Rosa Luxemburg

Reforma o revolución

 


Escrito: Abril 1900
Fuente de esta edición:  Rosa Luxemburg, Obras Escogidas, edicion digital de Izquierda Revolucionaria, http://www.marxismo.org, pags. 34-95.
Transcripcion/html: Celula 2 de En Lucha.


 

 

Introducción de la autora

A primera vista, el título de esta obra puede provocar sorpresa. ¿Es posible que la socialdemocracia se oponga a las reformas? ¿Podemos contraponer la revolución social, la transformación del orden imperante, nuestro objetivo final, a la reforma social? De ninguna manera. La lucha cotidiana por las reformas, por el mejoramiento de la situación de los obreros en el marco del orden social imperante y por instituciones democráticas ofrece a la socialdemocracia el único medio de participar en la lucha de la clase obrera y de empeñarse en el sentido de su objetivo final: la conquista del poder político y la supresión del trabajo asalariado. Entre la reforma social y la revolución existe, para la socialdemocracia, un vínculo indisoluble. La lucha por reformas es el medio; la revolución social, el fin.

Es en la teoría de Eduard Bernstein, expuesta en sus artículos acerca de “problemas del socialismo”, Neue Zeit 1897-1898, y en su libro Die Vorausset%ungen des So%ialismus und die Aufgaben der So%ialdemokmtie [Las premisas para el socialismo y las tareas de la Socialdemocracia] que encontramos por primera vez la oposición de ambos factores en el movimiento obrero. Su teoría tiende a aconsejarnos que renunciemos a la transformación social, objetivo final de la socialdemocracia, y hagamos de la reforma social, el medio de la lucha de clases, su fin último. El propio Bernstein lo ha dicho claramente y en su estilo habitual: “El objetivo final, sea cual fuere, es nada; el movimiento es todo”.

Pero puesto que el objetivo final del socialismo es el único factor decisivo que distingue al movimiento socialdemócrata de la democracia y el radicalismo burgueses, el único factor que transforma la movilización obrera de conjunto de vano esfuerzo por reformar el orden capitalista en lucha de clases contra ese orden, para suprimir ese orden, la pregunta “reforma o revolución”, tal como la plantea Bernstein es, para la socialdemocracia, el “ser o no ser”. En la controversia con Bernstein y sus correligionarios, todo el partido debe comprender claramente que no se trata de tal o cual método de lucha, del empleo de tal o cual táctica, sino de la existencia misma del movimiento socialdemócrata.

Un vistazo superficial a la teoría de Bernstein puede provocar la impresión de que todo esto es una exageración. ¿Acaso él no menciona continuamente a la socialdemocracia y sus objetivos? ¿Acaso pierde ocasión de repetir, en lenguaje muy explícito, que él también lucha por el objetivo final del socialismo, pero de otra manera? ¿Acaso no destaca especialmente que aprueba en todo el accionar actual de la socialdemocracia?

No cabe duda de que sí. También es cierto que todo movimiento nuevo, cuando empieza a formular su teoría y política, parte de apoyarse en el movimiento precedente, aunque se encuentre en contradicción directa con el mismo. Comienza adaptándose a las formas que tiene más a mano y hablando el idioma utilizado hasta entonces. A su tiempo, el nuevo grano sale de la vieja vaina. El nuevo movimiento encuentra sus propias formas y lenguaje.

Esperar que una oposición al socialismo científico exprese desde el comienzo con toda claridad, íntegramente y hasta sus últimas consecuencias su verdadero contenido; esperar que niegue abierta y categóricamente el fundamento teórico de la socialdemocracia: esto equivale a subestimar el poder del socialismo científico. Quien desee hacerse pasar por socialista y, a la vez, declarar la guerra contra la doctrina marxista, el producto más extraordinario de la mente humana de este siglo, debe partir de una estima involuntaria por Marx. Debe reconocerse discípulo suyo, buscando en las enseñanzas de Marx los puntos de apoyo para lanzar un ataque contra éste, a la vez que califica a su ataque de desarrollo de la doctrina marxista. Por ello debemos desechar las formas externas de la teoría de Bernstein, para llegar al meollo que esconden. Se trata de una necesidad apremiante para las amplias capas del proletariado industrial que militan en nuestro partido.

No se puede arrojar contra los obreros insulto más grosero ni calumnia más indigna que la frase “las polémicas teóricas son sólo para los académicos”. Hace un tiempo Lassalle dijo: “Recién cuando la ciencia y los obreros, polos opuestos de la sociedad, se aúnen, aplastarán en sus brazos de acero todo obstáculo hacia la cultura”. Toda la fuerza del movimiento obrero moderno descansa sobre el conocimiento científico.

Pero en este caso particular este conocimiento es doblemente importante para los obreros, porque lo que está en juego aquí son los obreros y su influencia en el partido. Es su pellejo lo que está en juego. La teoría oportunista del partido, la teoría formulada por Bernstein, no es sino el intento inconsciente de garantizar la supremacía de los elementos pequeñoburgueses que han ingresado al partido, de torcer el rumbo de la política y objetivos de nuestro partido en esa dirección. El problema de reforma o revolución, de objetivo final y movimiento es, fundamentalmente, bajo otra forma, el problema del carácter pequeñoburgués o proletario del movimiento obrero.

Interesa, por tanto, a la masa proletaria del partido, conocer, activa y detalladamente, la actual polémica teórica con el oportunismo. Mientras el conocimiento teórico siga siendo el privilegio de un puñado de “académicos” en nuestro partido, éstos corren el peligro de desviarse. Recién cuando la gran masa de obreros tome en sus manos las armas afiladas del socialismo científico, todas las tendencias pequeñoburguesas, las corrientes oportunistas, serán liquidadas. El movimiento se encontrará sobre terreno firme y seguro. “La cantidad lo hará.”

Berlín, 18 de abril de 1899

 

 

 

Primera Parte

El método oportunista

Si es cierto que las teorías son sólo imágenes de los fenómenos externos en la conciencia humana, debe agregarse, respecto del sistema de Eduard Bernstein, que las teorías suelen ser imágenes invertidas. Pensad en una teoría que pretende instaurar el socialismo mediante reformas sociales ante el estancamiento total del movimiento reformista alemán. Pensad en una teoría del control sindical de la producción ante la derrota de los obreros metalúrgicos en Inglaterra. Considerad la teoría de ganar una mayoría en el parlamento, después de la revisión de la constitución de Sajonia y ante los atentados más recientes contra el sufragio universal. Sin embargo, el eje del sistema de Bernstein no reside en su concepción de las tareas prácticas de la socialdemocracia. Está en su posición acerca del proceso objetivo del desarrollo de la sociedad capitalista, el que a su vez está estrechamente ligado a su concepción de las tareas prácticas de la socialdemocracia.

Bernstein considera que la decadencia general del capitalismo aparece como algo cada vez más improbable porque, por un lado, el capitalismo demuestra mayor capacidad de adaptación y, por el otro, la producción capitalista se vuelve cada vez más variada.

La capacidad de adaptación del capitalismo, dice Bernstein, se manifiesta en la desaparición de las crisis generales, resultado del desarrollo del sistema de crédito, las organizaciones patronales, mejores medios de comunicación y servicios informativos. Se ve, secundariamente, en la persistencia de las clases medias, que surge de la diferenciación de las ramas de producción y la elevación de sectores enormes del proletariado al nivel de la clase media. Lo prueba además, dice Bernstein, el mejoramiento de la situación política y económica del proletariado como resultado de su movilización sindical.

De esta posición teórica derivan las conclusiones generales acerca de las tareas prácticas de la socialdemocracia. Esta no debe encaminar su actividad cotidiana a la conquista del poder político sino al mejoramiento de la situación de la clase obrera dentro del orden imperante. No debe aspirar a instaurar el socialismo como resultado de una crisis política y social, sino que debe construir el socialismo mediante la extensión gradual del control social y la aplicación gradual del principio del cooperativismo.

El mismísimo Bernstein no encuentra nada de nuevo en sus teorías. Todo lo contrario, cree que concuerdan con ciertas declaraciones de Marx y Engels. Así y todo, nos parece difícil negar que se encuentran en contradicción formal con las concepciones del socialismo científico.

Si el revisionismo de Bernstein consistiera en afirmar que la marcha del desarrollo capitalista es más lenta de lo que se pensaba antes, simplemente estaría presentando un argumento a favor de la postergación de la conquista del poder por el proletariado, en lo que todos estaban de acuerdo hasta ahora. Su única consecuencia sería la de disminuir el ritmo de la lucha.

Pero no se trata de eso. Lo que Bernstein cuestiona no es la rapidez del desarrollo de la sociedad capitalista, sino la marcha misma de ese desarrollo y, en consecuencia, la posibilidad misma de efectuar el vuelco al socialismo.

Hasta ahora la teoría socialista afirmaba que el punto de partida para la transformación hacia el socialismo sería una crisis general catastrófica. En esta concepción debemos distinguir dos aspectos: la idea fundamental y su forma exterior.

La idea fundamental es la afirmación de que el capitalismo, en virtud de sus propias contradicciones internas, avanza hacia una situación de desequilibrio que le impedirá seguir existiendo. Había buenas razones para concebir que la coyuntura asumiría la forma de una catastrófica crisis comercial general. Pero su importancia es secundaria frente a la idea fundamental.

El fundamento científico del socialismo reside, como se sabe, en los tres resultados principales del desarrollo capitalista. Primero, la anarquía creciente de la economía capitalista, que conduce inevitablemente a su ruina. Segundo, la socialización progresiva del proceso de producción, que crea los gérmenes del futuro orden social. Y tercero, la creciente organización y conciencia de la clase proletaria, que constituye el factor activo en la revolución que se avecina.

Bernstein desecha el primero de los tres pilares fundamentales del socialismo científico. Dice que el desarrollo del capitalismo no va a desembocar en un colapso económico general.

No rechaza cierta forma de colapso. Rechaza la mera posibilidad de colapso. Dice textualmente: “Se podría decir que el colapso de esta sociedad significa algo más que una crisis comercial general, peor que todas las demás, o sea un colapso total del sistema capitalista provocado por sus propias contradicciones internas”. Y a esto responde: “Con el creciente desarrollo de la sociedad el colapso general del sistema de producción imperante se vuelve cada vez menos probable, porque el desarrollo del capitalismo aumenta su capacidad de adaptación y, a la vez, la diversificación de la industria”. (Neue Zeit, 1897-1898, vol. 18, p. 551.)

Pero aquí surge el interrogante: en ese caso, ¿cómo y por qué alcanzaremos el objetivo final? Según el socialismo científico, la necesidad histórica de la revolución socialista se revela sobre todo en la anarquía creciente del capitalismo, que provoca el impasse del sistema. Pero si uno concuerda con Bernstein en que el desarrollo capitalista no se dirige hacia su propia ruina, entonces el socialismo deja de ser una necesidad objetiva. Y quedan otros dos pilares de la explicación científica del socialismo, que también se supone que sean consecuencias del capitalismo: la socialización de los medios de producción y la conciencia creciente del proletariado. Bernstein las tiene en cuenta cuando dice: “La supresión de la teoría del colapso de ninguna manera priva a la doctrina socialista de su poder de persuasión. Porque, si los examinamos de cerca, ¿qué son los factores que enumeramos y que hacen a la supresión de la modificación de las crisis anteriores? No son sino las condiciones, e inclusive en parte los gérmenes, de la socialización de la producción y el cambio.” (Neue Zeit, 1897-1898, vol. 18, p. 554.)

No se necesita pensar mucho para comprender que aquí también nos encontramos ante una conclusión falsa. ¿Dónde está la importancia de los fenómenos que, según Bernstein, son los medios de adaptación del capitalismo: los monopolios, el sistema crediticio, el desarrollo de los medios de comunicación, el mejoramiento de la situación de la clase obrera, etcétera? Obviamente, en que suprimen, o al menos atenúan, las contradicciones internas de la economía capitalista y detienen el desarrollo o agravamiento de dichas contradicciones. Así, la supresión de las crisis sólo puede significar la supresión del antagonismo entre producción y cambio sobre una base capitalista. El mejoramiento de la situación de la clase obrera o la penetración de ciertos sectores de la clase obrera en las capas medias sólo puede significar la atenuación del conflicto entre el capital y el trabajo. Pero si los factores mencionados suprimen las contradicciones capitalistas y en consecuencia salvan al sistema de su ruina, si le permiten al capitalismo mantenerse -por eso Bernstein los llama “medios de adaptación”-, ¿cómo pueden los cárteles, el sistema de crédito, los sindicatos, etcétera, ser al mismo tiempo “las condiciones e inclusive en parte los gérmenes” del socialismo? Es obvio que solamente en el sentido de que expresan más claramente el carácter social de la producción.

Pero al presentarlo en su forma capitalista, los mismos factores hacen superflua, a su vez, en la misma medida, la transformación de esta producción socializada en producción socialista. Por eso sólo pueden ser gérmenes o condiciones para el orden socialista en un sentido teórico, no histórico. Son fenómenos que, a la luz de nuestra concepción del socialismo, sabemos que están relacionados con el socialismo pero que, de hecho, no conducen a la revolución socialista sino que, por el contrario, la hacen superflua.

Queda una sola fuerza que posibilita el socialismo: la conciencia de clase del proletariado. Pero ésta, también, en el caso dado, no es el mero reflejo intelectual de las contradicciones crecientes del capitalismo y de su decadencia próxima. No es más que un ideal cuya fuerza de persuasión reside únicamente en la perfección que se le atribuye.

Tenemos aquí, en pocas palabras, la explicación del programa socialista mediante la “razón pura”. Tenemos aquí, para expresarlo en palabras más simples, la explicación idealista del socialismo. La necesidad objetiva del socialismo, la explicación del socialismo como resultado del desarrollo material de la sociedad, se viene abajo.

La teoría revisionista llega así a un dilema. O la transformación socialista es, como se decía hasta ahora, consecuencia de las contradicciones internas del capitalismo, que se agravan con el desarrollo del capitalismo y provocan inevitablemente, en algún momento, su colapso (en cuyo caso “los medios de adaptación” son ineficaces y la teoría del colapso es correcta); o los “medios de adaptación” realmente detendrán el colapso del sistema capitalista y por lo tanto le permitirán mantenerse mediante la supresión de sus propias contracciones. En ese caso, el socialismo deja de ser una necesidad histórica. Se convierte en lo que queráis llamarlo, pero ya no es resultado del desarrollo material de la sociedad.

Este dilema conduce a otro. O el revisionismo tiene una posición correcta sobre el curso del desarrollo capitalista y, por tanto, la transformación socialista de la sociedad es sólo una utopía, o el socialismo no es una utopía y la teoría de “los medios de adaptación” es falsa. He ahí la cuestión en pocas palabras.

 

La adaptación del capitalismo

Según Bernstein, el sistema crediticio, los medios perfeccionados de comunicación y las nuevas combinaciones capitalistas son factores importantes que favorecen la adaptación de la economía capitalista.

El crédito posee diversas aplicaciones en el capitalismo. Sus dos funciones más importantes son extender la producción y facilitar el intercambio. Cuando la tendencia interna de la producción capitalista a extenderse ilimitadamente choca contra las restricciones de la propiedad privada, el crédito aparece como medio para superar esos límites en forma típicamente capitalista. El crédito, a través de las acciones, combina en un gran capital muchos capitales individuales. Pone al alcance de cada capitalista el uso del dinero de otros capitalistas, bajo la forma del crédito industrial. En tanto que crédito comercial acelera el intercambio de mercancías y con ello la reinversión del capital en la producción y así ayuda a todo el ciclo del proceso de producción. La manera en que ambas funciones del crédito influyen sobre las crisis es bastante obvia. Si es cierto que las crisis surgen como resultado de la contradicción entre la capacidad de extensión, la tendencia al incremento de la producción y la capacidad de consumo restringida del mercado, el crédito es precisamente, a la luz de lo que decimos más arriba, el medio específico que hace que dicha contradicción estalle con la mayor frecuencia. En primer lugar, aumenta desproporcionadamente la capacidad de extensión de la producción y constituye así una fuerza motriz interna que lleva a la producción a exceder constantemente los límites del mercado. Pero el crédito golpea desde dos flancos. Después de provocar (como factor del proceso de producción) la sobreproducción, durante la crisis destruye (en tanto que factor de intercambio) las fuerzas productivas que él mismo engendró. Al primer síntoma de la crisis el crédito desaparece. Abandona el intercambio allí donde éste sería aún indispensable y, apareciendo ineficaz e inútil allí donde sigue existiendo algún intercambio, reduce al mínimo la capacidad de consumo del mercado.

Además de estos dos resultados principales, el crédito también influye en la formación de las crisis de otras maneras. Constituye un medio técnico que le permite al empresario tener acceso al capital de los demás. Estimula, a la vez, la utilización audaz e inescrupulosa de la propiedad ajena. Es decir, que conduce a la especulación. El crédito no sólo agrava la crisis en su calidad de medio de cambio encubierto, también ayuda a provocar y extender la crisis transformando el intercambio en un mecanismo sumamente complejo y artificial que, puesto que su base real la constituye un mínimo de dinero efectivo, se descompone al menor estímulo.

Vemos que el crédito en lugar de servir de instrumento para suprimir o paliar las crisis es, por el contrario, una herramienta singularmente potente para la formación de crisis. No puede ser de otra manera. El crédito elimina lo que quedaba de rigidez en las relaciones capitalistas. Introduce en todas partes la mayor elasticidad posible. Vuelve a todas las fuerzas capitalistas extensibles, relativas, y sensibles entre ellas al máximo. Esto facilita y agrava las crisis, que no son sino choques periódicos entre las fuerzas contradictorias de la economía capitalista.

Esto nos lleva a otro problema. ¿Por qué aparece el crédito generalmente como un “medio de adaptación” del capitalismo? Sea cual fuere la forma o la relación en la que ciertas personas representan esta “adaptación”, obviamente sólo puede consistir en su poder de suprimir una de las varias relaciones antagónicas de la economía capitalista, es decir, en el poder de suprimir o debilitar una de esas contradicciones y permitir la libertad de movimientos, en tal o cual momento, a las fuerzas productivas que de otro modo se encontrarían atadas. En realidad, es precisamente el crédito el que agrava estas relaciones al máximo. Agrava el antagonismo entre el modo de producción y el modo de cambio forzando la producción hasta el límite y, a la vez, paralizando el intercambio al menor pretexto. Agrava el antagonismo entre el modo de producción y el modo de apropiación separando la producción de la propiedad, es decir, transformando el capital empleado en la producción en capital “social” y transformando a la vez parte de la ganancia, bajo la forma de interés sobre el capital, en un simple título de propiedad. Agrava el antagonismo entre las relaciones de propiedad (apropiación) y las relaciones de producción dejando en pocas manos inmensas fuerzas productivas y expropiando a un gran número de pequeños capitalistas. Por último, agrava el antagonismo existente entre el carácter social de la producción y la propiedad privada capitalista volviendo innecesaria la ingerencia del estado en la producción.

En resumen, el crédito reproduce todos los antagonismos fundamentales del mundo capitalista. Los acentúa. Precipita su desarrollo y empuja así al mundo capitalista hacia su propia destrucción. El primer acto de adaptación capitalista, en lo que al crédito se refiere, debería ser el de destruir y suprimir el crédito. En realidad, el crédito de ninguna manera es un medio de adaptación capitalista. Es, por el contrario, un medio de destrucción de primera importancia revolucionaria. ¿Acaso el carácter revolucionario del crédito no ha inspirado planes de reforma “socialista”? Como tal no le han faltado distinguidos defensores, algunos de los cuales (Isaac Pereira en Francia) eran, al decir de Marx, mitad profetas, mitad pícaros.

Igualmente frágil es el segundo “medio de adaptación”: las organizaciones patronales. Dichas organizaciones, según Bernstein, terminarán con la anarquía de la producción y liquidarán las crisis regulando la producción. Las múltiples repercusiones de los cárteles y trusts no han sido objeto de estudio profundo hasta el momento. Pero representan un problema que sólo la teoría marxista puede resolver.

Una cosa es cierta. Podríamos hablar de poner coto a la anarquía capitalista mediante combinaciones capitalistas sólo en la medida en que los cárteles, trusts, etcétera se vuelvan, aunque más no sea aproximadamente, la forma dominante de producción. Pero la naturaleza propia de los cárteles excluye esa posibilidad. El objetivo y resultado económico final de las combinaciones es lo que pasamos a describir. Mediante la supresión de la competencia en una rama dada de la producción, la distribución de una masa de ganancias obtenida en el mercado se ve influida de manera tal que hay un incremento en la parte de las ganancias que le corresponde a esa rama de la industria. Semejante organización del mercado sólo puede aumentar la tasa de ganancia de una rama de la industria a expensas de otra. Es precisamente por eso que no puede generalizarse, porque cuando se extiende a todas las ramas importantes de la industria esta tendencia suprime su propia influencia.

Además, dentro de los límites de su aplicación práctica, el resultado de las combinaciones es diametralmente opuesto a la supresión de la anarquía industrial. Los cárteles generalmente incrementan sus ganancias en el mercado doméstico, produciendo a menor tasa de ganancia para el mercado externo, utilizando así el suplemento de capital que no pueden utilizar para las necesidades internas. Eso significa que venden más barato en el exterior que en el interior. El resultado es la agudización de la competencia en el extranjero: lo contrario de lo que cierta gente quiere hallar. Un buen ejemplo lo proporciona la historia de la industria azucarera mundial.

En términos generales, las industrias asociadas, vistas como manifestación del modo capitalista de producción, constituyen una fase definida del desarrollo capitalista. En última instancia los cárteles no son sino un recurso del modo capitalista de producción para detener la caída inevitable de la tasa de ganancias en ciertas ramas de la producción. ¿Qué método emplean los cárteles para lograrlo? Mantienen inactiva una parte del capital acumulado. Es decir, emplean el mismo método que se utiliza, bajo otra forma, durante las crisis. El remedio y la enfermedad se parecen como dos gotas de agua. En realidad, el primero es un mal menor sólo hasta cierto punto. Cuando las salidas comienzan a cerrarse y el mercado mundial ha llegado a su límite, y está agotado por la competencia entre los países capitalistas -cosa que, tarde o temprano, ocurrirá— la inmovilidad parcial forzada del capital asumirá dimensiones tales que el remedio se transformará en enfermedad y el capital, ya bastante “socializado” a través de la regulación, tendera a volver a la forma de capital individual. Ante las dificultades crecientes para encontrar mercado, cada parte individual de capital preferirá arriesgarse por su propia cuenta. En ese momento las grandes organizaciones reguladoras estallarán como pompas de jabón y darán paso a una competencia mayor.

En términos generales los cárteles, al igual que el crédito, aparecen como una fase determinada del desarrollo capitalista, que en última instancia agrava la anarquía del mundo capitalista y refleja y madura sus contradicciones internas. Los cárteles agravan el antagonismo que impera entre el modo de producción y el de cambio agudizando la lucha entre el productor y el consumidor, como ocurre sobre todo en Estados Unidos. Agravan, además, el antagonismo entre el modo de producción y el modo de apropiación oponiendo de la manera más brutal la fuerza organizada del capital a la clase obrera e incrementando así el antagonismo entre el capital y el trabajo.

Por último, las combinaciones capitalistas agravan la contradicción entre el carácter internacional de la economía capitalista mundial y el carácter nacional del estado: en la medida en que siempre las acompaña una guerra aduanera general que agudiza las diferencias entre los estados capitalistas. A ello debemos agregar la influencia decididamente revolucionaria que ejercen los cárteles sobre la concentración de la producción, el progreso de la técnica, etcétera.

En otras palabras, cuando se los evalúa desde el punto de vista de sus últimas consecuencias sobre la economía capitalista, los cárteles y trusts son un fracaso como “medios de adaptación”. No atenúan las contradicciones del capitalismo. Por el contrario, parecen instrumento de mayor anarquía. Estimulan el desarrollo de las contradicciones internas del capitalismo. Aceleran la llegada de la decadencia general del capitalismo.

Pero si el sistema crediticio, los cárteles, etcétera no suprimen la anarquía capitalista, ¿por qué no ha habido una crisis comercial importante en las últimas dos décadas, desde 1873? ¿No es esto un signo de que, contra el análisis de Marx, el modo capitalista de producción se ha adaptado —al menos de manera general— a las necesidades de la sociedad? Bernstein no acababa de refutar, en 1898, las teorías de Marx sobre las crisis, cuando una profunda crisis general estalló en 1900 y siete años más tarde una nueva crisis, originada en Estados Unidos, conmovió el mercado mundial. Los hechos demostraron la falsedad de la teoría de la “adaptación”. Demostraron a la vez que los que abandonaron la teoría de las crisis de Marx sólo porque no se produjo crisis alguna en un lapso dado simplemente confundieron la esencia de la teoría con uno de sus aspectos secundarios: el ciclo decenal. La descripción del ciclo de la industria capitalista moderna como un lapso de diez años fue para Marx y Engels en 1860 y 1870 una simple afirmación de ciertos hechos. No se basó en una ley natural sino en una serie de circunstancias históricas dadas ligadas a la rápida expansión del capitalismo joven.

La crisis de 1825 fue, en efecto, resultado de la gran inversión de capital en la construcción de caminos, canales, tuberías de gas, que se dio en la década anterior sobre todo en Inglaterra, donde estalló la crisis. La crisis subsiguiente de 1836-1839 me asimismo el resultado de grandes inversiones en la construcción de medios de transporte. La crisis de 1847 fue fruto de la construcción febril de ferrocarriles en Inglaterra (en el trienio de 1844 a 1847 el parlamento británico otorgó subsidios ferroviarios por valor de quince mil millones de dólares). En cada uno de los casos mencionados la crisis sobrevino después de sentarse nuevas bases para el desarrollo capitalista. En 1857 tuvo el mismo efecto la abrupta apertura de nuevos mercados para la industria europea en Norteamérica y Australia, después del descubrimiento de las minas de oro y la construcción extensa de ferrocarriles, sobre todo en Francia, donde a la sazón se imitaba el ejemplo británico. (De 1852 a 1856 se construyeron ferrocarriles por valor de 1.250 millones de francos solamente en Francia.) Y tenemos, por último, la gran crisis de 1873 como consecuencia directa del primer gran boom de la industria en gran escala en Alemania y Austria luego de los acontecimientos políticos de 1866 y 1871.

De modo que, hasta el momento, la repentina extensión del dominio de la economía capitalista y no su regresión fue, en cada caso, la cansa de la crisis comercial. El hecho de que las crisis internacionales sobrevinieran exactamente cada diez años fue puramente externo, un problema de azar. La fórmula marxista de las crisis, tal como la expone Engels en el Antidürhing y Marx en los tomos primero y tercero de El Capital, se aplica a todas las crisis sólo en la medida en que descubre su mecanismo internacional y devela sus causas fundamentales generales.

Las crisis pueden repetirse cada cinco o diez años, o aun cada ocho o veinte años. Pero la mejor prueba de la falsedad de la teoría de Bernstein” es que en los países que poseen los famosos “medios de adaptación” en forma más desarrollada -créditos, buenas comunicaciones y trusts- la última crisis (1907-1908) se dio en forma más violenta.

La creencia de que la producción capitalista podía “adaptarse” al cambio presupone una de dos cosas: o el mercado mundial puede expandirse ilimitadamente o, por el contrario, el desarrollo de las tuerzas productivas se encuentra tan atado que no puede exceder los límites del mercado. La primera hipótesis es materialmente imposible. La segunda se ve igualmente imposibilitada por el constante progreso de la tecnología que diariamente crea nuevas fuerzas productivas en todas las ramas.

Queda todavía otro fenómeno que, según Bernstein, contradice el curso del desarrollo capitalista tal como se lo expone más arriba. En la “falange constante” de empresas medianas, Bernstein ve el signo de que el desarrollo de la gran industria no se desplaza en un sentido revolucionario y no es tan efectivo desde el punto de vista de la concentración de la industria como lo esperaba la “teoría” del colapso. Aquí cae víctima de su propia falta de comprensión. Porque ver en la desaparición progresiva de la mediana empresa un resultado necesario del desarrollo de la gran industria es no entender la naturaleza del proceso.

Según la teoría marxista, en el curso general del desarrollo capitalista los pequeños capitalistas desempeñan el rol de pioneros del progreso tecnológico. Lo hacen en dos sentidos. Inician los nuevos métodos de producción en ramas ya establecidas de la industria, y su importancia es fundamental en la creación de nuevas ramas de la producción aún no explotadas por el gran capitalista.

Es falso que la historia de la empresa capitalista mediana avanza en línea recta hacia su extinción gradual. El curso de este proceso es, por el contrario, bien dialéctico, y avanza en medio de contradicciones. Los sectores capitalistas medianos se encuentran, al igual que los obreros, bajo la influencia de dos tendencias antagónicas, una ascendente y otra descendente. En este caso la tendencia descendente es el alza continua de la escala de la producción, que sobrepasa periódicamente las dimensiones de las parcelas medianas de capital y las elimina una y otra vez del terreno de la competencia mundial. La tendencia ascendente es, en primer lugar, la depreciación periódica del capital existente, que disminuye nuevamente, durante un cierto lapso, la escala de la producción en proporción al valor del monto mínimo indispensable de capital. La representa, además, la penetración de la producción capitalista en nuevas esferas. La lucha de la empresa mediana contra el gran capital no puede considerarse como una batalla de trámite parejo en la que las tropas del bando más débil retroceden continuamente en forma directa y cuantitativa. Antes bien debe verse como la destrucción periódica de las empresas pequeñas, que vuelven a crecer rápidamente para ser destruidas una vez más por la gran industria. Las dos tendencias pelotean a los estratos capitalistas medianos. La tendencia descendente deberá triunfar al final. El desarrollo de la clase obrera es diametralmente opuesto.

El triunfo de la tendencia descendente no necesariamente aparecerá como una disminución numérica absoluta de las empresas medianas. Debe aparecer, primeramente, como un aumento progresivo del capital mínimo indispensable para el funcionamiento de las empresas de las viejas ramas de producción; en segundo lugar, en la disminución constante del intervalo de tiempo durante el cual los pequeños capitalistas tienen la oportunidad de explotar las nuevas ramas de la producción. El resultado, en lo que concierne al pequeño capitalista, es la duración cada vez más breve de su permanencia en la nueva industria y un cambio progresivamente más rápido en los métodos de producción como campo para la inversión. Para los estratos capitalistas medianos en su conjunto hay un proceso cada vez más rápido de asimilación y desasimilación social.

Bernstein lo sabe perfectamente bien. El mismo lo comenta. Pero parece olvidar que ésta es precisamente la ley del movimiento del común de las empresas capitalistas. Si uno reconoce que los pequeños capitalistas son los pioneros del progreso tecnológico, y si es cierto que éste constituye el pulso vital de la economía capitalista, entonces es claro que los pequeños capitalistas son parte integral del desarrollo capitalista y sólo desaparecerán con éste. La desaparición progresiva de la mediana empresa —en el sentido absoluto que le da Bernstein- no implica, como él piensa, un curso revolucionario del desarrollo capitalista, sino todo lo contrario, la cesación, la desaceleración del proceso. “La tasa de ganancia, es decir, el incremento relativo del capital —dijo Marx— es importante en primer término para los nuevos inversores de capital, que se agrupan en forma independiente. Apenas la formación de capital cae exclusivamente en manos de un puñado de grandes capitalistas, el fuego revivificante de la producción se extingue y muere.”

 

La construcción del socialismo mediante reformas sociales

Bernstein rechaza la “teoría del colapso” como camino histórico hacia el socialismo. ¿Cuál es el camino a la sociedad socialista que propone su “teoría de la adaptación del capitalismo”? Bernstein contesta indirectamente. Konrad Schmidt, en cambio, trata de responder a este detalle a la manera de Bernstein. Según él, “las luchas sindicales por la jornada laboral y el salario, y las luchas políticas por reformas conducirán a un control cada vez más extenso sobre las condiciones de producción” y “a medida que las leyes disminuyan los derechos del propietario capitalista, su papel se reducirá al de un simple administrador”. “El capitalista verá cómo su propiedad va perdiendo valor” hasta que finalmente “se le quitarán la dirección y administración de la explotación” y se instituirá la “explotación colectiva”.

Por ello, los sindicatos, la reforma social y, agrega Bernstein, la democratización política del Estado son los medios para la realización progresiva del socialismo.

Pero el hecho es que la función más importante de los sindicatos (y quien mejor lo explicitó fue el mismo Bernstein en Neue Zeit en 1891) consiste en darles a los obreros el medio para realizar la ley capitalista del salario, es decir, la venta de su fuerza de trabajo al precio corriente del mercado. Los sindicatos permiten al proletariado utilizar a cada instante la coyuntura del mercado. Pero estas coyunturas -(1) la demanda de trabajo creada por el nivel de la producción, (2) la oferta de trabajo creada por la proletarización de las capas medias de la sociedad y la reproducción natural de la clase obrera y (3) el grado momentáneo de productividad del trabajo- permanecen fuera de la esfera de influencia de los sindicatos. Los sindicatos no pueden derogar la ley del salario. En el mejor de los casos, bajo las circunstancias más favorables, pueden imponerle a la producción capitalista el límite “normal” del momento. No tienen, empero, el poder de suprimir la explotación misma, ni siquiera gradualmente.

Es cierto que Schmidt ve al movimiento sindical actual en su “débil etapa inicial”. Espera que “en el futuro” el “movimiento sindical ejercerá una influencia cada vez mayor sobre la regulación de la producción”. Pero por regulación de la producción entendemos dos cosas: intervención en el dominio técnico de la producción y fijar la escala de la producción misma. ¿Cuál es la naturaleza de la influencia que ejercen los sindicatos sobre ambos sectores? Es claro que en la técnica de la producción el interés del capitalista concuerda, en cierta medida, con el progreso y desarrollo de la economía capitalista. Sus propios intereses lo estimulan a efectuar mejoras técnicas. Pero el obrero aislado se encuentra en una posición totalmente distinta. Cada transformación técnica contradice sus intereses. Agrava la impotencia de su situación depreciando el valor de su fuerza de trabajo y tornando su trabajo más intenso, monótono y difícil. En la medida en que los sindicatos pueden intervenir en el departamento técnico de la producción, sólo pueden oponerse a la innovación tecnológica. Pero no actúan en concomitancia con los intereses de la clase obrera de conjunto y su emancipación, que más bien necesita del progreso de la técnica, y, por tanto, con el interés del capitalista aislado. Actúan aquí en sentido reaccionario. Y en realidad encontramos esfuerzos por parte de los obreros por intervenir en la parte técnica de la producción no en el futuro, donde la busca Schmidt, sino en el pasado del movimiento sindical. Esos esfuerzos caracterizaban a la vieja etapa del movimiento sindicalista inglés (hasta 1860), cuando las organizaciones británicas todavía estaban atadas a los vestigios de las “corporaciones” medievales y se inspiraban en el principio gastado de “un jornal justo por una jornada de trabajo justa”, como dice Webb en su History of Trade Unionism [Historia del sindicalismo].

Por otra parte, el intento de los sindicatos de fijar la escala de la producción y los precios de las mercancías es un fenómeno reciente. Recién ahora hemos sido testigos de intentos semejantes, y fue nuevamente en Inglaterra. Por su naturaleza y tendencias, dichos intentos se asemejan a los que describimos más arriba. ¿Para qué sirve la participación activa de los sindicatos en la fijación de la escala y costo de producción? Sirve para formar un cártel de obreros y empresarios contra el consumidor y, sobre todo, contra el empresario rival. Su efecto en nada difiere del de las asociaciones comunes de empresarios. Fundamentalmente ya no tenemos un conflicto entre el capital y el trabajo sino la solidaridad del capital y el trabajo contra el conjunto de los consumidores. Desde el punto de vista de su valor social, parece ser un movimiento reaccionario que no puede constituir una etapa en la lucha por la emancipación del proletariado porque es lo opuesto de la lucha de clases. Desde el punto de vista de su aplicación en la práctica es una utopía que, como lo demuestra una observación rápida, no puede extenderse a las grandes ramas de la industria que producen para el mercado mundial.

De modo que el radio de acción de los sindicatos se limita esencialmente a la lucha por el aumento de salarios y la reducción de la jornada laboral, es decir, a esfuerzos tendientes a regular la explotación capitalista en la medida en que la situación momentánea del mercado mundial lo impone. Pero los sindicatos de ninguna manera pueden influir en el propio proceso de producción. Además, el desarrollo de los sindicatos tiende -al contrario de lo que afirma Konrad Schmidt- a separar al mercado laboral de cualquier relación inmediata con el resto del mercado.

Esto lo demuestra el hecho de que hasta los intentos de relacionar los contratos de trabajo a la situación general de la producción mediante un sistema de escala móvil de salarios ha sido perimido por el proceso histórico. Los sindicatos británicos se distancian cada vez más de dichos intentos.

Inclusive dentro de los límites reales de su actividad el movimiento sindical no puede expandirse ilimitadamente como lo pretende la teoría de la adaptación. Por el contrario, si observamos los factores fundamentales del proceso social, vemos que no nos dirigimos hacia una época caracterizada por grandes avances de los sindicatos, antes bien hacia una época en que las dificultades que enfrentan los sindicatos aumentarán. Cuando el desarrollo de la industria haya alcanzado su cúspide y el capitalismo haya entrado en su fase descendente en el mercado mundial, la lucha sindical se hará doblemente difícil. En primer término, la coyuntura objetiva del mercado será menos favorable para los vendedores de fuerza de trabajo, porque la demanda de tuerza de trabajo aumentará a ritmo más lento y la oferta de trabajo a uno más lento que los que tienen actualmente. En segundo lugar, los capitalistas mismos, en vista de la necesidad de compensar las pérdidas sufridas en el mercado mundial, redoblarán sus esfuerzos tendientes a reducir la parte del producto total que les corresponde a los trabajadores (bajo la forma de salarios). Como dice Marx, la reducción de los salarios es uno de los medios principales para retardar la caída de las ganancias. La situación en Inglaterra ya nos da una imagen del comienzo de la segunda etapa del desarrollo sindical. La acción sindical se reduce necesariamente a la simple defensa de las conquistas ya obtenidas y hasta eso se vuelve cada vez más difícil. Tal es la tendencia general de las cosas en nuestra sociedad. La contrapartida de esa tendencia debería ser el desarrollo del aspecto político de la lucha de clases.

Konrad Schmidt comete el mismo error de perspectiva histórica al tratar la reforma social. Espera que la reforma social, al igual que la organización sindical, “dictará al capitalista las normas a las que deberá ajustarse para emplear la fuerza de trabajo”. Contemplando la reforma bajo esta luz, Bernstein califica la legislación laboral de parte del “control social” y, en tal carácter, de parte del socialismo. Asimismo Konrad Schmidt siempre usa el término “control social” cuando se refiere a las leyes protectoras. Una vez que ha transformado el Estado en sociedad, agrega confiado: “Es decir, la clase obrera en ascenso”. Como resultado de este truco de sustitución, las inocentes leyes laborales formuladas por el Consejo Federal Alemán se transforman en medidas socialistas transitorias supuestamente promulgadas por el proletariado alemán.

La mistificación es obvia. Sabemos que el Estado imperante no es la “sociedad” que representa a la “clase obrera en ascenso”. Es el representante de la sociedad capitalista. Es un Estado clasista. Por lo tanto, sus reformas no son la aplicación del “control social”, es decir, el control de la sociedad que decide libremente su propio proceso laboral. Son formas de control aplicadas por la organización clasista del capital a la producción de capital. Las llamadas reformas sociales son promulgadas en beneficio del capital. Sí, Bernstein y Konrad Schmidt sólo ven en la actualidad “comienzos débiles” de este control. Esperan ver una larga sucesión de reformas en el futuro, todas a favor de la clase obrera. Pero aquí cometen un error parecido a su creencia en el desarrollo ilimitado del movimiento sindical.

Una premisa fundamental para la teoría de la realización gradual del socialismo mediante reformas sociales es el desarrollo objetivo de la propiedad capitalista y el Estado. Konrad Schmidt sostiene que el propietario capitalista tiende a perder sus derechos especiales en el proceso histórico y a ver reducido su papel al de un simple administrador. Cree que la expropiación de los medios de producción no puede efectuarse como un hecho histórico de una sola vez. Por eso recurre a la teoría de la expropiación por etapas. Teniendo esto en mente divide el derecho de propiedad en (1) derecho de “soberanía” (propiedad), -que él atribuye a algo llamado “sociedad” y que quiere extender- y (2) su opuesto, el simple derecho de uso, ejercido por el capitalista, pero que supuestamente se reduce en manos del capitalista a la mera administración de su empresa.

O esta interpretación es un juego de palabras, en cuyo caso la teoría de la expropiación gradual carece de una base real, o es un cuadro real del desarrollo jurídico, en cuyo caso, como veremos, la teoría de la expropiación gradual es totalmente falsa.

La división del derecho de propiedad en varios derechos que lo componen, arreglo que le sirve a Konrad Schmidt de refugio a cuyo amparo puede construir su teoría de la “expropiación por etapas”, caracterizaba a la sociedad feudal, basada en la economía natural. En el feudalismo, las clases sociales de la época se repartían el producto total en base a las relaciones personales imperantes entre el señor feudal y sus siervos o arrendatarios. La distribución de la propiedad en varios derechos parciales reflejaba la forma de distribución de la riqueza social de la época. Con el pasaje de la economía a la producción de mercancías y la disolución de todos los vínculos personales entre los participantes en el proceso de producción, la relación entre hombres y cosas (es decir, la propiedad privada) se volvió recíprocamente más fuerte. Puesto que la división ya no se efectúa en base a las relaciones personales sino a través del intercambio, los distintos derechos a una parte de la riqueza social ya no se miden como fragmentos del derecho de propiedad que comparten un interés común. Se miden según los valores que cada uno vuelca al mercado.

El primer cambio introducido en las relaciones jurídicas por el avance de la producción de mercancías en las comunas medievales fue el desarrollo de la propiedad privada absoluta. Esta apareció en el propio seno de las relaciones jurídicas feudales. Este proceso ha avanzado a pasos agigantados en la producción capitalista. Cuanto más se socializa el proceso de producción, más se basa el proceso de distribución (reparto de la riqueza) en el cambio. Y cuanto más inviolable y cerrada se vuelve la propiedad privada, más se torna la propiedad capitalista de derecho al producto del propio trabajo en derecho a la apropiación del trabajo ajeno. Mientras el propio capitalista administra su fábrica, la distribución sigue en cierta medida ligada a su participación personal en el proceso de producción. Pero a medida que la administración personal por parte del capitalista se vuelve superflua —lo que ocurre en las sociedades por acciones modernas— la propiedad del capital, en lo que concierne a su derecho a participar en la distribución (división de la riqueza), se desvincula de toda relación personal con la producción. Aquí aparece en su forma más pura. El derecho capitalista de la propiedad aparece en su máxima expresión en el capital apropiado bajo la forma de acciones y crédito industrial.

De modo que el esquema histórico de Konrad Schmidt, que pinta la transformación del capitalista “de propietario en mero administrador”, es desmentido por el proceso histórico real. En la realidad histórica, el capitalista tiende a transformarse de propietario y administrador en simple propietario. A Konrad Schmidt le ocurre lo mismo que a Goethe:

Lo que es, lo ve como en un sueño.

Lo que ya no es, se vuelve para él realidad.

Así como el esquema histórico de Schmidt se retrotrae, económicamente, de una moderna sociedad anónima al taller del artesano, así quiere retrotraernos jurídicamente del mundo capitalista a la vieja cáscara feudal de la Edad Media.

Desde este punto de vista también el “control social” aparece bajo un aspecto diferente del que pinta Konrad Schmidt. Lo que hoy funciona como “control social” - legislación laboral, control de las organizaciones industriales mediante la tenencia de acciones, etcétera- nada tiene que ver con la “posesión suprema”. Lejos de constituir, como cree Schmidt, una reducción de la posesión capitalista, su “control social” es, por el contrario, una protección de dicha posesión. O, desde el punto de vista económico, no amenaza sino que regula la explotación capitalista. Cuando Bernstein pregunta si hay mayor o menor contenido socialista en una ley de protección del trabajador, podemos asegurarle que en la mejor de las leyes de protección del trabajo no hay más contenido “socialista” que en la ordenanza municipal que regula la limpieza de las calles o la iluminación de las mismas.

 

El capitalismo y el Estado

La segunda premisa para la realización gradual del socialismo es, según Bernstein, la evolución del Estado en la sociedad. Ya es un lugar común afirmar que el Estado imperante es un Estado clasista. A esto, al igual que a todo lo que se refiere a la sociedad capitalista, no hay que entenderlo de manera rigurosa y absoluta sino dialécticamente.

El Estado se volvió capitalista con el triunfo de la burguesía. El desarrollo capitalista modifica esencialmente la naturaleza del Estado, ampliando su esfera de acción, imponiéndole nuevas funciones constantemente (sobre todo en lo que afecta a la vida económica), haciendo cada vez más necesaria su intervención y control de la sociedad. En este sentido, el desarrollo capitalista prepara poco a poco la fusión futura del Estado y la sociedad. Prepara, por así decirlo, la devolución de la función del Estado a la sociedad. Siguiendo esta línea de pensamiento puede hablarse de evolución del Estado capitalista en la sociedad, y esto es indudablemente lo que Marx tenía en mente cuando se refirió a la legislación laboral como la primera intervención consciente de la “sociedad” en el proceso social vital, frase en la que Bernstein se apoya muchísimo.

Pero, por otra parte, el mismo desarrollo capitalista efectúa otra transformación en la naturaleza del Estado. El Estado existente es, ante todo, una organización de la clase dominante. Asume funciones que favorecen específicamente el desarrollo de la sociedad porque dichos intereses y el desarrollo de la sociedad coinciden, de manera general, con los intereses de la clase dominante y en la medida en que esto es así. La legislación laboral se promulga tanto para servir a los intereses inmediatos de la clase capitalista como para servir a los intereses de la sociedad en general. Pero esta armonía impera sólo hasta cierto momento del desarrollo capitalista. Cuando éste ha llegado a cierto nivel, los intereses de clase de la burguesía y las necesidades del avance económico empiezan a chocar, inclusive en el sentido capitalista. Creemos que esta fase ya ha comenzado. Se revela en dos fenómenos sumamente importantes de la vida social contemporánea: la política de las barreras aduaneras y el militarismo. Ambos fenómenos han jugado un rol indispensable y, en ese sentido, revolucionario y progresivo en la historia del capitalismo. Sin protección aduanera ciertos países no hubieran podido desarrollar su industria. Pero ahora la situación es distinta.

En la actualidad la protección no sirve para desarrollar la industria joven sino para mantener artificialmente ciertas formas anticuadas de la producción.

Desde el punto de vista del desarrollo capitalista, es decir, de la economía mundial, poco importa que Alemania exporte más mercancías a Inglaterra o que Inglaterra exporte más mercancías a Alemania. Desde el punto de vista de este proceso se puede decir que el negro ha hecho su trabajo y es hora de que se vaya. Dada la situación de dependencia mutua en que se encuentran las distintas ramas de la industria, un impuesto proteccionista impuesto a cualquier mercancía provoca obligatoriamente el alza del costo de otras mercancías en el país. Impide, por lo tanto, el desarrollo de la industria. Pero no es así visto desde el ángulo de los intereses de la clase capitalista. Aunque la industria no necesita barreras aduaneras para desarrollarse, el empresario necesita impuestos que protejan sus mercados. Esto significa que en la actualidad los impuestos aduaneros ya no sirven para defender a un sector en desarrollo de la industria contra otro ya desarrollado. Son ahora el arma que usa un grupo nacional de capitalistas contra otro grupo. Además, los impuestos ya no sirven de protección a la industria que pugna por crear y conquistar el mercado interno. Son los medios indispensables para la concentración monopólica de la industria, es decir, medios que utiliza el productor capitalista contra la sociedad consumidora en su conjunto. Lo que subraya el carácter específico de la política aduanera contemporánea es el hecho de que hoy no es la industria sino la agricultura la que desempeña el rol predominante en la fijación de tarifas. La política de protección aduanera se ha convertido en una herramienta para transformar los intereses feudales y reflejarlos en forma capitalista.

El mismo cambio ha ocurrido en el militarismo. Si vemos la historia tal como fue -no como podría o debería haber sido- debemos reconocer que la guerra ha sido un factor indispensable del desarrollo capitalista. Estados Unidos, Alemania, Italia, los estados balcánicos, Polonia, todos deben la situación o el surgimiento del capitalismo en su territorio a la guerra, sea en el triunfo o la derrota. Mientras hubo países marcados ya sea por la división política interna, ya por un aislamiento económico que había que romper, el militarismo desempeñó un rol revolucionario, desde el punto de vista del capitalismo.

Pero ahora la situación es distinta. Si la política mundial se ha vuelto escenario de conflictos en acecho, ya no se trata de abrir nuevos países al capitalismo. Se trata de antagonismos europeos ya existentes que, transportados a otras tierras, han explotado allí. Los adversarios armados que vemos hoy en Europa y en otros continentes no se alinean como países capitalistas de un lado y atrasados del otro. Son estados empujados a la guerra fundamentalmente como resultado de su desarrollo capitalista avanzado similar. En vista de ello, una guerra seguramente sería fatal para este proceso, en el sentido de que provocaría una profunda conmoción y una transformación de la vida económica de todos los países.

Sin embargo, la cuestión toma otro aspecto si la vemos desde el punto de vista de la clase capitaista. Para ésta, el militarismo se ha vuelto indispensable. Primero, como medio para la defensa de los intereses “nacionales” en competencia con otros grupos “nacionales”. Segundo, como método para la radicación de capital financiero e industrial. Tercero, como instrumento para la dominación de clase de la población trabajadora del país. Estos intereses de por sí no tienen nada en común con el modo capitalista de producción. Lo que mejor revela el carácter específico del militarismo contemporáneo es el hecho de que se desarrolla en todos los países como resultado, digamos, de su propia fuerza motriz mecánica interna, fenómeno totalmente desconocido hace algunas décadas. Lo reconocemos en el carácter ineluctable de la explosión inminente, que es inevitable a pesar de la indecisión total respecto de los objetivos y motivos del conflicto. De motor del desarrollo capitalista, el militarismo se ha vuelto una enfermedad capitalista.

En el choque entre el desarrollo capitalista y los intereses de la clase dominante, el Estado se alinea junto a ésta. Su política, como la de la burguesía, entra en conflicto con el proceso social. Así, va perdiendo su carácter de representante del conjunto de la sociedad y se transforma, al mismo ritmo, en un Estado puramente clasista. O, hablando con mayor precisión, ambas cualidades se distancian más y más y se encuentran en contradicción en la naturaleza misma del Estado. Esta contradicción se vuelve progresivamente más aguda. Porque, por un lado, tenemos el incremento de las funciones de interés general del Estado, su intervención en la vida social, su “control” de la sociedad. Pero, por otra parte, su carácter de clase lo obliga a trasladar el eje de su actividad y sus medios de coerción cada vez más hacia terrenos que son útiles únicamente para el carácter de clase de la burguesía, pero ejercen sobre la sociedad en su conjunto un efecto negativo, como en el caso del militarismo y de las políticas aduanera y colonial. Además, el control social que ejerce el Estado se ve a la vez imbuido y dominado por su carácter de clase (ver cómo se aplica la legislación laboral en todos los países).

La extensión de la democracia, en la que Bernstein ve un medio para realizar gradualmente el socialismo, no contradice, antes bien corresponde en todo a la transformación sufrida por el Estado.

Konrad Schmidt afirma que la conquista de una mayoría socialdemócrata en el parlamento lleva directamente a la “socialización” gradual de la sociedad. Ahora bien, las formas democráticas de la vida política constituyen sin duda un fenómeno que refleja claramente la evolución del Estado en la sociedad. Constituyen, en esa medida, un avance hacia la transformación socialista. Pero el conflicto en el Estado capitalista que describimos más arriba se manifiesta aun más enfáticamente en el parlamentarismo moderno. En efecto, de acuerdo con su forma, el parlamentarismo sirve para expresar, dentro de la organización estatal, los intereses de la sociedad en su conjunto. Pero lo que el parlamentarismo refleja aquí es la sociedad capitalista, es decir, una sociedad donde predominan los intereses capitalistas. En esta sociedad, las instituciones representativas, democráticas en su forma, son en su contenido instrumentos de los intereses de la clase dominante. Ello se manifiesta de manera tangible en el hecho de que apenas la democracia tiende a negar su carácter de clase y transformarse en instrumento de los verdaderos intereses de la población, la burguesía y sus representantes estatales sacrifican las formas democráticas. Es por eso que la concepción de la conquista de una mayoría parlamentaria reformista es un cálculo de espíritu netamente burgués liberal que se ocupa de un solo aspecto -el formal- de la democracia, pero no tiene en cuenta el otro: su verdadero contenido. En definitiva el parlamentarismo no es directamente un elemento socialista que va impregnando gradualmente el conjunto de la sociedad capitalista. Es, por el contrario, una forma específica del Estado clasista burgués, que ayuda a madurar y desarrollar los antagonismos existentes del capitalismo.

A la luz de la teoría del desarrollo objetivo del Estado, la creencia de Bernstein y Konrad Schmidt de que el incremento del “control social” redunda en la creación del socialismo se transforma en una fórmula que día a día se encuentra más reñida con la realidad.

La teoría de la introducción gradual del socialismo propone una reforma progresiva de la propiedad y el Estado capitalistas que tiende al socialismo. Pero en virtud de las leyes objetivas de la sociedad imperante, una y otro avanzan en el sentido opuesto. El proceso de producción se socializa cada vez más, y el control estatal sobre al proceso de producción se extiende. Pero al mismo tiempo la propiedad privada se vuelve cada vez más abiertamente una forma de explotación capitalista del trabajo ajeno, y el control estatal está imbuido de los intereses exclusivos de la clase dominante. El Estado, es decir, la organización política del capitalismo, y las relaciones de propiedad, es decir, la organización jurídica del capitalismo, se vuelven cada vez más capitalistas, no socialistas, poniendo ante la teoría de la introducción gradual del socialismo dos escollos insalvables.

El esquema de Fourier de transformar, mediante un sistema de falansterios, el agua de todos los mares en sabrosa limonada fue una idea fantástica, por cierto. Pero cuando Bernstein propone transformar el mar de la amargura capitalista en un mar de dulzura socialista volcando progresivamente en él botellas de limonada social reformista, nos presenta una idea más insípida, pero no menos fantástica.

Las relaciones de producción de la sociedad capitalista se acercan cada vez más a las relaciones de producción de la sociedad socialista. Pero, por otra parte, sus relaciones jurídicas y políticas levantaron entre las sociedades capitalista y socialista un muro cada vez más alto. El muro no es derribado, sino más bien es fortalecido y consolidado por el desarrollo de las reformas sociales y el proceso democrático. Sólo el martillazo de la revolución, es decir, la conquista del poder político por el proletariado, puede derribar este muro.

 

Las consecuencias del reformismo social y la naturaleza general del revisionismo

En el primer capítulo tratamos de demostrar que la teoría de Bernstein separó el programa del movimiento socialista de su base material y trató de ubicarlo sobre una base idealista. ¿Qué ocurre con esta teoría cuando se la traduce a la práctica?

En una primera aproximación, la actividad partidaria resultante de la teoría de Bernstein no parece diferir de la actividad efectuada por la socialdemocracia hasta el presente. Antes la actividad del Partido Social Demócrata consistía en trabajar en el movimiento sindical, agitar por las reformas sociales y por la democratización de las instituciones existentes. La diferencia no reside en el qué sino en el cómo.

En la actualidad se considera que la lucha sindical y la actividad parlamentaria son medios para guiar y educar al proletariado en preparación de la tarea de la toma del poder. Desde el punto de vista revisionista, esta conquista del poder es a la vez imposible e inútil.

Y or eso el partido realiza la actividad sindical y parlamentaria en pos de resultados inmediatos, es decir, con el objeto de mejorar la situación actual de los obreros, por la disminución gradual de la explotación capitalista, por la extensión del control social.

De modo que si dejamos de lado el mejoramiento inmediato de la situación de los trabajadores -objetivo que el programa del partido comparte con el revisionismo- la diferencia entre las dos posiciones es, en síntesis, la siguiente. De acuerdo con la concepción actual del partido, la actividad parlamentaria y la sindical son importantes para el movimiento socialista porque esas actividades preparan al proletariado, es decir, crean el factor subjetivo para la transformación socialista, para la tarea de realizar el socialismo. Para Bernstein, las actividades sindical y parlamentaria reducen gradualmente la propia explotación capitalista. Le quitan a la sociedad capitalista su carácter capitalista. Realizan objetivamente el cambio social deseado. Vistas más de cerca, vemos que las dos concepciones son diametralmente opuestas. Desde la posición actual de nuestro partido, vemos que, como resultado de sus luchas sindicales y parlamentarias, el proletariado se convence de la imposibilidad de lograr un cambio social profundo a través de esa actividad y llega a la comprensión de que la conquista del poder es inevitable. La teoría de Bernstein, en cambio, parte de la afirmación de que dicha conquista es imposible. Concluye afirmando que el socialismo sólo puede ser introducido como consecuencia de la lucha sindical y de la actividad parlamentaria. Desde el punto de vista de Bernstein, la acción sindical y parlamentaria reviste un carácter socialista porque ejerce una influencia socializante progresiva sobre la economía capitalista.

Hemos tratado de demostrar que dicha influencia es imaginaria. Las relaciones entre la propiedad capitalista y el Estado capitalista se desenvuelven en direcciones opuestas, de modo que la actividad práctica cotidiana de la socialdemocracia pierde, en última instancia, todo vínculo con la militancia por el socialismo. Desde el punto de vista de una movilización por el socialismo, la lucha sindical y nuestra actividad parlamentaria poseen una importancia inmensa en la- medida en que despiertan en el proletariado la comprensión, la conciencia socialista y lo ayudan a organizarse como clase. Pero apenas se las considera como instrumentos para la socialización directa de la economía, no sólo pierden su efectividad sino que dejan de ser un medio para preparar a la clase obrera para la conquista del poder. Eduard Bernstein y Konrad Schmidt adolecen de falta de comprensión del problema cuando se consuelan diciendo que, aunque el programa del partido se reduce a la reforma social y la lucha sindical, no se descarta el objetivo final del movimiento obrero porque cada paso adelante trasciende el objetivo inmediato y el objetivo final socialista está implícito como tendencia del supuesto avance.

Eso es, por cierto, completamente válido para el proceder actual de la socialdemocracia alemana. Es válido cuando la lucha sindical y por la reforma social están impregnadas de una voluntad firme y consciente de conquistar el poder político. Pero si se separa esa voluntad del movimiento mismo y se convierte a las reformas sociales en fines en sí mismas, entonces dicha actividad no sólo no conduce al objetivo ulterior del socialismo sino que se mueve en sentido contrario.

Konrad Schmidt simplemente se apoya en la idea de que un movimiento aparentemente mecánico, una vez puesto en marcha, no puede detenerse solo, puesto que “el apetito viene comiendo” y se supone que la clase obrera no se satisfará con las reformas hasta tanto se alcance el objetivo socialista final.

La condición mencionada en último término es real. Su efectividad está garantizada por la insuficiencia misma de la reforma capitalista. Pero la conclusión que sacamos de allí sólo podría ser válida si fuera posible construir una cadena de reformas crecientes que llevara del capitalismo al socialismo sin solución de continuidad. Lo cual es, desde luego, fantasía pura. Dada la naturaleza de las cosas, la cadena se rompe muy rápidamente, y los caminos que puede tomar el supuesto avance son numerosos y variados.

¿Cuál será el resultado inmediato si nuestro partido cambia su manera general de actuar para adaptarse a una posición que subraya los resultados inmediatos de nuestra lucha, es decir la reforma social? Apenas los “resultados inmediatos” se convierten en objetivo principal de nuestra actividad, la posición tajante e intransigente que posee un significado en la medida en que se propone conquistar el poder, resultará una inconveniencia cada vez mayor. La consecuencia de ello será que el partido adoptará una “política de compensación”, una política de canje político y una actitud de conciliación tímida y diplomática. Pero esta actitud no puede durar mucho. Puesto que las reformas sociales no pueden ofrecer más que promesas carentes de contenido, la consecuencia lógica de semejante programa será necesariamente la desilusión.

No es cierto que el soáalismo surgirá automáticamente de la lucha diaria de la clase obrera. El soáalismo será consecuencia de (1) las crecientes contradicciones de la economía capitaista y (2) la comprensión por parte de la clase obrera de la inevitabilidad de la supresión de dichas contradicciones a través de la transformación social. Cuando, a la manera del revisionismo, se niega la primera premisa y se repudia la segunda, el movimiento obrero se ve reducido a un mero movimiento cooperativo y reformista. Aquí nos desplazamos en línea recta al abandono total de la perspectiva clasista.

La consecuencia también se hace evidente cuando investigamos el carácter general del revisionismo. Es obvio que el revisionismo no quiere reconocer que su punto de vista es el del apologista del capitalismo. No se une a los economistas burgueses para negar la existencia de las contradicciones capitalistas. Pero, por otra parte, lo que constituye precisamente el eje del revisionismo y lo distingue de la posición sustentada hasta el momento por la socialdemocracia es que no basa su teoría en la creencia de que el desenvolvimiento lógico del sistema económico imperante resultará en la supresión de las contradicciones del capitalismo.

Podemos decir que la teoría revisionista ocupa un punto intermedio entre dos extremos. El revisionismo no espera a ver la maduración de las contradicciones del capitalismo. No propone eliminar esas contradicciones mediante una transformación revolucionaria. Quiere disminuir, atenuar las contradicciones capitalistas. De modo que el antagonismo que existe entre la producción y el cambio se reducirá mediante la terminación de las crisis y la formación de cárteles capitalistas. El antagonismo entre el capital y el trabajo será resuelto mejorando la situación de la clase obrera y conservando las clases medias. Y la contradicción entre el Estado clasista y la sociedad quedará liquidada a través del incremento del control estatal y el progreso de la democracia.

Es cierto que el proceder de la socialdemocracia no consiste en aguardar a que se desarrollen los antagonismos del capitalismo y, recién entonces, pasar a la tarea de liquidarlos. Por el contrario, la esencia del accionar revolucionario consiste en guiarse por la dirección que asume el proceso, establecer cuál es esa dirección e inferir a través de ésta las conclusiones necesarias para la lucha política. De este modo, la socialdemocracia ha lanzado campañas contra las guerras aduaneras y el militarismo sin esperar a que su esencia reaccionaria quedará plenamente en evidencia. El proceder de Bernstein no se guía por el desarrollo del capitalismo, por la perspectiva de que se agraven sus contradicciones. Se guía por la perspectiva de que esas contradicciones se atenúen. Lo demuestra al hablar de la “adaptación” de la economía capitalista.

¿Cuándo puede ser acertada dicha concepción? Si es cierto que el capitalismo seguirá desarrollándose según la dirección que se ha trazado hasta el momento, sus contradicciones necesariamente se agudizarán y agravarán en lugar de desaparecer. La posibilidad de que se atenúen las contradicciones capitalistas presupone que el modo capitalista de producción detendrá su propio avance. En síntesis, la premisa general de la teoría bernsteineana es el cese del desarrollo capitalista.

De esta manera, empero, su teoría se autoinvalida de dos maneras.

En primer lugar, manifiesta su carácter utópico al basarse en el mantenimiento del capitalismo. Porque va de suyo que un desarrollo defectuoso del capitalismo no puede llevar a una transformación socialista.

En segundo lugar, la teoría de Bernstein revela su carácter reaccionario al referirse al veloz desarrollo capitalista que se observa en la actualidad. Dado el desarrollo del capitalismo real, ¿cómo explicamos o, mejor dicho, cómo exponemos la posición de Bernstein?

Hemos demostrado en el primer capítulo la carencia de fundamentos de las condiciones económicas sobre las que Bernstein construye su análisis de las relaciones sociales imperantes. Hemos visto que ni el sistema crediticio ni los cárteles pueden calificarse de “medios de adaptación” de la economía capitalista. Hemos visto que ni la desaparición temporaria de las crisis ni la supervivencia de la clase media pueden considerarse síntomas de adaptación capitalista. Pero aunque no tuviéramos en cuenta, el carácter erróneo de todos estos detalles de la teoría de Bernstein, no podemos dejar de contemplar un rasgo que es común a todos ellos. La teoría de Bernstein no toma estas manifestaciones de la vida económica contemporánea tal como aparecen en su relación orgánica con el desarrollo del capitalismo en su conjunto, con el mecanismo económico global del capitalismo. Su teoría arranca estos detalles de su contexto económico vivo. Los trata como dissecta membra (partes separadas) de una máquina muerta.

Consideremos, por caso, su concepción del efecto adaptador del crédito. Si reconocemos que el crédito es una etapa natural superior del proceso de cambio y, por tanto, de las contradicciones inherentes al cambio capitalista, no podemos considerarlo al mismo tiempo como medio de adaptación mecánico que existe fuera del proceso de cambio. Sería igualmente imposible considerar el dinero, la mercancía, el capital, como “medios de adaptación” del capitalismo.

Sin embargo el crédito, al igual que el dinero, la mercancía y el capital, constituye un eslabón orgánico de la economía capitalista en cierta fase de su desarrollo. Como ellos, es un engranaje indispensable en el mecanismo de la economía capitalista y, a la vez, un instrumento de su destrucción, puesto que agrava las contradicciones internas del capitalismo.

Lo propio puede decirse de los cárteles y de los medios de comunicación nuevos y perfeccionados.

Observamos la misma concepción mecánica cuando Bernstein trata de tachar la promesa del cese de las crisis de “adaptación” de la economía capitalista. Para él, las crisis son meros trastornos del mecanismo económico. Si éstas cesaran, piensa él, el mecanismo funcionaría bien. Pero el hecho es que las crisis no son “trastornos” en el sentido corriente del término. Son “trastornos” sin los cuales la economía capitalista no podría avanzar para nada. Porque si las crisis constituyen el único método que le permite al capitalismo -y son, por tanto, el método normal- resolver periódicamente el conflicto entre la extensión ilimitada de la producción y los estrechos marcos del mercado mundial, entonces las crisis son manifestaciones orgánicas inseparables de la economía capitalista.

En el avance “libre” de la producción capitalista acecha una amenaza para el capitalismo, mucho más grave que las crisis. Es la amenaza de la baja constante de la tasa de ganancia, que no resulta de la contradicción entre la producción y el cambio sino del incremento de la productividad misma del trabajo. La caída de la tasa de ganancia lleva en sí la peligrosísima tendencia a imposibilitar cualquier tipo de empresa para los capitales pequeños y medianos. Limita, así, la nueva formación y, por lo tanto, la extensión de las radicaciones de capitales.

Y son precisamente las crisis las que constituyen la otra consecuencia del mismo proceso. Como resultado de su depredación periódica de capital, las crisis provocan una caída en los precios de los medios de producción, la parálisis de una parte del capital activo y, con el tiempo, el incremento de las ganancias. Crean así las posibilidades para un nuevo avance de la producción. Por eso las crisis aparecen como instrumentos para reavivar el fuego del desarrollo capitalista. Su cese —no su cese temporario sino su desaparición total del mercado mundial— no provocaría un desarrollo mayor de la economía capitalista. Destruiría el capitalismo.

Fiel a la concepción mecánica de su teoría de la adaptación, Bernstein olvida la necesidad de las crisis al igual que la necesidad de radicaciones nuevas de capitales pequeños y medianos. Y es por ello que la reaparición constante del pequeño capital se le aparece como síntoma de cese del desarrollo capitalista, aunque en los hechos se trata de un síntoma de desarrollo capitalista normal.

Es importante notar que hay un punto de vista que ve los fenómenos arriba mencionados tal cual los ve la teoría de la “adaptación”. Es el punto de vista del capitalista aislado (solo) que refleja en su mente los hechos económicos que lo rodean tal como aparecen refractados a través de las leyes de la competencia. Para el capitalista aislado, cada parte orgánica del conjunto de nuestra economía aparece como entidad independiente. Las ve según lo afectan a él, el capitalista aislado. Considera, por ende, que esos hechos son meros “trastornos” de meros “medios de adaptación”. Es cierto que para el capitalista aislado las crisis son meros trastornos; el cese de las crisis le permite prolongar su existencia. En lo que a él concierne, el crédito es únicamente un medio de “adaptar” sus insuficientes fuerzas productivas a las necesidades del mercado. Y considera que el cártel que pasa a integrar realmente suprime la anarquía industrial.

El revisionismo no es sino una generalización teórica hecha desde el punto de vista del capitalista aislado. ¿Qué ubicación teórica le corresponde, si no es la economía burguesa, vulgar?

Todos los errores de esta escuela se basan precisamente en la concepción que ve en los fenómenos de la competencia, tal como se le aparecen al capitalista aislado, los fenómenos de la economía capitalista en su conjunto. Así como Bernstein considera el crédito un medio de “adaptación”, la economía vulgar considera el dinero como un buen medio de “adaptación” a las necesidades del cambio. También la economía vulgar trata de encontrar el remedio contra los males del capitalismo en los fenómenos capitalistas. Al igual que Bernstein, cree posible regular la economía capitalista. A la manera de Bernstein, desea paliar las contradicciones del capitalismo, es decir, cree en la posibilidad de emparchar las heridas del capitalismo. Termina suscribiendo un programa reaccionario. Termina en la utopía.

La teoría del revisionismo puede entonces definirse de la siguiente manera. Es la teoría de detenerse en el movimiento socialista construida, con la ayuda de la economía vulgar, sobre la teoría de la detención del capitalismo.

 

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Segunda parte

Desarrollo económico y socialismo

 

La mayor conquista del movimiento proletario ha sido el descubrimiento de una fundamentación para la realización del socialismo en las condiciones económicas de la sociedad capitalista. El resultado de este descubrimiento fue que el socialismo se transformó, de sueño “ideal” milenario de la humanidad, en necesidad histórica.

Bernstein niega la existencia de condiciones económicas para el socialismo en la sociedad contemporánea. En este aspecto su pensamiento ha sufrido una interesante evolución. Al principio se limitaba en Neue Zeit a negar la rapidez del proceso de concentración que se daba en la industria. Basaba su posición en la comparación de las estadísticas de ocupación en Alemania de 1882 y 1895. Para adaptar las cifras a sus propósitos, se vio obligado a proceder de manera esquemática y mecánica. En el mejor de los casos no pudo, ni siquiera demostrando la existencia de empresas medianas, debilitar de manera alguna el análisis marxista, porque éste no toma como condición para la realización del socialismo ni el grado de concentración de la industria -es decir, una demora en la realización del socialismo- ni, como hemos demostrado, la desaparición absoluta del pequeño capital, descripta generalmente como desaparición de la pequeña burguesía.

En el curso de la última evolución de sus ideas, Bernstein nos da en su libro una nueva serie de pruebas: las estadísticas de las sociedades por acáones. Utiliza esas estadísticas para demostrar que la cantidad de accionistas va en continuo aumento y, como resultado, la clase capitalista no se vuelve más chica sino más grande. Sorprende lo poco familiarizado que está Bernstein con su material de trabajo. Es asombroso constatar qué mal utiliza los datos que posee.

Si quisiera refutar la ley marxista del desarrollo industrial en base a la situación de las sociedades por acciones, debería haber recurrido a otras cifras. Cualquiera que conozca la historia de las sociedades por acciones de Alemania sabe que su capital inicial promedio ha ido en disminuáón casi constante. Mientras que antes de 1871 el capital inicial promedio alcanzó la cifra de 10,8 millones de marcos, se redujo a 4,01 millones de marcos en 1871, 3,8 en 1873, menos de un millón de 1882 a 1887, 0,52 millones en 1891 y tan sólo 0,62 en 1892. Después de ese año las cifras oscilaron en alrededor del millón de marcos, pasando a 1,78 en 1895 y 1,19 en el primer semestre de 1897 (Van de Borght: Handworterbuch der Staatsswissenshcaften, 1 [Manual de ciencias políticas]).

Las cifras son sorprendentes. Con ellas Bernstein quiso demostrar que hay una tendencia que contradice al marxismo de retransformación de empresas grandes en pequeñas. La respuesta obvia es la siguiente. Si uno quiere demostrar algo mediante estadísticas, debe demostrar en primer término que todas se refieren a las mismas ramas de la industria. Debe demostrar que las empresas pequeñas realmente reemplazan a las grandes, que no aparecen solamente donde las empresas pequeñas o aun la industria artesanal predominaban antes. Esto no puede demostrarse. El pasaje estadístico de inmensas sociedades accionistas a empresas pequeñas y medianas sólo puede explicarse con referencia al hecho de que el sistema de sociedades por acciones sigue penetrando las nuevas ramas de la industria. Antes, sólo unas pocas empresas grandes se organizaban como sociedades por acciones. Poco a poco, la organización accionista se ha ganado a las empresas medianas e incluso a las pequeñas. Hoy vemos sociedades de accionistas con un capital social inferior a los 1.000 marcos.

Ahora bien, ¿cuál es el significado de la extensión del sistema de sociedades por acciones? Económicamente significa la creciente socialización del proceso de producción bajo la forma capitalista: socialización no sólo de la gran producción, sino también de la pequeña y mediana. La extensión de las acciones, por tanto, no contradice la teoría marxista, sino que la confirma plenamente.

¿Qué significa, en última instancia, el fenómeno económico de la sociedad por acciones? Representa, por un lado, la unificación de una cantidad de fortunas pequeñas en un gran capital para la producción. Representa, por otro, la separación de la producción de la posesión capitalista. Es decir, denota que se le ha ganado una doble victoria al modo capitalista de producción: pero todavía sobre bases capitalistas.

¿Qué significan, pues, las estadísticas que cita Bernstein, según las cuales un número creciente de accionistas participan en las empresas capitalistas? Las estadísticas demuestran, precisamente, esto: en la actualidad una empresa capitalista no corresponde, como antes, a un único propietario de capital sino a una serie de capitalistas. En consecuencia, la noción económica de “capitalista” ya no corresponde a un individuo aislado. El capitalista industrial de hoy en día es una persona colectiva, compuesta de cientos, inclusive miles de individuos. La categoría de “capitalista” se ha vuelto una categoría social. Se ha “socializado”, en el marco de la sociedad capitaista.

En tal caso, ¿cómo explicar la creencia de Bernstein de que el fenómeno de las sociedades por acciones representa la dipersión y no la concentración del capital? ¿Por qué ve la extensión de la propiedad capitalista donde Marx vio su supresión?

Se trata de un mero error económico. Para Bernstein “capitalista” no es una categoría de la producción sino el derecho de propiedad. Para él, “capitalista” no es una unidad económica sino una unidad fiscal. Y para él, “capital” no es un factor en la producción sino una cantidad de dinero. Es por eso que en su trust de hilos de coser inglés no ve la fusión de 12.300 personas con dinero para formar una sola unidad capitalista sino 12.300 capitalistas distintos. Es por eso que el ingeniero Schutze, cuya mujer le aportó una dote consistente en gran cantidad de acciones del accionista Müller, es también, para Bernstein, un capitalista. Es por eso que, para Bernstein, el mundo está plagado de capitalistas.

Aquí también la base teórica de su error económico es su “popularización” del socialismo. Porque eso es lo que hace. Al transportar el concepto de capitalismo de sus relaciones productivas a relaciones de propiedad, y al hablar de individuos en lugar de empresarios, traslada el problema del socialismo del campo de la producción al de las relaciones de riqueza, es decir, de la relación entre el capital y el trabajo a la relación entre ricos y pobres.

De esta manera se nos conduce alegremente de Marx y Engels al autor del Evangelio del pescador pobre. Sin embargo, hay una diferencia. Weitling, con el instinto certero del proletario, vio en la oposición de pobres y ricos los antagonismos de clase en su forma primitiva y quiso hacer de esos antagonismos una palanca para el movimiento socialista. Bernstein, en cambio, ubica la realización del socialismo en la posibilidad de enriquecer a los pobres. Es decir, la ubica en la atenuación de los antagonismos de clase y, por eso, en la pequeña burguesía.

Es cierto que Bernstein no se limita a las estadísticas de ingresos. Da estadísticas de empresas económicas, sobre todo de los siguientes países: Alemania, Francia, Inglaterra, Suiza, Austria y Estados Unidos. Pero esas estadísticas no son datos comparados de distintos periodos en cada país sino de cada periodo en distintos países. Por eso no nos da (salvo en el caso de Alemania, en que repite el viejo contraste entre 1895 y 1882) una comparación de estadísticas de empresas de un país dado en distintas épocas, sino cifras absolutas para distintos países: Inglaterra en 1891, Francia en 1894. Estados Unidos en 1890. etcétera.

Llega a la siguiente conclusión: “Aunque es cierto que la gran explotación predomina hoy en la industria, ésta representa, inclusive para las empresas que dependen de la gran explotación, hasta en un país tan desarrollado como Prusia, sólo la mitad de la poblaáón empleada en la producción”. Eso es también válido para Alemania, Inglaterra, Bélgica, etcétera.

¿Qué demuestra aquí? No la existencia de tal o cual tendencia del proceso económico sino simplemente la relación de fuerzas absoluta entre distintos tipos de empresas, o, en otras palabras, la relación absoluta entre las distintas clases en nuestra sociedad.

Ahora bien, si uno quiere utilizar este método para demostrar la imposibilidad del socialismo, su razonamiento debe descansar sobre la teoría que se basa en las fuerzas materiales numéricas en pugna, es decir, sobre el factor violencia. En otras palabras, Bernstein, quien siempre pone el grito en el cielo cuando habla de blanquismo, cae en el más craso error blanquista. Pero, sin embargo, existe una diferencia. A los blanquistas, que representaban una tendencia socialista y revolucionaria, la posibilidad de la realización económica del socialismo les parecía natural. Sobre esta posibilidad construyeron la viabilidad de una revolución violenta, aunque la realizara una pequeña minoría. Bernstein, en cambio, deduce de la insuficiencia numérica de la mayoría socialista la imposibilidad de la realización económica del socialismo. La socialdemocracia, empero, no espera alcanzar sus objetivos como resultado de la violenáa victoriosa de una minoría ni a través de la superioridad numérica de una mayoría. Ve el socialismo como resultado de la necesidad económica -y de la comprensión de esa necesidad- que lleva a las masas trabajadoras a destruir el capitalismo.

Y esa necesidad se revela, sobre todo, en la anarquía del capitalismo.

¿Cuál es la posición de Bernstein acerca del problema decisivo de la anarquía en la economía capitalista? Sólo niega las grandes crisis generales. No niega las crisis parciales y nacionales. En otras palabras, rehúsa ver buena parte de la anarquía capitalista pequeño y sólo ve una parte. Es -como diría Marx- como esa virgen necia que tuvo un hijo “pero muy pequeño”. Pero la desgracia es que en lo que hace a cuestiones como la anarquía capitalista pequeño y grande son igualmente malos. Si Bernstein reconoce la existencia de una pequeña parte de esta anarquía, podemos señalarle que, mediante el mecanismo de la economía de mercado, este poquito de anarquía puede alcanzar proporciones inverosímiles, hasta llegar al colapso. Pero si Bernstein espera transformar gradualmente este poquito de anarquía en orden y armonía en el marco de la producción mercantil, cae nuevamente en uno de los errores fundamentales de la economía política burguesa, según la cual el modo de cambio es independiente del modo de producción.

No es éste el momento de entrar en una larga explicación de la sorprendente confusión de Bernstein en torno a los principios más elementales de la economía política. Pero hay un problema —al que nos lleva la cuestión fundamental de la anarquía capitalista— que merece respuesta inmediata.

Bernstein declara que la ley de la plusvalía de Marx es una mera abstracción. En la economía política una afirmación de este tipo es obviamente un insulto. Pero si la plusvalía es una mera abstracción, si es un producto de la imaginación, entonces cualquier ciudadano normal que ha cumplido con su servicio militar y paga sus impuestos en fecha tiene el mismo derecho que Karl Marx a elaborar su propio absurdo individual, a formular su propia ley del valor. “Marx tiene el mismo derecho a pasar por alto las propiedades de la mercancía hasta que no son más que la encarnación de las propiedades del simple trabajo humano, que el que tienen los economistas de la escuela Boehm-Jevons a abstraer todas las propiedades de la mercancía menos su utilidad.”

Es decir que, para Bernstein, el trabajo social de Marx y la utilidad abstracta de Menger son bastante parecidos: abstracciones puras. Bernstein olvida que la abstracción de Marx no es un invento. Es un descubrimiento. No existe en la cabeza de Marx sino en la economía de mercado. No lleva una existencia imaginaria sino una verdadera existencia social, tan real que se la puede cortar, moldear, pesar y convertir en dinero. El trabajo humano abstracto que descubrió Marx no es, en su forma más desarrollada, sino el dinero. Este es, precisamente, uno de los mayores descubrimientos de Marx, mientras que para todos los economistas políticos burgueses, desde el primero de los mercantilistas hasta el último de los clásicos, la esencia del dinero sigue siendo un enigma místico.

La utilidad abstracta de Boehm-Jevons es, en realidad, engreimiento mental. Dicho más correctamente, es una representación de vacuidad intelectual, un absurdo en privado por el cual no se puede responsabilizar al capitalismo ni a sociedad alguna, sino a la propia economía burguesa vulgar. Abrazados al hijo de su ingenio, Bernstein, Boehm y Jevons, y toda la cofradía subjetiva pueden permanecer veinte años en contemplación del misterio del dinero, sin llegar a ninguna conclusión distinta de la de un zapatero, fundamentalmente que el dinero es “útil”.

Bernstein no comprende la ley del valor de Marx. Cualquiera que tenga un conocimiento mínimo de la economía marxista sabe que sin la ley del valor la doctrina marxista es incomprensible. Para hablar más en concreto: para quien no comprenda la naturaleza de la mercancía y el cambio, la economía capitalista, con todas sus concatenaciones, debe ser necesariamente un enigma.

¿Cuál es la clave que le permitió a Marx desentrañar los fenómenos capitalistas y resolver, como si nada, problemas cuya solución los genios más brillantes de la economía política burguesa ni siquiera llegaron a barruntar? Fue su concepción de la economía capitalista como fenómeno histórico, no sólo en la medida en que lo reconocen en el mejor de los casos los economistas clásicos, es decir, en lo que respecta al pasado feudal del capitalismo, sino también en lo que concierne al futuro socialista del mundo. El secreto de la teoría marxista del valor, de su análisis del problema del dinero, de su teoría del capitel, de su teoría de la tasa de ganancia y, en consecuencia, de todo el sistema económico existente, se basa en el carácter transitorio de la economía capitalista, en la inevitabilidad de su colapso que conduce —y éste es un aspecto más del mismo fenómeno— al socialismo. Fue sólo porque analizó el capitalismo desde el punto de vista socialista, es decir, histórico, que Marx pudo descifrar los jeroglíficos de la economía capitalista, y precisamente porque adoptó el punto de vista socialista como punto de partida para sus análisis de la sociedad burguesa pudo darle una base científica al movimiento socialista.

Con esta vara debemos medir las observaciones de Bernstein. Se queja del “dualismo” que aparece a cada instante en la obra monumental de Marx, El capital. “Esta obra aspira a ser un estudio científico y a demostrar, al mismo tiempo, una tesis ya elaborada desde mucho antes; se basa en un esquema que ya contiene el resultado al cual quiere llegar. La vuelta al Manifiesto comunista [¡es decir, al objetivo socialista! -R.L.] demuestra la permanencia de vestigios de utopismo en la doctrina de Marx.”

¿Pero qué es el “dualismo” de Marx si no el dualismo del futuro socialista y el presente capitalista? Es el dualismo del capital y el trabajo, el dualismo de la burguesía y el proletariado. Es el reflejo científico del dualismo que existe en la sociedad burguesa, el dualismo de los antagonismos de clase que se debaten en el orden social capitalista.

Cuando Bernstein reconoce en este supuesto dualismo de Marx un “vestigio de utopismo”, reconoce en realidad, ingenuamente, que él es el que niega el dualismo histórico de la sociedad burguesa, que niega la existencia de antagonismos de clase en el capitalismo. Es su forma de confesar que el socialismo ahora no es para él más que un “vestigio de utopismo”. ¿Qué es el “monismo” de Bernstein —la unidad de Bernstein— sino la unidad eterna del régimen capitalista, la unidad del ex socialista que ha renunciado a su objetivo y ha decidido encontrar en la sociedad burguesa, única e inmutable, la meta del desarrollo de la humanidad?

Bernstein no ve en la estructura económica del capitalismo el proceso que conduce al socialismo. Pero para conservar su programa socialista, al menos formalmente, se ve obligado a refugiarse en una interpretación idealista, abstraída de todo proceso económico. Se ve obligado a transformar el socialismo de etapa histórica definida del proceso social en “principio” abstracto.

Es por eso que el “principio cooperativista” —la magra decantación de socialismo con que Bernstein quiere adornar a la economía capitalista— aparece como concesión, no al futuro socialista de la sociedad, sino al pasado socialista de Bernstein.

 

Cooperativas, sindicatos, democracia

El socialismo de Bernstein les ofrece a los obreros la perspectiva de compartir la riqueza de la sociedad. Los pobres han de volverse ricos. ¿Cómo llegará ese socialismo? Sus artículos en Neue Zeit sobre “Problemas del socialismo” sólo aluden ambiguamente al problema. En cambio su libro contiene toda la información que necesitamos.

El socialismo de Bernstein se realizará con ayuda de dos instrumentos: los sindicatos —o, al decir de Bernstein, la democracia industrial— y las cooperativas. Los primeros liquidarán la ganancia industrial, las segundas liquidarán la ganancia comercial.

Las cooperativas, sobre todo las de producción, constituyen una forma híbrida en el seno del capitalismo. Se las puede describir como pequeñas unidades de producción socializada dentro del intercambio capitalista.

Pero en la economía capitalista el intercambio domina la producción (es decir, la producción depende, en gran medida, de las posibilidades del mercado). Como fruto de la competencia, la dominación total del proceso de producción por los intereses del capitalismo -es decir, la explotación inmisericorde- se convierte en factor de supervivencia para cada empresa. La dominación por el capital del proceso de producción se expresa de varias maneras. El trabajo se intensifica. La jornada laboral se acorta o alarga según la situación del mercado. Y, según los requerimientos del mercado, la mano de obra es empleada o arrojada de nuevo a la calle. Dicho de otra manera, se utilizan todos los métodos que le permiten a la empresa hacer frente a sus competidoras en el mercado. Los obreros que forman una cooperativa de producción se ven así en la necesidad de gobernarse con el máximo absolutismo. Se ven obligados a asumir ellos mismos el rol del empresario capitalista, contradicción responsable del fracaso de las cooperativas de producción, que se convierten en empresas puramente capitalistas o, si siguen predominando los intereses obreros, terminan por disolverse.

El mismo Bernstein toma nota de estos hechos. Pero es evidente que no los ha comprendido. Porque, junto con la señora Potter-Webb, atribuye el fracaso de las cooperativas de producción inglesas a la falta de “disciplina”. Pero lo que aquí se llama tan superficial y llanamente “disciplina” no es otra cosa que el régimen absolutista natural del capitalismo, que, va de suyo, los obreros no pueden utilizar en su propia contra.

Las cooperativas de producción pueden sobrevivir en el marco de la economía capitalista sólo si logran suprimir, mediante algún ardid, la contradicción capitalista entre el modo de producción y el modo de cambio. Y lo pueden lograr sólo si se sustraen artificialmente a la influencia de las leyes de la libre competencia. Y sólo pueden lograr esto último cuando se aseguran de antemano un círculo fijo de consumidores, es decir, un mercado constante.

Las que pueden prestar este servicio a sus hermanas en el campo de la producción son las cooperativas de consumo. Aquí —y no en la distinción que traza Oppenheimer entre cooperativas que compran y cooperativas que venden- yace el secreto que busca Bernstein: la explicación del fracaso ineluctable de las cooperativas de producción con funcionamiento independiente y su supervivencia cuando las respaldan cooperativas de consumo.

Si es verdad que las posibilidades de existencia de las cooperativas de producción dentro del capitalismo están ligadas a las posibilidades de existencia de las cooperativas de consumo, entonces el alcance de las primeras se ve limitado, en el mejor de los casos, al pequeño mercado local y a la manufactura de artículos que satisfagan necesidades inmediatas, sobre todo de productos alimenticios. Las cooperativas de consumo, y, por tanto, también las de producción, quedan excluidas de las ramas más importantes de la producción de capital: las industrias textil, minera, metalúrgica y petrolera y de construcción de maquinarias, locomotoras y barcos. Por esta única razón (dejando de lado momentáneamente su carácter híbrido), no puede considerarse seriamente a las cooperativas de producción como instrumento para la realización de una transformación social general. La creación de cooperativas de producción en gran escala supondría, antes que nada, la supresión del mercado mundial, y el despedazamiento de la actual economía mundial en pequeñas esferas locales de producción y cambio. Se espera que el capitalismo altamente desarrollado y difundido de nuestro tiempo se retrotraiga a la economía mercantil de la Edad Media.

Dentro del marco de esta sociedad, las cooperativas de producción se reducen a meros apéndices de las de consumo. Parecería, por tanto, que éstas deberían ser el comienzo del supuesto cambio social. Pero de esta manera la supuesta reforma de la sociedad mediante cooperativas deja de ser una ofensiva contra la producción capitalista. Esto es, deja de ser un ataque directo a las bases fundamentales de la economía capitalista. Se convierte, en cambio, en una lucha contra el capital comercial, sobre todo el capital comercial pequeño y mediano. Se vuelve un ataque contra las ramas más pequeñas del árbol capitalista.

Según Bernstein, también los sindicatos sirven para atacar al capitalismo en el campo de la producción. Ya hemos demostrado que los sindicatos no pueden darles a los obreros una influencia decisiva sobre la producción. Los sindicatos no pueden determinar las dimensiones ni el progreso técnico de la producción.

Tomemos el aspecto puramente económico de la “lucha de la tasa salarial contra la tasa de ganancia”, como Bernstein llama a la actividad sindical. Esta no se libra en el cielo azul. Se libra dentro del marco bien delimitado de las leyes salariales. La actividad sindical no destruye sino que aplica la ley de salarios.

Según Bernstein, son los sindicatos los que dirigen -en la movilización general por la emancipación de la clase obrera- el verdadero ataque contra la tasa de ganancia industrial. Según Bernstein, los sindicatos tienen la tarea de transformar la tasa de ganancia industrial en “tasa salarial”. El hecho es que los sindicatos son los menos capacitados para lanzar una ofensiva económica contra la ganancia. Los sindicatos no son más que una organización defensiva de la clase obrera contra los ataques de la ganancia. Reflejan la resistencia obrera ante la opresión de la economía capitalista.

Por un lado, los sindicatos tienen la función de influir sobre la situación del mercado de fuerza de trabajo. Pero esta influencia se ve constantemente superada por la proletarización de las capas medias de nuestra sociedad, proceso que aporta constantemente nueva mercadería al mercado de trabajo. La segunda función de los sindicatos es la de mejorar la situación de los obreros. Es decir, incrementar la parte de riqueza social que estos reciben. Esta parte, empero, se ve constantemente reducida con la ineluctabilidad de un proceso natural: por el incremento de la productividad del trabajo. No es necesario ser marxista para comprenderlo. Basta leer In Explanation of the Social Question de Rodbertus.

En otras palabras, las condiciones objetivas de la sociedad capitalista transforman las dos funciones económicas de los sindicatos en una suerte de trabajo de Sísifo que es, de todas maneras, indispensable. Porque como resultado de las actividades de su sindicato, el obrero logra obtener la tasa salarial que le corresponde de acuerdo con la situación del mercado de fuerza de trabajo. Como resultado de la actividad sindical se aplica la ley capitalista de salarios y el efecto de la tendencia decreciente del desarrollo económico se ve paralizado o, más precisamente, atenuado.

Sin embargo, la transformación del sindicato en instrumento para la reducción progresiva de la ganancia en favor del salario presupone las siguientes condiciones sociales: primero, el cese de la proletarización de los estratos medios de nuestra sociedad; segundo, la detención del incremento de la productividad del trabajo. En ambos casos tenemos un retorno a las condicionesprecapitalistas.

Las cooperativas y los sindicatos son totalmente incapaces de transformar el modo capitalista de producaón. Esto Bernstein realmente lo comprende, si bien de manera distorsionada. Porque se refiere a las cooperativas y los sindicatos como medios para reducir las ganancias de los capitalistas y enriquecer así a los obreros. De esta manera renuncia a la lucha contra el modo de producción capitalista y trata de dirigir el movimiento socialista hacia la lucha contra la “distribución capitalista”. Una y otra vez Bernstein se refiere al socialismo como un esfuerzo por lograr un modo de distribución “justo, más justo y aun más justo” (Vorwaerts, 26 de marzo de 1899).

No puede negarse que la causa directa que lleva a las masas populares al movimiento socialista es precisamente el modo de distribución “injusto” que caracteriza al capitalismo. Cuando la socialdemocracia lucha por la socialización del conjunto de la economía, aspira con ello a una distribución “justa” de la riqueza social. Pero la socialdemocracia, guiada por el comentario de Marx de que el modo de distribución de una época dada es consecuencia natural del modo de producción de dicha época, no lucha contra la distribución en el marco de la producción capitalista. Antes bien lucha por la supresión de la propia producción capitalista. En una palabra, la socialdemocracia quiere establecer el modo de distribución socialista mediante la supresión del modo de producción capitalista. El método de Bernstein, por el contrario, propone combatir el modo de distribución capitalista con la esperanza de instaurar así, gradualmente, el modo de producción socialista.

¿Cuál es, en ese caso, el fundamento del programa de Bernstein para la reforma de la sociedad? ¿Se apoya en las tendencias de la producción capitalista? No; en primer lugar, él niega esas tendencias. En segundo lugar, la trasformación socialista es, para él, efecto y no causa de la distribución. No puede darle a su programa una base materialista, porque ya ha refutado los objetivos y medios del movimiento socialista y, con ello, sus condiciones económicas. Resultado de ello es que se ve obligado a construirse cimientos idealistas.

“¿Para qué representar el socialismo como resultado de la compulsión económica?”, pregunta quejoso. “¿Por qué degradar el raciocinio del hombre, su sentimiento de justicia, su voluntad? “ (Vorwaerts, 26 de marzo de 1899.) La distribución superlativamente justa de la que habla Bernstein se logrará gracias a la libre voluntad del hombre, voluntad que actúa no en virtud de la necesidad económica, puesto que esta voluntad no es más que un instrumento, sino en virtud de la comprensión que tiene el hombre de la justicia, en virtud de la idea de^justicia del hombre.

Así volvemos alegremente al principio de justicia, al viejo caballito de batalla sobre el cual han cabalgado todos los reformadores de la tierra durante milenios, por falta de un medio de transporte histórico más seguro. Volvemos al triste Rocinante sobre el cual han cabalgado los Quijotes de la historia en busca de la gran reforma de la tierra, para volver a casa con los ojos negros.

La relación entre pobres y ricos como base para el socialismo, el principio del cooperativismo como contenido del socialismo, la “distribución más justa” como su objetivo y la idea de justicia como su única legitimación histórica: ¡con cuánto más fuerza, ingenio y fuego defendió Weitling ese tipo de socialismo hace cincuenta años! Sin embargo, el sastre genial no conocía el socialismo científico. Si hoy se toma la concepción que Marx y Engels despedazaron hace medio siglo, se la emparcha y se la presenta al proletariado como la última palabra en ciencia social, eso es, también, el arte de un sastre, pero no tiene nada de genial.

Los sindicatos y las cooperativas son los puntos de apoyo económicos de la teoría del revisionismo. Su condición política principal es el crecimiento de la democracia. Las manifestaciones actuales de reacción política no son para Bernstein sino “desplazamientos”. Las considera fortuitas, momentáneas, y sugiere que no se las tenga en cuenta en la elaboración de las directivas generales para el movimiento obrero.

Para Bernstein la democracia es una etapa inevitable en el desarrollo de la sociedad. Para él, como para los teóricos burgueses del liberalismo, la democracia es la gran ley fundamental del proceso histórico, con todas las fuerzas de la vida política puestas al servicio de su realización. Pero la tesis de Bernstein es completamente falsa. Presentada en esta forma absoluta, aparece como una vulgarización pequeñoburguesa de los resultados de una fase brevísima del desarrollo burgués, los últimos veinticinco o treinta años. Llegamos a conclusiones totalmente distintas cuando examinamos el desarrollo histórico de la democracia un poco más de cerca y consideramos, a la vez, la historia política general del capitalismo.

La democracia apareció en las estructuras sociales más disímiles: grupos comunistas primitivos, estados esclavistas de la Antigüedad y comunas medievales. Asimismo el absolutismo y la monarquía constitucional se encuentran en los órdenes económicos más variados. Cuando el capitalismo comenzó como primera forma de producción de mercancías, recurrió a una constitución democrática en las comunas municipales del Medioevo. Luego, cuando desarrolló la manufactura, el capitalismo encontró su forma política correspondiente en la monarquía absoluta. Por último, como economía industrial desarrollada, engendró en Francia la república democrática de 1793, la monarquía absoluta de Napoleón I, la monarquía nobiliaria de la Restauración (1815-1830), la monarquía constitucional burguesa de Luis Felipe, nuevamente la república democrática, nuevamente la monarquía de Napoleón III y finalmente, por tercera vez, la república.

En Alemania, la única institución verdaderamente democrática —el sufragio universal- no es una conquista del liberalismo burgués. El sufragio universal alemán fue un instrumento para la fusión de los pequeños estados. Es sólo en este sentido que tiene importancia para el desarrollo de la burguesía alemana, que de otra manera quedaría bien satisfecha con una monarquía constitucional semifeudal. En Rusia, el capitalismo prosperó por mucho tiempo bajo el régimen del absolutismo oriental, sin que la burguesía manifestara el menor deseo de introducir la democracia. En Austria, el sufragio universal fue ante todo un salvavidas arrojado a una monarquía en descomposición y en bancarrota. En Bélgica, la conquista del sufragio universal por el movimiento obrero se debió indudablemente a la debilidad del militarismo local y, por consiguiente, a la situación geográfica y política particular de ese país. Pero aquí tenemos “un poco de democracia” ganada no por la burguesía sino contra ella.

La victoria ininterrumpida de la democracia, que para el revisionismo tanto como para el liberalismo burgués parece una gran ley fundamental de la historia humana y, sobre todo, de la historia moderna, demuestra ser, luego de una mirada más profunda, un fantasma. No puede establecerse una relación absoluta y general entre desarrollo capitalista y democracia. La forma política de un país dado es siempre resultado de la combinación de todos los factores políticos existentes, tanto internos como externos. Admite dentro de sus límites todo tipo de variantes, desde la monarquía absolutista hasta la república democrática.

Debemos abandonar, por tanto, toda esperanza de establecer la democracia como ley general del proceso histórico, inclusive en el marco de la sociedad moderna. Si volvemos la mirada a la fase actual de la sociedad burguesa, también aquí observamos factores políticos que, en lugar de garantizar la realización del esquema de Bernstein, conducen al abandono, por parte de la sociedad burguesa, de las conquistas democráticas logradas hasta ahora. Las instituciones democráticas —y esto posee la mayor importancia- han agotado totalmente su función de servir de ayuda al desarrollo de la sociedad burguesa. En la medida en que fueron necesarias para provocar la fusión de los pequeños estados y la creación de los grandes estados modernos (Alemania, Italia) ya no son más indispensables. Mientras tanto, el desarrollo de la economía ha afectado una cicatrización orgánica interna.

Lo mismo puede decirse de la trasformación de toda la maquinaria estatal política y administrativa de mecanismo feudal o semifeudal en mecanismo capitalista. Mientras que esta trasformación ha sido históricamente inseparable del desarrollo de la democracia, se ha realizado hasta un grado tal que se pueden suprimir los “ingredientes” puramente democráticos de la sociedad, tales como el sufragio universal y la forma estatal republicana, sin que la administración, las finanzas estatales ni la organización militar tengan necesidad de retrotraerse a sus formas anteriores a la Revolución de Marzo.

Si el liberalismo en cuanto tal ya le es totalmente inútil a la sociedad burguesa, también se ha convertido, por otra parte, en un impedimento directo para el capitalismo. Dos factores dominan completamente la vida política de los estados contemporáneos: la política mundial y el movimiento obrero. Cada uno presenta un aspecto diferente de la fase actual del desarrollo capitalista.

Como resultado del desarrollo de la economía mundial y de la agudización y generalización de la competencia en el mercado mundial, el militarismo y la política de las grandes flotas se han vuelto, en tanto que instrumentos de la política mundial, un factor decisivo tanto en la vida interior como en la vida exterior de las grandes potencias. Si es cierto que la política mundial y el militarismo representan una fase ascendente en la etapa que atraviesa el capitalismo en la actualidad, entonces la democracia burguesa debe desplazarse, lógicamente, en sentido descendente.

En Alemania la era del gran armamentismo, comenzada en 1893, y la línea de la política mundial, inaugurada con la toma de Kiao-Cheou, se pagaron inmediatamente con el sacrificio de una víctima propiciatoria: la descomposición del liberalismo, la deflación del Partido del Centro, que pasó de la oposición al gobierno. Las recientes elecciones al Reichstag de 1907, realizadas bajo el signo de la política colonial alemana, fueron a la vez el entierro histórico del liberalismo alemán.

Si la política exterior empuja a la burguesía a los brazos de la reacción, lo mismo ocurre con la política interna, gracias al ascenso de la clase obrera. Bernstein demuestra que lo reconoce cuando responsabiliza a la “leyenda” socialdemócrata que “quiere tragarse todo” —en otras palabras, los esfuerzos socialistas de la clase obrera— por la deserción de la burguesía liberal. Aconseja al proletariado renegar de su objetivo socialista, para que los liberales muertos de miedo puedan salir de la ratonera de la reacción. Al convertir la supresión del movimiento obrero socialista en condición esencial para la preservación de la democracia burguesa, demuestra palmariamente que esta democracia se encuentra en contradicción directa con la tendencia interna del desarrollo de la sociedad actual. Demuestra, al mismo tiempo, que el propio movimiento socialista es un producto directo de esta tendenáa.

Pero demuestra, a la vez, otra cosa más. Al hacer de la renuncia al objetivo socialista una condición esencial para la resurrección de la democracia burguesa, demuestra cuan inexacta es la afirmación de que la democracia burguesa es una condición indispensable para el movimiento socialista y la victoria del socialismo. El razonamiento de Bernstein cae en un círculo vicioso. La conclusión se traga las premisas.

La solución es bien simple. Visto que el liberalismo burgués ha vendido su alma por miedo a la creciente movilización obrera y a su objetivo final, llegamos a la conclusión de que el movimiento obrero socialista es hoy el único puntal de aquello que no es el objetivo del movimiento socialista: la democracia. Debemos sacar la conclusión de que la democracia no tiene otro apoyo. Debemos sacar la conclusión de que el movimiento socialista no está atado a la democracia burguesa, sino que, por el contrario, la suerte de la democracia está atada al movimiento socialista. De ello debemos concluir que la democracia no adquiere mayores posibilidades de sobrevivir en la medida en que la clase obrera renuncia a la lucha por su emancipación, sino que, por el contrario, la democracia adquiere mayores posibilidades de supervivencia a medida que el movimiento socialista se vuelve lo suficientemente fuerte como para luchar contra las consecuencias reaccionarias de la política mundial y la deserción burguesa de la democracia. Quien desee el fortalecimiento de la democracia, debe también desear el fortalecimiento, y no el debilitamiento, del movimiento socialista. Quien renuncia a la lucha por el socialismo, renuncia también a la movilización obrera y a la democracia.

La conquista del poder político

Hemos visto que la suerte de la democracia está ligada a la del movimiento obrero. ¿Pero es que el desarrollo de la democracia hace superflua o imposibilita la revolución proletaria, es decir, la conquista del poder político por los trabajadores?

Bernstein soluciona el problema sopesando minuciosamente los aspectos buenos y malos de la reforma y la revolución social. Lo hace casi de la misma manera en que se pesa la canela o la pimienta en el almacén de la cooperativa de consumo. Ve en el curso legislativo del proceso histórico el accionar de la “inteligencia”, mientras que para él el curso revolucionario del proceso histórico revela la acción del “sentimiento”. Ve en la actividad reformista un método lento para el avance histórico, y en la actividad revolucionaria un método rápido. En la legislación ve una fuerza metódica; en la revolución, una fuerza espontánea.

Sabemos desde hace tiempo que el reformador pequeñoburgués encuentra aspectos “buenos” y “malos” en todo. Mordisquea un poco de cada hierba. Pero esta combinación afecta muy poco el verdadero curso de los acontecimientos. La pilita tan cuidadosamente construida de todos los “aspectos buenos” de todas las cosas posibles se viene abajo ante el primer puntapié de la historia. Históricamente, la reforma legislativa y el método revolucionario se rigen por influencias mucho más poderosas que las ventajas o inconvenientes de uno y otro.

En la historia de la sociedad burguesa la reforma legislativa sirvió para fortalecer progresivamente a la clase en ascenso hasta que ésta concentró el poder suficiente como para adueñarse del poder político, suprimir el sistema jurídico imperante y construir uno nuevo, a su medida. Bernstein, al denostar la conquista del poder político como teoría blanquista de la violencia, tiene la mala suerte de tachar de error blanquista aquello que ha sido siempre el pivote y la fuerza motriz de la historia de la humanidad. Desde la primera aparición de las sociedades de clases con la lucha de clases como contenido esencial de su historia, la conquista del poder político ha sido siempre el objetivo de las clases en ascenso. Este es el punto de partida y el final de todo periodo histórico. Esto puede observarse en la prolongada lucha del campesinado latino contra los financistas y nobles de la antigua Roma, en la lucha de la nobleza medieval contra los obispos y en la lucha de los artesanos contra los nobles en las ciudades de la Edad Media. En los tiempos modernos lo vemos en la lucha de la burguesía contra el feudalismo.

La reforma legislativa y la revolución no son métodos diferentes de desarrollo histórico que puedan elegirse a voluntad del escaparate de la historia, así como uno opta por salchichas frías o calientes. La reforma legislativa y la revolución son diferentes factores del desarrollo de la sociedad de clases. Se condicionan y complementan mutuamente y a la vez se excluyen recíprocamente, como los polos Norte y Sur, como la burguesía y el proletariado.

Cada constitución legal es producto de una revolución. En la historia de las clases, la revolución es un acto de creación política, mientras que la legislación es la expresión política de la vida de una sociedad que ya existe. La reforma no posee una fuerza propia, independiente de la revolución. En cada periodo histórico la obra reformista se realiza únicamente en la dirección que le imprime el ímpetu de la última revolución, y prosigue mientras el impulso de la última revolución se haga sentir. Más concretamente, la obra reformista de cada periodo histórico se realiza únicamente en el marco de la forma social creada por la revolución. He aquí el meollo del problema.

Va en contra del proceso histórico presentar la obra reformista como una revolución prolongada a largo plazo y la revolución como una serie condensada de reformas. La transformación social y la reforma legislativa no difieren por su duración sino por su contenido. El secreto del cambio histórico mediante la utilización del poder político reside precisamente en la transformación de la simple modificación cuantitativa en una nueva cualidad o, más concretamente, en el pasaje de un periodo histórico de una forma dada de sociedad a otra.

Es por ello que quienes se pronuncian a favor del método de la reforma legislativa en lugar de la conquista del poder político y la revolución social en oposición a éstas, en realidad no optan por una vía más tranquila, calma y lenta hacia el mismo objetivo, sino por un objetivo diferente. En lugar de tomar partido por la instauración de una nueva sociedad, lo hacen por la modificación superficial de la vieja sociedad. Siguiendo las concepciones políticas del revisionismo, llegamos a la misma conclusión que cuando seguimos las concepciones económicas del revisionismo. Nuestro programa no es ya la realización del soáalismo sino la reforma del ccpitalismo; no es la supresión del trabajo asalariado, sino la reducción de la explotación, es decir, la supresión de los abusos del capitalismo en lugar de la supresión del propio capitalismo.

¿Acaso la relación recíproca de la reforma legislativa y la revolución se aplican únicamente a las luchas de clases del pasado? ¿Es posible que ahora, como resultado del perfeccionamiento del sistema jurídico burgués, la función de trasladar a la sociedad de una fase histórica a otra corresponda a la reforma legislativa, y que la conquista del poder estatal por el proletariado se haya convertido, al decir de Bernstein, en “una frase hueca”?

Todo lo contrario. ¿Qué es lo que distingue a la sociedad burguesa de las demás sociedades de clase, de la sociedad antigua y del orden social imperante en la Edad Media? Precisamente el hecho de que la dominación de clase no se basa en “derechos adquiridos” sino en relaciones económicas reales: el hecho de que el trabajo asalariado no es una relación jurídica, sino exclusivamente económica. En nuestro sistema jurídico no existe una sola fórmula legal para la actual dominación de clases. Los pocos restos de semejantes fórmulas de dominación de clase (por ejemplo, la de los sirvientes) son vestigios de la sociedad feudal.

¿Cómo se puede suprimir la esclavitud asalariada “legislativamente”, si la esclavitud asalariada no está expresada en las leyes? Bernstein, que quisiera liquidar el capitalismo mediante la reforma legislativa, se encuentra en la misma situación que el policía ruso de Uspenski que dice: “¡Rápidamente tomé al pícaro de las solapas! Pero, ¿qué es esto? ¡El muy maldito no tiene solapas!” Tal es, precisamente, la dificultad que tiene Bernstein.

“Opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante” (Manifiesto comunista). Pero en las fases que precedieron a la sociedad moderna, este antagonismo se expresaba en relaciones jurídicas bien determinadas y, en virtud de ello, podían acordarle un lugar a las nuevas relaciones dentro del marco de las viejas. “De los siervos de la Edad Media surgieron los villanos libres de las primeras ciudades” (Manifiesto comunista). ¿Cómo fue posible? Por la supresión progresiva de todos los privilegios feudales en los alrededores de la ciudad: la corvea, el derecho a usar vestimentas especiales, el impuesto sobre la herencia, el derecho del señor a apropiarse de lo mejor del ganado, el impuesto personal, el casamiento por obligación, el derecho a la sucesión, en fin, todo lo que constituía la servidumbre.

De la misma manera, la burguesía incipiente de la Edad Media logró elevarse, mientras se hallaba bajo el yugo del absolutismo feudal, a la altura de burguesía (Manifiesto comunista). ¿Con qué medios? Mediante la supresión parcial formal o la destrucción total de los vínculos corporativos, mediante la trasformación progresiva de la administración fiscal y del ejército.

En consecuencia, cuando estudiamos el problema desde un punto de vista abstracto, no desde el punto de vista histórico, podemos imaginar (en vista de las viejas relaciones de clase) un pasaje legal, según el método reformista, de la sociedad feudal a la sociedad burguesa. ¿Pero qué vemos en la realidad? En la realidad vemos que las reformas legales no sólo no obviaron la toma del poder político por la burguesía, antes bien, por el contrario, lo prepararon y condujeron a él. La transformación socio-política previa fue indispensable, tanto para la abolición de la esclavitud como para la supresión del feudalismo.

Pero ahora la situación es totalmente distinta. Ninguna ley obliga al proletariado a someterse al yugo del capitalismo. La pobreza, la carencia de medios de producción, obligan al proletariado a someterse al yugo del capitalismo. Y no hay ley en el mundo que le otorgue al proletariado los medios de producción mientras permanezca en el marco de la sociedad burguesa, puesto que no son las leyes sino el proceso económico los que han arrancado los medios de producción de manos de los productores.

Tampoco la explotación dentro del sistema de trabajo asalariado se basa en leyes. El nivel salarial no queda fijado por la legislación, sino por factores económicos. El fenómeno de la explotación capitalista no se basa en una disposición legal sino en el hecho puramente económico de que en esta explotación la fuerza de trabajo desempeña el rol de una mercancía que posee, entre otras, la característica de producir valor, que excede al valor que se consume bajo la forma de medios de subsistencia para el que trabaja. En síntesis, las relaciones fundamentales de la dominación de la clase capitalista no pueden transformarse mediante la reforma legislativa, sobre la base de la sociedad capitalista, porque estas relaciones no han sido introducidas por las leyes burguesas, ni han recibido forma legal. Aparentemente, Bernstein no lo sabe, puesto que habla de “reformas socialistas”. Por otra parte, parece reconocerlo implícitamente cuando dice en la página 10 de su libro: “la motivación económica en la actualidad actúa libremente, mientras que en el pasado estaba enmascarada por toda clase de relaciones de dominación, por toda clase de ideología”.

Una de las peculiaridades del orden capitalista es que en su seno todos los elementos de la futura sociedad asumen en la primera instancia de su desarrollo una forma que no se aproxima al socialismo sino que, por el contrario, se aleja más y más del socialismo. La producción se socializa progresivamente. Pero, ¿bajo qué forma se expresa el carácter social de la producción capitalista? Se expresa bajo la forma de la gran empresa, la firma accionista, el cártel, dentro del cual los antagonismos capitalistas, la explotación capitalista, la opresión de la fuerza de trabajo, se exacerban al extremo.

En el ejército, el desarrollo del capitalismo conduce a la extensión del servicio militar obligatorio, á la reducción del tiempo de servicio y, por consiguiente, a un acercamiento material a la milicia popular. Pero todo esto se da bajo la forma del militarismo moderno, en el que la dominación del pueblo por el Estado militarista y el carácter de clase del Estado se manifiestan con mayor claridad.

En el campo de las relaciones políticas, el desarrollo de la democracia acarrea —en la medida en que encuentra terreno fértil— la participación de todos los estratos populares en la vida política y, por tanto, cierto tipo de “estado popular”. Pero esta participación sobreviene bajo la forma del parlamentarismo burgués, en el cual los antagonismos de clase y la dominación de clase no quedan suprimidos sino que, por el contrario, son puestos al desnudo. Justamente porque el desarrollo del capitalismo avanza en medio de dichas contradicciones, es necesario extraer el fruto de la sociedad socialista de su cáscara capitalista. Justamente por eso el proletariado debe adueñarse del poder político y liquidar totalmente el sistema capitalista.

Bernstein saca, desde luego, conclusiones diferentes. Si el avance de la democracia agrava en lugar de disminuir los antagonismos capitalistas, “la socialdemocracia —nos dice— para no dificultar su tarea, debe emplear todos los medios para tratar de detener las reformas sociales y la extensión de las instituciones democráticas”. En efecto, ése sería el procedimiento correcto si la socialdemocracia deseara, a la manera de los pequeños burgueses, asumir la tarea vana de tomar para sí todos los aspectos buenos de la historia y desechar todos los malos. Sin embargo, en tal caso debería a la vez “tratar de detener” al capitalismo en general, porque no cabe duda de que éste es el malandrín que pone escollos en el camino al socialismo. Pero el capitalismo provee, además de loo obstáculos, las posibilidades de realizar el programa socialista. Lo mismo puede decirse de la democracia.

Si la democracia se ha vuelto, a los ojos de la burguesía, superflua y molesta, resulta, por el contrario, tanto más indispensable y necesaria para la clase obrera. Es necesaria para la clase obrera porque crea las formas políticas (administración autónoma, derechos electorales, etcétera) que le servirán al proletariado de puntos de apoyo para la tarea de transformar la sociedad burguesa. La democracia es indispensable para la clase obrera, porque sólo mediante el ejercicio de sus derechos democráticos, en la lucha por la democracia, puede el proletariado adquirir conciencia de sus intereses de clase y de su tarea histórica.

En síntesis, la democracia no es indispensable porque hace superflua la conquista del poder político por el proletariado, sino porque hace a esta conquista necesaria y posible. Cuando, en su prólogo a Las luchas de clases en Franáa, Engels revisó la táctica del movimiento obrero moderno y aconsejó la lucha legal en contraposición a las barricadas, no tenía en mente -como se desprende de cada línea del prólogo- el problema de la conquista específica del poder político, sino la lucha cotidiana contemporánea. No tenía en mente la actitud que debe asumir el proletariado hacia el Estado capitalista en el momento de la toma del poder, sino la actitud del proletariado en el marco del Estado capitalista. Engels formulaba directivas para el proletariado oprimido, no para el proletariado victorioso.

En cambio, la conocida frase de Marx acerca del problema agrario en Inglaterra (Bernstein la utiliza muchísimo) en la que dice: “Probablemente tendremos mejor éxito si compramos las propiedades a los terratenientes”, se refiere a la posición del proletariado, no antes, sino después de a victoria. Porque, evidentemente, ni hablarse puede de comprar la propiedad de la vieja clase dominante sino cuando los obreros están en el poder. La posibilidad que Marx consideraba es la del jerááopacífico de la dictadura del proletariado y no la de reemplazar a éste por las reformas sociales capitalistas. Marx y Engels no abrigaban dudas acerca de la necesidad de que el proletariado conquiste el poder político. Es Bernstein quien considera que el gallinero del parlamentarismo burgués es un órgano mediante el cual realizaremos la transformación social más formidable de la historia, el pasaje de a sociedad capitalista al socialismo.

Bernstein presenta su teoría advirtiendo al proletariado sobre los peligros de tomar el poder con demasiada premura. Es decir que, según Bernstein, el proletariado debe permitir que la sociedad burguesa subsista bajo su forma actual, y sufrir una terrible derrota. Si el proletariado llegara al poder, podría sacar de la teoría de Bernstein la siguiente conclusión “práctica”: irse a dormir. Su teoría condena al proletariado, en el momento más decisivo de la lucha, a la inactividad, a la traición pasiva de su propia causa.

Nuestro programa sería un mísero pedazo de papel si no nos sirviera en todas las eventualidades, en todos los momentos de la lucha y si no nos sirviera por su aplicación y no por su no aplicación. Si nuestro programa contiene la fórmula del desarrollo histórico de la sociedad del capitalismo al socialismo, debe también formular, con todos sus fundamentos característicos, todas las fases transitorias de ese proceso y, en consecuencia, debe ser capaz de indicarle al proletariado la acción que corresponde tomar en cada tramo del camino al socialismo. No puede llegar el momento en que el proletariado se encuentre obligado a abandonar su programa, o se vea abandonado por éste.

En la práctica, esto se revela en el hecho de que no puede llegar el momento en que el proletariado, colocado en el poder por la fuerza de los acontecimientos, no esté en condiciones o no tenga la obligación moral de tomar ciertas medidas para la realización de su programa, es decir, medidas transitorias que conduzcan al socialismo. Tras la creencia de que el programa socialista puede derrumbarse en cualquier momento de la dictadura del proletariado se oculta la otra creencia de que el programa soáalista es, en general y en todo momento, irrealizable.

¿Y qué pasa si las medidas transitorias son prematuras? Esta pregunta oculta una enorme cantidad de ideas erróneas respecto del verdadero curso de una transformación social.

En primer lugar, la toma del poder político por el proletariado, es decir, por una gran clase popular, no se produce artificialmente. Presupone (con excepción de casos tales como la Comuna de París, en la que el proletariado no obtuvo el poder tras una lucha consciente por ese objetivo, sino que éste cayó en sus manos como una cosa buena abandonada por todos los demás) un grado específico de madurez de las relaciones económicas y políticas. He aquí la diferencia esencial entre los golpes de Estado según la concepción blanquista, realizados por una “minoría activa” y que estallan como un pistoletazo, siempre en un momento inoportuno, y la conquista del poder político por una gran masa popular consciente, que sólo puede ser producto de la descomposición de la sociedad burguesa y, por tanto, lleva en su seno la legitimación política y económica de su aparición en el momento oportuno.

Si, por lo tanto, vista desde el ángulo de su consecuencia política, la conquista del poder político por la clase obrera no puede materializarse “prematuramente”, desde el punto de vista del mantenimiento del poder, la revolución prematura, cuya sola idea le provoca insomnio a Bernstein, pende sobre nosotros cual espada de Damocles. Contra esto, de nada sirven preces ni súplicas, sustos ni angustias. Y esto es así por dos razones muy sencillas.

En primer lugar, es imposible pensar que una transformación tan grandiosa como es el pasaje de la sociedad capitalista a la sociedad socialista pueda realizarse de un plumazo feliz. Considerar esa posibilidad es, nuevamente, darles crédito a concepciones claramente blanquistas. La transformación socialista supone una lucha prolongada y tenaz, en el curso de la cual es bastante probable que el proletariado sufra más de una derrota, de modo que la primera vez, desde el punto de vista del resultado final de la lucha, necesariamente llegará al poder “inoportunamente”.

En segundo lugar, será imposible evitar la conquista “prematura” del poder estatal por el proletariado, precisamente porque estos ataques “prematuros” del proletariado constituyen un factor, y, en verdad, un factor de gran importancia, que crea las condiciones políticas para la victoria final. En el curso de la crisis política que acompañará la toma del poder, en el curso de las luchas prolongadas y tenaces, el proletariado adquirirá el grado de madurez política que le permitirá obtener en su momento la victoria total de la revolución. Así, estos ataques “prematuros” del proletariado contra el poder del Estado son en sí factores históricos importantes que ayudan a producir y determinar el momento de la victoria definitiva. Vista desde este punto de vista, la idea de una conquista “prematura” del poder político por la clase trabajadora parece un absurdo político derivado de una concepción mecánica del proceso social, que le otorga a la victoria de la lucha de clases un momento fijado en forma externa e independiente de la lucha de clases.

Puesto que el proletariado no está en situación de adueñarse del poder político sino “prematuramente”, puesto que el proletariado tiene la obligación absoluta de tomar el poder una o varias veces “prematuramente” antes de conquistarlo en forma definitiva, oponerse a la conquista “prematura” del poder no es, en el fondo, sino oponerse en general a la aspiraáón del proletariado de adueñarse del poder estatal. Así como todos los caminos conducen a Roma, así también llegamos lógicamente a la conclusión de que la propuesta revisionista de despreciar el objetivo final del movimiento socialista es, en realidad, recomendarnos que renunciemos al movimiento socialista en sí.

 

El colapso

Bernstein comenzó su revisión de la socialdemocracia abandonando la teoría del colapso del capitalismo. Esta es, empero, la piedra fundamental del socialismo científico. Al repudiarla, Bernstein repudia también la doctrina socialista en su conjunto. En el curso de su exposición, abandona una por una todas las posiciones del socialismo para poder respaldar su primera afirmación.

Es imposible la expropiación de la clase capitalista sin colapso del capitalismo. Por tanto, Bernstein renuncia a la expropiación y opta por la realización progresiva del “principio cooperativista” como objetivo del movimiento obrero.

Pero la cooperación no puede realizarse dentro de la producción capitalista. Por tanto, Bernstein renuncia a la socialización de la producción y propone simplemente reformar el comercio y crear cooperativas de consumo.

Pero la trasformación de la sociedad a través de las cooperativas de consumo, inclusive mediante los sindicatos, es incompatible con el verdadero desarrollo material de la sociedad capitalista. Por tanto, Bernstein abandona la concepción materialista de la historia.

Pero su concepción de la marcha del proceso histórico es incompatible con la teoría marxista de la plusvalía. Por tanto, Bernstein abandona la teoría del valor y de la plusvalía y, con ello, todo el sistema económico de Karl Marx.

Pero la lucha del proletariado no puede realizarse sin un objetivo final y sin una base económica que se encuentre en la sociedad actual. Por tanto, Bernstein abandona la lucha de clases y habla de la reconciliación con el liberalismo burgués.

Pero en una sociedad de clases, la lucha de clases es un fenómeno natural e inevitable. Por tanto, Bernstein cuestiona la existencia misma de las clases en la sociedad. Para él, la clase obrera es una masa de individuos, divididos política, intelectual y también económicamente. Y la burguesía, según él, no se agrupa políticamente según sus propios intereses económicos, sino únicamente en virtud de la presión ex tema que se ejerce sobre ella de arriba y de abajo.

Pero si no existen bases económicas para la lucha de clases y, por lo tanto, no hay clases en nuestra sociedad, las luchas proletarias, tanto pasadas como futuras, contra la burguesía parecen imposibles y la socialdemocracia y los éxitos que ha obtenido parecen incomprensibles, o se las puede entender únicamente como resultado de la presión política del gobierno; es decir, no como consecuencias naturales del proceso histórico sino como consecuencias fortuitas de la política de los Hohenzollern; no como hijos legítimos de la sociedad capitalista, sino como hijos bastardos de la reacción. Adhiriendo a una lógica rigurosa en este sentido, Bernstein pasa de la concepción materialista de la historia al punto de vista del Frankfurter Zeitung y del Vossische Zeitung.

Después de repudiar la crítica socialista de la sociedad, a Bernstein le resulta fácil descubrir que la situación actual es satisfactoria, al menos de manera general. Bernstein no vacila. Descubre que, en la actualidad, la reacción no es muy fuerte en Alemania, que “no podemos hablar de reacción en los países de Europa occidental”, y que en todos los países de Occidente “la actitud de las clases burguesas para con el movimiento socialista es, en el peor de los casos, defensiva, no opresora” (Vorwaerts, 26 de marzo de 1899). La situación de los obreros, lejos de empeorar, está mejorando. La burguesía es políticamente progresista y moralmente sana. No podemos hablar de reacción ni opresión. Todo está perfectamente en el mejor de los mundos posibles...

Bernstein sigue así la secuencia lógica de la A a la Z. Partió del abandono del objetivo final manteniendo, supuestamente, el movimiento. Pero como no puede haber movimiento socialista sin objetivo socialista, termina renunciando al movimiento.

Y así, la concepción del socialismo de Bernstein se derrumba totalmente. La construcción simétrica soberbia y admirable del pensamiento socialista se convierte para él en una pila de basura, en la que los escombros de todos los sistemas, los pensamientos de muchas mentes grandes y pequeñas, encuentran su fosa común. Marx y Proudhon, León von Buch y Franz Oppenheimer, Friedrich Albert Lange y Kant, Herr Prokopovich y el doctor Ritter von Neupauer, Herkner y Schulze-Gavernitz, Lassalle y el profesor Julius Wolff: todos aportan algo al sistema de Bernstein. De cada uno toma un poco. Nada hay de asombroso en ello. Porque cuando abandonó el socialismo científico perdió el eje de la cristalización intelectual en torno al cual se agrupan los hechos aislados en la totalidad orgánica de una concepción del mundo coherente.

Su doctrina, compuesta de pedacitos de todos los sistemas posibles parece, a primera vista, libre de prejuicios. Porque a Bernstein no le gusta que se hable de una “ciencia del partido” o, más precisamente, de la ciencia de una clase, así como no le gusta tampoco que se hable del liberalismo de una clase o la moral de una clase. Cree que logra expresar la ciencia humana, general, abstracta, el liberalismo abstracto, la moral abstracta. Pero, puesto que la sociedad real está compuesta de clases que poseen intereses, aspiraciones y concepciones diametralmente opuestos, una ciencia social humana general, un liberalismo abstracto, una moral abstracta, son en la actualidad ilusiones, utopía pura. La ciencia, la democracia, la moral, que Bernstein considera generales, humanas, no son más que la ciencia, la democracia y la moral dominantes, es decir, la ciencia burguesa, la democracia burguesa y la moral burguesa.

Cuando Bernstein repudia la doctrina económica de Marx para jurar por las enseñanzas de Brentano, Brohm-Bawerk, Jevons, Say y Julius Wollf, cambia el fundamento científico para la emancipación de la clase obrera por las disculpas de la burguesía. Cuando habla del carácter humano general del liberalismo y transforma al socialismo en una variante del liberalismo, priva al movimiento socialista (en general) de su carácter de clase y, por consiguiente, de su contenido histórico; el corolario de esto es que reconoce en la clase que representa históricamente al liberalismo, la burguesía, el campeón de los intereses generales de la humanidad.

Y cuando se pronuncia en contra de “elevar los factores materiales a la altura de una fuerza todopoderosa para el progreso”, cuando protesta por el llamado desprecio por el ideal, que se supone rige la socialdemocracia, cuando se atreve a hablar en nombre de los ideales, en nombre de la moral, a la vez que se pronuncia en contra de la única fuente de renacimiento moral del proletariado, la lucha de clases revolucionaria, no hace más que lo siguiente: predica para la clase obrera la quintaesencia de la moral de la burguesía, es decir, la conciliación con el orden social existente y la transferencia de las esperanzas del proletariado al limbo de la simulación ética.

Cuando dirige sus dardos más afilados contra nuestro sistema dialéctico, ataca en realidad el método específico de pensamiento empleado por el proletariado consciente en lucha por su liberación. Es un intento de romper la espada que le ha permitido al proletariado rasgar el velo del futuro. Es un intento de romper el arma intelectual con ayuda de la cual el proletariado, aunque se encuentre materialmente bajo el yugo de la burguesía, puede llegar a triunfar sobre la burguesía. Porque es nuestro sistema dialéctico el que le muestra al proletariado el carácter transitorio de su yugo, les demuestra a los obreros la ineluctabilidad de su victoria y ya está realizando una revolución en el dominio del pensamiento. Al despedirse de nuestro sistema dialéctico y recurrir, en cambio, al columpio intelectual del conocido “por un lado - por el otro”, “si - pero”, “aunque - sin embargo”, “más - menos”, etcétera, cae lógicamente en una forma de pensamiento que pertenece históricamente a la burguesía decadente, siendo fiel reflejo de la existencia social y la actividad política de la burguesía en esa etapa. El “por un lado-por el otro”, “sí-pero” político de la burguesía contemporánea posee una semejanza notable con la manera de pensar de Bernstein, y constituye la prueba más palmaria e irrefutable de la naturaleza burguesa de su concepción del mundo.

de sindicatos reformistas que permitieran a los capitalistas y obreros conciliar sus diferencias. Jean-Baptiste Say (1767-1832): economista burgués francés, popularizó a Adam Smith. Su ley era la tesis de que todo acto de producción creaba el poder de compra necesario para adquirir el producto.

Pero la palabra “burgués”, tal como la utiliza Bernstein, no es una expresión de clase sino una noción social general. Fiel a su lógica hasta el fin, ha cambiado, junto con su ciencia, política, moral y manera de pensar, el lenguaje histórico del proletariado por el de la burguesía. Cuando utiliza la palabra “ciudadano” sin distinciones para referirse tanto al burgués como al proletario, queriendo, con ello, referirse al hombre en general, identifica al hombre en general con el burgués, y a la sociedad humana con la sociedad burguesa.

 

Oportunismo en la teoría y en la práctica

El libro de Bernstein posee gran importancia para el movimiento obrero alemán e internacional. Es el primer intento de proveer de una base teórica a las corrientes oportunistas que proliferan en el seno de la socialdemocracia.

Se puede decir que estas corrientes son de larga data en nuestro movimiento, si tenemos en cuenta las manifestaciones esporádicas de oportunismo tales como el problema de los subsidios a los barcos a vapor. Pero recién a partir de 1890, con la derogación de las leyes antisocialistas, aparece una corriente oportunista bien definida. El “socialismo de Estado” de Vollmar, el voto a favor del presupuesto bávaro, el “socialismo agrario” del sur de Alemania, la política de compensación de Heine, la posición de Schippel en torno a las tarifas y el militarismo son los picos más altos del desarrollo de la práctica oportunista.

¿Cuál es, aparentemente, la característica principal de esta práctica? Cierta hostilidad para con la “teoría”. Esto es natural, puesto que nuestra “teoría”, es decir, los principios del socialismo científico, imponen limitaciones claramente definidas a la actividad práctica: en lo que hace a los objetivos de dicha actividad, los medios para alcanzar dichos objetivos y el método empleado en dicha actividad. Es bastante natural que la gente que persigue resultados “prácticos” inmediatos quiera liberarse de tales limitaciones e independizar su práctica de nuestra “teoría”.

Sin embargo, cada vez que se trata de aplicar este método, la realidad se encarga de refutarlo. El socialismo de Estado, el socialismo agrario, la política de compensación, el problema del ejército, fueron todas derrotas para el oportunismo. Está claro que si esta corriente desea subsistir debe tratar de destruir los principios de nuestra teoría y elaborar una teoría propia. El libro de Bernstein apunta precisamente en esa dirección. Es por eso que en Stuttgart todos los elementos oportunistas de nuestro partido se agruparon inmediatamente en torno a la bandera de Bernstein. Si las corrientes oportunistas en la actividad práctica de nuestro partido son un fenómeno enteramente natural que puede explicarse a la luz de las circunstancias especiales en que se desenvuelve nuestra actividad, la teoría de Bernstein es un intento no menos natural de agrupar dichas corrientes en una expresión teórica general, un intento de elaborar sus propias premisas teóricas y romper con el socialismo científico. Es por eso que en la publicación de las ideas de Bernstein debe reconocerse una prueba histórica para el oportunismo y su primera legitimación científica.

¿Cuál fue el resultado de esta prueba? Lo hemos visto. El oportunismo no está en condiciones de elaborar una teoría positiva capaz de resistir la crítica. Lo único que puede hacer es atacar distintas tesis aisladas de la teoría marxista y, como el marxismo constituye precisamente un edificio sólidamente construido, tratar por este medio de conmover todo el sistema, desde el techo a los cimientos.

Esto demuestra que la práctica oportunista es esencialmente incompatible con el marxismo. Pero también demuestra que el oportunismo es incompatible con el socialismo (el movimiento socialista) en general, que posee una tendencia interna a llevar al movimiento obrero por las sendas burguesas, que el oportunismo tiende a paralizar completamente la lucha de clases proletaria. Desde el punto de vista histórico, no tiene nada que ver con el marxismo. Porque antes de Marx, e independientemente de él, surgieron diversos movimientos obreros y doctrinas socialistas, cada una de las cuales fue, a su manera, expresión teórica, según las circunstancias del momento, de la lucha de la clase obrera por su emancipación. La teoría que consiste en basar el socialismo en la concepción moral de la justicia, en la lucha contra el modo de distribución, en lugar de basarlo en la lucha contra el modo de producción, en la concepción del antagonismo de clases como antagonismo entre pobres y ricos, el intento de injertar el “principio cooperativista” en la economía capitalista —todas las lindas ideas que se encuentran en la doctrina de Bernstein- ya existían antes de él. Y estas teorías, a pesar de su insuficiencia fueron, en su momento, teorías efectivas para la lucha de clases proletaria. Fueron las botas de siete leguas infantiles con las que el proletariado aprendió a caminar en la escena histórica.

Pero después de que el desarrollo de la lucha de clases y su reflejo en las condiciones sociales condujeron al abandono de dichas teorías y a la elaboración de los principios del socialismo científico, no podía haber socialismo —al menos en Alemania-fuera del socialismo marxista, y no podía haber lucha de clases socialista fuera de la socialdemocracia. De ahí en más, socialismo y marxismo, lucha proletaria por la emancipación y socialdemocracia, se volvieron idénticos. Es por eso que el retorno a las teorías sociales premarxistas ya no significa retornar a las botas de siete leguas de la niñez del proletariado, sino a las débiles y gastadas pantuflas de la burguesía.

La teoría de Bernstein fue el primero y, a la vez, el último intento de darle una base teórica al oportunismo. Es el último porque en el sistema de Bernstein el oportunismo ha llegado -negativamente, a través de su repudio del socialismo científico; positivamente, reuniendo hasta el último escombro de confusión teórica que le fue posible hallar- al límite de su cuerda. En el libro de Bernstein, el oportunismo ha puesto el broche de oro a su desenvolvimiento teórico (así como completó su desenvolvimiento práctico en la posición que asumió Schippel respecto del problema del militarismo) y ha llegado a sus últimas conclusiones.

La doctrina marxista no sólo puede refutar al oportunismo en el campo de la teoría. Solamente ella puede explicar el oportunismo como fenómeno histórico en el desarrollo del partido. La marcha del proletariado, a escala histórica mundial, hasta su victoria final no es, por cierto, “tan simple”. El carácter peculiar de este movimiento reside precisamente en el hecho de que, por primera vez en la historia, las masas populares, en oposición a las clases dominantes, deben imponer su voluntad, pero fuera de la sociedad imperante, más allá de la sociedad existente. Las masas sólo pueden forjar esta voluntad en lucha constante contra el orden existente. La unión de las amplias masas populares con un objetivo que trasciende el orden social imperante, la unión de la lucha cotidiana con la gran tarea de la transformación del mundo: tal es la tarea del movimiento socialdemócrata, que lógicamente debe avanzar a tientas entre dos rocas: abandonar el carácter de masas del partido o abandonar su objetivo final, caer en el reformismo burgués o en el sectarismo, anarquismo u oportunismo.

El arsenal teórico de la doctrina marxista forjó hace más de medio siglo armas que sirven para combatir ambos extremos por igual. Pero, puesto que nuestro movimiento es un movimiento de masas y puesto que los peligros que lo acechan no derivan del cerebro humano sino de las condiciones sociales, la doctrina marxista no podía vacunamos, a priori y para siempre, contra las tendencias anarquistas y oportunistas. Sólo las podremos vencer cuando pasemos del campo de la teoría al campo de la práctica, pero sólo con las armas que nos legó Marx.

‘‘Las revoluciones burguesas —escribió Marx hace medio siglo-como las del siglo XVIII avanzan arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas parecen iluminados con fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas revoluciones son de corta vida, llegan enseguida a su apogeo y una larga depresión se apodera de la sociedad antes de haber aprendido a asimilar serenamente los resultados de su periodo impetuoso y agresivo. En cambio las revoluciones proletarias, como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen constantemente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellos, retroceden constantemente aterradas ante la vaga y monstruosa enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: ‘¡Hic Rhodus, hic salta!' [¡Aquí está Rodas, salta aquí!]

Esto sigue siendo válido, aun después de la elaboración de la doctrina del socialismo científico. El movimiento proletario hasta ahora no se ha vuelto socialdemócrata de pronto, ni siquiera en Alemania. Pero se vuelve cada vez más socialdemócrata, superando continuamente las desviaciones extremas del anarquismo y el oportunismo, que son sólo fases determinantes del desarrollo de la socialdemocracia, tomado como proceso.

Por estas razones, debemos decir que lo sorprendente aquí no es el surgimiento de una corriente oportunista, sino su debilidad. Mientras apareció en casos aislados de la actividad práctica del partido, se podía suponer que poseía un fundamento práctico sólido. Pero ahora que ha mostrado la cara en el libro de Bernstein, no se puede dejar de exclamar, asombrado: “¿Cómo? ¿Es eso todo lo que tiene que decir?” ¡Ni la sombra de un pensamiento original! ¡Ni una sola idea que el marxismo no haya refutado, aplastado, reducido a polvo hace décadas!

Bastó que el oportunismo levantara la voz para demostrar que no tenía nada que decir. Esa es, en la historia de nuestro partido, la única importancia del libro de Bernstein.

Al despedirse así de la forma de pensar del proletariado revolucionario, de la dialéctica y de la concepción materialista de la historia, Bernstein puede agradecerles por las circunstancias atenuantes que éstas proveen para su conversión. Porque sólo la dialéctica y la concepción materialista de la historia, con la magnanimidad que las caracteriza, podían hacer aparecer a Bernstein como instrumento inconsciente y predestinado, mediante el cual la clase obrera ascendente expresa su debilidad momentánea pero que, al observarla más de cerca, la deja de lado con desprecio y orgullo.