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A mediados de octubre de 1849 reanudó sus sesiones la Asamblea
Nacional. El 1 de noviembre, Bonaparte la sorprendió con
un mensaje en el que le anunciaba la destitución del ministerio
Barrot-Falloux y la formación de un nuevo ministerio. Jamás
e ha arrojado a lacayos de su puesto con menos cumplidos que Bonaparte
a sus ministros. Los puntapiés destinados a la Asamblea
Nacional los recibían, por el momento, Barrot y Compañía.
El ministerio Barrot estaba compuesto, como hemos visto, por legitimistas
y orleanistas, era un ministerio del partido del orden. Bonaparte
había necesitado de él para disolver la Constituyente
republicana, poner por obra la expedición contra Roma y
destrozar el partido democrático. Él se había
eclipsado aparentemente detrás de este ministerio, entregando
el poder del Gobierno en manos del mismo partido del orden y poniéndose
la careta de modestia que bajo Luis Felipe llevaba el gerente
responsable de los periódicos, la careta del homme de
paille. Ahora se quitó la máscara, que no era
ya velo sutil detrás del que podía ocultar su fisonomía,
sino la máscara de hierro que le impedía mostrar
una fisonomía propia. Había constituido el ministerio
Barrot para hacer saltar, en nombre del partido del orden, la
Asamblea Nacional republicana, y lo destituyó para declarar
a su propio nombre independiente de la Asamblea Nacional del partido
del orden.
Pretextos plausibles para esta destitución no faltaban.
El ministerio Barrot descuidaba incluso las formas de decoro que
habrían hecho aparecer al presidente de la república
como un poder al lado de la Asamblea Nacional. Durante las vacaciones
parlamentarias Bonaparte publicó una carta dirigida a Edgar
Ney en la que parecía desaprobar la actuación liberal
del Papa del mismo modo que había publicado, en oposición
a la Constituyente, otra carta en la que elogiaba a Oudinot por
su ataque contra la República de Roma. Al votarse en la
Asamblea Nacional el presupuesto de la expedición romana,
Víctor Hugo, por un supuesto liberalismo, puso a discusión
esa carta. El partido del orden ahogó entre exclamaciones
despectivamente incrédulas la ocurrencia de que las ocurrencias
de Bonaparte pudieran tener la menor importancia política.
Ninguno de los ministros recogió el guante en su favor.
En otra ocasión, Barrot, con su conocido patetismo vacuo,
dejó escapar desde la tribuna palabras de indignación
contra los «manejos abominables» en que, según
su testimonio, andaban las personas más cercanas al presidente.
Por último, el ministerio, a la par que hacía aprobar
por la Asamblea Nacional una pensión de viudedad para la
duquesa de Orleans, rechazaba todas las propuestas para aumentar
la lista civil de la presidencia. Y en Bonaparte, el pretendiente
imperial se fundía tan íntimamente con el caballero
de industria arruinado, que una gran idea, la de su misión
de restaurador del imperio, se complementaba siempre con otra:
la de que el pueblo francés tenía la misión
de saldar sus deudas.
El ministerio Barrot-Falloux fue el primero y el último
ministerio parlamentario nombrado por Bonaparte. Por eso su destitución
señala un viraje decisivo. Con él, el partido del
orden perdió, para no recuperarlo jamás, un puesto
indispensable para afirmar el régimen parlamentario, el
asidero del poder ejecutivo. Se comprende inmediatamente que en
un país como Francia, donde el poder ejecutivo dispone
de un ejército de funcionarios de más de medio millón
de individuos y tiene por tanto constantemente bajo su dependencia
más incondicional a una masa inmensa de intereses y exigencia,
donde el Estado tiene atada, fiscalizada, regulada, vigilada y
tutelada a la sociedad civil, desde sus manifestaciones más
amplias de vida hasta sus vibraciones más insignificantes,
desde sus modalidades más generales de existencia hasta
la existencia privada de los individuos, donde este cuerpo parasitario
adquiere, por medio de una centralización extraordinaria,
una ubicuidad, una omniscencia, una capacidad acelerada de movimientos
y una elasticidad que sólo encuentran correspondencia en
la dependencia desamparada, en el carácter caóticamente
informe del auténtico cuerpo social, se comprende que en
un país semejante, al perder la posibilidad de disponer
de los puestos ministeriales, la Asamblea Nacional perdía
toda influencia efectiva, si al mismo tiempo no simplificaba la
administración del Estado, no reducía todo lo posible
el ejército de funcionarios y finalmente no dejaba a la
sociedad civil y a la opinión pública crearse sus
órganos propios, independientes del poder del Gobierno.
Pero, el interés material de la burguesía francesa
está precisamente entretejido del modo más íntimo
con la conservación de esta extensa y ramificadísima
maquinaria del Estado. Coloca aquí a su población
sobrante y completa en forma de sueldos del Estado lo que no puede
embolsarse en forma de beneficios, intereses, rentas y honorarios.
De otra parte, su interés político la obligaba a
aumentar diariamente la represión, y por tanto los recursos
y el personal del poder del Estado, a la par que se veía
obligada a sostener una guerra ininterrumpida contra la opinión
pública y mutilar y paralizar recelosamente los órganos
independientes de movimiento de la sociedad, allí donde
no conseguía amputarlos por completo. De este modo, la
burguesía francesa veíase forzada, por su situación
de clase, de una parte, a destruir las condiciones de vida de
todo poder parlamentario, incluyendo, por tanto, el suyo propio,
y, de otra, a hacer irresistible el poder ejecutivo hostil a ella.
El nuevo ministerio llamábase el ministerio d'Hautpoul.
No porque el general d'Hautpoul hubiese obtenido el rango de presidente
del Consejo. Con Barrot, Bonaparte había suprimido prácticamente
esta dignidad, que condenaba el presidente de la república,
ciertamente, a la nulidad legal de un rey constitucional, pero
de un rey constitucional sin trono y sin corona, sin cetro y sin
espada, sin atributo de la irresponsabilidad, sin la posesión
imprescriptible de la suprema dignidad del Estado y, lo más
fatal de todo, sin lista civil. En el ministerio d'Hautpoul no
había más que un hombre de fama parlamentaria, el
prestamista Fould, uno de los miembros de peor reputación
de la alta finanza. Le tocó en suerte la cartera de Hacienda.
Consúltense las cotizaciones de la Bolsa de París
y se verá que, desde el 1 de noviembre de 1849, los fondos
franceses suben y bajan con las subidas y bajadas de las acciones
bonapartistas. Habiendo encontrado así su aliado en la
Bolsa, Bonaparte se adueñó, al mismo tiempo, de
la policía mediante el nombramiento de Carlier para prefecto
de policía de París.
Sin embargo, las consecuencias del cambio de ministerio sólo
podían revelarse conforme fuesen desarrollándose
las cosas. Por el momento, Bonaparte sólo había
dado un paso adelante para luego verse empujado hacia atrás
de un modo tanto más visible. A su agrio mensaje, siguió
la declaración más servil de sumisión a la
Asamblea Nacional. Cuantas veces los ministros hacían el
tímido intento de presentar como proyectos de ley sus caprichos
personales, ellos mismos parecían cumplir a regañadientes
un mandato grotesco, obligados tan sólo por su posición
y convencidos de antemano de la falta de éxito. Cuantas
veces Bonaparte, a espaldas de sus ministros, se iba de la lengua
hablando de sus intenciones y jugando con sus idées napoléoniennes,
sus mismos ministros le desautorizan desde lo alto de la tribuna
de la Asamblea Nacional. Parecía como si sus apetitos usurpadores
sólo se exteriorizasen para que no se acallasen las risas
malignas de sus adversarios. Se comportaba como un genio ignorado,
considerado por el mundo entero como un bobo. Jamás fue
objeto del desprecio de todas las clases de un modo más
completo que durante este período. Jamás la burguesía
dominó de un modo más incondicional, jamás
hizo una ostentación más jactanciosa de las insignias
de su dominación.
No me propongo escribir aquí la historia de sus actividades
legislativas, que se resume, durante este período, en dos
leyes: la ley restableciendo el impuesto sobre el vino y la ley
de enseñanza, que suprime la incredulidad religiosa. Si
a los franceses se les ponían obstáculos para beber
vino, en cambio se les servía con tanta mayor abundancia
el agua de la vida justa. Si en la ley sobre el impuesto del vino
la burguesía declaraba intangible el antiguo odioso sistema
fiscal francés, con la ley de enseñanza intentaba
asegurar el antiguo estado de ánimo de las masas, que lo
hacía soportar. Se asombra uno de ver a los orleanistas,
a los burgueses liberales, estos viejos apóstoles del volterianismo
y de la filosofía ecléctica, confiar a sus enemigos
hereditarios, los jesuitas, la administración del espíritu
francés. Pero, orleanistas y legitimistas, aunque discrepasen
en lo que se refería al pretendiente a la corona, comprendían
que su dominación colegiada exigía unir los medios
de opresión de dos épocas, que los medios de sojuzgamiento
de la monarquía de Julio debían completarse y fortalecerse
con los medios de sojuzgamiento de la Restauración.
Los campesinos, defraudados en todas sus esperanzas, oprimidos
más que nunca, de una parte, por el bajo nivel de los precios
de los cereales y, de otra parte, por la carga de las contribuciones
y por el endeudamiento hipotecario, cada vez mayores, comenzaron
a agitarse en los departamentos. Se les contestó con una
batida furiosa contra los maestros de escuela, que fueron sometidos
al prefecto, y con un sistema de espionaje, al que quedaron sometidos
todos. En París y en las grandes ciudades, la reacción
misma presenta la fisonomía de su época y provoca
más de lo que reprime. En el campo, se hace baja, vulgar,
mezquina, agobiante, vejatoria; en una palabra, el gendarme. Se
comprende hasta qué punto tres años de régimen
del gendarme, bendecido por el régimen del cura, tenía
que desmoralizar a las masas incultas.
Por grande que fuese la suma de pasión y declamación
que el partido del orden derrochase desde lo alto de la tribuna
de la Asamblea Nacional contra la minoría, sus discursos
eran monosilábicos, como los del cristiano, que ha de decir:
sí, sí; no, no. Monosilábicos en la tribuna
y monosilábicos en la prensa. Insulsos como los acertijos
cuya solución se sabe de antemano. Ya se trate del derecho
de petición o del impuesto sobre el vino, de la libertad
de prensa o de la libertad del comercio, de los clubes o del reglamento
municipal, de la protección de la libertad personal o de
la regulación del presupuesto del Estado, la consigna se
repite siempre, el tema es siempre el mismo, el fallo está
siempre preparado y reza invariablemente: «¡Socialismo»
Se presenta como socialista hasta el liberalismo burgués,
como socialista la ilustración burguesa, como socialista
la reforma financiera burguesa. Era socialista construir un ferrocarril
donde había ya un canal y socialista defenderse con el
palo cuando le atacaban a uno con la espada.
Y esto no era mera retórica, moda, táctica de partido.
La burguesía tenía la conciencia exacta de que todas
las armas forjadas por ella contra el feudalismo se volvían
contra ella misma, de que todos los medios de cultura alumbrados
por ella se rebelaban contra su propia civilización, de
que todos los dioses que había creado la abandonaban. Comprendía
que todas las llamadas libertades civiles y los organismos de
progreso atacaban y amenazaban, al mismo tiempo, en la base social
y en la cúspide política a su dominación
de clase, y por tanto se habían convertido en «socialistas».
En esta amenaza y en este ataque veía con razón
el secreto del socialismo, cuyo sentido y cuya tendencia juzgaba
ella más exactamente que se sabe juzgar a sí mismo
el llamado socialismo, el cual no puede comprender por ello cómo
la burguesía se cierra a cal y canto contra él,
ya gima sentimentalmente sobre los dolores de la humanidad, ya
anuncie cristianamente el reino milenario y la fraternidad universal,
ya chochee humanísticamente hablando de ingenio, cultura,
libertad o cavile doctrinalmente un sistema de conciliación
y bienestar de todas las clases sociales. Lo que no comprendía
la burguesía era la consecuencia de que su mismo régimen
parlamentario, de que dominación política
en general tenía que caer también bajo la condenación
general, como socialista. Mientras la dominación
de la clase burguesa no se hubiese organizado íntegramente,
no hubiese adquirido su verdadera expresión política,
no podía destacarse tampoco de un modo puro el antagonismo
de las otras clases, ni podía, allí donde se destacaba,
tomar el giro peligroso que convierte toda lucha contra el poder
del Estado en una lucha contra el capital. Cuando en cada manifestación
de vida de la sociedad veía un peligro para la «tranquilidad»,
¿cómo podía empeñarse en mantener a
la cabeza de la sociedad el régimen de la intranquilidad,
su propio régimen, el régimen parlamentario,
este régimen que, según la expresión de uno
de sus oradores, vive en la lucha y merced a la lucha? El régimen
parlamentario vive de la discusión, ¿cómo,
pues, va a prohibir que se discuta? Todo interés, toda
institución social se convierten aquí en ideas generales,
se ventilan bajo forma de ideas; ¿cómo, pues, algún
interés, alguna institución van a situarse por encima
del pensamiento e imponerse como artículo de fe? La lucha
de los oradores en la tribuna provoca la lucha de los plumíferos
de la prensa, el club de debates del parlamento se complementa
necesariamente con los clubes de debates de los salones y de las
tabernas, los representantes que apelan continuamente a la opinión
del pueblo autorizan a la opinión del pueblo para expresar
en peticiones su verdadera opinión. El régimen parlamentario
lo deja todo a la decisión de las mayorías; ¿cómo,
pues, no van a querer decidir las grandes mayorías fuera
del parlamento? Si los que están en las cimas del Estado
tocan el violín, ¿qué cosa más natural
sino que los que están abajo bailen?
Por tanto, cuando la burguesía excomulga como «socialista»
lo que antes ensalzaba como «liberal», confiesa
que su propio interés le ordena esquivar el peligro de
su Gobierno propio, que para poder imponer la tranquilidad
en el país tiene que imponérsela ante todo a su
parlamento burgués, que para mantener intacto su poder
social tiene que quebrantar su poder político; que los
individuos burgueses sólo pueden seguir explotando a otras
clases y disfrutando apaciblemente de la propiedad, la familia,
la religión y el orden bajo la condición de que
su clase sea condenada con las otras clases a la misma nulidad
política; que, para salvar la bolsa, hay que renunciar
a la corona, y que la espada que había de protegerla tiene
que pender al mismo tiempo sobre su propia cabeza como la espada
de Damocles.
En el campo de los intereses cívicos generales, la Asamblea
Nacional se mostró tan improductiva, que, por ejemplo,
los debates sobre el ferrocarril París-Aviñón,
comenzados en el invierno de 1850, no habían terminado
todavía el 2 de diciembre de 1851. Donde no se trataba
de oprimir, de actuar reaccionariamente, estaba condenada a una
esterilidad incurable.
Mientras el ministerio de Bonaparte tomaba en parte la iniciativa
de leyes en el espíritu del partido del orden, y en parte
exageraba todavía más su severidad en la ejecución
y manejo de las mismas, el propio Bonaparte intentaba, mediante
propuestas puerilmente necias, ganar popularidad, poner de manifiesto
su antagonismo con la Asamblea Nacional y apuntar al designio
secreto de abrir al pueblo francés sus tesoros ocultos,
designio cuya ejecución sólo impedían provisionalmente
las circunstancias. Así, la proposición de decretar
un aumento de cuatro sous diarios para los sueldos de los suboficiales.
Así la proposición de crear un Banco para conceder
créditos de honro a los obreros. Obtener dinero regalado
y prestado: he aquí la perspectiva con que esperaba que
las masas picasen el anzuelo. Regalar y recibir prestado: a eso
se limita la ciencia financiera del lumpemproletariado, lo mismo
del distinguido que del vulgar. A esto se limitaban los resortes
que Bonaparte sabía poner en movimiento. Jamás un
pretendiente ha especulado más simplemente sobre la simpleza
de las masas.
La Asamblea Nacional montó repetidas veces en cólera
ante estos intentos innegables de ganar popularidad a costa suya,
ante el peligro creciente de que este aventurero, al que espoleaban
las deudas y al que no contenía el temor de perder reputación
adquirida, osase un golpe desesperado. La desarmonía entre
el partido del orden y el presidente había adoptado ya
un carácter amenazador, cuando un acontecimiento inesperado
volvió a echarse a éste, arrepentido, en brazos
de aquél. Nos referimos a las elecciones parciales del
10 de marzo de 1850. Estas elecciones se celebraron para cubrir
los puestos de diputados que la prisión o el destierro
habían dejado vacantes después del 13 de junio.
París sólo eligió a candidatos socialdemócratas.
Concentró incluso la mayoría de los votos en un
insurrecto junio de 1848, en De Flotte. La pequeña burguesía
de París, aliada al proletariado, se vengaba así
de su derrota del 13 de junio de 1849. Parecía como si
sólo se hubiese retirado del campo de batalla en el momento
de peligro para volver a pisarlo, con un amasa mayor de fuerzas
combativas y con una consigna de guerra más audaz, al presentarse
la ocasión propicia. Una circunstancia parecía aumentar
el peligro de esta victoria electoral. El ejército votó
en París por el insurrecto de junio, contra La Hitte, un
ministro de Bonaparte, y en los departamentos votó en gran
parte por los «montañeses», que también
aquí, aunque no de un modo tan decisivo como en París,
afirmaron la supremacía sobre sus adversarios.
Bonaparte viose, de pronto, colocado otra vez frente a la revolución.
Lo mismo que el 29 de enero de 1849, lo mismo que el 13 de junio
de 1849, el 10 de marzo de 1850 desapareció detrás
del partido del orden. Se inclinó pidió pusilánimemente
perdón, se brindó a nombrar cualquier ministerio
que la mayoría parlamentaria ordenase, suplicó incluso
a los jefes de partido, orleanistas y legitimistas, a los Thiers,
a los Berryer, a los Broglie, a los Molé, en una palabra,
a los llamados «burgraves» a que empuñasen ellos
mismos el timón del Estado. El partido del orden no supo
aprovechar este momento único. En vez de tomar audazmente
el poder que le ofrecían no obligó siquiera a Bonaparte
a reponer el ministerio destituido el 1 de noviembre; se contentó
con humillarle mediante le perdón y con incorporar al ministerio
d'Hautpoul al señor Baroche. Este Baroche había
vomitado furia como acusador público, una vez contra los
revolucionarios del 15 de mayo y otra contra los demócratas
del 13 de junio, ante el Tribunal Supremo del Bourges, ambas veces
por atentado contra la Asamblea Nacional. Ninguno de los ministros
de Bonaparte había de contribuir más a desprestigiar
a la Asamblea Nacional, y después del 2 de diciembre de
1851 le volvemos a encontrar, bien instalado y espléndidamente
retribuido, de vicepresidente del Senado. Había escupido
en la sopa de los revolucionarios, para que luego se la comiese
Bonaparte.
Por su parte, el Partido Socialdemócrata sólo parecía
acechar pretextos para poner de nuevo en tela de juicio su propia
victoria y mellarla. Vidal, uno de los diputados recién
elegidos en París, había salido elegido también
por Estrasburgo. Le convencieron de que rechazase el acta de París
y optase por la de Estrasburgo. Por tanto, en vez de dar a su
victoria en el terreno electoral un carácter definitivo,
obligando con ello al partido del orden a discutírsela
inmediatamente en el parlamento; en vez de empujar así
al adversario a la lucha en el momento de entusiasmo popular y
aprovechando el estado de espíritu favorable del ejército,
el partido democrático aburrió a París durante
los meses de marzo y abril con una nueva campaña de agitación
electoral, dejó que las pasiones populares excitadas se
extenuasen en este nuevo juego de escrutinio provisional, que
la energía revolucionaria se saciase con éxitos
constitucionales, se gastase en pequeñas intrigas, hueras
declamaciones y movimientos aparentes, que la burguesía
se concentrase y tomase sus medidas, y, finalmente, que la significación
de las elecciones de marzo encontrase, en la votación parcial
de abril, con la elección de Eugenio Sue, un comentario
sentimental suavizador. En una palabra, le hizo el 10 de marzo
una broma de 1 de abril.
La mayoría parlamentaria comprendió la debilidad
de su adversario. Sus diecisiete burgraves -pues Bonaparte les
había entregado la dirección y la responsabilidad
del ataque- elaboraron una nueva ley electoral, cuyo proyecto
se confió al señor Faucher, quien recabó
para sí este honor. La ley fue presentada por él
el 8 de mayo,; en ella, se abolía el sufragio universal,
se imponía como condición que el elector llevase
tres años domiciliado en el punto electoral, y finalmente,
a los obreros se les condicionaba la prueba de este domicilio
al testimonio de su patrono.
Toda la excitación y toda la furia revolucionaria de los
demócratas durante la lucha constitucional de las elecciones
se convirtieron en prédicas constitucionales, recomendando,
ahora que se trataba de probar con las armas en la mano que aquellos
triunfos electorales habían ido en serio: orden, calma
mayestática (calme majestueux), actitud legal, es
decir, sumisión ciega a la voluntad de la contrarrevolución,
que se imponía insolentemente como ley. Durante el debate,
la Montaña avergonzó al partido del orden, haciendo
valer contra su pasión revolucionaria la actitud desapasionada
del hombre de bien que no se sale del terreno legal y fulminándole
con el espantoso reproche de que se comportaba revolucionariamente.
Hasta los diputados recién elegidos se esforzaron en demostrar,
con su actitud correcta y reflexiva, cuán ignorantes eran
quienes los denigraban como anarquistas e interpretaban su elección
como una victoria revolucionaria. El 31 de mayo fue aprobada la
nueva ley electoral. La Montaña se contentó con
meter de contrabando una protesta en el bolsillo del presidente.
A la ley electoral le siguió una nueva ley de prensa, con
la que quedaba suprimida de raíz toda la prensa diaria
revolucionaria. Era la suerte que se había merecido. El
National y La Presse -dos órganos burgueses-,
quedaron después de este diluvio como la avanzada más
extrema de la revolución.
Vimos que los jefes democráticos hicieron, durante los
meses de marzo y abril, todo lo posible por embrollar al pueblo
de París en una lucha ficticia y que después del
8 de mayo hicieron todo lo posible por contenerlo de la lucha
real. No debemos , además olvidar que el año 1850
fue uno de los años más brillantes de prosperidad
industrial y comercial, y que, por tanto, el proletariado de París
tenía trabajo en su totalidad. Pero la ley electoral del
31 de mayo de 1850 le apartaba de toda intervención en
el poder político. Lo aislaba hasta del propio campo de
la lucha. Volvía a precipitar a los obreros a la situación
de parias en que vivían antes de la revolución de
febrero. Al dejarse guiar por los demócratas frente a este
acontecimiento y al olvidar el interés revolucionario de
su clase ante un bienestar momentáneo, renunciaron al honor
de ser una potencia conquistadora, se sometieron a su suerte,
demostraron que la derrota de junio de 1848 los había incapacitado
para luchar durante muchos años y que, por el momento,
el proceso histórico tenía que pasar de nuevo sobre
sus cabezas. En cuanto a la democracia pequeñoburguesa,
que el 13 de junio había gritado: «¡Ah, pero
si tocan al sufragio universal, ah, entonces!», se consolaba
ahora pensando que el golpe contrarrevolucionario que se había
descargado sobre ella no era tal golpe y que la ley del 31 de
mayo no era tal ley. El segundo domingo de mayo de 1852, todo
francés comparecerá en el palenque electoral, empuñando
en una mano la papeleta de voto y en la otra la espada. Esta profecía
le servía de satisfacción. Finalmente, el ejército
volvió a ser castigado pro sus superiores por las elecciones
de marzo y abril de 1850, como lo había sido por las del
28 de mayo de 1849. Pero esta vez se dijo resueltamente: «¡La
revolución no nos engañará por tercera vez!»
La ley del 31 de mayo de 1850 era el coup d'état de la burguesía. Todas sus victorias anteriores sobre la revolución tenían un carácter meramente provisional. Tan pronto como la Asamblea Nacional en funciones se retiraba de la escena, comenzaban a ser dudosas. Dependían del azar de unas nuevas elecciones generales, y la historia de las elecciones desde 1848 probaba irrefutablemente que en la misma proporción en que se desarrollaba el poder efectivo de la burguesía, ésta iba perdiendo su poder moral sobre las masas del pueblo. El 10 de marzo, el sufragio universal se pronunció directamente en contra de la dominación de la burguesía; la burguesía contestó proscribiendo el sufragio universal. La ley del 31 de mayo era, pues, una de las necesidades impuestas por la lucha de clases. Por otra parte, la Constitución exigía, para que la elección del presidente de la República fuese válida, un mínimo de dos millones de votos. Si ninguno de los candidatos a la presidencia obtenía esta votación mínima, la Asamblea Nacional debería elegir al presidente entre los tres candidatos que obtuviesen más votos. Cuando la Constituyente dictó esta ley, había en el censo electoral diez millones de electores. Es decir, que a juicio de ella bastaba con los votos de una quinta parte del censo para que la elección del presidente fuese válida. La ley del 31 de mayo suprimió del censo electoral, por lo menos, tres millones de electores, redujo el número de éstos a siete millones y mantuvo, no obstante, la cifra mínima de dos millones para la elección del presidente. Por tanto, elevó el mínimo legal de una quinta parte a casi un tercio del censo; es decir, hizo todo lo posible por escamotear la elección del presidente de manos del pueblo, entregándola a manos de la Asamblea Nacional. Por donde el partido del orden parecía haber consolidado doblemente su dominación con la ley de 31 de mayo, al entregar la elección de la Asamblea Nacional y la del presidente de la República al arbitrio de la parte más estacionaria de la sociedad.