Primera edición:
En Londres, en la imprenta de Andrew Crooke, en 1651. Su título original
en inglés fue Leviathan, or The Matter, Forme and Power of a Common
Wealth Ecclesiasticall and Civil.
Fuente de esta versión en castellano: Omegalfa.es
Esta edición: Marxists Internet Archive,
Enero de 2015.
LA NATURALEZA (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo, como en otras muchas cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal artificial. Y siendo la vida un movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que se mueven a sí mismos por medio de resortes y ruedas como lo hace un reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los nervios qué son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo propuso? El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional, que es la más ex- celsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado (en latín civitas) que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituido; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y ejecución, nexos artificiales; la recompensa y el castigo (mediante los cuales cada nexo y cada miembro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a ejecutar su deber) son los nervios que hacen lo mismo en el cuerpo natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros particulares constituyen su potencia; la salus populi (la salvación del pueblo) son sus negocios; los consejeros, que informan sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y una voluntad artificiales; la concordia, es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la muerte. Por último, los convenios mediante los cuales las partes de este cuerpo político se crean, combi- nan y unen entre sí, aseméjanse a aquel fíat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en la Creación.
Al describir la naturaleza de este hombre artificial me propongo con- siderar:
1°La materia de que consta y el artífice, ambas cosas son el hombre.
2° Cómo y por qué pactos, se instituye, cuáles son las derechos y el poder justo o la autoridad justa de un soberano; y qué es lo que lo mantiene o lo aniquila.
3°Qué es un gobierno cristiano.
Por último qué es el reino de las tinieblas.
Por lo que respecta al primero existe un hecho acreditado según el cual la sabiduría se adquiere no ya leyendo en los libros sino en los hombres. Como consecuencia aquellas personas que por lo común no pueden dar otra prueba de ser sabios, se complacen mucho en mostrar lo que piensan que han leído en los hombres, mediante despiadadas censuras hechas de los demás a espaldas suyas. Pero existe otro dicho más antiguo, en virtud del cual los hombres pueden aprender a leerse fielmente el uno al otro si se toman la pena de hacerlo: es el nosce te ipsum, léete a ti mismo: lo cual no se entendía antes en el sentido, ahora usual, de poner coto a la bárbara conducta que los titulares del poder observan con respecto a sus inferiores: o de inducir hombres de baja estofa a una conducta insolente hacia quienes son mejores que ellos. Antes bien, nos enseña que por la semejanza de los pensamien- tos y de las pasiones de un hombre con los pensamientos y pasiones de otro, quien se mire a sí mismo y considere lo que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc, y por qué razones, podrá leer y saber, por consiguiente, cuáles son los pensamientos y pasiones de los demás hombres en ocasiones parecidas. Me refiero a la similitud de aquellas pasiones que son las mismas en todos los hombres: deseo, temor, esperanza. etc.: no a la semejanza entre los objetos de las pa- siones, que son las cosas deseadas, temidas, esperadas, etcétera. Res- pecto de éstas la constitución individual y la educación particular var- ían de tal modo y son tan fáciles de sustraer a nuestro conocimiento que los caracteres del corazón humano, borrosos y encubiertos, como están, por el disimulo, la falacia, la, ficción y las erróneas doctrinas, resultan únicamente legibles para quien investiga los corazones. Y aunque, a veces, por las acciones de los hombres descubrimos sus designios, dejar de compararlos con nuestros propios anhelos y de advertir todas las circunstancias que pueden alterarlos, equivale a des- cifrar sin clave y exponerse al error, por exceso de confianza o de des- confianza, según que el individuo que lee, sea un hombre bueno o malo.
Aunque un hombre pueda leer a otro por sus acciones, de un modo perfecto, sólo puede hacerlo con sus circunstantes, que son muy po- cos. Quien ha de gobernar una nación entera debe leer, en si mismo, no a este o aquel hombre, sino a la humanidad, cosa que resulta más difícil que aprender cualquier idioma o ciencia; cuando yo haya ex- puesto ordenadamente el resultado de mi propia lectura, los demás no tendrán otra molestia sino la de comprobar si en sí mismos llegan a análogas conclusiones. Porque este género de doctrina no admite otra demostración.
Por lo que respecta a los pensamientos del hombre quiero considerar- los en primer término singularmente, y luego en su conjunto, es decir, en su dependencia mutua.
Singularmente cada uno de ellos es una representación o apariencia de cierta cualidad o de otro 'accidente de un cuerpo exterior a nosotros, de lo que comúnmente llamamos objeto. Dicho objeto actúa sobre los ojos, oídos y otras partes del cuerpo humano, y por su diversidad de actuación produce diversidad de apariencias.
El origen de todo ello es lo que llamamos sensación (en efecto: no existe ninguna concepción en el intelecto humano que antes no haya sido recibida, totalmente o en parte, por los órganos de los sentidos).
Todo lo demás deriva de ese elemento primordial.
Para el objeto que ahora nos proponemos no es muy necesario conocer la causa natural de las sensaciones; ya en otra parte he escrito larga- mente acerca del particular. No obstante, para llenar en su totalidad las exigencias del método que ahora me ocupa, quiero examinar breve- mente, en este lugar, dicha materia.
La causa de la sensación es el cuerpo externo u objeto que actúa sobre el órgano propio de cada sensación, ya sea de modo inmediato, como en el gusto o en el tacto, o mediatamente como en la vista, el oído y el olfato: dicha acción, por medio de los nervios y otras fibras y mem- branas del cuerpo, se adentra por éste hasta el cerebro y el corazón, y causa allí una resistencia, reacción o esfuerzo del corazón, para liber- tarse: esfuerzo que dirigido hacia el exterior, parece ser algo externo. Esta apariencia o fantasía es lo que los hombres llaman sensación, y consiste para el ojo en una luz o color figurado; para el oído en un sonido; para la pituitaria en un olor; para la lengua o el paladar en un sabor; para el resto del cuerpo en calor, frío, dureza, suavidad y otras diversas cualidades que por medio de la sensación discernimos. Todas estas cualidades se denominan sensibles y no son, en el objeto que las causa, sino distintos movimientos en la materia, mediante los cuales actúa ésta diversamente sobre nuestros órganos. En nosotros, cuando somos influidos por ese efecto, no hay tampoco otra cosa sino movi- mientos (porque el movimiento no produce otra cosa que movimien- to). Ahora bien: su apariencia con respecto a nosotros constituye la fantasía, tanto en estado de vigilia como de sueño; y así como cuando oprimimos el oído se produce un rumor, así también los cuerpos que vemos u oímos producen el mismo efecto con su acción tenaz, aunque imperceptible. En efecto, si tales colores o sonidos estuvieran en los cuerpos u objetos que los causan, no podrían ser separados de ellos como lo son por los espejos, y en los ecos mediante la reflexión. De donde resulta evidente que la cosa vista se encuentra en una parte, y la apariencia en otra. Y aunque a cierta distancia lo real, el objeto visto parece revestido por la fantasía que en nosotros produce, lo cierto es que una cosa es el objeto y otra la imagen o fantasía. Así que las sen- saciones, en todos los casos, no son otra cosa que fantasía original, causada, como ya he dicho, por la presión, es decir, por los movimien- tos de las cosas externas sobre nuestros ojos, oídos y otros órganos.
Ahora bien, las escuelas filosóficas en todas las Universidades de la cristiandad, fundándose sobre ciertos textos de Aristóteles, enseñan otra doctrina, y dicen, por lo que respecta a la visión, que la cosa vista emite de sí, por todas partes, una especie visible, aparición o aspecto, o cosa vista; la recepción de ello por el ojo constituye la visión. Y por lo que respecta a la audición, dicen que la cosa oída emite de sí una especie audible, aspecto o cosa audible, que al penetrar en el oído en- gendra la audición. Incluso por lo que respecta a la causa de la com- prensión, dicen que la cosa comprendida emana de sí una especie inte- ligible, es decir, un inteligible que al llegar a la comprensión nos hace comprender. No digo esto con propósito de censurar lo que es cos- tumbre en las Universidades, sino porque como posteriormente he de referirme a su misión en el Estado, me interesa haceros ver en todas ocasiones qué cosas deben ser enmendadas al respecto. Entre ellas está la frecuencia con que usan elocuciones desprovistas de significa- ción.
QUE CUANDO una cosa permanece en reposo seguirá manteniéndo- se así a menos que algo la perturbe, es una verdad de la que nadie du- da; pero que cuando una cosa está en movimiento continuará movién- dose eternamente, a menos que algo la detenga, constituye una afir- mación no tan fácil de entender, aunque la razón sea idéntica (a saber: que nada puede cambiar por sí mismo). En efecto: los hombres no miden solamente a los demás hombres, sino a todas las otras cosas, por sí mismos: y como ellos mismos se encuentran sujetos, después del movimiento, a la pena y al cansancio, piensan que toda cosa tiende a cesar de moverse y procura reposar por decisión propia; tienen poco en cuenta el hecho de si no existe otro movimiento en el cual consista este deseo de descanso que advierten en sí mismos. En esto se apoya la afirmación escolástica de que los cuerpos pesados caen movidos por una apetencia de descanso, y se mantienen por naturaleza en el lugar que es más adecuado para ellos: de este modo se adscribe absurda- mente a las cosas inanimadas apetencia y conocimiento de lo que es bueno para su conservación (lo cual es más de lo que el hombre tiene).
Cuando un cuerpo se pone una vez en movimiento, se mueve eterna- mente (a menos que algo se lo impida); y el obstáculo que encuentra no puede detener ese movimiento en un instante, sino con el transcur- so del tiempo, y por grados. Y del mismo modo que vemos en el agua cómo, cuando el viento cesa, las olas continúan batiendo durante un espacio de tiempo, así ocurre también con el movimiento que tiene lugar en las partes internas del hombre, cuando ve, sueña, etc. En efec- to: aun después que el objeto ha sido apartado de nosotros, si cerramos los ojos seguiremos reteniendo una imagen de la cosa vista, aunque menos precisa que cuando la veíamos. Tal es lo que los latinos llama- ban imaginación, de la imagen que en la visión fue creada: y esto mismo se aplica aunque impropiamente, a todos los demás sentidos.
Los griegos, en cambio, la llamaban fantasía, que quiere decir apa- riencia, y es tan peculiar de un sentido como de los demás. Por consi- guiente, la IMAGINACIÓN no es otra cosa sino una sensación que se debilita; sensación que se encuentra en los hombres y en muchas otras criaturas vivas, tanto durante el sueño como en estado de vigilia. La debilitación de las sensaciones en el hombre que se halla en estado de vigilia no es la debilitación del movimiento que tiene lugar en las sensaciones: más bien es una obnubilación de ese movimiento, algo análogo a como la luz del sol obscurece la de las estrellas. En efecto: las estrellas no ejercen menos en el día que por la noche la virtud que las hace visibles. Pero así como entre las diferentes solicitaciones que nuestros ojos, nuestros oídos y otros órganos reciben de los cuerpos externos, sólo la predominante es sensible, así también, siendo pre- dominante la luz del sol, no impresiona nuestros sentidos la acción de las estrellas. Cuando se aparta de nuestra vista cualquier objeto, la impresión que hizo en nosotros permanece: ahora bien, como otros objetos más presentes vienen a impresionarnos, a su vez, la imagina- ción del pasado se obscurece y debilita; así ocurre con la voz del hombre entre los rumores cotidianos. De ello se sigue que cuanto más largo es el tiempo transcurrido desde la visión o sensación de un obje- to, tanto más débil es la imaginación. El cambio continuo que se opera en el cuerpo del hombre destruye, con el tiempo, las partes que se mo- vieron en la sensación; a su vez la distancia en el tiempo o en el espa- cio producen en nosotros el mismo efecto. Y del mismo modo que a gran distancia de un lugar el objeto a que miráis os aparece minúsculo y no hay posibilidad de distinguir sus detalles; y así como, de lejos, las voces resultan débiles e inarticuladas, así, también, después de un gran lapso de tiempo, nuestra imagen del pasado se debilita, y, por ejemplo, perdemos de las ciudades que hemos visto, el recuerdo de muchas calles; y de las acciones, muchas particulares circunstancias. Esta sen- sación decadente, si queremos expresar la misma cosa (me refiero a la fantasía) la llamamos imaginación, como ya dije antes: pero cuando queremos expresar ese decaimiento y significar que la sensación se 'atenúa, envejece y pasa, la llamamos memoria. Así imaginación y memoria son una misma cosa que para diversas consideraciones po- see, también, nombres diversos.
Memoria. Una memoria copiosa o la memoria de muchas cosas se denomina experiencia. La imaginación se refiere solamente a aquellas cosas que antes han sido percibidas por los sentidos, bien sea de una vez o por partes, en tiempos diversos; la primera (que consiste en la imaginación del objeto entero tal como fue presentado a los sentidos) es simple imaginación; así ocurre cuando alguien imagina, un hombre o un caballo que vio anteriormente. La otra es compuesta, como cuan- do de la visión de un hombre en cierta ocasión, y de un caballo en otra, componemos en nuestra mente la imagen de un centauro. Así, también, cuando un hombre combina la imagen de su propia persona con la imagen de las acciones de otro hombre; por ejemplo, cuando un hombre se imagina a si mismo ser un Hércules o un Alejandro (cosa que ocurre con frecuencia a quienes leen novelas en abundancia), se trata de una imaginación compuesta, pero propiamente de una ficción mental. Existen también otras imágenes que se producen en los hom- bres (aunque en estado de vigilia) a causa de una gran impresión reci- bida por los sentidos. Por ejemplo, cuando se mira fijamente al sol, la impresión deja ante nuestros ojos, durante largo tiempo, una imagen de dicho astro; cuando se mira con fijeza y de un modo prolongado figuras geométricas, el hombre en la obscuridad (aunque esté despier- to) tiene luego imágenes de líneas y ángulos ante sus ojos: este género de fantasía no tiene nombre particular, por ser algo que comúnmente no cae bajo el discurso humano.
Ensueños. Las imaginaciones de los que duermen constituyen lo que llamamos ensueños. También éstas, como todas las demás imagina- ciones, han sido percibidas antes, totalmente o en partes, por los senti- dos. Y como el cerebro y los nervios, necesarios a la sensación, que- dan tan aletargados en el sueño que difícilmente se mueven por la ac- ción de los objetos externos, durante el sueño no puede producirse otra imaginación ni, en consecuencia, otro ensueño sino el que proce- de de la agitación de las partes internas del cuerpo humano. Dada la conexión que tienen con el cerebro y otros órganos, cuando estos ele- mentos internos se perturban, ponen a dichos órganos en movimiento: sólo que hallándose entonces algo aletargados los órganos de la sensa- ción y no existiendo un nuevo objeto que pueda dominarla u obscure- cerla con una impresión más vigorosa, el ensueño tiene que ser más claro en eI silencio de las sensaciones que lo son nuestros pensamien- tos en el estado de vigilia.
Y aun suele ocurrir que resulte difícil, y en ciertos casos imposible, distinguir exactamente entre sensación y ensueño. Por mí parte, cuan- do considero que en los sueños no pienso con frecuencia ni constan- temente en las mismas personas, lugares, objetos y acciones que cuan- do estoy despierto ; ni recuerdo durante largo rato una serie de pensa- mientos coherentes con los ensueños de otros tiempos; y como, además, cuando estoy despierto observo frecuentemente lo absurdo de los sueños, pero nunca sueño con lo absurdo de mis pensamientos en estado de vigilia, me satisface advertir que estando despierto yo sé que no sueño: mientras que cuando duermo me pienso estar despierto. Si advertimos que los ensueños son causados por la destemplanza de algunas partes internas del cuerpo, tendremos que esas diversas des- templanzas causarán, necesariamente, ensueños diferentes. Así acon- tece que cuando se tiene frío estando echado se sueña con cosas de terror, y surge la idea o imagen de algún objeto temible (siendo recí- proco el movimiento del cerebro a las partes internas, y de las partes internas al cerebro); del mismo modo que la cólera causa calor en al- gunas partes del cuerpo cuando estamos despiertos, así, cuando dor- mimos, el exceso de calor de las mismas partes causa cólera, y engen- dra en el cerebro la imagen de un enemigo. De la misma manera la pasión natural, cuando estamos despiertos, engendra deseo; y el deseo produce calor en otras ciertas partes del cuerpo; así también el exceso de ardor en estas partes, cuando estamos durmiendo, sucede en el ce- rebro la imagen de algún anhelo antes sentido. En suma, nuestros en- sueños son el reverso de nuestras imágenes en estado de vigilia. Sólo que cuando estamos despiertos el movimiento se inicia en un extremo, y cuando dormimos, en otro.
Apariciones y visiones. La mayor dificultad en discriminar los ensue- ños de un hombre y sus pensamientos en estado de vigilia se advierte cuando por accidente dejamos de observar que estamos durmiendo, casa que fácilmente ocurre al hombre que está lleno de terribles pen- samientos, y cuya ¡conciencia se halla perturbada, hasta el punto de que duerme .aun en circunstancias extrañas, por ejemplo al acostarse o al desnudarse, lo mismo que otros dormitan en el sillón. En efecto: quien está apenado y se afana, en vano, por dormir, si una fantasía extraña o exorbitante se le aparece, fácilmente propenderá a pensar en un ensueño. Cuentan de Marco Bruto (un personaje a quien dio vida Julio César, y le hizo su favorito, no obstante lo cual fue asesinado por él) que en Philippi, la noche de la víspera de la batalla contra César Augusto, vio una aparición espantable que los historiadores presentan, por lo común, como una visión; ahora bien, teniendo en cuenta las circunstancias, fácilmente podemos inferir que no se trataba sino de un ensueño fugaz. Hallándose sentado en su tienda, pensativo y con- turbado por el acto cometido, no fue difícil para él, aterido de frío co- mo estaba, soñar acerca de lo que más le afligía: ese mismo temor le hizo despertar gradualmente, con lo cual la aparición fue desvanecién- dose poco a poco. Y como no tenia seguridad de estar durmiendo, no había motivo para pensar que todo ello fuera un ensueño ni cosa dis- tinta de una visión. Esta eventualidad no es muy rara, pues incluso los que están perfectamente despiertos, cuando tienen miedo y son supers- ticiosos, y se hallan poseídos por terribles ideas, al estar solos en la obscuridad se ven sujetos a tales fantasías, y creen ver espíritus y fan- tasmas de hombres muertos paseando por los cementerios. En todo ello no hay otra cosa que su fantasía, o bien el fraude de ciertas perso- nas que, abusando del temor ajeno, pasan disfrazadas, durante la no- che, por lugares que desean frecuentar sin ser conocidas.
De esta ignorancia para distinguir los ensueños, y otras fantasías, de la visión y de las sensaciones, surgieron en su mayor parte las creencias religiosas de los gentiles, en los tiempos pasados, cuando se adoraba a sátiros, faunos, ninfas y otras ficciones por el estilo: tal es, también, ahora, el origen del concepto que la gente vulgar tiene de hadas, fan- tasmas y duendes, así como del poder de las brujas. En cuanto a estas últimas no creo que su brujería encierre ningún poder efectivo: pero justamente se las castiga por la falsa creencia que tienen de ser causa de maleficio, y, además, por su propósito de hacerlo si pudieran: sus actividades se hallan más cerca de una nueva religión que de un arte o ciencia. En cuanto a las hadas y fantasmas de ambulantes, el concepto que sobre ellos se tiene se inició seguramente, o por lo menos no ha sido contradicho, para acreditar el uso de exorcismos, cruces, agua bendita y otras parecidas invenciones de personas supersticiosas. A pesar de ello no hay duda de que Dios puede hacer apariciones fuera de lo natural: pero que las haga tan frecuentemente que los hombres hayan de temer tales cosas más que temen la continuidad o el cambio en el curso de la Naturaleza (que también puede permanecer o cam- biar), no es artículo de fe cristiana. Ahora bien, los hombres malvados, bajo el pretexto de que Dios puede hacerlo todo, son tan osados que dicen todo aquello que sirve a sus propósitos, aunque sepan que, es falso. Es cosa inherente a la condición de un hombre sabio no creer en ello sino cuando la buena razón haga dignas de crédito las cosas afir- madas. Si esta superstición, este temor a los espíritus fuese eliminado, y con ello los pronósticos a base de ensueños y otras cosas concomi- tantes -mediante las cuales algunas personas ambiciosas de poder abusan de las gentes sencillas- los hombres estarían más aptos que lo están para la obediencia cívica.
Tal debería ser la misión de las escuelas, pero más bien tienden a ali- mentar semejantes doctrinas. Porque (no sabiendo lo que son la ima- ginación y las sensaciones) enseñan aquello que por tradición cono- cen. Así afirman algunos que las imaginaciones surgen en nosotros mismos y no tienen causa. Otros aseguran que más comúnmente se producen por obra de la voluntad; que los pensamientos buenos son inspirados en el hombre por Dios, y los pensamientos malvados por el demonio: o que los pensamientos buenos resultan imbuidos (infusos) en el hombre por Dios, y los malignos por el demonio. Algunos dicen que los sentidos reciben las especies de las cosas y las entregan al sen- tido común: que el sentido común las transmite a la fantasía, y ésta la memoria, y la memoria al juicio; lo cual parece pura tradición de co- sas, con muchas palabras que no ayudan a la comprensión.
Entendimiento. La imaginación que se produce en el hombre (o en cualquier otra criatura dotada con la facultad de imaginar), por medio de palabras u otros signos voluntarios es lo que generalmente llama- mos entendimiento, que es común a los hombres y a los animales. Por el hábito, un perro llegará a entender la llamada o la reprimenda de su dueño, y lo mismo ocurrirá con otras bestias. El entendimiento que es peculiar al hombre, no es solamente comprensión de su voluntad, sino de sus concepciones y pensamientos, por la sucesión y agrupación de los nombres de las cosas en afirmaciones, negaciones y otras formas de expresión. De este género de entendimiento he de hablar más ade- lante.
POR consecuencia o serie de pensamientos comprendo la sucesión de un pensamiento a otro; es lo que, para distinguirlo del discurso en pa- labras, denominamos discurso mental. Cuando un hombre piensa en una cosa cualquiera, su pensamiento inmediatamente posterior no es, en definitiva, tan casual como pudiera parecer. Un pensamiento cual- quiera no sucede a cualquier otro pensamiento de modo indiferente.
Del mismo modo que no tenemos imágenes, a no ser que antes haya- mos tenido sensaciones, en conjunto o en partes, así tampoco tenemos transición de una imagen a otra si antes no la hemos tenido en nuestras sensaciones. La razón de ello es la siguiente. Todas las fantasías son movimientos efectuados dentro de nosotros, reliquias de los que se han operado en la sensación. Estos movimientos que inmediatamente se suceden en las sensaciones, siguen hallándose, también, conjuntos después de ellas. Asi, al volver a ocupar el primer movimiento un lu- gar predominante, continúa el segundo por coherencia' con la materia movida, como el agua sobre una mesa puede ser empujada de una parte a otra y guiada por el dedo. Pero como en las sensaciones, tras una sola y misma cosa percibida, viene una vez una cosa y otras otra, así ocurre también en el tiempo, que al imaginar una cosa no podemos tener certidumbre de lo que habremos de imaginar a continuación.
Sólo una cosa es cierta: algo debe haber que sucedió antes, en un tiempo u otro.
Serie de pensamientos sin orientación. Esta serie de pensamientos o discurso mental es de dos clases. La primera carece de orientación y designio, es inconstante; no hay en ella pensamiento apasionado que gobierne y atraiga hacia sí mismo a los que le siguen, constituyéndose en fin u objeto de algún deseo o de otra pasión. En tal caso se dice que los pensamientos fluctúan y parecen incoherentes uno respecto a otro, como en el sueño. Tales son, comúnmente, los pensamientos de los seres humanos que no sólo están aislados, sino también sin preocupa- ción por cualquiera otra cosa. Incluso puede ocurrir que estos pensa- mientos sean tan activos como en otros tiempos, pero carezcan de ar- monía, como el sonido de un laúd sin templar en manos de cualquier hombre; o templado, en manos de alguien que no supiera tocar. Aun en esta extraña disposición de la mente un hombre percibe muchas veces el hilo y la dependencia de un pensamiento con respecto a otro.
Así en un coloquio acerca de nuestra guerra civil presente ¿qué cosa sería más desatinada, en apariencia, que preguntar (como alguien lo hizo) cuál era el valor de un dinero romano? Aun así, la coherencia, a juicio mío, era bastante evidente, porque el pensamiento de la guerra traía consigo el de la entrega del rey a sus enemigos; este pensamiento sugería el de la entrega de Cristo; ésta, a su vez, el de los treinta dine- ros que fue el precio de aquella traición: fácilmente se infiere de aquí aquella maliciosa cuestión; y todo esto en un instante, porque el pen- samiento es veloz.
Serie de pensamientos regulados. El segundo es más constante, puesto que está regulado por algún deseo y designio. La impresión hecha por las cosas que deseamos o tememos es, en efecto, intensa y permanente o (cuando cesa por algún tiempo) de rápido retomo: tan fuerte es, a veces, que impide y rompe nuestro sueño. Del deseo surge el pensa- miento de algunos medios que hemos visto producir efectos análogos a aquellos que perseguimos; del pensamiento de estos efectos brota la idea de los medios conducentes a ese fin, y así sucesivamente hasta que llegamos a algún comienzo que está dentro de nuestras posibili- dades. Y como el fin, por la grandeza de la impresión viene con fre- cuencia a la mente, si nuestros pensamientos comienzan a disiparse, rápidamente son conducidos otra vez al recto camino. Observado esto por uno de los siete sabios, ello le indujo a dar a los hombres este con- sejo que ahora recordamos: Respice finem. Es decir, en todas vuestras acciones, considerad infrecuente aquello que queréis poseer, porque es la cosa que dirigirá todos vuestros pensamientos al camino para alcan- zarlo.
La serie de pensamientos regulados es de dos clases. Una cuando tra- tamos de inquirir las causas o medios que producen un efecto imagi- nado: este género es común a los hombres y a los animales. Otra cuando, imaginando una cosa cualquiera, tratamos de determinar los efectos posibles que se pueden producir con ella; es decir, imaginar lo que podemos hacer con una cosa cuando la tenemos. De esta especie de pensamientos en ningún tiempo y fin percibimos muestra alguna sino sólo en el hombre ésta es, en efecto, una particularidad que rara- mente ocurre en la naturaleza de cualquiera otra criatura viva que no tenga más pasiones que las sensoriales, tales como el hambre, la sed, el apetito sexual y la cólera. En suma, el discurso mental, cuando está gobernado por designios, no es sino búsqueda o facultad de invención, lo que los latinos llamaban sagacitas y solertia; una averiguación de las causas de algún efecto presente o pasado, o de los efectos de algu- na causa pasada o presente. A veces el hombre busca lo que ha perdi- do; y desde el momento, lugar y tiempo en que advierte la falta, su mente retrocede de lugar en lugar y de tiempo en tiempo, para hallar dónde y cuándo la tenía; esto es, para encontrar un tiempo y un lugar evidentes y unos límites dentro de los cuales dar comienzo a una metódica investigación. Luego, desde allí, vuelven sus pensamientos hacia los mismos lugares y tiempos para hallar qué acción o qué con- tingencia pueden haberle hecho perder la cosa.
Remembranza. Es lo que denominamos remembranza o invocación a la mente: los latinos la llamaban reminiscentia, por considerarla como un reconocimiento de nuestras acciones anteriores.
A veces el hombre conoce un lugar determinado dentro del ámbito en el cual ha de inquirir; entonces sus pensamientos hurgan en ese sitio por todas sus partes, del mismo modo que registraríamos una habita- ción para hallar una joya; o como un perro de caza recorrería el campo hasta encontrar el rastro; o como alguien consultaría el diccionario para hallar una rima.
Prudencia. En ocasiones un hombre desea saber el curso de determi- nada acción; entonces piensa en alguna acción pretérita semejante yen las consecuencias ulteriores de ella, presumiendo que a acontecimien- tos iguales han de suceder acciones iguales. Cuando uno quiere prever lo que ocurrirá con un criminal recuerda lo que ha visto ocurrir en crímenes semejantes: el orden de sus pensamientos es éste: el crimen, los agentes judiciales, la prisión, el juez y la horca. Este género de pensamiento se llama previsión, prudencia o providencia; a veces sa- biduría; aunque tales conjeturas, dada la dificultad de observar todas las circunstancias, resulten muy falaces. Mas es lo cierto que algunos hombres tienen una experiencia mucho mayor de las cosas pasadas que otros, y en la misma medida son más prudentes; sus previsiones raramente fallan. El presente sólo tiene dila realidad en la Naturaleza; las cosas pasadas tienen una realidad en la memoria solamente; pero las cosas por venir no tienen realidad alguna. El futuro no es sino una ficción de la mente, que aplica las consecuencias de las acciones pasa- das a las acciones presentes; quien tiene mayor experiencia hace esto con mayor certeza; pero no con certeza suficiente. Y aunque se llama prudencia, cuando el acontecimiento responde a lo que esperamos, no es, por naturaleza, sino presunción. En erecto, la presunción de las cosas por venir, que es providencia, pertenece sólo a Aquél por cuya voluntad sobrevienen. De Él solamente, y por modo sobrenatural, pro- cede la profecía. El mejor profeta, naturalmente, es el más perspicaz; y el más perspicaz es el más versado e instruido en las materias que ex- amina, porque tiene mayor cantidad de signos que observar.
Signos. Un signo es el acontecimiento antecedente del consiguiente; y, por el contrario, el consiguiente del antecedente, cuando antes han sido observadas las mismas consecuencias. Cuanto más frecuentemen- te han sido observadas, tanto menos incierto es el signo y, por tanto, quien tiene más experiencia en cualquiera clase de negocios, dispone de más signos para avizorar el tiempo futuro. Como consecuencia es el más prudente, y mucho más prudente que quien es nuevo en aquel género de negocios y no tiene, como compensación, cualquiera venta- ja de talento natural y desusado: aunque a veces, muchos jóvenes piensan lo contrario.
No obstante no es la prudencia lo que distingue al hombre de la bestia. Hay animales que teniendo un año observan más, y persiguen lo que es bueno para ellos con mayor prudencia que un niño puede hacerlo a los diez.
Conjetura del tiempo pasado. La prudencia es una presunción del fu- turo basada en la experiencia del pasado; pero existe también una pre- sunción de cosas pasadas, deducida de otras cosas que no son futuras, sino pasadas también. Quien ha visto por qué procedimientos y grados un Estado floreciente cae primero en la guerra civil y luego en la rui- na, a la vista de la ruina de cualquier otro Estado inducirá que las cau- sas de ello fueron las mismas guerras y los mismos sucesos. Pero esta conje- tura tiene el mismo grado de incertidumbre que la conjetura del futu- ro; ambas están basadas solamente sobre la experiencia.
Por lo que yo recuerdo no existe otro acto de la mente humana, conna- tural a ella, y que no necesite otra cosa para su ejercicio sino haber nacido hombre y hacer uso de los cinco sentidos. Por el estudio y el trabajo se adquieren e incrementan aquellas otras facultades de las que hablaré poco a poco, y que parecen exclusivas del hombre. Muchos hombres van adquiriéndolas mediante instrucción y disciplina, y todas derivan de la invención de las palabras y del lenguaje. Porque aparte de las sensaciones y de los pensamientos, la mente del hombre no co- noce otro movimiento, si bien con ayuda del lenguaje y del método, las mismas facultades pueden ser elevadas a tal altura que distingan al hombre de todas las demás criaturas vivas.
Cualquiera cosa que imaginemos es finita. Por consiguiente, no hay idea o concepción de ninguna clase que podamos llamar infinita. Ningún hombre puede tener en su mente una imagen de cosas infinitas ni concebir la infinita sabiduría, el tiempo infinito, la fuerza infinita o el poder infinito. Cuando decimos de una cosa que es infinita, signifi- camos solamente que no somos capaces de abarcar los términos y límites de la cosa mencionada, con lo que no tenemos concepción de la cosa, sino de nuestra propia incapacidad. De aquí resulta que eI nombre de Dios es usado no para que podamos concebirlo (puesto que es incomprensible, y su grandeza y poder resultan imposibles de con- cebir) sino para que podamos honrarle. Así (tal como dije antes), cualquiera cosa que concebimos ha sido anteriormente percibida por los sentidos, de una vez o por partes, y un hombre no puede tener idea que represente una cosa no sujeta a sensación. En .consecuencia, nadie puede concebir una cosa sino que debe concebirla situada en algún lugar, provista de una determinada magnitud y susceptible de dividirse en partes; no puede ser que una cosa esté toda en este sitio y toda en otro lugar, al mismo tiempo; ni que dos o más cosas estén, a la vez, en un mismo e idéntico lugar. Porque ninguna de estas cosas es o puede ser nunca incidental a la sensación; ello no son sino afirmaciones ab- surdas, propaladas -sin razón alguna- por filósofos fracasados y por escolásticos engañados o engañosos.
Origen del lenguaje. La invención de la imprenta, aunque ingeniosa, no tiene gran importancia si se la compara con la invención de las letras. Pero ignoramos quién fue el primero en hallar el uso de las le- tras. Dicen los hombres que quien en primer término las trajo a Grecia fue Cadmo, hijo de Agenor, rey de Fenicia. Fue, ésta, una invención provechosa para perpetuar la memoria del tiempo pasado, y la conjun- ción del género humano, disperso en tantas y tan distintas regiones de la tierra; y tuvo gran dificultad, como que procede de una cuidadosa observación de los diversos movimientos de la lengua, del paladar, de los labios y de otros órganos de la palabra; añádase, además, a ello la necesidad de establecer distinciones de caracteres, para recordarlas.
Pero la más noble y provechosa invención de todas fue la del lenguaje, que se basa en nombres o apelaciones, y en las conexiones de ellos. Por medio de esos elementos los hombres registran sus pensamientos, los recuerdan cuando han pasado, y los enuncian uno a otro para mu- tua utilidad y conversación. Sin él no hubiera existido entre los hom- bres ni gobierno ni sociedad, ni contrato ni paz, ni más que lo existen- te entre leones, osos y lobos. El primer autor del lenguaje fue Dios mismo, quien instruyó a Adán cómo llamar a las criaturas que iba pre- sentando ante su vista. La Escritura no va más lejos en esta materia.
Ello fue suficiente para inducir al hombre a añadir nombres nuevos, a medida que la experiencia y el uso de las criaturas iban dándole oca- sión, y para acercarse gradualmente a ellas de modo que pudiera hacerse entender. Y así, andando el tiempo, ha ido formándose el len- guaje tal como lo usamos, aunque no tan copioso como un orador o filósofo lo necesita. En efecto, no encuentro cosa alguna en la Escritu- ra de la cual directamente o por consecuencia pueda inferirse que se enseñó a Adán los nombres de todas las figuras, cosas, medidas, colo- res, sonidos, fantasías y relaciones. Mucho menos los nombres de las palabras y del lenguaje, como general, especial, afirmativo, negativo, indiferente, optativo, infinitivo, que tan útiles son; y menos aún la de entidad, intencionalidad, quididad, y otras, insignificantes, de los Es- colásticos.
Todo este lenguaje ha ido produciéndose y fue incrementado por Adán y su posteridad, y quedó de nuevo perdido en la torre de Babel cuan- do, por la mano de Dios, todos los hombres fueron castigados, por su rebelión, con el olvido de su primitivo lenguaje. Y viéndose así forza- dos a dispersarse en distintas partes del mundo, necesariamente hubo de sobrevenir la diversidad de lenguas que ahora existe, derivándose por grados de aquélla, tal como lo exigía la necesidad (madre de todas las invenciones); y con el transcurso del tiempo fue creciendo de mo- do cada vez más copioso.
Uso del lenguaje. El uso general del lenguaje consiste en trasponer nuestros discursos mentales en verbales: o la serie de nuestros pensa- mientos en una serie de palabras, y esto con dos finalidades: una de ellas es el registro de las consecuencias de nuestros pensamientos, que siendo aptos para sustraerse de nuestra memoria cuando emprendemos una nueva labor, pueden ser recordados de nuevo por las palabras con que se distinguen. Así, el primer uso de los nombres es servir como marcas o notas del recuerdo. Otro uso se advierte cuando varias per- sonas utilizan las mismas palabras para significar (por su conexión y orden), una a otra, lo que conciben o piensan de cada materia; y tam- bién lo que desean, temen o promueve en ellos otra pasión. Y para este uso se denominan signos. Usos especiales del lenguaje son los siguientes: primero, registrar lo que por meditación hallamos ser la causa de todas las cosas, presentes o pasadas, y lo que a juicio nuestro las cosas presentes o pasadas puedan producir, o efecto, lo cual, en suma es el origen de las artes. En segundo término, mostrar a otros el conocimiento que hemos adquirido, lo cual significa aconsejar y ense- ñar uno a otro. En tercer término, dar a conocer a otros nuestras volun- tades y propósitos, para que podamos prestarnos ayuda mutua. En cuarto lugar, complacernos y deleitarnos nosotros y los demás, jugan- do con nuestras palabras inocentemente, para deleite nuestro.
Abusos del lenguaje. A estos usos se oponen cuatro vicios correlati- vos: Primero, cuando los hombres registran sus pensamientos equivo- cadamente, por la inconstancia de significación de sus palabras; con ellas registran concepciones que nunca han concebido, y se engañan a sí mismos. En segundo lugar, cuando usan las palabras metafórica- mente, es decir, en otro sentido distinto de aquel para el que fueron establecidas, con lo cual engañan a otros. En tercer lugar, cuando por medio de palabras declaran cuál es su voluntad, y no es cierto. En cuarto término, cuando usan el lenguaje para agraviarse unos a otros: porque viendo cómo la Naturaleza ha armado a las criaturas vivas, algunas con dientes, otras con cuernos, y algunas con manos para ata- car al enemigo, constituye un abuso del lenguaje agraviarse con la lengua, a menos que nuestro interlocutor sea uno a quien nosotros estamos obligados a dirigir; en tal caso ello no implica agravio, sino correctivo y enmienda.
La manera como el lenguaje se utiliza para recordar la consecuencia de causas y efectos, consiste en la aplicación de nombres y en la co- nexión de ellos.
Nombres propios y comunes universales. De los nombres, algunos son propios y peculiares de una sola cosa, como Pedro, Juan, este hombre, este árbol: algunos, comunes a diversas cosas, como hombre, caballo, animal. Aun cuando cada uno de éstos sea un nombre, es, no obstante, nombre de diversas cosas particulares; consideradas todas en conjunto constituyen lo que se llama un universal. Nada hay universal en el mundo más que los nombres, porque cada una de las cosas denomina- das es individual y singular.
El nombre universal se aplica a varias cosas que se asemejan en cier- tas cualidades u otros accidentes. Y mientras que un nombre propio recuerda solamente una cosa, los universales recuerdan cada una de esas cosas diversas.
De los nombres universales algunos son de mayor extensión, otros de extensión más pequeña; los de comprensión mayor son los menos am- plios: y algunos, a su vez, que son de igual extensión, se comprenden uno a otro, recíprocamente. Por ejemplo, el nombre cuerpo es de sig- nificación más amplia que la palabra hombre, y la comprende; los nombres hombre y racional son de igual extensión, y mutuamente se comprenden uno a otro. Pero ahora, conviene advertir que mediante un nombre no siempre se comprende, como en la gramática, una sola palabra, sino, a veces, por circunlocución, varias palabras juntas. To- das estas palabras: el que en sus acciones observa las leyes de su país, hacen un solo nombre, equivalente a esta palabra singular: justo.
Mediante esta aplicación de nombres, unos de significación más am- plia, otros de significación más estricta, convertimos la agrupación de consecuencias de las cosas imaginadas en la mente, en agrupación de las consecuencias de sus apelaciones. Así, cuando un hombre que ca- rece en absoluto del uso de la palabra (por ejemplo, el que nace y si- gue siendo perfectamente sordo y mudo), ve ante sus ojos un triángulo y, junto a él, dos ángulos rectos, (tales como son los ángulos de una figura cuadrada) puede, por meditación, comparar y advertir que los tres ángulos de ese triángulo son iguales a los dos ángulos rectos que estaban junto a él. Pero si se le muestra otro triángulo, diferente, en su traza, del primero, no se dará cuenta, sin un nuevo esfuerzo, de si los tres ángulos de éste son, también, iguales a los de aquél. Ahora bien, quien tiene el uso de la palabra, cuando observa que semejante igual- dad es una consecuencia no ya de la longitud de los lados ni de otra peculiaridad de ese triángulo, sino, solamente, del hecho de que los lados son líneas rectas, y los ángulos tres, y de que ésta es toda la razón de por qué llama a esto un triángulo, llegará a la conclusión uni- versal de que semejante igualdad de ángulos tiene lugar con respecto a un triángulo cualquiera, y entonces resumirá su invención en los si- guientes términos generales: Todo triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos ángulos rectos. De este modo la consecuencia advertida en un caso particular llega a ser registrada y recordada como una nor- ma universal; así, nuestro recuerdo mental se desprende de las cir- cunstancias de lugar y tiempo, y nos libera de toda labor mental, salvo la primera; ello hace que lo que resultó ser verdad aquí y ahora, será verdad en todos los tiempos y lugares.
Ahora bien, el uso de palabras para registrar nuestros pensamientos en nada resulta tan evidente como en la numeración. Un imbécil de na- cimiento, que nunca haya podido aprender de memoria el orden de los términos numerales, como uno, dos y tres, puede observar cada uno de los toques de la campana y asentir a ellos, o decir uno, uno, uno; pero nunca sabrá qué hora es. Parece ser que existió un tiempo en que las denominaciones numéricas no estaban en uso; entonces afanábanse los hombres en utilizar los dedos de una o de las dos manos para las cosas que deseaban contar; de aquí procede que en la actualidad nuestras expresiones numerales sean diez en diversas naciones, si bien en algu- nas son cinco, después de lo cual se vuelve a comenzar de nuevo.
Quien puede contar hasta diez, si recita los números sin orden, se per- derá a sí mismo y no sabrá lo que ha hecho: mucho menos podrá su- mar y restar, realizar todas las demás operaciones de la aritmética. Así que sin palabras no hay posibilidad de calcular números; mucho me- nos magnitudes, velocidades, fuerza y otras cosas cuyo cálculo es tan necesario para la existencia o el bienestar del género humano.
Cuando dos nombres se reúnen en una consecuencia o afirmación co- mo, por ejemplo, un hombre es una criatura viva, o bien si él es un hombre es una criatura viva, si la última denominación, criatura viva, significa todo lo que significa el primer nombre, hombre, entonces la afirmación o consecuencia es cierta; en otro caso, es falsa. En efecto: verdad y falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Y donde no hay lenguaje no existe ni verdad ni falsedad. Puede haber error como cuando esperamos algo que no puede ser, o cuando sospecha- mos algo que no ha sido: pero en ninguno de los dos casos puede ser imputada a un hombre falta de verdad.
Necesidad de las definiciones. Si advertimos, pues, que la verdad con- siste en la correcta ordenación de los nombres en nuestras afirmacio- nes, un hombre que busca la verdad precisa tiene necesidad de recor- dar lo que significa cada uno de los nombres usados por él, y colocar- los adecuadamente; de lo contrario se encontrará él mismo envuelto en palabras, como un pájaro en el lazo; y cuanto más se debata tanto más apurado se verá. Por esto en la Geometría (única ciencia que Dios se complació en comunicar al género humano) comienzan los hombres por establecer el significado de sus palabras; esta fijación de significa- dos se denomina definición, y se coloca en el comienzo de todas sus investigaciones.
Esto pone de relieve cuán necesario es para todos los hombres que aspiran al verdadero conocimiento examinar las definiciones de auto- res precedentes, bien para corregirlas cuando se han establecido de modo negligente, o bien para hacerlas por su cuenta. Porque los erro- res de las definiciones se multiplican por sí mismos a medida que la investigación avanza, y conducen a los hombres a absurdos que en definitiva se advierten sin poder evitarlos, so pena de iniciar de nuevo la investigación desde el principio ; en ello consiste el fundamento de sus errores. De aquí resulta que quienes se fían de los libros hacen como aquellos que reúnen diversas sumas pequeñas en una suma ma- yor sin considerar si las primeras sumas eran o no correctas; y dándose al final cuenta del error y no desconfiando de sus primeros fundamen- tos, no saben qué procedimiento han de seguir para aclararse a sí mismos los hechos. Limítanse a perder el tiempo mariposeando en sus libros como los pájaros que habiendo entrado por la chimenea y hallándose encerrados en una habitación, se lanzan aleteando sobre la falsa luz de una ventana de cristal, porque carecen de iniciativa para considerar qué camino deben seguir. Así en la correcta definición de los nombres radica el primer uso del lenguaje, que es la adquisición de la ciencia. Y en las definiciones falsas, es decir, en la falta de defini- ciones, finca el primer abuso del cual proceden todas las hipótesis falsas e insensatas; en ese abuso incurren los hombres que adquieren sus conocimientos en la autoridad de los libros y no en sus meditacio- nes propias; quedan así tan rebajados a la condición del hombre igno- rante, como los hombres dotados con la verdadera ciencia se hallan por encima de esa condición. Porque entre la ciencia verdadera y las doctrinas erróneas la ignorancia ocupa el término medio. El sentido natural y la imaginación no están sujetos a absurdo. La Naturaleza misma no puede equivocarse: pero como los hombres abundan en co- piosas palabras, pueden hacerse más sabios o más malvados que de ordinario. Tampoco es posible sin letras, para ningún hombre, llegar a ser extraordinariamente sabio o extraordinariamente loco (a menos que su memoria esté atacada por la enfermedad o por defectos de constitución de los órganos). Usan los hombres sabios las palabras para sus propios cálculos, y razonan con ellas: pero hay multitud de locos que las avalúan por la autoridad de un Aristóteles, de un Cicerón o de un Tomás, o de otro doctor cualquiera, hombre en definitiva.
Sujeta a nombres. Sujeta a nombres es cualquiera cosa que pueda en- trar en cuenta o ser considerada en ella, ser sumada a otra para com- poner una suma, o sustraída de otra para dejar una diferencia. Los lati- nos daban a las cuentas el nombre de rationes, y al contar ratiocinatio: y lo que en las facturas o libros llamamos partidas, ellos lo llamaban nomina, es decir, nombres: y de aquí parece derivarse que extendieron la palabra ratio a la facultad de computar en todas las demás cosas. Los griegos tienen una sola palabra, , para las dos cosas: len- guaje y razón. No quiere esto decir que pensaran que no existe lengua- je sin razón; sino que no hay raciocinio sin lenguaje. Y al acto de ra- zonar lo llamaban siIogismo, que significa resumir la consecuencia de una cosa enunciada, respecto a otra. Y como las mismas cosas pueden considerarse respecto a diversos accidentes, sus nombres se establecen y diversifican reflejando esta diversidad. Esta diversidad de nombres puede ser reducida a cuatro grupos generales.
En primer término, una cosa puede considerarse como materia o cuer- po; como viva, sencilla, racional, caliente, fría, movida, quieta; bajo todos estos nombres se comprende la palabra materia o cuerpo; todos ellos son nombres de materia.
En segundo lugar puede entrar en cuenta o ser considerado algún ac- cidente o cualidad que concebimos estar en las cosas como, por ejem- plo, ser movido, ser tan largo, estar caliente, etc.; entonces, del nom- bre de la cosa misma, por un pequeño cambio de significación, hace- mos un nombre para el accidente que consideramos; y para viviente tomamos en consideración vida; para movido, movimiento; para ca- liente, calor; para largo, longitud; y así sucesivamente. Todas esas denominaciones son los nombres de accidentes y propiedades median- te los cuales una materia y cuerpo se distingue de otra. Todos estos son llamados nombres abstractos, porque se separan (no de la materia sino) del cómputo de la materia.
En tercer lugar consideramos las propiedades de nuestro propio cuer- po mediante las cuales hacemos distinciones: cuando una cosa es vista por nosotros consideramos no la cosa misma, sino la vista, el color, la idea de ella en la imaginación; y cuando una cosa es oída no captamos la cosa misma, sino la audición o sonido solamente, que es fantasía o concepción de ella, adquirida por el oído: y estos son nombres de imágenes.
Uso de nombres positivos. En cuarto lugar tomamos en cuenta, consi- deramos y damos nombres a los nombres mismos y a las expresiones: en efecto, general, universal, especial, equivoco, son nombres de nombres. Y afirmación, interrogación, narración, silogismo, oración y otros análogos son nombres de expresiones. Esta es toda la variedad de los nombres que denominamos positivos, los cuales se establecen para señalar algo que está en la Naturaleza o que puede ser imaginado por la mente del hombre, como los cuerpos que existen o cuya exis- tencia puede concebirse; o los cuerpos que tienen propiedades o pue- den imaginarse provistos de ellas; o las palabras y expresiones.
Nombres negativos y sus usos. Existen también otros nombres llama- dos negativos, y son notas para significar que una palabra no es nom- bre de la cosa en cuestión; tal ocurre con las palabras nada, nadie, in- finito, indecible, tres no son cuatro, etc., y otras semejantes. No obs- tante, tales palabras son usuales en el cálculo o en la corrección del cálculo, y aunque no son nombres de ninguna cosa, nos recuerdan nuestras pasadas cogitaciones, porque nos hacen rehusar la admisión de nombres que no se usan correctamente.
Palabras sin significación. Todos los demás nombres no son sino so- nidos sin sentido y son de dos clases. Una cuando son nuevos y su significado no está aún explicado por definición; gran abundancia de ellos ha sido puesta en circulación por los escolásticos y los filósofos enrevesados.
Otra, cuando se hace un nombre de dos nombres, cuyos significados son contradictorios e inconsistentes, como, por ejemplo, ocurre con la denominación de cuerpo incorporal o (lo que equivale a ello) sustancia incorpórea, y otros muchos. En efecto, en cualquier caso en que una afirmación es falsa, si los dos nombres de que está compuesta se reú- nen formando uno, no significan nada en absoluto. Por ejemplo, si es una afirmación falsa la de decir, que un círculo es un cuadrado, la fra- se círculo cuadrado no significará nada, sino un mero sonido. Del mismo modo es falso decir que la virtud puede ser insuflada o infusa: las palabras virtud insuflada, virtud infusa son tan absurdas y despro- vistas de significación como círculo cuadrado. Difícilmente os encon- traréis con una palabra sin sentido y significación que no esté hecha con algunos nombres latinos y griegos. Un francés raramente oirá lla- mar a su Salvador con el nombre de Palabra, sino con el de Verbo; y, sin embargo, palabra y verbo no difieren sino en que la una es latín y la otra francés.
Comprensión. Cuando un hombre, después de oír una frase, tiene los pensamientos que las palabras de dicha frase y su conexión pretenden significar, entonces se dice que la entiende: comprensión no es otra cosa sino concepción derivada del discurso. En consecuencia, si la palabra es peculiar al hombre (como lo es, a juicio nuestro), entonces la comprensión es también peculiar a él. Y por tanto, de absurdas y falsas afirmaciones, en el caso de que sean universales, no puede deri- varse comprensión; aunque algunos piensan que las entienden, no hacen sino repetir las palabras y fijarlas en su mente.
De las distintas expresiones que significan apetitos, aversiones y pa- siones de la mente humana., y de su uso y abuso hablaré cuando haya hablado de las pasiones.
Nombres inconstantes. Los nombres de las cosas que nos afectan, es decir lo que nos agrada y nos desagrada (porque la misma cosa no afecta a todos los hombres del mismo modo, ni a los mismos hombres en todo momento) son de significación inconstante en los discursos comunes de los hombres. Adviértase que los nombres se establecen para dar significado a nuestras concepciones, y que todos nuestros afectos no son sino concepciones; así, cuando nosotros concebimos de modo diferente las distintas cosas, difícilmente podemos evitar llamar- las de modo distinto. Aunque la naturaleza de lo que concebimos sea la misma, la diversidad de nuestra recepción de ella, motivada por las diferentes constituciones del cuerpo, y los prejuicios de opinión pre- stan a cada cosa el matiz de nuestras diferentes pasiones. Por consi- guiente, al razonar un hombre debe ponderar las palabras; las cuales, al lado de la significación que imaginamos por su naturaleza, tienen también un significado propio de la naturaleza, disposición e interés del que habla; tal ocurre con los nombres de las virtudes y de los vi- cios; porque un hombre llama sabiduría a lo que otro llama temor; y uno crueldad a lo que otro justicia; uno prodigalidad a lo que otro magnanimidad, y uno gravedad a lo que otro estupidez, etc. Por con- siguiente, tales nombres nunca pueden ser fundamento verdadero de cualquier raciocinio. Tampoco pueden serlo las metáforas y tropos del lenguaje, si bien éstos son menos peligrosos porque su inconsistencia es manifiesta, cosa que no ocurre en los demás.
Qué es la razón. Cuando un hombre razona, no hace otra cosa sino concebir una suma total, por adición de partes; o concebir un residuo, por sustracción de una suma respecto a otra: lo cual (cuando se hace por medio de palabras) consiste en concebir a base de la conjunción de los nombres de todas las cosas, el nombre del conjunto: o de los nom- bres de conjunto, de una parte, el nombre de la otra parte. Y aunque en algunos casos (como en los números), además de sumar y restar, los hombres practican las operaciones de multiplicar y dividir, no son sino las mismas, porque la multiplicación no es sino la suma de cosas igua- les, y la división la sustracción de una cosa tantas veces como sea po- sible. Estas operaciones no ocurren solamente con los números sino con todas las cosas que pueden sumarse unas a otras o sustraerse unas de otras. Del mismo modo que los aritméticos enseñan a sumar y a restar en números, los geómetras enseñan lo mismo con respecto a las líneas, figuras (sólidas y superficiales), ángulos, proporciones, tiem- pos, grados de celeridad, fuerza, poder, y otros términos semejantes: por su parte, los lógicos enseñan lo mismo en cuanto a las consecuen- cias de las palabras: suman dos nombres, uno con otro, para componer una afirmación; dos afirmaciones, para hacer un silogismo, y varios silogismos, para hacer una demostración; y de la suma o conclusión de un silogismo, sustraen una proposición para encontrar la otra. Los escritores de política suman pactos, uno con otro, para establecer de- beres humanos; y los juristas leyes y hechos, para determinar lo que es justo e injusto en las acciones de los individuos. En cualquiera materia en que exista lugar para la adición y la sustracción existe también lu- gar para la razón: y dondequiera que aquélla no tenga lugar, la razón no tiene nada que hacer.
La razón definida. A base de todo ello podemos definir (es decir, de- terminar) lo que es y lo que significa la palabra razón, cuando la in- cluimos entre las facultades mentales. Porque RAZÓN. en este senti- do, no es sino cómputo (es decir, suma y sustracción) de las conse- cuencias de los nombres generales convenidos para la caracterización y significación de nuestros pensamientos; empleo el término caracteri- zación cuando el cómputo se refiere a nosotros mismos, y significa- ción cuando demostramos o aprobamos nuestros cómputos con res- pecto a otros hombres.
Dónde está la verdadera razón. Del mismo modo que en Aritmética los hombres que no son prácticos yerran forzosamente, y los profeso- res mismos pueden errar con frecuencia, y hacer cómputos falsos, así en otros sectores del razonamiento, los hombres mas capaces, más atentos y más prácticos pueden engañarse a sí mismos e inferir falsas conclusiones. Porque la razón es, por sí misma, siempre una razón exacta, como la Aritmética es un arte cierto e infalible. Sin embargo, ni la razón de un hombre ni la razón de un número cualquiera de hom- bres constituye la certeza; ni un cómputo puede decirse que es correc- to porque gran número de hombres lo haya aprobado unánimemente.
Por tanto, así como desde el momento que hay una controversia res- pecto a un cómputo, las partes, por común acuerdo, y para establecer la verdadera razón, deben fijar como módulo la razón de un árbitro o juez, en cuya sentencia puedan ambas apoyarse (a falta de lo cual su controversia o bien degeneraría en disputa o permanecería indecisa por falta de una razón innata), así ocurre también en todos los debates, de cualquier género que sean. Cuando los hombres que se juzgan a sí mismos más sabios que todos los demás, reclaman e invocan a la ver- dadera razón como juez, pretenden que se determinen las cosas, no por la razón de otros hombres, sino por la suya propia; pero ello es tan intolerable en la sociedad de los hombres, como lo es en el juego, una vez señalado el triunfo, usar como tal, en cualquiera ocasión, la serie de la cual se tienen más cartas en la mano. No hacen, entonces, otra cosa tales hombres sino tomar como razón verdadera en sus propias controversias las pasiones que les dominan, revelando su carencia de verdadera razón con la demanda que hacen de ella.
Uso de la razón. El uso y fin de la razón no es el hallazgo de la suma y verdad de una o de pocas consecuencias, remotas de las primeras definiciones y significaciones establecidas para los nombres, sino en comenzar en éstas y en avanzar de una consecuencia a otra. No puede existir certidumbre respecto a la última conclusión sin una certidum- bre acerca de todas aquellas afirmaciones y negaciones sobre las cua- les se fundó e infirió la última. Si un jefe de familia, al establecer una cuenta, 'asentara los totales de las facturas pagadas, en una suma, sin tomar en consideración cómo cada una está sumada por quienes las comunicaron. ni lo que pagó por ellas, no adelantaría él mismo más que si aceptara la cuenta globalmente, confiando en la destreza y hon- radez de los acreedores: así, también, al inferir de todas las demás cosas establecidas, conclusiones por la confianza que le merecen, los autores, si no las comprueba desde los primeros elementos de cada cómputo (es decir, respecto a los signifi- cados de los nombres, establecidos por las definiciones) pierde su tiempo: y no sabe nada de las cosas, sino simplemente cree en ellas. Del error y del absurdo. Cuando un hombre calcula sin hacer uso de las palabras, lo cual puede hacerse en determinados casos (por ejem- plo, cuando a la vista de una cosa conjeturamos lo que debe precederla o lo que ha de seguirla), si lo que pensamos que iba a suceder no su- cede, o lo que imaginamos que precedería no ha precedido, llamamos a esto ERROR; a él están sujetos incluso la mayoría de los hombres prudentes. Pero cuando razonamos con palabras de significación gene- ral, y llegamos a una decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir, comúnmente, se le denomina error, es, en realidad, un AB- SURDO o expresión sin sentido. En efecto, el error no es sino una decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir; algo que aunque no hubiera pasado o no sobreviniera no entraña una imposibi- lidad efectiva. Pero cuando hacemos una afirmación general, a menos que sea una afirmación verdadera, la posibilidad de ella es inconcebi- ble. Las palabras de las cuales no percibimos más que el sonido son las que llamamos absurdas, insignificantes e insensatas. Por tanto, si un hombre me habla de un rectángulo redondo; o de accidentes del pan en el queso; o de substancias inmateriales; o de un sujeto libre, de una voluntad libre o de cualquiera cosa libre, pero libre de ser obsta- culizada por algo opuesto, yo no diré que está en un error, sino que sus palabras carecen de significación; esto es, que son absurdas. He dicho antes (en el capitulo II) que el hombre supera a todos los demás animales en la facultad de que, cuando concibe una cosa cual- quiera, es apto para inquirir las consecuencias de ella y los efectos que pueda producir. Añado ahora otro grado de la misma excelencia, el de que, mediante las palabras, puede reducir las consecuencias advertidas a reglas generales, llamadas teoremas o aforismos; es decir, que él puede razonar o calcular no solamente en números, sino en todas las demás cosas que pueden ser sumadas o restadas de otras.
Pero este privilegio va asociado a otro; nos referimos al privilegio del absurdo al cual ninguna criatura viva está sujeta, salvo el hombre. Y entre los hombres, más sujetos están a ella los que profesan la filosof- ía. Porque es una gran verdad lo que Cicerón decía de alguien: que no puede haber nada tan absurdo que sea imposible encontrarlo en los libros de los filósofos. Y la razón es manifiesta: ninguno de ellos co- mienza su raciocinio por las definiciones o explicaciones de los nom- bres que van a usarse, método solamente usado en Geometría, razón por la cual las conclusiones de esta ciencia se han hecho indiscutibles. Causas de absurdo. 1. La primera causa de las conclusiones absurdas la adscribo a la falta de método, desde el momento en que no se co- mienza el raciocinio con las definiciones, es decir, estableciendo el significado de las palabras: es como si se quisiera contar sin conocer el valor de los términos numéricos: 1, 2 y 3.
Y, como todos los cuerpos pueden considerarse desde distintos aspec- tos (a ello me he referido en el precedente capítulo), siendo estas con- sideraciones denominadas de diverso modo, origínanse distintas posi- bilidades de absurdo por la confusión y conexión inadecuada de sus nombres en las afirmaciones. Como consecuencia:
2. La segunda causa de las aserciones absurdas, la adscribo a la asig- nación de nombres de cuerpos a accidentes; o de accidentes a cuerpos.
En ellas incurren quienes dicen que la fe es inspirada o infusa, cuando nada puede ser insuflado o introducido en una cosa sino un cuerpo; o bien que la extensión es un cuerpo; que los fantasmas son espíritus, etc.
3. La tercera la adscribo a la asignación de nombres de accidentes de los cuerpos situados fuera de nosotros a los accidentes de nuestros propios cuerpos; en ella incurren los que dicen que el calor está en el cuerpo; el sonido en el oído, etc.
4. La cuarta, a la asignación de nombres de cuerpos a expresiones; como cuando se afirma que existen cosas universales, que una criatura viva es un género, o una cosa general, etc.
5. La quinta, a la asignación de nombres de accidentes a nombres y expresiones; como cuando se dice que la naturaleza de una cosa es su definición; que el mandato de un hombre es su voluntad, y así sucesi- vamente.
6. La sexta al uso de metáforas, tropos y otras figuras retóricas, en lugar de las palabras correctas. Por ejemplo, aunque sea legítimo de- cir, en la conversación común, que el camino va o conduce a tal o cual parte, o que el proverbio dice esto o aquello (cuando ni los caminos pueden conducir, ni hablar los proverbios), en la determinación e in- vestigación de la verdad no pueden admitirse tales expresiones.
7. La séptima a nombres que no significan nada, sino que se toman y aprenden rutinariamente en las Escuelas, como hipostático, transubs- tanciación, consubstanciación, eternoactual y otras cantinelas seme- jantes de los escolásticos.
Quien puede evitar estas cosas no es fácil que caiga en el absurdo, como no sea por la longitud de su raciocinio, caso en el cual puede olvidar lo que antes ocurrió. En efecto: todos los hombres, por natura- leza, razonan del mismo modo, y lo hacen bien, cuando tienen buenos principios. Porque, ¿quién sería tan estúpido para equivocarse en Geometría, y persistir en ello, si otros le señalan su error? Ciencia. De este modo se revela que la razón no es, como el sentido y la memoria, innata en nosotros, ni adquirida por la experiencia sola- mente, como la prudencia, sino alcanzada por el esfuerzo : en primer término, por la adecuada imposición de nombres, y, en segundo lugar, ,aplicando un método correcto y razonable, al progresar desde los elementos, que son los nombres, a las aserciones hechas mediante la conexión de uno de ellos con otro; y luego hasta los silogismos, que son las conexiones de una aserción a otra, hasta que llegamos a un conocimiento de todas las consecuencia de los nombres relativos al tema considerado; es esto lo que los hombres denominan CIENCIA. Y mientras que la sensación y la memoria no son sino conocimiento de hecho, que es una cosa pasada e irrevocable, la Ciencia es el conoci- miento de las consecuencias y dependencias de un hecho respecto a otro: a base de esto, partiendo de lo que en la actualidad podemos hacer, sabemos cómo realizar alguna otra cosa si queremos hacerla ahora, u otra semejante en otro tiempo. Porque cuando vemos cómo una cosa adviene, por qué causas y de qué manera, cuando las mismas causas caen bajo nuestro dominio, procuramos que produzcan los mismos efectos.
Esta es la causa de que los niños no estén dotados de razón, en absolu- to, hasta que han alcanzado el uso de la palabra; pero son llamadas criaturas razonables por la aparente posibilidad de tener uso de razón en tiempo venidero. La mayor parte de los hombres, aunque tienen el uso de razón en ciertos casos como, por ejemplo, para la numeración hasta cierto grado, les sirve de muy poco en la vida común; gobiér- nense ellos mismos, unos mejor, otros peor, de acuerdo con su grado diverso de experiencia, destreza de memoria e inclinaciones, hacia fines distintos; pero especialmente de acuerdo con su buena o mala fortuna y con los errores de uno respecto a otro. Por lo que a la Cien- cia se refiere, o a la existencia de ciertas reglas en sus acciones, están tan lejos de ella que no saben lo que es. De la Geometría piensan que es un mágico conjuro. Pero de las demás ciencias, quienes no han sido instruidos en sus principios o han hecho algunos progresos en ellas, en forma tal que pueden ver cómo se adquieren y engendran, son, en este aspecto, como los niños, que no tienen idea de la generación, y les hacen creer las mujeres que sus hermanos y hermanas no han nacido, sino que han sido hallados en un jardín.
Eso sí: quienes carecen de ciencia se encuentran, con su prudencia natural, en mejor y más noble condición que los hombres que, por falsos razonamientos o por confiar en quienes razonan equivocada- mente, formulan reglas generales que son falsas y absurdas. Por igno- rancia de las causas y de las normas los hombres no se alejan tanto de su camino como por observar normas falsas o por tomar como causas de aquello a que aspiran cosas que no lo son, sino que, más bien, son causas de lo contrario.
En conclusión: la luz de la mente humana la constituyen las palabras claras o perspicuas, pero libres y depuradas de la ambigüedad median- te definiciones exactas; la razón es el paso; el Incremento de ciencia, el camino; y el beneficio del género humano, el fin. Por el contrario las metáforas y palabras sin sentido, o ambiguas, son como los ignes fatui; razonar a base de ellas equivale a deambular entre absurdos in- numerables; y su fin es el litigio y la sedición, o el desdén.
Prudencia y sapiencia, y sus diferencias. Del mismo modo que mucha experiencia es prudencia, así mucha ciencia es sapiencia. Porque aun- que usualmente tenemos el nombre de sabiduría para las dos cosas, los latinos distinguían siempre entre prudencia y sapiencia, adscribiendo el primer término a la experiencia, el segundo a la ciencia. Para que su diferencia nos aparezca más claramente, supongamos un hombre do- tado con una excelente habilidad natural y destreza en el manejo de las armas, y otro que a esta destreza ha añadido una ciencia adquirida respecto a cómo puede herir o ser herido por su adversario, en cada postura posible o guardia. La habilidad del primero sería con respecto a la habilidad del segundo como la prudencia respecto a la sapiencia: ambas cosas son útiles, pero la última es infalible. Quienes confiando solamente en la autoridad de los libros, siguen al ciego ciegamente, son como aquellos que confiando en las falsas reglas de un maestro de esgrima, se aventuran presuntuosamente ante un adversario, del cual reciben muerte o desgracia.
Signos de la Ciencia. De los signos de la ciencia unos son ciertos e infalibles; otros, inciertos. Ciertos, cuando quien pretende la ciencia de una cosa puede enseñarla, es decir, demostrar la verdad de la mis- ma, de modo evidente, a otro. Inciertos cuando sólo algunos aconte- cimientos particulares responden a su pretensión, y en ciertas ocasio- nes prueban lo que habían de probar. Todos los signos de prudencia son inciertas, porque observar experiencia y recordar todas las cir- cunstancias que pueden alterar el suceso, es imposible. En cualquier negocio en que un hombre no cuente con una ciencia infalible en que apoyarse, renunciar al propio juicio natural y dejarse guiar por las sen- tencias generales que se leyeron en los autores y están sujetas a excep- ciones diversas, es un signo de locura, generalmente tildado con el nombre de pedantería. Entre aquellos hombres que en los Consejos de gobierno gustan ostentar sus lecturas en política e historia, muy pocos lo hacen en los negocios domésticos que atañen a su interés particular; tienen prudencia bastante para sus asuntos privados, pero en los públi- cos aprecian más la reputación de su propio ingenio que el éxito de los negocios de otros.
Moción vital y animal. Existen en los animales dos clases de mociones peculiares a ellos. Unas se llaman vitales; comienzan en la generación y continúan sin interrupción alguna a través de la vida entera. Tales son la circulación de la sangre, el pulso, la respiración, la digestión, la nutrición, la excreción, etcétera. Semejantes mociones o movimientos no necesitan la ayuda de la imaginación. Las otras son mociones ani- males, con otro nombre, mociones voluntarias, como por ejemplo, andar, hablar, mover uno de nuestros miembros del modo como antes haya sido imaginado por nuestra mente. Este sentido implica moción en los órganos y partes interiores del cuerpo humano, causada por la acción de las cosas que vemos, oímos, etc. Y esta fantasía no es sino la reliquia de la moción misma, que permanece después de las sensa- ciones a que hemos aludido en los capítulos I y II. Y como la marcha, la conversación y otras mociones voluntarias dependen siempre de un pensamiento precedente respecto al dónde, de qué modo y qué, es evidente que la imaginación es el primer comienzo interno de toda moción voluntaria. Y aunque los hombres sin instrucción no conciben moción alguna allí donde la cosa movida sea invisible, no obstante, tales mociones existen. En efecto, ningún espacio puede ser tan pe- queño que, movido un espacio mayor del cual el primero sea una par- te, no sea primeramente movido en este último.
Esfuerzo. Estos tenues comienzos de la moción, dentro del cuerpo del hombre, antes de que aparezca en la marcha, en la conversación, en la lucha y en otras acciones visibles se llaman comúnmente, ESFUER- ZOS.
Hambre, Sed, Apetito, Deseo. Este esfuerzo, cuando se dirige hacia algo que lo causa, se llama APETITO O DESEO; el último es e] nombre general; el primero se restringe con frecuencia a significar el deseo de alimento, especialmente el hambre y la sed. Aversión. Cuando el esfuerzo se traduce en apartamiento de algo, se denomina AVERSIÓN. Estas palabras apetito y aversión se derivan del latín; ambas significan las mociones, una de aproximación y otra de alejamiento.
Los griegos tienen palabras para expresar las mismas ideas, y . En efecto, la naturaleza misma impone a los hombres cier tas verdades contra las cuales chocan quienes buscan algo fuera de lo natural. Las Escuelas no encuentran moción alguna actual en los sim- ples apetitos de ir, moverse, etc.; pero como forzosamente tienen que reconocer alguna moción la llaman moción metafórica, lo cual implica una expresión absurda, porque si bien las palabras pueden ser llama- das metafóricas, los cuerpos y las mociones no.
Amor. Odio. Lo que los hombres desean se dice también que lo AMAN, y que ODIAN aquellas cosas por las cuales tienen aversión. Así que deseo y amor son la misma cosa, sólo que con el deseo siem- pre significamos la ausencia del objeto, y con el amor, por lo común, la presencia del mismo; así también, con la aversión significamos la ausencia, y con el odio la presencia del objeto.
De los apetitos y aversiones algunos nacen con el hombre, como el apetito de alimentarse, el apetito de excreción y exoneración (que puede también y más propiamente ser llamado aversión de algo que sienten en sus cuerpos). Los demás, es decir, algunos otros apetitos de cosas particulares, proceden de la experiencia y comprobación de sus efectos sobre nosotros mismos o sobre otros hombres. De las cosas que no conocemos en absoluto, o en las cuales no creemos, no puede haber, ciertamente, otro deseo sino el de probar e intentar. En cuanto a la aversión la sentimos no sólo respecto a cosas que sabemos que nos han dañado, sino también respecto de algunas que no sabemos si nos dañarán o no.
Desprecio. Aquellas cosas que no deseamos ni odiamos decimos que son despreciadas: el DESPRECIO no es otra cosa que una inmovili- dad o contumacia del corazón, que resiste a la acción de ciertas cosas; se debe a que el corazón resulta estimulado de otro modo por objetos cuya acción es más intensa, o por falta de experiencia respecto a lo que despreciamos.
Como la constitución del cuerpo humano se encuentra en continua mutación, es imposible que las mismas cosas causen siempre en una misma persona los mismos apetitos y aversiones: mucho menos aún pueden coincidir todos los hombres en el deseo de uno y el mismo objeto.
Bueno. Malo. Lo que de algún modo es objeto de cualquier apetito o deseo humano es lo que con respecto a él se llama bueno, Y el objeto de su odio y aversión, malo; y de su desprecio, vil e inconsiderable o indigno. Pero estas palabras de bueno, malo y despreciable siempre se usan en relación con la persona que las utiliza. No son siempre y abso- lutamente tales, ni ninguna regla de bien y de mal puede tomarse de la naturaleza de los objetos mismos, sino del individuo (donde no existe Estado) o (en un Estado) de la persona que lo representa; o de un árbi- tro o juez a quien los hombres permiten establecer e imponer como sentencia su regla del bien y del mal.
Pulchrum Turpe. La lengua latina tiene dos palabras cuya significa- ción se aproxima a las de bueno y malo; pero no son precisamente lo mismo: nos referimos a los términos pulchrum y turpe. Significa el primero aquello que por ciertos signos aparentes promete lo bueno, y la segunda lo que promete lo malo. Pero en nuestra lengua no tenemos nombres tan generales para expresar estas ideas. Para pulchrum deci- mos respecto a algunas cosas fino; de otras, bello, lindo, galante, honorable, adecuado, amigable; y para turpe, necio, deforme, mal- vado, bajo, nauseabundo, y otros términos parecidos, según requiera el asunto. Todas estas palabras en su significación propia, no significan nada sino el aspecto o la disposición que promete lo bueno y lo malo.
Agradable. Provechoso. Desagradable. Inaprovechable. Así que de lo bueno existen tres clases; bueno en la promesa, es decir, pulchrum; bueno en el efecto como fin deseado, a lo cual se denomina jocundo, deleitoso; y bueno como medio, a lo que se llama útil, provechoso. Y otras tantas respecto de lo malo, porque lo malo en promesa es lo que se llama turpe; lo malo en el efecto y en el fin es molesto, desagrada- ble, perturbador; y lo malo en los medios, inútil, inaprovechable, pe- noso.
Así como en las sensaciones lo que realmente se da en nuestro interior (como antes se ha advertido) es, sólo, moción causada por la acción de los objetos, aunque sea, en apariencia, para la vista, luz y color; para el oído, sonido; para el olfato, olor, etcétera, así, cuando la acción del mismo objeto continúa desde los ojos, oídos y otros órganos hasta el corazón, el efecto real no es otra cosa sino moción o esfuerzo, que consiste en apetito o aversión hacia el objeto en movimiento. Ahora bien, la apariencia o sensación de esta moción es lo que respectiva- mente llamamos DELEITE O TURBACIÓN DE LA MENTE.
Deleite. Pesar. Esta moción que se denomina apetito y en su manifes- tación deleite y placer es, a juicio mío, una corroboración de la mo- ción vital y una ayuda que se le presta: en consecuencia, aquellas co- sas que causan deleite se denominan, con toda propiedad, jocundas (á juvando), porque ayudan o fortalecen; y las contrarias, molestas, ofen- sivas, porque obstaculizan y perturban la moción vital.
Ofensa. Por tanto, placer (o deleite) es la apariencia o sensación de lo bueno; y molestia o desagrado, la apariencia o sensación de lo malo. De aquí que todo deseo, apetito y amor está acompañado de cierto deleite más o menos intenso; y todo lo odiado y la aversión, se acom- pañan con desagrado y ofensa, mayor o menor.
Placeres de los sentidos. De los placeres o deleites, algunos surgen de la sensación de un objeto presente, y a éstos se les llama placeres de los sentidos (la palabra sensual. tal como es usada por quienes los condenan, no tiene lugar alguno mientras no existen leyes). De este género son todas las operaciones y exoneraciones del cuerpo como, por ejemplo, todo cuanto es agradable a la vista, al oído, sal gusto, al tacto y al olfato.
Placeres de la mente. Alegría, dolor, pesar. Otras se engendran en la expectación que procede de la previsión del fin o de la consecuencia de las cosas, según que estas cosas agraden o desagraden a los senti- dos. Estos son placeres de la mente para quien deduce tales conse- cuencias, y por lo común se denominan ALEGRÍA. Del mismo modo que de las cosas desagradables, algunas afectan a los sentidos y se denominan dolor; otras fincan en la expectativa de las consecuencias y se denominan pesar.
Estas pasiones simples denominadas apetito, deseo, amor, aversión, odio, alegría y pena, tienen nombres diversos según su distinta consi- deración. En primer lugar, cuando una de ellas sucede a otra, se de- nominan diversamente, según la opinión que los hombres tienen de la posibilidad de alcanzar lo que desean; en segundo lugar, según es el objeto amado u odiado; en tercer término, cuando se consideran con- juntamente algunas de ellas; en cuarto lugar, según la alternativa o sucesión de esas pasiones.
Esperanza. El apetito, unido a la idea de alcanzar, se denomina ES- PERANZA.
Desesperación. La misma cosa sin tal idea, DESESPERACIÓN. Te- mor. Aversión, con la idea de sufrir un daño, TEMOR. Valor. La misma cosa, con la esperanza de evitar este daño por medio de una resistencia, VALOR.
Cólera. El valor repentino, CÓLERA.
Confianza. La esperanza constante, CONFIANZA en nosotros mis- mos.
Desconfianza. La desesperación constante, DESCONFIANZA en no- sotros.
Indignación. La ira por un gran daño hecho a otro, cuando concebi- mos que ha sido hecho injustamente, INDIGNACIÓN. Benevolencia. Bondad. El deseo del bien de otro, BENEVOLENCIA, BUENA VOLUNTAD, CARIDAD. SI se refiere al hombre en gene- ral, BONDAD NATURAL.
Codicia. El deseo de riquezas, CODICIA; nombre usado siempre en tono de censura, porque los hombres que luchan por lograrlas ven con desagrado que otros las obtengan. El deseo en sí mismo debe ser cen- surado o permitido según los medios que se pongan en juego para rea- lizarlo.
Ambición. El deseo de prominencia, AMBICIÓN: nombre usado tam- bién en el peor sentido por la razón antes mencionada.
Pusilanimidad. El deseo de cosas que conducen difícilmente a nues- tros fines, y el temor de cosas que sólo oponen escasos obstáculos a su logro, PUSILANIMIDAD.
Magnanimidad. El desprecio respecto de esas ayudas u obstáculos insignificantes, MAGNANIMIDAD.
Valor. Magnanimidad, en el peligro de muerte o heridas, VALOR, ENTEREZA.
Liberalidad. Magnanimidad en el uso de las riquezas, LIBERALI- DAD.
Miseria. Pusilanimidad respecto a lo mismo, TACAÑERÍA y MISE- RIA, o PARSIMONIA, según sea aceptable o inaceptable. Amabilidad. Deseo. Amor hacía las personas en el aspecto de convi- vencia, AMABILIDAD. Amor hacia las personas por mera compla- cencia de los sentidos, DESEO NATURAL.
Lujuria. Amor del mismo género adquirido por reminiscencia insis- tente, es decir, por imaginación del placer pasado, LUJURIA. Pasión amorosa. Amor singular de alguien, con el deseo de ser singu- larmente amado, PASIÓN AMOROSA. La misma cosa, con el temor de que esa estimación no sea mutua, CELOS.
Afán de venganza. Deseo de hacer daño a otro, para obligarle a lamen- tar algún hecho cometido, AFÁN DE VENGANZA
Curiosidad. Deseo de saber por qué y cómo, CURIOSIDAD; este sen- timiento no se da en ninguna otra criatura viva sino en el hombre. El hombre se distingue singularmente no sólo por su razón, sino también por esa pasión, de otros animales, en los cuales el apetito nutritivo y otros placeres de los sentidos son de tal modo predominantes que bo- rran toda preocupación de conocer las causas; éste es un anhelo de la mente que por la perseverancia en el deleite que produce la continua e infatigable generación de conocimiento, supera a la fugaz vehemencia de todo placer carnal.
Religión. Superstición. Religión verdadera. Temor del poder invisible imaginado por la mente o basado en relatos públicamente permitidos, RELIGIÓN; no permitidos, SUPERSTICIÓN. Cuando el poder ima- ginado es, realmente, tal como lo imaginamos, RELIGIÓN Terror pánico. Temor, sin darse cuenta del por qué o el cómo, TE- RROR PÁNICO; así se denomina por las fábulas que hacían a Pan autor de ello; en verdad existe siempre en quien primero sintió el te- mor una cierta comprehensión de la causa, aunque el resto lo ignore; cada uno supone que su compañero sabe el por qué. Por tal motivo esta pasión ocurre sólo a un grupo numeroso o multitud de gentes. Admiración. Alegría por la aprehensión de una novedad, ADMIRA- CIÓN; es propia del hombre, puesto que excita el apétitd de conocer la causa.
Gloria. Alegría que surge de la imaginación de la propia fuerza y ca- pacidad de un hombre, es la exaltación de la mente que se denomina GLORIFICACIÓN; Si se basa en la experiencia de acciones pasadas coincide con la confianza; pero cuando se funda en la adulación de los demás, solamente en el propio concepto, para deleitarse en las conse- cuencias de ello, se llama VANAGLORIA, nombre que está muy jus- tamente aplicado, porque una confianza bien fundada suscita potencia- lidad, mientras que suponer una fuerza inexistente no la engendra; ello hace que a esta gloria se la denomine, con razón, vana.
Desaliento. El pesar causado por la opinión de una falta del poder se llama DESALIENTO.
La vanagloria que consiste en la ficción o suposición de capacidades en nosotros mismos, cuando sabemos que no disponemos de ellas, es muy frecuente en los jóvenes; alimentase por las historias o por la ficción de magnas empresas; con frecuencia queda corregida por la edad y la ocupación.
Entusiasmo repentino. Risa. El entusiasmo repentino es la pasión que mueve a aquellos, gestos que constituyen la RISA; es causada o bien por algún acto repentino que a nosotros mismos nos agrada, o por la aprehensión de algo deforme en otras personas, en comparación con las cuales uno se ensalza a sí mismo. Ocurre esto a la mayor parte de aquellos que tienen conciencia de lo exiguo de su propia capacidad, y para favorecerse observan las imperfecciones de los demás. Por tanto, la frecuencia en el reír de los defectos ajenos es un signo de pusilani- midad. Porque los hombres grandes propenden siempre a ayudar a los demás en sus cuitas, y se comparan sólo con los más capaces.
Desaliento repentino. Llanto. Por el contrario el desaliento repentino es la pasión que causa LLANTO; está motivado por ciertos acciden- tes, como la repentina pérdida de alguna esperanza vehemente o por algún fracaso de la propia fuerza. A ello propenden aquellas personas que necesitan contar inexcusablemente con una ayuda externa, como son las mujeres y los niños. Algunos lloran por la pérdida de amigos; otros por su falta de amabilidad; otros, por la repentina paralización, causada en sus pensamientos de venganza, por la reconciliación. Pero en todos los casos ambas cosas, risa y llanto, son mociones repentinas. La costumbre las elimina paulatinamente. Porque ningún hombre ríe de pasadas chocarrerías, ni llora por calamidades ya lejanas.
Vergüenza. Rubor. El pesar causado por el descubrimiento de cierto defecto de capacidad se denomina VERGÜENZA, pasión que se dela- ta en el RUBOR; consiste en la aprehensión de alguna cosa poco honorable. En los jóvenes es un signo de la estima en que se tiene la buena reputación, y por tanto, resulta apreciable. En los viejos es un signo de lo mismo, pero como viene demasiado tarde, no es apreciable ya.
Impudicia. El desprecio por la buena reputación se llama IMPUDI- CIA.
Lástima. El dolor que causa una calamidad ajena se denomina LÁSTIMA, y se produce por la idea de que una calamidad semejante puede ocurrirnos a nosotros mismos; esta es la razón de que también se llame COMPASIÓN, y usando una frase de los tiempos presentes, COMPAÑERISMO. Cuando se trata de calamidades que derivan de un gran desastre, los mejores hombres sienten menos lástima, y ante la misma calamidad tienen menos lástima aquellos que se sienten menos amenazados por ella.
Crueldad. El desprecio o escaso sentimiento que inspira la desgracia ajena es lo que los hombres llaman CRUELDAD, y procede de la se- guridad de la propia fortuna. Porque yo no concibo la posibilidad de que un hombre encuentre placer sustantivo en las grandes desgracias de los demás.
Emulación. Envidia. La pena que suscita el éxito de un competidor en riquezas, honor u otros bienes, cuando va unida al propósito de robus- tecer nuestras propias aptitudes para igualar o superar a aquél, se lla- ma EMULACIÓN. Si se asocia con el propósito de suplantar o poner obstáculos a un competidor, ENVIDIA.
Deliberación. Cuando en la mente del hombre surgen alternativamen- te los apetitos y aversiones, esperanzas y temores que conciernen a una y la misma cosa, y diversas consecuencias buenas y malas de nuestros actos u omisiones respecto a la cosa propuesta acuden suce- sivamente a nuestra mente, de tal modo que a veces sentimos un apeti- to hacia ella, otras una aversión, en ocasiones una esperanza de reali- zarla, otras veces una desesperación o temor de no alcanzar el fin pro- puesto, la suma entera de nuestros deseos, aversiones, esperanzas y temores, que continúan hasta que la cosa se hace o se considera impo- sible, es lo que llamarnos DELIBERACIÓN.
En consecuecia, la deliberación no existe respecto de las cosas pasa- das, porque es manifiestamente imposible cambiar lo pasado; ni tam- poco de las cosas que sabemos que son imposibles, o, cuando menos, lo imaginamos así, porque los hombres saben o piensan que tal delibe- ración es vana. Pero de las cosas imposibles que suponemos posibles, podemos deliberar porque no sabemos que ello es en vano. Y esto se llama deliberación, porque implica poner término a la libertad que tenemos de hacer u omitir, de acuerdo con nuestro propio apetito o aversión.
Voluntad. En la deliberación, el último apetito o aversión inmediata- mente próximo a la acción o a la omisión correspondiente, es lo que llamamos VOLUNTAD, acto (y no facultad) de querer. Los animales que tienen capacidad de deliberación deben tener, también, necesa- riamente, voluntad. La definición de la voluntad dada comúnmente por las Escuelas, en el sentido de que es un apetito racional, es defec- tuosa, porque si fuera correcta no podría haber acción voluntaria con- tra la razón. Pero si, en lugar de un apetito racional, decimos un apeti- to que resulta de la deliberación precedente, entonces la definición es la misma que he dado aquí. Voluntad, por consiguiente, es el último apetito en la deliberación. Y aunque decimos, en el discurso común, que un hombre tuvo, en cierta ocasión, voluntad de hacer una cosa, y que, no obstante, se abstuvo de hacerla, esto es propiamente una incli- nación que no constituye acción voluntaria, porque la acción no de- pende de ello, sino de la última inclinación o apetito. Si los apetitos intervinientes convirtieran en voluntaria una acción, entonces, por la misma razón, todas las aversiones intervinientes deberían hacer invo- luntaria la misma acción, y así, una y la misma acción, seria, a la vez, las dos cosas: voluntaria e involuntaria.
Resulta, así, manifiesto que no sólo son voluntarias las acciones que tienen su comienzo en la codicia, en la ambición, en el deseo o en otros apetitos con respecto a la cosa propuesta, sino también todas aquellas que se inician en la aversión o en el temor de las consecuen- cias que suceden a la omisión.
Formas de dicción expresivas de las pasiones. Las formas de dicción mediante las cuales se expresan las pasiones, son parcialmente idénti- cas y parcialmente diferentes de aquellas por las cuales expresamos nuestros pensamientos. En primer lugar, generalmente, todas las pa- siones pueden ser expresadas de modo indicativo, como yo amo, yo temo, yo me alegro, yo delibero, yo quiero, yo ordeno; pero algunas de ellas tienen sus expresiones particulares que, no obstante, no son afirmaciones, a menos que sirvan para llegar a otras conclusiones dis- tintas de las de la pasión de la cual proceden. La deliberación puede expresarse, también, de modo subjuntivo, lo cual implica una expre- sión propia para significar suposiciones, con sus consecuencias como: si se hace esto, entonces sucederá aquello; y no difiere del lenguaje del razonamiento, salvo en que el razonamiento se hace en términos generales, mientras que la deliberación es, en la mayor parte de los casos, de particulares.
El lenguaje del deseo y de la aversión es imperativo, como: haz esto, no hagas aquello. Cuando el interesado se obliga a hacer u omitir, existe un mandato; en otro caso, una súplica; en algunos, un consejo.
El lenguaje de la vanagloria, de la indignación, de la lástima y del afán de venganza es optativo. Del deseo de saber hay una expresión pecu- liar que se llama interrogativa como: ¿qué es esto? ¿cuándo? ¿cómo? ¿cómo está hecho? ¿por qué? Yo no conozco otro lenguaje de las pa- siones. Porque las maldiciones, juramentos e insultos, y otras formas semejantes, no tienen valor como elementos de discurso, sino como mera palabrería.
Estas formas de dicción son expresiones o significados voluntarios de nuestras pasiones: pero signos ciertos no lo son, porque pueden ser usados arbitrariamente, ya sea que quienes los usan tengan esas pasio- nes o no. Los mejores signos de las pasiones presentes se encuentran o bien en el talante, o en los movimientos del cuerpo, en las acciones, fines o propósitos que por otros conductos sabemos que son esenciales al hombre.
Bien aparente. Mal aparente. Y como, en la deliberación, los apetitos y aversiones surgen de la previsión de las consecuencias buenas y malas, y de las secuelas de la acción sobre la cual deliberamos, el efecto bueno o malo de ello depende de la previsión de una larga serie de consecuencias, de las cuales raramente un hombre es capaz de ver hasta el final. Por lejos que un hombre vea, si el bien, en tales conse- cuencias, supera en magnitud al mal, la sucesión entera es lo que los escritores llaman bien aparente o semejante; y, contrariamente, cuando el mal excede ,al bien, el conjunto es mal aparente o semejante; así quien, por experiencia o razón, tiene las máximas y más seguras pers- pectivas de las consecuencias, delibera mejor por sí mismo y es capaz, cuando quiera, de dar el mejor consejo a los demás.
Felicidad. El éxito continuo en la obtención de aquellas cosas que un hombre desea de tiempo en tiempo, es decir, su perseverancia conti- nua, es lo que los hombres llaman FELICIDAD. Me refiero a la feli- cidad en esta vida; en efecto, no hay cosa que dé perpetua tranquilidad a la mente mientras vivamos aquí abajo, porque la vida raras veces es otra cosa que movimiento, y no puede darse sin deseo y sin temor, como no puede existir sin sensaciones. Qué género de felicidad guarda Dios para aquellos que con devoción le honran, nadie puede saberlo antes de gozarlo: son cosas que resultan, ahora, tan incomprensibles como ininteligible parece la frase visión beatífica de los escolásticos. Elogio. Exaltación. La forma de dicción por medio de la cual signifi- can los hombres su opinión acerca de la bondad de una cosa, es el ELOGIO. Aquello con lo cual significan la capacidad y la grandeza de una cosa, constituye la EXALTACIÓN. Y aquello con lo cual signifi- can la opinión que tienen de la felicidad de un hombre es lo que los griegos llamaban expresión para la cual carecemos de un nombre en nuestro idioma. Considero que con lo dicho hay sufi- ciente, para nuestro propósito, por lo que respecta a las pasiones.
PARA TODOS los discursos, gobernados por el afán de saber, existe, en último término, un fin, que consiste en alcanzar o renunciar a algo. Y dondequiera que se interrumpa la cadena del discurso, existe un fin circunstancial.
Juicio o sentencia final. Si el discurso puramente mental, consiste en pensamientos disyuntivos de que la cosa será o no será, o de que ha sido o no ha sido. Así dondequiera que interrumpamos la cadena de un discurso humano, dejamos la presunción de que será o no será; de si ha sido o no ha sido. A todo esto se denomina opinión. Y así como existen apetitos alternativos, al deliberar respecto al bien y al mal, así también hay una opinión alternativa en la busca de la verdad respecto al pasado y al futuro. Y así como el último apetito en la deliberación se denomina voluntad; así la última opinión en busca de la verdad del pasado y del futuro se llama JUICIO o sentencia resolutiva y final de quien realiza el discurso.
Duda. Y como la serle completa de los apetitos alternos, en la cuestión de lo bueno y lo malo, se llama deliberación, así la serie completa de las opiniones que alternan en la cuestión de lo verdadero y de lo falso, se llama DUDA.
Ningún discurso puede terminar en el conocimiento absoluto de un hecho, pasado o venidero. Porque para conocer un hecho, primero es necesaria la sensación, y luego la memoria. Y en cuanto al conoci- miento de las consecuencias, a lo que anteriormente he dicho que se denomina ciencia, no es absoluto, sino condicional. Ninguno puede saber por discurso que esto o aquello es, ha sido o será, porque ello supondría saber absolutamente: sólo que si esto es, aquello es; o si esto ha sido, aquello ha sido; o si esto será, aquello será, lo cual impli- ca saber condicionalmente. Y esta no es la consecuencia de una cosa con respecto a otra, sino del nombre de una cosa con respecto a otro nombre de la misma cosa.
Ciencia. Por consiguiente cuando el discurso se expresa verbalmente, y comienza con las definiciones de las palabras, y avanza, por co- nexión de las mismas, en forma de afirmaciones generales, y de éstas, a su vez, en silogismos, el fin o la última suma se denomina conclu- sión; y la idea mental con ello significada es conocimiento condicio- nal, o conocimiento de la consecuencia de las palabras, lo que comúnmente se denomina CIENCIA.
Opinión. Pero si la primera base de semejante discurso no está consti- tuida por definiciones; o si las definiciones no se conjugan correcta- mente unas con otras formando silogismos, entonces el fin o conclu- sión continúa siendo OPINIÓN acerca de la verdad de algo afirmado, aunque a veces con palabras absurdas o insensatas, sin posibilidad de ser comprendidas.
Conciencia. Cuando dos o más personas conocen uno y el mismo hecho, se dice que son CONSCIENTES de ello una respecto a otra, lo cual equivale a conocer conjuntamente. Y como tales personas son los mejores testigos respecto de los hechos mutuos o de los de un tercero, fue y ha sido siempre repudiado como un acto censurable, para cual- quier hombre, hablar contra su conciencia, o corromper o forzar a otro para proceder así. Tal es la causa de que el testimonio de la conciencia haya sido siempre atendido con diligencia en todos los tiempos. Con posterioridad los hombres hicieron uso de la misma palabra metafóri- camente, para designar un conocimiento de sus propios actos secretos, y de sus secretos pensamientos, y así se dice retóricamente que la con- ciencia equivale a mil testigos. Por último, quienes están vehemente- mente enamorados de sus propias opiniones y, por absurdas que sean, tienden con obstinación a mantenerlas, dan a esas opiniones suyas el nombre reverente de conciencia, como si les pareciera inadecuado cambiarlas o hablar contra ellas; y así pretenden saber que son ciertas, cuando saben a lo sumo que ello no pasa de una opinión.
Creencia. Fe. Cuando el discurso de un hombre no comienza por defi- niciones, o bien se inicia por una contemplación de sí propio, y enton- ces se llama opinión, o se apoya en afirmaciones de otra persona, de cuya capacidad para conocer la verdad y de cuya honestidad sincera no tiene la menor duda; entonces el discurso no concierne tanto a la casa como a la persona, y la resolución se llama CREENCIA y FE; fe en el hombre, creencia en dos cosas, en el hombre y en la verdad de lo que él dice. Así que en la creencia hay dos opiniones, una de ellas de los dichos del hombre, otra de su verdad. Tener fe en o confiar en, o creer en un hombre, significan la misma cosa, a saber: una opinión acerca de su veracidad; pero creer lo que se dice, significa sólo una opinión sobre la verdad de lo dicho. Observemos que la frase yo creo en, como también la latina, credo in, y la griega , nunca se usan sino cuando se refieren a lo divino. En lugar de ello, en otros escritos se dice yo creo en él, yo confío en él, yo tengo fe en él, yo me apoyo en él; y en latín, credo illi, Pido illi; en griego, ; y esta singularidad del uso eclesiástico de las pala- bras ha levantado muchas disputas acerca del verdadero objeto de la fe cristiana.
Pero al decir creo en, como se afirma en el Credo, no se significa la confianza en la persona, sino la confesión y reconocimiento de la doc- trina. Porque no sólo los cristianos, sino toda clase de hombres creen de tal modo en Dios que consideran como verdad cuanto se le atribu- ye, compréndanlo o no. Este es el máximo de fe y confianza que una persona cualquiera puede tener. Pero no todos creen la doctrina del Credo.
De aquí podemos inferir que cuando creemos en la veracidad de lo que alguien afirma a base de argumentos tomados no de la cosa mis- ma, o de los principies de la razón natural, sino de la autoridad y bue- na opinión que tenemos de quien lo ha dicho, entonces el que dice o la persona en quien creemos o confiamos, y cuya palabra admitimos, es el objeto de nuestra fe; y el honor hecho al creer, se hace a él solamen- te. Como consecuencia, cuando creemos que las Escrituras son la pa- labra de Dios, no teniendo revelación inmediata de Dios mismo, nues- tra creencia, fe y confianza están en la Iglesia, cuya palabra admitimos y a la que prestamos nuestra aquiescencia. Y aquellos que creen en lo que un profeta les refiere en nombre de Dios, admiten la palabra del profeta, le honran, y confían y creen en él, recogiendo la verdad de lo que relata, ya sea un profeta verdadero o falso; y así ocurre también con todo lo demás en historia. Porque si yo no creyera todo lo que han escrito los historiadores sobre los actos gloriosos de Alejandro o de César, no creo que el espíritu de Alejandro o de César tuvieran motivo alguno para ofenderse por ello, ni ningún otro, salvo el historiador. Si Livio dice que los dioses hicieron hablar una vez a una vaca y no lo creemos, no desconfiamos de Dios, sino de Livio. Así es evidente que cualquiera cosa que creamos, no por otra razón sino solamente por la que deriva de la autoridad de los hombres y de sus escritos, ya sea comunicada o no por Dios, es fe en los hombres solamente.
Definición de las virtudes intelectuales. Generalmente la virtud, en toda clase de asuntos, es algo que se estima por su eminencia. Consis- te en la comparación, porque si todas las cosas fueran iguales en todos los hombres, nada sería estimado. Y por virtudes INTELECTUALES se entiende, siempre, aquellas aptitudes de la mente que los hombres aprecian, valoran y desearían poseer en sí mismos: comúnmente se comprenden bajo la denominación de un buen talento, aunque la mis- ma palabra talento se use también para distinguir una cierta aptitud del resto de ellas.
Talento natural o adquirido. Talento natural. Estas virtudes son de dos clases: naturales y adquiridas. Con la denominación de naturales no significo lo que un hombre tiene desde su nacimiento, porque enton- ces no posee sino sensaciones; en ello difieren los hombres tan poco unos de otros, y de los animales, que no puede incluirse esa cualidad entre las virtudes. Me refiero más bien a ese talento que se adquiere solamente por el uso y la experiencia, sin método, cultura e instruc- ción. Ese TALENTO NATURAL consiste principalmente en dos co- sas: celeridad de la imaginación (es decir, con respecto a otro), y suce- sión rápida de un. pensamiento, dirección certera hacia algún fin pro- puesto. Por lo contrario, una imaginación lenta constituye el defecto o falta de inteligencia que comúnmente se denomina PESADEZ, estupi- dez, y a veces con otros nombres que significan lentitud de movimien- to o dificultad de ser movido.
Buen talento o imaginación. Esta diferencia de celeridad proviene de la diferencia de las pasiones humanas; unos hombres aman y aborre- cen unas cosas, otros otras; como consecuencia, ciertos pensamientos humanos siguen un camino, y otros otro, y retienen y observan de modo diferente las cosas que pasan a través de su imaginación. Y co- mo en esta sucesión de los pensamientos humanos no hay nada que observar en las cosas sobre las cuales se piensa, sino es aquello en que una se asemeja o se diferencia de otra, o para qué sirven, o cómo sir- ven para determinado propósito, quienes observan su semejanza, en los casos en que esta cualidad difícilmente es observada por otros, se dice que tienen un buen talento, con lo cual, en esta ocasión, se signi- fica una buena imaginación.
Buen juicio. Quienes observan esa diferencia y desemejanza, actividad que se denomina distinguir, observar y juzgar entre cosa y cosa, cuan- do este discernimiento no es fácil, se dice que tiene un buen juicio, particularmente en materia de conversación y negocios.
Discreción. Cuando han de discernirse tiempos, lugares y personas, esta virtud se denomina DISCRECIÓN. LO primero, es decir, la fan- tasía, sin ayuda del juicio, no puede considerarse como virtud; pero lo último, es decir, el juicio y la discreción reunidos se recomiendan por sí mismos aun sin auxilio de la fantasía. Junto a la discreción sobre tiempos, lugares y personas, que es indispensable para una buena imaginación, se requiere, también, una aplicación frecuente de los pensamientos con respecto a su fin; es decir, con respecto al uso que ha de hacerse de ellos. Hecho esto, quienes poseen esta virtud, fácil- mente encuentran similitudes que no solamente resultan agradables para la ilustración de su discurso y para exornarlo con nuevas y ade- cuadas metáforas, sino también por la rareza de su invención. En cambio, sin ese sentido certero o dirección hacia el fin, una gran ima- ginación no es sino una especie de locura; tal ocurre con quienes ini- ciando un discurso se apartan de su propósito por alguna cuestión que les viene a la mente, cayendo en tan abundantes y diversas digresiones y paréntesis, que se extravían lamentablemente. No conozco ningún nombre especial para este género de locura, pero su causa es, a veces, la falta de experiencia, que hace parecer a un hombre nueva y rara una cosa que no lo es para los otros; a veces la pusilanimidad, cuando lo que parece grande a uno, otros hombres lo estiman baladí; y como todo lo que es nuevo y grande resulta, por consiguiente, digno de ex- presión, aparta a un hombre gradualmente de la vía señalada a sus discursos.
En un buen poema, ya sea épico o dramático, como también en sone- tos, epigramas y otras piezas, se requieren ambas cosas, juicio e ima- ginación. Pero la imaginación debe ser preeminente; porque tales obras deben agradar por su extravagancia, pero no desagradar por su indiscreción.
En una buena historia la cualidad eminente debe ser el juicio, porque la bondad consiste en el método, en la verdad y en la selección de las acciones más dignas de ser conocidas. La imaginación no tiene ahí adecuado lugar si no es para adornar el estilo.
En las oraciones laudatorias y en las invectivas la, imaginación pre- domina, porque el fin propuesto no es la verdad, sino el ensalzamiento o la denigración, lo cual se logra mediante comparaciones nobles o viles. El juicio sugerirá qué circunstancias hacen un acto laudable o reprobable.
En las exhortaciones e informes, como la verdad o la simulación sir- ven mejor al designio propuesto, unas veces interesa más el juicio y otras la fantasía.
En la demostración, en el consejo y en toda busca rigurosa de la ver- dad, el juicio lo es todo, salvo en aquellas ocasiones en que la com- prensión necesita facilitarse por una semblanza adecuada, caso en el cual precisa recurrir a la imaginación. En cuanto a las metáforas, de- ben ser decididamente excluidas en este caso porque revelan una si- mulación, y admitirlas en un consejo o razonamiento seria insensatez manifiesta.
En un discurso cualquiera, si el defecto de discreción es evidente, por extraordinaria que sea la imaginación, el discurso entero será conside- rado corno un signo de falta de talento; nunca ocurre esto cuando la discreción es manifiesta, aunque la imaginación resulte pobre.
Los pensamientos secretos de un hombre giran en torno a todas las cosas, santas y profanas, limpias, obscenas, graves y ligeras, sin ver- güenza ni desdoro; no ocurre lo mismo con el discurso verbal, ya que el juicio debe tener en cuenta el lugar, el tiempo y las personas. Un anatómico o un médico pueden expresar o escribir su opinión sobre cosas sucias, porque su objeto no es agradar sino ser útil; pero que otro hombre escriba sus fantasías extravagantes y ligeras sobre esas mismas cosas, es como sí alguien sé presentara en una reunión des- pués de haberse revolcado en el fango. La diferencia consiste en la falta de discreción. En los casos de deliberada disipación de la mente y en el circulo familiar, un hombre puede juzgar con los sonidos y con las significaciones equívocas de las palabras, cosa que en ocasiones es signo de extraordinaria fantasía. Pero en un sermón, o en público, o ante personas desconocidas, o delante de aquellas a quienes reveren- ciamos, tales juegos de palabras no pueden ser considerados sino co- mo necedad manifiesta; y la diferencia consiste una vez más en la falta de discreción. Así que donde falta el ingenio, no es la imaginación lo que estorba, sino la falta de discreción. Por consiguiente, el juicio sin imaginación es talento, pero la fantasía sin juicio no lo es.
Prudencia. Cuando los pensamientos de un hombre que se propone algo, giran en torno a una multitud de cosas, y observa cómo pueden conducirle a tal designio, o qué designios pueden conducirle a ello, si sus observaciones son de tal linaje que no pueden considerarse fáciles o usuales, este talento de la persona en cuestión se denomina PRU- DENCIA, y depende en gran parte de la experiencia y memoria de cosas análogas anteriores y de sus consecuencias. En esto no existe tanta diferencia entre los hombres como la hay en sus fantasías y en sus juicios; en efecto, la experiencia de los hombres de una misma edad no difiere grandemente en orden a la cantidad, pero varía según las diferentes ocasiones, ya que cada uno tiene sus particulares desig- nios. Gobernar bien una familia y un reino no son grados diferentes de prudencia, sino diferentes especies de negocios; del mismo modo que diseñar un cuadro en pequeño o en grande, o en tamaño mayor que el natural no implica sino grados diferentes de arte. Un esposo sencillo es más prudente en los negocios de su propia casa que un consejero privado en los asuntos de otro hombre.
Astucia. Si a la prudencia se añade el uso de medios injustos o des- honestos, tales como los que usualmente arbitra el hombre cuando siente temor o necesidad, nos encontramos con esa especie de sabidur- ía tortuosa que se denomina ASTUCIA, y es un signo de pusilanimi- dad. En efecto, la magnanimidad implica el desprecio de ayudas injus- tas o deshonestas. Y lo que los latinos llaman versutia (traducido al inglés shifting), que consiste en aceptar el peligro presente para evitar otro mayor, como ocurre cuando alguien roba a uno para pagar a otro, es una astucia de corto radio, lo que se llama versutia, derivado de versura, que significa tomar dinero a usura para hacer frente al pago actual del interés.
Talento adquirido. En cuanto al talento adquirido (me refiero al logra- do por el método y la instrucción) no es otra cosa que la razón; está fundado en el uso correcto del lenguaje, y produce las ciencias. Pero de razón y de ciencia he hablado ya en los capítulos V y VI. Las causas de esta diferencia de talento se encuentran en las pasiones; y la diferencia de pasiones procede, en parte, de la diferente constitu- ción del cuerpo, y en parte de la distinta educación. Porque si la dife- rencia procediese del temple del cerebro y de los órganos de los senti- dos tanto externos como internos, no habría menos diferencia entre los hombres en cuanto a la vista, al oído y otros sentidos, que en cuanto a su imaginación y a su discernimiento. La diferencia de talento proce- de, por consiguiente, de las pasiones, que no solamente difieren por la diversa complexión humana, sino, también, por sus diferencias en punto a costumbres y educación.
Disipación. Locura. Las pasiones que más que nada causan las dife- rencias de talento son, principalmente, un mayor o menor deseo de poder, de riquezas, de conocimientos y de honores, todo lo cual puede ser reducido a lo primero, es decir: al afán de poder. Porque las rique- zas, el conocimiento y el honor no son sino diferentes especies de po- der. Por tal razón, un hombre que no tiene gran pasión por ninguna de estas cosas es lo que suele llamarse un indiferente, aunque, por lo de- más, puede ser un hombre tan cabal que sea incapaz de ofender a na- die, pero sin gran imaginación ni adecuado juicio. Porque los pensa- mientos son, con respecto a los deseos, como escuchas o espías, que precisa situar para que avizoren el camino hacia las cosas deseadas. Toda la firmeza en los actos de la inteligencia y toda la rapidez de la misma proceden de aquí. En efecto, no tener deseos es estar muerto; tener pasiones débiles es pereza; apasionarse indiferentemente por todas las cosas, DISIPACIÓN y distracción; y tener por alguna cosa pasiones más fuertes y más vehementes de lo que es ordinario en los demás, es lo que los hombres llaman LOCURA.
Existen clases tan diversas de locura como de pasiones mismas. A veces la pasión, extraordinaria y extravagante, procede de la defectuo- sa constitución de los órganos del cuerpo, o de un daño que se le ha inferido; a veces el daño e indisposición de los órganos lo causan la vehemencia o prolongada continuidad de la pasión. Pero en ambos casos la locura es de una sola y la misma naturaleza.
La pasión, cuya violencia o continuidad producen la locura, es, o bien una gran vanagloria, lo que comúnmente se llama orgullo y alta esti- mación de si mismo, o un gran desaliento o desánimo.
Rabia. El orgullo lanza al hombre a la violencia, y su exceso es la lo- cura, RABIA vehemente o FUROR. Y así ocurre que un excesivo anhelo de venganza, cuando se hace habitual, perturba los órganos y se convierte en rabia. El amor excesivo, con celos, se transforma en rabia también. La exagerada opinión que un hombre tiene de sí mis- mo, cuando siente la inspiración divina, por su sabiduría, por su ense- ñanza, sus maneras, etc., se convierte en distracción y disipación. La misma cosa, asociada con la envidia, se convierte en rabia; la opinión vehemente de la verdad de todas las cosas, contradicha por los otros, engendra rabia también.
Melancolía. El abatimiento provoca en el hombre temores inmotiva- dos; es llamado comúnmente MELANCOLÍA y tiene también mani- festaciones diversas; por ejemplo, la frecuentación de cementerios y lugares solitarios, los actos de superstición, el temor a alguien o a al- guna cosa en concreto.
En suma, todas las pasiones que producen una conducta extraña y desusada reciben, por lo general, el nombre de locura. Pero de las di- versas clases de ella quien quisiera tomarse la pena podrá contar una legión, y si los excesos son locura, no hay duda de que las pasiones mismas, cuando tienden al mal, son grados de ella.
Por ejemplo, aunque el efecto de la locura en quienes creen hallarse inspirados, no siempre es visible en una persona por una acción extra- vagante que proceda de tales pasiones, cuando varias personas obede- cen a una de esas inspiraciones, la rabia de la multitud entera es bas- tante visible, Porque ¿qué mayor prueba de locura que increpar, herir y lapidar vuestros mejores amigos?: y esto es lo menos que semejante multitud puede hacer. Esa multitud increpará, combatirá y aniquilará a aquellos que en tiempos pasados de su vida les aseguraron contra el mal. Y si esto es locura en la multitud, lo mismo ocurre con et hombre particular. Porque, como en 'medio del mar, aunque un hombre no perciba el rumor del agua que le rodea, está bien seguro de que esta porción contribuye al rumor de las olas, tanto como cualquiera otra parte del mar entero, así, aunque no percibamos una gran inquietud en uno o en dos hombres, podemos estar seguros que sus pasiones singu- lares son parte de la agitación que anima a una nación turbulenta. Y si no existiera nada que manifestara su locura, por lo menos la preten- sión misma de asignarse tal inspiración, es prueba suficiente de ello. Si un habitante de Bedlam os entretuviera en términos pretenciosos, y al despediros quisierais saber quién es, para corresponder más tarde a su atención, y os dijera que es Dios Padre, pienso que no necesitaríais esperar ninguna otra acción extravagante para tener una prueba de su locura.
Este sentido de la inspiración, llamado comúnmente espíritu particu- lar, se inicia con mucha frecuencia en el hallazgo o percepción de un error en que generalmente incurren los demás; y no sabiendo o no recordando por qué conducto de razón llegan a una verdad tan singu- lar (como ellos lo piensan, aunque lo que descubren sea, en muchos casos, una sinrazón), actualmente se admiran a sí mismos, suponiendo que se encuentran en posesión de la gracia del Todopoderoso que les ha revelado esa verdad, de modo sobrenatural, por su Espíritu.
Que a su vez esta locura no es otra cosa sino la muestra de una excesi- va pasión, se advierte por los efectos del vino, muy semejantes a los de la mala disposición de los órganos. Porque la manera de conducirse los hombres que han bebido demasiado es la misma que la de los lo- cos: algunos de ellos rabian, otros aman, otros ríen, todos de modo extravagante, pero de acuerdo con sus distintas pasiones dominantes. Porque el vino produce el efecto de disipar todo disimulo, dejando que se manifieste la deformidad de las pasiones. Ni los hombres más so- brios, cuando caminan solos, dando rienda suelta a su imaginación, tolerarían que la extravagancia de sus pensamientos fuera públicamen- te advertida: lo cual es una confesión de que las pasiones sin guía son, en la mayor parte de los casos, mera locura.
Lo mismo en tiempos pasados que en otros más cercanos, las opinio- nes del mundo concernientes a la causa de la locura han sido dos. Al- gunos la hacen derivar de las pasiones; otros, de los demonios o espí- ritus, tanto buenos como malos, pensando que esos entes son suscep- tibles de agitar sus órganos en tan extraña e Inconsiderada manera como suele ocurrir a los locos. Los primeros llaman a tales hombres locos; pero los últimos les denominan demoníacos (es decir, poseídos por los espíritus); a veces energúmenos (es decir, agitados o movidos por los espíritus); y ahora en Italia se les llama no solamente pazzi o locos, sino también spiritati, o posesos.
Hubo una vez una gran afluencia de gente en Abdera, ciudad de los griegos, durante la representación de la tragedia de Andrómeda, en un día extraordinariamente caluroso; como consecuencia de ello una gran parte de los espectadores contrajo fiebres, accidente causado por el calor y por la tragedia juntamente, y no hacían otra cosa sino pronun- ciar yámbicos con los nombres de Perseo y Andrómeda; esto, junta- mente con la fiebre, quedó curado con el advenimiento del invierno. Decíase que esta locura procedía de la pasión suscitada por la tragedia. Del mismo modo cayó sobre dicha ciudad griega una racha de locura que afectaba solamente a las jóvenes doncellas e inducía a muchas de ellas a ahorcarse. Supúsose por muchos que esta locura era acto del demonio. Pero hubo quien sospechó que el hastío de la vida sentido por las jóvenes podía proceder de cierta pasión de la mente, y supo- niendo que estimaban en más su honor, aconsejó a los magistrados que desnudaran a las interesadas y las dejasen colgar desnudas. De este modo dice la historia que curaron su locura. Pero por otro lado los mismos griegos atribuían frecuentemente la locura unas veces a la actuación de las Euménides o Furias; otras, a Ceres, a Febo y a otros dioses. Muchas cosas atribuían entonces los hombres a los fantasmas, suponiéndoles cuerpos aéreos vivientes, y en general los llamaban espíritus. Los romanos, en esto, tenían la misma opinión que los grie- gos, y así ocurrió también con los judíos. Llamaban éstos a los profe- tas locos o demoníacos, según los considerasen inspirados por espíri- tus buenos o malos; y algunos de ellos llamaban a ambos, profetas y demoníacos, hombres locos; y otros llaman al mismo hombre las dos cosas, demoníaco y loco. En cuanto a los gentiles no puede esto causar extrañeza, porque las enfermedades y la salud, los vicios y las virtudes y muchos accidentes naturales eran denominados y conjurados por ellos como demonios; así que cualquiera comprendía bajo la denomi- nación de demonio lo mismo una fiebre que un diablo. Pero que los judíos tengan tal opinión es algo extraño, porque ni Moisés ni Abra- ham pretendían profetizar por la posesión de un espíritu, sino por la voz de Dios o por la visión o ensueño. Ni existe, tampoco, cosa alguna en su ley moral o ceremonial, por la cual pueda pretenderse que exis- tiera tal entusiasmo o posesión. Cuando se dice que Dios (Num., 11, 25) tomó el espíritu que había en Moisés y lo dio a los setenta más ancianos, el espíritu de Dios (considerándolo como la sustancia de Dios) no queda por ello dividido. Las Escrituras, al decir espíritu de Dios en el hombre, significan un espíritu humano propenso a lo divi- no. Y donde se dice (Ex., 28, 3) a aquel a quien he henchido con el espíritu de la sabiduría para que haga vestidos a Aarón, no quiere de- cirse que se haya imbuido en él un espíritu que pueda hacer vestidos. sino la sabiduría de sus propios espíritus en este género de trabajo. En el mismo sentido cuando el espíritu del hombre produce acciones im- puras, se llama ordinariamente espíritu impuro; y así se habla también de otros espíritus, por lo menos cuando la verdad y el vicio son de tal naturaleza que resultan extraordinarios y eminentes. Tampoco los otros profetas del Antiguo Testamento pretendieron estar inspirados o que Dios hablara por ellos, sino que se les manifestara mediante la voz, visión o ensueño. Y el peso del Señor, no era posesión sino orden o mando. ¿Cómo pudieron los judíos caer en esta idea de la posesión? Yo no me imagino razón alguna sino la que es común a todos los hombres, especialmente el anhelo de curiosidad por buscar las causas naturales, y su empeño de situar la felicidad en la adquisición de los grandes placeres de los sentidos, y en las cosas que más inmediata- mente conducen a ellos. En efecto, quienes ven ciertas excelencias, desastres y defectos en una mente humana, a menos que no se den cuenta de la causa que pudo probablemente originarlos, difícilmente pensarán que sea cosa natural, y si no es natural, habrá de ser sobrena- tural; y entonces ¿qué puede haber sino Dios o el demonio en ellos? De aquí que cuando nuestro Salvador (Mr., 3, 21) se hallaba rodeado por la multitud, sus familiares sospechaban que estuviera loco y salie- ron de casa para detenerle. Pero los escribas decían (Jn 10, 20) que tenía a Belzebú, y que gracias a él expulsaba a los demonios, como si el loco más grande empujara a los más pequeños. Así en el Antiguo Testamento aquel que vino a ungir a Jehú (2 R., 9, 11), era un profeta; pero alguno de los circunstantes preguntó: Jehú ¿qué viene a hacer ese loco? Así que, en suma, es manifiesto que todo aquel que se comporta de un modo extraordinario, era considerado por los judíos como po- seído bien por un dios, bien por un espíritu maligno; exceptuábanse los saduceos, quienes, por otra parte, erraban tanto que no creían en absoluto en la existencia de los espíritus (lo cual no dista mucho de inducir al ateísmo); y a causa de esto, acaso, los demás, propendían a denominar a tales hombres demoníacos, más bien que locos.
Pero ¿por qué nuestro Salvador procedió en la curación de ellos como si estos hombres fueran posesos, y no como si fuesen locos? A ello no puedo dar otro género de respuesta sino el que se da a quienes tratan de utilizar análogamente la Escritura contra la opinión del movimiento de la tierra. La Escritura fue escrita para mostrar a los hombres el re- ino de Dios, y para preparar sus espíritus para ser sus súbditos obe- dientes, abandonando el mundo, y la filosofía a él referente, a la dis- puta de los hombres, para ejercicios de su razón natural. Que las tie- rras o los soles en su movimiento creen el día y la noche; que las ac- ciones exorbitantes de los hombres procedan de la pasión o del demo- nio (con tal de que no le rindamos culto) es lo mismo, por lo que se refiere a nuestra obediencia y sumisión a la Omnipotencia divina, ob- jeto para el cual fue escrita la Escritura. En cuanto a que nuestro Sal- vador hablase a la enfermedad como a una persona, es la frase usual de todos aquellos que curan solamente por la palabra, como lo hizo Cristo (y como pretenden hacerlo los encantadores, ya invoquen al diablo o no). Porque ¿no se dice que Cristo increpó también (Mt., 8, 26) a los vientos? ¿no se le atribuye igualmente (Lc., 4, 39) haber re- criminado a la fiebre? Sin embargo, esto no permite argüir que una fiebre sea un demonio. Y cuando se dice que muchos de estos demo- nios confesaron a Cristo, el pasaje en cuestión no debe interpretarse necesariamente de otro modo sino en el sentido de que aquellos locos lo confesaron. Y cuando nuestro Salvador (Mt., 12, 43) habla de un espíritu impuro, que habiendo salido de un hombre va errando por el desierto, en busca de descanso y sin hallarlo, y vuelve al mismo hom- bre, en compañía de otros siete espíritus peores que él mismo, esto es evidentemente una parábola, refiriéndose a un hombre que después de haberse esforzado tenuemente por despojarse de sus deseos, fue ven- cido por la potencia de ellos y se hizo siete veces peor de lo que era. Así que yo no veo absolutamente nada en la Escritura que obligue a creer que los demoníacos eran otra cosa que locos.
Palabras sin sentido. Y todavía existe otro defecto en los discursos de algunas personas, que puede ser enumerado entre las especies de locu- ra: nos referimos al abuso de palabras de que anteriormente he habla- do, en el capítulo V, bajo la denominación de absurdas. Tal ocurre cuando los hombres expresan palabras que reunidas unas con otras carecen de significación, no obstante lo cual las gentes, sin compren- der sus términos, las repiten de modo rutinario, y son usadas por otros con la intención de engañar mediante la oscuridad que hay en ellas.
Ocurre esto solamente a aquellos que conversan sobre temas incom- prensibles, como los escolásticos, o sobre cuestiones de abstrusa filo- sofía. El común de las gentes raramente dice palabras sin sentido, y esta es la razón de que esas otras egregias personas las tengan por idiotas. Pero para asegurarnos de que sus palabras carecen de conteni- do correspondiente en su espíritu, habríamos de citar algunos ejem- plos; si alguien lo requiere, que tome por su cuenta un escolástico y vea si puede traducir cualquier capítulo concerniente a un punto difí- cil. como la Trinidad, la Deidad, la naturaleza de Cristo, la transubs- tanciación, el libre albedrío, etc., a alguna de las lenguas modernas, para hacerlo inteligible, o en un latín tolerable como el que nos dieron a conocer quienes vivieron cuando el latín era una lengua común.
¿Qué significan estas palabras: La causa primera, en razón de la su- bordinación esencial de las causas segundas, no necesita introducir algo en éstas, por medio de lo cual pueda ayudarlas a obrar? Tal es la traducción del título del capítulo sexto de Suárez, libro primero, Del Concurso. del movimiento y de la ayuda de Dios. Cuando los hombres escriben volúmenes enteros acerca de tales necedades ¿no están locos o tratan de volver locos a los demás? Particularmente en el problema de la transubstanciación. Cuando, después de haber pronunciado de- terminadas palabras como blancura, redondez, magnitud, cualidad, corruptibilidad, se dice que todo esto que es incorpóreo pasa de la Hostia al Cuerpo de nuestro bendito Salvador ¿no prueban con todas aquellas terminaciones abstractas que hay otros tantos espíritus que poseen su cuerpo? Por espíritus entienden estas gentes, en efecto, co- sas que siendo incorpóreas se mueven, no obstante, de un lugar a otro.
De modo que este género de absurdos puede correctamente ser inclui- do entre las diversas especies de locura; y todo el tiempo en que, guia- dos por pensamientos claros de sus pasiones mundanas, se abstienen de discutir o de escribir así, no son sino intervalos de lucidez. Y así ocurre con muchas de las virtudes y defectos intelectuales.
HAY DOS clases de CONOCIMIENTO: uno es el conocimiento de hecho, y otro el conocimiento de la consecuencia de una afirmación con respecto a otra. El primero no es otra cosa sino sensación y me- moria, y es conocimiento absoluto, como cuando vemos realizarse un hecho o recordamos que se hizo; de ese género es el conocimiento que se requiere de un testigo. El último se denomina ciencia y es condi- cional, como cuando sabemos que si determinada figura es un círculo, toda línea recta que pase por el centro debe dividirla en dos partes iguales. Este es el reconocimiento requerido de un filósofo, es decir, de quien pretende razonar.
El registro del conocimiento de hecho se denomina historia natural, que es la historia de aquellos hechos o efectos de la Naturaleza que no dependen de la voluntad humana; tales son las historias de metales, plantas, animales, y otras cosas semejantes. La otra es historia civil, que es la historia de las acciones voluntarias de los hombres constitui- dos en Estado.
Los registros de la ciencia son los libros que contienen las demostra- ciones de la consecuencia de una afirmación con respecto a otra, y es lo que se llama comúnmente libros de filosofía. De ellos existen di- versas especies según la diversidad de la materia, y pueden dividirse tal como lo he hecho en la siguiente tabla:
EL PODER de un hombre (universalmente considerado) consiste en sus medios presentes para obtener algún bien manifiesto futuro. Puede ser original o instrumental.
Poder. Poder natural es la eminencia de las facultades del cuerpo o de la inteligencia, tales como una fuerza, belleza, prudencia, aptitud, elo- cuencia, liberalidad o nobleza extraordinarias. Son instrumentales aquellos poderes que se adquieren mediante los antedichos, o por la fortuna, y sirven como medios e instrumentos para adquirir más, como la riqueza, la reputación, los amigos y los secretos designios de Dios, lo que los hombres llaman buena suerte. Porque la naturaleza del po- der es, en este punto, como ocurre con la fama, creciente a medida que avanza; o como el movimiento de los cuerpos pesados, que cuanto más progresan tanto más rápidamente lo hacen. El mayor de los pode- res humanos es el que se integra con los poderes de varios hombres unidos por el consentimiento en una persona natural o civil; tal es el poder de un Estado; o el de un gran número de personas, cuyo ejerci- cio depende de las voluntades de las distintas personas particulares, como es el poder de una facción o de varias facciones coaligadas. Por consiguiente, tener siervos es poder; tener amigos es poder, porque son fuerzas unidas. También la riqueza, unida con la liberalidad, es poder, porque procura amigos y siervos. Sin liberalidad no lo es, por- que en este caso la riqueza no protege, sino que se expone a las ase- chanzas de la envidia.
Reputación de poder es poder, porque con ella se consigue la adhesión y afecto de quienes necesitan ser protegidos. También es, por la misma razón, la reputación de amor que experi- menta la nación por un hombre (lo que se llama popularidad).
Por consiguiente, cualquiera cualidad que hace a un hombre amado o temido de otros, o la reputación de tal cualidad, es poder, porque cons- tituye un medio de tener la asistencia y servicio de varios. El éxito es poder, porque da reputación de sabiduría o buena fortuna, lo cual hace que los hombres teman o confíen en él.
La afabilidad de los hombres que todavía están en el poder, es aumen- to de poder, porque engendra cariño.
La reputación de prudencia en la conducta de la paz y de la guerra, es poder, porque a los hombres prudentes les encomendamos el gobierno de nosotros mismos más gustosamente que a los demás.
Nobleza es poder, no en todo lugar, sino solamente en los Estados donde tiene privilegios: porque en tales privilegios consiste el poder. Elocuencia es poder, porque se asemeja a la prudencia. Las buenas maneras son poder, porque siendo un don de Dios, reco- miendan a los hombres el favor de las mujeres y extraños.
Las ciencias constituyen un poder pequeño, porque no es eminente, y por tanto no es reconocido por todos. Ni está en todos, sino en unos pocos, y en ellos sólo en pocas cosas. En efecto, la ciencia es de tal naturaleza, que nadie puede comprenderla como tal, sino aquellos que en buena parte la han alcanzado.
Las artes de utilidad pública como fortificación, confección de inge- nios y otros artefactos de guerra son poder, porque favorecen la defen- sa y confieren la victoria. Y aunque la verdadera madre de ellas es la ciencia, particularmente las Matemáticas, como son dadas a la luz por la mano del artífice, resultan estimadas (en este caso la partera pasa por madre) como producto suyo.
Estimación. El valor o ESTIMACIÓN del hombre, es, como el de todas las demás cosas, su precio; es decir, tanto como sería dado por el uso de su poder. Por consiguiente, no es absoluto, sino una conse- cuencia de la necesidad y del juicio de otro. Un hábil conductor de soldados es de gran precio en tiempo de guerra presente o inminente; pero no lo es en tiempo de paz. Un juez docto e incorruptible es mu- cho más apreciado en tiempo de paz que en tiempo de guerra. Y como en otras cosas, así en cuanto a los hombres, no es el vendedor, sino el comprador quien determina el precio. Porque aunque un hombre (cosa frecuente) se estime a sí mismo con el mayor valor que le es posible, su valor verdadero no es otro que el estimado por los demás. La manifestación del valor que mutuamente nos atribuimos. es lo que comúnmente se denomina honor y deshonor. Estimar a un hombre en un elevado precio es honrarle; en uno bajo, deshonrarle. Pero alto y bajo en este caso deben ser comprendidos con relación al tipo que cada hombre se asigna a sí mismo.
Dignidad. La estimación pública de un hombre, que es el valor confe- rido a él por el Estado, es lo que los hombres comúnmente denominan DIGNIDAD. Esta estimación de él por el Estado se comprende y ex- presa en cargos de mando, judicatura empleos públicos, o en los nom- bres y títulos introducidos para distinguir semejantes valores. Elogiar a otro por una ayuda de cualquier género es honrarlo, porque expresa nuestra opinión de que posee una fuerza capaz de ayudar; y cuanto más difícil es la ayuda, tanto más alto es el honor. Honrar y deshonrar. Obedecer es honrar, porque ningún hombre obe- dece a quien no puede ayudarle o perjudicarle. Y en consecuencia, desobedecer es deshonrar.
Hacer grandes dones a un hombre es honrarlo, porque ello significa comprar su protección y reconocer su poder. Hacer pequeños dones es deshonrarlo, porque constituyen limosnas, y dan idea de la necesidad de ayudas pequeñas. Ser solícito en promover el bien de otro, así co- mo adularle, es honrarlo, porque constituye un signo de que buscamos su protección o ayuda. Desatenderlo es deshonrarlo. Ceder el paso o el lugar a otro en cualquiera cuestión, es honrarlo, porque constituye el reconocimiento de un mayor poder. Hacerle fren- te es deshonrarlo.
Mostrar cualquier signo de amor o temor a otro es honrarlo; porque ambas cosas, amor y temor, implican aprecio. Suprimir o disminuir el amor o el temor, más de lo que el interesado espera, es deshonrarle, y, en consecuencia, estimarlo en poco.
Apreciar, exaltar o felicitar es honrar, porque nada se aprecia como la bondad, el poder y la felicidad. Despreciar, injuriar o compadecer es deshonrar.
Hablar a otro con consideración, aparecer ante él con decencia y humildad es honrarle, porque constituye un signo del temor de ofen- derlo. Hablarle ásperamente, hacer ante él algo obsceno, reprobable, impúdico, es deshonrarle.
Creer, confiar, apoyarse en otro, es honrarle, pues revela una idea de su virtud y de su poder. Desconfiar o no creer en él, es deshonrarle. Solicitar el consejo de un hombre o sus discursos, cualesquiera que sean, es honrarle, porque denotamos pensar que es sabio, o elocuente, o sagaz. Dormitar o pasar de largo, o hablar mientras otro habla, es deshonrarlo.
Hacer tales cosas a otro que él considere como signos de honor, o que así lo sean según la ley de la costumbre, es honrarle; porque aproban- do el honor hecho por otros, se reconoce el poder que otros le confie- ren. Rehusarlas, es deshonrar.
Coincidir en opinión con alguien es honrarle, pues implica un modo de aprobar su juicio y sabiduría. Disentir es deshonrarle y tacharle de error, o si el disentimiento afecta a muchas cosas, de locura. Imitar es honrar, porque implica aprobar de modo vehemente. Imitar al enemi- go es deshonrarle.
Honrar a aquel a quienes otros honran, es honrar a éstos, como signo de aprobación de su juicio. Honrar a sus enemigos es deshonrarle. Tomar consejo de alguien, o utilizarlo en acciones difíciles, es honrar- le, pues ello constituye un signo que revela su sabiduría u otro poder.
Negarse a emplear, en casos semejantes, a quienes desean ser utiliza- dos, es deshonrarles.
Todas estas vías de estimación son naturales, tanto con Estados como sin ellos. Pero como, en los Estados, aquel o aquellos que tienen la suprema autoridad pueden hacer lo que les plazca, y establecer signos de honor, existen también otros honores.
Un soberano hace honor a un súbdito con cualquier título, oficio, em- pleo o acción que él mismo estima como signo de su voluntad de hon- rarle. El rey de Persia honró a Mordecay cuando dispuso que fuera conducido por las calles, con las vestiduras regias, sobre uno de los caballos del rey, con una corona en su cabeza, y un príncipe ante él, proclamando: Así se hará con aquel a quien el rey quiera honrar. Y otro rey de Persia, o el mismo en otro tiempo, a un súbdito que por cierto gran servicio solicitaba llevar uno de los vestidos del rey, le otorgó lo que pedía, pero añadiendo que debería llevarlo como bufón suyo; y esto era deshonor.
Así, la fuente del honor civil está en el Estado, y depende de 'la volun- tad del soberano; por tal razón es temporal, y se llama honor civil: eso ocurre con la magistratura, con los cargos públicos, con los títulos y, en algunos lugares, con los uniformes y emblemas. Los hombres hon- ran a quienes los poseen, porque son otros tantos signos del favor del Estado; este favor es poder.
Honorable. Honorable es cualquier género de posición, acción o cali- dad que constituye argumento y signo del poder. Deshonroso. Por consiguiente, ser honrado, querido de muchos, es honorable, porque ello constituye expresión de poder. Ser honrado por pocos o por ninguno, es deshonroso.
Dominio y victoria son cosas honorables porque se adquieren por la fuerza; y la servidumbre, por necesidad o temor, es deshonrosa. La buena fortuna (si dura) es honorable, como signo que es del favor de Dios. La mala fortuna y el infortunio son deshonrosos. Los ricos son honorables porque tienen poder. La pobreza es deshonrosa. La magnanimidad, la liberalidad, la esperanza, el valor, la confianza, son honorables porque proceden de la conciencia del poder. La pusilani- midad, la parsimonia, el temor y la desconfianza, son deshonrosas. La resolución oportuna, o la determinación de lo que una persona tie- ne que hacer, es honorable, porque implica el desprecio de las peque- ñas dificultades y peligros. La irresolución es deshonrosa, como signo que es de conceder valor excesivo a pequeños impedimentos y a pe- queñas ventajas: porque cuando un hombre ha pensado las cosas tanto tiempo como le es permitido, y no resuelve, la diferencia de pondera- ción es pequeña; y por consiguiente si no resuelve, sobrestima las co- sas pequeñas, lo cual es pusilanimidad. Todas las acciones y conver- saciones que proceden o parecen proceder de una gran esperanza, dis- creción o talento, son honorables, porque todas ellas son poder. Las acciones o palabras que proceden del error, ignorancia o locura, son deshonrosas.
La gravedad, en cuanto parece proceder de una mente empleada tam- bién en otras cosas, es honorable, porque esa dedicación es un signo de poder. Pero si parece proceder de un propósito de simular grave- dad, es deshonroso. Porque la gravedad del primero es como la de un barco cargado con mercancías, mientras que la del último es como la de un barco que lleva un lastre de arena o de otro inútil cargamento. Ser distinguido, es decir, conocido por las riquezas, los cargos, las acciones grandes o la bondad eminente, es honorable, porque consti- tuye un signo del poder de quien es distinguido. Por el contrario, la obscuridad es deshonrosa.
Descender de padres distinguidos es honorable, porque así se obtiene más fácilmente la ayuda y las amistades de los antecesores. Por el contrario, descender de una parentela obscura, es deshonroso. Las acciones que proceden de la equidad y van acompañadas de pérdidas, son honorables, porque son signos de magnanimidad, y la magnanimidad es un signo de poder. Por el contrario la astucia, la falta de equidad, son deshonrosas.
La codicia de grandes riquezas, y la ambición de grandes honores, son honorables, como signos de poder para obtenerlas. La codicia y ambi- ción de pequeñas ganancias o preeminencias, es deshonrosa. No altera el caso del honor el hecho de que una acción (por grande y difícil que sea y, aunque por consiguiente, revele un gran poder) sea justa e injusta: porque el honor consiste solamente en la opinión del poder. Por esa razón los antiguos épicos no pensaban que deshonra- ban, sino que honraban a los dioses cuando los introducían en sus poemas, cometiendo raptos, hurtos y otros actos grandes, pero injustos o poco limpios. Nada es tan célebre en Júpiter como sus adulterios; ni en Mercurio como sus robos; de los elogios que se le hacen en un himno de Hornero, el mayor es que habiendo nacido en la mañana, inventó la música a mediodía, y antes de la noche robó el rebaño de Apolo a sus pastores.
Así, entre los hombres, hasta que se constituyeron los grandes Esta- dos, no se consideraba como deshonor ser pirata o salteador de cami- nos, sino que más bien se estimaba éste como un negocio lícito, no sólo entre los griegos, sino también en todas las demás naciones: así lo prueba la historia de los tiempos antiguos. Y al presente, en esta parte del mundo, los duelos privados son, y serán siempre, honorables, aun- que ilegales, hasta que venga un tiempo en que el honor ordene rehu- sar, y arroje ignominia sobre quienes los efectúen. Porque los duelos también son, muchas veces, efecto del valor, y la base del valor está siempre en la fortaleza o en la destreza, que son poder, aunque, en la mayor parte de los casos, son efecto de conversaciones ligeras y del temor al deshonor en uno o en ambos contendientes, los cuales, agita- dos por la cólera, deciden pelear entre sí para no perder la reputación. l3lasones. Los escudos y blasones hereditarios son honorables cuando llevan consigo eminentes privilegios. No lo son en otros casos, porque su poder radica bien en tales privilegios, o en las riquezas, o en ciertas cosas que son estimadas en los demás hombres. Este .género de honor, comúnmente llamado nobleza, deriva sin duda de los antiguos germa- nos, porque nunca se conocía tal cosa donde las costumbres germanas eran ignoradas; ni ahora se usa en ninguna parte donde antes no habi- taran los germanos. Cuando los antiguos caudillos griegos partían para la guerra, pintaban sus escudas con las divisas que eran de su agrado; un escudo sin emblema era signo de pobreza y de ser un soldado común; pero los griegos no admitían la tradición de esos signos por herencia. Los romanos transmitieron los emblemas de sus familias, pero eran las imágenes y no las divisas de sus antepasados. Entre los pueblos de Asia, Africa y América no existían ni existen nunca seme- jantes cosas. Solamente los germanos tuvieron esta costumbre; de ellos derivó a Inglaterra, Francia, España e Italia cuando, en gran número, ayudaron a los romanos, o hicieron conquistas propias en aquellas comarcas occidentales del mundo.
En cuanto a Germania, más antigua que todas las demás naciones, y dividida en sus comienzos en un infinito número de pequeños señores, jefes o familias, continuamente hallábanse éstos en guerra entre sí. Tales señores o jefes, principalmente para que, cuando iban armados, pudieran ser reconocidos por sus secuaces, y también por vía de orna- to, llevaban pintadas sobre su armadura, su escudo o su ropaje, la efi- gie de algún animal o de otro objeto; y así también ponían alguna marca ostensible y manifiesta en la cimera de sus yelmos. Y este or- namento de las dos cosas, armas y cimeras, se transmitía por herencia hasta sus hijos, al primogénito en toda su pureza, y al resto con alguna nota de diversidad, que el Herealt, como dicen en alemán, juzgaba conveniente. Ahora bien, cuando varias de estas familias, reuniéndose, formaron una gran monarquía, esta misión del heraldo, que consistía en distinguir los escudos, se convirtió en un cargo privado indepen- diente. Estos señores constituyen el origen de la más grande y antigua nobleza; en la mayor parte de los casos llevaban como emblema seres señalados por su valor o afán de rapiña, o castillos, almenas, tiendas, armas, empalizadas y otros signos de guerra; porque ninguna otra vir- tud era tan estimada como la virtud militar. Posteriormente, no sólo los reyes, sino los Estados populares otorgaron diversas clases de es- cudos, a quienes iban a la guerra o volvían de ella, para estimularles o recompensar sus servicios, Cualquier lector perspicaz podrá encontrar estas alusiones en las antiguas historias de griegos y latinos, con refe- rencia a la nación alemana, y a las maneras germanas contemporáneas del historiador.
Títulos de honor. Los títulos de honor, tales como los de duque, con- de, marqués y barón son honorables, porque expresan la estimación que el poder soberano del Estado les otorga. Estos títulos fueron, en tiempos antiguos, títulos de cargos y de mando, algunos derivados de los romanos, otros de los germanos y franceses. Duques, en latín du- ces, eran generales en guerra; condes, comités, eran los compañeros o amigos de los generales, y se les encargaba gobernar y defender las plazas conquistadas y pacificadas; los marqueses, marchiones, fueron condes que gobernaban las marcas o fronteras del Imperio. Tales títu- los de duque, conde y marqués fueron introducidos en el Imperio, hacia la época de Constantino el Grande, 'a usanza de las militia ger- manas. Pero barón parece haber sido titulo de las Galias, y significa hombre grande; constituían los barones la guardia de reyes o prínci- pes, quienes en la guerra los tenían siempre cerca de sus personas; parece derivar de nir a ber y bar, y significaba lo mismo, en el lengua- je de las Galias, que vir en latín; de aquí se derivan bero y baro, de modo que tales hombres fueron llamados berones, y después barones, en español barones. Quien desee tener más detalles acerca del origen de los títulos de honor, puede encontrarlos, como yo lo he hecho, en el excelente tratado que sobre esta materia ha escrito Mr. Selden. An- dando el tiempo, con ocasión de disturbios o por razones de buen go- bierno, estos cargos de honor fueron convertidos en meros títulos; en su mayor parte servían para distinguir la preeminencia, lugar y orden de los súbditos en el Estado, y así se nombraron duques, condes, mar- queses y barones de lugares donde tales personas no tenían posesión ni cargo; otros títulos tuvieron también el mismo fin.
Dignidad. Aptitud. EXCELENCIA es una cosa distinta de la estima- ción o valor de un hombre, y también de su mérito o falta de él; con- siste en un poder particular o capacidad para aquello en lo cual sobre- sale; esta habilidad particular se llama usualmente aptitud.
En efecto, es apto para ser director o juez, o para tener otro cargo cualquiera, quien está mejor dotado con las cualidades requeridas para el buen ejercicio de dicho cargo; y el más excelente de los ricos es aquel que tiene las cualidades requeridas para el buen uso de la rique- za. Aunque falte una de estas cualidades, puede una persona ser un hombre digno y estimable por otros conceptos. A su vez, un hombre puede ser digno por su riqueza o su cargo o su empleo y, sin embargo, no tener derecho a ostentarlo antes que otro; por consiguiente, no pue- de decirse que lo merezca. Porque el mérito presupone un derecho, y la cosa merecida lo es por primacía. A esto me referiré posteriormen- te, cuando hable de los contratos.
Qué se entiende aquí por maneras. Bajo la denominación de MANE- RAS no significo, aquí, la decencia de conducta: por ejemplo, cómo debe uno saludar a otro, o cómo debe lavarse la boca, o hurgarse los dientes delante de la gente, y otros consejos de pequeña moral, sino más bien aquellas cualidades del género humano que permiten vivir en común una vida pacífica y armoniosa. A este fin recordemos que la felicidad en esta vida no consiste en la serenidad de una mente satisfe- cha; porque no existe el finis ultimus (propósitos finales) ni el sum- mum bonum (bien supremo), de que hablan los libros de los viejos filósofos moralistas. Para un hambre, cuando su deseo ha alcanzado el fin, resulta la vida tan imposible como para otro cuyas sensaciones y fantasías estén paralizadas. La felicidad es un continuo progreso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la consecución del primero no es otra casa sino un camino para realizar otro ulterior. La causa de ello es que el objeto de los deseos humanos no es gozar una vez solamente, y por un instante, sino asegurar para siempre la vía del deseo futuro. Por consiguiente, las acciones voluntarias e inclinaciones de todos los hombres tienden no solamente a procurar, sino, también, a asegurar una vida feliz; difieren tan sólo en el modo como parcialmente surgen de la diversidad de las pasiones en hombres diversos; en parte, tam- bién, de la diferencia de costumbres o de la opinión que cada uno tiene de las causas que producen el efecto deseado.
Un incesante afán de poder en todos los hombres. De este modo seña- lo, en primer lugar, como inclinación general de la humanidad entera, un perpetuo e incesante afán de poder, que cesa solamente con la muerte. Y la causa de esto no siempre es que un hombre espere un placer más intenso del que ha alcanzado; o que no llegue a satisfacerse con un moderado poder, sino que no pueda asegurar su poderío y los fundamentos de su voluntad actual, sino adquiriendo otros nuevos. De aquí se sigue que los reyes cuyo poder es más grande, traten de asegu- rarlo en su país por medio de leyes, y en el exterior mediante guerras; logrado esto, sobreviene un nuevo deseo: unas veces se anhela la fama derivada de una nueva conquista; otras, se desean placeres fáciles y sensuales, otras, la admiración o el deseo de ser adulado por la exce- lencia en algún arte o en otra habilidad de la mente.
El afán de lucha se origina en la competencia. La pugna de riquezas, placeres, honores u otras formas de poder, inclina a la lucha, a la ene- mistad y a la guerra. Porque el medio que un competidor utiliza para la consecución de sus deseos es matar y sojuzgar, suplantar o repeler a otro. Particularmente la competencia en los elogios induce a reveren- ciar la Antigüedad; porque los hombres contienden con los vivos, no con los muertos, y adscriben a éstos más de lo debido, para que pue- dan obscurecer la gloria de aquéllos.
La obediencia civil se origina en el afán de tranquilidad. El afán de tranquilidad y de placeres sensuales dispone a los hombres a obedecer a un poder común, porque tales deseos les hacen renunciar a la protec- ción que cabe esperar de su propio esfuerzo o afán. El temor a la muerte y a las heridas dispone a lo mismo, y por idéntica razón. Por el contrario, los hombres necesitados y menesterosos no están contentos con su presente condición; así también, los hombres ambiciosos de mando militar propenden a continuar las guerras y a promover situa- ciones belicosas: porque no hay otro honor militar sino el de la guerra, ni ninguna otra posibilidad de eludir un mal juego que comenzando otro nuevo.
Y en el amor a las artes. El afán de saber, y las artes de la paz inclinan a los hombres a obedecer un poder común, porque tal deseo lleva con- sigo un deseo de ocio, y, por consiguiente, de tener la protección de algún otro poder distinto del propio.
El amor a la virtud, en el amor a los elogios. El afán de alabanza dis- pone a realizar determinadas acciones laudables que agradan a aquel cuyo juicio se estima; nada nos importan, en cambio, los elogios de quienes despreciamos. El afán de fama después de la muerte lleva al mismo fin. Y aunque después de la muerte no se sienten ya las alaban- zas que nos hacen en la tierra, porque esas alegrías o bien se desvane- cen ante los inefables goces del cielo o se extinguen en los extremados tormentos del infierno, sin embargo, semejante fama no es vana, por- que los hombres encuentran un deleite presente en la previsión de ella, y en el beneficio que asegurarán para su posteridad; y así, aunque aho- ra no lo vean se lo imaginan; y toda cosa que es placer en las sensa- ciones, lo es también en la imaginación.
Odio derivado de la dificultad de corresponder a grandes beneficios. Haber recibido de uno, a quien consideramos igual a nosotros, benefi- cio más grande de lo que esperábamos, dispone a fingirle amor; pero realmente engendra un íntimo aborrecimiento, y pone a un hombre en la situación del deudor desesperado que al vencer la letra de su acree- dor, tácitamente desea hallarse en un sitio donde nunca más lo viera. Porque los beneficios obligan, y la obligación es servidumbre; y la obligación que no puede corresponderse, servidumbre perpetua; y esta situación, en definitiva, se resuelve en odio. Por el contrario, haber recibido beneficios de uno a quien reconocemos como superior, incli- na a amarle, porque la obligación no engendra una degradación, en este caso; y la aceptación lisonjera (lo que los hombres llaman grati- tud) es para quien otorga el beneficio un honor que generalmente se considera como retribución, Así, recibir beneficios aunque de uno igual o inferior, mientras se tiene esperanza de devolverlos, dispone a amar, porque en la intención de quien recibe, la obligación es de ayu- da y servicio mutuo; de ello procede una emulación para excederse en el beneficio. Esta es la pugna más noble y provechosa posible, porque el vencedor se complace en su victoria, y el otro encuentra su vengan- za en confesarla.
Y de la conciencia de merecer ser odiado. Haber hecho a alguien un daño mayor del que puede o desea expiar, inclina al agente a odiar a quien sufrió daño, porque es de esperar la revancha o el perdón, cosas odiosas ambas.
La prontitud en el daño deriva del miedo. El temor a la opresión dis- pone a prevenirla o a buscar ayuda en la sociedad; no hay, en efecto, otro camino por medio del cual un hombre pueda asegurar su libertad y su vida.
Y de la desconfianza en el propio ingenio. Quienes desconfían de su propia sutileza se hallan, en el tumulto y en la sedición, mejor dis- puestos para la victoria que quienes se suponen a sí mismos juiciosos o sagaces. Porque a éstos les gusta consultar, y a los otros, temerosos de ser circunvenidos, luchar primero. Y en la sedición, como las gen- tes están siempre dispuestas a la batalla, defenderse unos a otros, usando todas las ventajas de la fuerza, es una mejor estratagema que ninguna otra que pueda proceder de la sutileza del ingenio.
Las empresas vanas, de la vanagloria. Quienes sienten la vanagloria sin tener conciencia de una gran capacidad, se complacen en suponer- se valientes y propenden solamente a la ostentación, pero no a la em- presa, porque, cuando aparecen el peligro o la dificultad, no piensan en otra cosa sino en ver descubierta su insuficiencia.
Quienes sienten la vanagloria y estiman su capacidad por la adulación de otros hombres, o por la fortuna de alguna acción precedente, sin un seguro motivo de esperanza basado en el verdadero conocimiento de sí mismos, son propensos a lanzarse sin meditación a las empresas, y al aproximarse el peligro o la dificultad, a retirarse si pueden. En efec- to, no viendo el camino de la salvación, más bien arriesgarán su honor, que puede ser salvado con una excusa, en lugar de comprome- ter sus vidas, para las cuales ninguna salvación es suficiente. Los hombres que tienen una firme opinión de su propia sabiduría, en materia de gobierno, son propensos a la ambición, porque el honor de la sabiduría se pierde si no existe empleo público en el consejo o en la magistratura. Por esta causa los oradores elocuentes son propensos a la ambición, porque la elocuencia aparece como sabiduría a quienes la tienen y a los demás.
Irresolución, de una valoración excesiva de cuestiones baladres. La pusilanimidad dispone a los hombres a la irresolución y, como conse- cuencia, a perder las ocasiones y oportunidades más adecuadas para actuar. Cuando se ha permanecido deliberando hasta el momento en que la acción se aproxima, si aún entonces no es manifiesta la conduc- ta mejor, esto es un signo de que la diferencia de motivos, la elección entre los dos caminos, no es clara. Por ello, no resolver, entonces, es perder la ocasión, por conceder importancia a cuestiones baladíes, lo cual es pusilanimidad.
La frugalidad, aunque en los pobres sea una virtud, hace inepto al hombre para llevar a cabo aquellas acciones que requieren, de una vez, la fuerza de varios hombres; porque debilita sus fuerzas, que de- ben ser nutridas y vigorizadas por la recompensa.
Confianza en otros, de la ignorancia de los signos de sabiduría y de la bondad. La elocuencia, unida a la adulación, dispone los hombres a confiar en quien la tiene, porque la primera simula sabiduría, y la se- gunda bondad. Si a ello se añade la reputación militar, dispone los hombres a la adhesión y a someterse a quienes la poseen. Las dos primeras previenen contra el peligro que pudiera proceder de él, mien- tras que la última protege contra el peligro que proceda de otros. Y de la ignorancia de las causas naturales. La falta de ciencia, es decir, la ignorancia de las causas, dispone o, más bien, constriñe a un hom- bre, a fiarse de la opinión y autoridad de otros. En efecto, todos los hombres a quienes interesa la verdad, cuando no confían en sí propios, deben apoyarse en la opinión de algún otro a quien juzgan más sabio que a sí mismos, y en quien no ven motivo alguno para ser defrauda- dos.
Y de la falta de comprensión. La ignorancia de la significación de las palabras, es decir, la falta de comprensión, dispone los hombres no sólo a aceptar, confiados, la verdad que no conocen, sino también los errores y, lo que es más, las insensateces de aquellos en quienes se confía; porque ni el error ni la insensatez pueden ser descubiertos sin una perfecta comprensión de las palabras.
De esa misma ignorancia se deduce que los hombres dan nombres distintos a una misma cosa, según la diferencia de sus propias pasio- nes. Así, quienes aprueban una opinión privada, la llaman opinión; quienes están inconformes con ella, herejía; y aun herejía no significa otra cosa sino opinión particular, sino que con un mayor tinte de cóle- ra.
También deriva de ello que sin estudio y sin una gran inteligencia no es posible distinguir entre una acción de varios hombres y varias ac- ciones de una multitud: por ejemplo, entre la acción singular de todos los senadores de Roma, dando muerte a Catilina, y las diversas accio- nes de un número de senadores matando a César. En consecuencia propenden a considerar como acción del pueblo lo que es una multitud de acciones realizadas por una multitud de hombres, guiados, acaso, por la persuasión de uno solo.
Adhesión a la costumbre, de la ignorancia de la naturaleza de lo justo y de lo injusto. La ignorancia de las causas y la constitución original del derecho, de la equidad, de la ley, de la justicia, disponen al hombre a convertir la costumbre y el ejemplo en norma de sus acciones, de tal modo que se considera injusto lo que por costumbre se ha visto casti- gar, y justo aquello de cuya impunidad y aprobación se puede dar algún ejemplo, o precedente, como dicen, de una manera bárbara los juristas, que usan solamente esta falsa medida de justicia. Son como los niños pequeños, que no tienen otra norma de las buenas y de las malas maneras, sino los correctivos que les imponen sus padres y ma- estros, con la diferencia de que los niños son fieles a su norma, mien- tras que los hombres no lo son, porque a medida que se hacen fuertes y tercos, apelan de la costumbre a la razón, y de la razón a la costum- bre, según lo requiere su interés, apartándose de la costumbre cuando su interés lo exige, y situándose contra la razón tantas veces como la razón está contra ellos. Esta es la causa de que la doctrina de lo justo y de lo injusto sea objeto de perpetua disputa, por parte de la pluma y de la espada, mientras que la teoría de las líneas y de las figuras no lo es, porque en tal caso los hombres no consideran la verdad como algo que interfiera con las ambiciones, el provecho o las apetencias de nadie. En efecto, no dudo de que si hubiera sido una cosa contraria al dere- cho de dominio de alguien, o al interés de los hombres que tienen este dominio, el principio según el cual los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos ángulos de un cuadrado, esta doctrina hubiera sido si no disputada, por lo menos suprimida, quemándose todos los libros de Geometría, en cuanto ello hubiera sido posible al interesado.
Adhesión a los particulares, de la ignorancia de las causas de la paz. La ignorancia de las causas remotas dispone a atribuir todos los acon- tecimientos a causas inmediatas e instrumentales, porque éstas son las únicas que se perciben. Y aun ocurre que en todos los sitios en que los hombres se ven gravados con tributas fiscales, descargan su cólera sobre los publícanos, es decir, los granjeros, recaudadores y otros fun- cionarios del fisco, y se asocian a todos aquellos que censuran al go- bierno, y arrastrados más allá de los límites de toda posible justifica- ción, llegan a atacar a la autoridad suprema, por temor del castigo o por vergüenza de recibir perdón.
Credulidad, de la ignorancia de la naturaleza. La ignorancia de las causas naturales dispone a la credulidad, hasta hacer creer a menudo en cosas imposibles. Nada se sabe en contrario de que puedan ser ver- daderas, cuando se es incapaz de advertir la imposibilidad. Y como se complacen en escuchar en compañía, la credulidad dispone a los hom- bres a mentir. Así la ignorancia sin malicia es susceptible de hacer que un hombre crea en los embustes y los diga, e incluso en ocasiones los invente.
Curiosidad de saber, de la preocupación por el futuro. La ansiedad del tiempo futuro dispone a los hombres a inquirir las causas de las cosas, porque el conocimiento de ellas hace a los hombres mucho más capa- ces para disponer el presente en su mejor ventaja.
Religión natural, de lo mismo. La curiosidad o afición al conocimien- to de las causas nos lleva de la consideración del efecto a la investiga- ción de la causa, y a su vez a la causa de la causa, hasta que necesa- riamente se llega, en definitiva, a pensar que hay alguna causa de la que no puede existir otra causa anterior si no es eterna: lo que los hombres llaman Dios. Así, es imposible hacer una investigación pro- funda en las leyes naturales, sin propender a la creencia de que existe un Dios Eterno, aun cuando en la mente humana no puede haber nin- guna idea de Él, que responda a su naturaleza. En efecto, del mismo modo ,que un ciego de nacimiento que oye a los demás hablar de ca- lentarse al fuego, conducido ante éste, puede fácilmente concebir y asegurarse de que existe algo que los hombres llaman fuego, y que es la causa del calor que siente, pero no puede imaginar qué cosa sea, ni tener de ello en su mente una idea análoga a los que lo ven, así por las cosas visibles de este mundo, y por su orden admirable, puede conce- birse que existe una causa de ello, lo que los hombres llaman Dios, y, sin embargo, no tener idea o imagen de él en la mente.
Y quienes se preocupan poco o nada de las causas naturales de las cosas, temerosos por lo menos de su ignorancia misma, acerca de lo que tiene poder para hacerles mucho bien o mucho mal, propenden a suponer e imaginar por sí mismos diversas clases de poderes invisi- bles, y están pendientes de sus propias ficciones, invocando a esos poderes en tiempos de desgracia, y mostrándoles su gratitud cuando existe perspectiva de éxito: así hacen dioses de las creaciones de su propia fantasía. Por esto tenía que ocurrir que de la innumerable va- riedad de fantasías, los hombres crearan en el mundo innumerables especies de dioses. Y este temor de las cosas invisibles es la semilla natural de que cada uno en sí mismo llama religión, y en quienes ado- ran o temen poderes diferentes de los propios, superstición.
Y habiéndose observado por muchos esta simiente de religión, algu- nos de quienes la observan propendieron a alimentarla, revestirla y conformarla a leyes, y añadir a ello, de su propia invención, alguna idea de las causas de los acontecimientos futuros, mediante las cuales podían hacerse más capaces para gobernar a los otros, haciendo, entre los mismos, el máximo uso de su poder.
Religión, sólo en eI hombre. Si tenemos en cuenta que no existen sig- nos ni frutos de religión sino en el hombre, no hay motivo para dudar de que sólo en el hombre existe la semilla de la religión, que consiste en cierta cualidad peculiar a él, por lo menos en un grado eminente que no se halla en otras criaturas vivas.
Primero, del deseo de conocer las causas. En primer término es pecu- liar a la naturaleza del hombre inquirir las causas de los acontecimien- tos por él contemplados: unos buscan más, otros menos, pero todos sienten la curiosidad de conocer las causas de su propia fortuna, buena o mala.
De la consideración del comienzo de las cosas. En segundo lugar, considerando que cada cosa tuvo un comienzo, piensan también en la causa que determinó ese comienzo en un determinado instante, y no más temprano o más tarde.
De su observación de la consecuencia de las cosas. En tercer término, para los animales no existe otra felicidad que el disfrute de sus alimen- tos, de su reposo y de sus placeres cotidianos, pues tienen poca o nin- guna previsión para el porvenir, por falta de observación y memoria del orden, consecuencia y dependencia de las cosas que ven; en cam- bio observa el hombre cómo un acontecimiento ha sido producido por otro, y advierte en él lo que es antecedente y consecuente ; y cuando no puede asegurarse por si mismo de las verdaderas causas de las co- sas (porque las causas de la buena y de la mala fortuna son invisibles, la mayoría de las veces), imagina ciertas causas sugeridas por la fan- tasía, o confía en la autoridad de otros hombres que supone amigos suyos y más sabios que él mismo.
La causa natural de la religión, la ansiedad del tiempo venidero. Los dos primeros motivos causan ansiedad. En efecto, cuando se está se- guro de que existen causas para todas las cosas que han sucedido o van a suceder, es imposible para un hombre, que continuamente se propone asegurarse a sí mismo contra el mal que terne y procurarse el bien que desea, no estar en perpetuo anhelo del tiempo por venir. Así que cada hombre, y en especial los más previsores, se hallan en situa- ción semejante a la de Prometeo. En efecto, Prometeo (que quiere decir el hombre prudente) estaba encadenado al Monte Cáucaso, en un lugar de amplia perspectiva, donde un águila, alimentándose de sus entrañas, devoraba en el día lo que era restituido por la noche. Así, el hombre que avizora muy lejos delante de sí, preocupado por el tiempo futuro, tiene su corazón durante el día entero amenazado por el temor de la muerte, de la pobreza y de otras calamidades, y no goza de repo- so ni paz para su ansiedad, sino en el sueño.
Que le hace temer del poder de las cosas invisibles. Este perpetuo te- mor que siempre acompaña a la humanidad en la ignorancia de las causas, como si se hallara en las tinieblas, necesita tener por objeto alguna cosa. En consecuencia cuando nada se ve, a nadie se acusa de la buena o de la mala fortuna, sino a algún poder o agente invisible. Era en este sentido, acaso, que los antiguos poetas decían que los dio- ses habían sido creados originariamente por el temor humano, cosa que resulta verdad cuando se refieren a los dioses (es decir, a los nu- merosos dioses de los gentiles). Pero el conocimiento de un Dios Eterno, Infinito y Omnipotente puede derivarse más bien del deseo que los hombres experimentan de conocer las causas de los cuernos naturales y de sus distintas virtudes y modos de operar, que no del temor de aquello que ha de ocurrirles en el tiempo venidero. Porque quien del efecto advertido quiera inferir la causa próxima e inmediata del mismo, y de ahí elevarse a la causa de esa causa, sumiéndose pro- fundamente en la investigación de todas ellas, llegará en último térmi- no a la idea de que debe existir (como los mismos filósofos paganos manifestaban) un motor inicial, es decir, una causa primera y eterna de todas las cosas, que es lo que los hombres significan con el nombre de Dios. Y todo esto sin tener en cuenta su fortuna, ya que el anhelo de ella produce una doble consecuencia: inclina al temor y aleja de la investigación de las causas de otras causas, dando. por consiguiente, ocasión de fingir tantos dioses como hombres existen para imaginar esa ficción.
Y las supone incorpóreas. Y en cuanto a la materia o substancia de los agentes invisibles, así imaginados, no puede llegarse por el discurso natural a otro concepto, sino al que coincide con el del espíritu del hombre. Y como el espíritu del hombre era de la misma substancia que la que aparece, en un sueño, a uno que duerme, o en un espejo, a quien está despierto, ignorando los hombres que tales apariciones no son otra cosa sino creación de la fantasía, piensan que son substancias reales y externas, y por eso las llaman fantasmas, como los latinos las llamaban imagines y umbrae; y piensan que son espíritus, es decir, tenues cuerpos aéreos; y a los temidos agentes invisibles los conside- ran como tales fantasmas, salvo que aparecen y desaparecen cuando gustan. Por naturaleza nunca puede penetrar en la mente de un hombre la idea de que tales espíritus son incorpóreos; nunca puede imaginarse una cosa que responda a esa acepción. Así los hombres que por medi- tación propia llegan al conocimiento de un Dios Infinito, Omnipotente y Eterno, propenden más bien a reputarlo incomprensible y situado por encima de su comprensión. Por consiguiente, definir su naturaleza como la de un espíritu incorpóreo y reputar luego su definición como ininteligible, o darle ese título, no es proceder dogmáticamente con la intención de hacer comprensible la naturaleza divina, sino comportar- se piadosamente, es decir, honrarle con atributos de unas significacio- nes que se hallan lo más alejadas que cabe suponer de la grandeza de los cuerpos visibles.
Pero ignoran el modo cómo efectúan cada cosa. Así, por el procedi- miento mediante el cual piensan que estos agentes invisibles producen sus efectos, es decir, qué causas inmediatas usaron para hacer que las cosas ocurran, los hombres que ignoran (es decir, la mayor parte de los hombres) qué es lo causante, no tienen otro medio para inquirir dichas causas sino observar y recordar lo que han visto preceder al mismo efecto en otro tiempo o en tiempos anteriores, sin advertir entre el suceso antecedente y el consecuente ninguna dependencia o co- nexión, en absoluto. Y por consiguiente, de las mismas cosas pasadas esperan las mismas cosas por venir, y esperan la buena o la mala suer- te, supersticiosamente, de cosas que no tienen relación ninguna con las causas. Así hicieron los atenienses, quienes en su guerra de Lepanto demandaron otro Formio; como la facción pompeyana, para su guerra en Africa, pidió otro Escipión; y desde entonces otros han hecho cosas análogas en otras distintas ocasiones. Del mismo modo se atribuye la fortuna a determinada persona presente, a un lugar feliz o desgraciado, a ciertas expresiones, especialmente si entre ellas figura el nombre de Dios, así como a frases cabalísticas y conjuros (liturgia de las brujas), tanto como a creer que se tiene aptitud para convertir una piedra en pan, el pan en hombre, o una cosa en otra.
Se honran como a los hombres. En tercer lugar, la veneración que los hombres manifiestan, por naturaleza, a los poderes invisibles, no pue- de ser otra sino la que consiste en aquellas mismas expresiones de reverencia que suelen emplear con respecto a los hombres: donativos, 'peticiones, gracias, oblaciones, súplicas respetuosas, conducta sobria, palabras meditadas, juramentos (es decir, asegurarse uno a otro de sus promesas) al invocar dichos poderes. Aparte de esto, nada sugiere la razón, y deja que cada uno persista en ello o, para otras ceremonias, confíe en quienes considera más sabios.
Por último, en lo que concierne a cómo estos poderes invisibles decla- ran a los hombres las cosas que ocurrirán después, especialmente res- pecto a la buena o mala fortuna, en general, o al éxito feliz o desgra- ciado en una empresa particular, todos los hombres se hallan, natural- mente, en la misma perplejidad, salvo que acostumbrando a conjeturar del tiempo venidero por el tiempo pasado, no sólo propenden a tomar cosas casuales, después de uno o dos acontecimientos, como pronósti- cos de otras semejantes que ocurrirán después, sino a creer también pronósticos análogos de otros hombres, de los cuales tienen una buena opinión.
Cuatro cosas, que son semilla natural de la religión. En estas cuatro cosas, idea de los espíritus, ignorancia de las causas segundas, devo- ción hacia lo que los hombres temen, y admisión de cosas casuales como pronóstico, consiste la semilla natural de la religión; la cual, a causa de las diferentes fantasías, juicios y pasiones de los distintos hombres, se ha desarrollado en ceremonias tan diferentes, que las usa- das por un hombre resultan, en la mayoría de los casos, ridículas para otro.
Se hacen diferentes por la cultura. En efecto, estas semillas han sido cultivadas por dos distintas especies de hombres. Una de esas clases está constituida por quienes han nutrido y ordenado la materia religio- sa de acuerdo con su propia invención. La otra lo ha hecho bajo el mando y dirección de Dios. Pero ambos grupos se propusieron que quienes confiaban en ellas fuesen más aptos para la obediencia, las leyes, la paz, la caridad y la sociedad civil. Así que la religión de la primera especie es una parte de la política humana, y enseña parte de los deberes que los reyes terrenales requieren de sus súbditos. La reli- gión de la última especie es política divina, y contiene preceptos para quienes se han erigido a sí mismos en súbditos del reino de Dios. De la primera especie son todos los fundadores de Gobiernos y los legis- ladores de los paganos. De la última especie fueron Abraham, Moisés y Nuestro Señor, de quienes han derivado hasta nosotros las leyes del reino de Dios.
Absurda opinión del paganismo. Respecto a esa parte de religión que consiste en las opiniones concernientes a la naturaleza de los poderes invisibles, casi nada existe con un hombre que antes no haya sido es- timado entre los gentiles, en un lugar u otro, como un Dios o un de- monio; o imaginado por sus poetas como animado, habitado o poseído por uno u otro espíritu.
La materia del mundo era un Dios, denominado Caos.
El cielo, el océano, los planetas, el fuego, la tierra, los vientos eran otros tantos dioses.
Los hombres, las mujeres, un pájaro, un cocodrilo, una vaca, un perro, una serpiente, una cebolla fueron deificados. Además de esto llenaron casi todos los lugares con espíritus llamados demonios. Las llanuras con Panes o panisios o sátiros; las selvas, con faunos y ninfas; el mar, con tritones y otras ninfas; cada río y cada fuente con un espíritu de su nombre, y con ninfas; cada casa con sus lares o familiares; cada hom- bre con su Genio; el infierno con espíritus y acólitos suyos, como Ca- ron, Cerbero y las Furias; durante la noche todos los lugares con Larv- cee, Lemures, espíritus de seres fallecidos, y todo un mundo de fan- tasmas y duendes. También asignaban divinidad y dedicaron templos a meros accidentes y cualidades, como el tiempo, la noche, el día, la paz, la concordia, el amor, el odio, la verdad, el honor, la salud, la sagacidad, la fiebre y cosas semejantes; y cuando rogaban en pro o en contra de ellas lo hacían como si los espíritus así denominados pendie- ran sobre sus cabezas y dejaran caer o evitaran el bien o el mal aludi- do. Invocaban también sus propios ingenios con el nombre de Musas; su propia ignorancia, con el nombre de Fortuna; su propio deseo con el nombre de Cupido; su propia rabia con el nombre de Furia; su pro- pio miembro viril con el nombre de Príapo; y atribuían sus poluciones a Incubos y Súcubus: y nada habla que un poeta pudiese introducir como persona en su poema que no lo convirtiese en dios o demonio.
Los mismos autores de la religión de los gentiles, practicando el se- gundo grupo de religión, que es la ignorancia humana respecto a las causas, y, en consecuencia, su aptitud para atribuir la fortuna a moti- vos respecto de los cuales no existe dependencia evidente, pusieron, en su ignorancia, en lugar de causas segundas, una especie de dioses secundarios y ministeriales. Adscribieron la causa de la fecundidad a Venus; la causa de las artes a Apolo; de la sutileza y la sagacidad a Mercurio; de las tormentas y tempestades a Eolo; y de otros efectos a otros dioses, ya que en e] cielo existe una variedad de dioses tan gran- de como la de asuntos o negocios.
A las formas de veneración que los hombres naturalmente concebían .como más adecuadas respecto de sus dioses, en particular las oblacio- nes, plegarias y acciones de gracias, así como a las demás manifesta- ciones anteriormente citadas, los mismos legisladores de los gentiles añadieron imágenes de los dioses, en pintura y en escultura; de tal manera que incluso los más ignorantes (es decir, la mayor parte o el común de las gentes), pensando acerca de los dioses en tales imágenes representados, realmente los vieran encarnados en ellos, y así, fuera más grande el temor que infundiesen. Y los dotaron con casas y tie- rras, publicanos y rentas, poniendo todo ello fuera del comercio humano, es decir, consagrado y santificado a sus ídolos, como caver- nas, grutas, selvas, montañas e islas enteras; y no sólo les atribuyeron figura de hombres, animales o monstruos, sino también las facultades y pasiones de hombres, como sentidos, lenguaje, sexo, anhelos, gene- ración (y esto no solamente mezclándolos uno con otro para propagar el linaje de los dioses, sino aparejándolos con hombres y mujeres, para producir dioses híbridos, pero moradores del cielo, como Baco, Hércules y otros), asignáronles, además, ira, deseo de venganza y otras pasiones de las criaturas vivas, y los actos que proceden de ellas, como el fraude, el adulterio, el robo, la sodomía y todos los vicios que pueden ser tomados como efecto del poder o causa de los placeres, así como aquellos otros vicios que entre los hombres se desarrollan más bien en contra de la ley que del honor.
Por último, a los pronósticos del tiempo venidero, que no son, natu- ralmente, sino conjeturas basadas en la experiencia de los tiempos pasados, y revelación sobrenatural y divina, los autores de la religión de los gentiles, en parte a base de una pretendida experiencia, en parte fundándose en una pretendida revelación, añadieron otros e innumera- bles supersticiosos modos de adivinación. Así se hizo creer a los hombres que encontrarían su fortuna a veces en las respuestas ambi- guas o absurdas de los sacerdotes de Delfos, De los, Ammon y otros famosos oráculos, cuyas respuestas se hacían deliberadamente ambi- guas para que fueran adecuadas a las dos posibles eventualidades de un asunto, o absurdas por las emanaciones tóxicas del lugar, lo cual ocurre muy frecuentemente en las cavernas sulfurosas. A veces en las hojas de la sibilas, de cuyas profecías (como, acaso, la de Nostrada- muss porque los fragmentos que ahora conservamos parecen inven- ción de tiempos recientes) existieron varios libros muy reputados du- rante la República romana. A veces en las frases, desprovistas de sig- nificado, de los locos, a quienes se suponía poseídos por un espíritu divino: a esta posesión la llamaban entusiasmo, y a estos modos de predecir acontecimientos se les denominaba teomancia o profecía. A veces en el aspecto que presentaban las estrellas en su nacimiento, a lo cual se llamaba horoscopia, estimándose como una parte de la astro- logía judicial. A veces en sus propias esperanzas y temores, en lo lla- mado tumomancia o presagio. A veces en las predicciones de los ma- gos, que pretendían conversar con los muertos, a lo cual se llamaba nigromancia, conjuro y hechicería, y no es otra cosa sino impostura y fraude. A veces en el vuelo casual o en la forma de alimentarse las aves, lo que llamaban augurio. A veces en las entrañas de los animales sacrificados, a lo que se llama aruspicina. A veces en los sueños; a veces en el graznar de los cuervos o el canto de los pájaros. A veces en las líneas de la cara, a lo que se llamaba metoposcopia; o en las líneas de la mano, palmisteria; o en palabras casuales, omina. A veces en monstruos o accidentes desusados, como eclipses, cometas, meteo- ros raros, temblores de tierra, inundaciones, nacimientos prematuros y cosas semejantes, a lo que se llamaba portenta y ostenta, porque pa- recían predecir o presagiar alguna gran calamidad venidera. A veces en el mero azar, como en el acertijo de cara y cruz, o en la adivinanza del número de orificios de una criba; en el juego de elegir versos de Hornero y Virgilio, y en otros vanos e innumerables conceptos análo- gos a los citados. Tan fácil es que los hombres crean en cosas a las cuales han dado crédito otros hombres; con donaire y destreza puede sacarse mucho partido de su miedo e ignorancia.
Designios de los autores de la religión de los paganos, Por esa razón los primeros fundadores y legisladores de los Estados entre los genti- les, cuya finalidad era, simplemente, mantener al pueblo en obediencia y paz, se preocuparon en todos los lugares: primero de imprimir en sus mentes la convicción de que los preceptos promulgados concernían a la religión, y no podían considerarse inspirados por su propia conve- niencia, sino dictados por algún dios u otro espíritu; o bien que siendo ellos mismos de una naturaleza superior a la de los meros mortales, sus leyes podían ser admitidas más fácilmente. Así, Numa Pompilio pretendía recibir de la Ninfa Egeria las ceremonias que instituyó entre los romanos. Y el primer rey y fundador del reino del Perú, aseguraba que él mismo y su mujer eran hijos del Sol; y Mahoma, al establecer su nueva religión, presumía de tener coloquios con el espíritu divino, encarnado en un pastor. En segundo lugar, tuvieron buen cuidado de hacer creer que las cosas prohibidas por las leyes eran, igualmente, desagradables a los dioses. En tercer término de prescribir ceremonias, plegarias, sacrificios y festividades, haciendo creer que la cólera de los dioses podía ser apaciguada por tales medios; que los acontecimientos afortunados en la guerra, los grandes contagios de enfermedades, los temblores de tierra y toda clase de miserias humanas venían de la cólera de los dioses, y que esta cólera se debía a la negligencia en la adoración, o al olvido o confesión de algún detalle de las ceremonias referidas, Y aunque entre los antiguos romanos no se prohibiera la incredulidad de lo que en los poetas se escribe acerca de las penalida- des y placeres después de esta vida, creencias que diversos individuos de gran autoridad y seriedad, en dicho Estado, satirizaron abiertamen- te en sus arengas, esa creencia, sin embargo, era más estimada que la contraria.
Con estas y otras instituciones, y de conformidad con su propósito (que era la tranquilidad del Estado), lograron que el vulgo considerara que la causa de sus infortunios fincaba en la negligencia o error en las ceremonias o en su propia desobediencia a las leyes, haciéndolo, así, lo menos capaz posible de amotinarse contra sus gobernantes. Y entre- tenidos con la pompa y pasatiempos de los festivales públicos, hechos en honor de los dioses, no necesitaban otra cosa sino alimentos para abstenerse del descontento, la murmuración y la protesta contra el Estado. Por estas causas los romanos que habían conquistado la mayor parte del mundo entonces conocido, no tuvieron escrúpulo en tolerar una religión cualquiera en la misma ciudad de Roma, salvo cuando en esa religión había algo incompatible con su gobierno civil; ni leemos que fuera prohibida ninguna religión sino la de los judíos, quienes (por ser el reino privativo de Dios) consideraban ilegal reconocerse como súbditos de cualquier rey mortal o Estado. Y así podéis apreciar cómo la religión de los gentiles era una parte de su política.
La verdadera religión y las leyes del reino de Dios, son lo mismo.
Cap. 35. Pero allí donde Dios mismo, por revelación sobrenatural, instituyó una religión, se estableció para sí mismo un reino privativo, y dio leyes no solamente para la conducta de los hombres respecto a Él, sino para lo de uno respecto a otro. Por esta razón en el reino de Dios la política y las leyes civiles son una parte de la religión, y por ello no tiene lugar alguno la distinción de dominio temporal y espiri- tual. Ciertamente es Dios el rey de toda la Tierra, pero aun así puede ser, también, rey de una nación particular y elegida. En ello no hay incongruencia, como no la hay tampoco en que quien tiene el mando de todo un ejército, tenga, a la vez, el de un regimiento o hueste parti- cular suya. Dios es rey de toda la tierra por su poder, pero de su pue- blo escogido es rey en virtud de un pacto.
Causas del cambio de religión. Teniendo en cuenta la manera como se ha propagado la religión, no resulta difícil comprender las causas en virtud de las cuales todo se resuelve en sus primeras semillas o princi- pios, que son solamente la idea de una deidad y de poderes invisibles sobrenaturales. Nada puede arrancar esas semillas de la naturaleza humana, pero, en cambio, pueden suscitarse nuevas religiones, por la cultura de ciertos hombres que gozan de reputación a tales efectos. Si advertimos que toda religión instituida se basa, en primer término, sobre la fe que una multitud tiene en cierta persona, de la cual cree no sólo que es un hombre sabio, y que labora para procurarles felicidad, sino, también, que es un hombre santo, elegido por Dios para declarar- le su voluntad por vía sobrenatural, se deduce necesariamente que cuando quienes tienen a su cargo el gobierno de la religión resultan sospechosos en cuanto a su sabiduría, a su sinceridad o a su amor, o cuando se muestran incapaces de producir algún signo manifiesto de la revelación divina, la religión que desean instituir resulta igualmente sospechosa, y si no existe temor al brazo civil, contradicha y repudia- da.
Imposición de creer en imposibles. Lo que arrebata la reputación de sabiduría a quien ha instituido una religión o a quien añade algo a una religión ya formada, es la imposición de creencias contradictorias. En efecto, no es posible que las dos partes de una contradicción sean, a la vez, verdaderas: por tanto, ordenar la creencia en cosas contradictorias es una prueba de ignorancia que el autor revela, desacreditándose en todas las cosas propuestas como revelación sobrenatural: porque la revelación puede tenerla evidentemente sobre cosas que están por en- cima de la razón natural, pero nunca contra ella.
Actos contrarios a la religión por ellos establecida. Lo que arrebata la reputación de sinceridad es la realización o enunciación de aquellas cosas que se manifiestan como signos de que la creencia reclamada de otro hombre no es compartida por ellos mismos. Por tal causa, todo cuanto se hace o dice se denomina escandaloso, porque no son sino obstáculos que hacen caer a los hombres en la vía de la religión; tales son la injusticia, la crueldad, la hipocresía, la avaricia y la lujuria. Porque ¿quién creerá que quien hace ordinariamente cosas que tienen uno de esos orígenes, piense que exista algún poder invisible que haya de ser temido y que asuste a los otros por faltas menores?
Lo que arrebata la reputación de amor es advertir que se persiguen fines particulares: por ejemplo, cuando la fe que se exige de otros, conduce o parece conducir a la adquisición de dominio, riquezas, dig- nidad o placer seguro, sólo o especialmente para quien exige. Porque lo que procura beneficio para sí mismo, se juzga realizado para sí pro- pio y no por el amor de los demás.
Necesidad del testimonio de los milagros. Por último, el testimonio que los hombres pueden rendir de su vocación divina no puede ser otro sino la realización de milagros, o la auténtica profecía (que es también un milagro), o la extraordinaria felicidad. Por consiguiente, sobre los artículos de religión formulados por quien hizo milagros, los añadidos por quien no prueba su vocación divina con algún hecho milagroso, no logran inspirar una fe mayor que la que la costumbre y la ley de los lugares en que han sido educados, les procura. Porque en las cosas naturales, los hombres juiciosos requieren signos naturales; pero en las cosas sobrenaturales, signos también sobrenaturales (q.'e son milagros), antes de mostrar una íntima y cordial aquiescencia. Todas esas causas de debilitación de la fe humana aparecen de modo manifiesto en los ejemplos siguientes. Primero tenemos el ejemplo de los hijos de Israel, los cuales, cuando Moisés, que había probado su vocación divina por medio de milagros y por la feliz conducción de que les hizo objeto al salir de Egipto, se ausentó durante cuarenta días, se rebelaron contra el culto verdadero de Dios, recomendado a ellos por Moisés, e instituyendo 1 como Dios un becerro de oro, cayeron en la idolatría de los egipcios, de quienes acababan de ser libertados. Y luego, después de muertos Moisés, Aarón y Josué, y la generación que había vista las grandes obras de Dios en Israel 2, surgió otra genera- ción que adoró a Baal. Así que al fallar los milagros falló la fe. En otra ocasión, cuando los hijos de Samuel, constituidos por su padre como jueces en Bersabé, recibieron _presentes y emitieron un fallo injusto, el pueblo de Israel rehusó seguir teniendo a Dios por su rey, de modo distinto a como era rey de otro pueblo; y por ello exigieron de Samuel que les eligiera un rey tal como lo tenían en otras naciones. Así que, fallando la justicia, falló también la fe, hasta el punto de que los israelitas depusieron a Dios de la soberanía que tenía sobre ellos. Al implantarse la religión cristiana, cesaron los oráculos en todos los lugares del Imperio romano, y creció portentosamente, día por día, el número de cristianos, por la predicación de los apóstoles y evangelis- tas; una gran parte de este éxito puede atribuirse razonablemente al desprecio que los sacerdotes de los paganos de aquel tiempo habían merecido por sus impurezas, por su avaricia y por su condescendencia con los príncipes. Así, también, la religión de la iglesia de Roma fue, por la misma causa, parcialmente abolida en Inglaterra y en algunas otras partes de la cristiandad: en efecto, cuando falla la virtud de los pastores, falla la fe del pueblo. En parte se debió a la introducción de la filosofía y de la doctrina de Aristóteles en la religión, por los es- colásticos, pues de ello se derivaron tales contradicciones y absurdos, que el clero cayó en una reputación de ignorancia y de intención frau- dulenta, lo cual hizo que el pueblo propendiera a rebelarse contra él, bien fuera contra la voluntad de sus propios príncipes, como en Fran- cia y Holanda, o con su aquiescencia, como en Inglaterra.
Por último, entre los puntos declarados por la iglesia de Roma como necesarios para la salvación, existen tantos que manifiestamente van en ventaja del Papa y de sus súbditos espirituales que residen en los territorios de otros príncipes cristianos, que si no hubiera sido por la pugna entre tales príncipes, hubieran podido excluir toda autoridad extraña, sin guerra ni perturbaciones, con la misma facilidad que ocu- rrió en Inglaterra. Porque ¿habrá alguien que no advierta a quién bene- ficia el creer que un rey no tiene su autoridad de Cristo sino cuando un obispo lo corona? ¿Que un rey, si es sacerdote, no puede contraer ma- trimonio? ¿Que si un rey ha nacido o no de un matrimonio legal, es asunto que deba juzgarse por la autoridad de Roma? ¿Que los súbditos puedan verse liberados de su promesa si la Corte de Roma juzgó al rey como hereje? ¿Que un rey, como Chilperico de Francia, pueda ser depuesto por un Papa, como el Papa Zacarías, sin causa alguna, y en- tregado su reino a uno de sus súbditos? ¿Que el clero secular y regular esté exento, en lo criminal, de la jurisdicción de su rey? O ¿no se ad- vertirá en provecho de quién redundan los emolumentos del altar y de las indulgencias, con otros signos de interés privado, suficientes para matar la fe más viva, si, como ya he dicho, no estuvieran más sosteni- dos por el poder civil que por la opinión sustentada acerca de la santi- dad, sabiduría o probidad de sus maestros? Así, puedo atribuir todos los cambios de religión en el mundo a una sola y única causa, es decir, a los sacerdotes inconvenientes, y no sólo entre los católicos sino in- cluso en esta iglesia que tanto ha presumido de reforma.
Hombres iguales por naturaleza. La Naturaleza ha hecho a los hom- bres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuer- za corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuer- te, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra.
En cuanto a las facultades mentales (si se prescinde de las artes funda- das sobre las palabras, y, en particular, de la destreza en actuar según reglas generales e infalibles, lo que se llama ciencia, arte que pocos tienen, y aun éstos en muy pocas cosas, ya que no se trata de una fa- cultad innata, o nacida con nosotros, ni alcanzada, como la prudencia, mientras perseguimos algo distinto) yo encuentro aún una igualdad más grande, entre los hombres, que en lo referente a la fuerza. Porque la prudencia no es sino experiencia; cosa que todos los hombres al- canzan por igual, en tiempos iguales, y en aquellas cosas a las cuales se consagran por igual. Lo que acaso puede hacer increíble tal igual- dad, no es sino un vano concepto de la propia sabiduría, que la mayor parte de los hombres piensan poseer en más alto grado que el común de las gentes, es decir, que todos los hombres con excepción de ellos mismos y de unos pocos más .a quienes reconocen su valía, ya sea por la fama de que gozan o por la coincidencia con ellos mismos. Tal es, en efecto, la naturaleza de los hombres que si bien reconocen que otros son más sagaces, más elocuentes o más cultos, difícilmente lle- gan a creer que haya muchos tan sabios como ellos mismos, ya que cada uno ve su propio talento a la mano, y el de los demás hombres a distancia. Pero esto es lo que mejor prueba que los hombres son en este punto más bien iguales que desiguales. No hay, en efecto y de ordinario, un signo más claro de distribución igual de una cosa, que el hecho de que cada hombre esté satisfecho con la porción que le co- rresponde.
De la igualdad procede la desconfianza. De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecu- ción de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuel- ven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principal- mente, su propia conservación, y a veces su delectación tan sólo) tra- tan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme otra cosa que el poder singular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros.
De la desconfianza, la guerra. Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia con- servación, y es generalmente permitido. Como algunos se complacen en contemplar su propio poder en los actos de conquista, prosiguién- dolos más allá de lo que su seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias serían felices manteniéndose dentro de límites modes- tos, si no aumentan su fuerza por medio de la invasión, no podrán sub- sistir, durante mucho tiempo, si se sitúan solamente en plan defensivo. Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre aumentar su dominio sobre los semejantes, se le debe permitir tam- bién.
Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o subesti- mación, procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no reconocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), 'arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, y de los demás por el ejemplo.
Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria.
La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un be- neficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar repu- tación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segun- da, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insig- nificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus per- sonas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido.
Fuera del estado civil hay siempre guerra de cada uno contra todos. Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en ba- tallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión 'a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición ma- nifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.
Son incomodidades de una guerra semejante. Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiem- po en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención pueden proporcionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construc- ciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve.
A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Natura- leza venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y des- truirse mutuamente ; y puede ocurrir que no confiando en esta infe- rencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a si mismo; cuando em- prende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Ahora bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del hombre no son pecados, en sí mismos; tampoco lo son los actos que de las pasiones proceden hasta que cons- ta que una ley los prohíbe: que los hombres no pueden conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se pongan de acuerdo con respecto a la persona que debe promulgarla.
Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero; pero existen varios lugares donde viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias co- marcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de go- bierno en absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil.
Ahora bien, aunque nunca existió un tiempo en que los hombres parti- culares se hallaran en una situación de guerra de uno contra otro, en todas las épocas, los reyes y personas revestidas con autoridad sobera- na, celosos de su independencia, se hallan en estado de continua ene- mistad, en la situación y postura de los gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro. Es decir, con sus fuertes guarni- ciones y cañones en guardia en las fronteras de sus reinos, con espías entre sus vecinos, todo lo cual implica una actitud de guerra. Pero co- mo a la vez defienden también la industria de sus súbditos, no resulta de esto aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares.
En semejante guerra nada es injusto. En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nocio- nes de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardi- nales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del espíri- tu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son, aqué- llas, cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha condición no existan pro- piedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo ello puede afirmarse de esa miserable condición en que el hom- bre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si bien tiene una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón.
Pasiones que inclinan a los hombres a la paz. Las pasiones que incli- nan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes de naturaleza: a ellas voy a referirme, más particularmente, en los dos capítulos si- guientes.
Qué es derecho natural. El DERECHO DE NATURALEZA, 10 que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conserva- ción de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consi- guiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin.
Qué es la libertad. Por LIBERTAD se entiende, de acuerdo con el significado propio de la palabra, la ausencia de impedimentos exter- nos, impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder que un hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impedirle que use el poder que le resta, de acuerdo con lo que su juicio y razón le dicten.
Ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma general, esta- blecida por la razón, en virtud de la cual se prohibe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de conservarla; o bien, omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor preservada. Aunque quienes se ocupan de estas cuestiones acostumbran confundir ius y lex, derecho y ley, precisa distinguir esos términos, porque el DERECHO consiste en la libertad de hacer o de omitir, mientras que la LEY determina y obliga a una de esas dos co- sas. Así, la ley y el derecho difieren tanto como la obligación y la li- bertad, que son incompatibles cuando se refieren a una misma materia. La ley fundamental de naturaleza. La condición del hombre (tal como se ha manifestado en el capítulo precedente) es una condición de gue- rra de todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso, que no le sirva de instrumento para proteger su vida contra sus enemigos. De aquí se sigue que, en semejante condición, cada hombre tiene derecho a hacer cualquiera cosa, Incluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente, mientras persiste ese derecho natural de cada uno con respecto a todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie (por fuerte o sabio que sea) de existir durante todo el tiempo que ordina- riamente la Naturaleza permite vivir a los hombres. De aquí resulta un precepto o regla general de la razón, en virtud de la cual, cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla contiene la ley primera y fundamental de naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La segunda, la suma del derecho de naturaleza, es decir: defendernos a nosotros mismos, por todos los medios posibles.
Segunda ley de naturaleza. De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se ordena a los hombres que tiendan hacia la paz, se deriva esta segunda ley: que uno acceda, si los demás consienten tam- bién, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo. En efecto, mientras uno mantenga su derecho de hacer cuanto le agrade, los hombres se encuentran en situación de guerra. Y si los demás no quieren renunciar a ese derecho como él, no existe razón para que nadie se despoje de dicha atribu- ción, porque ello más bien que disponerse a la paz significaría ofrecer- se a sí mismo como presa (a lo que no está obligado ningún hombre).
Tal es la ley del Evangelio: Lo que pretendáis que los demás os hagan a vosotros, hacedlo vosotros a ellos. Y esta otra ley de la humanidad entera: Quod tibi fieri non vis, alteri ne feceris.
Qué es renunciar un derecho. Renunciar un derecho a cierta cosa es despojarse a sí mismo de la libertad de impedir a otro el. beneficio del propio derecho a la cosa en cuestión. En efecto, quien renuncia o abandona su derecho, no da a otro hombre un derecho que este último hombre no tuviera antes. No hay nada a que un hombre no tenga dere- cho por naturaleza: solamente se aparta del camino de otro para qué éste pueda gozar de su propio derecho original sin obstáculo suyo y sin impedimento ajeno. Así que el efecto causado a otro hombre por la renuncia al derecho de alguien, es, en cierto modo, disminución de los impedimentos para el uso de su propio derecho originario.
Qué es la renuncia a un derecho. Se abandona un derecho bien sea por simple renunciación o por transferencia a otra persona. Por simple renunciación cuando el cedente no se preocupa de la persona benefi- ciada por su renuncia.
Qué es transferencia de un derecho. Obligación. Por TRANSFEREN- CIA cuando desea que el beneficio recaiga en una o varias personas determinadas. Cuando una persona ha abandonado o transferido su derecho por cualquiera de estos dos modos, dicese que está OBLI- GADO o LIGADO a no impedir el beneficio resultante a aquel a quien se concede o abandona el derecho.
Debe. Injusticia. Debe aquél, y es su deber, no hacer nulo por su vo- luntad este acto. Si el impedimento sobreviene, prodúcese INJUSTI- CIA O INJURIA, puesto que es sine jure, ya que el derecho se renun- ció o transfirió anteriormente. Así que la injuria o injusticia, en las controversias terrenales, es algo semejante a lo que en las disputas de los escolásticos se llamaba absurdo. Considérase, en efecto, absurdo al hecho de contradecir lo que uno mantenía inicialmente: así, también, en el mundo se denomina injusticia e injuria al hecho de omitir volun- tariamente aquello que en un principio voluntariamente se hubiera hecho. El procedimiento mediante el cual alguien renuncia o transfiere simplemente su derecho es una declaración o expresión, mediante signo voluntario y suficiente, de que hace esa renuncia o transferencia, o de que ha renunciado o transferido la cosa a quien la acepta. Estos signos son o bien meras palabras o simples acciones; o (como a me- nudo ocurre) las dos cosas, acciones y palabras. Unas y otras cosas son los amos por medio de los cuales los hombres se sujetan y obli- gan: lazos cuya fuerza no estriba en su propia naturaleza (porque nada se rompe tan fácilmente como la palabra de un ser humano), sino en el temor de alguna mala consecuencia resultante de la ruptura.
No todos los derechos son alienabilidad de los alienables. Cuando alguien transfiere su derecho, o renuncia a él, lo hace en consideración a cierto derecho que recíprocamente le ha sido transferido, o por algún otro bien que de ello espera. Trátase, en efecto, de un acto voluntario, y el objeto de los actos voluntarios de cualquier hombre es algún bien para si mismo. Existen, así ciertos derechos, que a nadie puede atri- buirse haberlos abandonado o transferido por medio de palabras u otros signos. En primer término, por ejemplo, un hombre no puede renunciar al derecho de resistir a quien le asalta por la fuerza para arrancarle la vida, ya que es incomprensible que de ello pueda derivar- se bien alguno para el interesado. Lo mismo puede decirse de las le- siones, la esclavitud y el encarcelamiento, pues no hay beneficio sub- siguiente a esa tolerancia, ya que nadie sufrirá con paciencia ser heri- do o aprisionado por otro, aun sin contar con que nadie puede decir, cuado ve que otros proceden contra él por medios violentos, si se pro- ponen o no darle muerte. En definitiva, el motivo y fin por el cual se establece esta renuncia y transferencia de derecho no es otro sino la seguridad de una persona humana, en su vida, y en los modos de con- servar ésta en forma que no sea gravosa. Por consiguiente, si un hom- bre, mediante palabras u otros signos, parece oponerse al fin que di- chos signos manifiestan, no debe suponerse que así se lo proponía o que tal era su voluntad, sino que ignoraba cómo debían interpretarse tales palabras y acciones.
Qué es contrato. La mutua transferencia de derechos es lo que los hombres llaman CONTRATO.
Existe una diferencia entre transferencia del derecho a la cosa, y trans- ferencia o tradición, es decir, entrega de la cosa misma. En efecto, la cosa puede entregarse a la vez que se transfiere el derecho, como cuando se compra y vende con dinero constante y sonante, o se cam- bian bienes o tierras. También puede ser entregada la cosa algún tiem- po después.
Qué es pacto. Por otro lado, uno de los contratantes, a su vez, puede entregar la cosa convenida y dejar que el otro realice su prestación después de transcurrido un tiempo determinado, durante el cual confía en él. Entonces, respecto del primero, el contrato se llama PACTO o CONVENIO. O bien ambas partes pueden contratar ahora para cum- plir después: en tales casos, como a quien ha de cumplir una obliga- ción en tiempo venidero se le otorga un crédito, su cumplimiento se llama observancia de promesa, o fe; y la falta de cumplimiento, cuan- do es voluntaria, violación de fe.
Liberalidad. Cuando la transferencia de derecho no es mutua, sino que una de las partes transfiere, con la esperanza de ganar con ello la amis- tad o el servicio de otra, o de sus amigos ; o con la esperanza de ganar reputación de persona caritativa o magnánima; o para liberar su ánimo de la pena de la compasión, o con la esperanza de una recompensa en el cielo, entonces no se trata de un contrato, sino de DONACIÓN, LIBERALIDAD O GRACIA: todas estas palabras significan una y la misma cosa.
Signos expresos de contrato. Los signos del contrato son o bien expre- sos o por inferencia. Son signos expresos las palabras enunciadas con la inteligencia de lo que significan. Tales palabras son o bien de tiem- po presente o pasado, como yo doy, yo otorgo, yo he dado, yo he otorgado, yo quiero que esto sea tuyo; o de carácter futuro, como yo daré, yo otorgaré: estas palabras de carácter futuro entrañan una PROMESA.
Signos de contrato por inferencia. Los signos por inferencia son, a veces, consecuencia de las, palabras, a veces, consecuencia del silen- cio, a veces consecuencia de acciones, a veces consecuencia de abste- nerse de una acción. En términos generales, en cualquier contrato un signo por inferencia es todo aquello que de modo suficiente arguye la voluntad del contratante.
Liberalidad por palabras de presente o de pasado. Las simples pala- bras cuando se refieren al tiempo venidero y contienen una promesa, son un signo insuficiente de liberalidad y, por tanto, no son obligato- rias. En efecto, si se refieren al tiempo venidero, como: Mañana daré, son un signo de que no he dado aún, y, por consiguiente, de que mi derecho no ha sido transferido, sino que se mantiene hasta que lo transfiera por algún otro acto. Pero si las palabras hacen relación al tiempo presente o pasado, como: Yo he dado o doy para entregar ma- ñana, entonces mi derecho de mañana se cede hoy, y esto ocurre por virtud de las palabras, aunque no existe otro argumento de mi volun- tad. Y existe una gran diferencia entre la significación de estas frases: Volo hoc tuum esse tras, y Cras dabo; es decir, entre Yo quiero que esto sea tuyo mañana y Yo te lo daré mañana. Porque la frase Yo quiero, en la primera expresión, significa un acto de voluntad presen- te, mientras que en la última significa la promesa de un acto de volun- tad, venidero. En consecuencia, las primeras palabras son de presente, pero transfieren un derecho futuro; las últimas son de futuro, pero na- da transfieren. Ahora bien, si, además de las palabras, existen otros signos de la voluntad de transferir un derecho, entonces, aunque la donación sea libre, puede considerarse otorgada por palabras de futu- ro. Si una persona ofrece un premio para el primero que llegue a una determinada meta, la donación es libre, y aunque las palabras se refie- ran al futuro, el derecho se transfiere, porque si el interesado no qui- siera que sus palabras se entendiesen de ese modo, no las hubiera enunciado así.
Los signos de contrato son palabras de pasado, presente y futuro. En los contratos transfiérese el derecho no sólo cuando las palabras son de tiempo presente o pasado, sino cuando pertenecen al futuro, porque todo contrato es mutua traslación o cambio de derecho. Por consi- guiente, quien se limita a prometer, porque ha recibido ya el beneficio de aquel a quien promete, debe considerarse que accede a transferir el derecho; si su propósito hubiera sido que sus palabras se comprendie- sen de modo diverso, el otro no hubiera efectuado previamente su prestación. Por esta causa en la compra y en la venta, y en otros actos contractuales, una promesa es equivalente a un pacto, y tal razón es obligatoria.
Qué es merecimiento. Decimos que quien cumple primero un contrato MERECE lo que ha de recibir en virtud del cumplimiento del contrato por su partenario, recibiendo ese cumplimiento como algo debido.
Cuando se ofrece a varios un premio, para entregarlo solamente al ganador, o se arrojan monedas en un grupo, para que de ellas se apro- veche quien las coja, entonces se trata de una liberalidad, y el hecho de ganar o de tomar las referidas cosas, es merecerlas y tenerlas como COSA DEBIDA, porque el derecho se transfiere al proponer el pre- mio o al arrojar las monedas, aunque no quede determinado el benefi- ciario, sino cuando el certamen se realiza. Pero entre estas dos clases de mérito existe la diferencia de que en el contrato yo merezco en vir- tud de mi propia aptitud, y de la necesidad de los contratantes, mien- tras que en el caso de la liberalidad, mi mérito solamente deriva de la generosidad del donante. En el contrato yo merezco de los contratan- tes que se despojen de su derecho mientras que en el caso de la dona- ción yo no merezco que el donante renuncie a su derecho, sino que, una vez desposeído de él, ese derecho sea mío, más bien que de otros. Tal me parece ser el significado de la distinción escolástica entre me- ritum congrui y meritum condigni. En efecto, habiendo prometido la Omnipotencia divina el Paraíso a aquellos hombres (cegados por los deseos carnales) que pueden pasar por este mundo de acuerdo con los preceptos y limitaciones prescritos por Él, dícese que quienes así pro- ceden merecen el Paraíso ex congruo. Pero como nadie puede deman- dar un derecho a ello por su propia rectitud o por algún poder que en sí mismo posea, sino, solamente, por la libre gracia de Dios, se afirma que nadie puede merecer el Paraíso ex condigno. Tal creo que es el significado de esa distinción; pero como los que sobre ello discuten no están de acuerdo acerca de la significación de sus propios términos técnicos, sino en cuanto les son útiles, no afirmaría yo nada a base de tales significados. Sólo una cosa puedo decir: cuando un don se entre- ga definitivamente como premio a disputar, quien gana puede recla- marlo, y merece el premio, como cosa debida.
Cuándo son inválidos los pactos de confianza mutua. Cuando se hace un pacto en que las partes no llegan a su cumplimiento en el momento presente, sino que confían una en otra, en la condición de mera natura- leza (que es una situación de guerra de todos contra todos) cualquiera sospecha razonable es motivo de nulidad. Pero cuando existe un poder común sobre ambos contratantes, con derecho y fuerza suficiente para obligar al cumplimiento, el pacto no es nulo. En efecto, quien cumple primero no tiene seguridad de que el otro cumplirá después, ya que los lazos de las palabras son demasiado débiles para refrenar la ambición humana, la avaricia, la cólera y otras pasiones de los hombres, si éstos no sienten el temor de un poder coercitivo; poder que no cabe suponer existente en la condición de mera naturaleza, en que todos los hom- bres son iguales y jueces de la rectitud de sus propios temores. Por ello quien cumple primero se confía a su amigo, contrariamente al derecho, que nunca debió abandonar, de defender su vida y sus me- dios de subsistencia.
Pero en un Estado civil donde existe un poder apto para constreñir a quienes, de otro modo, violarían su palabra, dicho temor ya no es ra- zonable, y por tal razón quien en virtud del pacto viene obligado a cumplir primero, tiene el deber de hacerlo así.
La causa del temor que invalida semejante pacto, debe ser, siempre, algo que emana del pacto establecido, como algún hecho nuevo u otro signo de la voluntad de no cumplir: en ningún otro caso puede consi- derarse nulo el pacto. En efecto, lo que no puede impedir a un hombre prometer, no puede admitirse que sea un obstáculo para cumplir.
El derecho al fin, implica el derecho a los medios. Quien transfiere un derecho transfiere los medios de disfrutar de él, mientras está bajo su dominio. Quien vende una tierra, se comprende que cede la hierba y cuanto crece sobre aquélla. Quien vende un molino no puede desviar la corriente que lo mueve. Quienes da .a un hombre el derecho de go- bernar, en plena soberanía, se comprende que le transfieren el derecho de recaudar impuestos para mantener un ejército, y de pagar magistra- dos para la administración de justicia.
No hay pactos con las bestias. Es imposible hacer pactos con las bes- tias, porque como no comprenden nuestro lenguaje, no entienden ni aceptan ninguna traslación de derecho, ni pueden transferir un derecho a otro: por ello no hay pacto, sin excepción alguna.
Ni pactos con Dios, sin revelación especial. Hacer pactos con Dios es imposible, a no ser por mediación de aquellos con quienes Dios habla, ya sea por revelación sobrenatural o por quienes en su nombre gobier- nan: de otro modo no sabríamos si nuestros pactos han sido o no acep- tados. En consecuencia quienes hacen votos de alguna cosa contraria a una ley de naturaleza, lo hacen en vano, como que es injusto libertarse con votos semejantes. Y si alguna cosa es ordenada por la ley de natu- raleza, lo que obliga no es el voto, sino la ley.
Ni pacto sino de lo posible y futuro. La materia u objeto de pacto es, siempre, algo sometido a deliberación (en efecto, el pacto es un acto de la voluntad, es decir, un acto -el último- de deliberación); así se comprende que sea siempre algo venidero que se juzga posible de realizar por quien pacta.
En consecuencia, prometer lo que se sabe que es imposible, no es pac- to. Pero si se prueba ulteriormente como imposible algo que se consi- deró como posible en un principio, el pacto es válido y obliga (si no a la cosa misma, por lo menos a su valor); o, si esto es imposible, a la obligación manifiesta de cumplir tanto como sea posible; porque nadie está obligado a más.
Liberación de los pactos. De dos maneras quedan los hombres libera- dos de sus pactos: por cumplimiento o por remisión de los mismos. El cumplimiento es el fin natural de la obligación; la remisión es la resti- tución de la libertad, puesto que consiste en una retransferencia del derecho en que la obligación consiste.
Pactos arrancados por temor, son válidos. Los pactos estipulados por temor, en la condición de mera naturaleza, son obligatorios. Por ejem- plo, si yo pacto el pago de un rescate por ver conservada mi vida por un enemigo, quedo obligado por ello. En efecto, se trata de un pacto en que uno recibe el beneficio de la vida; el otro contratante recibe dinero o prestaciones, a cambio de ello; por consiguiente, donde (co- mo ocurre en la condición de naturaleza pura y simple) no existe otra ley que prohiba el cumplimiento, el pacto es válido. Por esta causa los prisioneros de guerra que se comprometen al pago de su rescate, están obligados a abonarlo. Y si un príncipe débil hace una paz desventajosa con otro más fuerte, por temor a él, se obliga a respetarla, a menos (como antes ya hemos dicho) que surja algún nuevo motivo de temor para renovar la guerra. Incluso en los Estados, si yo me viese forzado a librarme de un ladrón prometiéndole dinero, estaría obligado a pa- garle, a menos que la Ley civil me exonerara de ello. Porque todo cuanto yo puedo hacer legalmente sin obligación, puedo estipularlo también legalmente por miedo; y lo que yo legalmente estipule, le- galmente no puedo quebrantarlo.
El pacto anterior hecho con uno, anula el posterior hecho con otro. Un pacto anterior anula otro ulterior. En efecto, cuando uno ha transferido su derecho a una persona en el día de hoy, no puede transferirlo a otra, mañana; por consiguiente, la última promesa no se efectúa conforme a derecho; es decir, es nula.
Un pacto de no defenderme a mi mismo con la fuerza contra la fuerza, es siempre nulo, pues, tal como he manifestado anteriormente, ningún hombre puede transferir o despojarse de su derecho de protegerse a sí mismo de la muerte, las lesiones o el encarcelamiento. El anhelo de evitar esos males es la única finalidad de despojarse de un derecho, y, por consiguiente, la promesa de no resistir a la fuerza no transfiere derecho alguno, ni es obligatoria en ningún pacto. En efecto, aunque un hombre pueda pactar lo siguiente: Si no hago esto o aquello, ma- tadme; no puede pactar esto otro: Si no hago esto o aquello, no resis- tiré cuando vengáis a matarme. El hombre escoge por naturaleza el mal menor, que es el peligro de muerte que hay en la resistencia, con preferencia a otro peligro más grande, el de una muerte presente y cierta, si no resiste. Y la certidumbre de ello está reconocida por to- dos, del mismo modo que se conduce a los criminales a la prisión y a la ejecución, entre hombres armados, a pesar de que tales criminales han reconocido la ley que les condena.
Nadie está obligado a acusarse a sí mismo. Por la misma razón es in- válido un pacto para acusarse a sí mismo, sin garantía de perdón. En efecto, es condición de naturaleza que cuando un hombre es juez no existe lugar para la acusación. En el Estado civil, la acusación va se- guida del castigo. y, siendo fuerza, nadie está obligado a tolerarlo sin resistencia. Otro tanto puede asegurarse respecto de la acusación de aquellos por cuya condena queda un hombre en la miseria, como, por ejemplo, por la acusación de un padre, esposa o bienhechor. En efecto, el testimonio de semejante acusador, cuando no ha sido dado volunta- riamente, se presume que está corrompido por naturaleza, y, como tal, no es admisible. En consecuencia, cuando no se ha de prestar crédito al testimonio de un hombre, éste no está obligado a darlo. Así, las acusaciones arrancadas por medio de tortura no se reputan como tes- timonios. La tortura sólo puede usarse como medio de conjetura y esclarecimiento en un ulterior examen y busca de la verdad. Lo que en tal caso se confiesa tiende, sólo, a aliviar al torturado, no a informar a los torturadores: por consiguiente, no puede tener el crédito de un tes- timonio suficiente. En efecto, quien se entrega a sí mismo como resul- tado de una acusación, verdadera o falsa, lo hace para tener el derecho de conservar su propia vida.
Finalidad del juramento. Corno la fuerza de las palabras, débiles - como antes advertí- para mantener a los hombres en el cumplimiento de sus pactos, es muy pequeña, existen en la naturaleza humana dos elementos auxiliares que cabe imaginar para robustecerla. Unos temen las consecuencias de quebrantar su palabra, o sienten la gloria u orgu- llo de serles innecesario faltar a ella. Este último caso implica una generosidad que raramente se encuentra, en particular en quienes co- dician riquezas, mando o placeres sensuales; y ellos son la mayor par- te del género humano. La pasión que mueve esos sentimientos es el miedo, sentido hacia dos objetos generales: uno, el poder de los espíri- tus invisibles; otro, el poder de los hombres a quienes con ello se per- judica. De estos dos poderes, aunque el primero sea más grande, el temor que inspira el último es, comúnmente, mayor. El temor del pri- mero es, en cada ser humano, su propia religión, implantada en la na- turaleza del hombre {antes que la sociedad civil. Con el último no ocurre así, o, por lo menos, no es motivo bastante para imponer a los hombres el cumplimiento de sus promesas, porque en la condición de mera naturaleza, la desigualdad del poder no se discierne sino en la eventualidad de la lucha. Así, en el tiempo anterior a la sociedad civil, o en la interrupción que ésta sufre por causa de guerra, nada puede robustecer un convenio de paz, estipulado contra las tentaciones de la avaricia, de la ambición, de las pasiones o de otros poderosos deseos, sino el temor de este poder invisible al que todos veneran como .a un Dios, y al que todos temen como vengador de su perfidia. Por consi- guiente, todo cuanto puede hacerse entre dos hombres que no están sujetos al poder civil, es inducirse uno a otro a jurar por el Dios que temen.
Forma de juramento. Este JURAMENTO es una forma de expresión, agregada a una promesa por medio de la cual quien promete significa que, en el caso de no cumplir, renuncia a la gracia de Dios, y pide que sobre él recaiga su venganza. La forma del juramento pagano era ésta: Que Júpiter me mate, como yo mato a este animal. Nuestra forma es ésta: Si hago esto y aquello, válgame Dios. Y así, por los ritos y cere- monias que cada uno usa en su propia religión, el temor de quebrantar la fe puede hacerse más grande.
No hay juramento, sino por Dios. De aquí se deduce que un juramento efectuado según otra forma o rito, es vano para quien jura, y no es juramento. Y no puede jurarse por cosa alguna si el que jura no piensa en Dios. Porque aunque, a veces, los hombres suelen jurar por sus reyes, movidos por temor o adulación, con ello no dan a entender sino que les atribuyen honor divino. Por otro lado, jurar por Dios, innece- sariamente, no es sino profanar su nombre; y jurar por otras cosas, como los hombres hacen habitualmente en sus coloquios, no es jurar, sino practicar una impía costumbre, fomentada por el exceso de ve- hemencia en la conversación.
Nada agrega el juramento a la obligación. De aquí se infiere que el juramento nada añade a la obligación. En efecto, cuando un pacto es legal, obliga ante los ojos de Dios, lo mismo sin juramento que con él: cuando es ilegal, no obliga en absoluto, aunque esté confirmado por un juramento.
La tercera ley de naturaleza, justicia. De esta ley de naturaleza, según la cual estamos obligados a transferir a otros aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la humanidad, se deduce una tercera ley, a saber: Que los hombres cumplan los pactos que han celebrado. Sin ello, los pactos son vanos, y no contienen sino palabras vacías, y sub- sistiendo el derecho de todos los hombres a todas las cosas, seguimos hallándonos en situación de guerra.
Qué es justicia, e injusticia. En esta ley de naturaleza consiste la fuen- te y origen de la JUSTICIA. En efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos los hombres tienen dere- cho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha hecho un pacto, romperlo es injusto. La definición de INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto es justo.
La justicia y la propiedad comienzan con la constitución del Estado. Ahora bien, como los pactos de mutua confianza, cuando existe el temor de un incumplimiento por una cualquiera de las partes (como hemos dicho en el capítulo anterior), son nulos, aunque el origen de la justicia sea la estipulación de pactos, no puede haber actualmente in- justicia hasta que se elimine la causa de tal temor, cosa que no puede hacerse mientras los hombres se encuentran en la condición natural de guerra. Por tanto, antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de justo e injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los hombres, igualmente, al cumplimiento de sus pac- tos, por el temor de algún castigo más grande que el beneficio que esperan del quebrantamiento de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa propiedad que adquieren los hombres por mutuo con- trato, en recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder no existe antes de erigirse el Estado. Eso mismo puede deducirse, también, de la definición que de la justicia hacen los escolásticos cuando dicen que la justicia es la voluntad constante de dar a cada uno lo suyo. Por tanto, donde no hay suyo, es decir, donde no hay propie- dad, no hay injusticia; y donde no se ha erigido un poder coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay propiedad. Todos los hom- bres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto donde no hay Estado, nada es injusto. Así, que la naturaleza de la justicia consiste en la ob- servancia de pactos válidos: ahora bien, la validez de los pactos no comienza sino con la constitución de un poder civil suficiente para compeler a los hombres a observarlos. Es entonces, también, cuando comienza la propiedad.
La justicia no es contraria a la razón. Los necios tienen la convicción íntima de que no existe esa cosa que se llama justicia, y, a veces, lo expresan también paladinamente, alegando con toda seriedad que es- tando encomendada la conservación y el bienestar de todos los hom- bres a su propio cuidado, no puede existir razón alguna en virtud de la cual un hombre cualquiera deje de hacer aquello que él imagina con- ducente a tal fin. En consecuencia, hacer o no hacer, observar o no observar los pactos, no implica proceder contra la razón, cuando con- duce al beneficio propio. No se niega con ello que existan pactos, que a veces se quebranten y a veces se observen; y que tal quebranto de los mismos se denomine injusticia; y justicia a la observancia de ellos. Solamente se discute si la injusticia, dejando aparte el temor de Dios (ya que los necios íntimamente creen que Dios no existe) no puede cohonestarse, a veces, con la razón que dicta a cada uno su propio bien, y particularmente cuando conduce a un beneficio tal, que sitúe al hombre en condición de despreciar no solamente el ultraje y los repro- ches, sino también el poder de otros hombres. El reino de Dios puede ganarse por la violencia: pero ¿qué ocurriría si se pudiera lograr por la violencia injusta? ¿Irla contra la razón obtenerlo así, cuando es impo- sible que de ello resulte algún daño para sí propio? Y si no va contra la razón, no va contra la justicia: de otro modo la justicia no puede ser aprobada como cosa buena. A base de razonamientos como estos, la perversidad triunfante ha logrado el nombre de virtud, y algunos que en todas las demás cosas desaprobaron la violación de la fe, la han considerado tolerable cuando se trata de ganar un reino. Los paganos creían que Saturno habla sido depuesto por su hijo Júpiter; pero cre- ían, también, que el mismo Júpiter era el vengador de la injusticia. Algo análogo se encuentra en un escrito jurídico, en los comentarios de Coke, sobre Litleton, cuando afirma lo siguiente: aunque el legíti- mo heredero de la corona esté convicto de traición, la corona debe corresponderle, sin embargo; pero en instante la deposición tiene que ser formulada. De estos ejemplos, cualquiera podría inferir con razón que si el heredero aparente de un reino da muerte al rey actual, aunque sea su padre, podrá denominarse a este acto injusticia, o dársele cual- quier otro nombre, pero nunca podrá decirse que va contra la razón, si se advierte que todas las acciones voluntarias del hombre tienden al beneficio del mismo, y que se consideran como más razonables aque- llas acciones que más fácilmente conducen a sus fines. No obstante, bien Clara es la falsedad de este especioso razonamiento.
No podrían existir, pues, promesas mutuas, cuando no existe seguri- dad de cumplimiento por ninguna de las dos partes, como ocurre en el caso de que no exista un poder civil erigido sobre quienes prometen; semejantes promesas no pueden considerarse como pactos. Ahora bien, cuando una de las partes ha cumplido ya su promesa, o cuando existe un poder que le obligue al cumplimiento, la cuestión se reduce, entonces, a determinar si es o no contra la razón; es decir, contra el beneficio que la otra parte obtiene de cumplir y dejar de cumplir. Y yo digo que no es contra razón. Para probar este aserto, tenemos que con- siderar: primero, que si un hombre hace una cosa que, en cuanto puede preverse o calcularse, tiende a su propia destrucción, aunque un acci- dente cualquiera, inesperado para él, pueda cambiarlo, al acaecer, en un acto para él beneficioso, tales acontecimientos no hacen razonable o juicioso su acto. En segundo lugar, que en situación de guerra, cuando cada hombre es un enemigo para los demás, por la falta de un poder común que los mantenga a todos a raya, nadie puede contar con que su propia fuerza o destreza le proteja suficientemente contra la destrucción, sin recurrir a alianzas, de las cuales cada uno espera la misma defensa que los demás. Por consiguiente, quien considere ra- zonable engañar a los que le ayudan, no puede razonablemente esperar otros medios de salvación que los que pueda lograr con su propia fuerza. En consecuencia, quien quebranta su pacto y declara, a la vez, que puede hacer tal cosa con razón, no puede ser tolerado en ninguna sociedad que una a los hombres para la paz y la defensa, a no ser por el error de quienes lo admiten; ni, habiendo sido admitido, puede con- tinuarse admitiéndole, cuando se advierte el peligro del error. Estos errores no pueden ser computados razonablemente entre los medios de seguridad: el resultado es que, si se deja fuera o es expulsado de la sociedad, el hombre perece, y si vive en sociedad es por el error de los demás hombres, error que él no puede prever, ni hacer cálculos a base del mismo. Van, en consecuencia, esos errores contra la razón de su conservación; y así, todas aquellas personas que no contribuyen a su destrucción, sólo perdonan por ignorancia de lo que a ellos mismos les conviene.
Por lo que respecta a ganar, por cualquier medio, la segura y perpetua felicidad del cielo, dicha pretensión es frívola: no hay sino un camino imaginable para ello, y éste no consiste en quebrantar, sino en cumplir lo pactado.
Es contrario a la razón alcanzar la soberanía por la rebelión: porque a pesar de que se alcanzara, es manifiesto que, conforme a la razón, no puede esperarse que sea así, sino antes al contrario; y porque al ganar- la en esa forma, se enseña a otros a hacer lo propio. Por consiguiente, la justicia, es decir, la observancia del pacto, es una regla de razón en virtud de la cual se nos prohíbe hacer cualquiera cosa susceptible de destruir nuestra vida: es, por lo tanto, una ley de naturaleza. Algunos van más lejos todavía, y no quieren que la ley de naturaleza implique aquellas reglas que conducen a la conservación de la vida humana sobre la tierra, sino para alcanzar una felicidad eterna después de la muerte. Piensan que el quebrantamiento del pacto puede condu- cir a ello, y en consecuencia son justos y razonables (son así quienes piensan que es un acto meritorio matar o deponer, o rebelarse contra el poder soberano constituido sobre ellos, por su propio consentimiento). Ahora bien, como no existe conocimiento natural del Estado del hom- bre después de la muerte, y mucho menos de la recompensa que en- tonces se dará a quienes quebranten la fe, sino solamente una creencia fundada en lo que dicen otros hombres que están en posesión de cono- cimientos sobrenaturales por medio directo o indirecto, quebrantar la fe no puede denominarse un precepto de la razón o de la Naturaleza. No se libera un compromiso por vicio de la persona con quien se ha pactado. Otros, estando de acuerdo en que es una ley de naturaleza la observancia de la fe, hacen, sin embargo, excepción de ciertas perso- nas, por ejemplo, de los herejes y otros que no acostumbran a cumplir sus pactos. También esto va contra la razón, porque si cualquiera falta de un hombre fuera suficiente para liberarle del, pacto que con él hemos hecho, la misma causa debería, razonablemente, haberle impe- dido hacerlo.
Qué es justicia de los hombres, y justicia de las acciones. Los nombres de justo e injusto, cuando se atribuyen a los hombres, significan una cosa, y otra distinta cuando se atribuyen a las acciones. Cuando se atribuyen a los hombres implican conformidad o disconformidad de conducta, con respecto a la razón. En cambio, cuando se atribuyen a las acciones, significan la conformidad o disconformidad con respecto a la razón, no ya de la conducta o género de vida, sino de los actos particulares. En consecuencia, un hombre justo es aquel que se pre- ocupa cuanto puede de que todas sus acciones sean justas, un hombre injusto es el que no pone ese cuidado. Semejantes hombres suelen designarse en nuestro lenguaje como hombres rectos y hombres que no lo son, si bien ello significa la misma cosa que justo e injusto. Un hombre justo no perderá ese título porque realice una o unas pocas acciones injustas que procedan de pasiones repentinas, o de errores respecto a las cosas y personas; tampoco un hombre injusto perderá su condición de tal por las acciones que haga u omita por temor, ya que su voluntad no se sustenta en la justicia, sino en el beneficio aparente de lo que hace. Lo que presta a las acciones humanas el sabor de la justicia es una cierta nobleza o galanura (raras veces hallada) en virtud de la cual resulta despreciable atribuir el bienestar de la vida al fraude o al quebrantamiento de una promesa. Esta justicia de la conducta es lo que se significa cuando la justicia se llama virtud, y la injusticia vicio.
Ahora bien, la justicia de las acciones hace que a los hombres no se les denomine justos, sino inocentes; y la injusticia de las mismas (lo que se llama injuria) hace que les sea asignada la calificación de cul- pables.
Justicia de la conducta, e injusticia de las acciones. A su vez, la injus- ticia de la conducta es la disposición o aptitud para hacer injurias; es injusticia antes de que se proceda a la acción, y sin esperar a que un individuo cualquiera, sea injuriado. Ahora bien, la injusticia de una acción (es decir, la injuria) supone una persona individual injuriada; en concreto, aquella con la cual se hizo el pacto. Por tanto, en muchos casos, la injuria es recibida por un hombre y el daño da de rechazo sobre otro. Tal es el caso que ocurre cuando el dueño ordena a su cria- do que entregue dinero a un extraño. Si esta orden no se realiza, la injuria se hace al dueño a quien se había obligado a obedecer, pero el daño redunda en perjuicio del extraño, respecto al cual el criado no tenía obligación y a quien, por consiguiente, no podía injuriar. Así en los Estados los particulares pueden perdonarse unos a otros sus de- udas, pero no los robos u otras violencias que les perjudiquen: en efec- to, la falta de pago de una deuda constituye una injuria para los intere- sados, pero el robo y la violencia son injurias hechas a la personalidad de un Estado.
Ninguna cosa que se hace a un hombre, con consentimiento suyo, puede ser injuria. Cualquiera cosa que se haga a un hombre, de acuer- do con su propia voluntad, significada a quien realiza el acto, no es una injuria para aquél. En efecto, si quien la hace no ha renunciado, por medio de un pacto anterior, su derecho originario a hacer lo que le agrade, no hay quebrantamiento del pacto y, en consecuencia, no se le hace injuria. Y si, por lo contrario, ese pacto anterior existe, el hecho de que el ofendido haya expresado su voluntad respecto a la acción, libera de ese pacto, y, por consiguiente, no constituye injuria.
Justicia conmutativa y distributiva. Los escritores dividen la justicia de las acciones en conmutativa y distributiva: la primera, dicen, con- siste en una proporción aritmética, la última, en una proporción ge- ométrica. Por tal causa sitúan la justicia conmutativa en la igualdad de valor de las cosas contratadas, y la distributiva en la distribución de iguales beneficios a hombres de igual mérito. Según eso sería injusti- cia vender más caro que compramos, o dar a un hombre más de lo que merece. El valor de todas las cosas contratadas se mide por la apeten- cia de los contratantes, y, por consiguiente, el justo valor es el que convienen en dar. El mérito (aparte de lo que es según el pacto, en el que el cumplimiento de una parte hace acreedor al cumplimiento por la otra, y cae bajo la justicia conmutativa, y no distributiva) no es de- bido por justicia, sino que constituye solamente una recompensa de la gracia. Por tal razón no es exacta esta distinción en el sentido en que suele ser expuesta. Hablando con propiedad, la justicia conmutativa es la justicia de un contratante, es decir, el cumplimiento de un pacto en materia de compra o venta; o el arrendamiento y la aceptación de él; el prestar y el pedir prestado; el cambio y el trueque, y otros actos con- tractuales.
Justicia distributiva es la justicia de un árbitro, esto es, el acto de defi- nir lo que es justo. Mereciendo la confianza de quienes lo han erigido en árbitro, si responde a esa confianza, se dice que distribuye a cada uno lo que le es propio: ésta es, en efecto, distribución justa, y puede denominarse (aunque impropiamente) justicia distributiva, y, con pro- piedad mayor, equidad, la cual es una ley de naturaleza, como mostra- remos en lugar adecuado.
La cuarta ley de naturaleza, gratitud. Del mismo modo que la justicia depende de un pacto antecedente, depende la GRATITUD de una gra- cia antecedente, es decir, de una liberalidad anterior. Esta es la cuarta ley de naturaleza, que puede expresarse en esta forma: que quien reci- ba un beneficio de otro por mera gracia, se esfuerce en lograr que quien lo hizo no tenga motivo razonable para arrepentirse voluntaria- mente de ello. En efecto, nadie da sino con intención de hacerse bien a sí mismo, porque la donación es voluntaria, y el objeto de todos los actos voluntarios es, para cualquier hombre, su propio bien. Si los hombres advierten que su propósito ha de quedar frustrado, no habrá comienzo de benevolencia o confianza ni, por consiguiente, de mutua ayuda, ni de reconciliación de un hombre con otro. Y así continuará permaneciendo todavía en situación de guerra, lo cual es contrario a la ley primera y fundamental de naturaleza que ordena a los hombres buscar la paz. El quebrantamiento de esta ley se llama ingratitud, y tiene la misma relación con la gracia que la injusticia tiene con la obligación derivada del pacto.
La quinta, mutuo acomodo o complacencia. Una quinta ley de natura- leza es la COMPLACENCIA, es decir, que cada uno se esfuerzo por acomodarse a los demás. Para comprender esta ley podemos conside- rar que existe en los hombres aptitud para la sociedad, una diversidad de la naturaleza que surge de su diversidad de afectos; algo similar a lo que advertimos en las piedras que se juntan para construir un edifi- cio. En efecto, del mismo modo que cuando una piedra con su aspere- za e irregularidad de forma, quita a las otras más espacio del que ella misma ocupa, y por su dureza resulta difícil hacerla plana, lo cual im- pide utilizarla en la construcción, es eliminada por los constructores como inaprovechable y perturbadora: así también un hombre que, por su aspereza natural, pretendiera retener aquellas cosas que para sí mismo son superfluas y para otros necesarias, y que en la ceguera de sus pasiones no pudiera ser corregido, debe ser abandonado o expul- sado de la sociedad como hostil a ella. Si advertimos que cada hom- bre, no sólo por derecho sino por necesidad natural, se considera apto para proponerse y obtener cuanto es necesario para su conservación, quien se oponga a ello por superfluos motivos, es culpable de la lucha que sobrevenga, y, por consiguiente, hace algo que es contrario a la ley fundamental de naturaleza que ordena buscar la paz. Quienes ob- servan esta ley pueden ser llamados SOCIABLES (los latinos los lla- maban commodi): lo contrario de sociable es rígido, insociable, intra- table.
La sexta, facilidad para perdonar. Una sexta ley de naturaleza es la siguiente : que, dando garantía del tiempo futuro, deben ser perdona- das las ofensas pasadas de quienes, arrepintiéndose, deseen ser perdo- nados. En efecto, el perdón no es otra cosa sino garantía de paz, la cual cuando se garantiza a quien persevera en su hostilidad, no es paz, sino miedo; no garantizada a aquel que da garantía del tiempo futuro, es signo de aversión a la paz y, por consiguiente, contraria a la ley de naturaleza.
La séptima, que en las venganzas los hombres consideren solamente el bien venidero. Una séptima ley es que en las venganzas (es decir, en la devolución del mal por mal) los hombres no consideren la magnitud del mal pasado, sino la grandeza del bien venidero. En virtud de ella nos es prohibido infligir castigos con cualquier otro designio que el de corregir al ofensor o servir de guía a los demás. Así, esta ley es consi- guiente a la anterior a ella, que ordena el perdón a base de la seguridad del tiempo futuro. En cambio, la venganza sin respeto al ejemplo y al provecho venidero es un triunfo o glorificación a base del daño que se hace a otro, y no tiende a ningún fin, porque el fin es siempre algo venidero, y una glorificación que no se propone ningún fin es pura vanagloria y contraria a la razón; y hacer daño sin razón tiende a en- gendrar la guerra, lo cual va contra la ley de naturaleza y, por lo común, se distingue con el nombre de crueldad.
La octava, contra la contumelia. Como todos los signos de odio o de disputa provocan a la lucha, hasta el punto de que muchos hombres prefieren más bien aventurar su vida que renunciar a la venganza, en octavo lagar podemos establecer como ley de naturaleza el precepto de que ningún hombre, por medio de actos, palabras, continente o ges- to manifieste odio o desprecio a otro. El quebrantamiento de esta ley se denomina comúnmente contumelia.
La novena, contra el orgullo. La cuestión relativa a cuál es el mejor hombre, no tiene lugar en la condición de mera naturaleza, ya que en ella, como anteriormente hemos manifestado, todos los hombres son iguales. La desigualdad que ahora exista ha sido introducida por las leyes civiles. Yo sé que Aristóteles, en el primer libro de su Política, para fundamentar su doctrina, considera que los hombres son, por na- turaleza, unos más aptos para mandar, a saber, los más sabios (entre los cuales se considera él mismo por su filosofía); otros, para servir (refiriéndose a aquellos que tienen cuerpos robustos, pero que no son filósofos como él) ; como si la condición de dueño y de criado no fue- ran establecidas por consentimiento entre los hombres, sino por dife- rencias de talento, lo cual no va solamente contra la razón, sino tam- bién contra la experiencia. En efecto, pocos son tan insensatos que no estimen preferible gobernar ellos mismos que ser gobernados por otros; ni los que a juicio suyo son sabios y luchan, por la fuerza, con quienes desconfían de su propia sabiduría, alcanzan siempre, o con frecuencia, o en la mayoría de los casos, la victoria. Si la Naturaleza ha hecho iguales a los hombres, esta igualdad debe ser reconocida, y del mismo modo debe ser admitida dicha igualdad si la Naturaleza ha hecho a los hombres desiguales, puesto que los hombres que se consi- deran a sí mismos iguales no entran en condiciones de paz sino cuan- do se les trata como tales. Y en consecuencia, como novena ley de naturaleza sitúo ésta: que cada uno reconozca a los demás como igua- les suyos por naturaleza. El quebrantamiento de este precepto es el orgullo.
La décima, contra la arrogancia. De esta ley depende otra: que al ini- ciarse condiciones de paz, nadie exija reservarse algún derecho que él mismo no se avendría a ver reservado por cualquier otro. Del mismo modo que es necesario para todos los hombres que buscan la paz re- nunciar a ciertos derechos de naturaleza, es decir, no tener libertad para hacer todo aquello que les plazca, es necesario también, por otra parte, para la vida del hombre, retener alguno de esos derechos, como el de gobernar sus. propios cuerpos, el de disfrutar del aire, del agua, del movimiento, de las vías para trasladarse de un lugar a otro, y todas aquellas otras cosas sin las cuales un hombre no puede vivir o por lo menos no puede vivir bien. Si en este caso, al establecerse la paz, exi- gen los hombres para si mismos aquello que no hubieran reconocido a los demás, contrarían la ley precedente, la cual ordena el reconoci- miento de la igualdad natural, y, en consecuencia, también, contra la ley de naturaleza. Quienes observan esta ley, los denominamos mo- destos, y quienes la infringen, arrogantes. Los griegos llamaban a la violación de esta ley: ese término implica un deseo de tener una porción superior a la que corresponde.
La undécima, equidad. Por otra parte, si a un hombre se le encomien- da juzgar entre otros dos, es un precepto de la ley de naturaleza que proceda con equidad entre ellos. Sin esto, sólo la guerra puede deter- minar las controversias de los hombres, Por tanto, quien es parcial en sus juicios, hace cuanto está a su alcance para que los hombres abo- rrezcan el recurso a jueces y árbitros y, por consiguiente (contra la ley fundamental de naturaleza), esto es causa de guerra.
La observancia de esta ley que ordena una distribución igual, a cada hombre, de lo que por razón le pertenece, se denomina EQUIDAD y, como antes he dicho, justicia distributiva: su violación, acepción de personas, .
La duodécima, uso igual de cosas comunes. De ello se sigue otra ley: que aquellas cosas que no pueden ser divididas se disfruten en común, si pueden serlo; y si la cantidad de la cosa lo permite, sin límite; en otro caso, proporcionalmente al número de quienes tienen derecho a ello. De otro modo la distribución es desigual y contraria a la equidad. La décimotercia, de la suerte. Ahora bien, existen ciertas cosas que no pueden dividirse ni disfrutarse en común. Entonces, la ley de naturale- za que prescribe equidad, requiere que el derecho absoluto, o bien (siendo el uso alterno) la primera posesión, sea determinada por la suerte. Esa distribución igual es ley de naturaleza y no pueden imagi- narse otros medios de equitativa distribución.
La décimocuarta, de la primogenitura y del primer establecimiento. Existen dos clases de suerte: arbitral y natural. Es arbitral la que se estipula entre los competidores: la natural es o bien primogenitura (lo que los griegos llaman , lo cual significa dado por suer- te) o primer establecimiento. En consecuencia, aquellas cosas que no pueden ser disfrutadas en común ni divididas, deben adjudicarse al primer poseedor, y en algunos casos al primogénito como adquiridas por suerte.
La décimoquinta, de los mediadores. Es también una ley de naturaleza que a todos los hombres que sirven de mediadores en la paz se les otorgue salvoconducto. Porque la ley que ordena la paz como fin, or- dena la intercesión, como medio, y para la intercesión, el medio es el salvoconducto.
La décimosexta, sumisión al arbitraje. Aunque los hombres propendan a observar estas leyes voluntariamente, siempre surgirán cuestiones concernientes a una acción humana: primero, de si se hizo o no se hizo; segundo, de si, una vez realizada, fue o no contra la ley. La pri- mera de estas dos cuestiones se denomina cuestión de hecho; la se- gunda, cuestión de derecho. En consecuencia, mientras las partes en disputa no se avengan mutuamente a la sentencia de otro, no podrá haber paz entre ellas. Este otro, a cuya sentencia se someten, se llama ÁRBITRO. Y por ello es ley de naturaleza que quienes están en con- troversia, sometan. su derecho al juicio de su árbitro.
La décimoséptima, que nadie es juez de sí propio. Considerando que se presume que cualquier hombre hará todas las cosas de acuerdo con su propio beneficio, nadie es árbitro idóneo en su propia causa; y co- mo la igualdad permite a cada parte igual beneficio, a falta de árbitro adecuado, si uno es admitido como juez, también debe admitirse el otro; y así subsiste la controversia, es decir, la causa de guerra, contra la ley de naturaleza.
La décimoctava, que nadie sea juez, cuando tiene una causa natural de parcialidad. Por la misma razón, en una causa cualquiera nadie puede ser admitido como árbitro si para él resulta aparentemente un mayor provecho, honor o placer, de la victoria de una parte que de la otra; porque entonces recibe una liberalidad (y una liberalidad inconfesa- ble); y nadie puede ser obligado a confiar en él. Y ello es causa tam- bién de que se perpetúe la controversia y la situación de guerra, con- trariamente a la ley de naturaleza.
La décimonovena, de los testigos. En una controversia de hecho, co- mo el juez no puede creer más a uno que a otro (si no hay otros argu- mentos) deberá conceder crédito a un tercero; o a un tercero y a un cuarto; o más. Porque, de lo contrario, la cuestión queda indecisa y abandonada a la fuerza, contrariamente a la ley de naturaleza Estas son las leyes de naturaleza que imponen la paz como medio de conservación de las multitudes humanas, y que sólo conciernen a la doctrina de la sociedad civil. Existen otras cosas que tienden a la des- trucción de los hombres individualmente, como la embriaguez y otras manifestaciones de la intemperancia, las cuales pueden ser incluidas, por consiguiente, entre las cosas prohibidas por la ley de naturaleza; ahora bien, no es necesario mencionarlas, ni son muy pertinentes en este lugar.
Regla mediante la cual pueden ser fácilmente examinadas las leyes de naturaleza. Acaso pueda parecer lo que sigue una deducción excesi- vamente sutil de las leyes de naturaleza, para que todos se percaten de ella; pero como la mayor parte de los hombres están demasiado ocu- pados en buscar el sustento, y el resto son demasiado negligentes para comprender, precisa hacer inexcusable e inteligible a todos los hom- bres, incluso a los menos capaces, que son factores de una misma su- ma; lo cual puede expresarse diciendo: no hagas a otro lo que no querrías que te hicieran a ti. Esto significa que al aprender las leyes de naturaleza y cuando se confrontan las acciones de otros hombres con la de uno mismo, y parecen ser aquéllas de mucho peso, lo que proce- de es colocar las acciones ajenas en el otro platillo de la balanza, y las propias en lugar de ellas, con objeto de que nuestras pasiones y el egoísmo no puedan añadir nada a la ponderación; entonces, ninguna de estas leyes de naturaleza dejará de parecer muy razonable. Las leyes de naturaleza obligan en conciencia siempre, pero en la rea- lidad sólo cuando existe seguridad bastante, Las leyes de naturaleza obligan in foro interno, es decir, van ligadas a un deseo de verlas rea- lizadas; en cambio, no siempre obligan in foro externo, es decir, en cuanto a su aplicación. En efecto, quien sea correcto y tratable, y cumpla cuanto promete, en el lugar y tiempo en que ningún otro lo haría, se sacrifica a los demás y procura su ruina cierta, contrariamen- te al fundamento de todas las leyes de naturaleza que tienden a la con- servación de ésta. En cambio, quien teniendo garantía suficiente de que los demás observarán respecto a él las mismas leyes, no las obser- va, a su vez, no busca la paz sino la guerra, y, por consiguiente, la destrucción de su naturaleza por la violencia.
Todas aquellas leyes que obligan in foro interno, pueden ser quebran- tadas no sólo por un hecho contrario a la ley, sino también por un hecho de acuerdo con ella, si alguien lo imagina contrario. Porque aunque su acción, en este caso, esté de acuerdo con la ley, su propósi- to era contrario a ella; lo cual constituye una infracción cuando la obligación es in foro interno.
Las leyes de naturaleza son eternas. Las leyes de naturaleza, son in- mutables y eternas, porque la injusticia, la ingratitud, la arrogancia, el orgullo, la iniquidad y la desigualdad o acepción de personas, y todo lo restante, nunca pueden ser cosa legítima. Porque nunca podrá ocu- rrir que la guerra conserve la vida, y la paz la destruya.
Y aun fáciles. Las mismas leyes, como solamente obligan a un deseo y esfuerzo, a juicio mío un esfuerzo genuino y constante, resultan fáci- les de ser observadas. No requieren sino esfuerzo; quien se propone su cumplimiento, las realiza, y quien realiza la ley es justo.
La ciencia de estas leyes es la verdadera Filosofía moral. La ciencia que de ellas se ocupa es la verdadera y auténtica Filosofía moral. Por- que la Filosofía moral no es otra cosa sino la ciencia de lo que es bue- no y malo en la conversación y en la sociedad humana. Bueno y malo son nombres que significan nuestros apetitos y aversiones, que son diferentes según los distintos temperamentos, usos y doctrinas de los hombres.
Diversos hombres difieren no solamente en su juicio respecto a la sen- sación de lo que es agradable y desagradable, al gusto, al olfato, al oído, al tacto y a la vista, sino también respecto a lo que, en las accio- nes de la vida corriente, está de acuerdo o en desacuerdo con la razón. Incluso el mismo hombre, en tiempos diversos, difiere de sí mismo, y una vez ensalza, es decir, llama bueno, a lo que otra vez desprecia y llama malo; de donde surgen disputas, controversias y, en último término, guerras. Por consiguiente un hombre se halla en la condición de mera naturaleza (que es condición de guerra), mientras el apetito personal es la medida de lo bueno y de lo malo. Por ello, también, todos los hombres convienen en que la paz es buena, y que lo son igualmente las vías o medios de alcanzarla, que (como he mostrado anteriormente) son la justicia, la gratitud, la modestia, la equidad, la misericordia, etc., y el resto de las leyes de naturaleza, es decir, las virtudes morales; son malos, en cambio, sus contrarios, los vicios.
Ahora bien, la Ciencia de la virtud y del vicio es la Filosofía moral, y, por tanto, la verdadera doctrina de las leyes de naturaleza es la verda- dera Filosofía moral. Aunque los escritores de Filosofía moral recono- cen las mismas virtudes y vicios, como no advierten en qué consiste su bondad ni por qué son elogiadas como medios de una vida pacífica, sociable y regalada, la hacen consistir en una mediocridad de las pa- siones: como si no fuera la causa, sino el grado de la intrepidez, lo que constituyera la fortaleza; o no fuese el motivo sino la cantidad de una dádiva, lo que constituyera la liberalidad.
Estos dictados de la razón suelen ser denominados leyes por los hom- bres; pero impropiamente, porque no son sino conclusiones o teore- mas relativos a lo que conduce a la conservación y defensa de los se- res humanos, mientras que la ley, propiamente, es la palabra de quien por derecho tiene mando sobre los demás. Si, además, consideramos los mismos teoremas como expresados en la palabra de Dios, que por derecho manda sobre todas las cosas, entonces son propiamente lla- madas leyes.
Qué es una persona. Una PERSONA es aquel cuyas palabras o accio- nes son consideradas o como suyas propias, o como representando las palabras o acciones de otro hombre, o de alguna otra cosa a la cual son atribuidas, ya sea con verdad o con ficción.
Persona natural y artificial. Cuando son consideradas como suyas pro- pias, entonces se denomina persona natural; cuando se consideran como representación de las palabras y acciones de otro, entonces es una persona imaginaria o artificial.
Origen de la palabra persona. La palabra persona es latina; en lugar de ella los griegos usaban provswpon, que significa la faz, del mismo modo que persona, en latín, significa el disfraz o apariencia externa de un hombre, imitado en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro, como la máscara o antifaz. De la escena se ha trasladado a cualquiera representación de la palabra o de la acción, tanto en los tribunales como en los teatros. Así que una persona es lo mismo que un actor, tanto en el teatro como en la con- versación corriente; y personificar es actuar o representar a sí mismo o a otro; y quien actúa por otro, se dice que responde de esa otra perso- na, o que actúa en nombre suyo (en este sentido usaba esos términos Cicerón cuando decía: Unus sustineo tres Personas; mei adversarri p judicis yo sostengo tres personas: la mía propia, mis adversarios y los jueces); en diversas ocasiones ese contenido se enuncia de diverso modo, con los términos de representante, mandatario, teniente, vica- rio, abogado, diputado, procurador, actor, etcétera.
Actor. Autor. De las personas artificiales, algunas tienen sus palabras y acciones apropiadas por quienes las representan. Entonces, la perso- na es el actor, y quien es dueño de sus palabras y acciones, es el autor.
En este caso, el actor actúa por autoridad. Porque lo que con referen- cia a bienes y posesiones se llama dueño y en latín, dominus, en grie- go, cuvrioz, respecto a las acciones se denomina autor. Y así como el derecho de posesión se llama dominio, el derecho de realizar una ac- ción se llama AUTORIDAD. En consecuencia, se comprende siempre por autorización un derecho a hacer algún acto; y hecho por autoriza- ción, es lo realizado por comisión o licencia de aquel a quien pertene- ce el derecho.
Pactos por autorización obligan al autor. De aquí se sigue que cuando el actor hace un pacto por autorización, obliga con él al autor, no me- nos que si lo hiciera este mismo, y no le sujeta menos, tampoco, a sus posibles consecuencias. Por consiguiente, todo cuanto hemos dicho anteriormente (Capítulo XIV) acerca de la naturaleza de los pactos entre hombre y hombre en su capacidad natural, es verdad, también, cuando se hace por sus actores, representantes o procuradores con autorización suya, en cuanto obran dentro de los límites de su comi- sión, y no más lejos.
Por tanto, quien hace un pacto con el actor o representante no cono- ciendo la autorización que tiene, lo hace a riesgo suyo, porque nadie está obligado por un pacto del que no es autor, ni, por consiguiente, por un pacto hecho en contra o al margen de la autorización que dio. Pero no al actor. Cuando el actor hace alguna cosa contra la ley de naturaleza, por mandato del autor, si está obligado a obedecerle por un pacto anterior, no es él sino el autor quien infringe la ley de naturale- za, porque aunque la acción sea contra la ley de naturaleza, no es suya. Por el contrario, rehusarse a hacerla es contra la ley de naturaleza que prohíbe quebrantar el pacto.
Debe exhibirse la autorización. Quien hace un pacto con el autor, por mediación del actor, ignorando cuál es la autorización de éste, y creyéndolo solamente por su palabra, cuando esa autorización no sea manifestada a él, al requerirla, no queda obligado por más tiempo; porque el pacto hecho con el autor no es válido sin esa garantía. Pero si quien pacta sabe de antemano que no era de esperar ninguna otra garantía que la palabra del actor, entonces el pacto es válido, porque el actor, en este caso, se erige a sí mismo en autor. Por consiguiente, del mismo modo que cuando la autorización es evidente, el pacto obliga al autor y no al actor, así cuando la autorización es imaginaria obliga al actor solamente, ya que no existe otro autor que él mismo. Cosas imaginadas personificadas. Pocas cosas existen que no puedan ser representadas por ficción, Cosas inanimadas, como una iglesia, un hospital, un puente pueden ser personificadas por un rector, un direc- tor, o un inspector. Pero las cosas inanimadas no pueden ser autores, ni, por consiguiente, dar autorización a sus actores. Sin embargo, los actores pueden tener autorización para procurar su mantenimiento, siendo dada a ellos esa autorización por quienes son propietarios o gobernadores de dichas cosas. Por esa razón tales cosas no pueden ser personificadas mientras no exista un cierto estado de gobernación ci- vil.
Irracionales. Del mismo modo los niños, los imbéciles y los locos que no tienen uso de razón, pueden ser personificados por guardianes o cuidadores; pero durante ese tiempo no pueden ser autores de una ac- ción hecha por ellos, hasta que (cuando hayan recobrado el uso de razón) puedan juzgar razonable dicho acto. Aun durante el estado de locura, quien tiene derecho al gobierno del interesado puede dar auto- rización al guardián. Pero, igualmente, esto no tiene lugar sino en un Estado civil, porque antes de instituirse éste no existe dominio de las personas. Falsos dioses. Un ídolo o mera ficción de la mente puede ser personi- ficado, como lo fueron los dioses de los paganos, los cuales, por con- ducto de los funcionarios instituidos por el Estado, eran personifica- dos y tenían posesiones y otros bienes y derechos que los hombres dedicaban y consagraban a ellos, de tiempo en tiempo. Pero los ídolos no pueden ser autores, porque un ídolo no es nada. La autorización procede del Estado, y, por consiguiente, antes de que fuera introducida la gobernación civil, los dioses de los paganos no podían ser personi- ficados.
El verdadero Dios. El verdadero Dios puede ser personificado, como lo fue primero por Moisés, quien gobernó a los israelitas (los cuales eran no ya su pueblo, sino el pueblo de Dios) no en su propio nombre con el Hoc dicit Moses, sino en nombre de Dios, con el Hoc dicit Dominus. En segundo lugar, por el hijo del hombre, su propio hijo, nuestro Divino Salvador Jesucristo, que vino para sojuzgar a los jud- íos e inducir todas las naciones a situarse bajo el reinado de su Padre; no actuando por sí mismo, sino como enviado por su Padre. En tercer lugar, por el Espíritu Santo, o confortador, que hablaba o actuaba por los Apóstoles; Espíritu Santo que era un confortador que no procedía por sí mismo, sino que era enviado y procedía de los otros dos.
Cómo una multitud de hombres se convierte en una persona.
Una multitud de hombres se convierte en una persona cuando está representada por un hombre o una persona, de tal modo que ésta pue- de actuar con el consentimiento de cada uno de los que integran esta multitud en particular. En efecto, la unidad del representante, no la unidad de los representados es lo que hace la persona una, y es el re- presentante quien sustenta la persona, pero una sola persona; y la uni- dad no puede comprenderse de otro modo en la multitud.
Cada uno es autor. Y como la unidad naturalmente no es uno sino mu- chos, no puede ser considerada como uno, sino como varios autores de cada cosa que su representante dice o hace en su nombre. Todos los hombres dan, a su representante común, autorización de cada uno de ellos en particular, y el representante es dueño de todas las acciones, en caso de que le den autorización ilimitada. De otro modo, cuando le limitan respecto al alcance y medida de la representación, ninguno de ellos es dueño de más sino de lo que le da la autorización para actuar. Un actor puede ser varios hombres hechos uno por pluralidad de vo- tos. Y si los representados son varios hombres, la voz del gran número debe ser considerada como la voz de todos ellos. En efecto, si un número menor se pronuncia, por ejemplo, por la afirmativa, y un número mayor por la negativa, habrá negativas más que suficientes para destruir las afirmativas, con lo cual el exceso de negativas, no siendo contradicho, constituye la única voz que tienen los representa- dos.
Representantes, cuando los grupos están empatados. Un representante de un número par, especialmente cuando el número no es grande y los votos contradictorios quedan empatados en muchos casos, resulta en numerosas ocasiones un sujeto mudo e incapaz de acción. Sin embar- go, en algunos casos, votos contradictorios empatados en número pueden decidir una cuestión; así al condenar o absolver, la igualdad de votos, precisamente en cuanto no condenan, absuelven; pero, por el contrario, no condenan en cuanto no absuelven. Porque una vez efec- tuada la audiencia de una causa, no condenar es absolver; por el con- trario, decir que no absolver es condenar, no es cierto. Otro tanto ocu- rre en una deliberación de ejecutar actualmente o de diferir para más tarde, porque cuando los votos están empatados, al no ordenarse la ejecución, ello equivale a una orden de dilación.
Voto negativo. Cuando el número es impar, como tres o más (hombres o asambleas) en que cada uno tiene, por su voto negativo, autoridad para neutralizar el efecto de todos los votos afirmativos del resto, este número no es representativo, porque dada la diversidad de opiniones e intereses de los hombres, se convierte muchas veces, y en casos de máxima importancia, en una persona muda e inepta, como para otras muchas cosas, también para el gobierno de la multitud, especialmente en tiempo de guerra.
De los autores existen dos clases. La primera se llama simplemente así, y es la que antes he definido como dueña de la acción de otro, simplemente. La segunda es la de quien resulta dueño de una acción o pacto de otro, condicionalmente, es decir, que lo realiza si el otro no lo hace hasta un cierto momento antes de él. Y estos autores condiciona- les se denominan generalmente FIADORES, en latín fidejussores y sponsores, particularmente para las deudas, procedes, y para la compa- recencia ante un juez o magistrado, nades.
El fin del Estado es, particularmente, la seguridad. Cap. XIII. La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y XV.
Que no se obtiene por la ley de naturaleza. Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan por ti) son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su ob- servancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos in- ducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes.
Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nues- tra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hom- bres. En todos los lugares en que los hombres han vivido en pequeñas familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y le- jos de ser reputado contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el botín obtenido, tanto mayor era el honor. Entonces los hombres no observaban otras leyes que las leyes del honor, que consistían en abs- tenerse de la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las familias pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más grandes, ensanchan sus dominios para su propia seguridad y bajo el pretexto de peligro y temor de invasión, o de la asistencia que puede prestarse a los invasores, justamente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus vecinos, mediante la fuerza ostensible y las artes secre- tas, a falta de otra garantía; y en edades posteriores se recuerdan con tales hechos.
Ni de la conjunción de unos pocos individuos o familias. No es la con- junción de un pequeño número de hombres lo que da a los Estados esa seguridad, porque cuando se trata de reducidos números, las pequeñas adiciones de una parte o de otra, hacen tan grande la ventaja de la fuerza que son suficientes para acarrear la victoria, y esto da aliento a la invasión. La multitud suficiente para confiar en ella a los efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto número, sino por comparación con el enemigo que tememos, y es suficiente cuando la superioridad del enemigo no es de una naturaleza tan visible y mani- fiesta que le determine a intentar el acontecimiento de la guerra. Ni de una gran multitud, a menos que esté dirigida por un criterio. Y aunque haya una gran multitud, si sus acuerdos están dirigidos según sus particulares juicios y particulares apetitos, no puede esperarse de ello defensa ni protección contra un enemigo común ni contra las mu- tuas ofensas. Porque discrepando las opiniones concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza, los individuos componentes de esa mul- titud no se ayudan, sino que se obstaculizan mutuamente, y por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como consecuencia, fácilmente son sometidos por unos pocos que están en perfecto acuer- do, sin contar con que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen guerra unos a otros, movidos por sus particulares intereses. Si pudiéramos imaginar una gran multitud de individuos, concordes en la observancia de la justicia y de otras leyes de naturale- za, pero sin un poder común para mantenerlos a raya, podríamos su- poner Igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, y en- tonces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna. Y esto, continuamente. Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver establecida durante su vida entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante un tiempo limitado, como en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque ob- tengan una victoria por su unánime esfuerzo contra un enemigo exte- rior, después, cuando ya no tienen un enemigo común, o quien para unos aparece como enemigo, otros lo consideran como amigo, necesa- riamente se disgregan por la diferencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra.
Por qué ciertas criaturas sin razón ni uso de la palabra, viven, sin em- bargo, en sociedad, sin un poder coercitivo. Es cierto que determina- das criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven en forma sociable una con otra (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas políticas) y no tienen otra dirección que sus particulares jui- cios y apetitos, ni poseen el uso de la palabra mediante la cual una puede significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio común: por ello, algunos desean inquirir por qué la humanidad no puede hacer lo mismo. A lo cual contesto:
Primero, que los hombres están en continua pugna de honores y dig- nidad y las mencionadas criaturas no, y a ello se debe que entre los hombres surja, por esta razón, la envidia y el odio, y finalmente la guerra, mientras que entre aquellas criaturas no ocurre eso.
Segundo, que entre esas criaturas, el bien común no difiere del indivi- dual, y aunque por naturaleza propenden a su beneficio privado, pro- curan, a la vez, por el beneficio común. En cambio, el hombre, cuyo goce consiste en compararse a sí mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que es eminente.
Tercero, que no teniendo estas criaturas, a diferencia del hombre, uso de razón, no ven, ni piensan que ven ninguna falta en la administra- ción de su negocio común; en cambio, entre los hombres, hay muchos que se imaginan a sí mismos más sabios y capaces para gobernar la cosa pública, que el resto; dichas personas se afanan por reformar e innovar, una de esta manera, otra de aquella, con lo cual acarrean per- turbación y guerra civil.
Cuarto, que aun cuando estas criaturas tienen su voz, en cierto modo, para darse a entender unas a otras sus sentimientos, les falta este géne- ro de palabras por medio de las cuales los hombres pueden manifestar a otros lo que es Dios, en comparación con el demonio, y lo que es el demonio en comparación con Dios, y aumentar o disminuir la grande- za aparente de Dios y del demonio, sembrando el descontento entre los hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente.
Quinto, que las criaturas irracionales no pueden distinguir entre injuria y daño, y, por consiguiente, mientras están a gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En cambio el hombre se encuentra más conturba- do cuando más complacido está, porque es entonces cuando le agrada mostrar su sabiduría y controlar las acciones de quien gobierna el Es- tado.
Por último, la buena convivencia de esas criaturas es natural; la de los hombres lo es solamente por pacto, es decir, de modo artificial. No es extraño, por consiguiente, que (aparte del pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo.
La generación de un Estado. El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranje- ros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mis- mos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconoz- ca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y trans- fiero a este hombre o asamblea de hombres mí derecho de gobernarme a mi mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la generación de aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particu- lar en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el te- rror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus ene- migos, en el extranjero.
Definición de Estado. Qué es soberano y súbdito. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos se constituye en autora una gran multitud mediante pactos recí- procos de sus miembros con el fin de que esa persona pueda emplear la fuerza y medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina SO- BERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO Suyo.
Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra somete a sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el otro pro- cedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse de Estado político, o Estado por insti- tución, y en el primero de Estado por adquisición. En primer término voy a referirme al Estado por institución.
Qué es el acto de instituir un Estado. Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra, debe auto- rizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hom- bres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaci- blemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres.
Las consecuencias de esa institución. De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y facultades de aquel o de aquellos a quie- nes se confiere el poder soberano por el consentimiento del pueblo reunido.
1. Los súbditos no pueden cambiar de forma de gobierno. En primer lugar, puesto que pactan, debe comprenderse que no están obligados por un pacto anterior a alguna cosa que contradiga la presente. En consecuencia, quienes acaban de instituir un Estado y quedan, por ello, obligados por el pacto, a considerar corno propias las acciones y juicios de uno, no pueden legalmente hacer un pacto nuevo entre sí para obedecer a cualquier otro, en una cosa cualquiera, sin su permiso. En consecuencia, también, quienes son súbditos de un monarca no pueden sin su aquiescencia renunciar a la monarquía y retornar a la confusión de una multitud disgregada; ni transferir su personalidad de quien la sustenta a otro hombre o a otra asamblea de hombres, porque están obligados, cada uno respecto de cada uno, a considerar como propio y ser reputados como autores de todo aquello que pueda hacer y considere adecuado llevar a cabo quien es, a la sazón, su soberano.
Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos los restantes deben quebrantar el pacto hecho con ese hombre, lo cual es injusticia; y, además, todos los hombres han dado la soberanía a quien representa su persona, y, por consiguiente, si lo deponen toman de él lo que es suyo propio y cometen nuevamente injusticia. Por otra parte, si quien trata. de deponer a su soberano resulta muerto o es castigado por él a causa de tal tentativa, puede considerarse como autor de su propio castigo, ya que es, por institución, autor de cuanto su soberano haga. Y como es injusticia para un hombre hacer algo por lo cual pueda ser castigado por su propia autoridad, es también injusto por esa razón. Y cuando algunos hombres, desobedientes a su soberano, pretenden rea- lizar un nuevo pacto no ya con los hombres, sino con Dios, esto tam- bién es injusto, porque no existe pacto con Dios, sino por mediación de alguien que represente a la persona divina; esto no lo hace sino el representante de Dios que bajo él tiene la soberanía. Pero esta preten- sión de pacto con Dios es una falsedad tan evidente, incluso en la pro- pia conciencia de quien la sustenta, que no es, sólo, un acto de dispo- sición injusta, sino, también, vil e inhumana.
2. El poder soberano no puede ser enajenado. En segundo lugar, como el derecho de representar la persona de todos se otorga a quien todos constituyen en soberano, solamente por pacto de uno a otro, y no del soberano en cada uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto por parte del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbdi- tos, fundándose en una infracción, puede ser liberado de su sumisión.
Que quien es erigido en soberano no efectúe pacto alguno, por antici- pado, con sus súbditos, es manifiesto, porque o bien debe hacerlo con la multitud entera, como parte del pacto, o debe hacer un pacto singu- lar con cada persona. Con el conjunto como parte del pacto, es impo- sible, porque hasta entonces no constituye una persona; y si efectúa tantos pactos singulares como hombres existen, estos pactos resultan nulos en cuanto adquiere la soberanía, porque cualquier acto que pue- da ser presentado por uno de ellos como infracción del pacto, es el acto de sí mismo y de todos los demás, ya que está hecho en la perso- na y por el derecho de cada uno de ellos en particular. Además, si uno o varios de ellos pretenden quebrantar el pacto hecho por el soberano en su institución, y otros o alguno de sus súbditos, o él mismo sola- mente, pretende que no hubo semejante quebrantamiento, no existe, entonces, juez que pueda decidir la controversia; en tal caso la deci- sión corresponde de nuevo a la espada, y todos los hombres recobran el derecho de protegerse a sí mismos por su propia fuerza, contraria- mente al designio que les anima a efectuar la institución. Es, por tanto, improcedente garantizar la soberanía por medio de un pacto preceden- te. La opinión de que cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo condicional, procede de la falta de comprensión de esta ver- dad obvia, según la cual no siendo los pactos otra cosa que palabras y aliento, no tienen fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger a cualquier hombre, sino la que resulta de la fuerza pública; es decir, de la libertad de acción de aquel hombre o asamblea de hombres que ejercen la soberanía, y cuyas acciones son firmemente mantenidas por todos ellos, y sustentadas por la fuerza de cuantos en ella están unidos.
Pero cuando se hace soberana a una asamblea de hombres, entonces ningún hombre imagina que semejante pacto haya pasado a la institu- ción. En efecto, ningún hombre es tan necio que afirme, por ejemplo, que el pueblo de Roma hizo un pacto con los romanos para sustentar la soberanía a base de tales o cuales condiciones, que al incumplirse permitieran a los romanos deponer legalmente al pueblo romano. Que los hombres no adviertan la razón de que ocurra lo mismo en una mo- narquía y en un gobierno popular, procede de la ambición de algunos que ven con mayor simpatía el gobierno de una asamblea, en la que tienen esperanzas de participar, que el de una monarquía, de cuyo dis- frute desesperan.
3. Nadie sin injusticia puede protestar contra la institución del sobera- no declarada por la mayoría. En tercer lugar, si la mayoría ha procla- mado un soberano mediante votos concordes, quien disiente debe aho- ra consentir con el resto, es decir, avenirse a reconocer todos los actos que realice, o bien exponerse a ser eliminado por el resto. En efecto, si voluntariamente ingresó en la congregación de quienes constituían la asamblea, declaró con ello, de modo suficiente, su voluntad (y por tanto hizo un pacto tácito) de estar a lo que la mayoría de ellos ordena- ra. Por esta razón, si rehusa mantenerse en esa tesitura, o protesta con- tra algo de lo decretado, procede de modo contrario al pacto, y por tanto, injustamente. Y tanto si es o no de la congregación, y si con- siente o no en ser consultado, debe o bien someterse a los decretos, o ser dejado en la condición de guerra en que antes se encontraba, caso en el cual cualquiera puede eliminarlo sin injusticia.
4. Los actos del soberano no pueden ser, con justicia, acusados por el súbdito. En cuarto lugar, como cada súbdito es, en virtud de esa insti- tución, autor de todos los actos y juicios del soberano instituido, resul- ta que cualquiera cosa que el soberano haga no puede constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de injusticia por ninguno de ellos. En efecto, quien hace una cosa por autorización de otro, no comete injuria alguna contra aquel por cuya autorización act- úa. Pero en virtud de la Institución de un Estado, cada particular es autor de todo cuanto hace el soberano, y, por consiguiente, quien se queja de injuria por parte del soberano, protesta contra algo de que él mismo es autor, y de lo que en definitiva no debe acusar a nadie sino a sí mismo; ni a sí mismo tampoco, porque hacerse injuria a uno mismo es impasible. Es cierto que quienes tienen poder soberano pueden co- meter iniquidad, pero no injusticia o injuria, en la auténtica acepción de estas palabras.
5. Nada que haga un soberano puede ser castigado por el súbdito. En quinto lugar, y como consecuencia de lo que acabamos de afirmar. ningún hombre que tenga poder soberano puede ser muerto o castiga- do de otro modo por sus súbditos. En efecto, considerando que cada súbdito es autor de los actos de su soberano, aquél castiga a otro por las acciones cometidas por él mismo. Como eI fin de esta institución es la paz y la defensa de todos, y como quien tiene derecho al fin lo tiene también a les medios, corresponde de derecho a cualquier hom- bre o asamblea que tiene la soberanía, ser juez, a un mismo tiempo, de los medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca de los obstá- culos e impedimentos que se oponen a los mismos, así como hacer cualquiera cosa que considere necesario, ya sea por anticipado, para conservar la paz y la seguridad, evitando la discordia en el propio país y la hostilidad del extranjero, ya, cuando la. paz y la seguridad se han perdido, para la recuperación de la misma.
6. El soberano es juez de lo que es necesario para la paz y la defensa de sus súbditos. Y juez respecto de qué doctrinas son adecuadas para su enseñanza. En sexto lugar, es inherente a la soberanía el ser juez acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la paz; y por consiguiente, en qué ocasiones, hasta qué punto y respec- to de qué puede confiarse en los hombres, cuando hablan a las multi- tudes, y quién debe examinar las doctrinas de todos los libros antes de ser publicados. Porque los actos de los hombres proceden de sus opi- niones, y en el buen gobierno de las opiniones consiste el buen go- bierno de los actos humanos respecto a su paz y concordia. Y aunque en materia de doctrina nada debe tenerse en cuenta sino la verdad, nada se opone a la regulación de la misma por vía de paz. Porque la doctrina que está en contradicción con la paz, no puede ser verdadera, como la paz y la concordia no pueden ir contra la ley de naturaleza. Es cierto que en un Estado, donde por la negligencia o la torpeza de los gobernantes y maestros circulan, con carácter general las falsas doc- trinas, las verdades contrarias Pueden ser generalmente ofensivas. Ni la más repentina y brusca introducción de una nueva verdad que pueda imaginarse, puede nunca quebrantar la paz sino sólo en ocasiones des- pertar la guerra. En efecto, quienes se hallan gobernados de modo tan remiso, que se atreven a alzarse en armas para defender o introducir una opinión, se hallan aún en guerra, y su condición no es de paz, sino solamente de cesación de hostilidades por temor mutuo; y viven como si se hallaran continuamente en los preludios de la batalla. Corresponde, *Por consiguiente, a quien tiene poder soberano, ser juez o instituir todos los jueces de opiniones y doctrinas como una cosa necesaria para la paz, al objeto de prevenir la discordia y la gue- rra civil.
7. El derecho de establecer normas, en virtud de las cuales los súbditos puedan hacer saber lo que es suyo propio, y que ningún otro súbdito puede arrebatarle sin injusticia. En séptimo lugar, es inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud de las cua- les cada hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué accio- nes puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus con- ciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad. En efecto, antes de instituirse el poder soberano (como ya hemos expresado ante- riormente) todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, lo cual es necesariamente causa de guerra; y, por consiguiente, siendo esta propiedad necesaria para la paz y dependiente del poder soberano es el acto de este poder para asegurar la paz pública. Esas normas de pro- piedad (o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo, de lo legitimo e ilegitimo en las acciones de los súbditos, son leyes civiles, es decir, leyes de cada Estado particular, aunque el nombre de ley civil esté, ahora, restringido a las antiguas leyes civiles de la ciudad de Roma; ya que siendo ésta la cabeza de una gran parte del mundo, sus leyes en aquella época fueron, en dichas comarcas, la ley civil.
8. También le corresponde el derecho de judicatura, y la decisión de las controversias. En octavo lugar, es inherente a la soberanía el dere- cho de judicatura, es decir, de oír y decidir todas las controversias que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil o natural, con respecto a los hechos. En efecto, sin decisión de las controversias no existe pro- tección para un súbdito contra las injurias de otro; las leyes concer- nientes a lo meum y tuum son en vano; y a cada hombre compete, por el apetito natural y necesario de su propia conservación, el derecho de protegerse a sí mismo con su fuerza particular, que es condición de la guerra, contraria al fin para el cual se ha instituido todo Estado.
9. Y de hacer la guerra y la paz, como consideren más conveniente. En noveno lugar, es inherente a la soberanía el derecho de hacer guerra y paz con otras naciones y Estados; es decir, de juzgar cuándo es para el bien público, y qué cantidad de fuerzas deben ser reunidas, armadas y pagadas para ese fin, y cuánto dinero se ha de recaudar de los súbditos para sufragar los gastos consiguientes. Porque el poder mediante el cual tiene que ser defendido el pueblo, consiste en sus ejércitos, y la potencialidad de un ejército radica en la unión de sus fuerzas bajo un mando, mando que a su vez compete al soberano instituido, porque el mando de las militia sin otra institución, hace soberano a quien lo de- tenta. Y, por consiguiente, aunque alguien sea designado general de un ejército, quien tiene el poder soberano es siempre generalísimo. 10. Y de escoger todos los consejeros y ministros, tanto en la guerra como en la paz. En décimo lugar, es inherente a la soberanía la elec- ción de todos los consejeros, ministros, magistrados y funcionarios, tanto en la paz como en la guerra. Si, en efecto, eI soberano está en- cargado de realizar el fin que es la paz y defensa común, se compren- de que ha de tener poder para usar tales medios, en la forma que él considere son más adecuados para su propósito.
11. Y de recompensar y castigar; y esto (cuando ninguna ley anterior ha determinado la medida de ello) arbitrariamente. En undécimo lugar se asigna al soberano el poder de recompensar con riquezas u honores, y de castigar con penas corporales o pecuniarias, o con la ignominia, a cualquier súbdito, de acuerdo con la ley que él previamente estableció; o si no existe ley, de acuerdo con lo que el soberano considera más conducente para estimular los hombres a que sirvan al Estado, o para apartarles de cualquier acto contrario al mismo.
12. Y de honores y preeminencias. Por último, considerando qué valo- res acostumbran los hombres a asignarse a sí mismos, qué respeto exigen de los demás, y cuán poco estiman a otros hombres (lo que entre ellos es constante motivo de emulación, querellas, disensiones y, en definitiva, de guerras, hasta destruirse unos a otros o mermar su fuerza frente a un enemigo común) es necesario que existan leyes de honor y un módulo oficial para la capacidad de los hombres que han servido o son aptos para servir bien al Estado, y que exista fuerza en manos de alguien para poner en ejecución esas leyes. Pero siempre se ha evidenciado que no solamente la militia entera, o fuerzas del Esta- do, sino también el fallo de todas las controversias es inherente a la soberanía. Corresponde, por tanto, al soberano dar títulos de honor, y señalar qué preeminencia y dignidad debe corresponder a cada hom- bre, y qué signos de respeto, en las reuniones públicas o privadas, de- be otorgarse cada uno a otro.
Estos derechos son indivisibles. Estos son los derechos que constitu- yen la esencia de la soberanía, y son los signos por los cuales un hom- bre puede discernir en qué hombres o asamblea de hombres está situa- do y reside el poder soberano. Son estos derechos, ciertamente, inco- municables e inseparables. El poder de acuñar moneda; de disponer del patrimonio y de las personas de los infantes herederos ; de tener opción de compra en los mercados, y todas las demás prerrogativas estatutarias, pueden ser transferidas por el soberano, y quedar, no obs- tante, retenido el poder de proteger a sus súbditos. Pero si el soberano transfiere la militia, será en vano que retenga la capacidad de juzgar, porque no podrá ejecutar sus leyes; o si se desprende del poder de acuñar moneda, la militia es inútil ; o si cede el gobierno de las doctri- nas, los hombres se rebelarán contra el temor de los espíritus. Así, si consideramos cualesquiera de los mencionados derechos, veremos al presente que la conservación del resto no producirá efecto en la con- servación de la paz y de la justicia, bien para el cual se instituyen to- dos los Estados. A esta división se alude cuando se dice que un reino intrínsecamente dividido no puede subsistir. Porque si antes no se produce esta división, nunca puede sobrevenir la división en ejércitos contrapuestos. Si no hubiese existido primero una opinión, admitida por la mayor parte de Inglaterra, de que estos poderes están divididos entre el rey, y los Lores y la Cámara de los Comunes, el pueblo nunca hubiera estado dividido, ni hubiese sobrevenido esta guerra civil, pri- mero entre los que discrepaban en política, y después entre quienes disentían acerca de la libertad en materia de religión ; y ello ha ins- truido a los hombres de tal modo, en este punto de derecho soberano, que pocos hay, en Inglaterra, que no adviertan cómo estos derechos son inseparables, y como tales serán reconocidos generalmente cuan- do muy pronto retorne la paz; y así continuarán hasta que sus miserias sean olvidadas; y no más, excepto si el vulgo es instruido mejor de lo que ha sido hasta ahora.
Y no pueden ser cedidos sin renuncia directa del poder soberano. Siendo derechos esenciales e inseparables, necesariamente se sigue que cualquiera que sea la forma en que alguno de ellos haya sido ce- dido, si el mismo poder soberano no los ha otorgado en términos di- rectos. y el nombre del soberano no ha sido manifestado por los ce- dentes al cesionario, la cesión es nula: porque aunque el soberano haya cedido todo lo posible si mantiene la soberanía, todo queda res- taurado e inseparablemente unido a ella.
El poder y el honor se desvanecen de los súbditos en presencia del poder soberano. Siendo indivisible esta gran autoridad y yendo inse- parablemente aneja a la soberanía, existe poca razón para la opinión de quienes dicen que aunque los reyes soberanos sean singulis majo- res, o sea de mayor poder que cualquiera de sus súbditos, son univer- sas minores, es decir, de menor poder que todos ellos juntos. Porque si con todos juntos no significan el cuerpo colectivo como una persona, entonces todos juntos y cada uno significan lo mismo, y la expresión es absurda. Pero si por todos juntos comprenden una persona (asumida por el soberano), entonces el poder de todos juntos coincide con el poder del soberano, y nuevamente la expresión es absurda. Este ab- surdo lo ven con claridad suficiente cuando la soberanía corresponde a una asamblea del pueblo; pero en un monarca no lo ven, y, sin embar- go, el poder de la soberanía es el mismo, en cualquier lugar en que esté colocado.
Como el poder, también el honor del soberano debe ser mayor que el de cualquiera o el de todos sus súbditos: porque en la soberanía está la fuente de todo honor. Las dignidades de lord, conde, duque y príncipe son creaciones suyas. Y como en presencia del dueño todos los sir- vientes son iguales y sin honor alguno, así son también los súbditos en presencia del soberano. Y aunque cuando no están en su presencia, parecen unos más y otros menos, delante de él no son sino como las estrellas en presencia del sol.
El poder soberano no es tan gravoso como la necesidad de él, y el da- ño deriva casi siempre de la escasa disposición a admitir uno pequeño. Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es muy misera- ble, puesto que están sujetos a los caprichos y otras irregulares pasio- nes de aquel o aquellos cuyas manos tienen tan ilimitado poder. Por lo común quienes viven sometidos a un monarca piensan que es, éste, un defecto de la monarquía, y los que viven bajo un gobierno democráti- co o de otra asamblea soberana. atribuyen todos los inconvenientes a esa forma de gobierno. En realidad, el poder, en todas sus formas, si es bastante perfecto vara protegerlos, es el mismo. Considérese que la condición del hombre nunca puede verse libre de una u otra incomo- didad, y que lo más grande que en cualquiera forma de gobierno pue- de suceder, posiblemente, al pueblo en general, apenas es sensible si se compara con las miserias y horribles calamidades que acompañan a una guerra civil, o a esa disoluta condición de los hombres desenfre- nados, sin sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus ma- nos, apartándoles de la rapiña y de la venganza. Considérese que la mayor constricción de los gobernantes soberanos no procede del delei- te o del provecho que pueden esperar del daño o de la debilitación de sus súbditos, en cuyo vigor consiste su propia gloria y fortaleza, sino en su obstinación misma, que contribuyendo involuntariamente a la propia defensa hace necesario para los gobernantes obtener de sus súbditos cuanto les es posible en tiempo de paz, para que puedan tener medios, en cualquier ocasión emergente o en necesidades repentinas, para resistir o adquirir ventaja con respecto a sus enemigos. Todos los hombres están por naturaleza provistos de notables lentes de aumento (a saber, sus pasiones y su egoísmo) vista a través de los cuales cual- quiera pequeña contribución aparece como un gran agravio; están, en cambio, desprovistos de aquellos otros lentes prospectivos (a saber, la
Las formas diferentes de gobierno son sólo tres. La diferencia de go- biernos consiste en la diferencia del soberano o de la persona repre- sentativa de todos y cada uno en la multitud. Ahora bien, como la so- beranía reside en un hombre o en la asamblea de más de uno, y como en esta asamblea puede ocurrir que todos tengan derecho a formar parte de ella, o no todos sino algunos hombres distinguidos de los de- más, es manifiesto que pueden existir tres clases de gobierno. Porque el representante debe ser por necesidad o una persona o varias: en este último caso o es la asamblea de todos o la de sólo una parte. Cuando el representante es un hombre, entonces el gobierno es una MONAR- QUÍA; cuando lo es una asamblea de todos cuantos quieren concurrir a ella, tenemos una DEMOCRACIA o gobierno popular; cuando la asamblea es de una parte solamente, entonces se denomina ARISTO- CRACIA. No puede existir otro género de gobierno, porque necesa- riamente uno, o más o todos deben tener el poder soberano (que como he mostrado ya, es indivisible).
Tiranía y oligarquía no son sino nombres distintos de monarquía y aristocracia. Existen otras denominaciones de gobierno, en las histo- rias y libros de política: tales son, por ejemplo, la tiranía y la oligarqu- ía. Pero estos no son nombres de otras formas de gobierno, sino de las mismas formas mal interpretadas. En efecto, quienes están desconten- tos bajo la monarquía la denominan tiranía; a quienes les desagrada la aristocracia la llaman oligarquía; igualmente, quienes se encuentran agraviados bajo una democracia la llaman anarquía, que significa falta de gobierno. Pero yo me imagino que nadie cree que la falta de go- bierno sea una especie de gobierno; ni, por la misma razón, puede creerse que el gobierno es de una clase cuando agrada, y de otra cuan- do los súbditos están disconformes con él o son oprimidos por los go- bernantes.
Representantes subordinados, peligrosos. Es manifiesto que cuando los hombres están en absoluta libertad pueden, si gustan, dar autoridad a uno para representarlos a todos, lo mismo que pueden otorgar, tam- bién, esa autoridad a una asamblea de hombres cualesquiera; en con- secuencia, pueden someterse, si lo consideran oportuno, a un monarca, de modo tan absoluto como a cualquier otro representante. Por esta razón, una vez que se ha erigido un poder soberano, no puede existir otro representante del mismo pueblo, sino solamente para ciertos fines particulares, delimitados por el soberano. Lo contrario sería instituir dos soberanos, y que cada hombre tuviera su persona representada por dos actores que al oponerse entre sí, necesariamente dividirían un po- der que es indivisible, si los hombres quieren vivir en paz; ello situaría la multitud en condición de guerra, contrariamente al fin por el cual se ha instituido toda soberanía. Por esta razón es absurdo que si una asamblea soberana invita al pueblo de sus dominios para que envíe sus representantes, con facultades para dar a conocer sus opiniones o de- seos, haya de considerar a tales diputados, más bien que a la asamblea misma, como representantes absolutos del pueblo; e igualmente ab- surdo resulta con referencia a una monarquía. No me explico cómo una verdad tan evidente sea, en definitiva, tan poco observada: que en una monarquía quien detentaba la soberanía por una descendencia de 600 años, era solamente llamado soberano, poseía el título de majestad de cada uno de sus súbditos, y era incuestionablemente considerado por ellos como su rey, nunca fuera, sin embargo, considerado como representante suyo ; esta denominación se utilizaba, sin réplica alguna, como título peculiar de aquellos hombres que, por mandato del sobe- rano, eran enviados por el pueblo para presentar sus peticiones y darle su opinión, si lo permitía. Esto puede servir de advertencia para que quienes son los verdaderos y absolutos representantes de un pueblo, instruyan a los hombres en la naturaleza de ese cargo, y tengan en cuenta cómo admiten otra representación general en una ocasión cual- quiera, si piensan responder a la confianza que se ha depositado en ellos.
Comparación entre monarquía y asambleas soberanas. La diferencia entre estos tres géneros de gobierno no consiste en la diferencia de poder, sino en la diferencia de conveniencia o aptitud para producir la paz y seguridad del pueblo, fin para el cual fueron instituidos. Compa- rando la monarquía con las otras dos formas podemos observar: pri- mero, que quienquiera represente la persona del pueblo, aunque sea uno de los elementos de la asamblea representativa, sustenta, también, su propia representación natural. Y aun cuando en su persona política procure por el interés común, no obstante procurará más, o no menos cuidadosamente, por el particular beneficio de si mismo, de sus fami- liares, parientes y amigos; en la mayor parte de los casos, si el interés público viene a entremezclarse con el privado, prefiere el privado, porque las pasiones de los hombres son, por lo común, más potentes que su razón. De ello se sigue que donde el interés público y el priva- do aparecen más íntimamente unidos, se halla más avanzado el interés público. Ahora bien, en la monarquía, el interés privado coincide con el público. La riqueza, el poder y el honor de un monarca descansan solamente sobre la riqueza, el poder y la reputación de sus súbditos. En efecto, ningún rey puede ser rico, ni glorioso, ni hallarse asegurado cuando sus súbditos son pobres, o desobedientes, o demasiado débiles por necesidad o disentimiento, para mantener una guerra contra sus enemigos. En cambio, en una democracia o en una aristocracia, la prosperidad pública no se conlleva tanto con la fortuna particular de quien es un ser corrompido o ambicioso, como lo hacen con una opi- nión pérfida, un acto traicionero o una guerra civil.
En segundo lugar, que un monarca recibe consejo de aquél, cuando y donde le place, y, por consiguiente, puede escuchar la opinión de hombres versados en la materia sobre la cual se delibera, cualquiera que sea su rango y calidad, y con la antelación y con el sigilo que quiera. Pero cuando una asamblea soberana tiene necesidad de conse- jo, nadie es admitido a ella sino quien tiene un derecho desde el prin- cipio; en la mayor parte de los casos los titulares del mismo son per- sonas más bien versadas en la adquisición de la riqueza que del cono- cimiento, y han de dar su opinión en largos discursos, que pueden, por lo común excitar a los hombres a la acción, pero no gobernarlos en ella. Porque el entendimiento no se ilumina, antes bien se deslumbra por la llama de las pasiones. Ni existe lugar y tiempo en que una asamblea pueda recibir consejo en secreto, a causa de su misma multi- tud.
En tercer lugar, que las resoluciones de un monarca no están sujetas a otra inconstancia que la de la naturaleza humana; en cambio, en las asambleas, aparte de la inconstancia propia de la naturaleza, existe otra que deriva del número. En efecto, la ausencia de unos pocos, que hubieran hecho continuar firme la resolución una vez tomada (lo cual puede suceder por seguridad, negligencia o impedimentos privados) o la apariencia negligente de unos pocos de opinión contraria hace que no se realice hoy lo que ayer quedó acordado.
En cuarto lugar, que un monarca no puede estar en desacuerdo consi- go mismo por razón de envidia o interés; en cambio puede estarlo una asamblea, y en grado tal que se produzca una guerra civil.
En quinto lugar, que en la monarquía existe el inconveniente de que cualquier súbdito puede ser privado de cuanto posee, por el poder de un solo hombre, para enriquecer a un favorito o adulador; confieso que es, éste, un grave e inevitable inconveniente. Pero lo mismo puede ocurrir muy bien cuando el poder soberano reside en una asamblea, porque su poder es el mismo, y sus miembros están tan sujetos al mal consejo y a ser seducidos por los oradores, como un monarca por quienes lo adulan; y al convertirse unos en aduladores de otros, van sirviendo mutuamente su codicia y su ambición. Y mientras que los favoritos de los monarcas son pocos, y no tienen que aventajar sino a los de su propio linaje, los favoritos de una asamblea son muchos, y sus allegados mucho más numerosos que los de cualquier monarca.
Además, no hay favorito de un monarca que no pueda del mismo mo- do socorrer a sus amigos y dafiar a sus enemigos, mientras que los oradores, es decir, los favoritos de las asambleas soberanas, aunque piensan que tienen gran poder para dañar, tienen poco para defender. Porque para acusar hace falta menos elocuencia (esto va en la natura- leza humana) que para excusar; y la condena más se parece a la justi- cia que la absolución.
En sexto lugar, es un inconveniente en la monarquía que el poder so- berano pueda recaer sobre un infante o alguien que no pueda discernir entre el bien y el mal; ello implica que el uso de su poder debe poner- se en manos de otro hombre o de alguna asamblea ele hombres que tienen que gobernar por su derecho y en nombre suyo, como curadores y protectores de su persona y autoridad. Pero decir que es un inconve- niente poner el uso del poder en manos de un hombre o de una asam- blea de hombres, equivale a decir que todo gobierno es más inconve- niente que la confusión y la guerra civil. Por consiguiente, todo el pe- ligro que puede presumirse ha de surgir de la disputa de quienes pue- den convertirse en competidores respecto de un cargo de tan gran honor y provecho. Para demostrar que este inconveniente no procede de la forma de gobierno que llamamos monarquía, imaginemos que el monarca precedente ha establecido quién ejercerá la tutela de su infan- te sucesor, bien sea expresamente por testamento, o tácitamente, para no oponerse a la costumbre que es normal en este caso. Entonces el inconveniente, si ocurre, debe atribuirse no ya a la monarquía, sino a la ambición e injusticia de los súbditos, que es la misma en todas las formas de gobierno en que el pueblo no está bien instruído en sus de- beres y en los derechos de la soberanía. O bien el monarca precedente no ha tomado disposiciones para esa tutela, y entonces la ley de natu- raleza ha provisto la norma suficiente, de que la tutela debe corres- ponder a quien por naturaleza tiene más interés en conservar la autori- dad del infante, y a quien menos beneficio puede derivar de su muerte o menoscabo. En efecto, si consideramos que cada persona persigue por naturaleza su propio beneficio y exaltación, poner un infante en manos de quienes pueden exaltarse a sí mismos por la anulación o daño del niño, no es tutela sino traición. Así que cuando se ha provisto de modo suficiente contra toda justa querella respecto al gobierno du- rante una minoría de edad, si se produce alguna disputa que da lugar a la perturbación de la paz pública, no debe atribuirse a la forma de mo- narquía, sino a la ambición de los súbditos y a la ignorancia de su de- ber. Por otra parte, no existe un ' gran Estado cuya soberanía resida en una gran asamblea, que en las consultas relativas a la paz y la guerra, y en la promulgación de las leyes, no se encuentre en la misma condi- ción que si el gobierno estuviera en manos de un niño. En efecto, del mismo modo que un niño carece de juicio para disentir del consejo que se le da, y necesita en consecuencia, tomar la opinión de aquel o de aquellos a quienes está confiado, así una asamblea carece de la libertad para disentir del consejo de la mayoría, sea bueno o malo. Y del mismo modo que un niño tiene necesidad de un tutor o protector, que defienda su persona y su autoridad, así también (en los grandes Estados) la asamblea soberana, en todos los grandes peligros y pertur- baciones, tiene necesidad de custodes libertatis; es decir, de dictadores o protectores de su autoridad, que vienen a ser como monarcas tempo- rales a quienes por un tiempo se les confiere el total ejercicio de su poder; y, al término de ese tiempo, suelen ser privados de dicho poder con más frecuencia que los reyes infantes, por sus protectores, regen- tes u otros tutores cualesquiera.
Aunque las formas de soberanía no sean, como he indicado, más que tres, a saber: monarquía, donde la ejerce una persona.; democracia, donde reside en la asamblea general de los súbditos, o aristocracia, en que es detentada por una asamblea nombrada por personas determina- das, o distinguidas de otro modo de los demás, quien haya de conside- rar los Estados que en particular han existido y existen en el mundo, acaso no pueda reducirlas cómodamente a tres, y propenda a pensar que hay otras formas resultantes de la mezcla de aquéllas. Por ejem- plo, monarquías electivas, en las que los reyes tienen entre sus manos el poder soberano durante algún tiempo; o reinos en los que el rey tiene un poder limitado, no obstante lo cual la mayoría de los escrito- res llaman monarquías a esos gobiernos. Análogamente, si un gobier- no popular o aristocrático sojuzga un país enemigo, y lo gobierna con un presidente procurador u otro magistrado, puede parecer, acaso, a primera vista, que sea un gobierno democrático o aristocrático; pero no es así. Porque los reyes electivos no son soberanos, sino ministros del soberano; ni los reyes con poder limitado son soberanos, sino mi- nistros de quienes tienen el soberano poder. Ni las provincias que están sujetas a una democracia o aristocracia de otro Estado, democrá- tica o aristocráticamente gobernado, están regidas monárquicamente.
En primer término, por lo que concierne al monarca electivo, cuyo poder está limitado a la duración de su existencia, como ocurre en diversos lugares de la cristiandad, actualmente, o durante ciertos años o meses, como el poder de los dictadores entre los romanos, si tiene derecho a designar su sucesor, no es ya electivo, sino hereditario. Pero si no tiene poder para elegir su sucesor, entonces existe otro hombre o asamblea que, a la muerte del soberano, puede elegir uno nuevo, o bien el Estado muere y se disuelve con él, y vuelve a la condición de guerra. Si se sabe quién tiene el poder de otorgar la soberanía después de su muerte, es evidente, también, que la soberanía residía en él, an- tes: porque ninguno tiene derecho a dar lo que no tiene derecho a po- seer, y a conservarlo para sí mismo si lo considera adecuado. Pero si no hay nadie que pueda dar la soberanía, al morir aquel que fue ini- cialmente elegido, entonces, si tiene poder, está obligado por la ley de naturaleza a la provisión, estableciendo su sucesor, para evitar que quienes han confiado en él para el gobierno recaigan en la miserable condición de la guerra civil. En consecuencia, cuando fue elegido, era un soberano absoluto.
En segundo lugar, este rey cuyo poder es limitado, no es superior a aquel o aquellos que tienen el poder de limitarlo; y quien no es supe- rior, no es supremo, es decir, no es soberano. Por consiguiente, la so- beranía residía siempre en aquella asamblea que tenía derecho a limi- tarlo; y como consecuencia el gobierno no era monarquía, sino demo- cracia o aristocracia, como en los viejos tiempos de Esparta cuando los reyes tenían el privilegio de mandar sus ejércitos, pero la soberanía se encontraba en los éforos.
En tercer lugar, mientras que anteriormente el pueblo romano gober- naba el país de Judea, por ejemplo, por medio de un presidente, no era Judea por ello una democracia, porque no estaba gobernada por una asamblea en la cual algunos de ellos tuvieron derecho a intervenir; ni por una aristocracia, porque no estaban gobernados por una asamblea a la cual algunos pudieran pertenecer por elección; sino que estaban gobernados por una persona, que si bien respecto al pueblo de Roma era una asamblea del pueblo o democracia, por lo que hace relación al pueblo de Judea, que no tenía en modo alguno derecho a participar en el gobierno, era un monarca. En efecto, aunque allí donde el pueblo está gobernado por una asamblea elegida por el pueblo mismo de su seno, el gobierno se denomina democracia o aristocracia, cuando está gobernado por una asamblea que no es de propia elección, constituye una monarquía no de un hombre, sino de un pueblo sobre otro pueblo. Como la materia de todas estas formas de gobierno es mortal, ya que no sólo mueren los monarcas individuales, sino también las asambleas enteras, es necesario para la conservación de la paz de los hombres, que del mismo modo que se arbitró un hombre artificial, debe tenerse también en cuenta una artificial eternidad de existencia; sin ello, los hombres que están gobernados por una asamblea recaen, en cualquier época, en la condición de guerra; y quienes están gobernados por un hombre, tan pronto como muere su gobernante. Esta eternidad artifi- cial es lo que los hombres llaman derecho de sucesión.
No existe forma perfecta de gobierno cuando la disposición de la su- cesión no corresponde al soberano presente. En efecto, si radica en otro hombre particular o en una persona privada, recae en la persona de un súbdito, y puede ser asumida por el soberano, a su gusto; por consiguiente, el derecho reside en sí mismo. Si no radica en una per- sona particular, sino que se encomienda a una nueva elección, enton- ces el Estado queda disuelto, y el derecho corresponde a aquel que lo recoge, contrariamente a la intención de quienes instituyeron el Estado para su seguridad perpetua, y no temporal.
En una democracia, la asamblea entera no puede fallar, a menos que falle la multitud que ha de ser gobernada. Por consiguiente, en esta forma de gobierno no tiene lugar, en absoluto, la cuestión referente al derecho de sucesión.
En una aristocracia, cuando muere alguno de la asamblea, la elección de otro en su lugar corresponde a la asamblea misma, como soberano al cual pertenece la elección de todos los consejeros y funcionarios. Porque lo que hace el representante como actor, lo hace uno de los súbditos como autor. Y aunque la asamblea soberana pueda dar poder a otros para elegir nuevos hombres para la provisión de su Corte, la elección se hace siempre por su autoridad y es ella misma la que (cuando el bienestar público lo requiera) puede revocarla.
El monarca presente tiene derecho a disponer de la sucesión. La ma- yor dificultad respecto al derecho de sucesión radica en la monarquía. La dificultad surge del hecho de que a primera vista no es manifiesto quién ha de designar al sucesor, ni en muchos casos quién es la perso- na a la que ha designado. En ambas circunstancias se requiere un ra- ciocinio más preciso que el que cada persona tiene por costumbre usar. En cuanto a la cuestión de quién debe designar el sucesor de un monarca que tiene autoridad soberana, es decir, quién debe determinar el derecho hereditario (porque los reyes y príncipes electivos no tienen su poder soberano en propiedad, sino en uso solamente) tenemos que considerar que bien el que posee la soberanía tiene derecho a disponer de la sucesión, o bien este derecho recae de nuevo en la multitud des- integrada. Porque la muerte de quien tiene el poder soberano deja a la multitud sin soberano, en absoluto; es decir, sin representante alguno sin el cual pueda estar unida, y ser capaz de realizar una mera acción.
Son, por tanto, incapaces de elegir un nuevo monarca, teniendo cada hombre igual derecho a someterse a quien considere más capaz de protegerlo; o si puede, a protegerse a sí mismo con su propia espada, lo cual es un retorno a la confusión y a la condición de guerra de todos contra todos, contrariamente al fin para el cual tuvo la monarquía su primera institución. En consecuencia, es manifiesto que por la institu- ción de la monarquía, la designación del sucesor se deja siempre al juicio y voluntad de quien actualmente la detenta.
En cuanto a la cuestión, que a veces puede surgir, respecto a quién ha designado el monarca en posesión para la sucesión y herencia de su poder, ello se determina por sus palabras expresas y testamento, o por cualesquiera signos tácitos suficientes.
Sucesión establecida por palabras expresas. Por palabras expresas o testamento, cuando se declara por él durante su vida. viva vote, o por escrito, como los primeros emperadores de Roma declaraban quiénes habían de ser sus herederos. Porque la palabra heredero no implica simplemente los hijos o parientes más próximos de un hombre, sino cualquiera persona que, por el procedimiento que sea, declare que quiere tenerlo en su cargo como sucesor. Por consiguiente, si un mo- narca declara expresamente que un hombre determinado sea su here- dero, ya sea de palabra o por escrito, entonces este hombre, inmedia- tamente después de la muerte de su predecesor, es investido con el derecho de ser monarca.
O por no gobernar una costumbre. Ahora bien, cuando falta el testa- mento o palabras expresas, deben tenerse en cuenta otros signos natu- rales de la voluntad. Uno cae ellos es la costumbre. Por tanto, donde la costumbre es que el más próximo de los parientes suceda de modo absoluto, entonces el pariente más próximo tiene derecho a la suce- sión, porque si la voluntad de quien se hallaba en posesión de la sobe- ranía hubiese sido otra, la hubiera podido declarar sin dificultad mien- tras vivió. Y análogamente, donde es costumbre que suceda el más próximo de los parientes masculinos, el derecho de sucesión recae en el más próximo de los parientes masculinos, por la misma razón. Así ocurriría también si la costumbre fuera anteponer una hembra: porque cuando un hombre puede rechazar cualquier costumbre con una sim- ple palabra y no lo hace, es una señal evidente de su deseo de que di- cha costumbre continúe subsistiendo.
O por la presunción de afecto natural. Ahora bien, donde no existe costumbre ni ha precedido el testamento debe comprenderse: primero, que la voluntad del monarca es que el gobierno siga siendo monárqui- co, ya que ha aprobado este gobierno en sí mismo. Segundo, que un hijo suyo, varón o hembra, sea preferido a los demás; en efecto, se presume que los hombres son más propensos por naturaleza a antepo- ner sus propios hijos a los hijos de otros hombres; y de los propios, más bien a un varón que a una 'hembra, porque los varones son, natu- ralmente, más aptos que las mujeres para los actos de valor y de peli- gro. Tercero, si falla su propio linaje directo, más bien a un hermano que a un extraño; igualmente se prefiere al más cercano en sangre que al más remoto, porque siempre se presume que el pariente más próxi- mo es, también, el más cercano en el afecto, siendo evidente, si bien se reflexiona, que un hombre recibe siempre más honor de la grandeza de su más próximo pariente.
Disponer de la sucesión, aun para un rey de otra nación, no es ilegíti- mo. Pero si bien es legítimo para un monarca disponer de la sucesión en términos verbales de contrato o testamento, los hombres pueden objetar, a veces, un gran inconveniente: que pueda vender o donar su derecho a gobernar, a un extraño; y como los extranjeros (es decir, los hombres que no acostumbran a vivir bajo el mismo gobierno ni a hablar el mismo lenguaje) se subestiman comúnmente unos a otros, ello puede dar lugar a la opresión de sus súbditos, cosa que es, en efecto, un gran inconveniente; inconveniente que no procede necesa- riamente de la sujeción a un gobierno extranjero, sino de la falta de destreza de los gobernantes que ignoran las verdaderas reglas de la política. Esta es la causa de que los romanos, cuando hablan sojuzga- do varias naciones, para hacer su gobierno tolerable, trataban de eli- minar ese agravio, en cuanto ello se estimaba necesario, dando a veces a naciones enteras, y a veces a hombres preeminentes de cada nación que conquistaban, no sólo los privilegios, sino también el nombre de romanos, llevando muchos de ellos al Senado y a puestos prominentes incluso en la ciudad de Roma. Esto es lo que nuestro sapientísimo rey, el rey Jacobo, perseguía, cuando se propuso la unión de los dos reinos de Inglaterra y Escocia. Si hubiera podido obtenerlo, sin duda hubiese evitado las guerras civiles que hacen en la actualidad desgraciados a ambos reinos. No es, pues, hacer al pueblo una injuria, que un monar- ca disponga de la sucesión, por su voluntad, si bien a veces ha resulta- do inconveniente por los particulares defectos de los príncipes. Es un buen argumento de la legitimidad de semejante acto el hecho de que cualquier inconveniente que pueda ocurrir si se entrega un reino a un extranjero, puede suceder también cuando tiene lugar un matrimonia con extranjeros, puesto que el derecho de sucesión puede recaer sobre ellos; sin embargo, esto se considera legítimo por todos.
Soberanía por adquisición. Un Estado por adquisición es aquel en que el poder soberano se adquiere por la fuerza. Y por la fuerza se adquie- re cuando los hombres, singularmente o unidos por la pluralidad de votos, por temor a la muerte o a la servidumbre, autorizan todas las acciones de aquel hombre o asamblea que tiene en su poder sus vidas y su libertad.
Diferente de la soberanía por institución. Este género de dominio o soberanía difiere de la soberanía por institución solamente en que los hombres que escogen su soberano lo hacen por temor mutuo, y no por temor a aquel a quien instituyen. Pero en este caso, se sujetan a aquel a quien temen. En ambos casos lo hacen por miedo, lo cual ha de ser advertido por quienes consideran nulos aquellos pactos que tienen su origen en el temor a la muerte o la violencia: si esto fuera cierto nadie, en ningún género de Estado, podría ser reducido a la obediencia. Es cierto que una vez instituida o adquirida una soberanía, las promesas que proceden del miedo a la muerte o a la violencia no son pactos ni obligan cuando la cosa prometida es contraria a las leyes. Pero la razón no es que se hizo por miedo, sino que quien prometió no tenia derecho a la cosa prometida. Así, cuando algo se puede cumplir legí- timamente y no se cumple, no es la invalidez del pacto lo que absuel- ve, sino la sentencia del soberano. En otras palabras, lo que un hombre promete legalmente, ilegalmente lo incumple. Pero cuando el sobera- no, que es el actor, lo absuelve, queda absuelto por quien le arrancó la promesa, que es en definitiva, el autor de tal absolución.
Los derechos de la soberanía son los mismos en los dos casos. Ahora bien, los derechos y consecuencias de la soberanía son los mismos en los dos casos. Su poder no puede ser transferido, sin su consentimien- to, a otra persona; no puede enajenarlo; no puede ser acusado de inju- ria por ninguno de sus súbditos; no puede ser castigado por ellos; es juez de lo que se considera necesario para la paz, y juez de las doctri- nas; es el único legislador y juez supremo de las controversias, y de las oportunidades y ocasiones de guerra y de paz; a él compete elegir magistrados, consejeros, jefes y todos los demás funcionarios y minis- tros, y determinar recompensas y castigos, honores y prelaciones. Las razones de ello son las mismas que han sido alegadas, en el capítulo precedente, para los mismos derechos y consecuencias de la soberanía por institución.
Cómo se adquiere el dominio paternal. No por generalización, sino por contrato. El dominio se adquiere por dos procedimientos: por ge- neración y por conquista. El derecho de dominio por generación es el que los padres tienen sobre sus hijos, y se llama paternal. No se deriva de la generación en el sentido de que el padre tenga dominio sobre su hijo por haberlo procreado, sino por consentimiento del hijo, bien sea expreso o declarado por otros argumentos suficientes. Pero por lo que a la generación respecta, Dios ha asignado al hombre una colaborado- ra; y siempre existen dos que son parientes por igual: en consecuencia, el dominio sobre el hijo debe pertenecer igualmente a los dos, y el hijo estar igualmente sujeto a ambos, lo cual es imposible, porque ningún hombre puede obedecer a dos dueños. Y aunque algunos han atribuído el dominio solamente al hombre, por ser el sexo más excelente, se equivocan en ello, porque no siempre la diferencia de fuerza o pru- dencia entre el hombre y la mujer son tales que el derecho pueda ser determinado sin guerra. En los Estados, esta controversia es decidida por la ley civil: en la mayor parte de los casos, aunque no siempre, la sentencia recae en favor del padre, porque la mayor parte de los Esta- dos han sido erigidos por los padres, no por las madres de familia. Pero la cuestión se refiere, ahora, al estado de mera naturaleza donde se supone que no hay leyes de matrimonio ni leyes para la educación de los hijos, sino la ley de naturaleza, y la natural inclinación de los sexos, entre si, y respecto a sus hijos. En esta condición de mera natu- raleza, o bien los padres disponen entre sí del dominio sobre los hijos, en virtud de contrato, o no disponen de ese dominio en absoluto. Si disponen el derecho tiene lugar de acuerdo con el contrato. En la his- toria encontramos que las Amazonas contrataron con los hombres de los países vecinos, a los cuales recurrieron para tener descendencia, que los descendientes masculinos serían devueltos, mientras que los femeninos permanecerían con ellas; de este modo el dominio sobre las hembras correspondía a la madre.
O educación. Cuando no existe contrato, el dominio corresponde a la madre, porque en la condición de mera naturaleza, donde no existen leyes matrimoniales, no puede saberse quién es el padre, a menos que la madre lo declare: por consiguiente el derecho de dominio sobre el hijo depende de la voluntad de ella, y es suyo, en consecuencia. Con- sideremos, de otra parte, que el hijo se halla primero en poder de la madre, la cual puede alimentarlo o abandonarlo; si lo alimenta, debe su vida a la madre, y, por consiguiente, está obligado a obedecerla, can preferencia a cualquier otra persona: por lo tanto, el dominio es de ella. Pero si lo abandona, y otro lo encuentra y lo alimenta, el dominio corresponde a este último. En efecto, el niño debe obedecer a quien le ha protegido, porque siendo la conservación de la vida el fin por el cual un hombre se hace súbdito de otro, cada hombre se supone que promete obediencia al que tiene poder para protegerlo o aniquilarlo. O sujeción precedente de uno de los padres a otro. Si la madre está sujeta al padre, el hijo se halla en poder del padre; y si el padre es súbdito de la madre (como, por ejemplo, cuando una reina soberana contrae matrimonio con uno de sus súbditos) el hijo queda sujeto a la madre, porque también el padre es súbdito de ella.
Si un hombre y una mujer, monarcas de dos distintos reinos, tienen un niño y contratan respecto a quién tendrá el dominio del mismo, el de- recho de dominio se establece por el contrato. Si no contratan, el do- minio corresponde a quien domina el lugar de su residencia, porque el soberano de cada país tiene dominio sobre cuantos residen en él. Quien tiene dominio sobre el hijo, lo tiene también sobre los hijos del hijo, y sobre los hijos de éstos, porque quien tiene dominio sobre la persona de un hombre, lo tiene sobre todo cuanto es, sin lo cual el dominio sería un mero título sin eficacia alguna.
El derecho de sucesión sigue las reglas del derecho de posesión. El derecho de sucesión al dominio paterno procede del mismo modo que el derecho de sucesión a la monarquía, del cual me he ocupado ya suficientemente en el capítulo anterior.
Cómo se adquiere el dominio despótico. El dominio adquirido por conquista o victoria en una guerra, es el que algunos escritores llaman DESPÓTICO, de , que significa señor o dueño, y es el dominio del dueño sobre su criado. Este dominio es adquirido por el vencedor cuando el vencido, para evitar el peligro inminente de muer- te, pacta, bien sea por palabras expresas o por otros signos suficientes de la voluntad, que en cuanto su vida y la libertad de su cuerpo lo permitan, el vencedor tendrá uso de ellas, a su antojo. Y una vez hecho este pacto, el vencido es su siervo, pero antes no, porque con la palabra SIERVO (ya se derive de servire, servir, o de servare, prote- ger, cosa cuya disputa entrego a los gramáticos) no se significa un cautivo que se mantiene en prisión o encierro, hasta que el propietario de quien lo tomó o compró, de alguien que lo tenía, determine lo que ha de hacer con él (ya que tales hombres, comúnmente llamados es- clavos, no tienen obligación ninguna, sino que pueden romper sus cadenas o quebrantar la prisión; y matar o llevarse cautivo a su dueño, justamente), sino uno a quien, habiendo sido apresado, se le reconoce todavía la libertad corporal, y que prometiendo no escapar ni hacer violencia a su dueño, merece la confianza de éste.
No por la victoria, sino por el consentimiento del vencido. No es, pues, la victoria la que da el derecho de dominio sobre el vencido, sino su propio pacto. Ni queda obligado porque ha sido conquistado, es decir, batido, apresado o puesto en fuga, sino porque comparece y se somete al vencedor. Ni está obligado el vencedor, por la rendición de sus enemigos (sin promesa de vida), a respetarles por haberse ren- dido a discreción; esto no obliga al vencedor por más tiempo sino en cuanto su discreción se lo aconseje.
Cuando los hombres, como ahora se dice, piden cuartel, lo que los griegos llamaban , dejar con vida, no hacen sino sustraerse a la furia presente del vencedor, mediante la sumisión, y llegar a un convenio respecto de sus vidas, mediante la promesa de rescate o ser- vidumbre. Aquel a quien se ha dado cuartel no se le concede la vida, sino que la resolución sobre ella se difiere hasta una ulterior delibera- ción, pues no se ha rendido con la condición de que se le respete la vida, sino a discreción. Su vida sólo se halla en seguridad, y es obliga- toria su servidumbre, cuando el vencedor le ha otorgado su libertad corporal. En efecto, los esclavos que trabajan en las prisiones o arras- trando cadenas, no lo hacen por obligación, sino para evitar la cruel- dad de sus guardianes.
El señor del siervo es dueño, también, de cuanto éste tiene, y puede reclamarle el uso de ello, es decir, de sus bienes, de su trabajo, de sus siervos y de sus hijos, tantas veces como lo juzgue conveniente. En efecto, debe la vida a su señor, en virtud del pacto de obediencia, esto es, de considerar como propia y autorizar cualquiera cosa que el dueño pueda hacer. Y si el señor, al rehusar el siervo, le da muerte o lo enca- dena, o le castiga de otra suerte por su desobediencia, es el mismo siervo autor de todo ello, y no puede acusar al dueño de injuria.
En suma, los derechos y consecuencias de ambas cosas, el dominio paternal y el despótico, coinciden exactamente con los del soberano por institución, y por las mismas razones a las cuales nos hemos refe- rido en el capítulo precedente. Si un monarca lo es de diversas nacio- nes, y en una de ellas tiene la soberanía por institución del pueblo re- unido, y en la otra por conquista, es decir, por la sumisión de cada individuo para evitar la muerte o la prisión, exigir de una de estas na- ciones más que de la otra, por título de conquista, por tratarse de una nación conquistada, es un acto de ignorancia de los derechos de sobe- ranía. En ambos casos es el soberano igualmente absoluto, o de lo contrario la soberanía no existe; y de este modo, cada hombre puede protegerse a sí mismo legítimamente, si puede, con su propia espada, lo cual es condición de guerra.
Diferencia entre una familia y un reino. De esto se infiere que una gran familia, cuando no forma parte de algún Estado, es, por sí misma, en cuanto a los derechos de soberanía, una pequeña monarquía, ya conste esta familia de un hombre y sus hijos, o de un hombre y sus criados, o de un hombre, sus hijos y sus criados conjuntamente; fami- lia en la cual el padre o dueño es el soberano. Ahora bien, una familia no es propiamente un Estado, a menos que no alcance ese poder por razón de su número, o por otras circunstancias que le permitan no ser sojuzgada sin el azar de una guerra. Cuando un grupo de personas es manifiestamente demasiado débil para defenderse a sí mismo, cada uno usará su propia razón, en tiempo de peligro, para salvar su propia vida, ya sea huyendo o sometiéndose al enemigo, como considere me- jor; del mismo modo que una pequeña compañía de soldados, sor- prendida por un ejército, puede deponer las armas y pedir cuartel, o escapar, más bien que exponerse a ser exterminada. Considero esto como suficiente, respecto a lo que por especulación y deducción pien- so de los derechos soberanos, de la naturaleza, necesidad y designio de los hombres, al establecer los Estados, y al situarse bajo el mando de monarcas o asambleas, dotadas de poder bastante para su protec- ción.
Derechos de la monarquía según la Escritura. Consideremos ahora lo que la Escritura enseña acerca de este extremo. A Moisés, los hijos de Israel le decían: Háblanos y te oiremos; pero no hagas que Dios nos hable, porque moriremos 1. Esto implica absoluta obediencia a Moisés. Respecto al derecho de los reyes, Dios mismo dijo, por boca de Samuel: Este será el derecho del rey que deseáis ver reinando sobre vosotros. Él tornará vuestros hijos, y los hará guiar sus carros, y ser sus jinetes, y correr delante de sus carros; y recoger su cosecha; y hacer sus máquinas de guerra e instrumentos de sus carros; y tomará vuestras hijas para hacer perfumes, para ser sus cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestros viñedos y vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Tomará las primicias de vuestro grano y de vuestro vino, y las dará a los hombres de su cámara y a sus demás sirvientes. Tomará vuestros servidores varones, y vuestras sirvientes doncellas, y la flor de vuestra juventud, y la empleará en sus negocios. Tomará las primicias de vuestros rebaños, y vosotros seréis sus siervos 1. Trátase de un poder absoluto, resumido en las últimas palabras: vosotros ser- éis sus siervos. Además, cuando el pueblo oyó qué poder iba a tener el rey, consintieron en ello, diciendo: Seremos como todas las demás naciones, y nuestro rey juzgará nuestras causas, e irá ante nosotros, para guiarnos en nuestras guerras 2. Con ello se confirma el derecho que tienen los soberanos, respecto a la militia y ala judicatura entera; en ello está contenido un poder tan absoluto como un hombre pueda posiblemente transferir a otro. A su vez, la súplica del rey Salomón a Dios era ésta: Da a tu siervo inteligencia para juzgar a tu pueblo, y para discernir entre lo bueno y lo malo 3. Corresponde, por tanto, al soberano ser juez, y prescribir las reglas para discernir el bien y el mal: estas reglas son leyes, y, por consiguiente, en él radica el poder legislativo. Saúl puso precio a la vida de David; sin embargo, cuando este último tuvo posibilidad de dar muerte a Saúl, y sus siervos podían haberlo hecho, David lo prohibió, diciendo: Dios prohíbe que realice semejante acto contra mi Señor, el ungido de Dios 4. Respecto a la obediencia de los siervos, decía San Pablo: Los siervos obedecen a sus señores en todas las cosas s, y Los hijos obedecen a sus padres en todo 6. Es la obediencia simple en quienes están sujetos a dominio paternal o despótico. Por otra parte, Los escribas y fariseos están sentados en el sitial de Moisés, y por consiguiente, cuanto os ordenen observar, ob- servadlo y hacedlo 7. Esto implica, de nuevo, una simple obediencia. Y San Pablo dice: Advertid que quienes se hallan sujetos a los prínci- pes, y a otras personas con autoridad, deben obedecerles s. También esta obediencia es sencilla. Por último, nuestro mismo Salvador reco- nocía que los hombres deben pagar las tasas impuestas por los reyes cuando dijo: Dad al César lo que es del César, y pagó él mismo ese tributo. Y que la palabra del rey es suficiente para arrebatar cualquiera cosa a cualquier súbdito, si lo necesita, y que el rey es el juez de esta necesidad. Porque el mismo Jesús, como rey de los judíos, mandó a sus discípulos que cogieran una borrica y su borriquillo, para que lo llevara a Jerusalén, diciendo: Id al pueblo que está frente a vosotros, y encontraréis una borriquilla atada y su borriquillo con ella: desatadlos y traédmelos. Y si alguno os pregunta qué os proponéis, decidle que el Señor los necesita, y entonces, os dejarán marchar 1. No preguntan si su necesidad es un título suficiente, ni si es juez de esta necesidad, sino que se allanan a la voluntad del Señor.
A estos pasajes puede añadirse también aquel otro del Génesis: Debéis ser como Dios, que conoce el bien y el mal 2. Y el versículo II:
¿Quién te dijo que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol, del cual te ordené que no comieras? Porque habiendo sido prohibido el cono- cimiento o juicio de lo bueno y de lo malo, por el nombre del árbol de la ciencia, como una prueba de la obediencia de Adán, el demonio, para inflamar la ambición de la mujer a la que este fruto siempre había parecido bello, le dijo que probándolo conocería, como Dios, el bien y el mal. Una vez que hubieron comido ambos, disfrutaron la aptitud de Dios para el enjuiciamiento de lo bueno y de lo malo, pero no adqui- rieron una nueva aptitud para discernir rectamente entre ellos. Y aun- que se dice que habiendo comido, ellos advirtieron que estaban des- nudos, nadie puede interpretar este pasaje en el sentido de que antes estuvieran ciegos y no viesen su propia piel: la significación es clara, en el sentido de que sólo entonces juzgaban que su desnudez (en la cual Dios los había creado) era inconveniente; y al avergonzarse, táci- tamente censuraban al mismo Dios. Seguidamente Dios dijo: Has co- mido, etc., como queriendo decir: Tú que me debes obediencia, ¿vas a atribuirte la capacidad de juzgar mis mandatos? Con ello se significa- ba claramente (aunque de modo alegórico) que los mandatos de quien tiene derecho a mandar, no deben ser censurados ni discutidos por sus súbditos.
En todos los Estados, el poder soberano debe ser absoluto. Así parece bien claro a mi entendimiento, lo mismo por la razón que por la Escri- tura, que el poder soberano, ya radique en un hombre, como en la mo- narquía, o en una asamblea de hombres, como en los gobiernos popu- lares y aristocráticos, es tan grande, como los hombres son capaces de hacerlo. Y aunque, respecto a tan ilimitado poder, los hombres pueden imaginar muchas desfavorables consecuencias, las consecuencias de la falta de él, que es la guerra perpetua de cada hombre contra su vecino, son mucho peores. La condición del hombre en esta vida nunca estará desprovista de inconveniente; ahora bien, en ningún gobierno existe ningún otro inconveniente de monta sino el que procede de la desobe- diencia de los súbditos, y del quebrantamiento de aquellos pactos so- bre los cuales descansa la esencia del Estado. Y cuando alguien, pen- sando que el poder soberano es demasiado grande, trate de hacerlo menor, debe sujetarse él mismo al poder que pueda limitarlo, es decir, a un poder mayor.
La objeción máxima es la de la práctica: cuando los hombres pregun- tan dónde y cuándo semejante poder ha sido reconocido por los súbdi- tos. Pero uno puede preguntarse entonces, a su vez, cuándo y dónde ha existido un reino, libre, durante mucho tiempo, de la sedición y de la guerra civil. En aquellas naciones donde los gobiernos han sido dura- deros y no han sido destruidos sino por las guerras exteriores, los súbditos nunca disputan acerca del poder soberano. Pero de cualquier modo que sea, un argumento sacado de la práctica de los hombres, que no discriminan hasta el fondo ni ponderan con exacta razón las causas y la naturaleza. de los Estados, y que diariamente sufren las miserias derivadas de esa ignorancia, es inválido. Porque aunque en todos los lugares del mundo los hombres establezcan sobre la arena los cimien- tos de sus casas, no debe deducirse de ello que esto deba ser así. La destreza en hacer y mantener los Estados descansa en ciertas normas, semejantes a las de la aritmética y la geometría, no (como en el juego de tenis), en la práctica solamente: estas reglas, ni los hombres pobres tienen tiempo ni quienes tienen ocios suficientes han tenido la curiosi- dad o el método de encontrarlas.
Qué es libertad. LIBERTAD significa, propiamente hablando, la au- sencia de oposición (por oposición significo impedimentos externos al movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irracionales e in- animadas como a las racionales. Cualquiera cosa que esté ligada o envuelta de tal modo que no pueda moverse sino dentro de un cierto espacio, determinado por la oposición de algún cuerpo externo, deci- mos que no tiene libertad para ir más lejos. Tal puede afirmarse de todas las criaturas vivas mientras estén aprisionadas o constreñidas con muros o cadenas; y del agua, mientras está contenida por medio de diques o canales, pues de otro modo se extendería por un espacio mayor, solemos decir que no está en libertad para moverse del modo como lo haría si no tuviera tales impedimentos. Ahora bien, cuando el impedimento de la moción radica en la constitución de la cosa misma, no solemos decir que carece de libertad, sino de fuerza para moverse, como cuando una piedra está en reposo, o un hombre se halla sujeto al lecho por una enfermedad.
Qué es ser libre. De acuerdo con esta genuina y común significación de la palabra, es un HOMBRE LIBRE quien en aquellas cosas de que es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado para hacer lo que desea. Ahora bien, cuando las palabras libre y libertad se aplican a otras cosas, distintas de los cuerpos, lo son de modo abusivo, pues lo que no se halla sujeto a movimiento no está sujeto a impedi- mento. Por tanto cuando se dice, por ejemplo: el camino está libre, no se significa libertad del camino, sino de quienes lo recorren_ sin im- pedimento. Y cuando decimos que una donación es libre, no se signi- fica libertad de la cosa donada, sino del donante, que al donar no esta- ba ligado por ninguna ley o pacto. Así, cuando hablamos libremente, no aludimos a la libertad de la voz o de la pronunciación, sino a la del hombre, a quien ninguna ley ha obligado a hablar de otro modo que lo hizo. Por último, del uso del término libre albedrío no puede inferirse libertad de la voluntad, deseo o inclinación, sino libertad del hombre, la cual consiste en que no encuentra obstáculo para hacer lo que tiene voluntad, deseo o inclinación de llevar a cabo.
Temor y libertad, coherentes. Temor y libertad son cosas coherentes; por ejemplo, cuando un hombre arroja sus mercancías al mar por te- mor de que el barco se hunda, lo hace, sin embargo, voluntariamente, y puede abstenerse de hacerlo si quiere. Es, por consiguiente, la acción de alguien que era libre: así también, un hombre paga a veces su deu- da sólo por temor a la cárcel, y sin embargo, como nadie le impedía abstenerse de hacerlo, semejante acción es la de un hombre en liber- tad. Generalmente todos los actos que los hombres realizan en los Es- tados, por temor a la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de hacerlos.
Libertad y necesidad coherentes. Libertad y necesidad son coherentes, como, por ejemplo, ocurre con el agua, que no sólo tiene libertad, sino necesidad de ir bajando por el canal. Lo mismo sucede en las acciones que voluntariamente realizan los hombres, las cuales, como proceden de su voluntad, proceden de la libertad, e incluso como cada acto de la libertad humana y cada deseo e inclinación proceden de alguna causa, y ésta de otra, en una continua cadena (cuyo primer eslabón se halla en la mano de Dios, la primera de todas las causas), proceden de la necesidad. Así que a quien pueda advertir la conexión de aquellas cau- sas le resultará manifiesta la necesidad de todas las acciones volunta- rias del hombre. Por consiguiente, Dios, que ve y dispone todas las cosas, ve también que la libertad del hombre, al hacer lo que quiere, va acompañada por la necesidad de hacer lo que Dios quiere, ni más ni menos. Porque aunque los hombres hacen muchas cosas que Dios no ordena ni es, por consiguiente, el autor de ellas, sin embargo, no pue- den tener pasión ni apetito por ninguna cosa, cuya causa no sea la vo- luntad de Dios. Y si esto no asegurara la necesidad de la voluntad humana y, por consiguiente, de todo lo que de la voluntad humana depende, la libertad del hombre sería una contradicción y un impedi- mento a la omnipotencia y libertad de Dios. Consideramos esto sufi- ciente, a nuestro actual propósito, respecto de esa libertad natural que es la única que propiamente puede llamarse libertad.
Vínculos artificiales, o pactos. Pero del mismo modo que los hombres, para alcanzar la paz y, con ella, la conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial que podemos llamar Estado, así tenemos también que han hecho cadenas artificiales, llamadas leyes civiles, que ellos mismos, por pactos mutuos han fijado fuertemente, en un extre- mo, a los labios de aquel hombre o asamblea a quien ellos han dado el poder soberano; y por el otro extremo, a sus propios oídos. Estos vínculos, débiles por su propia naturaleza, pueden, sin embargo, ser mantenidos, por el peligro aunque no por la dificultad de romperlos. La libertad de los súbditos consiste en libertad respecto de los pactos. Sólo en relación con estos vínculos he de hablar ahora de la libertad de los súbditos. En efecto, si advertimos que no existe en el mundo Estado alguno en el cual se hayan establecido normas bastantes para la regulación de todas las acciones y palabras de los hombres, por ser cosa imposible, se sigue necesariamente que en todo género de accio- nes, preteridas por las leyes, los hombres tienen la libertad de hacer lo que su propia razón les sugiera para mayor provecho de sí mismos. Si tomamos la libertad en su verdadero sentido, como libertad corporal, es decir: como libertad de cadenas y prisión, sería muy absurdo que los hombres clamaran, como lo hacen, por la libertad de que tan evi- dentemente disfrutan. Si consideramos, además, la libertad como exención de las leyes, no es menos absurdo que los hombres deman- den como lo hacen, esta libertad, en virtud de la cual todos los demás hombres pueden ser señores de sus vidas. Y por absurdo que sea, esto es lo que demandan, ignorando que las leyes no tienen poder para pro- tegerles si no existe una espada en las manos de un hombre o de va- rios para hacer que esas leyes se cumplan. La libertad de un súbdito radica, por tanto, solamente, en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones no ha pretermitido el soberano: por ejemplo, la libertad de comprar y vender y de hacer, entre sí, contratos de otro género, de escoger su propia residencia, su propio alimento, su propio género de vida, e instruir sus niños como crea conveniente, etc.
La libertad del súbdito se compagina con el poder ilimitado del sobe- rano. No obstante, ello no significa que con esta libertad haya quedado abolido y limitado el soberano poder de vida y muerte. En efecto, hemos manifestado ya, que nada puede hacer un representante sobera- no a un súbdito, con cualquier pretexto, que pueda propiamente ser llamado injusticia o injuria. La causa de ello radica en que cada súbdi- to es autor de cada uno de los actos del soberano, así que nunca nece- sita derecho a una cosa, de otro modo que como él mismo es súbdito de Dios y está, por ello, obligado a observar las leyes de naturaleza.
Por consiguiente, es posible, y con frecuencia ocurre en los Estados, que un súbdito pueda ser condenado a muerte por mandato del poder soberano, y sin embargo, éste no haga nada malo. Tal ocurrió cuando Jefte fue la causa de que su hija fuera sacrificada. En este caso y en otros análogos quien vive así tiene libertad para realizar la acción en virtud de la cual es, sin embargo, conducido, sin injuria, a la muerte. Y lo mismo ocurre también con un príncipe soberano que lleva a la muerte un súbdito inocente. Porque aunque la acción sea contra la ley de naturaleza, por ser contraria a la equidad, como ocurrió con el ase- sinato de Uriah por David, ello no constituyó una injuria para Uriah, sino para Dios. No para Uriah, porque el derecho de hacer aquello que le agradaba había sido conferido a David por Uriah mismo. Sino a Dios, porque David era súbdito de Dios, y toda injusticia está prohibi- da por la ley de naturaleza. David mismo confirmó de modo evidente esta distinción cuando se arrepintió del hecho diciendo: Solamente contra ti he pecado. Del mismo modo, cuando el pueblo de Atenas desterró al más poderoso de su Estado por diez años, pensaba que no cometía injusticia, y todavía más: nunca se preguntó qué crimen había cometido, sino qué daño podría hacer; sin embargo, ordenaron el des- tierro de aquellos a quienes no conocían; y cada ciudadano al llevar su concha al mercado, después de haber inscrito en ella el nombre de aquel a quien deseaba desterrar, sin acusarlo, unas veces desterro a un Arístides, por su reputación de justicia, y otras a un ridículo bufón, como Hipérbolo, para burlarse de él. Y nadie puede decir que el pue- blo soberano de Atenas carecía de derecho a desterrarlos, o que a un ateniense le faltaba la libertad para burlarse o para ser justo.
La libertad apreciada por los escritores. Es la libertad de los sobera- nos; no de los particulares. La libertad, de la cual se hace mención tan frecuente y honrosa en las historias y en la filosofía de los antiguos griegos y romanos, y en los escritos y discursos de quienes de ellos han recibido toda su educación en materia de política, no es la libertad de los hombres particulares, sino la libertad del Estado, que coincide con la que cada hombre tendría si no existieran leyes civiles ni Estado, en absoluto. Los efectos de ella son, también, los mismos. Porque así como entre hombres que no reconozcan un señor existe perpetua gue- rra de cada uno contra. i vecino; y no hay herencia que transmitir al hijo, o que esperar del padre; ni propiedad de bienes o tierras; ni segu- ridad, sino una libertad plena y absoluta en cada hombre en particular, así en los Estados o repúblicas que no dependen una de otra, cada una de estas instituciones (y no cada hombre) tiene una absoluta libertad de hacer lo que estime (es decir, lo que el hombre o asamblea que lo representa estime) más conducente a su beneficio. Con ello viven en condición de guerra perpetua, y en los preliminares de la batalla, con las fronteras en armas, y los cañones enfilados contra los vecinos cir- cundantes. Atenienses y romanos eran libres, es decir, Estados libres: no en el sentido de que cada hombre en particular tuviese libertad para oponerse a sus propios representantes, sino en el de que sus represen- tantes tuvieran la libertad de resistir o invadir a otro pueblo. En las torres de la ciudad de Luca está inscrita, actualmente, en grandes ca- racteres, la palabra LIBERTAS; sin embargo, nadie puede inferir de ello que un hombre particular tenga más libertad o inmunidad, por sus servicios al Estado, en esa ciudad que en Constantinopla. Tanto si el Estado es monárquico como si es popular, la libertad es siempre la misma.
Pero con frecuencia ocurre que los hombres queden defraudados por la especiosa denominación de libertad; por falta de juicio para distin- guir, consideran como herencia privada y derecho innato suyo lo que es derecho público solamente. Y cuando el mismo error resulta con- firmado por la autoridad de quienes gozan fama por sus escritos sobre este tema, no es extraño que produzcan sedición y cambios de gobier- no. En estos países occidentales del mundo solemos recibir nuestras opiniones, respecto a la institución y derechos de los Estados, de Aristóteles, Cicerón y otros hombres, griegos y romanos, que viviendo en régimen de gobiernos populares, no derivaban sus derechos de los principios de naturaleza, sino que los transcribían en sus libros basán- dose en la práctica de sus propios Estados, que eran populares, del mismo modo que los gramáticos describían las reglas del lenguaje, a base de la práctica contemporánea; o las reglas de poesía, fundándose en los poemas de Hornero y Virgilio. A los atenienses se les enseñaba (para apartarles del deseo de cambiar su gobierno) que eran hombres libres, y que cuantos vivían en régimen monárquico eran esclavos; y así Aristóteles dijo en su Política (Lib. 6, Cap. 2): En la democracia debe suponerse la libertad; porque comúnmente se reconoce que ningún hombre es libre en ninguna otra forma de gobierno. Y corno Aristóteles, así también Cicerón y otros escritores han fundado su doc- trina civil sobre las opiniones de los romanos a quienes el odio a la monarquía se aconsejaba primeramente por quienes, habiendo depues- to a su soberano, compartían entre si la soberanía de Roma, y más tarde por los sucesores de éstos. Y en la lectura de estos autores grie- gos y latinos, los hombres (como una falsa apariencia de libertad) han adquirido desde su infancia el hábito de fomentar tumultos, y de ejer- cer un control licencioso de los actos de sus soberanos; y además de controlar a estos controladores, con efusión de mucha sangre; de tal modo que creo poder afirmar con razón que nada ha sido tan caro en estos países occidentales como lo fue el aprendizaje de la lengua grie- ga y de la latina.
Cómo ha de medirse la libertad de los súbditos. Refiriéndonos ahora a las peculiaridades de la verdadera libertad de un súbdito, cabe señalar cuáles son las cosas que, aun ordenadas por el soberano, puede, no obstante, el súbdito negarse a hacerlas sin injusticia; vamos a conside- rar qué derecho renunciamos cuando constituímos un Estado o, lo que es lo mismo, qué libertad nos negamos a nosotros mismos, al hacer propias, sin excepción, todas las acciones del hombre o asamblea a quien constituimos en soberano nuestro. En efecto, en el acto de nues- tra sumisión van implicadas dos cosas: nuestra obligación y nuestra libertad, lo cual puede inferirse mediante argumentos de cualquier lugar y tiempo; porque no existe obligación impuesta a un hombre que no derive de un acto de su voluntad propia,,ya que todos los hombres, igualmente, son, por naturaleza, libres. Y como tales argumentos pue- den derivar o bien de palabras expresas como: Yo autorizo todas sus acciones, o de la intención de quien se somete a sí mismo a ese poder (intención que viene a expresarse en la finalidad en virtud de la cual se somete), la obligación y libertad del súbdito ha de derivarse ya de aquellas palabras u otras equivalentes, ya del fin de la institución de la soberanía, a saber: la paz de los súbditos entre sí mismos, y su defensa contra un enemigo común.
Los súbditos tienen libertad para defender su propio cuerpo incluso contra quienes legalmente los invaden. Por consiguiente, si adverti- mos en primer lugar que la soberanía por institución se establece por pacto de todos con todos, y la soberanía por adquisición por pactos del vencido con el vencedor, o del hijo con el padre, es manifiesto que cada súbdito tiene libertad en todas aquellas cosas cuyo derecho no puede ser transferido mediante pacto. Ya he expresado anteriormente, en el capítulo XIV, que los pactos de no defender el propio cuerpo de un hombre, son nulos. Por consiguiente:
No están obligados a dañarse a si mismos. Si el soberano ordena a un hombre (aunque justamente condenado) que se mate, hiera o mutile a sí mismo, o que no resista a quienes le ataquen, o que se abstenga del uso de alimentos, del aire, de la medicina o de cualquiera otra cosa sin la cual no puede vivir, ese hombre tiene libertad para desobedecer. Si un hombre es interrogado por el soberano o su autoridad, respecto a un crimen cometido por él mismo, no viene obligado (sin seguridad de perdón) a confesarlo, porque, como he manifestado en el mismo capí- tulo, nadie puede ser obligado a acusarse a sí mismo por razón de un pacto.
Además, el consentimiento de un súbdito al poder soberano está con- tenido en estas palabras: Autorizo o tomo a mi cargo todas sus accio- nes. En ello no hay, en modo alguno, restricción de su propia y ante- rior libertad natural, porque al permitirle que me mate, no quedo obli- gado a matarme yo mismo cuando me lo ordene. Una cosa es decir: Mátame o mata a mi compañero, si quieres, y otra: Yo me mataré a mí mismo y a mi compañero. De ello resulta que Nadie está obligado por sus palabras a darse muerte o a matar a otro hombre. Por consiguiente, la obligación que un hombre, puede, a ve- ces, contraer, en virtud del mandato del soberano, de ejecutar una mi- sión peligrosa o poco honorable, no depende de los términos en que su sumisión fue efectuada, sino de la intención que debe interpretarse por la finalidad de aquélla. Por ello cuando nuestra negativa a obedecer frustra la finalidad para la cual se instituyó la soberanía, no hay liber- tad para rehusar; en los demás casos, sí.
Ni a guerrear, a menos que voluntariamente emprendan la guerra. Por esta razón, un hombre a quien como soldado se le ordena luchar con- tra el enemigo, aunque su soberano tenga derecho bastante para casti- gar su negativa con la muerte, puede, no obstante, en ciertos casos, rehusar sin injusticia; por ejemplo, cuando procura un soldado sustitu- to, en su lugar, ya que entonces no deserta del servicio del Estado. También debe hacerse alguna concesión al temor natural, no sólo en las mujeres (de las cuales no puede esperarse la ejecución de un deber peligroso), sino también en los hombres de ánimo femenino. Cuando luchan los ejércitos, en uno de los dos bandos o en ambos se dan casos de abandono; sin embargo, cuando no obedecen a traición, sino a mie- do, no se estiman injustos, sino deshonrosos. Por la misma razón, evi- tar la batalla no es injusticia, sino cobardía. Pero quien se enrola como soldado, o recibe dinero por ello, no puede presentar la excusa de un teprior de este género, y no solamente está obligado a ir a la batalla, sino también a no escapar de ella sin autorización de sus capitanes. Y cuando la defensa del Estado requiere, a la vez, .la ayuda de quienes son capaces de manejar las armas, todos están obligados, pues de otro modo la institución del Estado, que ellos no tienen el propósito o el valor de defender, era en vano.
Nadie tiene libertad para resistir a la fuerza del Estado, en defensa de otro hombre culpable o inocente, porque semejante libertad arrebata al soberano los medios de protegernos y es, por consiguiente, destructiva de la verdadera esencia del gobierno.
Ahora bien, en el caso de que un gran número de hombres hayan resis- tido injustamente al poder soberano, o cometido algún crimen capital por el cual cada uno de ellos esperara la muerte, ¿no tendrán la liber- tad de reunirse y de asistirse y defenderse uno a otro? Ciertamente la tienen, porque no hacen sino defender sus vidas a lo cual el culpable tiene tanto derecho como el inocente. Es evidente que existió injusti- cia en el primer quebrantamiento de su deber; pero el hecho de que posteriormente hicieran armas, aunque sea para mantener su actitud inicial, no es un nuevo acto injusto. Y si es solamente para defender sus personas no es injusto en modo alguno. Ahora bien, el ofrecimien- to de perdón arrebata a aquellos a quienes se ofrece, la excusa de pro- pia defensa, y hace ilegal su perseverancia en asistir o defender a los demás.
La máxima libertad de los súbditos depende del silencio de la ley. En cuanto a las otras libertades dependen del silencio de la ley. En los casos en que el soberano no ha prescrito una norma, el súbdito tiene libertad de hacer o de omitir, de acuerdo con su propia discreción. Por esta causa, semejante libertad es en algunos sitios mayores, y en otros más pequeños, en algunos tiempos más y en otros menos, según con- sideren más conveniente quienes tienen la soberanía. Por ejemplo, existió una época en que, en Inglaterra, cualquiera podía penetrar en sus tierras propias por la fuerza y desposeer a quien injustamente las ocupara. Posteriormente esa libertad de penetración violenta fue su- primida por un estatuto que el rey promulgó con el Parlamento. Así también, en algunos países del mundo, los hombres tienen la libertad de poseer varias mujeres, mientras que en otros lugares semejante libertad no está. permitida.
Si un súbdito tiene una controversia con su soberano acerca de una deuda o del derecho de poseer tierras o bienes, o acerca de cualquier servicio requerido de sus manos, o respecto a cualquiera pena corporal o pecuniaria fundada en una ley precedente, el súbdito tiene la misma libertad para defender su derecho como si su antagonista fuera otro súbdito, y puede realizar esa defensa ante los jueces designados por el soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud de una ley ante- rior y no en virtud de su poder, con lo cual declara que no requiere más sino lo que, según dicha ley, aparece como debido. La defensa, por consiguiente, no es contraria a la voluntad del soberano, y por tanto el súbdito tiene la libertad de exigir que su causa sea oída y sen- tenciada de acuerdo con esa ley. Pero si demanda o toma cualquiera cosa bajo el pretexto de su propio poder, no existe, en este caso, ac- ción de ley, porque todo cuanto el soberano hace en virtud de su po- der, se hace por la autoridad de cada súbdito, y, por consiguiente, quien realiza una acción contra el soberano, la efectúa, a su vez, con- tra sí mismo.
Si un monarca o asamblea soberana otorga una libertad a todos o al- guno de sus súbditos, de tal modo que la persistencia de esa garantía incapacita al soberano para proteger a sus súbditos, la concesión es nula, a menos que directamente renuncie o transfiera la soberanía a otro. Porque con esta concesión, si hubiera sido su voluntad, hubiese podido renunciar o transferir en términos llanos, y no lo hizo, de don- de resulta que no era esa su voluntad, sino que la concesión procedía de la ignorancia de la contradicción existente entre esa libertad y el poder soberano. Por tanto, se sigue reteniendo la soberanía, y en con- secuencia todos los poderes necesarios para el ejercicio de la misma, tales como el poder de hacer la guerra y la paz, de enjuiciar las causas, de nombrar funcionarios y consejeros, de exigir dinero, y todos los demás poderes mencionados en el capítulo XVIII.
En qué casos quedan los súbditos absueltos de su obediencia a su so- berano. La obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mis- mos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto. La soberanía es el alma del Estado, y una vez que se separa del cuerpo los miembros ya no reciben movimiento de ella. El fin de la obediencia es la protección, y cuando un hombre la ve, sea en su propia espada o en la de otro, por naturaleza sitúa allí su obedien- cia, y su propósito de conservarla. Y aunque la soberanía, en la inten- ción de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo está sujeta, por su pro- pia naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una guerra con el extranjero, sino que por la ignorancia y pasiones de los hombres tiene en sí, desde el momento de su institución, muchas semillas de morta- lidad natural, por las discordias intestinas.
En caso de cautiverio. Si un súbdito cae prisionero en la guerra, o su persona o sus medios de vida quedan en poder del enemigo, al cual confía su vida y su libertad corporal, con la condición de quedar so- metido al vencedor, tiene libertad para aceptar la condición, y, habiéndola aceptado, es súbdito de quien se la impuso, porque no ten- ía ningún otro medio de conservarse a sí mismo. El caso es el mismo si queda retenido, en esos términos, en un país extranjero. Pero si un hombre es retenido en prisión o en cadenas, no posee la libertad de su cuerpo, ni ha de considerarse ligado a la sumisión, por el pacto; por consiguiente, si puede, tiene derecho a escapar por cualquier medio que se le ofrezca.
En caso de que el soberano renuncie al gobierno, en nombre propio y de sus herederos. Si un monarca renuncia a la soberanía, para sí mis- mo y para sus herederos, sus súbditos vuelven a la libertad absoluta de la naturaleza. En efecto, aunque la naturaleza declare quiénes son sus hijos, y quién es el más próximo de su linaje depende de su propia voluntad (como hemos manifestado en el precedente capítulo) instituir quién será su heredero. Por tanto, si no quiere tener heredero, no exis- te soberanía ni sujeción. El caso es el mismo si muere sin sucesión conocida y sin declaración de heredero, porque, entonces, no siendo conocido el heredero, no es obligada ninguna sujeción.
En caso de destierro. Si el soberano destierra a su súbdito, durante el destierro no es súbdito suyo. En cambio, quien se envía como mensa- jero o es autorizado para realizar un viaje, sigue siendo súbdito, pero lo es por contrato entre soberanos, no en virtud del pacto de sujeción. Y es que quien entra en los dominios de otro queda sujeto a todas las leyes de ese territorio, a menos que tenga un privilegio por concesión del soberano, o por licencia especial.
En caso de que un soberano se constituya, a sí mismo, en súbdito de otro. Si un monarca, sojuzgado en una guerra, se hace él mismo súbdi- to del vencedor, sus súbditos quedan liberados de su anterior obliga- ción, y resultan entonces obligados al vencedor. Ahora bien, si se le hace prisionero o no conserva su libertad corporal, no se comprende que haya renunciado al derecho de soberanía, y, por consiguiente, sus súbditos vienen obligados a mantener su obediencia a los magistrados anteriormente instituidos, y que gobiernan no en nombre propio, sino en el del monarca. En efecto, si subsiste el derecho del soberano, la cuestión es sólo la relativa a la administración, es decir, a los magis- trados y funcionarios, ya que si no tiene medios para nombrarlos se supone que aprueba aquellos que él mismo designó anteriormente.
Las diversas clases de sistemas de pueblos. Después de haber estudia- do la generación, forma y poder de un Estado, puedo referirme, a continuación, a los elementos del mis- mo: en primer lugar, a los sistemas, que asemejan las partes análogas o músculos de un cuerpo natural. Entiendo por SISTEMAS un número de hombres unidos por un interés o un negocio. De ellos algunos son regulares; otros, irregulares. Son regulares aquellos en que un hombre o asamblea de hombres queda constituido en representante del número total. Todos los demás son irregulares.
De los regulares, algunos son absolutos e independientes, pues no están sujetos a ningún otro sino a su representante: solamente éstos son Estados, y a ellos me he referido ya en los cinco últimos capítulos. Otros son dependientes, es decir, subordinados a algún poder sobera- no, al que cada uno de sus elementos está sujeto, incluso quien los representa.
De los sistemas subordinados unos son políticos y otros privados. Son políticos (de otra manera llamados cuerpos políticos y personas públi- cas) aquellos que están constituidos por la autoridad del poder sobera- no del Estado. Son privados aquellos que están constituidos por los súbditos, entre sí mismos, o con autorización de un extranjero. En efecto, ninguna autoridad derivada del poder extranjero, dentro del dominio de otro, es pública, sino privada.
Entre los sistemas privados, unos son legales, otros, ilegales. Son le- gales aquellos que están tolerados por el Estado: todos los demás son ilegales. Sistemas irregulares son los que no teniendo representantes consisten simplemente en la afluencia o reunión de gente; estos siste- mas son legales cuando no están prohibidos por el Estado, ni hechos con malvados designios (por ejemplo, la concurrencia de gente a los mercados o ferias y otras reuniones análogas). Pero cuando la inten- ción es maligna, o, siendo el número considerable, ignorada, son ile- gales.
En todos los cuerpos políticos, el poder del representante es limitado.
En los cuerpos políticos el poder de los representantes es siempre li- mitado, y quien prescribe los límites del mismo es el poder soberano. En efecto, poder ilimitado es soberanía absoluta, y el soberano, en todo Estado, es el representante absoluto de todos los súbditos; por tanto, ningún otro puede ser representante de una parte de ellos, sino en cuanto el soberano se lo permite. Autorizar a un cuerpo político de súbditos para que tuviese una representación absoluta para todas las cuestiones y propósitos, sería abandonar el gobierno de una parte tan importante del Estado, y dividir el dominio, contrariamente a su paz y defensa, de tal modo que no podría comprenderse que el soberano hiciese, por ninguna concesión, cuyo fin no fuera descargarlos plena y directamente, de su sujeción. En efecto, las consecuencias de las pala- bras no son signos de su voluntad cuando otras consecuencias son signo de lo contrario, sino más bien signos de error y falta de cálculo, a lo cual es propenso el género humano.
Por cartas patentes. Los límites de este poder que se da al representan- te de un cuerpo político se advierten en dos cosas. La una está consti- tuida por los escritos o cartas que tienen de sus soberanos; la otra es la ley del Estado. En efecto, aunque en la institución o adquisición de un Estado que es independiente, no hay necesidad de escritura, porque el poder del representante no tiene otros límites sino los establecidos por la ley, no escrita, de la naturaleza, en cambio, en los cuerpos subordi- nados precisan diversas limitaciones, respecto a sus negocios, tiempos y lugares, que no pueden ser recordadas sin cartas, ni ser tenidas en cuenta a menos que tales cartas sean exhibidas, para que puedan ser leídas, y por añadidura selladas o testificadas con otros signos perma- nentes de la autoridad soberana.
Y leyes. Y como no siempre es fácil o a veces posible establecer en las cartas esas limitaciones, las leyes ordinarias, comunes a todos los súbditos, deben determinar lo que los representantes pueden hacer legalmente en todos los casos en que las cartas mismas nada dicen.
Por consiguiente:
Cuando el representante es un hombre, sus actos no autorizados son exclusivamente suyos. En un cuerpo político, si el representante es un hombre, cualquier cosa que haga en la persona del cuerpo, que no esté acreditado en sus cartas, ni por las leyes, es un acto suyo propio, y no el acto de la corporación ni el de otro miembro de la misma, distinto de él, porque más allá del límite de sus cartas o de las leyes, a nadie representa sino a sí mismo. Pero lo que hace de acuerdo con ellas es el acto de cada uno de los representados: porque del acto del soberano cada uno de ellos es autor, ya que el soberano es su representante ili- mitado; y el acto del representante que no se aparta de las cartas del soberano, es el acto del soberano, y, por consiguiente, cada miembro de la corporación es autor de él.
Cuando es una asamblea. Ahora bien, si el representante es una asam- blea, cualquiera cosa que la asamblea decrete, y no esté autorizada por sus cartas o por las leyes, es el acto de la asamblea o cuerpo político, y es el acto de cada uno de aquellos por cuyo voto se formuló el decreto, pero no el acto de un hombre que estando presente votó en contra, ni el de ningún hombre ausente, a menos que votara por procura. Es el acto de la asamblea, porque fue votado por la mayoría; y si fue un delito, la asamblea puede ser castigada, en cuanto ello es posible, con la disolución, o la derogación de sus cartas (lo que es capital para tales corporaciones artificiales y ficticias), o (si la asamblea tiene un patri- monio común, en el que ninguno de los miembros inocentes tiene par- ticipación), por multa pecuniaria. La naturaleza ha eximido de penas corporales a todos los cuerpos políticos. Pero quienes no dieron su voto son inocentes, porque la asamblea no puede representar a nadie en cosas no autorizadas por sus cartas, y, por consiguiente, tales miembros no están involucrados en esos votos.
Cuando el representante es un hombre, si presta dinero o lo debe, en virtud de contrato, sólo él es responsable y no los miembros. Si siendo un hombre solo la persona del cuerpo político, presta dinero a un ex- traño, es decir, a uno que no pertenece al mismo cuerpo (las letras no necesitan fijar limitaciones a los préstamos, ya que esa restricción se deja a las inclinaciones propias de los hombres) la deuda es de los representantes. En efecto, si en virtud de sus cartas tuviera autoridad para hacer que los miembros pagasen lo que él pidió en préstamo, tendría, como consecuencia, la soberanía de ellos, y por tanto la repre- sentación sería nula, como derivada del error que es consustancial a la naturaleza humana. y por ser un signo insuficiente de la voluntad del representado; o si fuera permitida por él, entonces el representante sería soberano, y entonces el caso no correspondería a la presente cuestión, que sólo hace referencia a los cuerpos subordinados. Ningún miembro viene, por consiguiente, obligado a pagar la deuda así pres- tada, sino el representante mismo, porque siendo el que presta un ex- traño a las cartas y a la calificación del cuerpo político, comprende solamente como deudores suyos a quienes se obligan, y considerando que el representante puede comprometerse a sí mismo y a nadie más, si le tiene. a él sólo por deudor, y es, por consiguiente, quien debe pagarle, del patrimonio común (si alguno existe) o (si no hay ninguno) del suyo propio.
El caso es el mismo si la deuda se adquiere por contrato o por multa. Cuando es una asamblea, sólo quedan obligados los que han asentido. Ahora bien, cuando el representante es una asamblea, y la deuda se debe a un extraño, son responsables de la deuda todos aquellos y so- lamente aquellos que dieron sus votos para el préstamo, o para el con- trato que le dio origen, o para el hecho por causa del cual la multa fue impuesta, porque cada uno de los que votaron quedó, por sí mismo, comprometido al pago. En efecto, quien es autor del préstamo queda obligado al pago, incluso de la deuda entera, si bien al ser pagada ésta por uno queda, aquél, liberado.
Si la deuda es respecto a un miembro de la asamblea, sólo el cuerpo político queda obligado. Si la deuda es respecto a un miembro de la asamblea, sólo la asamblea está obligada al pago, con su propio patri- monio (si existe). En efecto, teniendo libertad de voto, si el interesado vota que el dinero debe pedirse en préstamo, vota que sea pagado; si vota que no se tome el préstamo, o está ausente, y al hacerse el préstamo lo vota, contradice su voto anterior, y queda obligado por el último, constituyéndose a la vez en prestamista y prestatario; por con- siguiente, no puede solicitar el pago de una persona en particular, sino del fondo común, solamente; fallando el pago, no tiene otro remedio ni queja sino contra sí mismo, ya que conociendo los actos de la asamblea y sus posibilidades de pagar, y no siendo compelido a ello, prestó, no obstante, su dinero, en un acto de manifiesta necedad.
La protesta contra los decretos de los cuerpos políticos es, a veces legítima, pero jamás contra el poder soberano. Con esto queda eviden- ciado que en los cuerpos políticos subordinados y sujetos al poder soberano, resulta a veces para los miembros en particular, no sólo le- gal sino expeditivo protestar abiertamente contra los decretos de la asamblea de representantes, y hacer que su disentimiento quede regis- trado, u obtener testimonio de él; de otro modo vienen obligados a pagar las deudas contraídas, y se hacen responsables de los delitos cometidos por otras personas. Pero en una asamblea soberana esa li- bertad no existe, primero porque quien protesta en ella niega la sobe- ranía, y, además, porque cualquiera cosa que se ordene por el poder soberano resulta justificado para el súbdito (aunque no siempre ante los ojos de Dios) por su mandato, ya que de semejante mandato cada súbdito es autor.
Cuerpos políticos para el gobierno de una provincia, colonia o ciudad. La variedad de los cuerpos políticos es casi infinita, porque no sola- mente se distinguen según los distintos negocios para los cuales fue- ron instituidos, y hay de ellos una indecible diversidad, sino que tam- bién respecto a tiempo, lugar y número están sujetos a muchas limita- ciones. En cuanto a sus respectivas misiones, algunos se instituyen para la gobernación: en primer término, el gobierno de una provincia puede ser conferido a una asamblea en la cual todas las resoluciones dependan de los votos de la mayoría; entonces esta asamblea es un cuerpo político y su poder limitado por la comisión. La palabra pro- vincia significa un encargo o cuidado de negocios que el interesado en ellos confiere a otro hombre para que administre bajo su mandato y en nombre suyo; por consiguiente, cuando en un gobierno existen diver- sos países que tienen leyes distintas unos de otros, o que están muy distantes entre sí, estando conferida la administración del gobierno a diversas personas, aquellas comarcas donde no reside el soberano, sino que éste gobierna por comisión, se llaman provincias. Ahora bien, del gobierno de una provincia por una asamblea que resida en la provincia misma existen pocos ejemplos. Los romanos que tenían la soberanía de varias provincias, siempre las gobernaban por medio de presidentes y pretores, no por asambleas, como gobernaban la ciudad de Roma y los territorios adyacentes. Del mismo modo cuando se en- viaron colonos de Inglaterra para las plantaciones de Virginia y Som- merIslands, aunque el gobierno fue en estos lugares encomendado a asambleas residentes en Londres, nunca estas asambleas encargaron la gobernación a ninguna asamblea subordinada, sino que a cada planta- ción se envió un gobernador. En efecto, aunque todos los hombres, cuando por naturaleza están presentes desean participar en el gobier- no, en los casos en que no pueden estar presentes propenden, también por naturaleza, a encomendar el gobierno de sus intereses comunes más bien a una forma monárquica que a una forma popular de gobier- no. Ello es de igual modo evidente en aquellos hombres que, poseyen- do grandes dominios privados, no desean tomar sobre sí el cuidado de administrar los negocios que les pertenecen, y se deciden por confiar en uno de sus siervos, mejor que en una asamblea, ya sea de sus ami- gos o de sus vasallos. De cualquier modo que ocurra, podemos supo- ner el gobierno de una provincia o colonia encomendado a una asam- blea; y lo que al respecto me interesa establecer ahora es lo siguiente: que cualquier deuda contraída por esa asamblea, o cualquier acto ile- gal decretado por ella, es el acto solamente de aquellos que asienten, y no de quienes han disentido o estaban ausentes, por las razones antes alegadas. Así que cuando una asamblea resida fuera de los límites de la colonia donde ejerce el gobierno no puede ejercitar dominio alguno sobre las personas o bienes de cualesquiera de los miembros de la co- lonia, ni obligarles, por razón de deuda u otra obligación, en lugar alguno, fuera de la colonia misma, puesto que no tiene jurisdicción ni autoridad de ningún género, sino que ha de atenerse a los recursos que la ley del lugar les ofrezca. Y aunque la asamblea tenga derecho para imponer una multa sobre aquellos de sus miembros que infrinjan las leyes establecidas, fuera de la colonia no tienen derecho a ejecutar dichas leyes. Y lo que se dice aquí de los derechos de una asamblea, respecto al gobierno de una provincia o de una colonia, es aplicable, también, a una asamblea para el gobierno de una ciudad, de una uni- versidad, de un colegio, de una iglesia, o de otro gobierno cualquiera sobre las personas individuales.
Generalmente, y en todos los cuerpos políticos, si algún miembro par- ticular se considera injuriado por la corporación misma, el conoci- miento de su causa corresponde al soberano, y a quienes el soberano ha establecido como jueces para causas análogas, o designe para ese caso particular; y no a la corporación misma. Porque la corporación entera es, en ese caso, un súbdito como el reclamante. En cambio, en una asamblea soberana ocurre de otro modo: porque en ella si el sobe- rano no es juez, aun de su propia causa, no puede haber juez en abso- luto.
Cuerpos políticos para la ordenación del comercio. En un cuerpo polí- tico instituido para el buen orden del tráfico exterior, la representación más adecuada reside en la asamblea de todos los miembros, es decir, en una asamblea tal que todo aquel que arriesgue su dinero pueda estar presente en las deliberaciones y resoluciones de la corporación, si lo desea. Como prueba de ello, hemos de considerar el fin para el cual los hombres que son comerciantes, y pueden comprar y vender, expor- tar e importar sus mercancías, de acuerdo con sus propias decisiones, se obligan, no obstante, a sí mismos constituyendo una corporación.
Es evidente que pocos comerciantes existen que con la mercancía que compran en su país puedan fletar un barco para exportarla: o con la que compran en el exterior, para traerla a su país de origen. Por consi- guiente, necesitan reunirse en una sociedad, en la que cada uno puede o bien participar en la ganancia, de acuerdo con la proporción de su riesgo, o tomar sus propias cosas y vender los artículos importados a los precios que estime convenientes. Pero esto no es un cuerpo políti- co, ya que no tienen un representante común que les obligue a ninguna otra ley distinta de la que es común a todos los demás súbditos. El fin de su asociación es hacer su ganancia lo mayor que sea posible, lo cual se logra de dos modos, por simple compra o por simple venta, ya sea en el propio país o en el extranjero. Así que conceder a una com- pañía de mercaderes la calidad de corporación o cuerpo político, es asegurarle un doble monopolio, de los cuales uno consiste en ser compradores exclusivos, otro en ser únicos vendedores. En efecto, cuando existe una compañía constituida para un país extranjero en particular, sólo exporta las mercaderías vendibles en esa comarca, siendo único comprador en el propio país, y único vendedor fuera. En el país propio no hay, entonces, sino un comprador y en el extranjero un solo vendedor; las dos cosas son beneficiosas para el mercader, ya que de este modo compra en el país a un tipo más bajo, y vende en el extranjero a uno más alto. Y en el exterior sólo existe un comprador de mercancías extranjeras, y uno solo que vende en el país, cosas am- bas que son, a su vez, beneficiosas para los especuladores.
De este doble monopolio, una parte es desventajosa para el pueblo en el propio país, otra para los extranjeros. Porque en el país propio, en virtud de ese género exclusivo de exportación, fijan el precio que les agrada para los productos de la tierra y de la industria, y por la impor- tación exclusiva, el precio que les agrada sobre todos los artículos extranjeros de que el pueblo tiene necesidad; ambas cosas son desfa- vorables para el pueblo. Por el contrario, en virtud de la venta exclusi- va de productos nativos en el exterior, y por la compra exclusiva de artículos extranjeros en la localidad, elevan el precio de aquéllos y rebajan el precio de éstos, en desventaja del extranjero. Así, cuando uno solo vende, la mercancía es más cara; y cuando uno solo compra, más barata. Por consiguiente, tales corporaciones no son otra cosa que monopolios, si bien resultan muy provechosos para el Estado, cuando estando ligados en una corporación en los mercados exteriores, man- tienen su libertad en los interiores para que cada uno compre y venda al precio que pueda.
No siendo, pues, la finalidad de estas corporaciones de mercaderes un beneficio común para la corporación entera (que en este caso no posee otro patrimonio común, sino el que se deduce de las particulares em- presas, para la construcción, adquisición, avituallamiento y dotación de los buques), sino el beneficio particular de cada especulador, es razón que a cada uno se le dé a conocer el empleo de sus propias co- sas; es decir, que cada uno pertenezca a la asamblea capacitada para ordenar el conjunto, y le sean exhibidas las cuentas correspondientes. Por consiguiente, la representación de ese organismo debe correspon- der a una asamblea en la que cada miembro de la corporación pueda estar presente en las deliberaciones, si lo desea.
Si una corporación política de mercaderes contrae una deuda con res- pecto a un extranjero, por actos de su asamblea representativa, cada miembro responde individualmente por el todo. En efecto, un extran- jero no puede tener en cuenta las leyes particulares, sino que considera a los miembros de la corporación como otros tantos individuos, cada uno de los cuales está obligado al pago entero, hasta que el pago hecho por uno libere a todos los demás. Pero si el débito se contrae con un miembro de la compañía, el acreedor es deudor, por el todo, a sí mismo, y no puede, por consiguiente, demandar su deuda sino sólo del patrimonio común, si es que existe alguno.
Si el Estado impone un tributo sobre la corporación, se comprende que lo establece, sobre cada miembro, proporcionalmente a su riesgo particular en la compañía. En este caso no existe otro patrimonio común sino el constituido por sus riesgos particulares.
Si se impone una multa a la corporación, por algún acto ilegal, única- mente son responsables aquellos en virtud de cuyos votos fue decreta- do el acto, o con cuya asistencia fue ejecutado. En ninguno de los res- tantes puede existir otro delito sino el de pertenecer a la corporación; delito que si existe, no es suyo, puesto que la corporación fue ordena- da por la autoridad del Estado.
Si uno de los miembros se hace deudor a la corporación, puede ser perseguido por la corporación misma, pero ni sus bienes pueden ser incautados ni su persona reducida a prisión por la autoridad de la cor- poración, sino, sólo, por la autoridad del Estado. En efecto, si pudiera hacerlo por su propia autoridad, podría, por esa autoridad misma, juz- gar que la deuda es debida, lo cual significa tanto como ser juez de su propia causa.
Un cuerpo político para el consejo que ha de darse al soberano. Estas corporaciones instituidas por el gobierno de los hombres o para la regulación del tráfico son o bien perpetuas o para un tiempo fijado por escrito. Existen, también, corporaciones cuya duración es limitada solamente por la naturaleza de sus negocios. Por ejemplo, si un mo- narca soberano o asamblea soberana considera oportuno dar orden a las ciudades y otras diversas partes de su territorio para que le envíen sus diputados para que le informen de la situación y necesidades de los súbditos, o para deliberar con él acerca de la promulgación de buenas leyes, o por cualquier otra causa, mediante una persona que representa la comarca entera, tales diputados, teniendo un lugar y un tiempo fijos de reunión, son entonces y allí una corporación política que representa a cada uno de los súbditos del dominio, pero solamente para las cuestiones que sean propuestas a ellos por la persona o asam- blea que en virtud de su autoridad soberana ordenó su venida; y cuan- do se declare que nada más debe proponerse ni ser debatido por ellos, la corporación queda disuelta. En efecto, si fueran representantes ab- solutos del pueblo, entonces constituirían una asamblea soberana, y existirían dos asambleas soberanas o dos soberanos sobre el mismo pueblo, lo cual sería incompatible con la paz del mismo. Por tanto, donde una vez existió una soberanía, no puede haber representación absoluta del pueblo sino por mediación de ella. Y en cuanto a la am- plitud con que una corporación representará al pueblo entero, queda fijada en el escrito de convocatoria. Porque el pueblo no puede elegir sus diputados para otra finalidad que la expresada en el escrito dirigi- do a ellos por su soberano.
Un cuerpo regular privado, legal, como una familia. Son corporacio- nes privadas, regulares y legales las constituidas sin documentos u otra autorización escrita, salvo las leyes comunes a todos los demás súbditos. Como están unidas en una persona representativa, son consi- deradas como regulares; tales son todas las familias en las que el padre o la madre ordena la familia entera. El jefe en cuestión obliga a sus hijos y sirvientes, en cuanto la ley lo permite, aunque no más allá, porque ninguno de ellos está obligado a la obediencia en aquellas ac- ciones cuya realización está prohibida por la ley. En todas las demás acciones, durante el tiempo en que están bajo el gobierno doméstico, están sujetos a sus padres y dueños, como inmediatos soberanos su- yos. En efecto siendo el padre y el dueño, antes de la institución del Estado soberanos absolutos de sus familias, no pierden, posteriormen- te, de su autoridad sino lo que la ley del Estado les arrebata.
Cuerpos privados regulares, pero ilegales. Son corporaciones privadas regulares, pero ilegales, aquellas que están unidas en una persona re- presentativa, sin autoridad pública en absoluto; tales son las asocia- ciones de mendigos, ladrones y gitanos, constituidas para mejor orde- nar su negocio de pedir y robar, así como las corporaciones de indivi- duos que, por autorización de un extranjero, se reúnen en dominio ajeno para la más fácil propagación de doctrinas, y para instituir un partido contra el poder del Estado.
Sistemas irregulares, tales como las ligas privadas. Los sistemas irre- gulares por naturaleza como las ligas y, a veces la mera concurrencia de gentes, sin nexo de unión para realizar un designio particular, ni estar obligados uno a otro, sino procediendo solamente por una simili- tud de voluntades e inclinaciones, resultan legales o ilegales según la legitimidad o ilegitimidad de los diversos designios particulares humanos que en ellas se manifiestan. Este designio debe interpretarse según los casos.
Como las ligas se constituyen comúnmente para la defensa común, las ligas de súbditos son en un Estado (que no es sino una liga que reúne a todos los súbditos), en la mayoría de los casos, innecesarias, y traslu- cen designios ilegales; son, por esta causa, ilegales, y se comprenden por lo común bajo la denominación de facciones o conspiraciones. En efecto, siendo una liga la unión de individuos ligados por pactos, si no se ha dado poder a uno de ellos o a una asamblea (tal ocurre en la si- tuación de mera naturaleza para obligar al cumplimiento, la liga es válida tan sólo en cuanto no suscita justa causa de desconfianza: por consiguiente, las ligas entre Estados, sobre las cuales no existe ningún poder humano establecido para mantenerlos a raya, no sólo son lega- les, sino también provechosas por el tiempo que duran. En cambio, las ligas de súbditos de un mismo Estado, donde cada uno puede obtener su derecho por medio del poder soberano, son innecesarias para el mantenimiento de la paz y de la justicia, e ilegales si su designio es pernicioso o desconocido para el Estado. En efecto, toda conjunción de fuerzas realizada por individuos privados, es injusta cuando abriga una intención maligna; si la intención es desconocida, esas ligas resul- tan peligrosas para la cosa pública e injustamente secretas.
Intrigas secretas. Si el poder soberano reside en una gran asamblea, y un número de componentes de la misma, sin la autorización oportuna, instigan a una parte para fijar la orientación del resto, tenemos una facción o conspiración ilegal, ya que resulta una fraudulenta dedica- ción de la asamblea, para los particulares intereses de esos pocos. Ahora bien, si aquel cuyo interés privado se discute y juzga en la asamblea trata de ganar tantos amigos como pueda, no comete injusti- cia, porque en este caso no forma parte de la asamblea. Y aunque compre tales amigos con dinero, siempre que no lo prohiba la ley ex- presa, ello no constituye injusticia. En ciertas ocasiones, tal como los hombres se comportan, la justicia no puede lograrse sin dinero; y cada uno puede pensar que su propia causa es justa, hasta que sea oído y juzgado.
Feudos de familias privadas. En todos los Estados, si un particular entretiene más siervos de los que exige el gobierno de sus bienes y el legítimo empleo de los mismos, se constituye una facción, lo cual es ilegal. En efecto, teniendo la protección del Estado, no necesita para su defensa apoyarse en una fuerza privada. Y aunque en naciones no del todo civilizadas, varias familias numerosas han vivido en hostili- dad continua, haciéndose objeto de mutuas invasiones en las que hicieron uso de la fuerza privada, resulta evidente por demás que lo hicieron de modo injusto, o bien que no estaban constituidas en Esta- do.
Facciones para el gobierno. Lo mismo que las facciones de parientes, así también las que se proponen el gobierno de la religión, como las de papistas, protestantes, etc., las de patricios y plebeyos en los anti- guos tiempos de Roma, y las de aristócratas y demócratas en los de Grecia, son injustas, como contrarias a la paz y a la seguridad del pue- blo y en cuanto arrancan el poder de las manos del soberano.
La reunión de gente es un sistema irregular cuya legalidad o ilegalidad depende de la ocasión y del número de los reunidos. Si la ocasión es legal y manifiesta, la reunión es legal, por ejemplo, la usual asamblea de gentes en la iglesia o en una exhibición pública, en número acos- tumbrado; porque si el número es extraordinariamente grande la justi- ficación no es evidente, y, por tanto, quien no puede dar, individual- mente, razón adecuada de su presencia allí, debe considerarse anima- do de un designio ilegal y tumultuoso. Puede ser legal que un millar de hombres se reúna para formular una petición a un juez o magistra- do; sin embargo, si un millar de hombres viene a presentarla, tenemos una asamblea tumultuosa, ya que para ese propósito bastarían uno o dos. Ahora bien, en casos como éste no es un número fijo lo que hace ilegal una asamblea, sino un número tal que los funcionarios presentes no sean capaces de sojuzgar y reducir a la normalidad legal.
Cuando un número desusado de personas se reúne contra un hombre al que acusan, la asamblea es un tumulto ilegal, ya que hubieran bas- tado unos pocos o un hombre solo para formular su acusación al ma- gistrado. Tal fue el caso de San Pablo en Efeso, cuando Demetrio y un gran número de personas condujeron dos de los amigos de Pablo ante el magistrado, diciendo a una: Grande es Diana de los Efesios; éste era su modo de demandar justicia contra aquél, por enseñar a las gentes una doctrina que iba contra su religión y sus negocios. En este caso la ocasión, teniendo en cuenta las leyes del pueblo, era justa; sin embar- go, la asamblea se estimó ilegal, y el magistrado les reprendió por ello, con estas palabras: Si Demetrio y los demás obreros pueden acu- sar a alguien de alguna cosa, existen audiencias y diputados; que se acusen, pues, uno a otro. Y si tenéis alguna otra cosa que pedir vuestro caso puede ser juzgado en una asamblea convocada legítimamente. Porque estamos en peligro de ser acusados de sedición en estos días, ya que no existe motivo por el cual una persona pueda dar una razón de esta asamblea de gentes i. Por ello, a una asamblea de la que las gentes no pueden dar justa cuenta, la llamaban una sedición, de tal naturaleza que no puede justificarse. Y esto es todo cuanto tengo que decir respecto a los sistemas y asambleas del pueblo, que pueden ser comparadas, como digo, a las partes semejantes del cuerpo humano; las legítimas a los músculos; las ilegales a los tumores, cálculos y apostemas, engendrados por la antinatural confluencia de humores malignos.
EN EL ÚLTIMO capítulo he hablado de las partes similares de un Estado: en éste voy a hablar de las partes orgánicas, que son los minis- tros públicos.
Quién es ministro público. Se denomina MINISTRO PÚBLICO a quien es empleado por el soberano (sea un monarca o una asamblea) en algunos negocios, con autorización para representar en ese empleo la personalidad del Estado. Y mientras que cada persona o asamblea que tiene soberanía representa a dos personas o, según la frase común, tiene dos capacidades, una natural y otra política (como un monarca tiene no sólo la personalidad del Estado, sino también la de hombre; y una asamblea soberana no sólo tiene la personalidad del Estado, sino también la de la asamblea), quienes son servidores del soberano en su capacidad natural no son ministros públicos, siéndolo solamente quie- nes le sirven en la administración de los negocios públicos. Por consi- guiente, ni los ujieres, ni los alguaciles, ni otros empleados que consti- tuyen la guardia de la asamblea, sin otro propósito que la comodidad de los reunidos, en una aristocracia o democracia; ni los administrado- res, chambelanes, cajeros y otros empleados de la casa de un monarca son ministros públicos en una monarquía.
Ministros para la administración general. De los ministros públicos, algunos tienen conferido el cargo por la administración general, ya sea del dominio entero ya de una parte del mismo. Del conjunto, como, por ejemplo, a un protector o regente se le puede encomendar por el antecesor del rey niño, durante su minoría de edad, la administración entera de su reino. En este caso, cada súbdito está obligado a prestar obediencia, en tanto que lo establezcan las ordenanzas que haga y los mandatos que curse en nombre del rey, y no sean incompatibles con el poder soberano de éste. De una parte o provincia, como cuando un monarca o una asamblea soberana dan el encargo general de la misma a un gobernador, teniente, prefecto o virrey. Y en este caso, también, cada uno de los habitantes de la provincia está obligado por todo aque- llo que el representante haga en nombre del soberano, y que no sea incompatible con el derecho de éste. En efecto, tales protectores, vi- rreyes y gobernadores no tienen otro derecho sino el que deriva de la voluntad del soberano; ninguna comisión que se les confiera puede ser interpretada como declaración de la voluntad de transferir la soberan- ía, sin palabras manifiestas y expresas que entrañen tal propósito. Este género de ministros públicos se asemeja a los miembros y tendones que mueven los diversos miembros de un cuerpo natural.
Para la administración especial, por ejemplo, para el régimen econó- mico. Otros tienen administración especial, es decir, les está, enco- mendada la realización de ciertos asuntos especiales, en el propio país o en el extranjero. En el país, en primer término, quienes, para el régimen económico del Estado, tienen autorización relativa al Tesoro, como la de establecer tributos, impuestos, rentas, exacciones o cual- quier ingreso público, así como para recopilar, recibir, publicar o to- mar las cuentas relativas a los mismos, son ministros públicos: minis- tros porque sirven a la persona del representante, y nada pueden hacer contra su mandato, ni sin su autoridad: públicos porque les sirven en su capacidad política.
En segundo lugar, los que poseen una autoridad concerniente a la mili- tia; los que tienen la custodia de armas, fuertes o puertos; los que se ocupan de reclutar, pagar o mandar soldados, o de suministrar todas las cosas necesarias para las atenciones de la guerra, sea por tierra o por mar, son ministros públicos. En cambio, un soldado sin mando, aunque luche por el Estado, no representa, por ello, la persona del mismo; en ese caso no hay nada que representar, ya que cada uno que tiene mando representa al Estado, con respecto a aquellos a quienes manda.
Para instrucción del pueblo. Son también ministros públicos quienes tienen autoridad para enseñar al pueblo su deber, con respecto al poder soberano, y para instruirlo en el conocimiento de lo que es justo e in- justo, haciendo, por ello, a los súbditos, más aptos para vivir en paz y buena armonía entre sí mismos, y para resistir a los enemigos públi- cos: son ministros en cuanto no proceden por su propia autoridad, sino por la de otros; y públicos porque lo que hacen (o deben hacer) no lo realizan en virtud de ninguna otra autoridad sino la del soberano. El monarca o asamblea soberana son los únicos que tienen autoridad in- mediata derivada de Dios para enseñar e instruir al pueblo; y nadie sino el soberano recibe su poder simplemente Dei gratia; es decir, so- lamente por el favor de Dios. Todos los demás reciben su autoridad por el favor y providencia de Dios y de sus soberanos, como en una monarquía Dei gratia et Regis, o Dei providentia et voluntate Regis. Para la judicatura. Aquellos a quienes se da jurisdicción son ministros públicos, porque en los lugares donde administran justicia representan la persona del soberano; y su sentencia es la sentencia de este último, porque (como antes hemos manifestado) toda la judicatura va esen- cialmente aneja a la soberanía, y, por tanto, todos los demás jueces no son sino ministros de aquel o de aquellos que tienen el poder sobera- no. Y del mismo modo que las controversias son de dos clases, a sa- ber: de hecho y de derecho, así también los juicios son algunos de hecho y otros de derecho, y, por consiguiente, en la misma controver- sia puede haber dos jueces, uno de hecho y otro de derecho.
En ambas controversias puede surgir una controversia nueva entre la parte juzgada y el juez; y siendo ambos súbditos del soberano, deben en términos de equidad ser juzgados por personas elegidas con el con- sentimiento de uno y otro, ya que nadie puede ser juez en su propia causa. Ahora bien, el soberano es siempre reconocido como juez de ambos, y, por tanto, o bien puede proceder a la audiencia de la causa, fallándola por sí mismo, o confirmar como juez aquel a quien los dos interesados convengan en designar. Este acuerdo se comprende enton- ces como hecho entre ellos, de diverso modo: primero, si el acusado puede formular excepción contra aquellos de sus jueces cuyo interés le hace abrigar sospechas (mientras que el demandante ha escogido ya su propio juez), aquellos contra los cuales no formula excepción son jue- ces que él mismo acepta. En segundo lugar, si apela a otro juez, no puede ya seguir apelando, porque su apelación fue decidida por él. En tercer término, si apela al soberano, y éste, por sí propio o por delega- dos admitidos por las partes, pronuncian sentencia, esta sentencia es final, porque el acusado es juzgado por sus propios jueces, es decir, por sí mismo.
Teniendo en cuenta estas peculiaridades de un justo y racional enjui- ciamiento, no puedo abstenerme de observar la excelente constitución de los tribunales de justicia establecidos en Inglaterra, tanto para los litigios comunes como para los públicos. Bajo la denominación de causas comunes comprendo aquellas en que tanto el demandante co- mo el demandado son súbditos; como públicas (llamadas también pleitos de la Corona) aquellas en que el demandante es el soberano, Cuando existían dos órdenes de personas, uno de los cuales era el de los Lores y otro el de los Comunes, los Lores tenían el privilegio de no reconocer como jueces sino a Lores, en todos los delitos capitales, y tantos Lores como hubiera presentes; siendo esto reconocido como un privilegio de favor, sus jueces no eran sino los que ellos mismos deseaban. Y en todas las controversias cada súbdito (como también en los pleitos civiles los Lores) tenía como jueces a hombres del país a que correspondía la materia controvertida; ante ellos podía formular sus excepciones, hasta que, por último, habiendo sido designados doce hombres libres de tacha, eran juzgados por estos doce. Teniendo, pues, sus propios jueces, no podía alegarse por la parte interesada que la sentencia no fuera final. Estas personas públicas, con autoridad del poder soberano para instruir o juzgar al pueblo, son los miembros del Estado que con razón pueden compararse con los órganos de la voz en un cuerpo natural.
Para la ejecución. Son también ministros públicos todos aquellos que tienen autoridad del soberano para procurar la ejecución de las senten- cias pronunciadas; dar publicidad a las órdenes del soberano; reprimir tumultos; prender y encarcelar a los malhechores, y otros actos que tienden a la conservación de la paz. Porque cada acto que hacen en virtud de tal autoridad es acto del Estado; y su servicio correspondien- te al de las manos en un cuerpo natural.
Son ministros públicos en el extranjero aquellos que representan la persona de su propio soberano en otros Estados. Tales son los emba- jadores, mensajeros, agentes y heraldos enviados con autorización pública y para asuntos públicos.
En cambio, quienes son enviados por la autoridad solamente de alguna región privada de un Estado en conmoción, aunque sean recibidos, no son ni ministros públicos ni privados del Estado, porque ninguno de sus actos tiene al Estado como autor. Del mismo modo, un embajador enviado por un príncipe, para felicitar, dar el pésame o asistir a una solemnidad, aunque la autoridad sea pública, como el asunto es priva- do y compete a él en su capacidad natural, es una persona privada. Del mismo modo, si, secretamente, se envía una persona a otro país, para explorar su opinión y fortaleza, aunque ambas cosas, la autoridad y el negocio, sean públicas, como nadie advierte en él otra personalidad sino la suya propia, es un ministro privado, aunque sea un ministro de Estado; y puede compararse con el ojo en el cuerpo natural. Y quienes son designados para recibir las peticiones u otras informaciones del pueblo, viniendo a ser como los oídos públicos, son ministros públi- cos, y representan a su soberano en este oficio.
Consejeros sin otra misión que la de informar, no son ministros públi- cos. Tampoco un consejero (ni un Consejo de Estado, si lo considera- mos sin autoridad de judicatura o mando, sino sólo para dar una opi- nión al soberano cuando sea requerido, o para ofrecerla sin requeri- miento) es una persona pública, porque el consejo se dirige al sobera- no solamente, cuya persona no puede estar representada ante él, en su propia presencia, por otra. Ahora bien, un cuerpo de consejeros nunca deja de tener alguna otra autoridad, o bien de judicatura o de adminis- tración inmediata: en una monarquía representan al monarca, transfi- riendo los mandatos de éste a los ministros públicos; en una democra- cia, el Consejo o Senado propone el resultado de sus deliberaciones al pueblo, a modo de consejo; pero cuando designa jueces o toma causas en audiencia, o recibe embajadores, es en calidad de ministro del pue- blo; y en una aristocracia el Consejo de Estado es, por sí mismo, la asamblea soberana, y a nadie da consejos sino a la propia asamblea.
LA NUTRICIÓN de un Estado consiste en la abundancia y distribu- ción de materiales que conducen a la vida: en su acondicionamiento o preparación, y, una vez acondicionados, en la transferencia de ellos para su uso público, por conductos adecuados.
La nutrición de un Estado consiste en los productos del mar y de la tierra. En cuanto a la abundancia de materias, está limitada por la Na- turaleza a aquellos bienes que, manando de los dos senos de nuestra madre común, la tierra y el mar, ofrece Dios al género humano, bien libremente, bien a cambio del trabajo.
En cuanto a la materia de esta nutrición, consistente en animales, ve- getales y minerales, Dios los ha puesto libremente ante nosotros, de- ntro o cerca de la faz de la tierra, de tal modo que no hace falta sino el trabajo y la actividad para hacerse con ellos. En tal sentido la abun- dancia depende, aparte del favor de Dios, simplemente del trabajo y de la laboriosidad de los hombres.
Estas materias, comúnmente llamadas artículos, son en parte nativas, en parte extranjeras. Son nativas las que pueden obtenerse dentro del territorio del Estado; extranjeras, las que se importan del exterior. Y como no existe territorio bajo el dominio de un solo Estado (salvo cuando es de una extensión muy considerable) que produzca todas las cosas necesarias para el mantenimiento y moción del cuerpo entero; y como hay pocos países que no produzcan algo más de lo necesario, los artículos superfluos que pueden obtenerse en el país, dejan de ser su- perfluos, ya que proveen a la satisfacción de las necesidades naciona- les mediante importación de lo que puede obtenerse en el extranjero, sea por cambio, o por justa guerra, o por el trabajo; porque también el trabajo humano es un artículo susceptible de cambio con beneficio, lo mismo que cualquier otra cosa. Han existido Estados que, no teniendo más territorio que el necesario para la habitación, no sólo han mante- nido, sino también aumentado su poder, en parte por la actividad mer- cantil entre una plaza y otra, y en parte vendiendo los productos cuyas materias primas habían sido obtenidas en otros lugares.
Y en la justa distribución de ellos. La distribución de los materiales aptos para esa nutrición da lugar a las categorías de mío, tuyo y suyo, en una palabra, la propiedad, y compete, en todos los géneros de go- bierno, al poder soberano. En efecto, donde el Estado no se ha consti- tuido, existe, como hemos manifestado anteriormente, una situación de guerra perpetua de cada uno contra su vecino. Por tanto, cada cosa pertenece a quien la tiene y la conserva por la fuerza, lo cual no es ni propiedad, ni comunidad, sino incertidumbre. Esto es tan evidente que el mismo Cicerón, apasionado defensor de la libertad, atribuye toda la propiedad a la ley civil: En cuanto la ley civil, dice, es abandonada o guardada de un modo negligente - no digamos cuando es oprimida- nada existe que un hombre pueda estar seguro de recibir de su prede- cesor, o de transferir a sus hijos. Y en otro lugar: Suprimid la ley civil y nadie sabrá lo que es suyo propio y lo que es de otro hombre. Si advertimos, por consiguiente, que la institución de la propiedad es un efecto del Estado, el cual no puede hacer nada sino por mediación de la persona que lo representa, advertiremos que es acto exclusivo del soberano, y consiste en las leyes que nadie puede hacer si no tiene ese soberano poder. Esto lo sabían perfectamente los antiguos cuando llamaban "i(4, es decir, distribución, a lo que nosotros llamamos ley; y definían la justicia como el acto de distribuir a cada uno lo que es suyo.
Todos los dominios territoriales privados, proceden originariamente de la arbitraria distribución hecha por el soberano. En esta distribu- ción, la primera ley se refiere a la división del país mismo: en ella el soberano asigna a cada uno una porción, según lo que él mismo, y no un súbdito cualquiera o un cierto número de ellos, juzgue conforme a la equidad y al bien común. Los hijos de Israel eran un Estado en el desierto, pero necesitaban los bienes de la tierra, hasta que fueran dueños de la tierra de promisión, que posteriormente fue dividida en- tre ellos no a su propio arbitrio, sino según el criterio de Eleazar el sacerdote, y de Josué, su general. Eran, entonces, doce tribus, más una decimotercia hecha por subdivisión de la tribu de José; no obstante, hicieron sólo de la tierra doce porciones, no asignando parte alguna a la tribu de Leví, pero otorgando a ésta, en cambio, la décima parte de los frutos; esta división fue, por consiguiente, arbitraria. Y aunque un pueblo que entra en posesión de una tierra por procedimientos guerre- ros no siempre extermina a sus antiguos habitantes como hacían los judíos, sino que dejan muchos o la mayor parte o todos los antiguos moradores en sus posesiones, es manifiesto que, posteriormente, esas tierras pasan a ser patrimonio del vencedor, tal como ocurrió con el pueblo de Inglaterra, cuyas relaciones de dominio derivan de Guiller- mo el Conquistador.
La propiedad de un súbdito no excluye el dominio del soberano sino, solamente, el de otro súbdito. De ello podemos inferir que la propie- dad que un súbdito tiene en sus tierras consiste en un derecho a excluir a todos los demás súbditos del uso de las mismas, pero no a excluir a su soberano, ya sea éste una asamblea o un monarca. En efecto, consi- derando que el soberano, es decir, el Estado (cuya persona representa) no hace otra cosa sino ordenar la paz y seguridad común, mediante la distribución de las tierras, dicho reparto debe considerarse hecho para ese mismo fin. Por consiguiente, cualquier distribución que haga en perjuicio de aquella norma es contraria a la voluntad de cada súbdito, que encomendó su paz y seguridad a la discreción y a la conciencia del soberano; por tanto, por la voluntad de cada uno de ellos debe re- putarse nula. Cierto es que un monarca soberano o la mayor parte de una asamblea soberana pueden ordenar que se hagan muchas cosas siguiendo los dictados de sus pasiones y contrariamente a su concien- cia, lo cual es un quebrantamiento de la confianza y de la ley de natu- raleza; pero esto no es bastante para autorizar a un súbdito ya sea para hacer la guerra por tal causa, o para quejarse de la injusticia, o para hablar mal de su soberano en cualquier otro sentido, ya que ha autori- zado todas sus acciones, y al confiar en el poder soberano, hace pro- pios los actos que el soberano realice. En qué casos las órdenes de los soberanos son contrarias a la equidad y a la ley de naturaleza, es algo que consideramos posteriormente, en otro lugar.
Los Estados no pueden someterse a dieta. En la distribución de tierras puede ocurrir que el Estado mismo tenga asignada una porción, y sus representantes la posean e incrementen; y que esta porción pueda hacerse suficiente para sostener el total dispendio que exigen la paz común y la defensa necesaria. Ello seria muy cierto si pudiera imagi- narse algún representante libre de las pasiones y miserias humanas. Pero siendo como es la naturaleza de los hombres, la asignación de tierras públicas o de determinadas rentas del Estado es en vano, y tiende a la disolución del gobierno y a la condición de mera naturaleza y guerra, tan pronto como el poder soberano recae en las manos de un monarca o de una asamblea que o bien son demasiado negligentes en cuestiones pecuniarias o excesivamente arriesgados en aventurar el patrimonio publico en una larga y costosa guerra. Los Estados no pueden soportar la dieta, ya que no estando limitados sus gastos por sus propios apetitos sino por sus accidentes externos y por los apetitos de sus vecinos, los caudales públicos no reconocen otros límites sino aquellos que requieran las situaciones emergentes. Y aunque en Ingla- terra el Conquistador se reservó diversas tierras para su propio uso (aparte de bosques y caes de caza, tanto para su recreo como para la conservación del arbolado) y se atribuyó igualmente el derecho a cier- tas servidumbres sobre las tierras que concedió a sus súbditos, sin em- bargo parece ser que esa reserva no se hizo para su mantenimiento público, sino por razón de su capacidad natural, ya que él y sus suce- sores establecieron para todo esto tasas arbitrarias sobre las tierras de sus súbditos, cuando lo juzgaron necesario. O si estas tierras y servi- cios públicos fueron establecidos para procurar un suficiente mante- nimiento del Estado, ello fue contrario a la finalidad de la institución, puesto que (como resulta de esas tasas subsiguientes) tales recursos son insuficientes y (como se infiere por las reducidas rentas de la Co- rona) están sujetos a enajenación y disminución. Es, por consiguiente, en vano, asignar una porción al Estado, el cual puede vender o ceder, y vende y cede, cuando lo hace su representante.
Los lugares y materia del tráfico dependen, como su distribución, del soberano. En cuanto a la distribución de las tierras en el propio país, así como en lo relativo a determinar en qué lugares y con qué mer- cancías puede traficar el súbdito con el exterior, es asunto que compe- te al soberano. Porque si encomienda a los particulares ordenar ese tráfico según su propia discreción, algunos pueden atreverse, movidos por afán de lucro, a suministrar al enemigo los medios de dañar al Estado, y a dañarse ellos mismos, importando aquellas cosas que siendo gratas a los apetitos humanos, son, no obstante, perniciosas o, por lo menos, inaprovechables para el Estado. Corresponde, por tanto, al Estado (es decir, al soberano solamente), aprobar o desaprobar los lugares y materias del tráfico con el extranjero.
Las leyes relativas del Estado competen, también, al soberano. Si ad- vertimos, además, que para la sustentación de un Estado no basta que cada hombre ejerza dominio sobre una porción de tierra, o sobre unos pocos bienes, o posea una habilidad natural en algún arte útil (y no existe arte en el mundo que no sea necesario para la existencia o el bienestar de la mayoría de los hombres en concreto), es necesario que los hombres distribuyan lo que puedan ahorrar y transfieran su pro- piedad sobre ello, mutuamente de uno a otro, por cambio y mutuo contrato. Corresponde, por consiguiente, al Estado, es decir, al sobe- rano, determinar de qué modo deben llevarse a cabo todas las especies de contratos entre súbditos (como los actos de comprar, vender, cam- biar, prestar, tomar prestado, arrendar y tomar en arrendamiento), y por qué palabras y signos deben ser considerados como válidos. Si tenemos en cuenta la estructura de la presente obra, lo antedicho es suficiente respecto a la materia y distribución de los elementos nutriti- vos entre los diversos miembros del Estado.
Entiendo por acondicionamiento la reducción de todos los bienes que no se consumen actualmente sino que se reservan para el sustento en tiempos venideros a una cosa de igual valor y, por añadidura, tan portátil que no impida la traslación de los hombres de un lugar a otro, sino que gracias a ella cada persona tenga en cualquier lugar el susten- to que el lugar exija. Y ese bien no es otra cosa que el oro, la plata y el dinero. En efecto, siendo (como son) el oro y la plata altamente esti- mados en la mayor parte de los países del mundo, constituyen una medida objetiva del valor de las cosas entre las naciones; y el dinero (cualquiera que sea la materia en que esté acuñado por el soberano de un Estado) es una medida suficiente del valor de todas las cosas entre los súbditos de ese Estado. Por medio de esa medida, todos los bienes muebles e inmuebles pueden acompañar a un hombre a todos los luga- res donde se traslade, dentro y fuera de la localidad de su ordinaria residencia ; y ese mismo medio pasa de un hombre a otro, dentro del Estado, y lo recorre entero, alimentando, a su paso, todas las partes del mismo. En este sentido ese acondicionamiento viene a ser como la irrigación sanguínea del Estado; en efecto, la sangre natural se Integra con los frutos de la tierra, y al circular nutre a cada uno de los miem- bros del cuerpo humano.
Y así como la plata y el oro tienen su valor derivado de la materia misma, poseen, en primer lugar, el privilegio de que el valor de esas materias no puede ser alterado por el poder de uno ni de unos pocos Estados, ya que es una medida común de los bienes en todos los paí- ses. Ahora bien, la moneda legal puede ser fácilmente elevada o reba- jada de valor. En segundo lugar, tiene el privilegio de hacer que los Estados lleven y extiendan sus armas, cuando lo estimen necesario, por países extranjeros, procurando, así, provisión no sólo a individuos particulares que viajan, sino también a ejércitos enteros. Ahora bien, la acuñación, cuyo valor es insignificante en relación con la materia, y sólo nos indica la localidad, es incapaz de soportar un cambio de aire, y por eso produce efectos solamente en su propio país, en el cual se halla sujeta al cambio de leyes y, por consiguiente, a ver disminuido su valor, muchas veces en perjuicio de quienes la poseen.
Los conductos y vías del dinero para usos públicos. Los conductos y procedimientos por los cuales circula para uso público son de dos cla- ses: una de las vías conduce el dinero a las arcas públicas; otra, les da salida de ellas para efectuar gagos públicos. Sirven a la primera mi- sión los recaudadores, cajeros y tesoreros; pertenecen a la segunda también los tesoreros y los funcionarios designados para el pago de los diversos ministros públicos y privados. También en esto presenta el hombre artificial una semejanza con el natural, cuyas venas reciben la sangre de las diversas partes del cuerpo, y la llevan al corazón; des- pués de vitalizarla, el corazón la expele por medio de arterias, con objeto de vivificar y hacer aptos para el movimiento todos los miem- bros del cuerpo.
Las colonias, como filiales de un Estado. La procreación, es decir, las creaciones filiales de un Estado, son lo que denominamos plantacio- nes o colonias, grupos de personas enviadas por el Estado, al mando de un jefe o gobernador, para habitar un país extranjero que o bien carece de habitantes, o han sido éstos eliminados por la guerra. Una vez establecida una colonia, o bien se constituye un Estado con sus habitantes, cesando toda sujeción respecto al soberano que los envió (tal como ocurría con muchos Estados en los tiempos antiguos), caso en el cual el Estado de que procedían se denominaba su metrópoli, o madre, y no exige de ellos otra cosa sino lo que los hombres requie- ren, como signo de honor y amistad de los hijos a quienes emancipan y liberan de su gobierno doméstico; o bien permanecen unidos a su metrópoli, como lo estaban las colonias del pueblo de Roma; entonces no son Estados sustantivos, sino provincias y partes del Estado que las instituyó. Así que el derecho de las colonias (aparte del honor y de la conexión con su metrópoli) depende totalmente de la licencia o carta en virtud de la cual el soberano autorizó la plantación.
Que es consejo. Cuan falaz es juzgar de la naturaleza de las cosas por el uso ordinario e inconstante de las palabras, aparece con más clari- dad que en ninguna otra cosa en la confusión de consejos y órdenes, que resulta de la manera imperativa de hablar en ambos casos, y en otras muchas ocasiones. En efecto, las palabras: Haz esto, son los términos en que se expresa no sólo el que manda, sino también el que da consejo, y el que exhorta. Sin embargo, pocos dejarán de advertir que estas son cosas diferentes, o tendrán dificultades para distinguir cuándo se trata de determinar quién habla y a quién va dirigida la pa- labra, y en qué ocasión. Ahora bien, como estas frases las hallamos en los escritos de los hombres, y existe incapacidad o falta el deseo de considerar las circunstancias, se confunden a veces los preceptos de los consejeros, tomándolos como preceptos de quien manda, y a veces lo contrario, siempre de acuerdo con las conclusiones que se desea inferir, o con los actos que merecen aprobación. Para evitar estas con- fusiones y dar a los términos de mandar, aconsejar y exhortar sus pro- pias y características significaciones, voy a pasar a definirlas.
Diferencias entre órdenes y consejos. ORDEN es cuando un hombre dice: Haz esto o No hagas esto, sin esperar otra razón que la voluntad de quien formula el mandato. De esto se sigue por modo manifiesto que quien manda pretende con ello su propio beneficio, ya que su mandato obedece solamente a su propia voluntad, y el objeto genuino de la voluntad de cada hombre es algún bien para sí mismo.
CONSEJO es cuando un hombre dice: Haz o No hagas esto, y deduce sus razones del beneficio que obtendrá aquel a quien se habla. De ello es evidente que quien da consejo pretende solamente (cualquiera que sea, por otra parte, su intimo propósito) el bien de aquel a quien se da el consejo.
Por consiguiente, entre consejo y orden existe esta gran diferencia: que la orden se dirige al propio beneficio de uno mismo, y el consejo al beneficio de otro hombre. Y de ello deriva otra distinción: que un hombre puede ser obligado a hacer lo que le ordenan, cuando se ha obligado a obedecer: en cambio, no puede ser obligado a hacer lo que se le aconseja, porque el daño que resulta de no obedecer es suyo pro- pio; o bien, si se ha obligado a seguirlo, el consejo adquiere la natura- leza de la orden. Una tercera diferencia entre los dos conceptos consis- te en que nadie puede pretender un derecho a ser consejero de otro hombre, porque con ello no puede pretender un beneficio para sí mis- mo: exigir un derecho de aconsejar a otro arguye una voluntad de co- nocer sus propósitos o de conseguir algún otro bien para sí mismo, lo cual, como he dicho anteriormente, es el peculiar objeto de la voluntad de cada hombre.
Es también consustancial al consejo que quien lo solicite, no puede equitativamente acusar o castigar al que aconseja. En efecto, solicitar consejo de otro es permitirle que dé dicho consejo del modo que juz- gue más conveniente. Por tanto, quien da consejo a su soberano (ya sea un monarca o una asamblea) cuando éste lo solicita, no puede equitativamente ser castigado por ello, ya sea o no conforme el conse- jo a la opinión de la mayoría, en la proposición que se debate. Porque si el sentido de la asamblea puede ser advertido antes de que el debate termine, no debe el soberano solicitar ni tomar otro consejo, porque el sentido de la asamblea es la resolución del debate y el fin de toda deli- beración. Generalmente quien solicita consejo es autor de él, y, por tanto, no puede castigar al que lo da. Y lo que el soberano no puede, ningún otro puede hacerlo. Pero si un súbdito da consejo a otro, en el sentido de hacer alguna cosa contraria a las leyes, tanto si el consejo procede de una mala intención como si deriva de la ignorancia sola- mente, es susceptible de castigo por parte del Estado; porque la igno- rancia de la ley no es buena excusa, ya que cada uno está obligado a tener noticia de las leyes a que está sujeto.
Qué son exhortación y disuasión. EXHORTACIÓN Y DISUASIÓN es un consejo que en quien lo da, va acompañado de un vehemente y manifiesto deseo de verlo atendido; o, para decirlo más brevemente, consejo en el cual se insiste con vehemencia. En efecto, quien exhorta no deduce las .consecuencias de lo que él recomienda que se haga, y se vincula a sí mismo al rigor de un razonamiento veraz, sino que ex- cita a la acción, a aquel a quien aconseja. Del mismo modo, quien disuade, induce a desistir de ella. Con tal propósito al formular sus razonamientos tienen en cuenta, en sus frases, las pasiones comunes y las opiniones de los hombres, y hacen uso de símiles, metáforas, ejemplos y otros recursos de la oratoria, para persuadir a sus oyentes de la utilidad, honor o justicia de seguir su opinión.
De ello puede inferirse, primero: que la exhortación y la disuasión se dirigen al bien de quien da el consejo, no al de aquel que lo solicita, lo cual es contrario al deber de un consejero, ya que éste, por definición, debe considerar no su beneficio propio, sino el de aquel a quien da su opinión. Y que orienta su consejo al propio beneficio es bastante ma- nifiesto por el repetido y vehemente empeño o por el artificio con que se da; no siéndole esto requerido, y procediendo, en consecuencia, según la ocasión, se dirige principalmente al beneficio propio, y sólo de modo accidental, o en ningún caso, al bien de quien es aconsejado.
En segundo lugar, este uso de la exhortación y de la disuasión tiene solamente lugar cuando un hombre habla a una multitud, puesto que cuando la oración se dirige a uno solo, su interlocutor puede interrum- pirle y examinar sus razones más rigurosamente que puede hacerlo una multitud, ya que ésta se halla integrada por varios individuos que resultan excesivos en número para entablar disputa o diálogo con quien les habla de modo indiferente y a la vez.
En tercer lugar, que quienes exhortan y disuaden, cuando son requeri- dos para emitir un consejo, son consejeros corrompidos, como si estu- vieran movidos por su propio interés. En efecto, por excelente que sea el consejo que den, quien lo da no es buen consejero, corno no puede decirse que sea un juez justiciero quien da una sentencia justa a cam- bio de una recompensa. Ahora bien, cuando un hombre puede mandar legítimamente como un padre en su familia o un jefe en un ejército, sus exhortaciones y disuasiones no son sólo legítimas, sino también necesarias y laudables. No obstante, cuando ya no son consejos sino órdenes por las cuales se encomienda la ejecución de un trabajo rudo, la necesidad unas veces y la humanidad otras, requieren que la notifi- cación se haga con dulzura, para que sirvan de estímulo, dándoles más bien el tono y la frase de un consejo, que el áspero lenguaje de una orden.
Ejemplos de la diferencia entre orden y consejo podemos extraerlos de las formas de expresión usadas por la Sagrada Escritura: No tengas otro Dios sino YO: no hagas para ti mismo imágenes grabadas; no tomes el nombre de Dios en vano; santifica el sábado; honra a tus pa- dres; no mates; no robes, etc., son órdenes, porque la razón en virtud de la cual tenemos que obedecerlas está fijada por la voluntad de Dios, nuestro Rey, al cual estamos obligados a obedecer. Pero las palabras: Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme, implican un consejo, ya que la razón por la cual hemos de realizar esos actos se basa en nuestro propio beneficio; a saber, que así tendremos un tesoro en el cielo. Las palabras: Id a la aldea que está delante de vosotros y luego encontraréis una borrica atada, y su borriquilla; soltadla, y traédmela, son una orden; porque la razón de este acto radica en la voluntad de su dueño. En cambio las palabras: Arrepentíos y sed bau- tizados en el nombre de Jesús, son un consejo, ya que la razón en vir- tud de lacual debemos realizar ese acto no tiende a beneficio alguno de la Omnipotencia divina, que siempre seguirá siendo Rey, aunque nosotros nos rebelemos, sino de nosotros mismos, que no tenemos otros medios de evitar el castigo que pende sobre nosotros, por nues- tros pecados.
Diferencia entre consejeros aptos e ineptos. La diferencia entre conse- jo y orden ha sido deducida, en este caso, de la naturaleza del consejo, que consiste en inferir el beneficio o daño que puede resultar para quien es aconsejado, a base de las consecuencias necesarias o proba- bles de la acción que se propone; de esa misma distinción pueden de- rivarse también las diferencias existentes entre consejeros aptos e ineptos. Siendo la experiencia recuerdo de las consecuencias de accio- nes semejantes, anteriormente observadas, y el consejo la expresión en virtud de la cual esta experiencia se da a conocer a otro, las virtudes y defectos del consejo coinciden con las virtudes y defectos intelectua- les. A la persona del Estado, le sirven sus consejeros como memoria y discurso mental. Pero a esta semejanza que existe entre el Estado y el hombre natural, va unida una discrepancia de gran monta, a saber: que un hombre natural adquiere su experiencia en los objetos naturales de los sentidos, que actúan sobre él sin pasión o interés propio, mientras que los que dan consejo a la persona representativa de un Estado pue- den tener, y tienen a menudo, sus fines y pasiones particulares, que hacen sus consejos siempre sospechosos, y a veces nada fidedignos. Por consiguiente, podemos establecer como primera condición de un buen consejero: Que sus fines e interés no sean incompatibles con los fines e interés de aquel a quien aconsejan.
En segundo lugar, como la misión de un consejero, cuando se procede a deliberar sobre alguna acción, es hacer manifiestas las consecuencias de ella, de tal modo que quien recibe el consejo pueda ser informado de modo veraz y evidente, debe presentar su opnión en términos tales que la verdad aparezca, con la máxima evidencia, es decir, con un raciocinio tan firme, con un lenguaje tan adecuado y significativo, y tan breve como la evidencia lo permita. Por consiguiente, las inferen- cias precipitadas y carentes de evidencia (tales como las que sólo se apoyan en ejemplos o en la autoridad de los libros, sin argumentar lo que es bueno o malo, sino aportando sólo testimonios de hecho o de opinión), las expresiones oscuras, confusas y ambiguas, es decir, las frases metafóricas que tienden a desatar las pasiones (desde el mo- mento en que tales razonamientos y expresiones sólo son útiles para decepcionar o para dirigir quien recibe el consejo hacia fines distintos de los suyos propios) son contrarias a la misión de consejero.
En tercer lugar, como la capacidad de aconsejar procede de la expe- riencia y del prolongado estudio, y nadie se presume que tiene expe- riencia en todas aquellas cosas que deben ser conocidas para la admi- nistración de un gran Estado, nadie se presume que puede ser buen consejero, sino en aquellos negocios en los que no solamente está muy versado, sino sobre lose cuales ha meditado y consultado largamente. En efecto, si se tiene en cuenta que la misión de un Estado consiste en mantener el pueblo en paz, en el interior, y defenderlo contra la inva- sión extranjera, advertiremos que es preciso un gran conocimiento de la condición del género humano, de los derechos del gobierno, y de la naturaleza de la equidad, de la ley, de la justicia y del honor, que no puede alcanzarse sin estudio; así como de la fortaleza, bienes y luga- res, tanto del propio país como de sus vecinos, y de las inclinaciones y designios de todas las naciones que de algún modo pueden perjudicar- la. Todo esto no se logra sino con una gran experiencia. De este cúmu- lo de requisitos no sólo la suma entera sino cada una de las porciones particulares requiere la edad y la observación de un hombre maduro, con estudios más amplios que los ordinarios. Como he dicho ante- riormente (Cap. VIII), el ingenio requerido para el consejo es lo que se llama juicio. Las diferencias entre los hombres, a este respecto, proce- den de la diferente educación de algunos para un género de estudio o de negocio, de otros para otro distinto. Aunque para realizar ciertas cosas existan reglas infalibles (como ocurre en ingeniería y en edifica- ción, con las reglas de la Geometría), toda la experiencia del mundo no puede igualar el consejo de quien aprendió o descubrió la regla. Y cuando la norma no existe, quien tiene más experiencia en un particu- lar género de negocios, tiene, en consecuencia, el mejor juicio, y debe ser el mejor consejero.
En cuarto lugar, para ser capaz de dar consejo a un Estado, en un asunto que hace referencia a otro Estado, es necesario estar informado de los convenios y relatos que vienen de allí, y de las noticias de trata- dos y otras transacciones de los Estados entre sí, cosa que nadie puede hacer sino aquellas personas que el representante considere pertinen- tes. Por todo ello podemos advertir que quienes no son llamados a consejo, no puede confiarse que puedan darlo satisfactoriamente en tales casos.
En quinto lugar, suponiendo que el número de consejeros sea igual, es preferible oírlos aparte que no reunidos en asamblea, y esto por varias razones. En primer término, oyéndoles aparte, tenéis la opinión de cada uno, mientras que en una asamblea muchos de ellos expresan su opinión con un Sí o un No, o con las manos o los pies, que no se mue- ven de modo espontáneo, sino por la elocuencia de otro; o por el te- mor de desagradar, con su contradicción, a quienes han hablado o a la asamblea entera; o por temor de aparecer más tardo de inteligencia que quienes han aplaudido la opinión contraria. En segundo lugar, en una asamblea numerosa no puede evitarse que haya algunos cuyos intereses sean contrarios a los del público; y a éstos sus intereses les hacen apasionados, y, la pasión elocuentes, y la elocuencia suya atrae a otros a su misma opinión. Porque las pasiones de los hombres, que aisladamente son moderadas, como el calor de la llama, en asamblea son como antorchas diversas que mutuamente se inflaman (en especial cuando unos a otros se soplan con oraciones), incendiando al Estado, con la pretensión de aconsejarlo. En tercer lugar, escuchando aparte a cada uno, cabe examinar, cuando se necesita, la veracidad o probabili- dad de sus razones, y de las razones de la opinión que da, por medio de frecuentes interrupciones y objeciones, cosa que no puede hacerse en una asamblea, donde, a cada difícil pregunta, un hombre queda más bien estupefacto y aturdido por la variedad de los discursos que llue- ven sobre él, que informado acerca del camino que debe tomar.
Además, en una asamblea numerosa, convocada para dar su opinión, no dejará de haber algunos que tengan la ambición de ser estimados y elocuentes y duchos en política, y que den su opinión teniendo en cuenta no ya el asunto tratado, sino el aplauso que esperan para sus abigarradas oraciones, tejidas con hilos policromos que pertenecen a diversos autores; ello es, en definitiva, una impertinencia que impide toda consulta seria, y que fácilmente se evita por el procedimiento de tomar consejo en secreto. En cuarto lugar, en deliberaciones que de- ben ser mantenidas en secreto (cosa que con frecuencia ocurre en los negocios públicos) los consejos de varios, y en particular en las gran- des asambleas, necesitan confiar tales asuntos a grupos más reducidos, constituidos por las personas versadas y en cuya fidelidad se tiene más confianza.
En conclusión, ¿quién se atrevería a pedir, con riesgo propio, el conse- jo de una gran asamblea, tratándose de casar a sus hijos, disponer de sus tierras, gobernar su hogar o administrar su patrimonio privado, especialmente si entre los consejeros existe quien no desea su prospe- ridad? Un hombre que hace sus negocios con la ayuda de diversos y prudentes consejeros, consultando con cada uno de ellos en aquello que entiende, es como quien utiliza buenos compañeros en el juego de tenis, colocándolos en lugares adecuados. Sigue en perfección quien usa sólo de su propio juicio, ya que no se apoya en ningún otro. Pero quien es llevado de aquí para allá, respecto a sus negocios, en un con- sejo forjado, no pudiéndose mover sino por la pluralidad de las opi- niones concordes, cuya unión (aparte de la envidia o interés) resulta comúnmente retardada por quienes disienten, ese lo hace el peor de todos, como el jugador al que aun teniendo buenos compañeros de juego, obstaculizan y retardan las discrepancias de parecer, tanto más cuanto mayor es el número de quienes intervienen en el asunto, y en grado superlativo cuando entre ellos hay uno o más que desean su perdición. Y aunque es cierto que varios ojos ven más que uno, no debe comprenderse así cuando se trata de varios consejeros, a no ser que entre éstos la resolución final corresponda a un solo hombre. De otro modo, como varios ojos ven la misma cosa en diversos planos, y propenden a mirar de soslayo su particular beneficio, quienes no están dispuestos a perderlo de vista, aunque miren con dos ojos sólo se fijan con uno. Esta es la causa de que ningún gran Estado popular pudiera conservarse sino cuando un enemigo exterior lo mantuvo unido, o por la reputación de algún hombre eminente entre ellos, o por el consejo secreto de unos pocos, o por el mutuo temor de facciones iguales, y no por las deliberaciones abiertas de la asamblea. Y en cuanto a los pe- queños Estados, ya sean populares o monárquicos, no hay sabiduría humana que pueda conservarlos sino mientras dura la envidia entre sus vecinos.
Qué es ley civil. Entiendo por leyes civiles aquellas que los hombres están obligados a observar porque son miembros no de este o aquel Estado en particular, sino de un Estado. En efecto, el conocimiento de las leyes particulares corresponde a aquellos que profesan el estudio de las leyes de diversos países; pero el conocimiento de la ley civil en general, a todos los hombres. La antigua ley de Roma era llamada ley civil, de la palabra civitas, que significa el Estado. Y los países que, habiendo estado sometidos al Imperio romano y gobernados por esta ley, conservan todavía una parte de ella, porque la estiman oportuna, llaman a esta parte ley civil, para distinguirla del resto de sus propias leyes civiles. Pero no es de esto de lo que voy a hablar aquí: mi desig- nio no es exponer lo que es ley en un lugar o en otro, sino lo que es ley, tal como lo hicieron Platón, Aristóteles, Cicerón y otros varios, sin hacer profesión del estudio de la ley.
Es evidente, en primer término, que la regla en general no es consejo, sino orden; y no orden de un hombre a otro, sino solamente de aquel cuya orden se dirige a quien anteriormente está obligado a obedecerle. Y en cuanto a la ley civil, añade solamente al nombre de la persona que manda, que es la persona civitatis, la persona del Estado.
Teniendo esto en cuenta, yo defino la ley civil de esta manera: LEY CIVIL es, para cada súbdito, aquellas reglas que el Estado le ha orde- nado de palabra o por escrito o con otros signos suficientes de la vo- luntad, para que las utilice en distinguir lo justo de lo injusto, es decir, para establecer lo que es contrario y lo que no es contrario a la ley. En esta definición no hay nada que no sea evidente desde el principio, porque cualquiera puede observar que ciertas leyes se dirigen a todos los súbditos en general; otras, a provincias particulares; algunas, a vocaciones especiales, y algunas otras a determinados hombres: son, por consiguiente, leyes para cada uno de aquellos a quienes la orden se dirige, y para nadie más. Así, también, se advierte que las leyes son normas sobre lo justo y lo injusto, no pudiendo ser reputado injusto lo que no sea contrario a ninguna ley. Del mismo modo resulta que nadie puede hacer leyes sino el Estado, ya que nuestra subordinación es res- pecto del Estado solamente; y que las órdenes deben ser manifestadas por signos suficientes, ya que, de otro modo, un hombre no puede saber cómo obedecerlas. Por consiguiente, cualquier cosa que por ne- cesaria consecuencia sea deducida de esta definición, debe ser recono- cida como verdadera. Y así deduzco de ella lo que sigue.
1. El legislador en todos los Estados es sólo el soberano, ya sea un hombre como en la monarquía, o una asamblea de hombres como en una democracia o aristocracia. Porque legislador es el que hace la ley, y el Estado sólo prescribe y ordena la observancia de aquellas reglas que llamamos leyes: por tanto, el Estado es el legislador. Pero el Esta- do no es nadie, ni tiene capacidad de hacer una cosa sino por su repre- sentante (es decir, por el soberano), y, por tanto, el soberano es el úni- co legislador. Por la misma razón, nadie puede abrogar una ley esta- blecida sino el soberano, ya que una ley no es abrogada sino por otra ley que prohíbe ponerla en ejecución.
2. El soberano de un Estado, ya sea una asamblea o un hombre, no está sujeto a las leyes civiles, ya que teniendo poder para hacer y re- vocar las leyes, puede, cuando guste, liberarse de esa ejecución, abro- gando las leyes que le estorban y haciendo otras nuevas; por consi- guiente, era libre desde antes. En efecto, es libre aquel que puede ser libre cuando quiera. Por otro lado, tampoco es posible para nadie estar obligado a sí mismo; porque quien puede ligar, puede liberar, y por tanto, quien está ligado a sí mismo solamente, no está ligado.
3. Cuando un prolongado uso adquiere la autoridad de una ley, no es la duración del tiempo lo que le da autoridad, sino la voluntad del so- berano, significada por su silencio (ya que el silencio es, a veces, un argumento de aquiescencia) ; y no es ley en tanto que el soberano siga en silencio respecto de ella. Por consiguiente, si el soberano tuviera una cuestión de derecho fundada no en su voluntad presente, sino en las leyes anteriormente promulgadas, el tiempo transcurrido no puede traer ningún perjuicio a su derecho, pero la cuestión debe ser juzgada por la equidad. En efecto. muchas acciones injustas, e injustas senten- cias, permanecen incontroladas durante mucho más tiempo del que cualquiera puede recordar. Nuestros juristas no tienen en cuenta otras leyes consuetudinarias, sino las que son razonables, y sostienen que las malas costumbres deben ser abolidas. Pero el juicio de lo que es razonable y de lo que debe ser abolido corresponde a quien hace la ley, que es la asamblea soberana o el monarca.
4. La ley de naturaleza y la ley civil se contienen una a otra y son de igual extensión. En efecto, las leyes de naturaleza, que consisten en la equidad, la justicia, la gratitud y otras virtudes morales que dependen de ellas en la condición de mera naturaleza (tal como he dicho al final del capítulo XV), no son propiamente leyes, sino cualidades que dis- ponen los hombres a la paz y la obediencia. Desde el momento en que un Estado queda establecido, existen ya leyes, pero antes no: entonces son órdenes del Estado, y, por consiguiente, leyes civiles, porque es el poder soberano quien obliga a los hombres a obedecerlas. En las dis- ensiones entre particulares, para establecer lo que es equidad, lo que es justicia, y lo que es virtud moral, y darles carácter obligatorio, hay necesidad de ordenanzas del poder soberano, y de castigos que serán impuestos a quienes las quebranten; esas ordenanzas son, por consi- guiente, parte de la ley civil. Por tal razón, la ley de naturaleza es una parte de la ley civil en todos los Estados del mundo. Recíprocamente también, la ley civil es una parte de los dictados de la naturaleza, ya que la justicia, es decir, el cumplimiento del pacto y el dar a cada uno lo suyo es un dictado de la ley de naturaleza. Ahora bien, cada súbdito en un Estado ha estipulado su obediencia a la ley civil (ya sea uno con otro, como cuando se reúnen para constituir una representación común, o con el representante mismo, uno por uno, cuando, sojuzga- dos por la fuerza, prometen obediencia para conservar la vida); por tanto, la obediencia a la ley civil es parte, también, de la ley de natura- leza. Ley civil y ley natural no son especies diferentes, sino partes distintas de la ley; de ellas, una parte es escrita, y se llama civil; la otra no escrita, y se denomina natural. Ahora bien, el derecho de naturale- za, es decir, la libertad natural del hombre, puede ser limitada y res- tringida por la ley civil: más aún, la finalidad de hacer leyes no es otra sino esa restricción, sin la cual no puede existir ley alguna. La ley no fue traída al mundo sino para limitar la libertad natural de los hombres individuales, de tal modo que no pudieran dañarse sino asistirse uno a otro y mantenerse unidos contra el enemigo común.
5. Las leyes provinciales no son hechas por la costumbre, sino por el poder soberano. Si el soberano de un Estado sojuzga a un pueblo que ha vivido bajo el imperio de otras leyes escritas, y posteriormente lo gobierna por las mismas leyes con que antes se gobernaba, estas leyes son leyes civiles del vencedor y no del Estado sometido. En efecto, el legislador no es aquel por cuya autoridad se hicieron inicialmente las leyes, sino aquel otro por cuya autoridad continúan siendo leyes, aho- ra. Por consiguiente, donde existen diversas provincias, dentro del dominio de un Estado, y en estas provincias diversidad de leyes, que comúnmente se llaman costumbres de cada provincia singular, no hemos de entender que estas costumbres tienen su fuerza solamente por el tiempo transcurrido, sino porque eran, con anterioridad, leyes escritas, o dadas a conocer de otro modo por las constituciones y esta- tutos de sus soberanos. Ahora bien, para que en todas las provincias de un dominio una ley no escrita sea generalmente observada, sin que aparezca iniquidad alguna en la observancia de la misma, esta ley no puede ser sino una ley de naturaleza, que obliga por igual a la huma- nidad entera.
6. Opiniones ligeras de los juristas sobre la forma de hacer las leyes. Advirtiendo que todas las leyes, estén o no escritas, reciben su autori- dad y vigor de la voluntad del Estado, es decir, de la voluntad del re- presentante (que en una monarquía es el monarca, y en otros Estados la asamblea soberana), cualquiera se sorprenderá al ver de dónde pro- ceden opiniones tales como las halladas en los libros de los juristas eminentes en distintos Estados, y en las que directamente, o por con- secuencia, hacen depender el poder legislativo de hombres particula- res o jueces subalternos. Tal ocurre, por ejemplo, con la creencia de que la ley común no tiene otro control sino el del Parlamento; ello es verdad solamente cuando el Parlamento tiene el poder soberano, y no puede ser reunido ni disuelto sino por su propio arbitrio. En efecto, si existe algún derecho en alguien para disolverlo, entonces existe tam- bién un derecho a controlarlo, y, por consiguiente, a controlar su con- trol. Y por el contrario, si semejante derecho no existe, quien controla las leyes no es el parlamentum, sino el rex in Parlamento. Y cuando es soberano un Parlamento, por numerosos y sabios que sean los hom- bres que reúna, con cualquier motivo, de los países sujetos a él, nadie creerá que semejante asamblea haya adquirido por tal causa el poder legislativo. Además, se dice: los dos brazos de un Estado son la fuerza y la justicia, el primero de los cuales reside en el rey, mientras el otro está depositado en manos del Parlamento. Como si un Estado pudiera subsistir cuando la fuerza esté en manos de alguno a quien la justicia no tenga autoridad para mandar y gobernar.
7. Sir Edward Coke, acerca de Littleton, Lib. 2, C. 6, fol 97 b. Con- vienen nuestros juristas en que esa ley nunca puede ser contra la razón; afirman también que la ley no es la letra (es decir, la construc- ción legal), sino lo que está de acuerdo con la intención del legislador. Todo esto es cierto, pero la duda estriba en qué razón habrá de ser la que sea admitida como ley. No puede tratarse de una razón privada, porque entonces existiría entre las leyes tanta contradicción como en- tre las escuelas; ni tampoco (como pretende Sir Ed. Coke) en una per- fección artificial de la razón, adquirida mediante largo estudio, obser- vación y experiencia (como era su caso). En efecto, es posible que un prolongado estudio aumente y confirme las sentencias erróneas: pero cuando los hombres construyen sobre falsos cimientos, cuanto más edifican, mayor es la ruina; y, además, las razones y resoluciones de aquellos que estudian y observan con igual empleo de tiempo y dili- gencia, son y deben permanecer discordantes: por consiguiente, no es esta jurisprudentia o sabiduría de los jueces subordinados, sino la razón del Estado, nuestro hombre artificial, y sus mandamientos, lo que constituye la ley. Y siendo el Estado, en su representación, una sola persona, no puede fácilmente surgir ninguna contradicción en las leyes; y cuando se produce, la misma razón es capaz, por interpreta- ción o alteración, de eliminarla. En todas las Cortes de justicia es el soberano (que personifica el Estado) quien juzga. Los jueces subordi- nados deben tener en cuenta la razón que motivó a su soberano a insti- tuir aquella ley, a la cual tiene que conformar su sentencia; sólo en- tonces es la sentencia de su soberano; de otro modo es la suya propia, y una sentencia injusta, en efecto.
8. La ley establecida, si no se da a conocer, no es ley. Del hecho de que la ley es una orden, y una orden consiste en la declaración o mani- festación de la voluntad de quien manda, por medio de la palabra, de la escritura o de algún otro argumento suficiente de la misma, pode- mos inferir que la orden dictada por un Estado es ley solamente para quienes tienen medios de conocer la existencia de ella. Sobre los imbéciles natos, los niños o los locos no hay ley, como no la hay sobre las bestias; ni son capaces del título de justo e injusto, porque nunca tuvieron poder para realizar un pacto o para comprender las conse- cuencias del mismo, y, por consiguiente, nunca asumieron la misión de autorizar las acciones de cualquier soberano, como deben hacer quienes se convierten, a sí mismos, en un Estado. Y análogamente a los que por naturaleza o accidente carecen de noticia de las leyes en general, quienes por cualquier accidente no imputable a ellos mismos carecen de medios para conocer la existencia de una ley particular, quedan excusados si no la observan, y, propiamente hablando, esta ley no es para éllos. Es, por consiguiente, necesario, considerar en este lugar qué argumentos y signos son suficientes para el conocimiento de lo que es la ley, es decir, cuál es la voluntad del soberano, tanto en las monarquías como en otras formas de gobierno.
Las leyes no escritas son, todas ellas, leyes de naturaleza. En primer lugar, si existe una ley que obliga a todos los súbditos sin excepción, y no es escrita, ni se ha publicado -por cualquier otro procedimiento- en lugares adecuados para que de ella se tenga noticia, es una ley de naturaleza. En efecto, cualquier cosa de que los hombres adquieran noticia y consideren como ley no por las palabras de otros hombres, sino por las de su propia razón, debe ser algo aceptable por la razón de todos los hombres; y esto con ninguna ley ocurre sino con la ley de naturaleza. Por consiguiente, las leyes de naturaleza no necesitan ni publicación ni promulgación, ya que están contenidas en esta senten- cia, aprobada por todo el mundo: No hagas a otro lo que tú consideres irrazonable que otro te haga a ti.
En segundo lugar, si existe una ley que obliga solamente a alguna ca- tegoría de hombres, o a un hombre en particular, y no está escrita ni publicada verbalmente, entonces es también una ley de naturaleza, conocida por los mismos argumentos y signos que distinguen a sus titulares, en tal condición de los demás súbditos. Porque cualquier ley que no esté escrita o promulgada de algún modo por quien la hizo, no puede ser conocida de otra manera sino por la razón de aquel que ha de obedecerla: y es también, por consiguiente, una ley no sólo civil, sino natural. Por ejemplo, si el soberano emplea un ministro público sin comunicarle instrucciones escritas respecto a lo que ha de hacer, ese ministro viene obligado a tomar por instrucciones los dictados de la razón; así como si instituye un juez, éste ha de procurar que su sen- tencia se halle de acuerdo con la razón de su soberano; e imaginándo- se siempre ésta como equitativa, está ligado a ella por la ley de natura- leza; o si es un embajador (en todas las cosas no contenidas en sus instrucciones escritas) debe considerar como instrucción lo que la razón le dicte como más conducente al interés de su soberano; y así puede decirse de todos los demás ministros de la soberanía, pública y privada. Todas estas instrucciones de la razón natural pueden ser comprendidas bajo el nombre común de fidelidad, que es una rama de la justicia natural.
Exceptuada la ley de naturaleza, las demás leyes deben ser dadas a conocer a las personas obligadas a obedecerlas, sea de palabra, o por escrito, o por algún otro acto que manifiestamente proceda de la auto- ridad soberana. En efecto, la voluntad de otro no puede ser advertida sino por sus propias palabras o actos, o por conjeturas tomadas de sus fines y propósitos, lo cual, en la persona del Estado, debe suponerse siempre en armonía con la equidad y la razón. En los tiempos antiguos antes de que las cartas fueran de uso común, las leyes eran reducidas en muchos casos a versos, para que el pueblo llano, complaciéndose en cantarlas o recitarlas, pudiera más fácilmente retenerlas en la me- moria. Por la misma causa, Salomón recomienda a un hombre que le ligue los diez mandamientos a sus diez dedos'. Y en cuanto a la ley que Moisés dió al pueblo de Israel en la renovación del pacto; él les pide que la enseñen a sus hijos, conversando acerca de ella, lo mismo en casa que en ruta: cuando vayan a la cama o se levanten de ella; y que la escriban en los montantes y dinteles de sus casas 2; y que reú- nan a las gentes, hombres, mujeres y niños, para escuchar su lectura 3. Ni es ley cuando el legislador no puede ser conocido. Tampoco basta que la ley sea escrita y publicada, sino que han de existir, también, signos manifiestos de que procede de la voluntad del soberano. En efecto, cuando los hombres privados tienen o piensan tener fuerza bastante para realizar sus injustos designios, o perseguir sin peligro sus ambiciosos fines, pueden publicar como leyes lo que les plazca, sin autoridad legislativa, o en contra de ella. Se requiere, por consi- guiente, no sólo la declaración de la ley, sino la existencia de signos suficientes del autor y de la autoridad. El autor o legislador ha de ser, sin duda, evidente en cada Estado, porque el soberano que habiendo sido instituido por el consentimiento de cada uno, se supone suficien- temente conocido por todos. Y aunque la ignorancia y osadía de los hombres sea tal, en la mayor parte de los casos, que cuando se disipa el recuerdo de la primera constitución de su Estado, no consideran en virtud de qué poder están defendidos contra sus enemigos, protegidos en sus actividades, y afirmados en su derecho cuando se les hace inju- ria; como ningún hombre que medite sobre el particular puede abrigar duda alguna, no cabe tampoco alegar ninguna excusa respecto a la ignorancia de dónde está situada la soberanía. Es un dictado de la razón natural y, por consiguiente, una ley evidente de naturaleza, que nadie debe debilitar ese poder cuya protección él mismo ha demanda- do o ha recibido, contra otros, con conocimiento suyo. Por consiguien- te, nadie puede tener duda de quién es soberano, sino por su propia culpa (cualesquiera que sean las razones que puedan invocar los hom- bres malos).
Diferencia entre verificación y autorización. La dificultad consiste en la evidencia de la autoridad derivada del soberano; la remoción de esa dificultad depende del conocimiento de los registros públicos, de los consejos públicos, de los ministros públicos y de los tribunales públi- cos, los cuales verifican suficientemente todas las leyes; verifican, digo, no autorizan; porque la verificación no es sino testimonio y re- gistro, no la autoridad de la ley que consiste, solamente, en la orden del soberano.
La ley verificada por el juez subordinado. Por tanto, si un hombre tie- ne una cuestión por injuria a la ley de naturaleza, es decir, a la equidad común, la sentencia del juez, que por comisión tiene autoridad para conocer tales causas, es una verificación suficiente de la ley de natura- leza en este caso individual. Porque aunque la opinión de uno que profese el estudio de la ley sea útil para evitar litigios, no es sino una opinión: es decir, el juez debe comunicar a los hombres lo que es ley, después de oír la controversia.
Por los Registros públicos. Pero cuando la cuestión es de injuria o delito contra la ley escrita, cada hombre, recurriendo por sí mismo o por otros a los Registros, puede (si quiere) estar suficientemente in- formado antes de realizar tal injuria o delito, y establecer si es injuria o no. Ni siquiera eso: porque cuando un nombre duda de si el acto que realiza es justo o injusto, y puede informarse a sí mismo si quiere, el acto realizado es ilegal. Del mismo modo, quien se supone a si mismo injuriado, en un caso establecido por la ley escrita que él puede exa- minar por sí mismo o por otros, si se querella antes de consultar la ley, lo hace injustamente, y más bien procede a vejar otros hombres que a demandar su propio derecho.
Por documentos patentes y sellos públicos. Si la cuestión promovida es la de obediencia en un funcionario público, oír leer la comisión para el cargo que le ha sido confiado, o tener medios de informarse de ello, cuando uno lo desee, es una verificación suficiente de su autori- dad. En efecto, cada hombre está obligado a hacer todo cuanto pueda para informarse por sí mismo de todas las leyes escritas que pueden afectar a sus acciones futuras. Conocido el legislador, y suficiente- mente publicadas las leyes, sea por escrito o por la luz de la naturale- za, todavía necesitan otra circunstancia muy material para que sean obligatorias.
La interpretación de la ley depende del poder soberano. Ciertamente no es en la letra sino en la significación, es decir, en la interpretación auténtica de la ley (que estriba en el sentido del legislador) donde ra- dica la naturaleza de la ley. Por tanto, la interpretación de todas las leyes depende de la autoridad soberana, y los intérpretes no pueden ser sino aquellos que designe el soberano (sólo al cual deben los súbditos obediencia). De otro modo la sagacidad de un intérprete puede hacer que la ley tenga un sentido contrario al del soberano; entonces el intérprete se convierte en legislador.
Todas las leyes necesitan interpretación. Todas las leyes escritas y no escritas tienen necesidad de interpretación. La ley no escrita de natura- leza, aunque sea fácil de reconocer para aquellos que, sin parcialidad ni pasión, hacen uso de su razón natural, y, por tanto, priva de toda excusa a quienes la violan, si se tiene en cuenta que son pocos, acaso ninguno, quienes en tales ocasiones no están cegados por su egoísmo o por otra pasión, la ley de naturaleza se convierte en la más oscura de todas las leyes, y es, por consiguiente, la más necesitada de intérpretes capaces. Las leyes escritas, cuando son breves, fácilmente son mal interpretadas, por los diversos significados de una o dos palabras: si son largas, resultan más oscuras por las significaciones diversas de varias palabras; en este sentido, ninguna ley escrita promulgada en pocas o muchas palabras puede ser bien comprendida sin una perfecta inteligencia de las causas finales para las cuales se hizo la ley; y el conocimiento de estas causas finales reside en el legislador. Por tanto, para él no puede haber en la ley ningún nudo insoluble, ya sea porque puede hallar las extremidades del mismo, y desatarlo, o porque puede elegir un fin cualquiera (como hizo Alejandro con su espada, en el caso del nudo gordiano) por medio del poder legislativo; cosa que ningún otro intérprete puede hacer.
La interpretación auténtica de la ley no es la de los escritores. La in- terpretación de las leyes de naturaleza no depende, en un Estado, de los libros de filosofía moral. La autoridad de los escritores, sin la auto- ridad del Estado, no convierte sus opiniones en ley, por muy veraces que sean. Lo que vengo escribiendo en este tratado respecto a las vir- tudes morales y a su necesidad para procurar y mantener la paz, aun- que sea verdad evidente, no es ley, por eso, en el momento actual, sino porque en todos los Estados del mundo es parte de la ley civil, ya que aunque sea naturaleza razonable, sólo es ley por el poder soberano. De otro modo sería un gran error llamar a las leyes de naturaleza leyes no escritas, acerca de esto vemos muchos volúmenes publicados, llenos de contradicciones entre unos y otros, y aun en un mismo libro.
La interpretación de la ley se hace por el juez, quien da sentencia viva vote en cada caso particular. La interpretación de la ley de naturaleza es la sentencia del juez, constituido por la ley soberana para oír y fa- llar las controversias que de él dependen; y consiste en la aplicación de la ley al caso debatido. En efecto, en el acto del juicio, el juez no hace otra cosa sino considerar si la demanda de las partes está de acuerdo con la razón natural y con la equidad; y la sentencia que da es, por consiguiente, la interpretación de la ley de naturaleza, interpre- tación auténtica no porque es su sentencia privada, sino porque la da por autorización del soberano; con ello viene a ser la sentencia de so- berano, que es ley, en aquel entonces, para las partes en litigio. La sentencia de un juez no le obliga, a dar, a él o a otro juez poste- riormente la misma sentencia en casos análogos. Ahora bien como no hay juez subordinado ni soberano que no pueda errar en un juicio de equidad, si posteriormente, en otro caso análogo, encuentra más de acuerdo con la equidad dar una sentencia contraria, está obligado a hacerlo. Ningún error humano se convierte en ley suya, ni le obliga a persistir en él: ni (por la misma razón) se convierte en ley para otros jueces, aunque haya hecho promesa de seguirla. En efecto, aunque una sentencia equivocada que se dé por autorización del soberano, si él la conoce y la permite, viene a constituir una nueva ley (cuando las leyes son mutables, e incluso las pequeñas circunstancias son idénticas), en cambio, en las leyes inmutables, tales como son las leyes de naturale- za, no existen leyes respecto a los mismos o a otros jueces, en los ca- sos análogos que puedan ocurrir posteriormente. Los príncipes se su- ceden uno a otro, y un juez pasa y otro viene, pero ni el cielo ni la tierra se van, ni un solo titulo de la ley de naturaleza desaparece, tam- poco, porque es la eterna ley de Dios. Por tanto, entre todas las sen- tencias de los jueces anteriores, que siempre han sido, no pueden, to- das juntas, hacer una ley contraria a la equidad natural. Ningún ejem- plo de jueces anteriores puede garantizar una sentencia irracional, ni librar al juez actual de la preocupación de estudiar lo que es la equidad (en el caso que ha de juzgar), según los principios de su propia razón natural. Por ejemplo, va contra la ley de naturaleza castigar al inocen- te, e inocente es quien judicialmente queda liberado y reconocido co- mo inocente por el juez. Supongamos ahora el caso de que un hombre es acusado de un delito capital, y teniendo en cuenta el poder y la ma- licia de algún enemigo, y la frecuente corrupción y parcialidad de los jueces, escapa por temor a lo que pueda ocurrir, y posteriormente es detenido y conducido ante un tribunal legal donde resulta que no era culpable del delito, y en consecuencia queda liberado, no obstante cual se le condena a perder sus bienes; esto es una manifiesta condenación del inocente. Afirmo, por consiguiente, que no hay lugar en el mundo donde esto pueda constituir la interpretación de una ley de naturaleza, o ser convertido en ley por las sentencias de los jueces anteriores que hicieron lo mismo. Quien juzgó primero juzgó injustamente, y ningu- na injusticia puede ser modelo de juicio para los jueces sucesivos.
Puede existir una ley escrita que prohíba huir al inocente, y le castigue por haber escapado; pero que la fuga por temor a un daño deba ser considerada como presunción de culpabilidad, cuando un hombre ha sido ya judicialmente absuelto del delito, es contrario a la naturaleza de la presunción, que no tiene ya lugar después de emitido el fallo. Sin embargo, esta opinión es controvertida por un gran jurista de la ley común en Inglaterra. Si un inocente, dice, es acusado de felonía, y escapa por temor a esa acusación, aunque judicialmente quede libera- do del cargo de felonía, si se averigua que huyó por tal causa, debe perder todos sus bienes, castillos, créditos y acciones a pesar de su inocencia. En efecto, en cuanto a la pérdida de ello, la ley no admitirá prueba contra la presunción legal fundada en el hecho de su huida. Así veis que un inocente, judicialmente liberado, a pesar de su inocencia (cuando ninguna ley escrita le prohibía huir), después de su liberación resulta condenado, por una presunción legal, a perder todos los bienes que posee. Si la ley funda sobre su huida una presunción del hecho (que era sustancial) la sentencia debió haber sido sustancial también; si la presunción no era hecho ¿por qué había de perder sus bienes? Por tanto esto no es ley de Inglaterra, ni es una condena fundada sobre una presunción de ley, sino sobre la presunción de los jueces. Es, también, contrario a la ley afirmar que ninguna prueba debe ser admitida contra una presunción de ley. En efecto, todos los jueces, soberanos y subor- dinados, cuando rehusan escuchar pruebas rehusan hacer justicia: aunque la sentencia sea justa, los jueces que condenan sin atender las pruebas ofrecidas son jueces injustos, y su presunción no es sino pre- juicio, cosa que ningún hombre debe llevar consigo a la sede de la justicia, cualesquiera que sean los juicios precedentes o ejemplos que pretenda seguir. Existen otras cosas de esta naturaleza en las que los juicios de los hombres han sido pervertidos por confiar en los prece- dentes; pero esto bastará para mostrar que aunque la sentencia del juez sea una ley para la parte que litiga, no lo es para cualquier juez que le suceda en el ejercicio de ese cargo.
De la misma manera cuando se trata del significado de las leyes escri- tas, no es intérprete de ellas quien se limita a escribir un comentario sobre las mismas. En efecto, los comentarios están más sujetos a obje- ción que el texto mismo, y por tanto necesitan otros comentarios, con lo cual no tendrían fin tales interpretaciones. Por esta causa, a menos que exista un intérprete autorizado por el soberano, del cual no pueden apartarse los jueces subordinados, el intérprete no puede ser otro que el juez ordinario, del mismo modo que ocurre en los casos de la ley no escrita; y sus sentencias deben ser reconocidas por quien pleitea como leyes en este caso particular; ahora bien, no obligan a otros jueces a dar juicios análogos en casos semejantes, porque un juez puede errar en la interpretación de la ley escrita, pero ningún error de un juez su- bordinado puede cambiar la ley que constituye una sentencia general del soberano.
Diferencia entre la letra y la sentencia de la ley. En las leyes escritas los hombres suelen establecer una diferencia entre la letra y la senten- cia de la ley. Cuando por letra se entiende cualquier cosa que pueda ser inferida de las meras palabras, esa distinción es correcta, porque los significados de la mayoría de las palabras son ambiguos, bien por sí mismos o por el uso metafórico que de ellos se hace, y el argumento puede ser exhibido en diversos sentidos; en cambio, sólo hay un senti- do de la ley. Ahora bien, si por letra se entiende el sentido literal, en- tonces la letra y la sentencia o intención de la ley son una misma cosa, porque el sentido literal es aquel que el legislador se proponía signifi- car por la letra de la ley. En efecto, se supone siempre que la intención del legislador es la equidad, pues sería una gran contumelia para el juez pensar otra cosa del soberano.
Por consiguiente, si el texto de la ley no autoriza plenamente una sen- tencia razonable, debe suplirle con la ley de naturaleza, o, si el caso es difícil, suspender el juicio hasta que haya recibido una autorización más amplia. Por ejemplo, una ley escrita ordena que quien sea arroja- do de su casa por la fuerza, por la fuerza sea restituido en ella: pero supongamos que un hombre, por negligencia, deja su casa vacía, y al regresar es arrojado por la fuerza, caso para el cual no existe una ley concreta. Es evidente que este caso está contenido en la misma ley, pues de otro modo no habría remedio, en absoluto, cosa que puede suponerse contraria a la voluntad del legislador. A su vez el texto de la ley ordena juzgar de acuerdo con la evidencia: un hombre es acusado falsamente de un hecho que el juez mismo vio realizar a otro, distinto del acusado. En este caso, ni puede seguirse el texto de la ley para condenar al inocente, ni el juez debe sentenciar contra la evidencia del testimonio, porque la letra de la ley es lo contrario: solicitará del sobe- rano la designación de otro juez, y el primero será testigo. De este modo el inconveniente que resulta de las meras palabras de una ley escrita puede llevar al juez a la intención de la ley, haciendo que ésta se interprete, así, de la mejor manera; sin embargo, ninguna incomo- didad puede garantizar una sentencia contra la ley, porque cada juez de lo bueno y de lo malo, no es juez de lo que es conveniente o incon- veniente para el Estado.
Aptitudes requeridas en un juez. Las aptitudes requeridas en un buen intérprete de la ley, es decir, en un buen juez, no son las mismas que las que se exigen de un abogado, especialmente en el estudio de las leyes. Porque del mismo modo que un juez, cuando ha de tomar refe- rencias del hecho, no ha de hacerlo sino de los testigos, así también no debe informarse de la ley por otro conducto que por el de los estatutos y constituciones del soberano, alegados en el juicio, o declarados a él por quien tiene autoridad del poder soberano para declararlos; y no necesita preocuparse por anticipado de cuál será su juicio, porque lo que él debe decir respecto al hecho, le habrá de ser suministrado por los testigos, y lo que debe decir en materia de ley, por quienes en sus alegaciones lo manifiestan y tienen autoridad para interpretarlo en el lugar mismo. Los Lores del Parlamento en Inglaterra eran jueces, y muchas causas difíciles han sido oídas y falladas por ellos; sin embar- go pocos, entre esos Lores, eran muy versados en el estudio de las leyes, y pocos habían hecho profesión de ellas; y aunque consultaban con juristas designados para comparecer en aquella oportunidad y cuestión, solamente aquéllos tenían la autoridad para dictar sentencia. Del mismo modo en los juicios ordinarios de derecho, doce hombres del pueblo llano son los jueces, y dan sentencia no sólo respecto del hecho, sino del derecho, y se pronuncian simplemente por el deman- dante o por el demandado; es decir, son jueces no solamente del hecho, sino también del derecho, y en materia de delito no sólo deter- minan si existió o no, sino que establecen si fue asesinato, homicidio, felonía, asalto u otra cosa, conforme a las calificaciones de la ley; pero como no se supone que conocen la ley por sí mismos, existe alguien que tiene autoridad para informarles de ello en el caso particular que han de juzgar. Ahora bien, aunque no juzguen de acuerdo con lo que se les dice, no están sujetos por ello a. penalidad alguna, a menos que aparezca que, lo hicieron contra su conciencia, o que fueron corrom- pidos por vía de cohecho.
Lo que hace un buen juez o un buen intérprete de las leyes es, en pri- mer término, una correcta comprensión de la principal ley de naturale- za, llamada equidad, que no dependiendo de la lectura de los escritos de otros hombres, sino de la bondad del propio raciocinio natural del hombre, se presume que es más frecuente en quienes han tenido más posibilidades y mayor inclinación para meditar sobre ellas. En segun- do lugar, desprecio de innecesarias riquezas y preferencias. En tercer término, ser capaz de despojarse a sí mismo, en el juicio, de todo te- mor, miedo, amor, odio y compasión. En cuarto lugar, y por último, paciencia para oír, atención diligente en escuchar, y memoria para retener, asimilar y aplicar lo que se ha oído.
Divisiones de la ley. La distinción y división de las leyes ha sido hecha de diversas maneras, según los diferentes métodos aplicados por quienes han escrito sobre ellas. En efecto, es una cosa que no depende de la naturaleza, sino del propósito del escritor, y es auxiliar de cual- quier otro método del hombre. En la Instituta de Justiniano encontra- mos siete clases distintas de leyes civiles.
Primera los edictos, constituciones y epístolas del príncipe, es decir, del emperador, puesto que el poder entero del pueblo residía en él. Análogas a estas son las proclamaciones de los reyes de Inglaterra.
2. Los decretos del pueblo entero de Roma (incluyendo el Senado) cuando eran aplicados a la cuestión por el 'Senado. Estas leyes, en primer lugar, por virtud del poder soberano que residía en el pueblo; y si no eran abrogadas por los emperadores seguían siendo leyes por la autoridad imperial. En efecto, todas las leyes que obligan se considera que son leyes emanadas de la autoridad que tiene poder para abrogar- las. Semejantes en cierto modo a estas leyes son las Leyes del Parla- mento en Inglaterra.
3. Los decretos, del pueblo llano (con exclusión del Senado) cuando eran aplicados a la cuestión por los tribunales del pueblo. En efecto, los decretos que no eran abrogados por los emperadores seguían sien- do leyes por la autoridad imperial. Análogas a éstas fueron las órdenes de la Cámara de los Comunes en Inglaterra.
4. Senatus consulta u órdenes del Senado, porque cuando el pueblo de Roma se hizo tan numeroso que resultaba ya inconveniente reunirlo, se consideró adecuado por el emperador que se consultara al Senado, en lugar de hacerlo al pueblo. Estas disposiciones tienen cierta seme- janza con las Actas del Consejo.
5. Los edictos de los pretores y, en algunos casos, los de los ediles, cuyo cargo viene a corresponder al de los Justicias mayores en las Cortes de Inglaterra.
6. Responsa prudentum, que eran las sentencias y opiniones de aque- llos juristas a quienes el emperador dio autoridad para interpretar la ley y para resolver las cuestiones que en materia de ley eran sometidas a su opinión; estas respuestas obligan a los jueces, al dar sus juicios, por mandato de las constituciones imperiales, y serían como las reco- pilaciones de casos juzgados, si la ley de Inglaterra obligara a otros jueces a observarlas. En efecto, los jueces de la ley común de Inglate- rra no son propiamente jueces, sino jurisconsultos, a quienes los jue- ces, es decir, los Lores o doce hombres del pueblo llano, deben pedir opinión en materia de ley.
7. Finalmente las costumbres no escritas (que en su propia naturaleza son una imitación de la ley), por el consentimiento tácito del empera- dor, en caso de que no sean contrarias a la ley de naturaleza, son ver- daderas leyes.
Otra división de las leyes es en naturales y positivas. Son leyes natura- les las que han sido leyes por toda la eternidad, y no solamente se lla- man leyes naturales, sino también leyes morales, porque descansan en las virtudes morales, como la justicia, la equidad y todos los hábitos del intelecto que conducen a la paz y a la caridad; a ellos me he referi- do ya en los capítulos XIV y XV.
Positivas son aquellas que no han existido desde la eternidad, sino que han sido instituidas como leyes por la voluntad de quienes tuvieron poder soberano sobre otros, y o bien son formuladas, escritas o dadas a conocer a los hombres por algún otro argumento de la voluntad de su legislador.
Otra división de la ley. A su vez, entre las leyes positivas unas son humanas, otras divinas, y entre las leyes humanas positivas unas son distributivas, otras penales. Son distributivas las que determinan los derechos de los súbditos, declarando a cada hombre en virtud de qué adquiere y mantiene su propiedad sobre las tierras o bienes, y su dere- cho o libertad de acción: estas leyes se dirigen a todos los súbditos. Son penales las que declaran qué penalidad debe infligirse a quienes han violado la ley, y se dirigen a los ministros y funcionarios estable- cidos para ejecutarlas. En efecto, aunque cada súbdito debe estar in- formado de los castigos que por anticipado se instituyeron para esas transgresiones, la orden no se dirige al delincuente (del cual ha de suponerse que no se castigará conscientemente a sí mismo), sino a los ministros públicos instituidos para que las penas sean ejecutadas. Es- tas leyes penales se encuentran escritas en la mayor parte de los casos con las leyes distributivas, y a veces se denominan sentencias. En efecto, todas las leyes son juicios generales o sentencias del legislador, como cada sentencia particular es, a su vez, una ley para aquel cuyo caso es juzgado.
Leyes positivas divinas (puesto que las leyes naturales siendo eternas y universales, son todas divinas) son aquellas que siendo mandamien- tos de Dios (no por la eternidad, ni universalmente dirigidas a todos los hombres, sino sólo a unas ciertas gentes o a determinadas perso- nas) son declaradas como tales por aquellos a quienes Dios ha autori- zado para hacer dicha declaración. Ahora bien ¿cómo puede ser cono- cida esta autoridad otorgada al hombre para declarar que dichas leyes positivas son leyes de Dios? Dios puede ordenar a un hombre, por vía sobrenatural, que dé leyes a otros hombres. Pero como es consustan- cial a la ley que los obligados por ella adquieran el convencimiento de la autoridad de quien la declara, y nosotros no podemos, naturalmente, adquirirlo directamente de Dios ¿cómo puede un hombre, sin revela- ción sobrenatural, asegurarse de la revelación recibida por el declaran- te, y cómo puede verse obligado a obedecerla?
Por lo que respecta a la primera cuestión: cómo un hombre puede ad- quirir la evidencia de la revelación de otro, sin una revelación particu- lar hecha a él mismo, es evidentemente imposible; porque si un hom- bre puede ser inducido a creer tal revelación por los milagros que ve hacer a quien pretende poseerla, o por la extraordinaria santidad de su vida, o por la extraordinaria sabiduría y felicidad de sus acciones (todo lo cual son signos extraordinarios del favor divino), sin embargo, todo ello no es testimonio cierto de una revelación especial. Los milagros son obras maravillosas, pero lo que es maravilloso para unos puede no serlo para otros. La santidad puede fingirse, y la felicidad visible en este mundo resulta ser, en muchos casos, obra de Dios por causas na- turales y ordinarias. Por consiguiente, ningún hombre puede saber de modo infalible, por razón natural, que otro ha tenido una revelación sobrenatural de la voluntad divina; sólo puede haber una creencia, y según que los signos de ésta aparezcan mayores o menores, la creencia es unas veces más firme y otras más débil.
En cuanto a la segunda cuestión de cómo puede ser obligado a obede- cerla, no es tan ardua. En efecto, si la ley declara no ser contra la ley de naturaleza (que es, indudablemente, ley divina) y el interesado se propone obedecerla, queda obligado por su propio acto; obligado, di- go, a obedecerla, no obligado a creer en ella, ya que las creencias y meditaciones de los hombres no están sujetas a los mandatos, sino, sólo, a la operación de Dios, de modo ordinario o extraordinario.
La fe en la ley sobrenatural no es una realización, sino, sólo, un asen- timiento a la misma, y no una obligación que ofrecemos a Dios, sino un don que Dios otorga libremente a quien le agrada; como, por otra parte, la incredulidad no es un quebrantamiento de algunas de sus le- yes, sino un repudio de todas ellas, excepto las leyes naturales. Cuanto vengo afirmando puede esclarecerse más todavía mediante ejemplos y testimonios concernientes a este punto y extraídos de la Sagrada Escri- tura. El pacto que Dios hizo con Abraham (por modo sobrenatural) era así: Este será mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu simien- te después de ti i. La descendencia de Abraham no tuvo esta reve- lación, ni siquiera existía entonces; constituía, sin embargo, una parte del pacto, y estaba obligada a obedecer lo que Abraham les manifesta- ra como ley de Dios: cosa que ellos no podían hacer sino en virtud de la obediencia que debían a sus padres, los cuales (si no están sujetos a ningún otro poder terrenal, como ocurría en el caso de Abraham) tie- nen poder soberano sobre sus hijos y sus siervos. A su vez, cuando Dios dijo a Abraham: En ti deben quedar bendecidas todas las nacio- nes de la tierra; porque yo sé que tú ordenarás a tus hijos y a tu hogar, después de ti, que tomen la vía del Señor y observen la rectitud y el juicio, es manifiesto que la obediencia de su familia, que no había tenido revelación, dependía de la obligación primitiva de obedecer a su soberano. En el monte Sinaí sólo Moisés subió a comunicarse con Dios, prohibiéndose que el pueblo lo hiciera, bajo pena de muerte; sin embargo, estaban obligados a obedecer todo lo que Moisés les declaró como ley de Dios. ¿Por qué razón si no por la de sumisión espontánea podían decir: Háblanos y te oiremos, pero no dejes que Dios nos hable a nosotros, o moriremos? En estos dos pasajes aparece suficientemen- te claro que en un Estado, un súbdito que no tiene una revelación cier- ta y segura, particularmente dirigida a sí mismo, de la voluntad de Dios, ha de obedecer como tal el mandato del Estado; en efecto, si los hombres tuvieran libertad para considerar como mandamientos de Dios sus propios sueños y fantasías, o los sueños y fantasías de los particulares, difícilmente dos hombres se pondrían de acuerdo acerca de lo que es mandamiento de Dios; y aun a ese respecto cada hombre desobedecería los mandamientos del Estado. Concluyo, por consi- guiente, que en todas las cosas que no son contrarias a la ley moral (es decir, a la ley de naturaleza) todos los súbditos están obligados a obe- decer como ley divina la que se declara como tal por las leyes del Es- tado. Esto es evidente para cualquiera razón humana, pues lo que no se hace contra la ley de naturaleza puede ser convertido en ley en nombre de quien tiene el poder soberano; y no existe razón en virtud de la cual los hombres estén menos obligados, si esto se propone en nombre de Dios. Además, no existe lugar en el mundo donde sea tole- rable que los hombres reconozcan otros mandamientos de Dios que los declarados como tales por el Estado.
Los Estados cristianos castigan leyes positivas divinas (puesto que las leyes naturales siendo eternas y universales, son todas divinas) son aquellas que siendo mandamientos de Dios (no por la eternidad, ni universalmente dirigidas a todos los hombres, sino sólo a unas ciertas gentes o a determinadas personas) son declaradas como tales por aquellos a quienes Dios ha autorizado para hacer dicha declaración. Ahora bien ¿cómo puede ser conocida esta autoridad otorgada al hombre para declarar que dichas leyes positivas son leyes de Dios? Dios puede ordenar a un hombre, por vía sobrenatural, que dé leyes a otros hombres. Pero como es consustancial a la ley que los obligados por ella adquieran el convencimiento de la autoridad de quien la de- clara, y nosotros no podemos, naturalmente, adquirirlo directamente de Dios ¿cómo puede un hombre, sin revelación sobrenatural, asegu- rarse de la revelación recibida por el declarante, y cómo puede verse obligado a obedecerla?
Por lo que respecta a la primera cuestión: cómo un hombre puede ad- quirir la evidencia de la revelación de otro, sin una revelación particu- lar hecha a él mismo, es evidentemente imposible; porque si un hom- bre puede ser inducido a creer tal revelación por los milagros que ve hacer a quien pretende poseerla, o por la extraordinaria santidad de su vida, o por la extraordinaria sabiduría y felicidad de sus acciones (todo lo cual son signos extraordinarios del favor divino), sin embargo, todo ello no es testimonio cierto de una revelación especial. Los milagros son obras maravillosas, pero lo que es maravilloso para unos puede no serlo para otros. La santidad puede fingirse, y la felicidad visible en este mundo resulta ser, en muchos casos, obra de Dios por causas na- turales y ordinarias.
Por consiguiente, ningún hombre puede saber de modo infalible, por razon natural, que otro ha tenido una revelación sobrenatural de la voluntad divina; sólo puede haber una creencia, y según que los sig- nos de ésta aparezcan mayores o menores, la creencia es unas veces más firme y otras más débil,
En cuanto a la segunda cuestión de cómo puede ser obligado a obede- cerla, no es tan ardua. En efecto, si la ley declara no ser contra la ley de naturaleza (que es, indudablemente, ley divina) y el interesado se propone obedecerla, queda obligado por su propio acto; obligado, di- go, a obedecerla, no obligado a creer en ella, ya que las creencias y meditaciones de los hombres no están sujetas a los mandatos, sino, sólo, a la operación de Dios, de modo ordinario o extraordinario. La fe en la ley sobrenatural no es una realización, sino, sólo, un asentimien- to a la misma, y no una obligación que ofrecemos a Dios, sino un don que Dios otorga libremente a quien le agrada; como, por otra parte, la incredulidad no es un quebrantamiento de algunas de sus leyes, sino un repudio de todas ellas, excepto las leyes naturales. Cuanto vengo afirmando puede esclarecerse más todavía mediante ejemplos y testi- monios concernientes a este punto y extraídos de la Sagrada Escritura.
El pacto que Dios hizo con Abraham (por modo sobrenatural) era así:
Este será mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu simiente después de ti 1. La descendencia de Abraham no tuvo esta revelación, ni siquiera existía entonces; constituía, sin embargo, una parte del pac- to, y estaba obligada a obedecer lo que Abraham les manifestara como ley de Dios: cosa que ellos no podían hacer sino en virtud de la obe- diencia que debían a sus padres, los cuales (si no están sujetos a ningún otro poder terrenal, como ocurría en el caso de Abraham) tie- nen poder soberano sobre sus hijos y sus siervos.
A su vez, cuando Dios dijo a Abraham: En ti deben quedar bendecidas todas las naciones de la tierra; porque yo sé que tú ordenarás a tus hijos y a tu hogar, después de ti, que tomen la vía del Señor y obser- ven la rectitud y el juicio, es manifiesto que la obediencia de su fami- lia, que no había tenido revelación, dependía de la obligación primiti- va de obedecer a su soberano. En el monte Sinaí sólo Moisés subió a comunicarse con Dios, prohibiéndose que el pueblo lo hiciera, bajo pena de muerte; sin embargo, estaban obligados a obedecer todo lo que Moisés les declaró como ley de Dios. ¿Por qué razón si no por la de sumisión espontánea podían decir: Háblanos y te oiremos, pero no dejes que Dios nos hable a nosotros, o moriremos? En estos dos pasa- jes aparece suficientemente claro que en un Estado, un súbdito que no tiene una revelación cierta y segura, particularmente dirigida a sí mismo, de la voluntad de Dios, ha de obedecer como tal el mandato del Estado; en efecto, si los hombres tuvieran libertad para considerar como mandamientos de Dios sus propios sueños y fantasías, o los sueños y fantasías de los particulares, difícilmente dos hombres se pondrían de acuerdo acerca de lo que es mandamiento de Dios; y aun a ese respecto cada hombre desobedecería los mandamientos del Esta- do.
Concluyo, por consiguiente, que en todas las cosas que no son contra- rias a la ley moral (es decir, a la ley de naturaleza) todos los súbditos están obligados a obedecer como ley divina la que se declara como tal por las leyes del Estado. Esto es evidente para cualquiera razón huma- na, pues lo que no se hace contra la ley de naturaleza puede ser con- vertido en ley en nombre de quien tiene el poder soberano; y no existe razón en virtud de la cual los hombres estén menos obligados, si esto se propone en nombre de Dios. Además, no existe lugar en el mundo donde sea tolerable que los hombres reconozcan otros mandamientos de Dios que los declarados como tales por el Estado. Los Estados cris- tianos castigan a quienes se rebelan contra la religión cristiana, y todos los demás Estados castigan a cuantos instituyen una religión prohibi- da. En efecto, en todo aquello que no esté regulado por el Estado, es de equidad (que es la ley de naturaleza, y, por consiguiente, una ley eterna de Dios) que cada hombre pueda gozar por igual de su libertad. Otra división de las leyes. Existe todavía otra distinción de las leyes, en fundamentales y no fundamentales; pero nunca pude comprender, en ningún autor, qué se entiende por ley fundamental. No obstante, con toda razón pueden distinguirse las leyes de esa manera.
Qué es ley fundamental. Se estima como ley fundamental, en un Esta- do, aquella en virtud de la cual, cuando la ley se suprime, el Estado decae y queda totalmente arruinado, como una construcción cuyos cimientos se destruyen. Por consiguiente, ley fundamental es aquella por la cual los súbditos están obligados a mantener cualquier poder que se dé al soberano, sea monarca o asamblea soberana, sin la cual el Estado no puede subsistir; tal es el poder de hacer la paz y la guerra, de instituir jueces, de elegir funcionarios y de realizar todo aquello que se considere necesario para el bien público. Es ley no fundamental aquella cuya abrogación no lleva consigo la desintegración del Estado; tales son, por ejemplo, las leyes concernientes a las controversias entre un súbdito y otro. Y baste esto ya, en cuanto a la división de las leyes. Diferencia entre ley y derecho. Encuentro que las palabras lex civilis y jus civile, es decir, ley y derecho civil, están usadas de modo promis- cuo para una misma cosa, incluso entre los autores más cultos, pero no debería ocurrir así. En efecto, derecho es libertad: concretamente, aquella libertad que la ley civil nos deja. Pero la ley civil es una obli- gación, y nos, arrebata la libertad que nos dio la ley de naturaleza. La naturaleza otorgó a cada hombre el derecho a protegerse a sí mismo por su propia fuerza, y a invadir a un vecino sospechoso, por vía de prevención; pero la ley civil suprime esta libertad en todos los casos en que la protección legal puede imponerse de modo seguro. En este sentido lex y jus son diferentes como obligación y libertad.
Y entre ley y carta. Análogamente, los términos leyes y cartas se utili- zan promiscuamente para la misma cosa. Sin embargo, las cartas son donaciones del soberano, y no leyes, sino exenciones a la ley. La frase utilizada en una ley es jubeo, injungo; es decir, mando y ordeno; la frase de una carta es dedi, concessi; he dado, he concedido: pero lo que se ha dado o concedido a un hombre no se le impone como ley.
Puede hacerse una ley para obligar a todos los súbditos de un Estado: una libertad o carta se refiere tan sólo a un hombre o a una parte del pueblo. Porque decir que todos los habitantes de un Estado tienen li- bertad en un caso cualquiera, es tanto como decir que en aquel caso no se hizo ley alguna, o que, habiéndose hecho, se halla abrogada al pre- sente.
Qué es pecado. Un pecado no es solamente una transgresión de la ley sino, también, un desprecio al legislador, porque tal desprecio consti- tuye, de una vez, un quebrantamiento de todas sus leyes. Por consi- guiente, puede consistir no sólo en la comisión de un hecho, o en la enunciación de palabras prohibidas por las leyes, o en la omisión de lo que la ley ordena, sino también en la intención o propósito de trans- gredir. En efecto, el propósito de quebrantar la ley implica cierto gra- do de desprecio a aquel a quien corresponde verla ejecutada. Experi- mentar, aunque sea en la imaginación solamente, el deleite de poseer los bienes, los sirvientes o la mujer de otro sin intención de tomarlo por la fuerza o por el fraude, no constituye un quebrantamiento de la ley que dice: No codiciarás; ni el placer que un hombre puede tener imaginando o soñando la muerte de aquel de cuya vida no espera otra cosa sino daño y sinsabores, es un pecado, sino la resolución de poner en ejercicio algún acto que tienda a ello. En efecto, complacerse en la ficción de aquello que agradaría a un hombre si llegara a realizarse, es una pasión tan inherente a la naturaleza del hombre y de cualquiera otra criatura viva que hacer de ello un pecado, sería convertir en peca- do, también, el hecho de ser hombre. Tales consideraciones me han hecho pensar que son demasiado severos consigo mismos y con los demás, quienes sostienen que las primeras nociones de la mente, aun- que constreñidas por el temor de Dios, son los pecados. No obstante, confieso que es más juicioso equivocarse por este lado que por el con- trario.
Qué es delito. DELITO es un pecado que consiste en la comisión (por acto o por palabra) de lo que la ley prohíbe, o en la omisión de lo que ordena. Así, pues, todo delito es un pecado: en cambio, no todo peca- do es un delito. Proponerse robar o matar es un pecado, aunque no se traduzca en palabras o en hechos, porque Dios, que ve los pensamien- tos del hombre, puede cargárselo en cuenta: pero hasta que se mani- fieste alguna cosa hecha o dicha, en virtud de la cual la intención pue- da ser argüida por un juez humano, no tiene el nombre de delito: esta distinción era observada por los griegos en las palabras y o ; la primera de ellas (que traducida significa peca- do) implica violación de una ley cualquiera, mientras que las últimas (que se traducen por delito) significan solamente aquel pecado de que un hombre puede acusar a otro. Respecto a las intenciones que nunca se manifiestan por un acto externo, no existe lugar para la acusación humana. Del mismo modo, los latinos significan por peccatum, que quiere decir pecado, toda forma de desviación de la ley, mientras que como crimen (palabra que deriva de cerno, que significa percibir) con- sideran solamente aquellos pecados que pueden ser evidenciados ante un juez y que, por tanto, no son meras intenciones.
Donde no existe ley civil no existe delito. De esta relación entre el pecado y la ley, y entre el delito y la ley civil, puede inferirse: prime- ro, que donde la ley cesa, cesa el pecado. Pero como la ley de natura- leza es eterna, la violación de pactos, la ingratitud, la arrogancia y todos los hechos contrarios a una virtud moral, nunca pueden cesar de ser pecado. En segundo lugar, que cesando la ley civil, cesa el delito, porque no subsistiendo ninguna otra ley sino la de naturaleza, no exis- te lugar para la acusación, puesto que cada hombre es su propio juez, acusado solamente por su propia conciencia y alumbrado sólo por la elevación de sus propias intenciones. Por consiguiente, cuando su in- tención es recta, su hecho no es pecado: en caso contrario, su hecho es pecado, pero no delito. En tercer término, que cuando cesa el poder soberano cesa también el delito: en efecto, donde no existe tal poder no hay protección que pueda derivarse de la ley, y por consiguiente, cada uno puede protegerse a sí mismo por su propia fuerza, ya que al instituirse un poder soberano nadie puede suponerse que renuncie al derecho de conservar su propio cuerpo, para cuya salvaguardia fue, precisamente, instituída la soberanía. Ahora bien, esto ha de compren- derse solamente de quienes no han contribuido por sí mismos a prote- gerlos, ya que esto, desde el principio, constituiría un delito. La ignorancia de la ley de naturaleza no excusa a nadie. La fuente de todo delito estriba en algún defecto del entendimiento, o en algún error en el razonar, o en alguna violencia repentina de las pasiones.
Defecto en el entendimiento es ignorancia; en el razonamiento, opi- nión errónea. A su vez, la ignorancia es de tres clases: de la ley, del soberano y de la pena. La ignorancia de la ley de naturaleza no excusa a nadie, porque en cuanto una persona ha alcanzado el uso de razón, se la supone consciente de que no debe hacer a otro lo que no quiere que le hagan a él. Por tanto, en cualquier lugar a donde vaya un hom- bre, si hace algo contrario a esa ley, es un delito. Si un hombre viene de las Indias a nuestras tierras, y persuade a los hombres para que re- ciban una nueva religión, o les enseña alguna cosa que tiende a fo- mentar la desobediencia de las leyes de este país, por muy persuadido que esté de la verdad de lo que enseña comete un delito, y puede ser justamente castigado por razón del mismo, no sólo porque su doctrina es falsa, sino también, porque hace algo que no aprobaría en otro: concretamente, que yendo de nuestro país se propusiera alterar la reli- gión en el suyo. Ahora bien, la ignorancia de la ley civil excusará a un hombre en un país extraño, hasta que le sea declarada; hasta entonces, ninguna ley civil es. obligatoria.
La ignorancia de la ley civil excusa a veces. De la misma manera, si la ley civil del país propio de un hombre no se halla tan suficientemente declarada que él pueda conocerla si quiere, ni las acciones contra la ley de naturaleza, la ignorancia es una buena excusa: en los demás casos, la ignorancia de la ley civil no exime.
La ignorancia del soberano no excusa. La ignorancia del poder sobe- rano en la localidad que es la ordinaria residencia de un hombre, no le excusa, porque debe adquirir noticia del poder por el cual ha sido pro- tegido allí.
La ignorancia de la pena no excusa. La ignorancia de la pena, cuando la ley es declarada, no exime a nadie. En efecto, al quebrantar la ley, que sin el temor de la pena consecuente no seria una ley sino palabras vanas, incurre en penalidad, aunque no sepa cuál es ésta; y es así por- que quien voluntariamente realiza una acción acepta todas las conse- cuencias conocidas de ella. El castigo es una consecuencia manifiesta de la violación de las leyes en cada Estado; castigo que si está deter- minado ya por la ley, se halla sujeto a ésta; en caso contrario el castigo a que puede estar sujeto resulta arbitrario. Es de razón que quien hace una injuria sin otra limitación que la de su voluntad, debe sufrir castigo sin otra limitación que la de su voluntad cuya ley es por ello violada. Castigos declarados con anterioridad sal hecho, eximen de castigo mayor con posterioridad a él. Ahora bien, cuando una pena se asocia al delito en la ley misma, o ha sido usualmente infligida en casos aná- logos, entonces el delincuente queda eximido de una mayor penalidad. En efecto, si de antemano se conoce el castigo, cuando éste no es bas- tante grande para disuadir de la acción, constituye un estímulo para ella, porque cuando los hombres comparan el beneficio de la injusticia por ellos cometida con el daño que representa su castigo, por razón de naturaleza eligen lo que resulta preferible para ellos, y por tanto, cuando son castigados más de lo que la ley había determinado ante- riormente, o más que otros fueron castigados por el mismo crimen, es la ley la que los induce al mal o los lleva al error.
Nada puede convertirse en delito por una ley posterior al hecho. Nin- guna ley promulgada después de realizado un acto, puede hacer de éste un delito, porque si el hecho es contra la ley de naturaleza, la ley existía ya antes de la acción; pero de una ley positiva no puede tenerse noticia antes de que se promulgue, y, por tanto, no puede ser obligato- ria. Ahora bien, por la razón inmediatamente alegada antes, cuando la ley que prohíbe un hecho se hace antes que el hecho se realice, quien realiza el hecho queda sujeto a la pena ulteriormente establecida, en caso de que anteriormente una pena no menor hubiera sido dada a conocer por escrito o por vía de ejemplo.
Falsos principios respecto a las causas verdaderas y erróneas del deli- to. Por defecto en el razonar (es decir, por error) propenden los hom- bres a violar la ley en tres aspectos. Primero, por presunción de falsos principios, como es la errónea apreciación de que en todos los lugares y en todos los tiempos las acciones injustas han sido autorizadas por la fuerza, así como por las victorias de quienes las han cometido, y que cuando los hombres poderosos quebrantan las leyes de su país consi- deran a los más débiles y a los fracasados en sus empresas como los únicos delincuentes, tomando, además, como principios y motivos de su razonamiento, frases como las siguientes: Que la justicia no es sino una palabra vana; que todo aquello que un hombre pueda obtener por su propia actividad y fortuna es suyo; que la práctica de todas las na- ciones no puede ser injusta; que los ejemplos de tiempos anteriores son buenos argumentos para hacer lo mismo otra vez, y otras muchas de este género. Admitido esto, ningún acto por sí mismo puede ser delito, sino que lo será o no (no por la ley sino) según el éxito de quien lo corneta; y el mismo hecho resulta virtuoso o vicioso, según disponga la fortuna; de manera que lo que Mario consideró como deli- to, Sila lo estima meritorio, y César (subsistiendo las mismas leyes) lo convierte de nuevo en delito, provocando todo ello una constante per- turbación de la paz del Estado.
Falsos maestros interpretan equivocadamente la ley de naturaleza. En segundo lugar, por falsos maestros que o bien hacen una errónea in- terpretación de la ley de naturaleza, poniéndola, por consiguiente, en contradicción con la ley civil, o bien enseñan como leyes doctrinas propias o tradiciones de tiempos antiguos que son incompatibles con el deber de un súbdito.
Y falsas inferencias de principios verdaderos, realizadas por los maes- tros. En tercer lugar, por inferencias erróneas de verdaderos princi- pios, lo cual sucede comúnmente a los hombres que son rápidos y precipitados en decidir y resolver lo que harán; así ocurre con aquellos que tienen una gran opinión de su propia inteligencia, y creen que las cosas de esta naturaleza no requieren tiempo y estudio, sino, solamen- te, una experiencia común y un buen talento natural, de lo cual nadie se encuentra a si mismo desprovisto: en cambio, el conocimiento de lo justo y de lo injusto, que no es menos difícil, nadie pretende tenerlo sin un estudio amplio y prolongado. De estos defectos en el razonar, ninguno puede excusar (aunque alguno de ellos sea susceptible de atenuar) un delito en quien aspire a la administración de sus propios negocios; mucho menos en quienes desempeñan un cargo público, ya que presumen de poseer una razón, sobre cuya falta habrían de apoyar la exención.
Por sus pasiones. Entre las pasiones que con mayor frecuencia son causa de delito una es la vanagloria; es decir, la insensata estimación de la propia valía; como si la diferencia de dignidad fuera un efecto de su ingenio, riqueza, linaje o alguna otra calidad natural que no depen- da de la voluntad de quienes tienen autoridad emanada del soberano. De .aquí procede la presunción, en que tales hombres se hallan, de que los castigos establecidos por las leyes y generalmente extendidos a todos los súbditos, no deben ser infligidos a ellos con el mismo rigor con que descargan sobre los hombres pobres, oscuros y sencillos, que se comprenden bajo la denominación de vulgo.
Presunción de riqueza. Por lo común ocurre, como consecuencia, que quienes se estiman a sí mismos por la grandeza de sus caudales, se aventuran a realizar delitos con la esperanza de escapar al castigo co- rrompiendo la justicia pública u obteniendo el perdón O. cambio de dinero u otras recompensas.
Y amigos. Y que quienes tienen muchos y poderosos parientes, y quienes gozan de popularidad y han ganado reputación entre la multi- tud, se animan a violar las leyes con la esperanza de oprimir el poder, al cual corresponde ejecutarlas.
Sabiduría. Y quienes tienen una elevada y falsa opinión de su propia sabiduría, toman a su cargo la reprensión de las acciones y ponen en tela de juicio la autoridad de quien gobierna, trastornando las leyes con sus discursos públicos, en el sentido de que nada debe ser delito sino lo que reclaman sus propios designios. Ocurre también que algu- nos de estos hombres se jactan de aquellos delitos que consisten en el ejercicio de la astucia y en el engaño a los vecinos, y piensan que sus designios son excesivamente sutiles para ser advertidos. He aquí lo que yo considero como efectos de una falsa presunción de su propia sabiduría. Entre quienes son los primeros instigadores de perturbación en el Estado (y esto no puede ocurrir si no existe una guerra civil), muy pocos logran conservar su vida tiempo bastante para ver realiza- dos sus nuevos designios: así que el beneficio de sus delitos redunda en favor de la posteridad, tal como ellos sólo en último lugar hubieran deseado, lo cual arguye que no tenían tanta sagacidad como ellos pen- saban. Y quienes engañan confiando en que no serán descubiertos, se engañan a sí mismos (ya que la oscuridad en la cual creen hallarse envueltos no es otra cosa que su propia ceguera); y no son más sabios que los niños que piensan estar escondidos cuando se tapan los ojos. Generalmente todos los hombres animados por la vanagloria (a menos que sean timoratos) están sujetos a la ira, ya que son más propensos que otros a considerar como desprecio la ordinaria libertad de la con- versación. Y pocos delitos existen que no puedan ser producidos por la ira.
Odio, concupiscencia, ambición, codicia, como causas de delito. En cuanto a los delitos que se engendran en las pasiones del odio, la con- cupiscencia, la ambición y la codicia, son tan obvios a la experiencia y al entendimiento de todos, que no hace falta decir nada de ellos, salvo que son dolencias tan consustanciales a la naturaleza, lo mismo del hombre que de todas las criaturas vivas, que sólo un uso extraordina- rio de la razón, o una severidad constante en castigarlos puede impedir sus efectos. Porque en las cosas odiadas encuentran los hombres una molestia continua e inconfesable; por lo cual o la paciencia humana se impone, o precisa hallar la tranquilidad eliminando el poder de quien molesta. Lo primero es difícil; lo segundo resulta muchas veces impo- sible sin cierta violación de la ley. La ambición y la codicia son, tam- bién, pasiones absorbentes y opresoras, y, en cambio, la razón no siempre actúa para resistirlas; por tanto, en cuanto la esperanza de impunidad aparece, se manifiestan sus efectos. En cuanto a la concu- piscencia, lo que le falta de continuidad le sobra de vehemencia, lo cual basta para disipar el temor de castigos inciertos o fáciles de evi- tar.
Miedo es, a veces, causa de delito, por ejemplo cuando el peligro no es ni presente ni corpóreo. De todas las pasiones la que en menor gra- do inclina al hombre a quebrantar las leyes es el miedo. Exceptuando algunas naturalezas generosas, es la única cosa, cuando existe una apariencia de provecho o placer, derivada del quebrantamiento de las leyes, que hace que los hombres las observen. Sin embargo, en mu- chos casos puede cometerse un delito por miedo.
Un miedo cualquiera no justifica la acción que produce, sino sólo el miedo a un daño corporal, lo que llamamos temor físico, y del cual uno no sabe cómo liberarse sino por la acción. Si un hombre se ve asaltado y teme por su muerte inmediata, de la cual no ve cómo esca- par sino hiriendo a quien le acomete, si lo hiere de muerte no comete un delito, porque al instituir un Estado nadie renunció a la defensa de su vida o de sus miembros, cuando la ley no puede llegar a tiempo para asistirlo. Pero matar a un hombre porque de sus acciones o ame- nazas puedo argüir que su deseo es matarme (cuando tengo oportuni- dad y medios de pedir protección al poder soberano), es un delito. Por otra parte, si un hombre escucha palabras desagradables o pequeñas injurias (para las cuales las leyes no han señalado castigo alguno, ni pensado que quien tiene uso de razón vaya a preocuparse de ellas) y teme que si no toma venganza incurrirá en el desprecio ajeno, y, coma consecuencia, se hallará expuesto a que otros le injurien de igual mo- do, y para evitar esto quebranta la ley y se protege a sí mismo para el futuro, por el terror que le inspira la venganza privada, entonces co- mete un delito, porque el daño no es corpóreo sino imaginario y (aun- que en este rincón del mundo se considera intolerable por una cos- tumbre que comenzó no hace muchos años entre gente joven y vani- dosa) tan leve que una persona consciente de su propio valor no hará caso de él.
Igualmente, un hombre puede temer a los espíritus, bien sea por su propia superstición o por dar excesivo crédito a otros hombres que le hablan de extraños sueños y visiones; y puede hacérsele creer que recibirá perjuicio por hacer u omitir diversas cosas cuya acción u omi- sión, sin embarga, es contraria a las leyes. Lo que por tal razón se haga u omita no puede excusarse por dicho temor, sino que es un deli- to. En efecto (tal como he mostrado anteriormente, en el capitulo II) los sueños no son, naturalmente, sino fantasías o imágenes que se con- servan mientras dormimos, a base de las impresiones que nuestros sentidos han recibido anteriormente, cuando estaban despiertos; y cuando los hombres, por algún accidente, no tienen la seguridad de que dormían, creen que vieron visiones reales, y, por tanto, quien se atreve a quebrantar la ley a base de su sueño propio o del ajeno, o de una pretendida visión, o de otra idea del poder de los espíritus invisi- bles, distinta de la permitida por el Estado, se aparta de la ley de natu- raleza, lo cual implica una cierta ofensa, y sigue los dictados de su propia imaginación o del cerebro de otro individuo, sin que pueda saber si significa alguna cosa o nada, ni si quien le comunica su sueño dice verdad o mentira; porque si a cualquier particular se le debiera permitir hacer esto (como debe ocurrir por la ley de naturaleza, si se permite a uno) no podría existir ninguna ley, y el Estado quedaría di- suelto.
No todos los delitos son iguales. De estos diferentes orígenes de deli- tos se infiere, desde luego, que no todos los delitos (contra lo que afirmaban los estoicos de los tiempos más antiguos) son del mismo linaje. No sólo existe lugar para la EXIMENTE, en virtud de la cual llega a probarse que lo que parezca ser un delito no lo es en absoluto, sino también para la ATENUACIÓN, en cuya virtud el delito que pa- recía grande se aminora. En efecto, aunque todos los delitos merezcan por igual el nombre de injusticia, del mismo modo que toda desvia- ción de la línea recta implica una cierta sinuosidad, como observaron acertadamente los estoicos, no debe deducirse de esto que todos los delitos sean igualmente injustos, del mismo modo que no todas las líneas curvas son igualmente curvas; cosa que los estoicos no tuvieron en cuenta cuando consideraban un delito tan grande matar una gallina, en contra de la ley, como matar al propio padre.
Eximentes totales. Lo que excusa totalmente un hecho y elimina de él la naturaleza de delito no puede ser otra cosa sino la que, al mismo tiempo, suprime la obligación establecida por la ley. En efecto, una vez cometido un hecho contra la ley, si quien lo cometió estaba obli- gado a ella, su acto no puede ser otra cosa que un delito. La falta de medios de conocer la ley exime totalmente. En efecto, la ley de la cual uno no tiene medio de informarse, no es obligatoria. Pero la falta de diligencia en averiguar no puede ser considerada como falta de medios, ni quien presume de razón bastante para el gobierno de sus propios negocios puede suponerse que carece de medios para conocer las leyes de naturaleza, porque estos medios son conocidos por la razón que presume poseer: sólo los niños y los locos pueden tener excusa en las ofensas que realizan contra la ley natural. Cuando un hombre está cautivo o en poder del enemigo (y se halla en poder del enemigo lo mismo si lo está su persona que sus medios de vida), si esta situación no se debe a culpa suya, cesa la obligación de la ley, ya que debe obedecer al enemigo o morir, y por consiguiente, tal obediencia no es un delito, porque nadie está obligado (cuando falla la protección de la ley) a dejar de protegerse a sí mismo por los mejores medios que pueda.
Si un hombre, por terror a la muerte inminente, se ve obligado a reali- zar un acto en contra de la ley, queda excusado totalmente, ya que ninguna ley puede obligarle a renunciar a su propia conservación. Su- poniendo que una ley fuera obligatoria, un hombre razonaría de este modo: Si no lo hago, moriré ahora; si lo hago, moriré después; por consiguiente, haciéndolo he asegurado una vida más larga. La natura- leza, por lo tanto, le compele a realizar el acto.
Cuando un hombre está desprovisto de alimento o de otra cosa necesa- ria para su vida, y no puede protegerse a sí mismo de ningún otro mo- do sino realizando algún acto contra la ley, como, por ejemplo, cuando en períodos de gran escasez toma el alimento por la fuerza, o roba lo que no puede obtener por dinero o por caridad. o en defensa de su vida arrebata la espada de manos de otro hombre, queda totalmente eximi- do por la razón que antes alegamos.
Eximentes contra el autor. Por otra parte, los hechos efectuados contra la ley por autorización de otro, quedan excusados por esta autoriza- ción, y recaen sobre el autor, porque nadie debe acusar su propio acto en otro que no es más que su instrumento; en cambio, no queda exi- mido contra una tercera persona injuriada por ello, porque en esa vio- lación de la ley tanto el autor como el actor son delincuentes. De aquí se deduce que si la persona o la asamblea que tiene el poder soberano, ordena a un hombre que haga algo contrario a una ley anterior, la rea- lización de ese acto queda totalmente eximida, porque no debe conde- narse a sí mismo, ya que el mismo soberano es el autor, y lo que jus- tamente no puede ser condenado por el soberano, no puede, en justi- cia, ser castigado por ningún otro. A su vez, cuando el soberano orde- na alguna cosa hecha contra una ley anterior suya, la orden, respecto a este hecho particular, constituye una abrogación de la ley.
Si el hombre o asamblea que tiene el poder soberano repudia un dere- cho esencial a la soberanía, mediante el cual aumenta en el súbdito cualquiera libertad incompatible con el poder soberano, es decir, con la verdadera esencia de un Estado. Si el súbdito rehusara obedecer la orden en alguna cosa contraria a la libertad otorgada, ello constituiría, a pesar de todo, un pecado contrario a la obligación del súbdito, ya que éste debe conocer lo que es incompatible con la soberanía, puesto que ésta se instituyó por su propio consentimiento y para su propia defensa, y la libertad incompatible con ello no pudo ser otorgada sido por ignorancia de las perniciosas consecuencias que trae consigo. Pero si no solamente desobedece, sino que, además, resiste a un funcionario público en la ejecución de la aludida orden, entonces comete un delito, ya que (sin quebrantamiento de la paz) podía haber formulado querella para ver reconocido su derecho.
Los grados de delito se establecen según diversas escalas, y se miden: primero, por la malignidad de la fuente o causa; segundo, por el con- tagio del ejemplo; tercero, por el daño del efecto; y cuarto, por la con- currencia de tiempos, lugares y personas.
La presunción de poder constituye una agravante. El mismo hecho realizado contra la ley, si procede de la presunción de fortaleza, rique- za o amistades para resistir a quienes han de ejecutar la ley, es un deli- to más grande que si procede de la esperanza de no ser descubierto o de escapar huyendo. En efecto, la presunción de una impunidad basa- da en la fuerza es una raíz de la cual brota, en todo tiempo y en todo género de tentaciones, un desprecio a todas las leyes, ya que en este último caso el temor al peligro, que obliga a huir a un hombre, le hace más obediente para el futuro. Un delito que conocemos como tal, re- sulta mayor que el mismo delito procedente de una falsa persuasión, de que constituye un acto legítimo. En efecto, quien lo comete a con- ciencia, presume de su fuerza o de otro poder que le estimula a come- terlo otra vez: en cambio, quien lo hace por error, en cuanto le advier- ten de ello vuelve a conformarse con la ley. Aquel cuyo error procede de la autoridad de un maestro o de un intérprete de la ley, públicamen- te autorizado, no es tan culpable como aquel otro cuyo error deriva de una perentoria prosecución de sus propios principios y razonamientos.
En efecto, lo que enseña uno que instruye por autorización pública, lo enseña, en realidad, el Estado, y tiene una apariencia de ley, mientras la misma autoridad lo controla; y en todos los delitos que no contienen en sí una negación del poder soberano, ni son contra una ley evidente, exime de modo total: mientras que quien funda sus acciones sobre su juicio privado se mantendrá en pie o caerá, de acuerdo con la rectitud o error del mismo.
Ejemplos de impunidad atenúan. El mismo hecho, si ha sido constan- temente castigado en otros hombres, es un delito mayor que si hubiera habido otros ejemplos precedentes de impunidad, ya que aquellos ejemplos son otros tantos auspicios de impunidad. ofrecidos por el soberano mismo. Y como quien provee a un hombre con semejante esperanza y presunción de gracia, estimulándole a ofender, tiene una participación en la ofensa, no puede, razonablemente, cargar la culpa entera sobre el ofensor.
Premeditación, agrava. Un delito que tiene como origen una pasión repentina, no es tan grande como si deriva de una larga meditación. En el primer caso existe una posibilidad de atenuación, basada en la gene- ral debilidad de la naturaleza humana; ahora bien, quien lo hace con premeditación obra de modo circunspecto, cierra los ojos al castigo con que la ley amenaza, y a las consecuencias del mismo, frente a la sociedad humana; todo lo cual ha despreciado al cometer el delito, posponiéndolo a sus propios apetitos. Ahora bien, no existe pasión repentina suficiente para una excusa total, porque todo el tiempo transcurrido entre el conocimiento de la ley y la comisión del hecho debe ser considerado como período de deliberación, ya que, meditan- do sobre la ley, cabe rectificar la irregularidad de las pasiones.
En cuanto la ley es públicamente promulgada, e interpretada con asi- duidad ante el pueblo entero, un hecho realizado contra ella 'constitu- ye un delito mayor que si no se procura una información semejante, y los súbditos la averiguan con dificultad, incertidumbre e interrupción de la exigencia de que la ley se cumpla, teniendo que ser informados por individuos particulares; en este caso, parte de la falta descarga sobre la abulia general, mientras que en el primero existe aparente negligencia que no deja de implicar cierto desprecio al poder sobera- no.
Aprobación tácita por el soberano, atenúa. Aquellos hechos que la ley condena expresamente, pero que el legislador tácitamente aprueba por otros signos manifiestos de su voluntad, son delitos menores que los mismos hechos condenados por la ley y por el legislador. Si adverti- mos que la voluntad del legislador es una ley, aparecen en este caso dos leyes contradictorias que excusarían totalmente si los hombres estuvieran obligados a tener noticia de la aprobación del soberano por otros argumentos distintos de los expresados por su mandato. Ahora bien, como existen castigos no sólo consiguientes a la transgresión de la ley, sino también a la observancia de ella, el legislador es, en parte, causante de la transgresión, y, por consiguiente, no puede razonable- mente imputarse al delincuente la totalidad del delito. Por ejemplo, la ley condena los duelos, y el castigo se hace necesario. Pero, a su vez, quien rehusa batirse está expuesto al desprecio y a la burla, sin reme- dio; a veces, es el mismo soberano quien lo considera indigno de des- empeñar algún cargo o mando en la guerra. Si en consideración a ello acepta el duelo, teniendo en cuenta que todos los hombres se proponen rectamente gozar de una buena opinión en quienes ejercen el poder soberano, en razón no deberá ser castigado rigurosamente, y una parte de la falta deberá recaer sobre el que castiga. Lo que digo no implica un afán de dar rienda suelta a las venganzas privadas o a cualquier otro género de desobediencia, sino que los gobernantes deben cuidar de no dar pábulo, indirectamente, a una cosa que de modo directo prohíben. Los ejemplos de los príncipes respecto a quienes los con- templan, son y han sido siempre más vigorosos para gobernar sus ac- ciones que las leyes mismas. Y aunque nuestro deber consiste en hacer no lo que ellos hacen, sino lo que dicen, semejante deber nunca será cumplido hasta que plazca a Dios dar a los hombres una gracia extra- ordinaria y sobrenatural para seguir este precepto.
Comparación entre los delitos, por sus efectos. Por otro lado, si com- paramos los delitos con el agravio de sus efectos, en primer término, el mismo hecho cuando redunda en perjuicio de varios es mayor que cuando redunda en daño de unos pocos. Por consiguiente, cuando un hecho daña no sólo en el presente, sino, también, por ejemplo, en el futuro, constituye un delito mayor que si el daño sólo se limita al pre- sente, ya que el primero es un delito fértil, y extiende y multiplica el daño, mientras que el segundo es improductivo. Mantener doctrinas contrarias a la religión establecida en el Estado es una falta mayor en un sacerdote autorizado que en una persona privada. Otro tanto es, en él, vivir de modo profano o incontinente, o realizar un acto irreligioso cualquiera.
Así también, en un profesor de leyes, mantener algún punto o realizar algún acto que tienda a debilitar el poder soberano, es un delito mayor que en otro hombre : asimismo, en un hombre que tiene reputación de sabiduría, hasta el punto de que sus consejos son seguidos o sus ac- ciones imitadas por los demás, el acto que realiza contra la ley es un delito mayor que el mismo hecho efectuado por otro, porque tales hombres no solamente cometen delito, sino que lo enseñan como ley a todos los demás hombres. Por lo general, todos los delitos son mayo- res por el escándalo que dan, es decir, porque son un obstáculo para el débil, que no considera tanto el camino en que se aventura como la luz de que otros hombres son portadores, delante de él.
Así también, los hechos de hostilidad contra la presente organización del Estado son delitos mayores que los mismos actos realizados contra personas particulares, porque el estrago se extiende por sí mismo a todos. Tal ocurre con la revelación de las tuerzas o de los secretos del Estado a un enemigo; con los atentados que se cometen contra el re- presentante del Estado, sea un monarca o una asamblea; y con todo cuanto de palabra o de hecho, tiende a disminuir la autoridad del mis- mo, sea en el momento presente o en tiempos sucesivos: estos delitos eran denominados por los latinos crimina laesae majestatis, y consis- ten en un designio o acto contrario a una ley fundamental.
Soborno y falso testimonio. Análogamente, aquellos delitos que dejan los juicios sin efecto son delitos mayores que las injurias hechas a una o a unas pocas personas; del mismo modo que recibir dinero por emi- tir un falso testimonio es un delito mayor que engañar de otro modo a un hombre acerca de una misma suma u otra mayor. En efecto, no sólo sufre quien cae en estos juicios, sino que todos los juicios se hacen inútiles y el caso queda abandonado a la fuerza y a la venganza privada.
Fraude. Así también, el robo y el fraude al tesoro o a las rentas públi- cas es un delito mayor que el robo o el fraude hecho a un particular, ya que robar al erario público es robar a varios a un tiempo. Usurpación de autoridad. Así también, la usurpación fraudulenta del ministerio público, la falsificación de los sellos públicos o de las acu- ñaciones públicas, así como la usurpación de la personalidad de un particular, o de su sello, a causa del fraude correspondiente, redunda en perjuicio de varios.
Comparación de los delitos particulares. De los hechos contra la ley, efectuados contra particulares, el delito mayor es aquel en que el daño resulta más sensible, a juicio del común de los homotro daño, con- servándose la vida.
Matar en contra de la ley es un delito mayor que cualquier bres. Por consiguiente:
Matar con tormento, mayor que matar simplemente. Mutilación de un miembro, mayor que el despojo de los bienes de un hombre. Despojar a un hombre de sus bienes por terror a la muerte o a ser heri- do, es delito mayor que la usurpación clandestina.
Y sustraer clandestinamente, mayor que obtenerlo por consentimiento fraudulento.
La violación de la castidad por la fuerza, mayor que por la seducción. Y de una mujer casada, mayor que de una soltera.
Todas estas cosas están comúnmente valuadas así, aunque algunos hombres son más o menos sensibles a la misma ofensa. No obstante, la ley no considera la inclinación particular sino la general de la espe- cie humana.
Por consiguiente, la ofensa que los hombres hacen por contumelia, mediante palabras o gestos, cuando no producen otro daño que el agravio presente de quien lo recibe fue poco atendida en las leyes de los griegos, romanos y otros Estados antiguos y modernos, suponién- dose que la verdadera causa de tal agravio no consiste en la contume- lia, la cual no prende en hombres conscientes de su propia virtud, sino en la pusilanimidad de quien es ofendido por ello.
Un delito contra un particular puede resultar agravado por la persona, tiempo y lugar. Matar al propio padre es un delito mayor que matar a otra persona, porque, aunque ha rendido su poder a la ley civil, el pa- dre debe ser honrado como soberano, puesto que tuvo originariamente ese poder, por naturaleza. Robar a un pobre es un delito mayor que robar a un rico, ya que para el pobre el daño es más sensible. Un delito cometido en tiempo o lugar destinado a la devoción es ma- yor que si se comete en otro lugar y tiempo, porque revela un mayor desprecio de la ley.
Podrían añadirse otros ejemplos de agravación y atenuación, pero con los citados hemos establecido ya cuán obvio es para cada hombre te- ner en cuenta el nivel de cualquier otro delito que se considere. Qué son detalles públicos. Por último, como en la mayoría de los deli- tos se hace una injuria no solamente a un hombre privado, sino tam- bién al Estado, el mismo delito, cuando la acusación se hace en nom- bre del Estado, se denomina delito público, y cuando se hace en nom- bre de un particular, delito privado. Los juicios relacionados con ellos se llaman públicos, judica pública, o pleitos de la corona; y pleitos privados. En cuanto a la acusación de asesinato, si el acusador es un particular, el pleito es privado; si el acusador es el soberano, el pleito es público.
Definición de pena. Una PENA es un daño infligido por la autoridad pública sobre alguien que ha hecho u omitido lo que se juzga por la misma autoridad como una transgresión de la ley, con el fin de que la voluntad de los hombres pueda quedar, de este modo, mejor dispuesta para la obediencia.
Antes de que yo deduzca alguna cosa de esta definición, precisa con- testar a una cuestión de mucha importancia, a saber: por qué puerta penetra el derecho o autoridad de castigar, en cada caso, En efecto, por lo que antes se ha dicho, nadie se supone ligado por el pacto a no resistir a la violencia, y, por consiguiente, no puede pretenderse que haya dado ningún derecho a otro para poner violentamente las manos sobre su persona. Al instituirse un Estado, cada uno renuncia al dere- cho de defender a otro, pero no al de defenderse a sí mismo. Él mismo se obliga a asistir a quien tiene la soberanía, cuando castiga a los de- más; pero no cuando le castiga a él mismo. Pactar esa asistencia al soberano para que éste castigue a otro, a menos que quien pacta tenga un derecho a hacerlo él mismo, no es darle un derecho a castigar. Es, por consiguiente, manifiesto que el derecho que el Estado (es de- cir, aquel o aquellos que lo representan) tiene para castigar, no está fundado en ninguna concesión o donación de los súbditos. Pero ya he mostrado anteriormente que antes de la institución del Estado, cada hombre tiene un derecho a todas las cosas, y a hacer lo que considera necesario para su propia conservación, sojuzgando, dañando o matan- do a un hombre cualquiera para lograrlo. En esto estriba el fundamen- to del derecho de castigar que es ejercido en cada Estado. En efecto, los súbditos no dan al soberano este derecho, sino que, solamente, al despojarse de los suyos, le robustecen para que use su derecho propio como le parezca adecuado para la conservación de todos ellos: así que no fue un derecho dado, sino dejado a él, y a él solamente; y con ex- cepción de los límites que le han sido puestos por la ley natural, tan enteramente como en la condición de mera naturaleza y de guerra de cada uno contra su vecino.
Injurias privadas y venganzas no son penas. De la definición de pena deduzco: primero, que ni las venganzas privadas ni las injurias de in- dividuos particulares pueden ser propiamente consideradas como pe- nas, puesto que no proceden de la autoridad pública.
Ni denegación de preferencias. En segundo término, que ser menos- preciado o privado de preferencia por el favor público no es una pena, porque ningún nuevo mal se inflige con ello a quien se mantiene en la situación que antes tenía.
Ni penalidad infligida sin audiencia pública. En tercer lugar, que el mal infligido por la autoridad pública, sin pública condena precedente, no puede señalarse con el nombre de pena, sino de acto hostil, puesto que el hecho en virtud del cual un hombre es castigado debe ser pri- meramente juzgado por la autoridad pública, por ser una transgresión de la ley.
Ni penalidad infligida por el poder usurpado. En cuarto lugar, que el mal infligido por el poder usurpado, y por jueces sin autoridad del soberano, no es pena sino acto de hostilidad, ya que los actos del po- der usurpado no tienen como autor la persona condenada y, por tanto, no son actos de la autoridad pública.
Ni penalidad Infligida sin tener en cuenta el bien futuro. En quinto lugar, que todo el mal que se inflige sin intención, o sin posibilidad de disponer al delincuente, o a otros hombres (a ejemplo suyo), a obede- cer las leyes, no es pena sino acto de hostilidad, ya que sin semejante fin ningún daño hecho queda comprendido bajo esa denominación.
Malas consecuencias naturales no son penas. En sexto lugar, aunque ciertas acciones llevan consigo, por naturaleza, diversas consecuencias perniciosas, como, por ejemplo, cuando un hombre al atacar a otro resulta muerto o herido, o cuando cae enfermo por hacer algún acto ilegal, semejante daño, aunque con respecto a Dios, que es el autor de la Naturaleza, puede decirse que es infligido por Él, y constituye, por tanto, un castigo divino, no está contenido bajo la denominación de pena con respecto a los hombres, porque no es infligido por la autori- dad de éstos.
Daño infligido, si es inferior al beneficio de la transgresión no es pena. En séptimo lugar, si el daño infligido es menor que el beneficio de la satisfacción que naturalmente sigue al delito cometido, este daño no queda comprendido en tal dennición, y es más bien el precio o reden- ción que no la pena señalada a un delito. En efecto, es consustancial a la pena tener como fin la disposición de los hombres a obedecer la ley, fin que (si es menor que el beneficio de la transgresión) no se alcanza; antes bien, se aleja uno en sentido contrario.
Cuando el castigo va unido a. la ley, un daño mayor no es pena, sino hostilidad. En octavo lugar, si una pena está determinada y prescrita en la ley misma, y, después de cometido el delito, se inflige un castigo mayor, el excedente no es castigo, sino acto de hostilidad. Si se tiene en cuenta que la finalidad de la pena no es la venganza sino el terror, y el terror de una condena considerable, desconocida queda eliminado por la declaración de una menor, la adición inesperada no es parte de la pena. Pero donde no existe un castigo determinado por la ley, cual- quiera penalidad que se inflija tiene la naturaleza de castigo. En efec- to, quien se decide a la violación de una ley cuando ninguna penalidad está determinada, se expone a un castigo indeterminado, es decir, arbi- trario.
Daño infligido por un hecho realizado anteriormente a la ley, no es pena. En noveno lugar, el daño infligido por un hecho realizado antes de existir una ley que lo prohibiese, no es castigo sino acto de hostili- dad, porque con anterioridad a la ley no existe transgresión de la ley. Ahora bien, el castigo supone un hecho juzgado como trangresión de la ley. Por consiguiente, el daño infligido antes que la ley se hiciera, no es pena, sino acto de hostilidad.
El representante de un Estado es imponible. En décimo lugar, el daño infligido al representante del Estado no es pena, sino acto de hostili- dad, ya que es consustancial al castigo el ser infligido por la autoridad pública que corresponde al representante mismo.
Daño a súbditos rebelados se hace por razón de guerra, no por vía de castigo. En último lugar, el daño infligido a quien se considera enemi- go no queda comprendido bajo la denominación de pena, ya que si se tiene en cuenta que no está ni sujeto a la ley, y, por consiguiente, no pudo violarla, o que habiendo estado sujeto a ella y declarando que ya no quiere estarlo, niega, como consecuencia, que pueda transgredirla, todos los daños que puedan inferirsele deben ser considerados como actos de hostilidad. Ahora bien, en casos de hostilidad declarada toda la inflicción de un mal es legal.
De lo cual se sigue que si un súbdito, de hecho o de palabra, con co- nocimiento y deliberadamente, niega la autoridad del representante del Estado (cualquiera que sea la penalidad que antes ha sido establecida para la traición), puede legalmente hacérsele sufrir cualquier daño que el representante quiera, ya que al rechazar la condición de súbdito, rechaza la pena que ha sido establecida por la ley, y, por consiguiente, padece ese daño como enemigo del Estado, es decir, según sea la vo- luntad del representante. En cuanto a los castigos establecidos en la ley, son para los súbditos, no para los enemigos, y han de considerarse como tales quienes, habiendo sido súbditos por sus propios actos, al rebelarse deliberadamente niegan el poder soberano.
La primera y más general distribución de las penas es en divinas y humanas. A las primeras tendré ocasión de aludir posteriormente, en un lugar más adecuado.
Son penas humanas las infligidas por mandamiento del hombre, pu- diendo ser o corporales, o pecuniarias, o consistentes en ignominia, o prisión, o destierro, o en la combinación de varias de ellas. Penas corporales. Pena corporal es la infligida directamente sobre el cuerpo, de acuerdo con el propósito de quien la inflige; tales son la flagelación o las lesiones, o la privación de aquellos placeres corpora- les que anteriormente se disfrutaban de modo legal.
Capitales. Y de éstas, algunas son capitales, otras menos que capitales. Las primeras castigan con la muerte, bien de modo simple o con tor- mento. Menos que capitales son las flagelaciones, heridas, encadena- mientos y otras penalidades corporales que por su propia naturaleza no son mortales. En efecto, si después de aplicada una pena, la muerte no sobreviene por voluntad de quien la inflige, la pena no puede ser esti- mada como capital, aunque el daño resulte mortal por un accidente no previsto; en este caso la muerte no ha sido infligida sino precipitada. La pena pecuniaria es la que consiste no sólo en la privación de una suma de dinero, sino, también, de tierras o de cualesquiera otros bie- nes que usualmente se compran y venden por dinero. Si la ley que ordena semejante penalidad está hecha con designio de recaudar dine- ro de quien la viole, en el caso aludido no se trata propiamente de una pena, sino del precio del privilegio y exención de la ley, que no prohí- be de modo absoluto el acto, sino, solamente, a quienes no son capa- ces de pagar la suma fijada, excepto cuando la ley es natural o forma parte de la religión, porque en este caso no es una exención de la ley sino una transgresión de ella. Así, cuando una ley impone una multa pecuniaria a quienes toman en vano el nombre de Dios, el pago de la multa no es el precio de una dispensa de jurar, sino el castigo de la transgresión de una ley indispensable. Del mismo modo si la ley im- pone que es preciso pagar una determinada suma de dinero a quien ha sido injuriado, esto no es sino una satisfacción por el daño inferido, y extingue la acusación en la parte injuriada, pero no el delito del ofen- sor.
Ignominia. Ignominia es el acto de infligir un daño que resulta des- honroso, o la privación de algún bien que resulta honorable dentro del Estado. Existen ciertas cosas honorables por naturaleza, como los efectos del valor, de la magnanimidad, de la fuerza, de la sabiduría y de otras aptitudes del cuerpo y del entendimiento. Otras se instituyen como honorables por el Estado, como las insignias, títulos, oficios o cualquiera otra marca singular del favor soberano. Las primeras (aun- que pueden fallar por naturaleza o accidente) no pueden ser suprimi- das por una ley, y, por tanto, la pérdida de las mismas no constituye una pena. En cambio, las últimas pueden ser arrancadas por la autori- dad pública que las hace honorables y son propiamente castigos. A ellas se condena a los hombres degradados, privándoles de sus insig- nias, títulos y oficios, o declarándolos incapaces de ser utilizados en el tiempo venidero.
Prisión. Prisión existe cuando un hombre queda privado de libertad por la autoridad pública, privación que puede ocurrir de dos diversas maneras; una de ellas consiste en la custodia y vigilancia de un hom- bre acusado, la otra en infligir una penalidad a un condenado. La pri- mera no es pena, porque nadie se supone que ha de ser castigado antes de ser judicialmente oído y declarado culpable. Por consiguiente, cualquier daño que se cause a un hombre, antes de que su causa sea oída en el sentido de sufrir encadenamiento o privación, más allá de lo que resulta necesario para asegurar su custodia, va contra la ley de naturaleza. Ahora bien, esto último constituye pena, porque implica un mal infligido por la autoridad pública en razón de algo que la misma autoridad ha juzgado como transgresión de la ley. Bajo la palabra pri- sión comprendo toda restricción a la libertad de movimiento, causada por un obstáculo externo, ya sea un edificio, lo que comúnmente se llama cárcel, o una isla, cuando se confina a los hombres a ella, o un lugar donde se les hace trabajar, como en los tiempos antiguos se con- denaba a los hombres a las canteras, y actualmente a remar en las ga- leras, o a estar encadenados, o a sufrir algún otro impedimento seme- jante.
Destierro. Destierro existe orando un hombre es condenado por un delito a abandonar el territorio del Estado o a permanecer fuera de una comarca del mismo, no pudiendo volver durante un tiempo prefijado, o nunca; y no parece por su propia naturaleza, salvo otras circunstan- cias, que sea una pena, sino más bien un subterfugio o una orden pública para evitar el castigo, por medio de la fuga. Dice Cicerón que nunca se ordenó un castigo semejante en la ciudad de Roma, antes bien, la llama refugio de los hombres en peligro. En efecto, si se des- tierra a un hombre permitiéndosele, no obstante, gozar de sus bienes y de las rentas de sus tierras, el mero cambio de aires no es un castigo, ni el hecho redunda en beneficio del Estado, para el cual se han orde- nado todas las penas (con objeto de formar hombres dispuestos a la observancia de la ley), sino muchas veces en perjuicio del Estado. Un hombre desterrado es un enemigo legítimo del Estado que le desterró, ya que no es miembro del mismo. Pero si, además, queda privado de sus tierras o bienes, entonces el castigo no consiste en el destierro, sino que puede incluirse entre las penas pecuniarias.
El castigo de súbditos inocentes es contrario a la ley de naturaleza. Todas las penas recaídas en seres inocentes, ya sean grandes o peque- ñas, van contra la ley de naturaleza, porque la pena se impone sola- mente por transgresión de la ley, y, por tanto, no debe existir castigo para el inocente. Constituye, por consiguiente, una violación, primero de la ley de naturaleza, que prohibe a todos los hombres, en sus ven- ganzas, considerar otra cosa sino algún bien futuro, porque no puede derivarse ningún bien para el Estado, del castigo del inocente. En se- gundo término, porque prohibe la ingratitud, pues si se considera que todo el poder soberano se dio originariamente por consentimiento de cada uno de los súbditos, con el objeto de que sean protegidos por él, mientras observen obediencia, el castigo del inocente significa una devolución de mal por bien. Y en tercer término, es una violación de la ley que ordena equidad, es decir, distribución equitativa de la justi- cia, norma que no se observa cuando se castiga al inocente.
En cambio, el daño hecho a seres inocentes en la guerra, no lo es. Al infligirse un daño cualquiera a un inocente que no sea súbdito, si se hace para el beneficio del Estado y sin violación de ningún pacto ante- rior, ello no constituye un quebrantamiento de la ley de naturaleza. En efecto, todos los hombres que no son súbditos, o bien son enemigos, o bien han dejado de serlo por algún pacto precedente. Ahora bien, con- tra los enemigos a quienes el Estado juzga capaces de dañar, es legi- timo hacer guerra según el derecho original de naturaleza; en esa si- tuación, la espada no discrimina, ni el vencedor distingue entre el elemento perjudicial y el inocente, como ocurría en los tiempos pasa- dos, ni tiene otra consideración de gracia sino la que conduce al bien del propio pueblo. Por esta razón, y respecto de los súbditos que deli- beradamente niegan la autoridad del Estado establecido, se extiende también legítimamente la venganza no sólo a los padres, sino también a la tercera y aun la cuarta generación que todavía no existen, y que, por consiguiente, son inocentes del hecho en virtud del cual recae so- bre ellos un daño. La naturaleza de esta ofensa consiste en la renuncia a la subordinación, lo cual constituye una recaída en la condición de guerra, comúnmente llamada rebelión; y quienes así ofenden no sufren como súbditos, sino como enemigos, ya que la rebelión no es sino guerra renovada.
La recompensa es salario o gracia. La RECOMPENSA se otorga por liberalidad o por contrato. Cuando es por contrato se denomina salario o sueldo, y constituye un beneficio debido por un servicio realizado o prometido. Cuando se debe a liberalidad, es un beneficio que proviene de la gracia de quien lo otorga, con ánimo de capacitar a los hombres para que le sirvan mejor. Por consiguiente, cuando el soberano de un Estado señala un salario a un cargo público, quien lo recibe está, en justicia, obligado a desempeñar ese cargo; en otro caso, queda obliga- do solamente por honor al reconocimiento y al propósito de restitu- ción. En efecto, aunque los hombres no tienen excusa legal cuando se les ordena que abandonen sus negocios privados para servir los públi- cos, sin recompensa o salario, sin embargo, no están obligados a ello por ley de naturaleza, ni por la Institución del Estado, a menos que el servicio no pueda hacerse de otro modo, puesto que se supone que el soberano puede usar de todos sus medios del mismo modo que incluso el más modesto militar puede demandar la soldada, como deuda.
Beneficios otorgados por miedo no constituyen recompensa. Los be- neficios que un soberano otorga a un súbdito, por temor a cierto poder o aptitud que el súbdito tenga para dañar al Estado, no son propiamen- te recompensas, puesto que no son salarios, ya que en este caso no cabe suponer que existe un contrato, estando obligado cada hombre a no dejar de servir al Estado. Tampoco son liberalidades, porque son arrancadas por el miedo, que nunca debe afectar al poder soberano: más bien, son sacrificios que el soberano (considerado en su persona natural y no en la persona del Estado) realiza para apaciguar el des- contento de aquel a quien considera más poderoso que a sí mismo; y esos beneficios no estimulan a la obediencia sino, por el contrario, a la prosecución e incremento de una extorsión ulterior.
Salarios fijos y ocasionales. Mientras que ciertos salarios son determi- nados y proceden del tesoro público, otros son inciertos y casuales, procediendo del ejercicio del cargo para el cual se fijó el salario en cuestión; esta última forma es, en algunos casos, dañosa para el Esta- do, como en el caso de la judicatura. En efecto, cuando el beneficio de los jueces y ministros de un tribunal de justicia surge de la multitud de causas que le son sometidas para su conocimiento, necesariamente deben derivarse dos inconvenientes: uno de ellos es la estimulación de las cuotas, porque cuanto mayor sea el número de éstas, mayor resulta el beneficio; otra depende de lo que constituye litigio sobre la juris- dicción, atrayendo cada tribunal a sí mismo el mayor número de cau- sas que puede. En los cargos de carácter ejecutivo no existen tales inconvenientes, puesto que su empleo no puede ser aumentado por ninguna solicitud o empeño de los interesados. Considero lo antedicho como suficiente respecto a la naturaleza del castigo y de la recompen- sa, que vienen a ser los nervios y tendones que mueven los miembros y articulaciones de un Estado.
De este modo he determinado la naturaleza del hombre (cuyo orgullo y otras pasiones le compelen a someterse a sí mismo al gobierno) y, a la vez, el gran poder de su gobernante, a quien he comparado con el Leviatán, tomando esta comparación de los dos últimos versículos del Cap. 41 de Job, cuando Dios, habiendo establecido el gran poder del Leviatán, le denomina rey de la arrogancia. Nada existe -dice- so- bre la tierra, que pueda compararse con él. Está hecho para no sentir el miedo. Menosprecia todas las cosas altas, y es rey de todas las criatu- ras soberbias. Ahora bien, como es mortal y. está sujeto a perecer, lo mismo que todas las demás criaturas de la tierra, y como es en el cielo (aunque no sobre la tierra) donde se encuentra el motivo de su temor, y las leyes que debe obedecer, en los capítulos siguientes hablaré de sus enfermedades y de las causas de mortalidad, y de qué leyes de naturaleza está obligado a obedecer.
La disolución de los Estados depende de su institución imperfecta. Aunque nada de lo que los hombres hacen puede ser inmortal, si tie- nen el uso de razón de que presumen, sus Estados pueden ser asegura- dos, en definitiva, contra el peligro de perecer por enfermedades inter- nas. En efecto, por la naturaleza de su institución están destinados a vivir tanto como el género humano o como las leyes de naturaleza, o como la misma justicia que les da vida. Por consiguiente, cuando lle- gan a desintegrarse no por la violencia externa, sino por el desorden intestino, la falta no está en los hombres, en cuanto son la materia, sino en cuanto son sus hacedores y ordenadores. Pues los hombres, hartos ya de ese desordenado empujar y golpearse mutuamente, dese- an de todo corazón acomodarse en un edificio firme y duradero; pero, por falta de un arte de hacer leyes que escuadre sus acciones y de humildad y paciencia para sufrir el recorte de las ásperas aristas de su actual grandor, no pueden, sin la ayuda de un arquitecto verdadera- mente hábil, sino apretarse en un edificio destartalado que a duras penas resistirá lo que sus vidas y que de seguro se derrumbará sobre las cabezas de sus descendientes.
Entre las enfermedades de un Estado quiero considerar, en primer término, las que derivan de una institución imperfecta, y semejan a las enfermedades de un cuerpo natural, que proceden de una procreación defectuosa.
Falta de poder absoluto. Una de ellas es que un hombre, para obtener un reino, se conforma a veces con menos poder del necesario para la paz y defensa del Estado. Suele ocurrir, entonces, que cuando el ejer- cicio del poder otorgado tiene que recuperarse para la salvación públi- ca, sugiere la impresión de un acto injusto, lo cual (cuando la ocasión se presenta) dispone a muchos hombres a la rebeldía. Del mismo mo- do que los cuerpos de los niños engendrados por padres enfermos, se hallan sujetos bien sea a una muerte prematura, o a purgar su mala calidad derivada de una concepción viciosa, que se manifiesta en cálculos y pústulas, cuando los reyes se niegan a sí mismos una parte necesaria de su poder, no es siempre (aunque sí a veces) por ignoran- cia de lo que es necesario para el cargo que asumen, sino en muchas ocasiones por esperanza de recobrarlo otra vez, a su antojo. Sin em- bargo, no razonan bien, porque quienes antes mantenían su poder pue- den ser protegidos contra él por los Estados extranjeros, y teniendo en cuenta el bien de sus propios súbditos, pocas ocasiones se les escapan de debilitar la situación de sus vecinos. Así Tomás ,Becket, arzobispo de Canterbury, recibió apoyo del Papa contra Enrique II, porque la subordinación de los eclesiásticos al Estado quedó dispensada por Guillermo el Conquistador, en el momento de su proclamación, cuan- do hizo promesa de no infringir la libertad de la Iglesia. Y así los ba- rones, cuyo poder fue aumentado por Guillermo Rufo (quien recabó la ayuda de ellos para verse favorecido con la sucesión de su hermano mayor) se vieron exaltados hasta un grado incompatible con el poder soberano, y mantenidos en su rebelión contra el rey Juan, por los fran- ceses.
No ocurre esto solamente en la monarquía, puesto que aunque el anti- guo Estado romano era erigido por el Senado y el pueblo de Roma, ni el Senado ni el pueblo presumían de detentar todo el poder; ello causó, primeramente, las sediciones de Tiberio Graco, Gayo Graco, Lucio Saturnino y otros, y posteriormente las guerras entre el Senado y el pueblo, bajo Mario y Sila, y más tarde bajo Pompeyo y César, hasta la extinción de su democracia y establecimiento de la monarquía. Las gentes de Atenas estaban ligadas entre sí por una sola acción, la cual consistía en que nadie, bajo pena de muerte, propusiera la reno- vación de la guerra por la isla de Salamina. Y aun con ello, si Solón no hubiera motivado que se le considerara como un loco, y, poste- riormente, con los gestos y el hábito de un loco, y en verso, no hubiera propuesto tal cosa al pueblo que pululaba a su alrededor, hubiesen en perpetua amenaza un enemigo, a las puertas mismas de su ciudad; semejante daño o alteración amenaza a todos los Estados que han li- mitado su poder, por poco que sea.
Juicio privado del bien y del mal. En segundo lugar observo las en- fermedades de un Estado, procedentes del veneno de las doctrinas sediciosas, una de las cuales afirma que cada hombre en particular es juez de las buenas y de las malas acciones. Esto es cierto en la condi- ción de mera naturaleza, en que no existen leyes civiles, así como bajo un gobierno civil en los casos que no están determinados por la ley. Por lo demás es manifiesto que la medida de las buenas y de las malas acciones es la ley civil, y el juez es el legislador que siempre represen- ta al Estado. Por esta falsa doctrina los hombres propenden a discutir entre sí y a disputar acerca de las órdenes del Estado, procediendo, después, a obedecerlo o a desobedecerlo, según consideran más opor- tuno a su razón privada. Con ello el Estado se distrae y debilita.
Conciencia errónea. Otra doctrina repugnante a la sociedad civil es que cualquiera cosa que un hombre hace contra su conciencia es un pecado, doctrina que depende de la presunción de hacerse a sí mismo juez de lo bueno y de lo malo. En efecto, la conciencia de un hombre y su capacidad de juzgar son la misma cosa; y como el juicio, también la conciencia puede equivocarse. Por consiguiente, si quien no está sujeto a ninguna ley civil peca en todo cuanto hace contra su concien- cia, porque no tiene otra regla que seguir, sino su propia razón, no ocurre lo mismo con quien vive en un Estado, puesto que la ley es la conciencia pública mediante la cual se ha propuesto ser guiado. De lo contrario y dada la diversidad que existe de pareceres privados, que se traduce en otras tantas opiniones particulares, forzosamente se produ- cirá confusión en el Estado, y nadie se preocupará de obedecer al po- der soberano, más allá de lo que parezca conveniente a sus propios ojos.
Pretensión de hallarse inspirado. También se ha enseñado comúnmen- te que la fe y la santidad no se alcanzan por el estudio y la razón, sino por inspiración o infusión sobrenatural. Concedido esto, yo no com- prendo por qué un hombre debe dar razón de su fe, o por qué cada cristiano no debe ser también un profeta, o por qué un hombre debe guiarse por la ley de su país más bien que por su propia inspiración como norma de sus acciones. Y así, nuevamente caemos en la falta de tomar sobre nosotros la tarea de juzgar sobre el bien y el mal; o de instituir como jueces de ello a hombres particulares que pretenden estar sobrenaturalmente inspirados para la disolución de todo el go- bierno civil. La fe viene de escuchar; y el escuchar, de aquellos acci- dentes que nos guían a la presencia de quien nos habla; tales acciden- tes son todos arbitrados por la Omnipotencia divina; sin embargo, no son sobrenaturales, sino solamente inobservables para la gran mayoría de quienes concurren a cada efecto. Ciertamente la fe y la santidad no son muy frecuentes, pero no son milagros, sino cualidades que sobre- vienen por la educación, disciplina, corrección y otras vías naturales por las cuales actúa Dios sobre su elegido, en el tiempo que considera adecuado. Estas tres opiniones, perniciosas .a la paz y al gobierno, han procedido, en esta comarca del mundo, principalmente de las lenguas y plumas de divinos indoctos, que reuniendo las palabras de la Sagra- da Escritura de modo diferente a lo que resulta aceptable para la razón, pretenden hacer pensar a los hombres que la santidad y la razón natural no pueden coexistir.
Someter el poder soberano a las leyes civiles. Una cuarta opinión re- pugnante a la naturaleza de un Estado es que quien tiene el poder so- berano esté sujeto a las leyes civiles. Es cierto que los soberanos están sujetos, todos ellos, a las leyes de naturaleza, porque tales leyes son divinas y no pueden ser abrogadas por ningún hombre o Estado. Pero, el soberano no está sujeto a leyes formuladas por él mismo, es decir, por el Estado, porque estar sujeto a las leyes es estar sujeto al Estado, es decir, al representante soberano, que es él mismo; lo cual no es su- jeción, sino libertad de las leyes. Este error que coloca las leyes por encima del soberano, sitúa también sobre él, un juez, y un poder para castigarlo; ello equivale a hacer un nuevo soberano, y por la misma razón un tercero, para castigar al segundo, y así sucesivamente, sin tregua, hasta la confusión y disolución del Estado.
Atribución de propiedad absoluta a los súbditos. Una quinta doctrina que tiende a la disolución del Estado afirma que cada hombre particu- lar tiene una propiedad absoluta en sus bienes, y de tal índole que ex- cluye el derecho del soberano. Cada persona tiene, en efecto, una pro- piedad que excluye el derecho de cualquier otro súbdito, y la tiene solamente por el poder soberano sin cuya protección cualquier otro hombre tendría igual derecho a la misma. Pero si el derecho del sobe- rano queda, así, excluido, no puede realizar la misión que le fue en- comendada, a saber: la de defenderlos contra los enemigos exteriores y contra las injurias mutuas; en consecuencia, el Estado cesa de existir. Y si la propiedad de los súbditos no excluye el derecho del represen- tante soberano a sus bienes, mucho menos a sus cargos de judicatura o ejecución, en los que representan al soberano mismo.
División del poder soberano. Existe una sexta doctrina directa y lla- namente contraria a la esencia de un Estado: según ella el soberano poder puede ser dividido. Ahora bien, dividir el poder de un Estado no es otra cosa que disolverlo, porque los poderes divididos se destruyen mutuamente uno a otro. En virtud de estas doctrinas los hombres sos- tienen principalmente a algunos que haciendo profesión de las leyes tratan de hacerlas depender de su propia enseñanza, y no del poder legislativo.
Imitación de las naciones vecinas. Tan falsa doctrina, así como el ejemplo de un gobierno diferente en una nación vecina, dispone a los hombres a la alteración de la forma ya establecida. Así, el pueblo de los judíos fue impulsado a repudiar a Dios, reclamando al profeta Sa- muel un rey semejante al de todas las demás naciones. Así, también, las ciudades menores de Grecia estaban constantemente perturbadas con sediciones de las facciones aristócratas y demócratas; una parte de los Estados deseaba imitar a los lacedemonios; la otra, a los atenien- ses. Yo no dudo de que muchos hombres han considerado los últimos disturbios en Inglaterra como una imitación de los Países Bajos; su- ponían que para hacerse rico no tenían que hacer otra cosa sino cam- biar, como ellos lo habían hecho, su forma de gobierno. En efecto la constitución de la naturaleza humana propende por sí misma a la no- vedad. Por tanto, cuando resulta estimulada en el mismo sentido por la vecindad de quienes se han enriquecido por tales medios, es casi im- posible no estar de acuerdo con quienes solicitan el cambio, y aman los primeros principios, aunque les desagrade la continuidad del des- orden; como quienes habiendo cogido la sarna se rascan con sus pro- pias uñas, hasta que no pueden resistir más.
Imitación de los griegos y romanos. En cuanto a la rebelión, en parti- cular contra la monarquía, una de las causas más frecuentes de ello es la lectura de los libros de política y de historia, de los antiguos griegos y romanos. De esas lecturas, los jóvenes y todos aquellos que no están provistos con el antídoto de una sólida razón, reciben una impresión fuerte y deliciosa de los grandes hechos de armas realizados por los conductores de ejércitos, formándose, además, una idea grata de todo lo que ellos han hecho, e imaginando que su gran prosperidad no ha procedido de la emulación de hombres particulares, sino de la virtud de su forma popular de gobierno; entre tanto, no consideran las fre- cuentes sediciones y guerras civiles producidas por la imperfección de su política. A base, como digo, de la lectura de tales libros, los hom- bres se han lanzado a matar a sus reyes, porque los escritores griegos y latinos, en sus libros y discursos de política, consideraban legítimo y laudable para cualquier hombre hacer eso, sólo que a quien tal hacían lo llamaban tirano. Ni decían regicidio, es decir, asesinato de un rey, sino tiranicidio, asegurando que el asesinato de un tirano es legítimo. A base de los mismos libros, quienes viven bajo un monarca abrigan la opinión de que los súbditos en un Estado popular gozan de libertad, mientras que en una monarquía son esclavos todos ellos. Digo que quienes viven en régimen monárquico abrigan tal opinión, y no los que viven en un gobierno popular, porque no encuentran tal materia. En suma, no puedo imaginar cómo una cosa puede ser más perjudicial a una monarquía que el permitir que tales libros sean públicamente leídos sin someterlos a un expurgo realizado por maestros discretos, aptos para eliminar el veneno que esos libros contienen. Yo no dudo en comparar este veneno con la mordedura de un perro rabioso, que es una enfermedad que los médicos llaman hidrofobia u horror al agua.
En efecto, quien resulta mordido así, tiene el continuo tormento de la sed, y aun aborrece el agua; y se halla en un estado tal como si el ve- neno tendiera a convertirlo en un perro. Así, en cuanto una monarquía ha sido mordida en lo vivo por esos escritores democráticos que con- tinuamente ladran contra tal régimen, no les hace falta otra cosa sino un monarca fuerte, y, sin embargo, aborrecen cuando lo tienen, por una cierta tirano fobia o terror de ser fuertemente gobernados.
Del mismo modo que han existido doctores que sostienen la existencia de tres espíritus en el hombre, así también piensan algunos que exis- ten, en el Estado, espíritus diversos (es decir, diversos soberanos) y no uno solo, y establecen una supremacía contra la soberanía; cánones contra leyes, y autoridad espiritual contra autoridad civil, perturbando las mentes humanas con palabras y distinciones que por sí mismas nada significan, pero que con su oscuridad revelan que en la oscuridad pulula, como algo invisible, otro reino nuevo, algo así como un reino fantasmal. Teniendo en cuenta que, evidentemente, el poder civil y el poder del Estado son la misma cosa, y que la supremacía y el poder de hacer cánones y de otorgar grados incumbe al Estado, se sigue que donde uno es soberano, otro es supremo; donde uno puede hacer le- yes, otro hace cánones, siendo preciso que existan dos Estados para los mismos súbditos, con lo cual un reino resulta dividido en sí mismo y no puede subsistir. Por otra parte, a pesar de la distinción insignifi- cante de temporal y espiritual, siguen existiendo dos reinos, y cada súbdito está sujeto a dos señores. El poder eclesiástico que aspira al derecho de declarar lo que es pecado, aspira, como consecuencia, a declarar lo que es ley (el pecado no es otra cosa que la trasgresión de la ley); a su vez, el poder civil propugna por declarar lo que es ley, y cada súbdito debe obedecer a dos dueños, que quieren ver observados sus mandatos como si fueran leyes, lo cual es imposible. O bien, si existe un reino, el civil, que es el poder del Estado, debe subordinarse al espiritual, y entonces no existe otra soberanía sino la espiritual; o el poder espiritual debe estar subordinado al temporal, y entonces no existe supremacía sino en lo temporal. Por consiguiente, si estos dos poderes se oponen uno a otro, forzosamente el Estado se hallará en gran peligro de guerra civil y desintegración. En efecto, siendo el po- der civil más visible, y estando sometido a la luz, más clara, de la razón natural, no puede escoger otra salida, sino atraerse, en todo momento, una parte muy considerable del pueblo. Aunque la autori- dad espiritual se halla envuelta en la oscuridad de las distinciones es- colásticas y de las palabras enérgicas, como el temor del infierno y de los fantasmas es mayor que otros temores, no deja de procurar un estímulo suficiente a la perturbación y, a veces, a la destrucción del Estado. Es ésta una enfermedad que con razón puede compararse con la epilepsia (que los judíos consideraban como una especie de pose- sión de los espíritus) en el cuerpo natural. En efecto, en esta enferme- dad existe un espíritu antinatural, un viento en la cabeza que obstruye las raíces de los nervios, y, agitándolos violentamente, elimina la mo- ción que naturalmente tendrían por el poder del ánimo en el cerebro, y como consecuencia causa mociones violentas e irregulares (lo que los hombres llaman convulsiones) en los distintos miembros, hasta el punto de que quien se ve acometido por esa afección, cae a veces en el agua, y a veces en el fuego, como privado de sus sentidos; así tam- bién, en el cuerpo político, cuando el poder espiritual agita los miem- bros de un Estado con el terror de los castigos y la esperanza de re- compensas (que son los nervios del cuerpo político en cuestión), de otro modo que como deberían ser movidos por el poder civil (que es el alma del Estado), y por medio de extrañas y ásperas palabras sofoca su entendimiento, necesariamente trastorna al pueblo, y o bien ahoga el Estado en la opresión, o lo lanza al incendio de una guerra civil.
Gobierno mixto. A veces, también en el gobierno meramente civil existe más de un alma, por ejemplo, cuando el poder recaudar dinero (que corresponde a la facultad nutritiva) depende de una asamblea general, quedando el poder de dirección y de mando (que es la facul- tad motriz) en poder de un hombre, y el poder de hacer leyes (que es la facultad racional) en el consentimiento accidental, no sólo de esos dos elementos, sino, acaso, de un tercero. Esto pone en peligro al Es- tado, a veces por la falta de respeto a las buenas leyes, pero en la ma- yoría de los casos por falta de aquella nutrición que es necesaria a la vida y al movimiento. En efecto, aunque pocos perciban que ese go- bierno no es gobierno, sino división del Estado en tres facciones, y le denominen monarquía mixta, la verdad es que no se trata de un Estado independiente, sino de tres facciones independientes; ni de una perso- na representativa, sino de tres. En el reino de Dios puede haber tres personas independientes sin quebrantamiento de la unidad en el Dios que reina; pero donde reinan los hombres, esto se halla sujeto a diver- sidad de opiniones, y no puede subsistir así. Por consiguiente, si el rey representa la persona del pueblo, y la asamblea general también la representa, y otra asamblea representa la persona de una parte del pueblo, no existe en realidad una persona ni un soberano, sino tres personas y tres soberanos distintos.
Ignoro a qué enfermedad natural del cuerpo humano puedo comparar exactamente esta irregularidad de un Estado. Pero recuerdo haber vis- to a un hombre que tenía otro hombre creciendo al lado suyo, con ca- beza, brazos, torso y estómago propios: si hubiera tenido otro hombre pegado al lado opuesto, la comparación hubiera podido resultar exac- ta.
Falta de dinero. Con ello me he referido a aquellas enfermedades del Estado que implican el máximo y más presente peligro. Existen otras que no son tan grandes, y que, sin embargo, merecen ser observadas. Tal es, en primer término, la dificultad de recaudar dinero para los usos necesarios del Estado, especialmente en caso de guerra inminen- te. Esta dificultad deriva de la opinión que cada súbdito tiene de su propiedad sobre tierras y bienes, excluyendo el derecho del soberano al uso de los mismos. De aquí que el poder soberano, en previsión de las necesidades y peligros del Estado (dándose cuenta de que está obs- truido el paso del dinero al tesoro público, por la tenacidad del pueblo) cuando precisa extenderse, para salir al encuentro de los peligros y prevenirlos en sus comienzos, ese poder, decimos, se restringe tanto como puede, y cuando no puede más lucha con el pueblo por medio de estratagemas legales, para obtener pequeñas sumas que no bastan, pero, por último, se lanza violentamente a abrir la vía para una aporta- ción suficiente, a falta de la cual perecerá; y puesto en tan extremo lance, reduce por fin al pueblo a su debido temple, sin lo cual el Esta- do está condenado a morir. En este sentido podemos comparar esta destemplanza con la fiebre intermitente, en la que quedando congela- das u obstruidas por materia emponzoñada las partes carnosas, las venas que por su curso natural se vacían en el corazón, no quedan (como debería ser) provistas por las arterias, con lo que en primer término sobreviene una contracción helada y temblorosa de los miem- bros, y después un ardoroso y enérgico esfuerzo del corazón para for- zar un paso a la sangre; y antes de lograrlo se apacigua con las leves refrigeraciones de cosas frías durante un tiempo, hasta que (si la natu- raleza es bastante fuerte) quiebra por último la contumacia de las par- tes obstruidas y disipa el veneno en sudor, o (si la naturaleza es dema- siado débil) el paciente muere.
Monopolios y abusos de los publicanos. Por otra parte, se da a veces en un Estado una enfermedad que se asemeja a la pleuresía, y que consiste en que cuando el tesoro del Estado fluye más allá de lo debi- do, se reúne con excesiva abundancia en uno o en pocos particulares, mediante monopolios o recaudación de rentas públicas; del mismo modo que la sangre, en una pleuresía, agolpándose en la membrana del pecho, alimenta en ella una inflamación, acompañada de fiebre y dolorosos pinchazos.
Hombres populares. Así también, la popularidad de un súbdito potente (a menos que el Estado tenga una firme garantía de su fidelidad) es una enfermedad peligrosa, porque el pueblo (que debe recibir su estí- mulo motor de la autoridad del soberano), por la adulación o la repu- tación de un ambicioso, es apartado de la obediencia a las leyes, para seguir a un hombre de cuyas virtudes y designios no tiene conoci- miento. Y esto es comúnmente de más peligro en un gobierno popular que en una monarquía, porque un ejército es de tanta mayor fuerza y multitud cuanto que puede hacerse creer que coincide con el pueblo. Fue por estos medios que Julio César, que había sido erigido por el pueblo frente al Senado, habiéndose ganado el afecto de su ejército, se hizo a sí mismo dueño de las dos cosas, el Senado y el pueblo. Este proceder de hombres populares y ambiciosos es simple rebelión, y puede asemejarse a los efectos de la brujería.
Excesiva grandeza de una ciudad, multitud de corporaciones. Otra enfermedad de un Estado es la grandeza inmoderada de una ciudad, cuando es apta para suministrar de su propio ámbito el número y las expensas de un gran ejército; como también el gran número de corpo- raciones, que son como Estados menores en el seno de uno más gran- de, como gusanos en las entrañas de un hombre natural.
Libertad de disputar contra el soberano. A esto puede añadirse la liber- tad de disputar contra el poder absoluto, por aspirantes a la prudencia política, los cuales aunque están alimentados en su mayor parte por el viento que sopla del pueblo, animados por las falsas doctrinas, están constantemente debatiéndose con las leyes fundamentales, y molestan al Estado, como los pequeños gusanos que los médicos denominan ascárides.
Podemos añadir, además, el apetito insaciable o bulimia de ensanchar los dominios, con las heridas incurables que a causa de ello se inflige muchas veces el enemigo; y los tumores de las conquistas mal conso- lidadas, que son en muchos casos, una carga, y que con menos peligro se pierden que se mantienen; así como también la letargia de la como- didad, y la consunción traída por el tumulto o la dilapidación.
Disolución del Estado. Por último, cuando en una guerra (exterior o intestina) los enemigos logran una victoria final, de tal modo que (no logrando las fuerzas del Estado mantener sus posiciones por más tiempo) no existe ulterior protección de los súbditos en sus haciendas, entonces el Estado queda DISUELTO, y cada hombre en libertad de protegerse a sí mismo por los expedientes que su propia discreción le sugiera. En efecto, el soberano es el alma pública que da vida y mo- ción al Estado; cuando expira, los miembros ya no están gobernados por él, como no lo está el esqueleto de un hombre cuando su alma (aunque inmortal) lo ha abandonado. Aunque el derecho de un monar- ca soberano no puede quedar extinguido por un acto ajeno, sí puede serlo la obligación de los miembros, porque quien necesita protección puede buscarla en alguna parte, y cuando la tiene queda obligado (sin pretensión fraudulenta de haberse sometido a sí mismo, sino por mie- do) a asegurar su protección mientras se considera capaz de ello. Pero una vez suprimido el poder de una asamblea, acaba por completo el derecho de la misma, porque la asamblea queda extinguida, y por con- siguiente no existe para la soberanía posibilidad de retorno.
Procurar el bien del pueblo. La misión del soberano (sea un monarca o una asamblea) consiste en el fin para el cual fue investido con el sobe- rano poder, que no es otro sino el de procurar la seguridad del pueblo; a ello está obligado por la ley de naturaleza, así como a rendir cuenta a Dios, autor de esta ley, y a nadie sino a Él. Pero por seguridad no se entiende aquí una simple conservación de la vida, sino también de todas las excelencias que el hombre puede adquirir para sí mismo por medio de una actividad legal, sin peligro ni daño para el Estado.
Por medio de la instrucción y de las leyes. Y esto se entiende que debe ser hecho no ya atendiendo a los individuos más allá de lo que signifi- ca protegerlos contra las injurias, cuando se querellan, sino por una providencia general contenida en pública instrucción de doctrina y de ejemplo; y en la promulgación y ejecución de buenas leyes, que las personas individuales puedan aplicar a sus propios casos.
Mas como, suprimidos los derechos esenciales de la soberanía (que hemos especificado en el capítulo XVIII), el Estado queda destruido, y cada hombre retorna a la calamitosa situación de guerra contra todos los demás hombres (que es el mayor mal que puede ocurrir en su vi- da), la misión del soberano consiste en mantener enteramente esos derechos, y, por consiguiente, va contra su deber: primero, transferir a otro o renunciar por sí mismo alguno de ellos. En efecto, quien renun- cia a los medios, renuncia a los fines; y renuncia a los medios quien siendo soberano se reconoce a sí mismo sujeto a leyes civiles, y re- nuncia al poder de la suprema judicatura; o de hacer guerra o paz por su propia autoridad; de juzgar de las necesidades del Estado; de re- caudar dinero y hacer levas de soldados, en el tiempo y cuantía que en conciencia estime necesario; de instituir funcionarios y ministros, en período de guerra o de paz; de designar maestros, y examinar qué doc- trinas están de acuerdo y cuáles son contrarias a la defensa, a la paz y al bien del pueblo.
O no instruir al pueblo en sus razones de ello. En segundo lugar, va contra su deber dejar al pueblo en la ignorancia o mal informado acer- ca de los fundamentos y razones de sus derechos esenciales, ya que, de este modo, los hombres resultan fáciles de seducir y son inducidos a resistir al soberano, cuando el Estado requiera el uso y ejercicio de tales derechos.
Y en cuanto a los fundamentos de estos derechos, resulta muy necesa- rio enseñarlos de modo diligente y veraz, porque no pueden ser man- tenidos por una ley civil o por el terror de un castigo legal. En efecto, una ley civil que prohíba la rebelión (y como tal se considera la resis- tencia a los derechos esenciales de la soberanía) no obliga como ley civil sino, solamente, por virtud de la ley de naturaleza que prohíbe la violación de la fe; y si los hombres no conocen esta obligación natu- ral, no pueden conocer el derecho de ninguna ley promulgada por el soberano. En cuanto a la penalidad, no la consideran sino como un acto hostil, que ellos se imaginan capaces de evitar por medio de otros actos hostiles, en cuanto se consideran en posesión de la fuerza sufi- ciente.
Objeción de quienes dicen que no existen principios de razón para la soberanía absoluta. He oído decir a algunos que la justicia es, sola- mente, una palabra sin sustancia, y que cualquiera cosa que un hombre puede adquirir para sí mismo por medio de la fuerza o de la astucia (no sólo en situación de guerra, sino también en el seno de un Estado) es suya, cosa cuya falsedad ya he demostrado; análogamente, tampoco faltará quien sostenga que no hay razones ni principio de razón para sostener aquellos derechos esenciales que hacen absoluta la soberanía. Ahora bien, si existieran, hubiesen sido halladas en un lugar o en otro; pero advertimos que nunca ha existido un Estado donde estos dere- chos hayan sido reconocidos o disputados. Con ello se arguye algo tan equivocado como si los salvajes de América negaran la existencia de fundamentos o principios de razón para construir una casa que durase tanto como sus materiales, puesto que nunca han visto una tan bien construida. El tiempo y la laboriosidad producen cada día nuevos co- nocimientos; y del mismo modo que el arte de bien construir deriva de los principios de razón observados por los hombres laboriosos, que estudiaron ampliamente la naturaleza de los materiales y los diversos efectos de la figura y la proporción, mucho después de que la humani- dad (aunque pobremente) comenzara a construir; así, mucho tiempo después de que los hombres comenzaran a construir Estados, imper- fectos y susceptibles de caer en el desorden, pudieron hallarse, por medio de una meditación laboriosa, principios de razón, que hicieran su constitución duradera (excepto contra la violencia externa). Y estos son los principios que me interesaba examinar en este discurso. Que no lleguen a ser advertidos por quienes tienen el poder de utilizarlos, o que sean despreciados o estimados por ellos, es algo que no me inter- esa especialmente, en esta ocasión. Ahora bien, aun suponiendo que estos míos no sean principios de razón, sin embargo, estoy seguro de que son principios sacados de la autoridad de la Escritura, como pondré de_ manifiesto cuando hable del reino de Dios (administrado por Moisés) sobre los judíos, el pueblo elegido y ungido a Dios, por vía de pacto.
Objeción basada en la incapacidad del mundo. Dícese, sin embargo, que si bien los principios son correctos, el pueblo llano no tiene capa- cidad bastante para comprenderlos. Yo tendría una gran satisfacción si los súbditos poderosos y ricos de un reino, o quienes se cuentan entre los más cultos, no fueran menos capaces que ellos. Todos los hombres saben que las obstrucciones a este género de doctrinas no proceden tanto de la dificultad de la materia como del interés de quienes han de aprenderla. Los hombres poderosos difícilmente toleran nada que es- tablezca un poder capaz de limitar sus deseos; y los hombres doctos, cualquiera cosa que descubra sus errores, y, por consiguiente, dismi- nuya su autoridad: el entendimiento de las gentes vulgares, a menos- que no esté nublado por la sumisión a los poderosos, o embrollado por las opiniones de sus doctores, es, como el papel blanco, apto para re- cibir cualquiera cosa que la autoridad pública desee imprimir en él. ¿No son inducidas naciones enteras a prestar su aquiescencia a los grandes misterios de la religión cristiana que están por encima de la razón ; y no se hace creer a millones de seres que un mismo cuerpo puede estar en innumerables lugares, a un mismo tiempo, lo cual va contra la razón; y no serán capaces los hombres, por medio de ense- ñanzas y predicaciones, y con la protección de la ley, para recibir lo que está tan de acuerdo con la razón que cualquier hombre sin prejui- cios no necesita ya, para aprenderlo, sino escucharlo? Concluyo, por consiguiente, que en la instrucción del pueblo en los derechos esencia- les (que son las leyes naturales y fundamentales) de la soberanía, no existe dificultad (mientras un soberano mantenga el poder entero), sino la que procede de sus propias faltas, o de las faltas de aquellos a quienes confía la administración del Estado; por consiguiente, es su deber inducirlos a recibir esa instrucción; y no sólo su deber, sino también su seguridad y provecho para evitar el peligro que de la rebe- lión puede derivar al soberano, en su persona natural.
Debe enseñarse a los súbditos no apetecer el cambio de gobierno. Descendiendo a los detalles, se enseñará al pueblo, primeramente, que no debe entusiasmarse con ninguna forma de gobierno que vea en las naciones vecinas, más que con la suya propia; ni desear ningún cam- bio (cualquiera que sea la prosperidad presente disfrutada por las na- ciones que se gobiernan de modo distinto que el suyo). En efecto, la prosperidad de un pueblo regido par una asamblea aristocrática o de- mocrática, no deriva de la aristocracia o de la democracia, sino de la obediencia y concordia de los súbditos; ni el pueblo prospera en una monarquía porque un hombre tenga el derecho de regirla, sino porque los demás le obedecen. Si en cualquier género de Estado suprimís la obediencia (y, por consiguiente, la concordia del pueblo), no solamen- te dejará de florecer, sino que en poco tiempo quedará deshecho. Y quienes, .apelando a la desobediencia, no se proponen otra cosa que reformar el Estado, se encontrarán con que, de este modo, no hacen otra cosa que destruirlo: como las insensatas hijas de Peleo (en la fábula), que deseosas de renovar la juventud de su decrépito padre, por consejo de Medea le cortaron en pedazos y lo cocieron, juntamen- te con algunas hierbas extrañas, sin que por ello lograran hacer de él un hombre nuevo. Este deseo de cambio viene a significar el quebran- tamiento del primero de los mandatos de Dios: porque Dios dice, Non habebis Deos alíenos, tú no tendrás los dioses de otras naciones; y en otro lugar, respecto a los reyes, dice que son dioses.
Ni prestar su adhesión (contra el poder soberano) a hombres popula- res. En segundo lugar, debe enseñárseles que no han de sentir admira- ción hacia las virtudes de ninguno de sus conciudadanos, por elevados que se hallen, ni por excelsa que sea su apariencia en el Estado; ni de ninguna asamblea (con excepción de la asamblea soberana), hasta el punto de otorgarle la obediencia o el honor debido solamente al sobe- rano, al cual representan en sus respectivas sedes; ni recibir ninguna influencia del pueblo, sino la autorizada por el soberano poder. En efecto, no puede imaginarse que un soberano ame a su pueblo como es debido cuando no está celoso de él, y sufre la adulación de los hom- bres populares, que le arrebatan su lealtad, como ha ocurrido frecuen- temente no sólo de modo clandestino, sino manifiesto, hasta el extre- mo de proclamarse el desposorio con ellos in facie Ecclesice por los predicadores, y por medio de discursos en plena calle: lo que puede oportunamente ser comparado con la violación del segundo de los diez mandamientos.
Ni discutir el poder soberano. En tercer lugar, y como consecuencia, se les advertirá cuán grande falta es hablar mal del representante sobe- rano (sea un hombre o una asamblea de hombres), o argüir y discutir su poder, o usar de cualquier modo su nombre irreverentemente, con lo cual puede caer el soberano en el desprecio de su pueblo, y debili- tarse la obediencia qué éste le presta (y en la cual consiste la seguridad del Estado). A cuya doctrina apunta, por analogía, el tercer manda- miento.
Y tener días especialmente dedicados a aprender sus deberes. En cuar- to lugar, si consideramos que al pueblo no puede enseñársele todo esto; ni aunque se le enseñe, lo recuerda; ni, después de pasada una generación, sabe de modo suficiente en quién está situado el poder soberano, si no destina parte de su tiempo a escuchar a quienes están designados para instruirlo, es necesario que se establezcan ocasiones en que las gentes puedan reunirse y (después de los rezos y alabanzas a Dios, el soberano de los soberanos) ser aleccionadas acerca de sus deberes y las leyes positivas que generalmente conciernen a todos, leyéndolas y exponiéndolas, y recordándoles la autoridad que las pro- mulga. A este objeto tenían los judíos, cada sexto día, un sábado, en el cual la ley era leída y expuesta; y en tal solemnidad, se les recordaba que su rey era Dios, el cual, habiendo creado el mundo en seis días, descansó en el séptimo; y al descansar ellos de su trabajo, se les recor- daba que este Dios era su rey y les redimió de su trabajo servil y peno- so en Egipto, y les dio tiempo para que después de haberse complaci- do con Dios hallaran regocijo en sí mismos, con legítimos esparci- mientos. Así, pues, la primera tabla de los mandamientos se destina por entero a establecer la suma del poder absoluto de Dios, no sola- mente como Dios, sino por vía de pacto, como rey privativo de los judíos; y puede, por consiguiente, iluminar a aquellos a quienes se ha conferido poder soberano, por consentimiento de los hombres, el esta- blecer qué doctrina deben enseñar a sus súbditos.
Y honrar a sus parares. Y como la primera instrucción de los niños depende del cuidado de sus padres, es necesario que sean obedientes a ellos mientras están bajo su tutela; y no sólo eso, sino que con poste- rioridad (como la gratitud requiere), reconozcan el beneficio de su educación, por signos exteriores de honor. A este fin debe enseñárse- les que originariamente el padre de todos los hombres era también su señor soberano, con poder de vida y muerte sobre ellos; y que aunque al instituir el Estado los padres de familia renunciaron ese poder abso- luto, nunca se entendió que hubiesen de perder el honor a que se hac- ían acreedores, por la educación que procuraban. En efecto, la renun- cia de ese derecho no era necesaria a la institución del poder soberano; ni existiría ninguna razón por la cual un hombre desease tener hijos, o tomarse el cuidado de alimentarlos e instruirlos, si posteriormente no obtuvieran de ellos beneficio mayor que de otros hombres. Y esto se halla de acuerdo con el quinto mandamiento.
Y evitar la comisión de injurias. Por otra parte, todo soberano debe esforzarse por que sea enseñada la justicia; consistiendo ésta en no privar a nadie de lo que es suyo, ello significa tanto como decir que los hombres sean aconsejados para que no sustraigan a sus vecinos, por la violencia o por el fraude, nada de lo que por autoridad soberana les pertenece. De las cosas propias, las más queridas a un hombre son su propia vida y sus miembros; en grado inmediato (para la mayoría de los hombres), las que conciernen al afecto conyugal, y después de ellas las riquezas y medios de vida. Por consiguiente, debe enseñarse al pueblo a abstenerse de toda violencia contra otra persona, practica- da por vía de venganza privada; de la violación del honor conyugal; de la rapiña violenta, y de la sustracción de los bienes de otro por medio de hurto fraudulento. A este objeto conviene patentizar las consecuen- cias perniciosas de los juicios falsos, obtenidos por corrupción de los jueces o de los testigos, en los que se suprime la distinción de propie- dad, y la justicia queda sin efecto; todas estas cosas se examinan en los mandamientos sexto, séptimo, octavo y noveno.
Y hacer todo esto sinceramente y con el corazón. Por último, interesa enseñarles que no sólo los hechos injustos sino los designios e inten- ciones de hacerlos son injusticia, puesto que ésta consiste tanto en la depravación de la voluntad como en la irregularidad del acto. Es ésta la intención del décimo mandamiento, y la suma de la segunda Tabla, que queda reducida a este precepto exclusivo de la caridad mutua: Amarás a tu prójimo como a ti mismo; del mismo modo que la suma de la primera queda reducida al amor de Dios, a quien los judíos han recibido recientemente corno rey suyo.
El fin de las Universidades. En cuanto a los medios y conductos gra- cias a los cuales puede el pueblo recibir dicha instrucción, tenemos que inquirir por qué procedimientos tantas opiniones contrarias a la tranquilidad del género humano, han logrado, sin embargo, arraigar profundamente en él, a base de frágiles y falsos principios. Me refiero a los especificados en el capítulo precedente, a saber: que los hombres deben juzgar de lo que es legítimo e ilegítimo no por la ley misma, sino por sus propias conciencias, es decir, por sus propios juicios par- ticulares: que los súbditos pecan al obedecer los mandatos del Estado, a menos que antes no los hayan estimado legítimos; que la propiedad en sus riquezas es tal que excluye el dominio que el Estado tiene sobre las mismas; que es legítimo para los súbditos dar muerte a los llama- dos tiranos; que el poder soberano puede ser dividido, y otras ideas análogas que se suele imbuir al pueblo por tales procedimientos.
Aquellos a quienes la necesidad y la codicia hace considerar atenta- mente su negocio y su trabajo, y aquellos, por otra parte, a quienes la abundancia o la indolencia les empujan hacia los placeres sensuales (estos dos grupos de personas abarcan la mayor parte del género humano), apartándose de la profunda meditación, que requiere necesa- riamente la enseñanza de la verdad no sólo en materia de justicia natu- ral, sino también de todas las demás ciencias, adquieren las nociones de sus deberes, principalmente desde el púlpito, de los sacerdotes, y en parte de aquellos de sus vecinos o familiares que teniendo la facultad de discurrir de modo plausible y adecuado, parecen más sabios y me- jor instruidos que ellos mismos en materia legal y de conciencia. Y los religiosos, y quienes tienen apariencia de doctos, derivan sus conoci- mientos de las Universidades y de las escuelas jurídicas, o de los li- bros que han sido publicados por hombres eminentes en esas escuelas y Universidades. Es, por consiguiente, manifiesto, que la instrucción del pueblo depende por completo de la adecuada instrucción de la juventud en las Universidades. Alguno dirá: ¿pero es posible que las Universidades de Inglaterra no estén suficientemente instruidas para hacer esto? ¿O acaso os proponéis enseñar a las Universidades? Ar- duas cuestiones son éstas, en efecto. Sin embargo, no dudo en contes- tar a la primera, que hasta las postrimerías del reinado de Enrique VIII el poder del Papa era siempre mantenido sobre el poder del Estado, principalmente por las Universidades, y que las doctrinas sustentadas por tantos predicadores contra el poder soberano del rey, y por tantos juristas y otros hombres doctos que allí ejercían su educación, es un argumento suficiente de que aunque las Universidades no sean autoras de esas falsas doctrinas, no saben, sin embargo, cómo implantar la verdad. En efecto, en esa contradicción de opiniones, es muy cierto que no han sido suficientemente instruidas, y no es extraño que todav- ía conserven un regusto de ese sutil licor con que antes estaban sazo- nadas contra la autoridad civil. En cuanto a la última cuestión no creo conveniente ni necesario decir sí o no, puesto que quien advierta lo que hago, fácilmente percibirá lo que pienso.
La seguridad del pueblo requiere, además, de aquel o aquellos que tienen el poder soberano, que la justicia sea administrada por igual a todos los sectores de la población ; es decir, que lo mismo al rico y al poderoso que a las personas pobres y oscuras, pueda hacérseles justi- cia en las injurias que les sean inferidas, así como que el grande no pueda tener mayor esperanza de impunidad, cuando hace violencia, deshonra u otra injuria a una clase más baja, que cuando uno de éstos hace lo mismo a uno de aquéllos. En esto consiste la equidad, a la cual, por ser un precepto de la ley de naturaleza, un soberano se halla igualmente sujeto que el más insignificante de su pueblo, Todas las infracciones de la ley son ofensas contra el Estado. Pero hay algunas que lo son también contra las personas particulares. Las que concier- nen solamente al Estado pueden ser perdonadas sin quebrantamiento de la equidad, porque cada hombre puede perdonar, según su buen criterio, lo que contra él hagan los demás. En cambio, una ofensa con- tra un particular no puede equitativamente ser perdonada sin consen- timiento del injuriado, o sin una satisfacción justa.
La desigualdad de los súbditos procede de los actos del poder sobera- no; por consiguiente, no tiene ya lugar en presencia del soberano, es decir, en un tribunal de justicia, así como tampoco existe desigualdad entre los reyes y sus súbditos en presencia del Rey de Reyes. El honor de los magnates debe estimarse por sus acciones beneficiosas, y por la ayuda que prestan a los hombres de inferior categoría; o no ser apre- ciado en absoluto. Y las violencias, opresiones o injurias que cometen no quedan atenuadas sino agravadas por la grandeza de su persona, ya que tienen menos necesidad de cometerlas. Las consecuencias de esta parcialidad respecto a los grandes presenta los siguientes grados: La impunidad causa insolencia; la insolencia, odio; y el odio un esfuerzo para derribar todos los obstáculos opresores y contumaces, aun a costa de la ruina del Estado.
Igualdad de impuestos. A la justicia igual corresponde, también, la igualdad en la imposición de tributos; esta igualdad de tributación no se basa en la igualdad de riquezas, sino en la igualdad de la deuda que cada hombre está obligado a pagar al Estado por la defensa que le presta. Irlo basta, para un hombre, trabajar por la conservación de su vida, sino que también debe luchar, si es necesario, por el asegura- miento de su trabajo. Deben hacer, o lo que hicieron los judíos des- pués de retornar de su cautiverio, al reedificar el templo: construir con una mano y empuñar la espada con la otra; o de lo contrario tienen que alquilar a otros que luchen por ellos. En efecto, los impuestos estable- cidos por el poder soberano sobre sus súbditos no son otra cosa que el salario debido a quienes sostienen la espada pública, para defender a los particulares en el ejercicio de sus distintas actividades y reclama- ciones. Teniendo en cuenta que el beneficio que cada uno recibe de ellos es el goce de la vida, que resulta igualmente apreciada por po- bres y ricos, el débito que un pobre tiene para quien defiende su vida es el mismo que el de un rico por análoga defensa, salvo que el rico que tiene al pobre a su servicio, puede ser deudor no sólo por su pro- pia persona, sino por muchas más. Considerando esto, la igualdad en la tributación consiste más bien en la igualdad de lo que se consume que en la riqueza de los consumidores. ¿Por qué razón quien trabaja mucho y, ahorrando los frutos de su trabajo, consume poco, debe so- portar mayor gravamen que quien viviendo en la holganza tiene pocos ingresos y gasta cuanto recibe, cuando uno y otro reciben del Estado la misma protección? En cambio, cuando los impuestos son estableci- dos sobre las cosas que los hombres consumen, cada hombre paga igualmente por lo que usa, y el Estado no queda defraudado por el gasto lujoso de los hombres privados.
Caridad pública. Y como algunos hombres, por accidente inevitable, resultan incapaces para mantenerse a si mismos por su trabajo, no de- ben ser abandonados a la caridad de los particulares, sino que las leyes del Estado deben proveer a ello (en cuanto lo exigen las necesidades de la naturaleza). Porque del mismo modo que es falta de caridad abandonar al impotente, así lo es también, en el soberano de un Esta- do, exponerlo al azar de esa caridad incierta.
Prevención contra la holganza. En cuanto a aquellos que son física- mente rubustos, el caso es distinto: deben ser obligados a trabajar, y para evitar la excusa de que no hallan empleo, deben existir leyes que estimulen todo género de artes, como la navegación, la agricultura, la pesca y diversas clases de manufacturas que requieren trabajo. La multitud de los pobres, cuando se trata de individuos fuertes que si- guen aumentando, debe ser trasplantada a países insuficientemente habitados; en ellos, sin embargo, no habrán de exterminar a los habi- tantes actuales, sino que se les constreñirá a habitar unos junto a otros; no ya apoderándose de una gran extensión de terreno con ánimo de expropiarlo, sino cultivando cada parcela con solicitud y esfuerzo, para que de ellas obtengan sustento en la estación adecuada. Y cuando el mundo entero se ve recargado de habitantes, el último remedio de todos es la guerra, la cuál procura una definitiva solución, por la victo- ria y por la muerte.
Cuáles son buenas leyes. Incumbe al soberano el cuidado de promul- gar buenas leyes. Pero ¿qué es una buena ley? No entiendo por buena ley una ley justa, ya que ninguna ley puede ser injusta. La ley se hace por el poder soberano, y todo cuanto hace dicho poder está garantiza- do y es propio de cada uno de los habitantes del pueblo; y lo que cada uno quiere tener como tal, nadie puede decir que sea injusto. Ocurre con las leyes de un Estado lo mismo que con las reglas de un juego: lo que los jugadores convienen entre sí no es injusto 'para ninguno de ellos. Una buena ley es aquello que resulta necesario y, por añadidura, evidente para el bien del pueblo.
Las que son necesarias. En efecto, el uso de las leyes (que no son sino normas autorizadas) no se hace para obligar al pueblo, limitando sus acciones voluntarias, sino para dirigirle y llevarlo a ciertos movimien- tos que no les hagan chocar con los demás, por razón de sus propios deseos impetuosos, su precipitación o su indiscreción; del mismo mo- do que los setos se alzan no para detener a los viajeros, sino para man- tenerlos en el camino. Por consiguiente, una ley que no es necesaria, y carece, por tanto, del verdadero fin de una ley, no es buena. Una ley puede concebirse como buena cuando es para el beneficio del sobera- no, aunque no sea necesaria para el pueblo. Pero esto último nunca puede ocurrir, porque el bien del soberano y el del pueblo nunca dis- crepan. Es débil un soberano cuando tiene súbditos débiles, y un pue- blo es débil cuando el soberano necesita poder para regularlo a su vo- luntad. Las leyes innecesarias no son buenas leyes, sino trampas para hacer caer el dinero; recursos que son superfluos cuando el derecho del poder soberano es reconocido; y cuando no lo es, son insuficientes para defender al pueblo.
Las que son evidentes. La evidencia no consiste tanto en las palabras de la ley misma como en una declaración de las causas y motivos en virtud de los cuales fue promulgada. Es esto lo que nos revela el propósito del legislador; y una vez conocido este propósito, la ley re- sulta mejor conocida por pocas que por muchas palabras. En efecto, todas las palabras están sujetas a ambigüedad, y, por consiguiente, la multiplicación de palabras en el cuerpo de la ley viene a multiplicar esa ambigüedad. Además, parece implicar (por excesiva diligencia) que quien elude las palabras está privado de la brújula de la ley. Esta es la causa de muchos procesos innecesarios. En efecto, cuando consi- dero cuán breves eran las leyes de los tiempos antiguos, y cómo han ido creciendo gradualmente, cada vez más, me imagino que veo una lucha entre los redactores y los defensores de la ley, tratando los pri- meros de circunscribir a los últimos, y los últimos de escapar a tales circunloquios; y son estos últimos, los pleiteantes, quienes logran la victoria. Compete, por consiguiente, al legislador (que en todos los Estados es el representante supremo, ya se trate de un hombre o de una asamblea) hacer evidente la razón por la cual se promulgó la ley, y el cuerpo de la ley misma, en términos tan breves, pero tan propios y expresivos como sea posible.
Castigos. Corresponde también a la misión del soberano llevar a cabo una correcta aplicación de los castigos y de las recompensas. Y consi- derando que la finalidad del castigo no es la venganza y la descarga de la ira, sino el propósito de corregir tanto al ofensor como a los demás, estableciendo un ejemplo, los castigos más severos deben infligirse por aquellos crímenes que resultan más peligrosos para el común de las gentes: tales son, por ejemplo, los que proceden del daño inferido al gobierno normal; los que derivan del desprecio a la justicia; los que provocan indignación en la multitud; y los que quedando impunes parecen autorizados, como cuando son cometidos por hijos, sirvientes o favoritos de las personas investidas con autoridad. En efecto, la in- dignación arrastra a los hombres no sólo contra los actores y autores de la injusticia, sino contra todo el poder que parece protegerlos; tal ocurrió en el caso de Tarquino, cuando por el acto insolente de uno de sus hijos fue expulsado de Roma y derrocada la monarquía. En cam- bio, en los delitos provocados por la debilidad, como son los que tu- vieron su origen en un gran temor, en una gran necesidad o en la igno- rancia de si el hecho era o no un gran delito, existe muchas veces lu- gar para la lenidad, sin perjuicio para el Estado; y la lenidad, cuando hay lugar para ella, es una exigencia de la ley de naturaleza. El castigo de los cabecillas e inductores en una rebelión, y no el de las pobres gentes que han sido seducidas, puede ser provechoso al Estado, con su ejemplo. Ser severo con el pueblo es castigar la ignorancia que en gran parte puede imputarse al soberano, cuya es la falta de que no es- tuvieran mejor instruidos.
Recompensas. De la misma manera es misión y deber del soberano otorgar sus recompensas siempre de tal modo que de ello pueda resul- tar beneficio para el Estado: en esto consiste su uso y su fin, y ocurre cuando los que han servido bien al Estado son también recompensa- dos del mejor modo, a costa de poco gasto por parte del Tesoro públi- co, en forma que otros puedan ser estimulados a servirle con la mayor fidelidad posible, y estudien las artes por medio de las cuales pueden proceder mejor. Comprar, con dinero o preferencias, la quietud de un súbdito popular pero ambicioso, y abstenerse de producir una mala impresión en la mente del pueblo no son cosas que puedan considerar- se como recompensa (la cual no se ordena por la falta de servicio, sino por el servicio pasado); ni es un signo de gratitud, sino de temor: ni tiende al beneficio, sino al daño de la cosa pública. Es una lucha por la ambición, como la de Hércules con la Hidra monstruosa, que teniendo varias cabezas veía crecer tres por cada una que le cortaba. De la misma manera, cuando la terquedad de un hombre popular se vence por medio de recompensas, pueden surgir otros varios, a semejanza suya, que hagan los mismos atropellos con la esperanza de análogo beneficio: y como en todo género de manufacturas, así también la ma- licia aumenta cuando resulta fácil venderla. Y aunque a veces una guerra civil pueda ser diferida por procedimientos análogos a los cita- dos, el peligro se hace aún más grande, y la ruina futura queda asegu- rada. Va, por consiguiente, contra el deber del soberano al cual está encomendada la seguridad pública, recompensar a quienes aspiran a la grandeza perturbando la paz en su país, en lugar de atajar a tales hom- bres en sus comienzos, corriendo un peligro pequeño para evitar otro que pasado un cierto tiempo será mayor.
Consejeros. Otra misión del soberano consiste en escoger buenos con- sejeros; me refiero a aquellos cuya opinión se ha de tener en cuenta en el gobierno del Estado. En efecto esta palabra consejo, consilium, que es una corrupción de considium, tiene una significación más amplia y comprende todas las asambleas de hombres que no sólo se reúnen para deliberar lo que se hará después, sino, también, para juzgar de los hechos pasados, y de la ley para el presente. Considero aquí esa pala- bra en el primer sentido solamente: en este sentido no existe elección de consejo, ni en una democracia ni en una aristocracia, puesto que las personas que aconsejan son miembros de la persona aconsejada. La selección de consejeros es, en cambio, propia de la monarquía. En ella el soberano que se propone no seleccionar aquellos que en todos los aspectos son los más capaces, no desempeña su misión como debería hacerlo. Los más capaces consejeros son aquellos que tienen menos esperanza de obtener un beneficio al dar un mal consejo, y los que más conocimientos poseen de aquellas cosas que conducen a la paz y defensa del Estado. Es ardua cuestión la de saber quién espera obtener un beneficio de las perturbaciones públicas; pero los signos que guían a una justa sospecha consisten en que el pueblo encuentra en sus agra- vios irrazonables o irremediables, el apoyo de individuos cuyas haciendas no son suficientes para hacer frente a sus gastos acostum- brados; signos que pueden ser fácilmente observados por aquellos a quienes corresponda conocerlos. Pero todavía es más arduo saber quién tiene más conocimiento de los negocios públicos; y quienes lo saben son los que menos lo necesitan. En efecto, saber quién conoce las normas de casi todas las artes implica un grado mayor de conoci- miento del arte en cuestión, ya que nadie puede estar seguro de la ver- dad de las normas ajenas, sino aquel que primero se ha preocupado de comprenderlas. Ahora bien, los mejores signos de un conocimiento de cualquier clase consisten en hablar frecuentemente de esas cosas, y hacerlo con constante provecho. El buen consejo no viene por casuali- dad ni por herencia; por consiguiente, no hay más razón para esperar una buena opinión del rico o del noble, en materia estatal, que en tra- zar las dimensiones de una fortaleza, a menos que pensemos que no hace falta método alguno en el estudio de la política (como ocurre con el estudio de la geometría) sino, sólo, detenerse a contemplarla, cosa que no es así. En efecto, la política es el estudio más difícil de los dos. En estas regiones de Europa se ha considerado como derecho de cier- tas personas, tener un puesto por herencia en el más ,alto consejo del Estado: derivase de las conquistas de los antiguos germanos, entre los cuales varios señores absolutos, reunidos para conquistar otras nacio- nes, no hubieran ingresado en la confederación sin ciertos privilegios, que pudieran ser, en tiempos sucesivos, signos de diferenciación entre su posteridad y la posteridad de sus súbditos: siendo estos privilegios incompatibles con el poder soberano, por el favor del soberano podían parecer mantenidos, pero luchando por ellos como derecho propio, poco a poco tendrían los súbditos que renunciar a ellos, y no obtendr- ían, en definitiva, más honor sino el que naturalmente es inherente a sus aptitudes.
Por capaces que sean los consejeros en un asunto, el beneficio de su consejo es mayor cuando cada uno da su opinión, y las razones de ella, por separado, por vía declarativa: y mayor cuando han meditado sobre el asunto que cuando hablan de modo repentino; y es mayor el beneficio en ambos casos, porque tienen más tiempo para advertir las consecuencias de la acción y se hallan menos expuestos a las contra- dicciones causadas por la envidia, la emulación u otras pasiones que derivan de las diferencias de opinión.
El mejor consejo en las cosas que conciernen no a otras naciones, sino a la comodidad y beneficio que los súbditos pueden disfrutar, en vir- tud de leyes hechas solamente en consideración del propio país, debe adquirirse recogiendo informaciones generales y quejas de las gentes de cada provincia que mejor conocen sus necesidades propias y que, por consiguiente, cuando nada reclaman que signifique derogación de los derechos esenciales de la soberanía, deben ser diligentemente to- madas en cuenta. Sin esos derechos esenciales (como antes he dicho) el Estado no puede subsistir.
Jefes militares. El comandante en jefe de un ejército, cuando no es popular, no será estimado ni temido por sus soldados como debería serlo, y, por consiguiente, no podrá realizar su misión con éxito lison- jero. Debe ser, por consiguiente, laborioso, valiente, afable, liberal y afortunado, para que pueda ganar fama de suficiencia y de amar a sus soldados. Esto significa popularidad, estimula en los soldados el deseo y el valor de recomendarse a si mismos en favor suyo, y justifica la severidad del general al castigar, cuando es necesario, a los soldados sublevados o negligentes. Pero este amor a los soldados (si no existe garantía de fidelidad por parte del comandante) es cosa peligrosa para el poder soberano, especialmente cuando está en manos de una asam- blea que no es popular. Interesa, por consiguiente, a la seguridad del pueblo que sean buenos jefes y fieles súbditos, aquellos a quienes el soberano encomienda sus ejércitos.
Ahora bien, cuando el soberano mismo es popular, es decir, cuando es reverenciado y querido por su pueblo, no existe peligro alguno en la popularidad de un súbdito. En efecto, los soldados nunca son tan ge- neralmente injustos como para hacer causa común con sus capitanes, aunque los amen, contra su soberano, cuando estiman no solamente su persona, sino también su causa. Por consiguiente, quienes por medio de la violencia han suprimido, a veces, el poder de su legítimo sobera- no, antes de situarse ellos mismos en su lugar, se han visto siempre en el peligroso trance de arbitrar unos títulos, para evitar al pueblo la vergüenza de recibirlos. Tener un derecho manifiesto al poder sobera- no es una cualidad tan popular que quien la posee no necesita nada más, por su parte, para ganar los corazones de sus súbditos, sino que lo consideren absolutamente capaz de gobernar su propia familia, o, respecto a sus enemigos, de desbandar sus ejércitos. En efecto, la ma- yor parte y más activa de la humanidad nunca ha estado perfectamente conforme con el presente.
Respecto a los oficios de un soberano con respecto a otro, comprendi- dos en la ley que comúnmente se denomina ley de las naciones, no necesito decir nada en este lugar, porque la ley de las naciones y la ley de naturaleza son la misma cosa, y cada soberano tiene el mismo de- recho, al velar por la seguridad de su pueblo, que puede tener cual- quier hombre en particular al garantizar la seguridad de su propio cuerpo. Y la misma ley que dicta a los hombres que carecen de una gobernación civil lo que deben hacer y lo que deben evitar uno respec- to a otro, señala análogos dictados a los Estados, es decir, a los prínci- pes soberanos y a las asambleas soberanas; no existe tribunal de justi- cia natural sino en la conciencia, en la cual no reina el hombre, sino Dios, y cuyas leyes (que obligan a la humanidad) con respecto a Dios, como autor de la naturaleza; son naturales; y con respecto a Dios mismo, Rey de Reyes, son leyes. Pero del reino de Dios como Rey de Reyes, y también, como Rey de un pueblo peculiar, hablaré en el resto de este discurso.
Finalidad de los siguientes capítulos. Que la condición de mera natu- raleza, es decir, de absoluta libertad como la de aquellos que ni son soberanos ni súbditos, es anarquía y condición de guerra; que los pre- ceptos por los cuales se guían los hombres para evitar esta condición son las leyes de naturaleza; que un Estado sin poder soberano no es más que una palabra sin sustancia, y no puede subsistir; que los súbdi- tos deben a los soberanos simple obediencia en todas las cosas en que su obediencia no está en contradicción con las leyes divinas, son cosas que he demostrado suficientemente en lo que hasta ahora llevo mani- festado. Sólo necesitamos, para un perfecto conocimiento de los debe- res civiles, saber cuáles son esas leyes de Dios, porque sin esto, cuan- do a un individuo se le ordena una cosa por el poder civil no sabe si ello es o no contrario a la ley de Dios; con lo cual o bien ofende a la Divina Majestad por excederse en la obediencia civil, o por temor de ofender a Dios realiza una transgresión de los preceptos del Estado. Para evitar estos dos inconvenientes es necesario saber qué son leyes divinas. y teniendo en cuenta que el conocimiento de toda ley depende del conocimiento del poder soberano, a continuación voy a referirme al REINO DE DIOS.
Quiénes son súbditos en el reino de Dios. Dios es el rey, alégrese la tierra, dice el Salmista 1; y luego afirma: Dios es el rey aunque las naciones estén trastornadas, y el que está sentado entre los querubines, aunque la tierra se conmueva 2. Quiéranlo o no los hombres, deben estar siempre sujetos al poder de Dios. Cuando niegan la existencia o providencia de Dios, los hombres pierden su reposo, pero no su yugo. Designar este poder de Dios, que no sólo se extiende al hombre, sino también a los animales, y a las plantas, y a los cuerpos inanimados, con el nombre de reino, no es sino un uso metafórico de ese término, porque con propiedad sólo puede decirse que reina quien gobierna a sus súbditos con su palabra, con la promesa de recompensas a quienes le obedecen, y con la imposición de castigos a quienes dejan de obe- decerle. Por tanto, en el reino de Dios no son súbditos los cuerpos inanimados, ni las criaturas irracionales, ya que no comprenden los preceptos como suyos; ni los ateos; ni los que no creen que Dios vigila todas las acciones del género humano; y esto, porque no reconocen la palabra de Dios como suya, ni tienen esperanza en sus premios, ni temor a sus castigos. Quienes creen, por consiguiente, que existe un Dios gobernando el mundo, y que ha dado preceptos y señalado re- compensas y castigos para la humanidad, son buenos súbditos; todos los demás deben ser considerados como enemigos.
Una triple palabra de Dios: razón, revelación y profecía. Para gobernar por medio de palabras, es preciso que estas palabras se den a conocer de modo manifiesto, pues de lo contrario no son leyes. Es, en efecto, consustancial a la naturaleza de las leyes una promulgación clara y suficiente, de tal índole que pueda eliminar toda excusa de ignorancia; en las leyes de los hombres esto ocurre de un solo modo, mediante proclamación o promulgación realizada por la voz del hombre mismo. Pero Dios declara sus leyes por tres conductos. Por los dictados de la razón natural, por revelación y por la voz de algún hombre que, por hacer milagros, adquiere crédito entre los demás. De aquí que tenga- mos una triple palabra de Dios: racional, sensible y profética; a lo cual corresponde una triple forma de escuchar: la razón auténtica, el senti- do sobrenatural y la fe. En cuanto al sentido sobrenatural que consiste en la revelación o inspiración, no han existido leyes universales así comunicadas, puesto que Dios no habla de esta manera sino a perso- nas particulares, manifestando cosas distintas a los diversos hombres. Un doble reino de Dios: natural y profético. En virtud de la diferencia que existe entre las dos especies de la palabra divina, la racional y la profética, puede atribuirse a Dios un doble reino, natural y profético: natural en que gobierna a aquellos seres del género humano que reco- nocen su providencia, por los dictados de la razón auténtica; profético en cuanto que habiendo elegido como súbditos a los habitantes de una nación peculiar (la de los judíos) los gobernó, y a nadie sino a ellos, no sólo por la razón natural, sino por las leyes positivas que les fue comunicando por boca de sus santos Profetas. En este capítulo me propongo hablar del reino natural de Dios.
El derecho de la soberanía divina deriva de su omnipotencia. El dere- cho de naturaleza, en virtud del cual Dios reina sobre los hombres y castiga a quienes quebrantan sus leyes, ha de derivarse no del hecho de haberlos creado, y requerido de ellos una obediencia, motivada por la gratitud de sus beneficios, sino de su irresistible poder. He manifes- tado anteriormente cómo el derecho soberano deriva del pacto; para mostrar, ahora, cómo el mismo derecho puede derivar de la naturale- za, no se requiere otra cosa sino mostrar en qué casos no puede arreba- tarse en modo alguno. Si consideramos que todos los hombres, por naturaleza, tienen derecho a todas las cosas, tendrán derecho, también, a reinar cada uno de ellos sobre todos los restantes. Pero como este derecho no puede ser obtenido por la fuerza, concierne a la seguridad de cada uno renunciar al derecho en cuestión y establecer, con autori- dad soberana y por consentimiento común, hombres que los gobiernen y defiendan; de donde resulta que, si ha existido algún individuo con poder irresistible, no hay razón alguna para que, usando de ese poder, no gobernara y defendiera a sí mismo y a sus súbditos, a su propio arbitrio. Por consiguiente, aquellos cuyo poder es irresistible asumen naturalmente el dominio de todos los hombres, por la excelencia de su poder; e igualmente es por este poder que el reino sobre los hombres, y el derecho de afligir a los seres humanos a su antojo, corresponde naturalmente a la omnipotencia de Dios, no como creador y distribui- dor de gracias, sino como Ser omnipotente. Y aunque el castigo sea impuesto sólo por razón del pecado (puesto que la palabra castigo significa aflicción por el pecado), el derecho de infligir una pena, no siempre se deriva del pecado del hombre, sino del poder de Dios. La cuestión relativa a por qué los hombres malos prosperan con fre- cuencia, y los buenos sufren adversidad, que ha sido muy discutida por los antiguos, va también asociada a esta otra: con qué derecho dispensa Dios las excelencias y adversidades de esta vida; y es en esta dificultad donde hallamos el motivo que trastorna la fe no sólo en el vulgo, sino en los filósofos, y lo que es más, entre los santos, respecto a la providencia divina. Ciertamente bueno (dice David) es el Dios de Israel, para los que son limpios de corazón; pero mis pies casi se des- lizaron, mis pasos por poco resbalaron; porque tuve envidia de los insensatos, cuando vi a los impíos en tal prosperidad 1. Y Job ¿cuán severamente no increpa a Dios, por las diversas aflicciones que sufre, a pesar de su bondad? Esta cuestión, en el caso de Job, es decidida por Dios mismo, no a base de argumentos derivados del pecado de Job, sino por su propio poder. Porque aunque los amigos de Job extraen sus argumentos de la aflicción que le causó el pecado, y él se defendió por la convicción de su inocencia, Dios mismo asumió la cuestión, y habiendo justificado la aflicción por argumentos basados en su poder, tales como éste: ¿Dónde estabas tú cuando yo establecí los fundamen- tos de la tierra? 1, y otros semejantes, aprobó la inocencia de Job y reprobó la errónea doctrina de sus amigos. De acuerdo con esta doc- trina es la sentencia de nuestro Salvador, concerniente al ciego de na- cimiento, y contenida en estas palabras: Ni ha pecado este hombre, ni sus padres; pero que las obras de Dios puedan quedar manifiestas en él. Y aunque se dice: Esta muerte entró en el mundo por el pecado (con lo cual se significa que si Adán no hubiese pecado, no hubiera muerto nunca, es decir, nunca hubiese sufrido la separación de su al- ma y su cuerpo); de ello no se deduce que Dios no hubiese podido justamente afligirlo aunque no hubiese pecado, lo mismo que aflige a otras criaturas que no pueden pecar.
Leyes divinas. Habiendo hablado del derecho de la soberanía de Dios como exclusivamente basado en la naturaleza, tenemos que conside- rar, ahora, cuáles son las leyes divinas o los dictados de la razón natu- ral; estas leyes conciernen o bien a los deberes naturales de un hombre con respecto a otro, o al honor naturalmente debido a nuestro Divino soberano. Son las primeras las mismas leyes de naturaleza a que me he referido en los capítulos XIV y XV de este tratado, particularmente la equidad, la justicia, la piedad, la humildad y las restantes virtudes morales. Resta considerar, por consiguiente, qué preceptos son dicta- dos a los hombres por su razón natural solamente, sin otra palabra de Dios que afecte al honor y veneración de la Divina Majestad.
Qué es honor y veneración. Consiste el honor en la íntima idea y opi- nión del poder y de la bondad de otro: por consiguiente, honrar a Dios es pensar con la mayor alteza posible acerca de su poder y de su bon- dad. Y de esta opinión, los signos externos que aparecen en las pala- bras y acciones de los hombres, se denominan veneración, que es una parte de lo que los latinos comprendían con la palabra cultos: en efec- to, cultus significa propiamente, y en todo caso, la labor que un hom- bre aplica a una cosa, con el propósito de beneficiarse de ella. Ahora bien, las cosas de las cuales obtenemos beneficio, o bien están sujetas a nosotros, y el provecho que rinden sucede al trabajo que invertimos en ellas, como un efecto natural, o no están sujetas a nosotros, sino que responden a nuestra solicitud, de acuerdo con su propia voluntad. En el primer sentido, la labor aplicada a la tierra se llama cultivo, y la educación de los hijos es un cultivo de su entendimiento. En el segun- do sentido, en que las voluntades de los hombres deben ser conforma- das a nuestros designios no por la fuerza, sino por la complacencia, significa tanto como cortejar, es decir, ganar su favor por medio de buenos oficios, tales como elogios en los cuales se reconoce su poder, y todo aquello que es agradable a quienes pueden procurarnos algún beneficio. Esto es propiamente la veneración: en este sentido, publico- la significa adorador del pueblo, y cultus Deis, adoración de Dios.
De ese honor íntimo, que consiste en la opinión de poder y bondad, derivan tres pasiones; amor, que hace referencia a la bondad; y espe- ranza y miedo, que hacen relación al poder; y tres formas de adoración externa: elogio, exaltación y consagración. El sujeto del elogio es la bondad; el sujeto de la exaltación y de la consagración, es el poder, y el efecto de todo ello la felicidad. El elogio y la exaltación se expresan por medio de palabras y acciones; por palabras, cuando decimos que un hombre es bueno o grande; por acciones, cuando le expresamos nuestro agradecimiento por sus favores y le prestamos obediencia por su poder, La opinión de la felicidad de otros sólo puede expresarse por medio de palabras.
Veneración natural y arbitraria. Existen algunos signos de honor (tanto en atributos como en acciones) que naturalmente son así; como entre los atributos, los de bueno, justo, liberal y otros semejantes y entre las acciones las plegarias, las acciones de gracia y la obediencia. Otros lo son por institución o costumbre de los hombres; en algunos lugares y tiempos son honorables, en otros deshonrosos, en otros indiferentes: tales son los gestos en materia de salutación, plegaria y agradecimien- to, usados diferentemente en distintos tiempos y lugares. Lo primero es veneración natural; lo último es veneración arbitraria.
Veneración ordenada y libre. Y en la veneración arbitraria existen dos diferencias: en efecto, a veces es veneración ordenada, a veces volun- taria. Ordenada cuando es de la índole requerida por quien es adorado; libre cuando es como considera oportuno quien adora. Cuando es or- denada, la veneración no consiste en las palabras o en el gesto, sino en la obediencia; pero cuando es libre, la veneración consiste en la opi- nión de quien la realiza: en efecto, si a quien las palabras o acciones con las cuales pensamos hacer honor parecen ridículas y suscitan con- tumelia, no existe adoración, puesto que no hay signos de honor; y no hay signos de honor puesto que un signo no lo es con respecto a quien lo da, sino para aquel a quien se hace; es decir, para el espectador. Veneración pública y privada. Además, existe una veneración publica y una privada. Es pública la veneración que un Estado realiza como persona una. Privada es la que manifiesta una persona particular. La pública, respecto al Estado entero, es libre; pero respecto a hombres particulares, no lo es. La privada es, en secreto, libre; ahora bien, a la vista de la multitud, nunca carece de restricciones, ya sea de las leyes o de la opinión de los hombres, lo cual es contrario a la naturaleza de la libertad.
El fin de la veneración. El fin de la veneración entre hombres es el poder. En efecto, cuando un hombre ve a otro venerado, le supone poderoso, y se halla más dispuesto a obedecerle, lo cual hace más grande su poder. Pero Dios no tiene fines: la adoración que le debe- mos procede de nuestro deber, y está regulada, de acuerdo con nuestra capacidad, por aquellas reglas de honor que la razón dicta para ser realizadas por el débil con respecto al hombre más potente, con la esperanza de un beneficio o por el temor de un daño, o en agradeci- miento por el bien que ya se ha recibido de él.
Atributos del honor divino. En cuanto a lo que sabemos respecto a la veneración de Dios, que nos es enseñada por la luz de la naturaleza, comenzaré por referirme a sus atributos. En primer término, es mani- fiesto que debemos atribuirle existencia, porque nadie puede tener voluntad de honrar a quien piensa que no existe.
En segundo lugar, aquellos filósofos que dicen que el mundo o el espí- ritu del mundo es Dios, hablan indignamente de él y niegan su exis- tencia. Porque al decir Dios, comprendemos la causa del mundo, y al decir que el mundo es Dios, ello implica afirmar que no existe causa en el mundo, es decir, que no existe Dios.
En tercer lugar, decir que el mundo no fue creado sino que es eterno (considerando que lo eterno no tiene causa) es negar a Dios.
En cuarto lugar, quienes atribuyen (como imaginan) indiferencia a Dios le arrebatan el cuidado de la humanidad, y le privan de su honor, puesto que le sustraen el amor de los hombres y el temor a ellos inspi- rado, que es la raíz del honor.
En quinto lugar, en aquellas cosas que significan grandeza y poder, decir que es finito, no es honorable, ya que no es signo de la voluntad de honrar a Dios atribuirle menos de lo que podemos; y considerarlo finito es menos de lo que podemos, porque a las cosas finitas pueden añadírseles otras más.
Por consiguiente, atribuirle figura, no es honrarle, porque toda figura es finita.
Ni decir que concebimos, e imaginamos, o tenemos una idea de Él en nuestra mente; porque cualquiera cosa que concibamos es finita:
Ni atribuirle partes o totalidad, que son, solamente, atributos de cosas finitas:
Ni decir que está en este lugar o en aquel; porque cualquiera cosa que se halle en un lugar es limitada y finita:
Ni que se mueve o reposa; porque ambos atributos le adscriben un lugar:
Ni que existen más dioses que uno; porque ello implica que todos son finitos, ya que infinito no puede haber más que uno:
Ni adscribirle (como no sea metafóricamente, significando no ya la pasión sino el efecto) pasiones que implican agravio, como arrepenti- miento, ira, compasión: o necesidad, como apetito, esperanza, deseo; o una facultad pasiva, porque la pasión es poder limitado por alguna otra cosa.
Por consiguiente, cuando adscribimos a Dios una voluntad, no debe comprenderse ésta, a semejanza de lo que ocurre con el hombre, como apetito racional, sino como poder mediante el cual efectúa las cosas. Del mismo modo ocurre cuando le atribuimos vista y otros actos de los sentidos, como conocimiento y entendimiento, que en nosotros no es otra cosa sino un tumulto de la mente, suscitado por las cosas ex- ternas que ejercen su presión sobre las partes orgánicas del cuerpo. En efecto, no existen tales cosas en Dios, y siendo cosas que dependen de causas naturales, no pueden ser atribuidas a Él.
Quien no atribuya a Dios otra cosa sino lo que está garantizado por la razón natural debe usar o bien atributos negativos, como infinito, eter- no, incomprensible; o superlativos, como altísimo, grandísimo y otros semejantes; o indefinidos, como bueno, justo, santo, creador; y en tal sentido, como si el hombre no se propusiera declarar lo que Dios es (ya que esto seria circunscribirlo dentro de los límites de nuestra ima- ginación) sino cuánto lo admiramos, y cuán dispuestos nos hallamos a obedecerle; lo cual es un signo de humildad, y de voluntad de honrarle tanto como podemos. En efecto, no hay sino un nombre para significar nuestra concepción de su naturaleza, y este es: Yo soy; y un solo nombre para su relación con nosotros: que es Dios, en el cual está con- tenido el Padre, el Rey y el Señor.
Actos que son signos de veneración divina. Respecto a los actos de veneración divina, dice un precepto general de razón, que deben ser signos de la intención de honrar a Dios; tales son en primer término los rezos o plegarias; porque no son los escultores, cuando hacen imá- genes, quienes se considera que hacen los dioses, sino las gentes que les dirigen sus plegarias.
En segundo lugar, la acción de gracias, que difiere de la plegaria, en materia de veneración divina, solamente en que las plegarias preceden y la acción de gracias sigue al beneficio; el fin de ambas es reconocer a Dios como autor de todos los beneficios, tanto pasados como futu- ros.
En tercer lugar, los dones, es decir, los sacrificios y obligaciones que (si son de lo mejor) constituyen signos de honor, porque implican ac- ción de gracias.
En cuarto lugar, no jurar sino por Dios es, naturalmente un signo de honor, porque es una confesión de que sólo Dios conoce el corazón y que ninguna sagacidad ni fortaleza humana puede proteger a un hom- bre contra la venganza que Dios descarga sobre el perjuro.
En quinto lugar, es una parte del culto racional hablar de Dios en for- ma considerada, porque ello implica temor de Él; temor que implica una confesión de su poder. De aquí se sigue que el nombre de Dios no debe ser usado con ligereza ni despropósito, porque esto es tanto co- mo usarlo en vano. Y esto no tiene objeto como no sea por vía de ju- ramento, y por orden del Estado, para afirmar la certeza de los juicios, o entre los Estados, para evitar la guerra. Disputar acerca de la natura- leza de Dios es contrario al honor que se le debe, porque se supone que en este reino natural de Dios no hay otro procedimiento de cono- cer alguna cosa, sino el de la razón natural, es decir, por los principios de la ciencia natural; y ésta se halla muy lejos de enseñarnos cosa al- guna acerca de la naturaleza de Dios, como tampoco puede enseñar- nos nada acerca de nuestra propia naturaleza, ni de la naturaleza de la más pequeña criatura viviente. Por tanto, cuando los hombres, aparte de los principios de la razón natural disputan sobre los atributos de Dios, no hacen otra cosa sino deshonrarle: en efecto, en los atributos que asignamos a Dios, no hemos de considerar el significado de la verdad filosófica sino el significado de la intención piadosa que con- siste en hacerle el máximo honor de que somos capaces. De la falta de esta consideración procede el gran cúmulo de disputas acerca de la naturaleza de Dios, con las cuales no tendemos a honrarle, sino a hon- rar nuestro propio talento y capacidad de enseñar; y que no son otra cosa sino vanos y desconsiderados abusos de su santo nombre.
En sexto lugar, en las plegarias, acciones de gracias, oblaciones y sa- crificios hay un dictado de la razón natural: que cada una de ellas sea, en su género, el mejor y más importante de los honores. Por ejemplo, que las plegarias y acciones de gracias se concreten en palabras y fra- ses que no sean repentinas, ni ligeras, ni plebeyas, sino hermosas y bien acordadas, pues de otro modo no hacemos a Dios tanto honor como podemos. He aquí la razón de que los paganos procedieran ab- surdamente al adorar imágenes, como si fueran dioses. En cambio, al hacerlo en verso y con música, vocal e instrumental, procedían de modo razonable. Así también, los animales que ofrendaban el sacrifi- cio y los objetos que donaban, así como sus actos de culto, estaban llenos de sumisión, y conmemoraban beneficios recibidos, lo cual estaba de acuerdo con la razón, ya que procedía de una intención de honrar a Dios. En séptimo lugar, la razón no solamente induce a vene- rar a Dios en secreto, sino también, y especialmente, en público, y a la vista de los hombres, porque sin esto (que en materia de honor es lo más aceptable) se pierde la posibilidad de que otros lo honren. Por último, la obediencia a sus leyes (es decir, en este caso, a las leyes de naturaleza) es la máxima veneración de todas. En efecto, del mismo modo que la obediencia es más aceptable a Dios que el sacrificio, así también dejar de observar sus mandamientos, es la máxima de las con- tumelias. Y estas son las leyes de la veneración divina que la razón natural dicta a los hombres particulares.
La veneración pública consiste en uniformidad. Ahora bien, si consi- deramos que un Estado es una persona, debe rendir también a Dios una veneración, la cual se realiza cuando el Estado ordena que sea manifestada públicamente por los hombres privados. Este es el culto público, cuya peculiaridad consiste en ser uniforme, ya que las accio- nes que se hacen de modo diferente, por hombres distintos no puede decirse que sean actos de pública veneración. Por tanto, cuando se permiten diversas clases de culto, procedentes de las distintas religio- nes de los particulares, no puede decirse que exista un culto público, ni que el Estado tenga una religión, en absoluto.
Todos los atributos dependen de las leyes civiles. Y como las palabras (y, por consiguiente, los atributos de Dios) tienen su significación por convencionalismo y acuerdo entre los hombres, esos atributos deben ser expresivos del honor que los hombres se proponen hacer; y cual- quiera cosa que pueda ser realizada por las voluntades de los hombres particulares, donde no existe ley sino razón, puede ser hecha por la voluntad del Estado, por medio de leyes civiles. Y como un Estado no tiene voluntad ni hace otras leyes, sino aquellas que se estatuyen por la voluntad de quien detenta el poder soberano, resulta que aquellos atributos que el soberano ordena, en el culto a Dios, coma signos de honor, deben ser tomados y usados como tales, por los particulares, en su culto público.
No todos los actos. Pero como no todos los actos son signos por cons- titución, sirio que algunos son naturalmente signos de honor, otros de contumelia, estos últimos (que son aquellos que los hombres se aver- güenzan de hacer en presencia de aquellos a quienes reverencian), no pueden instituirse por el poder humano, como parte del culto divino; ni los primeros (tales como los que implican una conducta decorosa, modesta y humilde) pueden ser nunca separados de esa veneración.
Pero como existe un infinito número de actos y gestos de naturaleza indiferente, aquellos que el Estado ordena para ser pública y univer- salmente autorizados, como signos de honor y parte del culto de Dios, deben ser admitidos y usados como tales por los súbditos. Y lo que se dice en la Escritura: Es mejor obedecer a Dios que a los hombres, tie- ne lugar en el reino de Dios por pacto, y no por naturaleza.
Castigos naturales. Habiéndonos referido así, brevemente, al reino natural de Dios y a sus leyes naturales, quiero añadir solamente a este capítulo una breve declaración de sus castigos naturales. No existe acción humana en esta vida que no sea el comienzo de una cadena de consecuencias, tan larga, que ninguna providencia humana es lo bas- tante elevada para dar al hombre una perspectiva del fin. En esta ca- dena están eslabonados unos con otros los acontecimientos agradables y los desagradables; de tal modo que quien desea hacer alguna cosa placentera queda él mismo obligado a sufrir todas las penas inherentes a ello; estas penas constituyen los castigos naturales de aquellas ac- ciones que son más bien causa de perjuicio que de beneficio. Por aña- didura, suele ocurrir que la intemperancia resulta naturalmente casti- gada con las enfermedades; la precipitación, con el fracaso; la injusti- cia, con la violencia de los enemigos; el orgullo, con la ruina; la co- bardía, con la opresión; el gobierno negligente de los príncipes, con la rebelión; y la rebelión, con la matanza. En efecto, si consideramos que los castigos son consiguientes a la infracción de las leyes, los castigos naturales deben ser, naturalmente, consiguientes al quebrantamiento de las leyes de naturaleza, y por tal causa les siguen como sus efectos naturales, y no arbitrarios.
Conclusión de la segunda parte. Basta ya por lo que respecta a la cons- titución, naturaleza y derecho de los soberanos, y en lo concerniente a los deberes de los súbditos, derivados de los principios de la razón natural. Ahora, considerando cuán diferente es esta doctrina de la que se practica en la mayor parte del mundo, especialmente en estos países occidentales que han recibido sus enseñanzas morales de Roma y Ate- nas; y cuánta profundidad de filosofía moral se requiere en quien de- tenta la administración del poder soberano, estoy a punto de creer que mi labor resulta tan inútil como el Estado de Platón, porque también él opina que es imposible acabar con los desórdenes del Estado y con los cambios de gobierno acarreados por la guerra civil, mientras los sobe- ranos no sean filósofos. Sin embargo, cuando considero que la ciencia de la justicia natural es la única ciencia necesaria para los soberanos, y para sus principales ministros, y que no es necesario abrumarlos con las Ciencias matemáticas (como Platón pretendía) sino darles buenas leyes para estimular a los hombres al estudio de ellas; y que ni Platón ni ningún otro filósofo ha establecido y probado de modo suficiente o posible todos los teoremas de doctrina moral, para que los hombres aprendan cómo gobernar y cómo obedecer, yo recobro cierta esperan- za de que más pronto o más tarde, estos escritos míos caerán en manos de un soberano que los examinará por sí mismo (ya que son cortos, y a juicio mío claros), sin la ayuda de ningún intérprete interesado o envi- dioso; que ejercitando la plena soberanía, y protegiendo la enseñanza pública de tales principios, convertirá esta verdad de la especulación en utilidad de la práctica.