas intermedias, legadas por el per�odo manufacturero y, en la Europa Oriental, incluso por el artesanado gremial, creando y haciendo pasar al primer plano del desarrollo social una verdadera burgues�a y un verdadero proletariado de gran industria. Y, con esto, la lucha entre estas dos grandes clases que en 1848, fuera de Inglaterra, s�lo exist�a en Par�s y a lo sumo en algunos grandes centros industriales, se ha extendido a toda Europa y ha adquirido una intensidad que en 1848 era todav�a inconcebible. Entonces, reinaba la multitud de confusos evangelios de las diferentes sectas, con sus correspondientes panaceas; hoy, una sola teor�a, reconocida por todos, la teor�a de Marx, clara y transparente, que formula de un modo preciso los objetivos finales de la lucha. Entonces, las masas escindidas y diferenciadas por localidades y nacionalidades, unidas s�lo por el sentimiento de las penalidades comunes, poco desarrolladas, no sabiendo qu� partido tomar en definitiva y cayendo desconcertadas unas veces en el entusiasmo y otras en la desesperaci�n; hoy, el gran ej�rcito �nico, el ej�rcito internacional de los socialistas, que avanza incontenible y crece d�a por d�a en n�mero, en organizaci�n, en disciplina, en claridad de visi�n y en seguridad de vencer. El que incluso este potente ej�rcito del proletariado no hubiese podido alcanzar todav�a su objetivo, y, lejos de poder conquistar la victoria en un gran ataque decisivo, tuviese que avanzar lentamente, de posici�n en posici�n, en una lucha dura y tenaz, demuestra de un modo concluyente cu�n imposible era, en 1848, conquistar la transformaci�n social simplemente por sorpresa.

Una burgues�a mon�rquica escindida en dos sectores din�sticos [7], pero que, ante todo, necesitaba tranquilidad y seguridad para sus negocios pecuniarios, y frente a ella un proletariado, vencido ciertamente, pero no obstante amenazador, en torno al cual se agrupaban m�s y m�s los peque�os burgueses y los campesinos; la amenaza constante de un estallido violento que, a pesar de todo no brindaba la perspectiva de una soluci�n difinitiva: tal era la situaci�n, como hecha de encargo para el golpe de Estado del tercer pretendiente, del seudodemocr�tico pretendiente Luis Bonaparte. Este, vali�ndose del ej�rcito, puso fin el 2 de diciembre de 1851 a la tirante situaci�n y asegur� a Europa la tranquilidad interior, para regalarle a cambio de ello una nueva era de guerras [8]. El per�odo de las revoluciones desde abajo hab�a terminado, por el momento; a �ste sigui� un per�odo de revoluciones desde arriba.

La vuelta al imperio en 1851 aport� una nueva prueba de la falta de madurez de las aspiraciones proletarias de aquella �poca. Pero ella misma hab�a de crear las condiciones bajo las cuales estas aspiraciones hab�an de madurar. La tranquilidad interior asegur� el pleno desarrollo del nuevo auge industrial; la necesidad de dar qu� hacer al ej�rcito y de desviar hacia el exterior las corrientes revolucionarias engendr� las guerras en las que Bonaparte, bajo el pretexto de hacer valer el «principio de las nacionalidades» [9], aspiraba a agenciarse anexiones para Francia. Su imitador Bismarck adopt� la misma pol�tica para Prusia; dio su golpe de Estado e hizo su revoluci�n desde arriba en 1866, contra la Confederaci�n Alemana [10] y contra Austria, y no menos contra la C�mara prusiana que hab�a entrado en conflicto con el Gobierno. Pero Europa era demasiado peque�a para dos Bonapartes, y as� la iron�a de la historia quiso que Bismarck derribase a Bonaparte y que el rey Guillermo de Prusia instaurase no s�lo el Imperio peque�o-alem�n [11], sino tambi�n la Rep�blica Francesa. Resultado general de esto fue que en Europa llegase a ser una realidad la independencia y la unidad interior de las grandes naciones, con la sola excepci�n de Polonia. Claro est� que dentro de l�mites relativamente modestos, pero con todo lo suficiente para que el proceso de desarrollo de la clase obrera no encontrase ya un obst�culo serio en las complicaciones nacionales. Los enterradores de la revoluci�n de 1848 se hab�an convertido en sus albaceas testamentarios. Y junto a ellos, el heredero de 1848 —el proletariado— se alzaba ya amenazador en la Internacional.

Despu�s de la guerra de 1870-1871, Bonaparte desaparece de la escena y termina la misi�n de Bismarck, con lo cual puede volver a descender al rango de un vulgar junker. Pero la que cierra este per�odo es la Comuna de Par�s. El taimado intento de Thiers de robar a la Guardia Nacional de Par�s [12] sus ca�ones provoc� una insurrecci�n victoriosa. Una vez m�s volv�a a ponerse de manifiesto que en Par�s ya no era posible m�s revoluci�n que la proletaria. Despu�s de la victoria, el poder cay� en el regazo de la clase obrera por s� mismo, sin que nadie se lo disputase. Y una vez m�s volv�a a ponerse de manifiesto cu�n imposible era tambi�n por entonces, veinte a�os despu�s de la �poca que se relata en nuestra obra, este poder de la clase obrera. De una parte, Francia dej� Par�s en la estacada, contemplando c�mo se desangraba bajo las balas de Mac-Mahon; de otra parte, la Comuna se consumi� en la disputa est�ril entre los dos partidos que la escind�an, el de los blanquistas (mayor�a) y el de los prondhonianos (minor�a), ninguno de los cuales sab�a qu� era lo que hab�a que hacer. Y tan est�ril como la sorpresa en 1848, fue la victoria regalada en 1871.

Con la Comuna de Par�s se cre�a haber enterrado definitivamente al proletariado combativo. Pero es, por el contrario, de la Comuna y de la guerra franco-alemana de donde data su m�s formidable ascenso. El hecho de encuadrar en los ej�rcitos, que desde entonces ya se cuentan por millones, a toda la poblaci�n apta para el servicio militar, as� como las armas de fuego, los proyectiles y las materias explosivas de una fuerza de acci�n hasta entonces desconocida, produjo una revoluci�n completa de todo el arte militar. Esta transformaci�n, de una parte, puso fin bruscamente al per�odo guerrero bonapartista y asegur� el desarrollo industrial pac�fico, al hacer imposible toda otra guerra que no sea una guerra mundial de una crueldad inaudita y de consecuencias absolutamente incalculables. De otra parte, con los gastos militares, que crecieron en progresi�n geom�trica, hizo subir los impuestos a un nivel exorbitante, con lo cual ech� las clases pobres de la poblaci�n en los brazos del socialismo. La anexi�n de Alsacia-Lorena, causa inmediata de la loca competencia en materia de armamentos, podr� azuzar el chovinismo de la burgues�a francesa y la alemana, lanz�ndolas la una contra la otra; pero para los obreros de ambos pa�ses ha sido un nuevo lazo de uni�n. Y el aniversario de la Comuna de Par�s se convirti� en el primer d�a de fiesta universal del proletariado.

Como Marx predijo, la guerra de 1870-1871 y la derrota de la Comuna desplazaron por el momento de Francia a Alemania el centro de gravedad del movimiento obrero europeo. En Francia, naturalmente, necesitaba a�os para reponerse de la sangr�a de mayo de 1871. En cambio, en Alemania, donde la industria —impulsada como una planta de estufa por el man� de miles de millones [13] pagados por Francia— se desarrollaba cada vez m�s r�pidamente, la socialdemocracia crac�a todav�a m�s de prisa y con m�s persistencia. Gracias a la inteligencia con que los obreros alemanes supieron utilizar el sufragio universal, implantado en 1866, el crecimiento asombroso del partido aparece en cifras indiscutibles a los ojos del mundo entero. 1871: 102.000 votos socialdem�cratas; 1874: 352.000; 1877: 493.000. Luego, vino el alto reconocimiento de estos progresos por la autoridad: la ley contra los socialistas [14]; el partido fue temporalmente destrozado y, en 1881, el n�mero de votos descendi� a 312.000. Pero se sobrepuso pronto y ahora, bajo el peso de la ley de excepci�n, sin prensa; sin una organizaci�n legal, sin derecho de asociaci�n ni de reuni�n, fue cuando comenz� verdaderamente a difundirse con rapidez 1884: 550.000 votos; 1887: 763.000; 1890: 1.427.000. Al llegar aqu�, se paraliz� la mano del Estado. Desapareci� la ley contra los socialistas y el n�mero de votos socialistas ascendi� a 1.787.000, m�s de la cuarta parte del total de votos emitidos. El Gobierno y las clases dominantes hab�an apurado todos los medios; est�rilmente, sin objetivo y sin resultado alguno. Las pruebas tangibles de su impotencia, que las autoridades, desde el sereno hasta el canciller del Reich, hab�an tenido que tragarse —¡y que ven�an de los despreciados obreros!—, estas pruebas se contaban por millones. El Estado hab�a llegado a un atolladero y los obreros apenas comenzaban su avance.

El primer gran servicio que los obreros alemanes prestaron a su causa consisti� en el mero hecho de su existencia como Partido Socialista que superaba a todos en fuerza, en disciplina y en rapidez de crecimiento. Pero adem�s prestaron otro: suministraron a sus camaradas de todos los pa�ses un arma nueva, una de las m�s afiladas, al hacerles ver c�mo se utiliza el sufragio universal.

El sufragio universal exist�a ya desde hac�a largo tiempo en Francia, pero se hab�a desacreditado por el empleo abusivo que hab�a hecho de �l el Gobierno bonapartista. Y despu�s de la Comuna no se dispon�a de un partido obrero para emplearlo. Tambi�n en Espa�a exist�a este derecho desde la Rep�blica, pero en Espa�a todos los partidos serios de oposici�n hab�an tenido siempre por norma la abstenci�n electoral. Las experiencias que se hab�an hecho en Suiza con el sufragio universal serv�an tambi�n para todo menos para alentar a un partido obrero. Los obreros revolucionarios de los pa�ses latinos se hab�an acostumbrado a ver en el derecho de sufragio una a�agaza, un instrumento de enga�o en manos del Gobierno. En Alemania no ocurri� as�. Ya el "Manifiesto Comunista" hab�a proclamado la lucha por el sufragio universal, por la democracia, como una de las primeras y m�s importantes tareas del proletariado militante, y Lassalle hab�a vuelto a recoger este punto. Y cuando Bismarck se vio obligado a introducir el sufragio universal [15] como �nico medio de interesar a las masas del pueblo por sus planes, nuestros obreros tomaron inmediatamente la cosa en serio y enviaron a Augusto Bebel al primer Reichstag Constituyente. Y, desde aquel d�a, han utilizado el derecho de sufragio de un modo tal, que les ha tra�do incontables beneficios y ha servido de modelo para los obreros de todos los pa�ses. Para decirlo con las palabras del programa marxista franc�s, han transformado el sufragio universal de moyen de duperie qu'il a �t� jusqu'ici en instrument d'�mancipation —de medio de enga�o, que hab�a sido hasta aqu�, en instrumento de emancipaci�n [16]. Y aunque el sufragio universal no hubiese aportado m�s ventaja que la de permitirnos hacer un recuento de nuestras fuerzas cada tres a�os; la de acrecentar en igual medida, con el aumento peri�dicamente constatado e inesperadamente r�pido del n�mero de votos, la seguridad en el triunfo de los obreros y el terror de sus adversarios, convirti�ndose con ello en nuestro mejor medio de propaganda; la de informarnos con exactitud acerca de nuestra fuerza y de la de todos los partidos adversarios, suministr�ndonos as� el mejor instrumento posible para calcular las proporciones de nuestra acci�n y precavi�ndonos por igual contra la timidez a destiempo y contra la extempor�nea temeridad; aunque no obtuvi�semos del sufragio universal m�s ventaja que �sta, bastar�a y sobrar�a. Pero nos ha dado mucho m�s. Con la agitaci�n electoral, nos ha suministrado un medio �nico para entrar en contacto con las masas del pueblo all� donde est�n todav�a lejos de nosotros, para obligar a todos los partidos a defender ante el pueblo, frente a nuestros ataques, sus ideas y sus actos; y, adem�s, abri� a nuestros representantes en el parlamento una tribuna desde lo alto de la cual pueden hablar a sus adversarios en la C�mara y a las masas fuera de ella con una autoridad y una libertad muy distintas de las que se tienen en la prensa y en los m�tines. ¿Para qu� les sirvi� al Gobierno y a la burgues�a su ley contra los socialistas, si las campa�as de agitaci�n electoral y los discursos socialistas en el parlamento constantemente abr�an brechas en ella?

Pero con este eficaz empleo del sufragio universal entraba en acci�n un m�todo de lucha del proletariado totalmente nuevo, m�todo de lucha que se sigui� desarrollando r�pidamente. Se vio que las instituciones estatales en las que se organizaba la dominaci�n de la burgues�a ofrec�an nuevas posibilidades a la clase obrera para luchar contra estas mismas instituciones. Y se tom� parte en las elecciones a las dietas provinciales, a los organismos municipales, a los tribunales de artesanos, se le disput� a la burgues�a cada puesto, en cuya provisi�n mezclaba su voz una parte suficiente del proletariado. Y as� se dio el caso de que la burgues�a y el Gobierno llegasen a temer mucho m�s la actuaci�n legal que la actuaci�n ilegal del partido obrero, m�s los �xitos electorales que los �xitos insurreccionales.

Pues tambi�n en este terreno hab�an cambiado sustancialmente las condiciones de la lucha. La rebeli�n al viejo estilo, la lucha en las calles con barricadas, que hasta 1848 hab�a sido la decisiva en todas partes, estaba considerablemente anticuada.

No hay que hacerse ilusiones: una victoria efectiva de la insurrecci�n sobre las tropas en la lucha de calles, una victoria como en el combate entre dos ej�rcitos, es una de las mayores rarezas. Pero es verdad que tambi�n los insurrectos hab�an contado muy rara vez con esta victoria. Lo �nico que persegu�an era hacer flaquear a las tropas mediante factores morales que en la lucha entre los ej�rcitos de dos pa�ses beligerantes no entran nunca en juego, o entran en un grado mucho menor. Si se consigue este objetivo, la tropa no responde, o los que la mandan pierden la cabeza; y la insurrecci�n vence. Si no se consigue, incluso cuando las tropas sean inferiores en n�mero, se impone la ventaja del mejor armamento e instrucci�n, de la unidad de direcci�n, del empleo de las fuerzas con arreglo a un plan y de la disciplina. Lo m�s a que puede llegar la insurrecci�n en una acci�n verdaderamente t�ctica es levantar y defender una sola barricada con sujeci�n a todas las reglas del arte. Apoyo mutuo, organizaci�n y empleo de las reservas, en una palabra, la cooperaci�n y la trabaz�n de los distintos destacamentos, indispensable ya para la defensa de un barrio y no digamos de una gran ciudad entera, s�lo se pueden conseguir de un modo muy defectuoso y, en la mayor�a de los casos, no se pueden conseguir de ning�n modo. De la concentraci�n de las fuerzas sobre un punto decisivo, no cabe ni hablar. As�, la defensa pasiva es la forma predominante de lucha; la ofensiva se producir� a duras penas, aqu� o all�, siempre excepcionalmente, en salidas y ataques de flanco espor�dicos, pero, por regla general, se limitara a la ocupaci�n de las posiciones abandonadas por las tropas en retirada. A esto hay que a�adir que las tropas disponen de artiller�a y de fuerzas de ingenieros bien equipadas e instruidas, medios de lucha de que los insurgentes carecen por completo casi siempre. Por eso no hay que maravillarse de que hasta las luchas de barricadas libradas con el mayor hero�smo —las de Par�s en junio de 1848, las de Viena en octubre del mismo a�o y las de Dresde en mayo de 1849—, terminasen con la derrota de la insurrecci�n, tan pronto como los jefes atacantes, a quienes no frenaba ning�n miramiento pol�tico, obraron ateni�ndose a puntos de vista puramente militares y sus soldados les permanecieron fieles.

Los numerosos �xitos conseguidos por los insurrectos hasta 1848 se deben a m�ltiples causas. En Par�s, en julio de 1830 y en febrero de 1848, como en la mayor�a de las luchas callejeras en Espa�a, entre los insurrectos y las tropas se interpon�a una guardia civil, que, o se pon�a directamente al lado de la insurrecci�n o bien, con su actitud tibia e indecisa, hac�a vacilar asimismo a las tropas y, por a�adidura, suministraba armas a la insurrecci�n. All� donde esta guardia civil se colocaba desde el primer momento frente a la insurrecci�n, como ocurri� en Par�s en junio de 1848, �sta era vencida. En Berl�n, en 1848, venci� el pueblo, en parte por los considerables refuerzos recibidos durante la noche del 18 y la ma�ana del 19, en parte a causa del agotamiento y del mal avituallamiento de las tropas y en parte, finalmente, por la acci�n paralizadora de las �rdenes del mando. Pero en todos los casos se alcanz� la victoria porque no respondieron las tropas, porque al mando le falt� decisi�n o porque se encontr� con las manos atadas.

Por tanto, hasta en la �poca cl�sica de las luchas de calles, la barricada ten�a m�s eficacia moral que material. Era un medio para quebrantar la firmeza de las tropas. Si se sosten�a hasta la consecuci�n de este objetivo, se alcanzaba la victoria; si no, ven�a la derrota. Este es el aspecto principal de la cuesti�n y no hay que perderlo de vista tampoco cuando se investiguen las posibilidades de las luchas callejeras que se puedan presentar en el futuro.

Por lo dem�s, las posibilidades eran ya en 1849 bastante escasas. La burgues�a se hab�a colocado en todas partes al lado de los gobiernos, «la cultura y la propiedad» saludaban y obsequiaban a las tropas enviadas contra las insurrecciones. La barricada hab�a perdido su encanto; el soldado ya no ve�a detr�s de ella al «pueblo», sino a rebeldes, a agitadores, a saqueadores, a partidarios del reparto, a la hez de la sociedad; con el tiempo, el oficial se hab�a ido entrenando en las formas t�cticas de la lucha de calles: ya no se lanzaba de frente y a pecho descubierto hacia el parapeto improvisado, sino que lo flanqueaba a trav�s de huertas, de patios y de casas. Y, con alguna pericia, esto se consegu�a ahora en el noventa por ciento de los casos.

Adem�s, desde entonces, han cambiado much�simas cosas, y todas a favor de las tropas. Si las grandes ciudades han crecido considerablemente, todav�a han crecido m�s los ej�rcitos. Par�s y Berl�n no se han cuadriplicado desde 1848, pero sus guarniciones se han elevado a m�s del cu�druplo. Por medio de los ferrocarriles, estas guarniciones pueden duplicarse y m�s que duplicarse en 24 horas, y en 48 horas convertirse en ej�rcitos formidables. El armamento de estas tropas, tan enormemente acrecentadas, es hoy incomparablemente m�s eficaz. En 1848 llevaban el fusil liso de percusi�n y antecarga; hoy llevan el fusil de repetici�n, de retrocarga y peque�o calibre, que tiene cuatro veces m�s alcance, diez veces m�s precisi�n y diez veces m�s rapidez de tiro que aqu�l. Entonces dispon�an de las granadas macizas y los botes de metralla de la artiller�a, de efecto relativamente d�bil; hoy, de las granadas de percusi�n, una de las cuales basta para hacer a�icos la mejor barricada. Entonces se empleaba la piqueta de los zapadores para romper las medianer�as, hoy se emplean los cartuchos de dinamita.

En cambio, del lado de los insurrectos todas las condiciones han empeorado. Una insurrecci�n con la que simpaticen todas las capas del pueblo, se da ya dif�cilmente; en la lucha de clases, probablemente ya nunca se agrupar�n las capas medias en torno al proletariado de un modo tan exclusivo, que el partido de la reacci�n que se congrega en torno a la burgues�a constituya, en comparaci�n con aqu�llas, una minor�a insignificante. El «pueblo» aparecer�, pues, siempre dividido, con lo cual faltar� una formidable palanca, que en 1848 fue de una eficacia extrema. Y cuantos m�s soldados licenciados se pongan al lado de los insurgentes m�s dif�cil se har� el equiparlos de armamento. Las escopetas de caza y las carabinas de lujo de las armer�as —aun suponiendo que, por orden de la polic�a, no se inutilicen de antemano quit�ndoles una pieza del cerrojo— no se pueden comparar ni remotamente, incluso para la lucha desde cerca, con el fusil de repetici�n del soldado. Hasta 1848, era posible fabricarse la munici�n necesaria con p�lvora y plomo; hoy, cada fusil requiere un cartucho distinto y s�lo en un punto coinciden todos: en que son un producto complicado de la gran industria y no pueden, por consiguiente, improvisarse; por tanto, la mayor�a de los fusiles son in�tiles si no se tiene la munici�n adecuada para ellos. Finalmente, las barriadas de las grandes ciudades construidas desde 1848 est�n hechas a base de calles largas, rectas y anchas, como de encargo para la eficacia de los nuevos ca�ones y fusiles. Tendr�a que estar loco el revolucionario que eligiese el mismo para una lucha de barricadas los nuevos distritos obreros del Norte y el Este de Berl�n.

¿Quiere decir esto que en el futuro los combates callejeros no vayan a desempe�ar ya papel alguno? Nada de eso. Quiere decir �nicamente que, desde 1848, las condiciones se han hecho mucho m�s desfavorables para los combatientes civiles y mucho m�s ventajosas para las tropas. Por tanto, una futura lucha de calles s�lo podr� vencer si esta desventaja de la situaci�n se compensa con otros factores. Por eso se producir� con menos frecuencia en los comienzos de una gran revoluci�n que en el transcurso ulterior de �sta y deber� emprenderse con fuerzas m�s considerables. Y �stas deber�n, indudablemente, como ocurri� en toda la gran revoluci�n francesa, as� como el 4 de septiembre y el 31 de octubre de 1870, en Par�s [17], preferir el ataque abierto a la t�ctica pasiva de barricadas.

¿Comprende el lector, ahora, por qu� los poderes imperantes nos quieren llevar a todo trance all� donde disparan los fusiles y dan tajos los sables? ¿Por qu� hoy nos acusan de cobard�a porque no nos lanzamos sin m�s a la calle, donde de antemano sabemos que nos aguarda la derrota? ¿Por qu� nos suplican tan encarecidamente que juguemos, al fin, una vez, a ser carne de ca��n?

Esos se�ores malgastan lamentablemente sus s�plicas y sus retos. No somos tan necios como todo eso. Es como si pidieran a su enemigo en la pr�xima guerra que se les enfrentase en la formaci�n de l�neas del viejo Fritz [*] o en columnas de divisiones enteras a lo Wagram y Waterloo [18], y, adem�s, empu�ando el fusil de chispa. Si han cambiado las condiciones de la guerra entre naciones, no menos han cambiado las de la lucha de clases. La �poca de los ataques por sorpresa, de las revoluciones hechas por peque�as minor�as conscientes a la cabeza de las masas inconscientes, ha pasado. All� donde se trate de una transformaci�n completa de la organizaci�n social tienen que intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por s� mismas de qu� se trata, por qu� dan su sangre y su vida. Esto nos lo ha ense�ado la historia de los �ltimos cincuenta a�os. Y para que las masas comprendan lo que hay que hacer, hace falta una labor larga y perseverante. Esta labor es precisamente la que estamos realizando ahora, y con un �xito que sume en la desesperaci�n a nuestros adversarios.

Tambi�n en los pa�ses latinos se va viendo cada vez m�s que hay que revisar la vieja t�ctica. En todas partes se ha imitado el ejemplo alem�n del empleo del sufragio, de la conquista de todos los puestos que est�n a nuestro alcance; en todas partes han pasado a segundo plano los ataques sin preparaci�n. En Francia, a pesar de que all� el terreno est� minado, desde hace m�s de cien a�os, por una revoluci�n tras otra y de que no hay ning�n partido que no tenga en su haber conspiraciones, insurrecciones y dem�s acciones revolucionarias; en Francia, donde a causa de esto, el Gobierno no puede estar seguro, ni mucho menos, del ej�rcito y donde todas las circunstancias son mucho m�s favorables para un golpe de mano insurreccional que en Alemania, incluso en Francia, los socialistas van d�ndose cada vez m�s cuenta de que no hay para ellos victoria duradera posible a menos que ganen de antemano a la gran masa del pueblo, lo que aqu� equivale a decir a los campesinos. El trabajo lento de propaganda y la actuaci�n parlamentaria se han reconocido tambi�n aqu� como la tarea inmediata del partido. Los �xitos no se han hecho esperar. No s�lo se han conquistado toda una serie de consejos municipales, sino que en las C�maras hay 50 diputados socialistas, que han derribado ya tres ministerios y un presidente de la Rep�blica. En B�lgica, los obreros han arrancado hace un a�o el derecho al sufragio y han vencido en una cuarta parte de los distritos electorales. En Suiza, en Italia, en Dinamarca, hasta en Bulgaria y en Rumania, est�n los socialistas representados en el parlamento. En Austria, todos los partidos est�n de acuerdo en que no se nos puede seguir cerrando el acceso al Reichsrat. Entraremos, no cabe duda; lo �nico que se discute todav�a es por qu� puerta. E incluso en Rusia, si se re�ne el famoso Zemski Sobor, esa Asamblea Nacional, contra la que tan en vano se resiste el joven Nicol�s, incluso all� podemos estar seguros de tener una representaci�n.

Huelga decir que no por ello nuestros camaradas extranjeros renuncian, ni mucho menos, a su derecho a la revoluci�n. No en vano el derecho a la revoluci�n es el �nico «derecho» realmente «hist�rico», el �nico derecho en que descansan todos los Estados modernos sin excepci�n, incluyendo a Mecklemburgo, cuya revoluci�n de la nobleza finaliz� en 1755 con el «pacto sucesorio», la gloriosa escrituraci�n del feudalismo todav�a hoy vigente [19]. El derecho a la revoluci�n est� tan inconmoviblemente reconocido en la conciencia universal que hasta el general von Boguslawski deriva pura y exclusivamente de este derecho del pueblo el derecho al golpe de Estado que reivindica para su emperador.

Pero, ocurra lo que ocurriere en otros pa�ses, la socialdemocracia alemana tiene una posici�n especial, y con ello, por el momento al menos, una tarea especial tambi�n. Los dos millones de electores que env�a a las urnas, junto con los j�venes y las mujeres que est�n detr�s de ellos y no tienen voto, forman la masa m�s numerosa y m�s compacta, la «fuerza de choque» decisiva del ej�rcito proletario internacional. Esta masa suministra, ya hoy, m�s de la cuarta parte de todos los votos emitidos; y crece incesantemente, como lo demuestran las elecciones suplementarias al Reichstag, las elecciones a las Dietas de los distintos Estados y las elecciones municipales y de tribunales de artesanos. Su crecimiento avanza de un modo tan espont�neo, tan constante, tan incontenible y al mismo tiempo tan tranquilo como un proceso de la naturaleza. Todas las intervenciones del Gobierno han resultado impotentes contra �l. Hoy podemos contar ya con dos millones y cuarto de electores. Si este avance contin�a, antes de terminar el siglo habremos conquistado la mayor parte de las capas intermedias de la sociedad, tanto los peque�os burgueses como los peque�os campesinos y nos habremos convertido en la potencia decisiva del pa�s, ante la que tendr�n que inclinarse, quieran o no, todas las dem�s potencias. Mantener en marcha ininterrumpidamente este incremento, hasta que desborde por s� mismo el sistema de gobierno actual; no desgastar en operaciones de descubierta esta fuerza de choque que se fortalece diariamente, sino conservarla intacta hasta el d�a decisivo: tal es nuestra tarea principal. Y s�lo hay un medio para poder contener moment�neamente el crecimiento constante de las fuerzas socialistas de combate en Alemania e incluso para llevarlo a un retroceso pasajero: un choque en gran escala con las tropas, una sangr�a como la de 1871 en Par�s. Aunque, a la larga, tambi�n esto se superar�a. Para borrar del mundo a tiros un partido de millones de hombres no bastan todos los fusiles de repetici�n de Europa y Am�rica. Pero el desarrollo normal se interrumpir�a; no se podr�a disponer tal vez de la fuerza de choque en el momento cr�tico; la lucha decisiva se retrasar�a, se postergar�a y llevar�a aparejados mayores sacrificios.

La iron�a de la historia universal lo pone todo patas arriba. Nosotros, los «revolucionarios», los «elementos subversivos», prosperamos mucho m�s con los medios legales que con los ilegales y la subversi�n. Los partidos del orden, como ellos se llaman, se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos. Exclaman desesperados, con Odilon Barrot: La l�galit� nous tue, la legalidad nos mata, mientras nosotros echamos, con esta legalidad, m�sculos vigorosos y carrillos colorados y parece que nos ha alcanzado el soplo de la eterna juventud. Y si nosotros no somos tan locos que nos dejemos arrastrar al combate callejero, para darles gusto, a la postre no tendr�n m�s camino que romper ellos mismos esta legalidad tan fatal para ellos.

Por el momento, hacen nuevas leyes contra la subversi�n. Otra vez est� el mundo al rev�s. Estos fan�ticos de la antirrevuelta de hoy, ¿no son los mismos elementos subversivos de ayer? ¿Acaso provocamos nosotros la guerra civil de 1866? ¿Hemos arrojado nosotros al rey de Hannover, al gran elector de Hessen y al duque de Nassau de sus tierras patrimoniales, hereditarias y leg�timas, para anexionarnos estos territorios? ¿Y estos revoltosos que han derribado a la Confederaci�n alemana y a tres coronas por la gracia de Dios, se quejan de las subversiones? Quis tulerit Gracchos de seditione querentes? [*] ¿Qui�n puede permitir que los adoradores de Bismarck vituperen la subversi�n?

Dej�mosles que saquen adelante sus proyectos de ley contra la subversi�n, que los hagan todav�a m�s severos, que conviertan en goma todo el C�digo penal; con ello, no conseguir�n nada m�s que aportar una nueva prueba de su impotencia. Para meter seriamente mano a la socialdemucracia, tendr�n que acudir adem�s a otras medidas muy distintas. La subversi�n socialdemocr�tica, que por el momento vive de respetar las leyes, s�lo podr�n contenerla mediante la subversi�n de los partidos del orden, que no puede prosperar sin violar las leyes. Herr R�ssler, el bur�crata prusiano, y Herr von Boguslawski, el general prusiano, les han ense�ado el �nico camino por el que tal vez pueda provocarse a los obreros, que no se dejan tentar a la lucha callejera. ¡La ruptura de la Constituci�n, la dictadura, el retorno al absolutismo, regis voluntas suprema lex! [*]* De modo que, ¡�nimo, caballeros, aqu� no vale torcer el morro, aqu� hay que silbar!

Pero no olviden ustedes que el Imperio alem�n, como todos los peque�os Estados y, en general, todos los Estados modernos es un producto contractual: producto, primero, de un contrato de los pr�ncipes entre s� y, segundo, de los pr�ncipes con el pueblo. Y si una de las partes rompe el contrato, todo el contrato se viene a tierra y la otra parte queda tambi�n desligada de su compromiso. Bismarck nos lo demostr� brillantemente en 1866. Por tanto, si ustedes violan la Constituci�n del Reich, la socialdemocracia queda en libertad y puede hacer y dejar de hacer con respecto a ustedes lo que quiera. Y lo que entonces querr�, no es f�cil que se le ocurra cont�rselo a ustedes hoy.

Hace casi exactamente 1.600 a�os, actuaba tambi�n en el Imperio romano un peligroso partido de la subversi�n. Este partido minaba la religi�n y todos los fundamentos del Estado; negaba de plano que la voluntad del emperador fuese la suprema ley; era un partido sin patria, internacional, que se extend�a por todo el territorio del Imperio, desde la Galia hasta Asia y traspasaba las fronteras imperiales. Llevaba muchos a�os haciendo un trabajo de zapa, subterr�neamente, ocultamente, pero hac�a bastante tiempo que se consideraba ya con la suficiente fuerza para salir a la luz del d�a. Este partido de la revuelta, que se conoc�a por el nombre de los cristianos, ten�a tambi�n una fuerte representaci�n en el ej�rcito; legiones enteras eran cristianas. Cuando se los enviaba a los sacrificios rituales de la iglesia nacional pagana, para hacer all� los honores, estos soldados de la subversi�n llevaban su atrevimiento hasta el punto de ostentar en el casco distintivos especiales —cruces— en se�al de protesta. Hasta las mismas penas cuartelarias de sus superiores eran in�tiles. El emperador Diocleciano no pod�a seguir contemplando c�mo se minaba el orden, la obediencia y la disciplina dentro de su ej�rcito. Intervino en�rgicamente, porque todav�a era tiempo de hacerlo. Dict� una ley contra los socialistas, digo, contra los cristianos. Fueron prohibidos los m�tines de los revoltosos, clausurados e incluso derruidos sus locales, prohibidos los distintivos cristianos —las cruces—, como en Sajonia los pa�uelos rojos. Los cristianos fueron incapacitados para desempe�ar cargos p�blicos, no pod�an ser siquiera cabos. Como por aquel entonces no se dispon�a a�n de jueces tan bien amaestrados respecto a la «consideraci�n de la persona» como los que presupone el proyecto de ley antisubversiva de Herr von Koller [20], lo que se hizo fue prohibir sin m�s rodeos a los cristianos que pudiesen reclamar sus derechos ante los tribunales. Tambi�n esta ley de excepci�n fue est�ril. Los cristianos, burl�ndose de ella, la arrancaban de los muros y hasta se dice que le quemaron al emperador su palacio, en Nicomedia, hall�ndose �l dentro. Entonces, �ste se veng� con la gran persecuci�n de cristianos del a�o 303 de nuestra era. Fue la �ltima de su g�nero. Y dio tan buen resultado, que diecisiete a�os despu�s el ej�rcito estaba compuesto predominantemente por cristianos, y el siguiente aut�crata del Imperio romano, Constantino, al que los curas llaman el Grande, proclam� el cristianismo religi�n del Estado.

F. Engels

Londres, 6 de marzo de 1895

 


NOTAS

[1] La obra de Marx "La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850" es una serie de art�culos con el t�tulo com�n "De 1848 a 1849". El plan primario del trabajo "Las luchas de clases en Francia" inclu�a cuatro art�culos: "La derrota de junio de 1848", "El 13 de junio de 1849", "Las consecuencias del 13 de junio en el continente" y "La situaci�n actual en Inglaterra". Sin embargo, s�lo aparecieron tres art�culos. Los problemas de la influencia de los sucesos de junio de 1849 en el continente y de la situaci�n de Inglaterra fueron aclarados en otros escritos de la revista, concretamente en los reportajes internacionales escritos conjuntamente por Marx y Engels. Al editar la obra de Marx en 1895, Engels introdujo adicionalmente un cuarto cap�tulo en el que se inclu�an apartados dedicados a los acontecimientos de Francia con el subt�tulo de "Tercer comentario internacional". Engels titul� este cap�tulo "La abolici�n del sufragio universal en 1850".-

[2] 89. La "Introducci�n" a la obra de Marx "Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850" la escribi� Engels para una edici�n aparte del trabajo, publicado en Berl�n en 1895.

Al publicarse la introducci�n, la Directiva del Partido Socialdem�crata de Alemania pidi� con insistencia a Engels que suavizara el tono, demasiado revolucionario a juicio de ella, y le imprimiese una forma m�s cautelosa. Engels somet�o a cr�tica la posici�n vacilante de la direcci�n del partido y su anhelo a «obrar exclusivamente sin salirse de la legalidad». Sin embargo, obligado a tener en cuenta la opini�n de la Directiva, Engels accedi� a omitir en las pruebas de imprenta varios pasajes y cambiar algunas f�rmulas. En esta edici�n se publica �ntegro el texto del prefacio.

Bernstein utiliz� esa introducci�n para defender su t�ctica oportunista. En carta a Lafargue del 3 de abril de 1895, Engels manifiesta como Bernstein "me ha jugado una mala pasada. En mi introducci�n a los art�culos de Marx sobre la Francia de 1848 al 50 ha escogido lo que pudiera servir para defender la t�ctica hostil a la violencia y pac�fica a toda costa; esta t�ctica, que el mismo ha predicado con tanto cari�o, y m�s hoy que se preparan en Berl�n las leyes de excepci�n. Pues esta t�ctica la recomiendo solamente para Alemania en la �poca actual, y todav�a con grandes reservas. En Francia, en B�lgica, en Italia y en Austria no debe seguirse �ntegramente; en Alemania puede ser ma�ana inaplicable".

Indignado hasta lo m�s hondo, Engels insisti� en que su introducci�n se publicase en la revista "Neue Zeit". Sin embargo, se public� en ella con los mismos cortes que hubo de hacer el autor en la antemencionada edici�n suelta.

El texto del prefacio de Engels se public� �ntegro por primera vez en la URSS en el a�o 1930 en el libro de Carlos Marx "Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1849".-

[3] "La Neue Rheinische Zeitung. Organ der Demokratie" ("Nueva Gaceta del Rin. Organo de la Democracia") sal�a todos los d�as en Colonia desde el 1 de junio de 1848 hasta el 19 de mayo de 1849; la dirig�a Marx, y en el consejo de redacci�n figuraba Engels.- 145, 190, 230, 564.

[4] "Neue Rheinische Zeitung. Politisch-�konomische Revue" ("Nueva Gaceta del Rin. Comentario pol�tico-econ�mico"): revista fundada por Marx y Engels en diciembre de 1849 que editaron hasta noviembre de 1850; �rgano te�rico y pol�tico de la Liga de los Comunistas. Se imprim�a en Hamburgo. Salieron seis n�meros de la revista, que dej� de aparecer debido a las persecuciones de la polic�a en Alemania y a la falta de recursos materiales.-

[5] Se alude a las dotaciones gubernamentales que Engels designa ir�nicamente con el nombre de la finca regalada a Bismarck por el emperador Guillermo I en el Bosque de Sajonia, cerca de Hamburgo.-

[6] In partibus infidelium (literalmente: «en el pa�s de los infieles»): adici�n al t�tulo de los obispos cat�licos destinados a cargos puramente nominales en pa�ses no cristianos. Esta expresi�n la empleaban a menudo Marx y Engels, aplicada a diversos gobiernos emigrados que se hab�an formado en el extranjero sin tener en cuenta alguna la situaci�n real del pa�s.-

[7]. Se trata de los dos partidos mon�rquicos de la burgues�a francesa de la primera mitad del siglo XIX, o sea, de los legitimistas (v�ase la nota 59) y de los orleanistas.

Orleanistas: partidarios de los duques de Orle�ns, rama menor de la dinast�a de los Borbones, que se mantuvo en el poder desde la revoluci�n de Julio de 1830 hasta la revoluci�n de 1848; representaban los intereses de la aristocracia financiera y la gran burgues�a.

Durante la Segunda rep�blica (1848-1851), los dos grupos mon�rquicos constituyeron el n�cleo del «partido del orden», un partido conservador unificado.-

[8] Francia particip�, siendo emperador Napole�n III, en la guerra de Crimea (1854-1855), hizo a Austria la guerra para disputarle Italia (1859), particip� con Inglaterra en las guerras contra China (1856-1858 y 1860), comenz� la conquista de Indochina (1860-1861), organiz� la intervenci�n armada en Siria (1860-1861) y M�xico (1862-1867); por �ltimo, guerre� contra Prusia (1870-1871).-

[9] Engels emplea el termino que expresaba uno de los principios de la pol�tica exterior de los medios gobernantes del Segundo Imperio bonapartista (1852-1870). El llamado «principio de las nacionalidades» era muy usado por las clases dominantes de los grandes Estados como cubierta ideol�gica de sus planes anexionistas y de sus aventuras en pol�tica exterior. Sin tener nada que ver con el reconocimiento de las naciones a la autodeterminaci�n, el «principio de las nacionalidades» era un acicate para espolear las discordias nacionales y transformar el movimiento nacional, sobre todo los movimientos de los pueblos peque�os, en instrumento de la pol�tica contrarrevolucionaria de los grandes Estados en pugna.-

[10] . La Confederaci�n Alemana, fundada el 8 de junio de 1815 en el Congreso de Viena, era una uni�n de los Estados absolutistas feudales de Alemania y consolidaba el fraccionamiento pol�tico y econ�mico de Alemania.-

[11] . Como consecuencia de la victoria sobre Francia durante la guerra franco-prusiana (1870-1871) surgi� el Imperio alem�n del que, no obstante, qued� excluida Austria, de donde procede la denominaci�n de «Peque�o Imperio alem�n». La derrota de Napole�n III fue un impulso para la revoluci�n en Francia, que derroc� a Luis Bonaparte y dio lugar el 4 de setiembre de 1870 a la proclamaci�n de la rep�blica.-

[12] Guardia Nacional: milicia voluntaria civil y armada con mandos elegidos que existi� en Francia y algunos pa�ses m�s de Europa Occidental. Se form� por primera vez en Francia en 1789 a comienzos de la revoluci�n burguesa; existi� con intervalos hasta 1871. Entre 1870 y 1871, la Guardia Nacional de Par�s, en la que se incluyeron en las condiciones de la guerra franco-prusiana las grandes masas democr�ticas, desempe�� un gran papel revolucionario. Fundado en febrero de 1871, su Comit� Central encabez� la sublevaci�n proletaria del 18 de marzo de 1871 y en el per�odo inicial de la Comuna de Par�s de 1871 ejerci� (hasta el 28 de marzo) la funci�n de primer Gobierno proletario en la historia. Una vez aplastada la Comuna de Par�s, la Guardia Nacional fue disuelta.-

[13]. Despu�s de la derrota en la guerra franco-prusiana de 1870-1871, Francia pag� a Alemania una contribuci�n de cinco mil millones de francos.-

[14] La ley de excepci�n contra los socialistas se promulg� en Alemania el 21 de octubre de 1878. Seg�n esta ley se prohib�an todas las organizaciones del Partido Socialdem�crata, las organizaciones de masas y la prensa obrera, se confiscaba todo lo escrito sobre socialismo y se reprim�a a los socialdem�cratas. Bajo la presi�n del movimiento obrero de masas, esta ley fue derogada el 1 de octubre de 1890.- 199

[15] Bismarck decret� el sufragio universal en 1866 para las elecciones al Reichstag de Alemania del Norte, y, en 1871, para las elecciones al Reichstag del Imperio alem�n unificado.-

[16] Engels cita la introducci�n te�rica escrita por Marx para el programa del Partido Obrero Franc�s que se aprob� en el Congreso de El Havre en 1880.-

[17] El 4 de setiembre de 1870, merced a la acci�n revolucionaria de las masas populares, fue derrocado en Francia el Gobierno de Luis Bonaparte y proclamada la rep�blica. El 31 de octubre de 1870 los blanquistas llevaron a cabo una tentativa infructuosa de sublevaci�n contra el Gobierno de la Defensa Nacional.-

[*] Se refiere a Federico II, rey de Prusia de 1740 a 1786. (N. de la Edit.)

[18] 104. La batalla de Wagram, durante la guerra austro-francesa de 1809, dur� del 5 al 6 de junio del mismo a�o. En ella, las tropas francesas mandadas por Napole�n I derrotaron al ej�rcito austr�aco del archiduque Carlos.

La batalla de Waterloo (B�lgica) tuvo lugar el 18 de junio de 1815. El ej�rcito de Napole�n fue derrotado. Esta batalla desempe�� el papel decisivo en la campa�a de 1815, predeterminando la victoria definitiva de la coalici�n antinapole�nica de los Estados europeos y la ca�da del imperio de Napole�n I.-

[19] Engels se refiere a la larga lucha entre el poder ducal y la nobleza en los ducados de Mecklemburgo-Schwerin y Mecklemburgo-Strelitz, que concluy� mediante la firma, en 1755, del tratado constitucional de Rostock acerca de los derechos hereditarios de la nobleza. Este tratado confirm� los fueros y privilegios anteriores de �sta y refrend� su posici�n dirigente en las Dietas estamentales; eximi� de contribuciones la mitad de sus tierras; fij� la magnitud de los impuestos sobre el comercio y la artesan�a y la participaci�n de la una y la otra en los gastos del Estado.-

[*] ¿Es tolerable que los Gracos se quejen de una sedici�n? (Juvenal, S�tira II) (N. de la Edit.)

[**] ¡La voluntad del rey es la ley suprema! (N. de la Edit.)

[20] El 5 de diciembre de 1894, se present� al Reichstag alem�n un nuevo proyecto de ley contra los socialistas. El proyecto fue rechazado el 11 de mayo de 1895.-




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