Escrito: Original en inglés: Russia After Stalin, 1953.
Traducción (del inglés): M.A. González (1972)
Esta edición: Marxists Internet Archive, deciembre de 2012.
Digitalización: Martin Fahlgren, 2012.
Índice
El libro que ahora pongo en manos del lector ha tenido una peculiar historia. Comencé a escribirlo a mediados de marzo de 1953, a los pocos días de morir Stalin. Intenté resumir a grandes rasgos la era de Stalin y deducir del compendio algún pronóstico. Terminé el capítulo preliminar con la predicción de que en Rusia estaba a punto de iniciarse una ruptura con la era stalinista. Igual pronóstico sostuve en un artículo escrito para el Manchester Guardian pocas horas antes de la muerte de Stalin. Mis amigos, entre ellos algunos eminentes estudiosos de los asuntos soviéticos, manifestaron visiblemente su escepticismo.
Al terminar los primeros capítulos ya se habían producido en Moscú ciertos cambios iniciales. El gobierno de Malenkof decretó una amnistía y purificó el aire del último y venenoso escándalo del stalinismo: la supuesta conspiración de los médicos del Kremlin. Debo admitir que no esperaba que mis predicciones llegaran a hacerse realidades tan pronto. Había pensado en plazos de meses y años, no de días y semanas. Este dato motiva cierta falta de uniformidad estilística en el libro. En sus comienzos traté la posible evolución en futuro; posteriormente tuve que pasar a emplear el presente e incluso el pasado en la narración. No he pretendido eliminar esas diferencias. Un historiador que se apresura al lugar donde pasado, presente y futuro se funden, y trata de descubrir el escenario se arriesga mucho, no sólo a nivel de estilo; y difícilmente podrá describir la escena a menos que se entregue a una buena dosis de pensamiento en voz alta.
No obstante, mi principal objetivo ha sido ofrecer una interpretación de un cambio histórico de trascendencia, interpretación basada en los hechos y en el análisis de las tendencias fundamentales que operan en la sociedad soviética. Los actuales acontecimientos, he tratado de verlos en función de su desarrollo a largo plazo, así como el bosquejo de futuras orientaciones. Tan sólo de esta forma es posible, desde mi punto de vista, encontrar una hebra que atraviese el laberinto de la historia contemporánea y el caos de los acontecimientos aparentemente desconectados entre sí.
He contado con la ayuda de mi esposa. Y ningún tipo de agradecimiento haría justicia a su aportación de inacabable paciencia, comprensión y espíritu crítico. También estoy en deuda con Miss Elizabeth Brommer por sus múltiples y excelentes sugerencias de estilo.
Doy las gracias a los directores del Manchester Guardian, The Times, The Reporter (Nueva York) que tan amablemente me han permitido reproducir ciertos pasajes de mis artículos publicados en sus páginas.
Coulsdon, Surrey 20 de abril 1953
I. D.
Al morir Stalin, todo el mundo, consciente o inconscientemente, rindió homenaje al personaje muerto y a la leyenda que flotaba sobre su féretro. Ante los ojos de sus partidarios relució más que Moisés para los judíos bíblicos, porque de Stalin pensaban sus seguidores que los había conducido hasta la Tierra Prometida. La gran mayoría de sus enemigos, que veían en él la encarnación del Mal, también rindieron su homenaje a Stalin al definir su marcha como momento histórico trascendental, atestado de incalculables consecuencias. ¿De cuántas figuras universales se puede afirmar esto con elevado grado de convicción en el día de su muerte?
Involuntariamente uno recuerda los versos de Shelley
¿Cómo no doblan por su muerte a muerto?
¿Y vives todavía Madre Tierra?
Tus viejos dedos te los calentabas
sobre las brasas frías y cubiertas
de su encendido espíritu, cuando huyó.
¿De qué te ríes, madre, si él ha muerto?
Evidentemente, son contados los personajes históricos que han tenido una influencia comparable en la vida y pensamiento de sus coetáneos. En un mundo inestable, en una época de violentos conflictos y cataclismos, donde tantos dictadores, gobernantes, regímenes, gobiernos y partidos, unos tras otros, se alzaron y en corto plazo de tiempo se vinieron abajo en ruina, Stalin, en solitario, gobernó un vasto país durante cerca de treinta años. Bien se podía vanagloriar de ser el gobernante mejor establecido de su época y de que su gobierno fuera el más estable del mundo.
Aunque, a lo largo de su gobierno, los oráculos fueron prediciendo casi constantemente su inminente caída. Entre ellos había hombres de gran sagacidad y valía, no todos eran necios. En realidad, Stalin había establecido su trono en un volcán que periódicamente sufría profundas convulsiones; entre la caliente lava, el fuego y el humo de la Revolución Rusa. Los observadores esperaban que con el estruendo de cada explosión, y una vez disipado el humo, no quedaría rastro de Stalin. Pero Stalin apareció en todas las ocasiones en su antiguo puesto, incólume, y en posición más predominante y aterradora que antes; y a sus pies los cuerpos destrozados de sus enemigos y amigos. No parecía sino el semidiós del volcán.
Toda una generación rusa tomó el sol en su gloria y tembló en sus sombras. Y, en los quince últimos años de su vida, no sólo Rusia, sino el mundo entero. La fantasía popular le veía rigiendo los destinos de la humanidad con sus propias manos.
¿Cómo el hijo de un pobre remendón georgiano, un hambriento alumno del Seminario de Teología de Tiflis, un hombre tan gris y sombrío exteriormente, alcanzó alturas casi míticas fascinando siempre al estudioso de los asuntos mortales?
No es de extrañarse, pues, que tras su muerte la humanidad se interrogue por el vacío dejado, para bien o para mal, y si éste se llenará.
También hay aquellos, y este escritor es uno de ellos, que no coinciden con la visión de la historia de Carlyle, y, en consecuencia, no creen en los héroes míticos y los semidioses. Sin deseo alguno de empequeñecer al hombre, es posible pensar que mucha de la grandeza que le rodeó fue una de esas múltiples ilusiones ópticas que las circunstancias, y la sed humana de ilusiones, combinan para crear y perpetuar figuras históricas duraderas. Se puede sostener que la mayor grandeza de Stalin reflejó la magnitud de los eventos y la inmensidad de los procesos sociales subyacentes a su carrera.
Aquellos que opten por este modo de ver preferirán acercarse al semidiós con serenidad, escudriñar sus rasgos auténticos, desnudarle de sus prendas olímpicas y establecer su legítima estatura.
No se pretende en esta ocasión seguir de cerca la vida de Stalin, esto ya ha sido realizado por el escritor en otra ocasión.[1] Pero sí resultaría apropiado intentar obtener un balance de su obra. Y es con toda certeza en ese balance donde hay que buscar contestación a los interrogantes planteados por la muerte de Stalin.
“No puede haber ni habrá cambio alguno en la Unión Soviética ni en el movimiento comunista en general”, afirman ahora los stalinistas, confiados en que los sucesores de Stalin llevarán adelante su obra. ”Stalin ha muerto, ¡viva el stalinismo!” fue el grito que retumbó desde Moscú ante el féretro descubierto de Stalin.
Tras haber intentado durante tanto tiempo convencernos de que Stalin era el mayor genio de la historia, el Marx y el Lenin de su tiempo, los stalinistas, repentinamente, aunque con discreción, promueven el clásico argumento marxista de que los individuos no cuentan en la historia, ya que tan sólo son agentes y representantes de fuerzas más extensas, de las clases sociales que son la auténtica fuerza motriz de la historia. Los soviéticos, nos dicen, han encontrado ya su nuevo representante, intérprete y dirigente, que hablará por voz de Stalin, como éste lo hizo por voz de Lenin.
En este razonamiento, el culto a Stalin fue una proeza propagandística y una burla. En verdad, la leyenda de Stalin ha sido algo más que eso. Pero no importa cuán bajo sea el nivel de opinión que se acepte del asunto, las afirmaciones de que la muerte de Stalin no acarreará cambios en la Unión Soviética son poco convincentes, como veremos más adelante. Por ahora tan sólo es necesario tener en cuenta el grado de necedad en que colocan a la Unión Soviética los supuestos partidarios del materialismo dialéctico por encima de toda “ley histórica”.
Todo el mundo está sujeto al cambio dialéctico. No hay nada estático. Por todas partes braman la lucha de elementos antagónicos que forman la esencia del cambio. Todo deviene y perece. Tan sólo en las fronteras de los dominios stalinistas se niega el paso a la dialéctica, aparentemente, bajo la sospecha de actividades antisoviéticas. En la Rusia stalinista no hay ni podrá haber elementos antagonistas, contradicciones, procesos de auténticos cambios y transformaciones, sólo la armoniosa evolución y perfección de la sociedad.
Pero la Unión Soviética no permanece ajena a las leyes generales del desarrollo a que está sujeto el resto de este perturbado mundo. Más o menos, y a pesar de ciertas apariencias que indican lo contrario, estas leyes han estado operando en la Rusia soviética con mayor intensidad y a mayor escala que en cualquier otro lugar. La simple muerte del más poderoso gobernante es posible que no altere la fortuna de un país, pero puede actuar como catalizador de procesos de transformación latentes y que han estado operando desde hace tiempo. ¿Cuál es la naturaleza real de esos procesos? Y, ¿actuará la muerte de Stalin de catalizador? Este es el principal motivo de nuestra indagación.
El anticomunista que ha estado bajo de hipnosis de la leyenda de Stalin, en su forma negativa, también nos asegura que no se producirá cambio alguno en Rusia. Se enfrenta a la inmutable fachada del régimen stalinista y concluye que tras ella todo ha quedado congelado en la inalterabilidad. Sólo ve la simplista imagen de un pueblo sin voluntad y desamparado, 200 millones (800 si se consideran todos los países comunistas) de seres intimidados por el cetro de hierro del tirano.
A aquellos que sustentan esta opinión tan ingenua nunca se les ocurre plantearse cómo es posible que naciones que en nuestro siglo han dado pruebas de su temple revolucionario hayan pasado a ser tan dóciles y “paralizadas”. Cómo es posible que los rusos, tras un siglo de lanzar bombas a sus ministros y gobernantes, asediar con revólver a su zares, realizar tres revoluciones en las dos primeras décadas del siglo, luchar tan elevado número de guerras civiles y llenar el mundo con el clamor de sus voces; ¿cómo esos mismos rusos han pasado a ser arcilla en las manos de unos cuantos hombres en el Kremlin? ¿O cómo puede suceder que los chinos, que también se han quitado de encima dinastías, conquistadores, regímenes republicanos y parecían incapaces de estabilizarse políticamente, han llegado a aceptar a Mao Tse Tung y se han resignado a la rigurosa disciplina que les ha impuesto?
A un nivel más refinado, se puede sostener este argumento afirmando que nuestra época ha traído nuevas técnicas de gobierno, que permiten a un dirigente totalitario transformar la nación más turbulenta y rebelde en su juguete. Los modernos medios de propaganda de masas, las todopoderosas redes de espionaje, el poder del Estado como patrón, y el terror de los campos de concentración — así se desarrolla el argumento — aseguran la estabilidad de cualquier gobierno totalitario. Tal gobierno, continuando con el razonamiento, tan sólo puede ser derribado desde fuera, por una derrota militar como en los casos de Hitler y Mussolini. De ser correcto todo lo anteriormente expuesto, la muerte de Stalin es un incidente carente de importancia, la descomunal máquina totalitaria continuará trabajando de igual forma que lo había hecho antes. Toda una generación soviética ha vivido ya en la pesadilla de Orwell “1948”, y así continuará por tiempo indefinido.
Resulta difícil refutar la validez de este argumento. Por desgracia, la experiencia contemporánea ha proporcionado demasiadas pruebas en su favor. Pero el argumento también tiene sus grandes defectos. Los que abundan en él tienden a pensar en la sociedad rusa primitiva, de la década 20 y comienzos de la 30, y en la China actual en condiciones sólo aplicables a una nación occidental altamente industrializada y organizada.
En la Rusia del periodo mencionado, años de formación y consolidación del régimen stalinista, el Estado no era todavía el todopoderoso patrón, como tampoco lo es en la China actual. La referencia al mass media de la propaganda totalitaria es menos válida aún. En la gran mayoría de las aldeas y ciudades rusas, durante la primera época del stalinismo, incluso hasta la mitad de su era, los aparatos de radio no recitaban propaganda por el simple motivo de que no los había en número suficiente. Ni los hay por el momento en China. En una nación primitiva, en gran medida analfabeta, la influencia de otro medio de propaganda de masas: el periódico, es realmente inefectiva. El 75% de la población rusa no leía el periódico cuando Stalin estaba afianzando su régimen totalitario. Ni en la actualidad leen el periódico la gran mayoría de los chinos.
Todo lo que se puede decir sobre los mass media es que en una nación culta son de importancia vital para cualquier aspirante al poder; y que en un régimen totalitario establecido se emplean para evitar o aminorar la formación de opiniones independientes. Incluso en este caso su papel es secundario, el éxito o fracaso de la propaganda de masas depende de un elevado número de factores, no sólo en el medio de propaganda. Lo mismo se puede decir de los instrumentos del terror político, que no operan en el vacío. La efectividad de su aplicación está condicionada por la naturaleza del material sobre el que operan, y en la moral política del país que puede facilitar, obstruir e incluso llegar a paralizar la máquina del terror.
Aquellos que hablan de la omnipotencia de la máquina totalitaria adoptan una visión de la sociedad irreal y particularmente superficial, una concepción mecánica que difícilmente se ajusta a escritores que normalmente desprecian el materialismo sociológico del marxismo. Tan sólo ven un aspecto de la sociedad: la mecánica del poder político. Como norma suelen ignorar los aspectos económicos, sociales, culturales, psicopáticos y morales en la vida de una nación. Si bien son estos factores los que condicionan en buena medida la efectividad de la mecánica gubernativa. Es sobre estos factores sobre los que debemos fijar nuestra atención, si deseamos conocer su influencia en el stalinismo después de Stalin. De esta forma se podrá ver que fue la peculiar paradoja del stalinismo, que con una mano luchaba afanosamente para perpetuar su dominio sobre las mentes y cuerpos del pueblo ruso y con la otra, con igual rudeza y pertinacia, destruía los propios requisitos previos de su autoperpetuación. Con otras palabras, Stalin ha hecho mucho, tanto en sentido negativo como positivo, para asegurar que el stalinismo no pueda sobrevivirle por mucho tiempo.
Durante las semanas previas y posteriores a la muerte de Stalin, los periódicos estaban repletos de especulaciones sobre las rivalidades secretas en el interior del Kremlin, las innumerables conjeturas en las que por un momento se pensaba que Beria intentaba eliminar a Malenkof y Molotof, luego Malenkof y Beria pretendían quitar de en medio a Molotof, y en otras versiones Bulganin y Beria preparaban un golpe contra los demás.
Alguna chispa había tras esta humareda periodística. No todo iba sobre ruedas dentro del Kremlin durante las últimas semanas de vida de Stalin, como en cierta medida indican las informaciones sobre el complot de los médicos para asesinar a ciertas personalidades del régimen. Desde la muerte de Stalin se ha afirmado con frecuencia que el auténtico gobierno de la URSS lo ejerce un triunvirato, a otro organismo colegiado similar al triunvirato Stalin-Zinovief-Kamenef que asumió el poder al morir Lenin.
¿Es posible que se repita la historia de tal forma que los acontecimientos que siguieron a la muerte de Lenin vuelvan a producirse ahora?
La Rusia de 1953 es muy diferente a la de 1924. Las realidades del poder, la estructura social, los hábitos políticos, el clima moral, todo ha cambiado hasta límites poco menos que irreconocibles, a pesar de que todavía flotan por la Plaza Roja los fantasmas de 1924. Pero existen ciertos indicios de que no pasará mucho tiempo hasta que el sucesor de Stalin intente ahuyentar hasta esos fantasmas. Y al parecer ya ha comenzado la caza.
¿Quién es Malenkof? ¿Qué promete a Rusia y al mundo su ascensión?
En estas páginas se intentará describir su carrera y carácter. Lo cual no será fácil, ya que hasta muy recientemente la carrera de Malenkof se desarrolló tras las impenetrables oficinas de Stalin. Pero se conoce lo suficiente para proporcionar ciertos indicios sobre la personalidad de Malenkof y la política que posiblemente prosiga; y desde su toma del poder ha proporcionado más detalles, algunos con mayor significado del que inicialmente podía parecer.
¿De qué forma representará Malenkof su papel? Esto depende menos de él mismo que del escenario sobre el que tiene que actuar, de las fuerzas de fondo, y del grado de desarrollo de la trama en el momento de su entrada. Una vez más hay que observar la totalidad del escenario a fin de acercarse al personaje principal y ver dónde se encuentra con relación a la herencia que le dejó Stalin.
Resulta tentador hablar del stalinismo extensamente y olvidar que no fue un fenómeno estático, inmutable. Por el contrario, atravesó varias fases diferentes, cada una de ellas con sus características propias. Mantuvo bajo su soberanía varias generaciones soviéticas. Exteriormente, estas generaciones pueden haber parecido idénticas, todas han caído en el culto a Stalin, y todas ellas parecen haberse comportado de igual forma. Pero las enseñanzas, los slogans y mitos del stalinismo se han reflejado, en las mentes de cada grupo de edad de forma muy diferente, ya que cada uno ha crecido en diferentes condiciones sociales.
Ahora estamos siendo testigos de un crucial cambio de generaciones. La vieja guardia stalinista se retira gradualmente. ¿Cuáles son las perspectivas de los que vienen a reemplazarla? ¿Hasta qué punto pueden haber desarrollado nuevas ideas y aspiraciones? ¿Dónde está situado Malenkof con relación a las generaciones en relevo?
En el stalinismo, la revolución rusa se fundió con las tradiciones más ancianas, como se ha señalado en otro lugar.[2] Por tanto parece correcto buscar posibles precedentes aplicables a este caso, tanto en la historia de las revoluciones modernas como en el pasado de Rusia.
Nosotros sólo conocemos una muestra significativa de un dictador revolucionario-republicano que intentase legar su gigantesco poder y autoridad a un heredero determinado. En la Inglaterra del siglo XVII, Oliver Cromwell pretendió dejar en herencia la revolución Puritana y el Protectorado a su hijo Richard. Sin embargo, al poco tiempo de morir Cromwell, sus soldados expulsaron al heredero, restauraron a los Estuardos y aclamaron la vuelta de Carlos II, al menos con igual intensidad que habían aplaudido la ejecución de Carlos I. ¿Cabe la posibilidad de que Malenkof sea el Richard de Stalin?
En la historia de Rusia están las memorias de lo que sucedió tras la muerte de Iván el Terrible y Pedro el Grande, los dos zares con quien frecuentemente se ha comparado a Stalin. En ambos casos, el poder de Rusia creció y sus perspectivas sufrieron profundos cambios, muchas de las cuales sobrevivinieron a sus iniciadores e influyeron acusadamente la posteridad. Aunque después de cada uno de estos zares el poder ruso se entancó. ¿Hay alguna razón para considerar que pueda suceder algo similar de nuevo?
También se puede evocar otro precedente ruso. Bajo Nicolás I, el Zar de Hierro, Rusia pareció congelarse en la tiranía de su gobernante y en la inmovilidad. De esta forma la observaron los estudiosos occidentales. Aunque bajo la superficie estaba operando una serie de influjos que propiciaron el cambio. Sólo unos años después del reinado de Nicolás I, su sucesor, Alejandro II, emancipó a los siervos, campesinos rusos y polacos, e introdujo cierto número de reformas casi liberales.
No hay duda de que cualquier precedente puede resultar desatinado en la situación actual. Los paralelos obtenidos de la historia rusa están relacionados con regímenes que no fueron revolucionarios ni en origen ni en carácter, a pesar de las abrumadoras reformas llevadas a cabo por sus dirigentes. Las analogías con otras revoluciones se invalidan por la diferente naturaleza de la revolución rusa, y por el hecho de que ninguna revolución anterior, ni la francesa en su fase napoleónica, se extendió por el globo hasta el extremo de la que ahora vive el stalinismo. ¿A dónde se dirige, pues, la revolución rusa cuando está a punto de finalizar su cuarta década de existencia?
Éstas son las preguntas a contestar. Pero quizá se haya comentado lo suficiente como para pronosticar la respuesta general: resulta difícil de admitir que el inmediato sucesor de Stalin será tan sólo su continuador. Sin duda alguna, pretenderá aparentar que tan sólo es eso, como Stalin afirmó ser el mero continuador de Lenin. En efecto, el stalinismo fue una continuación del leninismo, pero sólo en algunos aspectos, en otros representó una distanciación radical del mismo. Hay motivos para pensar que, acontezca lo que acontezca en Rusia ahora, sólo en parte será una continuación del stalinismo, si bien en ciertos aspectos marcará una ruptura con la era stalinista.
El pronóstico de una ruptura inmediata con la era stalinista desespera a los escépticos: “Evidentemente, estás lanzando un juicio arrebatado”, afirman. ¿En qué podrías basarlo? ¿En la sola muerte de Stalin en marzo de 1953?
No sólo en este accidente. De Stalin, uno sólo puede decir lo que el gran pensador ruso Jorge Plejanof, refiriéndose a las figuras históricas: “Debido a las cualidades específicas de sus inteligencias y caracteres, las personalidades influyentes pueden alterar las características singulares de los acontecimientos de algunas de sus consecuencias especiales, pero no pueden alterar su desarrollo general, que está determinado por otras fuerzas.”
Y es el “desarrollo general” de la vida soviética contemporánea el que se ha estado preparando para la ruptura con la era de Stalin, y la muerte de Stalin y sus consecuencias sólo pueden influir ”características singulares” del proceso.
La predicción es menos arrebatada de lo que en principio pueda parecer cuando se añade que la ruptura con la era de Stalin es muy posible que se asemeje a la acontecida cuando el stalinismo se desembarazó de la era leninista del bolchevismo.
El stalinismo surgió del leninismo, conservando algunos de sus aspectos y desechando otros. Continuó con la tradición leninista, pero también continuó con una aguda e inconfesada oposición al mismo. Cualquiera que sea la tendencia predominante en Rusia en el futuro próximo, lo más probable es que adopte igual actitud dual hacia el stalinismo, conservando alguno de sus aspectos, modificando otros y descartando de forma apacible otros.
Desde hace tiempo se aprecia una crisis latente del stalinismo. Todo lo que puede motivar la muerte de Stalin es que esta crisis salga a la superficie, total o parcialmente, y reforzar la necesidad de una solución. Stalin, al igual que Lenin antes, murió en una encrucijada de la historia bolchevique.
Para comprender la naturaleza de esta encrucijada, quizá resulte útil revisar el camino recorrido por Rusia en las tres últimas décadas, y el punto de partida: la transición del leninismo al stalinismo. La herencia de la era staliniana y la actitud de Rusia con respecto a ella podrán verse en perspectiva de esta forma.
En los días de la enfermedad y muerte de Lenin (19221924), el bolchevismo estaba en la agonía de una profunda crisis, que se agravó por la muerte de Lenin, pero que en ningún caso estuvo motivada por su desaparición. La revolución rusa no podía ya continuar por el camino que la había conducido Lenin. Si Lenin hubiera vivido más tiempo, difícilmente hubiera podido dirigirla por la misma senda. Se habría visto obligado a cambiar de rumbo, en una u otra dirección; su muerte aceleró el cambio.
La crisis bolchevique que coincidió con la muerte de Lenin afectó la política interna y externa del bolchevismo, y por supuesto todo su clima moral.
Lenin había desarrollado su pensamiento en la vieja escuela marxista que comenzó a existir en la Europa occidental, cuando los países de esta zona estaban a la cabeza del desarrollo industrial. Las ideas marxistas de la revolución proletaria, la dictadura del proletariado y el modo de operar de una economía socialista eran hipótesis de trabajo destinadas a sociedades capitalistas altamente industrializadas, civilizadas y organizadas, con una clase obrera industrial muy desarrollada. En opinión de la casi totalidad de los marxistas rusos primitivos, esas ideas no tenían aplicación práctica inmediata en Rusia. Hasta muy tarde, la primera guerra mundial, Lenin se negó a fomentar cualquier pensamiento sobre la revolución socialista en Rusia en un futuro previsible.
Muy poco antes de 1917 cambió de parecer y llegó a considerar que la revolución rusa no sólo debería eliminar el Imperio y lo que quedaba de feudalismo — como hasta el momento había pensado —, sino el subdesarrollado capitalismo ruso.
Durante un siglo completo, Rusia estuvo preñada por la revolución, pero el movimiento revolucionario estuvo dirigido por una inteligencia que apenas contaba con seguidores entre las grandes clases de la nación. Con la entrada del nuevo siglo y a partir de entonces, la clase obrera rusa, joven y pequeña numéricamente, pero muy activa políticamente, pasó a ser el motor de la revolución. Los obreros no podían contentarse con eliminar al Zar y a la clase acomodada rural a quienes sólo estaban enfrentados indirectamente. Vieron en los industriales capitalistas sus enemigos inmediatos, y en una situación revolucionaria estaban destinados a desembocar en la expropiación y eliminación de los últimos. Sin embargo, esto marcaría el comienzo de una revolución socialista, conducente al establecimiento de una economía nacionalizada y planificada. Tal era la posición de Lenin al estallar la revolución de 1917.
Pero aun así, Lenin (y su partido) estaba convencido de que los recursos industriales de Rusia y el nivel general de civilización eran muy inadecuados para el establecimiento del socialismo. De este modo Lenin desarrolló la idea de una revolución social en Rusia, y él mismo dirigió la revolución al mismo tiempo que reconocía que de resultar victorioso el movimiento no llegaría a conseguir el fin último en Rusia.
Ésta fue una contradicción fundamental en su posición, buscó solventarla al tratar la revolución rusa como el primer eslabón de un levantamiento internacional, cuyo eje lo veía — de acuerdo con la tradición marxista — en los países industriales de la Europa occidental.
La revolución rusa fue por tanto, en opinión de Lenin, un fenómeno ruso no autosuficiente, y las posibilidades del futuro concierto socialista no dependían de los inadecuados recursos de la sola Rusia. La industria, tecnología y civilización occidental suministrarían las bases y elementos del socialismo; y Rusia, elevada industrial y culturalmente con ayuda de los estados revolucionarios de occidente, participaría en la experiencia y los beneficios de un orden socialista internacional.
Esto no era una mera elaboración teórica. Era todo el contenido emocional del bolchevismo en 1917, y después se centró en la expectación de una revolución en occidente más o menos inminente. Lenin y sus compañeros no fueron los autores originales del pronóstico de inminente caída del capitalismo occidental. Ni por un momento imaginaron que serían ellos los que podían llevarlo a cabo. Toda una generación de europeos, especialmente alemanes socialdemócratas, había crecido en la creencia de que el capitalismo había agotado sus días en el oeste. Karl Kautsky, el inspector intelectual de aquella generación, el hombre de quien Lenin se consideró modesto discípulo hasta 1914, había razonado sobre el asunto desde comienzos de siglo.
Pero la mayoría de los marxistas de la Europa occidental consideraban sus propias predicciones cual representaciones ritualistas, algo parecido a una variación socialista del tema cristiano del juicio final. En la Internacional Socialista anterior a 1914, los futuros dirigentes de la revolución rusa eran los miembros del casi único partido que creía con pasión y celo en la llegada inmediata de la revolución internacional. En esta creencia arriesgaron los bolcheviques sus acciones... y sus cabezas.
La muerte de Lenin coincidió con una crisis en este credo. Desde 1918 hasta 1923, es decir, la posguerra del primer conflicto mundial, el fermento revolucionario que había prendido en Europa conservaba aún la llama de tal credo. Pero el viejo orden, con ligeras reformas, logró sobrevivir en Europa, y para 1924 se había apaciguado. La revolución rusa permanecería aislada por tiempo indefinido. Los supuestos bolcheviques fueron refutados por los acontecimientos y la Rusia bolchevique no tuvo otra alternativa que adaptarse a su aislamiento.
El dilema a que esto dio motivo fue el meollo de la lucha entre Stalin y Trotski. Utilizando términos ahora de actualidad, el bolchevismo tuvo que optar entre seguir arriesgando su futuro en la “liberación”, es decir, en la autoemancipación de las clases obreras extranjeras, o si debía “contener” el capitalismo en las fronteras de la Unión Soviética. La política de “liberación” parecía haber agotado sus posibilidades: las clases obreras de los otros países no estaban listas ni deseaban derribar el capitalismo. La política soviética se desplazó lenta pero irresistiblemente hacia la “contención”, lo que implicó una revisión radical de los supuestos y actitudes leninistas.
Queda en el aire conocer si Lenin hubiera sido capaz de llevar a cabo tal revisión, que habría estado en total desacuerdo con sus hábitos intelectuales y credo fundamental. Muy raramente, si es que ha ocurrido alguna vez, el iniciador de un gran movimiento revolucionario ha abandonado las ideas y principios que abrigaba cuando éstos han chocado con la realidad inmediata o que quedan desbordados por los acontecimientos. La revolución rusa se recogía en su concha nacional, y Lenin, internacionalista par excellence, no hubiera podido seguir tal retracción. Sea como fuere, la gran mayoría de sus amigos y sus discípulos, aquellos que junto a él habían dirigido la Revolución de Octubre y habían levantado el Estado soviético, se encontraron en desacuerdo con el nuevo rumbo del bolchevismo.
Lenin murió en el momento en que la historia le había sobrepasado. Su enfermedad y muerte le salvaron de la amarga necesidad de enfrentarse a un dilema que hubiera encontrado insoluble.
La crisis que hacía frente el leninismo en su política interna no era menos profunda y grave. También en este caso el partido de Lenin se encontraba en una encrucijada, mientras él permanecía en su lecho de muerte.
El bolchevismo había proclamado la “dictadura del proletariado” en Rusia; pero al mismo tiempo formuló tal dictadura como una ”democracia proletaria”; en otras palabras, Lenin había negado claramente y sin inhibición alguna toda libertad política a las antiguas clases dominantes y sus partidos. Su gobierno, al igual que cualquier otro gobierno revolucionario anterior, reclamó el derecho a eliminar a todos aquellos que hicieron todo lo posible, con las armas en la mano, para restaurar el orden antiguo. Éste era el significado de dictadura del proletariado.
Pero el leninismo se comprometió en 1917 y posteriormente a respetar, guardar, promover y extender en todas las direcciones posibles la libertad política de las clases obreras, que deberían haber sido los auténticos amos del nuevo Estado. Éste era el significado de “democracia proletaria”, que debería haber complementado, o mejor, formado las bases de la dictadura.
Sin embargo, durante la guerra civil, y aún más después, las libertades políticas de las clases obreras fueron recortadas gradualmente y en gran parte destruidas. No es éste el lugar para explicar y analizar este fenómeno.[3] Resulta suficiente afirmar que hacia el final de la era leninista la dictadura se expresaba en nombre del proletariado, pero tan sólo había sobrevivido un residuo de democracia proletaria. Los bolcheviques habían puesto fuera de la ley a todos los partidos rivales, incluidos los mencheviques y los anarquistas, que tenían el grueso de sus seguidores entre los obreros, y los social-revolucionarios, cuyo apoyo venía de los campesinos.
Es totalmente cierto que esos partidos, debido a sus actitudes antirrevolucionarias, habían perdido gran parte o la totalidad del apoyo obrero. Pero en una democracia proletaria, como inicialmente concibieron los bolcheviques, esos partidos deberían haber podido continuar compitiendo con los bolcheviques por la influencia dentro de las masas. No se les permitió.
Lenin nunca elaboró un principio de partido único, si bien hacia el final de su vida el régimen soviético había pasado a tal sistema. La abolición de la ”democracia proletaria” no podía dejar impasible al mismo partido bolchevique, que en esos momentos procedía a la restricción de la libertad de expresión dentro de sus filas.
El rumbo tomado dirigía desde una democracia proletaria a una autocracia portavoz del proletariado.
La idea de democracia proletaria había arraigado profundamente en el partido hasta este momento. Cada una de las restricciones en la democracia proletaria propuestas por Lenin era una medida de emergencia, una vez superada la situación se cancelarían. Durante la guerra civil puso fuera de la ley a los mencheviques, los social revolucionarios y otros grupos minoritarios; posteriormente les permitió salir a la luz y renovar sus actividades, y finalmente volvió a lanzarlos a la clandestinidad. En el partido bolchevique, la democracia interna sobrevivió la guerra civil, pero poco después comenzó a desaparecer. Las emergencias se sucedieron, y las medidas restrictivas que inicialmente se tomaron de modo eventual pasaron a ser fijas.
La dirección que estaba tomando el régimen inquietaba profundamente a amplios sectores del partido bolchevique. Hacia el final de la era leninista el partido estaba dividido con respecto a este principio. Algunos de sus dirigentes y miembros en general clamaron por un regreso a la democracia proletaria, aunque muy pocos fueron los que llegaron tan lejos como solicitar la renovación de libertades políticas a los enemigos derrotados en la revolución. Otros hicieron todo lo posible por detenerse a mitad de la corriente que arrastraba hacia una autocracia cuasi-socialista. Y otros, por convencimiento, intereses particulares o ambos casos, promovieron el rumbo tomado afirmando que la restauración de libertades políticas hundiría la revolución, y que su seguridad residía en su mayor grado de poder en la cumbre, en el Comité Central, en el Politburó, y finalmente en las manos de un solo dirigente. El bolchevismo estaba desgarrado entre su democrático pasado y su nada democrático futuro.
La posición de Lenin en esta controversia fue realmente difícil. Había sido el responsable de las medidas restrictivas de la libertad de expresión, incluso para aquellos que habían apoyado la revolución, y a la vez había sido el portavoz de la democracia proletaria. Intentó lograr un equilibrio entre la dictadura y la democracia. Él mismo no dirigió el partido con un cetro de hierro. Lo dominó con la clara evidencia de su autoridad intelectual y moral. En todos los congresos del partido que presidió fue atacado abiertamente, frecuentemente por oponentes de gran influencia. En ocasiones perdió votaciones, y en estos casos o se sometió a la mayoría o intentó revocar la decisión por medios constitucionales.
En sus últimos años, Lenin batalló para detener a mitad de camino el rumbo hacia una autocracia a partir de la democracia proletaria. Pero la tendencia demostró ser más fuerte, ya no se podía detener, dejar que volviese al estado anterior por sí sola. En nada quedó demostrado esto de forma más patente que en la historia del testamento de Lenin. Lenin recomendaba en él a sus seguidores que destituyesen a Stalin del puesto de Secretario General del partido, dado que ya había almacenado demasiado poder en sus manos y estaba haciendo un uso brutal del mismo. El consejo de Lenin quedó sin efecto. Sus sucesores lo ignoraron y apartaron, al mismo tiempo que iniciaban un culto casi religioso al Lenin muerto.
Si Lenin hubiera vivido más tiempo no hubiera podido zafarse indefinidamente del dilema, ya que el sesgo tomado le hubiera abrumado o esquivado. Hubiera tenido que poner de acuerdo sus ideas con una restauración paulatina de la democracia proletaria, o en favor de la autocracia, en cuyo caso él mismo tendría que haber sido el autócrata. En otras palabras, hubiera tenido que hacer lo que hizo Trotski o lo que hizo Stalin. En cierta medida ambos personajes se fundían en la personalidad de Lenin, y resulta cuando menos dudoso que le hubiera sido posible desdoblarse en un Trotski o en un Stalin sin desintegrar su personalidad total.
Así pues, vemos de nuevo como la muerte de un gran dirigente coincidió con un momento de crucial agitación, que conduciría a su partido desde su senda acostumbrada a un cataclismo, tanto en sus perspectivas como en su clima moral, y a reagrupar a su grupo dirigente. El accidente de la muerte de Lenin en 1924 se puede considerar como ”algo relativo”, parafraseando a Plejanof. Ocurrió ”en el punto de intersección de acontecimientos inevitables”.
De esta forma se alzó Stalin al poder. Stalin, más que ningún otro dirigente bolchevique, estaba decidido a solventar la crisis del bolchevismo de forma definitiva, sin tener que volver indebidamente al punto de partida de las tradiciones del partido, sin entregarse a escrúpulos teóricos o debilidades humanas. El que hiciera un culto del leninismo no contradice esta afirmación. Solamente por este procedimiento pudo reducir a la inoperancia e inocuidad el leninismo en la práctica política. La tradición leninista había dominado el partido con tanta fuerza que la única forma de alejarse de tal tradición fue presentar incluso la ruptura como un acto de devoción.
En un aspecto fundamental Stalin continuó la obra de Lenin. Hizo cuanto pudo para preservar el Estado fundado por Lenin y para incrementar su poderío. También conservó y y más tarde expandió las industrias nacionalizadas o administradas por el Estado, en las que los bolcheviques vieron la estructura básica de su nueva sociedad. Estos importantes lazos de continuidad entre el leninismo y el stalinismo nunca se cortaron.
Pero cuando Stalin tomó bajo su dirección el Estado, éste estaba en tal condición que tan sólo se podía preservar reformándolo políticamente hasta alcanzar una forma casi diametralmente opuesta. En teoría podía devenir en una democracia proletaria o en una autocracia. En realidad la única vía abierta era la que dirigía a la autocracia.
El régimen bolchevique no podía volver a sus orígenes democráticos, debido a que no podía contar con suficiente apoyo democrático para garantizar su supervivencia. Tras las guerras civiles, con su legado de destrucción, pobreza y hambre, había un descontento muy agudizado en las clases que habían apoyado a los bolcheviques a ganarlas para que estos confiaran en su apoyo. En los años subsiguientes, cuando la reconstrucción económica estaba en marcha y el grupo dirigente hubiera encontrado mayor apoyo popular, los miembros estaban anclados en métodos poco democráticos de gobierno y tenían a gala persistir en tales hábitos. A cualquier gobierno o partido le resulta más fácil alejarse mil kilómetros de un principio democrático que regresar un solo metro al mismo principio, esto es asomático.
Stalin no fue propenso a retroceder un solo milímetro. Se identificó de todo corazón y sin reserva alguna con el desarrollo hacia una autocracia. Pasó a ser un principal promotor y beneficiario. Sin extraviarse remoldeó el Estado leninista hasta que adquirió una configuración nueva, autoritaria y burocrática.
Y tuvo menos escrúpulos al romper con los presupuestos del internacionalismo revolucionario leninista.
Durante el período leninista había ostentado, como casi todos los bolcheviques, la opinión de que la revolución rusa no podía ser autosuficiente y de que su futuro estaba condicionado al avance de la revolución mundial. Repitió esto con gran énfasis incluso al poco de morir Lenin, y manifestó que el socialismo no se podía construir en un solo país aislado, especialmente en uno tan ”retrasado como Rusia”.
Pero, incluso cuando reiteraba este axioma leninista, para él la revolución mundial era una idea ilusoria. La realidad inmediata en que estaba inmerso por completo y a la que respondía con forma real era la revolución rusa. Los otros dirigentes del partido habían vivido exiliados en occidente muchos años y estaban impresionados por el aparentemente poderoso movimiento marxista. Por esta razón podían argumentar con sinceridad que el comunismo internacional había reivindicado primero Rusia, o que los intereses de la Rusia soviética debían subordinarse a los de la revolución mundial. Para Stalin, estos razonamientos eran poco menos que aberraciones mentales de emigrados sobre los que occidente había ejercido su sortilegio mágico, privándoles de todo sentido de la realidad.
Instintivamente adoptó una actitud de autodedicación y autosuficiencia nacional. Para muchos bolcheviques la revolución mundial había pasado a ser en 1924 un lamentable mito, mientras que la construcción del socialismo en Rusia fue la experiencia atractiva y exigente de su generación. A pesar de todos sus homenajes verbales al internacionalismo leninista, Stalin pasó a ser el portavoz de este sentimiento. El fue quien elevó el sagrado egoísmo de la revolución rusa a principio supremo — éste era el auténtico significado de su idea del ”socialismo de un solo país” —. Estaba decidido a hacer del sagrado egoísmo del ”único Estado proletario mundial” la idea guía del comunismo internacional. Allí donde los intereses del comunismo extranjero chocaban, o parecían chocar con los de la Unión Soviética, sacrificó al comunismo extranjero.
Hacia mediados de la década 20 el bolchevismo había resuelto virtualmente su dilema de ”liberación” versus ”contención” en favor de la contención. No se permitía al capitalismo mundial traspasar las fronteras de la Unión Soviética. Pero la Unión Soviética no se iba a pasar sin aprovechar la menor oportunidad de entendimiento con cualquier gobierno burgués, incluso si tal entendimiento solamente se obtenía al precio de ”traicionar” al comunisma extranjero. Tanto los regímenes fascistas, las democracias burguesas y las reaccionarias dictaduras orientales, todos eran buenos, o malos, en el tira y afloja comercial y diplomático.
La Internacional Comunista, que todavía reclamaba orgullosa ser la vanguardia de la revolución mundial, pasó a ser la retaguardia de la diplomacia stalinista. Se empleó como instrumento de presión soviética sobre los gobiernos capitalistas más que como un movimiento militante en lucha por el desmantelamiento de los mismos.
”Socialismo en un solo país” fue, efectivamente, la fórmula por la que el bolchevismo, bajo la dirección de Stalin, insinuó su presteza a la autocontención a un mundo que de todas formas estaba presto a comprenderlo. De este modo lo comprendieron los estadistas occidentales; y la gran mayoría aplaudió la victoria de Stalin sobre Trotski, en quien veían la odiosa encarnación de todas las aspiraciones revolucionarias mundiales del temprano bolchevismo. (Poco esperaban esos estadistas que algún día se verían amenazados por una revolución fomentada por la punta de las bayonetas de los ejércitos de Stalin).
Mientras el bolchevismo creyó y esperó en que su salvación última vendría de fuera, en cierta medida permaneció por encima de su medio ambiente ruso. No se sintió dependiente de este medio ambiente solo. Podía permitirse expresar su desprecio por el ”retraso” nativo, por la perspectiva semiasiática de Rusia y su pasado zarista, y nadie aireó tal desprecio con mayor frecuencia y menor inhibición que Lenin. Durante los primeros años del régimen soviético, los dirigentes bolcheviques tenían el sentimiento de ser marxistas in partibus infidelium, revolucionarios de la Europa occidental actuando contra un medio no estrictamente oriental y que temporalmente limitaba su libertad de movimientos e intentaba imponer su tiranía sobre ellos. Tan sólo la revolución en occidente podía liberarles de tal tiranía; y que estaba a punto de realizarlo estaba fuera de toda duda.
Tan pronto como el bolchevismo se retiró ideológicamente a su concha nacional, esta actitud resultó insostenible. El partido de la revolución tenía que descender a su medio ambiente semiasiático. Tenía que soltar amarras de las tradiciones marxistas específicamente occidentales. Tenía que permanecer abierto a la lenta pero persistente infiltración del retraso y barbarismo nativo, aun a pesar de que luchaba por eliminar ese barbarismo y ese retraso.
El reajuste se inició en la primera época de la era stalinista, y se produjo en todos los campos de actividad: en el método de gobierno, en el enfoque de los problemas culturales y docentes, en las relaciones con el resto del mundo, en el estilo de las negociaciones diplomáticas, etc. La infiltración fue in crescendo a lo largo de la era staliniana hasta alcanzar su grotesca culminación al final de la misma.
Esto no significa que el bolchevismo sucumbiese a su medio ambiente original. Por el contrario, durante la mayor parte de la era stalinista el bolchevismo mantuvo una especie de guerra contra él: industrialización, colectivización y modernización en general. En cierta medida el bolchevismo ha ”occidentalizado” la estructura esencial de la sociedad rusa. Pero sólo lo podía hacer ”orientalizándose” él mismo. Esta interpenetración de tecnología moderna y socialista marxista con el barbarismo ruso dio forma a la era stalinista.
Poco antes de morir, Lenin tuvo una premonición sobre el curso de los futuros acontecimientos. Evocó el familiar fenómeno histórico de una nación que ha conquistado a otra superior culturalmente, y finalmente termina sucumbiendo ante los modelos políticos y culturales de los conquistados. Algo parecido puede suceder en la lucha de clases, razonaba Lenin: una clase oprimida e ignorante puede demoler a una clase dirigente muy superior culturalmente, y después, la clase vencida puede imponer sus modelos a las fuerzas revolucionarias victoriosas. En un destello de genial perspicacia, Lenin vio la imagen de sus discípulos, los antiguos revolucionarios profesionales adoptando los métodos de gobierno y los modelos de comportamiento de los zares, los boyardos feudales, y la vieja burocracia. Lenin previno a sus seguidores contra estos peligros, pero en cierta medida también él los fomentó. Alegó, por ejemplo, que a fin de preparar a Rusia para el socialismo industrial, tecnológica y docentemente, el bolchevismo debía eliminar de Rusia el barbarismo con métodos bárbaros, como había hecho en su época Pedro el Grande.
Esta obiter dictum, una de las muchas y en ocasiones contradictorias sentencias de Lenin, pasó a ser el principio guía de Stalin. El no tenía ningún escrúpulo ante los métodos bárbaros que tanto paralizaban a Lenin y a otros dirigentes bolcheviques, y no titubeaba al proclamar que la eliminación del barbarismo por métodos bárbaros no eran los prolegómenos del socialismo, sino el socialismo.
Para resumir: el tránsito del leninismo al stalinismo consistió en el abandono de la tradición revolucionaria internacionalista en favor del sagrado egoísmo de la Rusia soviética; en la supresión de la fidelidad original del bolchevismo a la democracia proletaria en favor de un sistema de gobierno autocrático. El aislamiento de la revolución rusa dió como resultado su autoaislamiento mental y su adaptación política y espiritual a las tradiciones primordiales rusas. El stalinismo representó la amalgama del marxismo de la Europa occidental con el barbarismo ruso.
Permítasenos hacer una breve disgresión histórica.
Hemos visto que el comunismo marxista tiene su cuna en el Occidente industrial. Lo han amamantado una filosofía occidental (Hegel), una economía política occidental (Ricardo), y las ideas de los socialistas utópicos occidentales (Saint-Simon, Fourier, Owen). El marxismo reclama la articulación teórica y el expresar las aspiraciones revolucionarias de los obreros industriales occidentales. Durante muchas décadas hizo lo posible por convertir y conquistar occidente por medio de los esfuerzos de las clases obreras occidentales. Con el cambio de siglo ya habían surgido por toda Europa occidental movimientos obreros que desfilaban con banderas marxistas y juraban solemnemente emplear la primera oportunidad para realizar la revolución proletaria.
Aunque este éxito aparente del marxismo era falso. Más de cien años después de que el Manifiesto Comunista se hubiera escuchado por todos los rincones del globo, ni una sola
revolución proletaria ha triunfado en Occidente. Ni un solo intento total de tal revolución se ha producido en Occidente, intento respaldado auténticamente por la mayoría de las clases obreras, con la excepción de la comuna de París, derrotada en 1871.
Por el contrario, el marxismo se ha desplazado hacia el Este; y gracias a los esfuerzos de la intelligentsia y una clase obrera joven y reducida numéricamente ha conquistado naciones campesinas primitivas, de las que no se esperaba respuesta alguna y a quienes no se consideraba capaces de iniciar un orden socialista. A mediados de este siglo, el marxismo en cierto sentido ha sido desplazado de Occidente y naturalizado en Rusia y China. Donde ha sobrevivido como movimiento de masas en Occidente, Francia e Italia, ha sido en su forma ”orientalizada”, y existe como un gran reflejo de la metamorfosis rusa del marxismo.
En Oriente el marxismo ha absorvido las tradiciones del zarismo y de la ortodoxia griega. Ha llegado a tranformarse tanto, que Occidente casi se ha olvidado de que es su propio producto y ha pasado a tratarlo como si se tratase de una exótica religión oriental.[4]
En la versión stalinista predominante, el marxismo ha llegado muy cerca de dejar de entender a Occidente, y ha llegado a ser incomprensible para Occidente. Tan profundos han resultado los desplazamientos y transformaciones de los mayores movimientos revolucionarios de nuestra época.
Un paralelo sorprendente se puede encontrar en la fortuna de la cristiandad primitiva, que comenzó a existir como ”herejía” judaica, como una de las sectas extremas de la Sinagoga, totalmente impregnada en carácter con la antigua tradición bíblica, y encaminada a convertir a su credo a los judíos fundamentalmente. Si bien no le fue dado al cristianismo convertir al pueblo de cuyo seno viene el Dios-Hombre y sus Apóstoles. Por el contrario, el cristianismo se trasladó a un desintegrador mundo pagano, cuya mente no estaba dominada ya por los viejos dioses, donde Júpiter había dejado de hacer temblar a los hombres y Neptuno era incapaz de sacudir los mares.
Fue en los templos de las deidades grecorromanas donde hizo sus conquistas el cristianismo; comenzó a airear la atmósfera de los templos, a absorber y asimilar mitos paganos, símbolos y creencias. Llegó a dominar su nuevo ambiente al mismo tiempo que se adaptaba a él. Dejó de ser una herejía judía, dejó de vivir de las memorias nazarenas del antiguo testamento y de la tradición oral judía. Dejó de comprender a los judíos y pasó a ser incomprensible para los judíos. De la religión judaica de los oprimidos pasó a ser la religión de los césares romanos. Pero al convertir a los césares también se convirtió al cesarismo, hasta que la Santa Sede pasó a ser una corte imperial, y hasta que los hábitos jerárquicos del Imperio Romano pasaron a ser sus cánones eclesiásticos.
En el cristianismo esta evolución duró siglos, en el bolchevismo décadas. Si Lenin fue el san Pablo del marxismo, que salió a traplantar el movimiento de su medio ambiente genuino a nuevas tierras, Stalin fue Constantino el Grande. Para ser exactos, él no fue primer empezador que abrazó el marxismo, pero sí el primer revolucionario marxista que llegó a ser el primer dirigente autócrata de un vasto imperio.
Plejanof, a quien ya hemos citado con anterioridad, escribió que si las circunstancias históricas crean la necesidad de que se ejecute cierta función política, también proporcionan el ”órgano” capaz de ejecutarlo. Si la necesidad de la ”función” está profundamente enraizada en las condiciones de una época, ésta con toda seguridad dará no sólo uno, sino varios individuos con las mentes, caracteres y voluntades necesarias para realizar la función. Como norma, las circunstancias sólo permiten uno, o a lo más unos cuantos, de un grupo de potenciales dirigentes pasar a primera línea, y de esta forma sólo guarda datos de sus competencias y proezas. El que un individuo haya llenado el puesto del actual dirigente impide a los otros dirigentes potenciales descubrirse, están condenados a permanecer en la oscuridad.
Plejanof no sólo aplica esta teoría a la política. Razona, por ejemplo, que si Leonardo da Vinci no hubiera vivido para crear sus obras maestras, esto no hubiera alterado la tendencia artística global del renacimiento, ya que el movimiento dimanaba de las condiciones sociales y del clima intelectual-moral de la época. Tan sólo las ”características individuales” de este movimiento hubieran sido diferentes. Lo mismo se puede decir de los grandes descubrimientos científicos que llevan el nombre de un solo hombre. Tales descubrimientos son el resultado de un grado de desarrollo que cierta rama de la ciencia ha alcanzado en un momento determinado, y es poco más o menos un asunto de suerte qué individuo lo efectúa. Frecuentemente sucede que diversos científicos hacen un descubrimiento simultáneamente y sin aparente relación entre ellos.
Pero volviendo a la historia política: si cierto general Bonaparte hubiese muerto en una batalla antes de que hubiera tenido tiempo de ser Primer Cónsul y Emperador de la Francia revolucionaria, otro general hubiera llenado su puesto con el mismo efecto esencialmente. Por aquella época en Francia había varios dirigentes militares capaces de ello. La ascensión de Bonaparte impidió a aquellos potenciales napoleones llegar a serlo. El ”órgano” capaz de ejecutar una ”unción” histórica existía y por tanto no podía duplicarse. Esa ”función” consistió en proporcionar un gobierno autoritario aunque revolucionario — el mando de una buena espada — a una nación que había experimentado y abandonado la democracia republicano-plebeya de los jacobinos, pero que aún se negaba a apoyar la restauración del orden prerrevolucionario. El razonamiento de Plejanof ha dado lugar a una fuerte controversia, en la que no vamos a entrar ahora. Basta con señalar que, entre los marxistas que aceptan las líneas argumentales de Plejanof, ha habido numerosas ”desviaciones” de las mismas.
Trotski, en su Historia de la revolución rusa, intentó conseguir un equilibrio entre la filosofía marxista general de la historia, que considera las fuerzas colectivas de las clases y grupos sociales como agentes decisivos de cualquier proceso histórico, y su propia opinión de que el papel de Lenin en la revolución rusa fue único, es decir, que ninguno otro dirigente bolchevique hubiera estado capacitado para ejecutarla. No obstante. Trotski se ”desvió” aún más de la clásica cita de Plejanof. En una carta particular a un viejo amigo bolchevique, que escribió desde su exilio en Alma Ata, manifestó clara y llanamente: ”Sabes que sin Lenin no se hubiera ganado la Revolución de Octubre”.[5] Así pues, mientras en sus escritos publicados intentó ajustar su opinión personal del papel desempeñado por Lenin con la teoría de Plejanof, en privado parece haber tomado una actitud diametralmente opuesta.
La historia de la carrera de Stalin parece calculada para resolver la controversia en favor de Plejanof.
Difícilmente hubieran considerado a Stalin cualquiera de sus compañeros, contemporáneos o rivales, apropiado para desempeñar el papel que ejecutaría. Ante ellos aparecía sin las dotes que posee un gran dirigentes, bolchevique o no. Su poder surgió completamente por sorpresa. Trotski escribió de Stalin que se había desprendido de una muralla del Kremlin cual fantasma para suceder a Lenin. Esta opinión la compartieron Zinovief, Kamenef, Rycof, Tomski y Bujarin, y también la casi totalidad de los dirigentes de partidos comunistas fuera de Rusia.[6] Tan sólo Lenin fue más perceptible en su valoración del hombre, ya que si bien aconsejó a sus sucesores que destituyeran a Stalin del puesto de Secretario General, definió a Trotski y a Stalin como los ”dos hombres más capaces” del Comité Central.
¿Por qué entonces casi todo el que había conocido a Stalin, antes y durante su ascensión, se equivocó de forma tan clara sobre sus posibilidades?
El típico dirigente bolchevique de la era leninista era generalmente un teórico marxista, estratega político, escribía con fluidez y era un orador efectivo, además de poseer ciertas dotes de organizador. Stalin no contaba para nada como teórico.[7] Y hacia el final de su vida era más táctico que estratega en política: demostró su dominio de la maniobra a corto plazo mucho mejor que la concepción a largo plazo, aunque su genio táctico compensó de forma más que suficiente sus debilidades de estratega. Como orador o escritor era totalmente inefectivo y pesado. Tan sólo se destacó en la época de Lenin como un dotado organizador. Por tanto, sus contemporáneos y rivales tenían razones para pensar que era incapaz de suceder a Lenin.
Este error radica en la suposición de que la Rusia bolchevique postleninista necesitaba el tipo de dirección que había mantenido Lenin y que sus compañeros más cercanos hubieran podido aportar, individual o colectivamente. Juzgaron erróneamente las variantes circunstancias y las nuevas nececidades del momento; en consecuencia fueron incapaces de ver que el hombre incapaz de desempeñar el puesto de dirigente en una fase de la revolución podía estar perfectamente preparado para desempeñar dicho puesto en la fase siguiente.
Conocemos que entre esas variantes circunstancias, las más importantes quizá fuesen el aislamiento político de la Rusia bolchevique en el mundo y el autoaislamiento mental. El aislamiento no fue motivado por Stalin, fue una consecuencia de los acontecimientos que precedieron a su ascensión. El recogió simplemente una situación dada a la que se avino y en la que estuvo libre interiormente de actuar en su estructura, y en consecuencia salió adelante. La gran mayoría de sus rivales estaban irreconciliados con el aislamiento ruso, eran incapaces de superar sus hábitos mentales internacionalistas, y no estaban dispuestos a figuras políticas totalmente incrustadas en el marco del aislacionismo. Además, estaban totalmente enemistados con la realidad fundamental de la nueva época que los anulaba.
Lo mismo puede decirse de Stalin en su actitud frente a sus rivales sobre el dilema democracia proletaria — autocracia, el otro factor trascendental de la transición del leninismo al stalinismo. No fue Stalin quien destruyó la democracia proletaria de la primera fase de la revolución. Antes de 1923-24 se había marchitado. Stalin, a lo peor, solamente le dio el coup de grâce.
Con todo, sus rivales no podían desprenderse de sus hábitos democráticos. Interiormente no estaban reconciliados con la evidencia de que luchando por la conservación de su revolución, el bolchevismo había privado a las clases obreras de su libertad de expresión política. Estaban enredados en la madeja de sus propios escrúpulos, sentimientos y dudas. Volvían la mirada al pasado con vehemencia hacia los principios democráticos de la revolución. Stalin no hizo nada de esto, y por tanto, si bien ellos no estaban capacitados para actuar con eficacia en la nueva estructura, antidemocrática del Estado bolchevique, él sí lo estaba. A ellos les aplastó esta estructura, mientras que Stalin pasó a construir a su alrededor su propio sistema autocrático de gobierno.[8]
La tendencia de la época encontró en Stalin su ”órgano”. Si no hubiera sido Stalin hubiera sido cualquier otro.
Una opinión similar referida a otras figuras históricas podría parecer inadmisible, en el caso de Stalin parece totalmente convincente.
Cuando se afirma que la tendencia global del Renacimiento no hubiera sido diferente de no existir Leonardo da Vinci, y que a lo sumo hubieran sido diferentes algunas de las características individuales, inmediatamente se piensa en ”La Ultima Cena” y ”Mona Lisa” y uno se pregunta: ¿no hubiera sido en realidad diferente la tendencia?, ¿fue la aportación de Leonardo (o de Miguel Angel) simplemente una de sus ”características individuales”?
Cuando uno escucha que otro general francés del período del Directorio podría haber ocupado el puesto de Napoleón, uno no puede por menos de rememoriar el magnetismo personal de Napoleón, su lucidez intelectual y aire romántico, y se pregunta en qué medida las características individuales de Napoleón influyeron en la tendencia global de los acontecimientos.
Cuando se contempla el carácter gris de Stalin, casi tétrico, se es más dado a verle como vehículo de las fuerzas anónimas que operan en el medio ambiente. Aparece como la misma encarnación del anonimato, anonimato que se elevó hasta la cima del poder y la fama e incluso allí permaneció fiel consigo mismo, totalmente impersonal y por tanto extremadamente engañoso.
Cuando se revisa la historia de las luchas entre Stalin y Trotski a la sola luz de los dones individuales, la victoria de Stalin sobre su rival parece inexplicable. Stalin no poseía un solo don que no poseyese Trotski en igual o mayor grado, además, Trotski poseía eminentes dotes intelectuales de las cuales carecía Stalin. No fue ninguna exageración de Lenin, gran conocedor de hombres, definir a Trotski como dirigente bolchevique ”más capaz”.
Se comenta con frecuencia que Trotski no poseía la aptitud organizadora de Stalin. Nadie que haya estudiado la historia del Ejército Rojo puede mantener con seriedad tal aserto. Si es que se puede acreditar a alguien tal triunfo, esa persona es Trotski. El fue el organizador del Ejército. Lo creó ”de la nada”, después del vacío dejado por el hundimiento y disolución del viejo ejército. Y para llenar este vacío con un nuevo ejército se necesitaba un sentido de la organización y administración muy superior al necesario para obtener los mejores resultados de un ejército ya organizado. Una vez que estuvo constituido el Ejército Rojo, raramente se encontró una autoridad militar, rusa o extranjera, bolchevique o de otros partidos contrarios, que no describiese la hazaña de Trotski como realmente ”napoleónica”.[9]
También se comenta que Stalin fue superior a Trotski como político' táctico. Y de nuevo basta con estudiar en las fuentes originales las maniobras tácticas llevadas a cabo por Trotski en las vísperas de la Revolución de Octubre y durante la misma para llegar a la conclusión de que es incorrecta la afirmación. Como dirigente destacado de la insurrección bolchevique, Trotski casi en solitario — Lenin estaba escondido — calmó e hipnotizó a los enemigos del partido bolchevique hasta alcanzar un estado de acusada inactividad, e incluso complicidad. Ganó la insurrección sin apenas disparar un tiro: sus enemigos más hostiles no elevan el número de víctimas a más de diez.
Por el contrario, Stalin no dejó huella alguna como gran táctico durante 1917, y como bien se puede apreciar en las Actas del Comité Central del Partido Bolchevique, no presentó ninguna idea táctica en todo el año.
Aunque sí es verdad que en su lucha contra Stalin, Trotski fue siempre inferior tácticamente.
Por lo cual se debe plantear la siguiente pregunta: ¿Por qué Troski, el genio táctico de 1917, pasó a ser superado por Stalin en el período 1924-27? Y, ¿qué hizo a Stalin, indiferente a la táctica en 1917, el maestro de los años posteriores?
La respuesta se puede encontrar en las diferentes condiciones generales de los dos períodos, y como consecuencia de ello Trotski y no Stalin se encontraba en su elemento en 1917, y a la inversa unos años después.
Stalin estaba totalmente encajado para desempeñar su papel, no mera o principalmente por su gran genio organizador y táctico. Su medio ambiente, su experiencia y formación mental lo habían preparado para dirigir el bolchevismo en su ruptura con los principios democráticos y a lo largo de las décadas de aislamiento y autoaislamiento. Para la ”función” de tal dirección él fue el más perfecto ”órgano”.
Había vivido siempre en Rusia, y la mayor parte de los años en sus nativos Cáucasos, en la frontera entre Europa y Asia, donde había permanecido totalmente aislado de las influencias directas del marxismo de la Europa occidental. Ésta fue su gran debilidad ante el período leninista, cuando el bolchevismo aventuraba su futuro a la revolución en Occidente. Pero ésta fue la fuente de su extraordinaria fuerza cuando la revolución se retiró o comenzó a retirarse a su concha nacional. Él, que apenas había mirado nunca más allá de la misma, encontró pocas o ninguna dificultad a la hora de divorciar el bolchevismo de la perspectiva marxista occidental.
Sus rivales, al igual que Lenin, habían vivido exiliados o emigrados en Alemania, Francia y otros países europeos. En ellos habían escuchado durante muchos años y con gran entusiasmo los discursos de Jaures y Bebel, los profetas y avanzados del socialismo francés y alemán. Recogieron las enseñanzas de Kautski y Guesde, los más destacados intérpretes del marxismo. Pudieron ver y admirar la cantidad de periódicos y revistas socialistas, que se publicaban abiertamente y leían por millones, mientras los revolucionarios rusos tan sólo podían sacar unas cuantas hojas clandestinas, que con grave riesgo ellos mismos lograban escamotear dentro de Rusia. Admiraron con pasmo la fuerza parlamentaria v las instituciones político-docentes de los marxistas occidentales, las gigantescas Uniones, las ”poderosas” y abiertamente conducidas huelgas, las manifestaciones del Primero de Mayo. etcétera, etcétera. Estaban anonadados ante el ”poderío” del marxismo europeo.
Después vino el gran hundimiento de 1914, cuando a pesar de las innumerables confesiones de antimilitarismo e internacionalismo, el poder de los partidos occidentales fue aparejado a las máquinas de guerra de los gobiernos beligerantes. Pero todavía los emigrados rusos seguían creyendo en la inherente ”conciencia de clase” y poder del proletariado occidental que superaría esta ”traición” y sus consecuencias. Incluso varios años después de ser los dirigentes de Rusia les costó trabajo abandonar esta creencia.
Stalin no tenía ninguno de sus entusiasmos e ilusiones. Nunca se había sentado a los pies de Jaures, Bebel, Kautski y Guesde. Nunca tuvo la impresión de la aparente fortaleza del movimiento marxista en Occidente de primera mano. Incluso durante la época leninista, cuando él también manifestada su esperanza en la propagación de la revolución, meramente adoptaba el lenguaje usual entre los bolcheviques del momento. Cuando desapareció esa esperanza. su equilibrio interno no sufrió alteración alguna. Al contrario de lo que pensaron muchos viejos bolcheviques, él no consideró en ningún momento que la revolución rusa y sus ejecutores estaban suspensos de un hilo. Tan temprano como en 1918 ya había manifestado su frío escepticismo sobre los movimientos revolucionarios del Oeste, y motivó la censura de Lenin. Paradógicamente, la ignorancia de Occidente le llevó a apreciar de forma mucho más realista su potencialidad revolucionaria que a otros dirigentes bolcheviques. incluido Lenin, que la consiguieron tras muchos años de observación directa y detenidos estudios.
La orientación democrática de los primeros dirigentes bolcheviques fue también, en cierto grado, acorde con la tradición marxista de Occidente. Bajo el zarismo, el bolchevismo nudo existir y operar clandestinamente. Cualquier movimiento clandestino, si quiere ser efectivo. debe ser dirigido. en mayor o menor grado, autoritariamente. Debe ser muy disciplinado. organizado jerárquicamente y controlado centralmente. Casi todos los movimientos revolucionarios rusos (y todos los movimientos de resistencia a los nazis en la Europa ocupada durante 1940-45) se caracterizaron por tales rasgos. Los jefes de cualquier partido clandestino deben exaltar la idea de disciplina estricta y recia dirección, bases en las que se apoya la supervivencia de tal partido. En su época, Lenin exaltó el principio de una dirección fuerte con todo el énfasis y la reiteración que le eran características.
Pero ni la organización bolchevique clandestina de los días zaristas fue el organismo monolítico que presentó la leyenda stalinista.
Los emigrados bolcheviques tenían ante sus ojos los ejemplos de las organizaciones obreras occidentales, en las que el libre debate abundaba y se observaban las normas democráticas con gran cuidado, incluso si sucedía que algunas de aquellas organizaciones estuviesen efectivamente, controladas por malévolos comités de dirección. El emisario bolchevique que con pasaporte falso viajaba entre la Europa occidental y Rusia, se veía envuelto frecuentemente entre los rasgos democráticos de los partidos occidentales y el autoritarismo clandestino del suyo. Y soñaba con el día en que su partido pudiera salir a la luz, debatir sus problemas con toda libertad, adoptar normas democráticas y elegir libremente a sus dirigentes. Siempre que el Partido Bolchevique salió a la luz, aunque sólo fuera por breves momentos, como en 1905, Lenin imbuyó la democracia en él. Y desde 1917 a 1920 la democracia interna floreció en todos los niveles del Partido Bolchevique.
Los rasgos políticos de Stalin estaban formados por el bolchevismo clandestino solamente. Él había sido uno de esos rigurosos miembros de comité que había guardado con todo celo la organización bolchevique de la infiltración de elementos intrusos y agentes provocadores. En una organización clandestina, la base no puede elegir libremente a sus dirigentes y con frecuencia no pueden llegar a conocerlos. No es de extrañarse, pues, que los hombres de comité sientan la amenaza de quiebra y el peligro de blanco para la policía política al menor intento de democratización.
Esta perspectiva del viejo dirigente clandestino perduraría durante toda la vida de Stalin. Consideraba los debates y polémicas a que se entregó el partido entre 1917 y 1920 una pérdida de tiempo y un deterioro de la fuerza y eficacia, según afirmó posteriormente. Evidentemente, él también tuvo que hablar, por respeto a los cánones, sobre la necesidad de democracia en el interior del Partido. Pero nunca llegó a comprender que la auténtica libertad de crítica y el contraste de opiniones en público pudiesen ser un fermento creador capaz de mantener vivo y fuerte el ideal de un partido.
Una vez llegado al poder, trasladó los hábitos del bolchevismo clandestino a extremos grotescos dentro del Estado Soviético en la vida de toda nación, en la que, de todas formas, los estímulos democráticos se habían atrofiado.
Finalmente, Stalin estaba poco menos que predestinado para ser el principal portavoz del bolchevismo cuando éste estaba asimilando las ”formas de vida” rusas y la tétrica herencia del pasado zarista. En tal herencia la ortodoxia griega era un factor principal. Stalin la había absorbido durante su juventud, al igual que otros muchos revolucionarios rusos —especialmente en el Cáucaso—, en que había recibido su educación en un seminario ortodoxo. Aunque cualquier revolucionario educado durante su juventud para sacerdote no debiera conservar necesariamente el molde mental adquirido. Pero Stalin lo conservó en grado extremo.
Antes de que impusiera las formas y modos de la ortodoxia griega en el Partido Bolchevique, éstos se habían impuesto en su propia mente sobre el marxismo y el ateísmo. Presentó la fórmula marxista-leninista con la inflexión de voz y en ocasiones jerga de la ortodoxia griega, que hacía sonar estas fórmulas menos raras a las ”atrasadas” masas rusas. Y, evidentemente, hizo aparecer el bolchevismo como una nueva emanación del viejo e indefinible espíritu de la Iglesia, antes de rehabilitar la Iglesia por razones de conveniencia.
Resulta suficiente, como ejemplo, leer el famoso juramento de fidelidad a Lenin, esa extraña letanía que entonó tras la muerte de Lenin y en la que comenzaba cada invocación con el estribillo: ”Te juramos, camarada Lenin”, para sentir de cerca, casi físicamente, el ex alumno de los monjes, preparado para dar sermones y rezar en los funerales, emergiendo en el discípulo de Lenin y dominando al marxista.
Esto solamente es el ejemplo más asombroso de la amalgama marxismo-ortodoxia griega que fue característico de Stalin y del stalinismo. Incluso en sus escritos más elaborados, y hasta en su último ensayo sobre Los Problemas Económicos del Socialismo en la URSS, Stalin proporcionó a sus argumentos un sesgo escolástico inimitable, como si hubiera estado tratando de la interpretación teológica del dogma y no de las realidades del poder político y la vida social.
Si la tendencia de la revolución rusa derrotaba hacia una autodedicación nacional, una autocracia y ortodoxia cuasi eclesiástica, entonces Stalin era su agente perfecto. Pero estas fórmulas políticas, correctas en sí mismas, no han llegado a calar en las fuentes psicológicas más internas del stalinismo, que se deben buscar muy por debajo de la conciencia política, en la imaginación e instintos de un pueblo primitivo.
La Rusia de comienzos y mediados de la década 20 se encontraba en un estado de civilización bajísimo. La mayor parte de la población estaba formada por mujiks descalzos y analfabetos que cultivaban sus pequeñas parcelas con arados de madera. Había también tribus montañesas del Cáucaso y los pastores nómadas y seminómadas de las provincias asiáticas, sumergidos en formas de vida todavía más arcáicas.
El peso de estos elementos fue muy grande. Es obvio que en los acontecimientos de 1917 los obreros industriales de Petrogrado (Leningrado) y Moscú fueron los agentes principales, pero su ascensión política se acabó con la ”disminución” de la revolución y con la dispersión física de la clase obrera metropolitana durante las guerras civiles. Durante los años de Stalin, uno de los rasgos más definitorios fue la toma de nuevas fuerzas de la Rusia rural y las zonas asiáticas y semifronterizas con Asia.
Gran parte del pensamiento y de las concepciones de la Rusia rural estaban todavía por debajo de la ortodoxia griega o de cualquier pensamiento religioso organizado. Estaba sumergida en la magia primitiva de una sociedad rudimentaria. Conocemos a través de los investigadores de fases anteriores de la civilización, y de los freudianos, cuantos lastres de magia primitiva se pueden localizar en las concepciones y comportamientos de naciones modernas y relativamente educadas. Pero también conocemos que la magia primitiva expresa la impotencia humana ante las fuerzas de la naturaleza que todavía no ha aprendido a controlar; y que, en general, la tecnología y organización modernas son sus enemigos más encarnizados. Al nivel de la tecnología del arado de madera suele florecer la magia primitiva.
Bajo Lenin, el bolchevismo se había habituado a buscar la razón, el ejercicio de las facultades, el enriquecido idea-limo de los obreros industriales ”conscientes de su clase”. Hablaba el idioma de la razón incluso cuando se dirigía a los mujiks. Pero una vez que el bolchevismo dejó de confiar en la revolución de occidente, una vez que había perdido el sentido de autosuperación sobre el medio ambiente nativo, que se dio perfecta cuenta de que tan sólo podía retrotraerse dentro de ese medio ambiente, comenzó a descender al nivel de la magia primitiva y a dirigirse al pueblo en el lenguaje de esta magia.
En Stalin el mundo de la magia primitiva estaba más vivo aún que la tradición ortodoxa griega. En su nativa Georgia habían perdurado hasta sus días las formas de vida tribales, con sus totems y tabús. El Cáucaso ha sido punto de unión de las mitologías griegas y orientales, que tanto han impregnado el folklore y la poesía vernácula. Conocemos, incluso a través de biografías soviéticas, el enorme grado de influencia que ejercicieron sobre la mentalidad del joven Stalin; según innumerables pruebas, su aguada emocionalidad y sensibilidad para la leyenda folklórica le acompañaron hasta el final de sus días. Muy recientemente, Budu Svanidze, sobrino de Stalin, nos ha manifestado cuán arraigados estaban en Stalin los tabús de las tribus georgianas en sus años maduros. Incidentalmente, el señor Svanidze, que fue uno de los cortesanos de su tío y que continúa siendo admirador suyo, relata el asunto con orgullo de tribu más que con cualquier intención de menoscabar la grandeza de Stalin.
Hace hincapié en que Stalin estaba completamente dominado por las tradiciones georgianas de las venganzas de sangre. Relata un incidente prerrevolucionario en el que Stalin se negó a cantar cierta canción en presencia de dos camaradas georgianos porque la canción hacía referencia a una venganza de sangre en la que antepasados de los dos miembros del partido habían participado como enemigos. Cuando alguien comentó que esos escruúpulos eran ridículos y que los dos georgianos ya no eran un par de ”salvajes de la montaña o príncipes feudales”, sino compañeros del mismo partido revolucionario, Stalin replicó: ”No importa. Los georgianos tenemos nuestro código de diente por diente, ojo por ojo y vida por vida; la ley de los Khevsures que nos obliga a tomar venganza. Revolucionarios o no, camaradas o no, la ley sigue pesando sobre nosotros. Ningún georgiano olvida una ofensa o un insulto personal, a su familia o antepasados. ¡Nunca!”
El señor Svanidze continúa diciendo que durante las grandes purgas de 1936-38 Stalin se vio influido de nuevo por las tradiciones de la tribu Khevsures, que proporcionó las costumbres más elementales de los georgianos, pero fundamentalmente la de la venganza. Mientras Stalin preparaba la decisión de iniciar las purgas, se fue a la soledad de Crimea, pero se llevó a su sobrino para tener a su lado — una vez más de acuerdo con la costumbre elemental georgiana — un hombre de su tribu antes de embarcarse en la venganza de sangre.
Resulta difícil rechazar todo esto y tomarlo por habladurías triviales, como uno puede estar predispuesto a hacer, si se considera la cantidad de magia primitiva que Stalin personalmente introdujo en el bolchevismo.
El hito más característico del Moscú stalinista, y por supuesto de toda la Rusia stalinista, fue el mausoleo a Lenin en la Plaza Roja, a la que interminables colas de campesinos rusos y visitantes de los más remotos puntos asiáticos de la URSS hicieron su peregrinaje para contemplar la momia del fundador del bolchevismo. El mausoleo se elevó a pesar de las protestas de Krupskaya, la viuda de Lenin, y de otros miembros del Comité Central. Para los viejos bolcheviques su solo aspecto era una ofensa a su dignidad y, pensaban ellos, un insulto a la madurez del pueblo soviético. El mausoleo fue el monumento que se erigió la magia primitiva en el mismo corazón de la revolución rusa, el poste totémico y santuario del stalinismo. Tuvo su fascinación para el pueblo soviético y fue durante cerca de treinta años su lugar de peregrinaje. (Y el juramento de lealtad de Stalin al Lenin muerto tuvo todos los matices de un funeral al desaparecido jefe de la tribu.)
Bajo Stalin, la historia del bolchevismo tuvo que escribirse de nuevo con expresiones de hechicería y magia, con Lenin y Stalin como los principales totems.
En el culto tribal no hay pecado más grave que ofender al totem; de esta forma, durante el culto a Stalin, cualquiera que en algún momento hubiera estado en desacuerdo o hubiera tenido una disputa con Lenin era culpable de sacrilegio. (Por supuesto que Stalin era un cínico a este respecto. El conocía perfectamente todas las controversias habidas en el Partido, y él mismo había tenido sus desacuerdos con Lenin. Pero ésta era la forma en que debía presentarse la historia del partido como única vía para asegurar su propia impunidad de críticas y ataques.)
Los adversarios de Stalin, Bujarin y otros, tuvieron que ser acusados de intentar asesinar al totem ancestral, pecado fundamental en la magia primitiva. Y se les inculpó no sólo de haber intentado asesinar a Stalin, sino también a Lenin; la acusación se les hizo veinte años después del supuesto intento. Es totalmente imposible explicar la atmósfera de los juicios de las purgas, con sus innumerables acusaciones, sus increíbles confesiones y todas las violentísimas maldiciones lanzadas por los fiscales contra los acusados, cualesquiera que fueran las plausibles explicaciones políticas, a menos que se recurra a la magia primitiva.
Y, ¿qué era el mismo Stalin? el remoto e inaccesible gobernante, el Sol que proporciona la Vida, el Padre de los doscientos millones de ciudadanos soviéticos, sino el totem a quien la tribu considera su antepasado y con quien todos sus miembros deben sentirse en relación personal íntima.
Para el culto de Stalin fue esencial algo parecido a la transmigración de las almas políticas de los grandes dirigentes: Lenin fue el ”Marx de su época”, Stalin fue el ”Lenin de su época”. Este asunto dimana también de las más profundas entrañas de las concepciones primitivas.
En los últimos años, todo el mundo quedó desconcertado ante la irracional campaña dirigida a persuadir al pueblo soviético de que los rusos, y ellos por sí solos, habían sido los descubridores de todas las ideas trascendentales de la técnica moderna. La campaña es posible que haya sido dictada por la fría conveniencia política, por el deseo de elevar la autoconfianza rusa en el conflicto con Occidente. Por sus consecuciones, la campaña ha sido única sin género de dudas. Casi todas las naciones occidentales han pasado por períodos de autoadulación patriotera para aumentar su propia confianza. Pero la grotesca forma adoptada por la autoadulación en Rusia supera cualquier experiencia reciente de patrioterismo. Se remonta a la época en que la tribu cultivaba el credo en sus propios poderes misteriosos que la situaba por encima de las demás.
De igual forma, el miedo a la contaminación por contacto con el Oeste, infundido en los ciudadanos soviéticos, ha sido en su violencia e irracionalidad una reminiscencia del tabú: recuerda los salvajes horrores del incesto.
El stalinismo es un fenómeno complejo, que necesita estudiarse desde múltiples ángulos. Pero cuando se hace desde el que lo estamos haciendo nosotros, aparece como la cría mestiza del marxismo y la magia primitiva.
El marxismo tiene su lógica interna y solidez, y su lógica es moderna de principio a fin. La magia primitiva tiene su propia virtud y su belleza poética peculiar. Pero la combinación del marxismo con la magia primitiva resultó tan incoherente y desproporcionada como el mismo stalinismo. Stalin estaba excepcionalmente equipado para encarnar esa combinación y reconciliar, en cierta medida, los irreconciliables. Pero no fue él quien creó la combinación, resultó de la colisión entre una revolución marxista en una sociedad semi-asiática y viceversa.
El stalinismo, como hemos visto, no fue un fenómeno accidental en la Rusia post-revolucionaria. No fue una monstruosidad de la historia, como se inclinaron a pensar algunos de los viejos bolcheviques contrarios al mismo. Tenía sus raíces bien enterradas en su tierra nativa, y lógicamente floreció en su clima oriundo, lo que en último término tuvo su importancia a la hora de considerar su gigantesca fortaleza y resistencia, que le permitió sobrevivir tal número de sacudidas y convulsiones que hubieran destrozado cualquier otro régimen de constitución menos orgánica.
Ahora, si el stalinismo sobrevivirá a Stalin mucho tiempo es un asunto que depende de las condiciones sociales de las que surgió, y si estas continúan prevaleciendo en la Unión Soviética. ¿Continúan satisfaciendo una necesidad vital del desarrollo ruso la mezcla de marxismo, autocracia, ortodoxia griega y magia primitiva? De ser afirmativa la respuesta y de no entrar en juego una calamidad nacional, como la pérdida de una guerra, se puede esperar la supervivencia del stalinismo por mucho tiempo, sin importar las dificultades momentáneas y las posibles rivalidades y división en el grupo dirigente. Pero si las condiciones sociales que lo motivaron han desaparecido o están a punto de hacerlo, entonces el stalinismo no puede durar mucho.
Por tanto, no resulta inoportuno realizar un estudio detenido del legado stalinista, tanto en el aspecto externo como en el interno. ¿En qué consiste ese legado? ¿Qué significado tiene para la actual generación soviética y las futuras?
Para responder a esos interrogantes no es necesario recurrir a la conjetura, basta con extraer algunas consecuencias de los cambios que el stalinismo ha forjado en la sociedad soviética.
Los cambios en general son bien conocidos, aunque su conocimiento no elimina la tentación de pensar sobre la Rusia de 1950 en términos que hubieran estado perfectamente sincronizados y fueran absolutamente realistas en la década 30 o incluso 40, pero que en la actualidad están totalmente desfasados. Existe una predisposición general en el analista político a rezagarse mentalmente en el tiempo. Pero es aún más común en los estadistas y políticos intentar aplicar a problemas nuevos soluciones que se han aplicado a situaciones anteriores, con o sin éxito. Estamos expuestos a cometer tales errores al meditar sobre cualquier nación, pero no hay ninguna que pueda hacernos rezagar de tal forma como Rusia, ya que todas las décadas recientes han visto cambios en la existencia nacional de Rusia más radicales y profundos que los normalmente acaecidos en la vida de una nación durante medio siglo.
Occidente tiene los ojos fijos en las purgas, caza de brujas y el terror empleado por el stalinismo en su lucha sin compasión para perpetuar su dominio sobre las mentes y cuerpos de los soviéticos, y más recientemente de todos los pueblos dentro de la órbita soviética. La lucha ha sido totalmente real, y así ha sido su efectividad. Si bien es verdad que fue Stalin mismo, y no sus oponentes, quien en cierto sentido libró la más amarga y efectiva batalla contra la perpetuación de su propio sistema.
El stalinismo ha destruido de forma persistente y cruel el terreno sobre el que había crecido, esa sociedad primitiva y semiasiática de cuya savia se nutrió. Por medio de sus bárbaros métodos logró eliminar de Rusia gran parte del barbarismo que le había proporcionado su fuerza.
Logró esto porque, al mismo tiempo que manifestaba el dominio del retraso ruso-oriental sobre el marxismo, también representó la dictadura del marxismo sobre ese atraso.
El marxismo había postulado la necesidad de una sociedad industrial para el establecimiento del socialismo. El stalinismo ha efectuado la revolución industrial en casi todos los rincones de sus dominios euroasiáticos a través de una titánica lucha contra la ineficacia, holgazanería y anarquía de la Madre Rusia. La esencia del logro histórico de Stalin radica en que se encontró Rusia trabajando con el arado de madera y la dejó equipada con centrales atómicas. Ninguna gran nación occidental ha llevado a cabo su revolución industrial en tan breve período de tiempo y bajo innumerables obstáculos.
Gran Bretaña disfrutó las ventajas de ser primer y único taller industrial del mundo. Protegida por el Canal de la Mancha de las invasiones extranjeras, los británicos dedicaron íntegra su fortaleza económica al desarrollo de sus recursos productivos. La industrialización en Gran Bretaña, con sus alzas y bajas, duró siglos.
En los Estados Unidos, el proceso tan sólo duró varias décadas, pero los Estados Unidos se beneficiaron de las excepcionales ventajas geográficas, climáticas e históricas. Sus gentes estaban protegidas por dos océanos y no tuvieron necesidad de malgastar sus recursos en las exigencias de la guerra. También les acompañó la fortuna al no tener que romper y superar formas anacrónicas de vida económica en su propio país. Y contaron con la ayuda del abundante flujo de capital y maquinaria extranjera, la llegada de numerosos valores emprendedores e ingentes cantidades de mano de obra, especializada y sin especializar, procedente de todos los países del mundo.
Alemania también recibió la ayuda internacional de capital en su industrialización, y pudo autoabastecerse de recursos artesanos acumulados a lo largo de los siglos. El paso de una Alemania agrícola a una Alemania industrial duró cerca de medio siglo, cincuenta años de economía mundial en expansión y paz en Europa (1871-1914), que permitieron a Alemania invertir una cantidad insignificante de sus recursos en improductivos armamentos.
La revolución industrial stalinista ha durado hasta el momento menos de veinticinco años, y de este período media década estuvo ocupada por una guerra asoladora, que acabó con gran parte de las consecuciones logradas en los años anteriores. Incluso durante la paz, la amenaza de guerra estuvo siempre presente en las vulnerables fronteras rusas, y la producción de armamentos arrastró un elevado porcentaje de los recursos nacionales. La inversión extranjera fue inexistente en la industrialización soviética. La aportación de la mano de obra y técnica extranjera, sino inexistente, sí fue prácticamente nula, al tiempo que los recursos administrativos y de conocimientos prácticos eran extremadamente pobres.
Decenas de millares de mujiks tuvieron que ser formados atropelladamente para pasar a la industria, y miles de hombres y mujeres tuvieron que convertirse en técnicos y administradores en el plazo de tiempo más corto posible. Tanto los administradores como los obreros tuvieron que aprender su oficio en el mismo trabajo, al igual que soldados que aprendiesen a manejar el armamento por primera vez en el campo de batalla. La efectividad de la industrialización se vio. pues, correspondientemente mermada. Ni tampoco se pudo llevar a cabo la industrialización a la escala intentada sin una obligatoria ruptura con las formas anacrónicas de vida económica, especialmente en la peaueña granja primitiva, que ataba a una mano de obra necesitada en la industria y no podía alimentar a la dilatada población industrial. Esta ruptura obligada con la vieja economía rural engendró el caos, el hambre y esparció un violento descontento que, a su vez hizo que los industrializadores empleasen mayor violencia en la consecución de sus objetivos. Todo esto también, colaboró en la disminución de la efectividad de la industrialización.
Esta es la historia económica del stalinismo en los años treinta. Muchos críticos han expuesto de forma harto convincente las crueldades inhumanas perpetradas por el stalinismo en aquella época. Sus críticas son en estos momentos tan conocidas y ampliamente aceptadas en Occidente que no hay necesidad de repetirlas en esta ocasión. No obstante, la exclusiva, y en cierta medida trasnochada insistencia en los horrores de la industrialización stalinista tiende a oscurecer el balance general de la era stalinista, y sustituir la imagen de la Rusia de los años 30 por la de mediados de siglo. Gran parte, aunque bajo ningún concepto la totalidad, del polvo levantado por las muertes de entonces se ha posado hace tiempo, y hacia finales de la era stalinista la escena rusa presentaba un aspecto muy diferente al de mediados de esa época.
El balance final de la revolución industrial soviética tan sólo se puede perfilar de forma muy general.
En los primeros años de la era stalinista, la potencia industrial rusa era escasamente superior a la de cualquier nación pequeña o media de Occidente. Por aquellos días los economistas rusos todavía se fijaban en Francia, la potencia industrial más atrasada de Occidente, mientras que veían en Alemania un gigante a quien admiraban y temían. La tecnolología norteamericana se encontraba demasiado remota, en cierto modo fuera de su imaginación.
Hacia finales de la década 1930-1940 la Unión Soviética estaba a punto de alcanzar, como potencia económica, a Alemania, como se puede comprobar en las siguientes cifras:
Cifras industriales básicas de Alemania* y Rusia en 1929 y 1940
1929 | 1940 | ||
Producción de carbón | Rusia | 41 | 166 |
(en millones de tons.) | Alemania | 177 | 185-190 |
Acero | Rusia | 5 | 18 |
(en millones de tons.) | Alemania | 18 | 20 |
Electricidad | Rusia | 6 | 48 |
(en billones de kwh.) | Alemania | 30 | 55 |
Tráfico de mercancías por ferrocarril | Rusia | 187 | 590 |
(en millones de tons.) | Alemania | 463 | 500 |
(aprox.) |
* Las cifras de Alemania no incluyen la producción de Austria, Sudetenland y otros territorios anexionados por Hitler.
La tabla sólo indica, evidentemente, que la totalidad del poder industrial ruso estaba alcanzando al de Alemania. El nivel de saturación industrial rusa estaba, debido a su población mucho más numerosa, muy por debajo del alemán. En las industrias para el consumo, Rusia estaba mucho más rezagada que Alemania. Por el contrario, en ingeniería e industrias de armamento estaba muy por delante de Alemania, precisamente porque dedicaba una proporción ínfima de sus recursos básicos a las industrias del consumo y dedicaba el grueso a la expansión de sus plantas de ingeniería.
Producción Básica *
Millones toneladas métricas | ||||
URSS planes para 1955 |
URSS en 1951 |
Gran Bretaña, Francia y Alemania Occidental 1951 |
EE UU 1951 |
|
Carbón | 281 | 372 | 398 | 593 |
Petróleo | 42 | 70 | 1,7 | 309 |
Electricidad (billones kwh.) | 103 | 162 | 147 | 370 |
Lingote de hierro | 22 | 34 | 29 | 63 |
Acero | 31 | 44 | 39 | 95 |
* Esta tabla procede de The Economist, 30 de agosto 1952. Otra tabla en la misma publicación mostraba que la saturación industrial de Rusia, es decir, su producción por habitante, permanece muy por debajo del de Europa Occidental, si bien se acerca al de Francia. Una vez más, Rusia está mucho más retrasada que Europa Occidental en las industrias de consumo que lo indicado por estas tablas, pero, por el contrario, está más adelantada en ingeniería y armamento.
En la década actual, Rusia está comenzando a superar el poderío industrial combinado de Alemania, Francia y Gran Bretaña, y es evidente que aspira a igualar a los EEUU en un futuro no muy lejano.
Que Rusia llegue a nivel industrial de los EEUU o no es otro problema, pero el mero hecho de comprobar que está a punto de superar el poderío industrial combinado de las grandes naciones de la Europa Occidental, y mira al futuro con grandes ambiciones, puede proporcionarnos una idea de las transformaciones tan profundas que se han producido durante la era staliniana.
Estas transformaciones se han llevado a cabo basadas en una economía planificada y de propiedad socializada. El stalinismo afirma haber proporcionado la primera demostración histórica de importancia, llevada a cabo a escala gigantesca, de que la planificación es el método más racional y efectivo de desarollo de los recursos económicos de una nación.
Claro que se puede preguntar, ¿qué validez tiene esta afirmación sobre la superioridad de la planificación soviética?, ¿qué parte de la expansión industrial soviética se debe a la planificación, y qué parte se ha logrado, por ejemplo, a través del trabajo forzado?
Resulta importante diferenciar los elementos fundamen- tales de la economía soviética y los fenómenos marginales. Hace unos cuantos años el número de personas internadas en los campos de concentración soviéticos se estimaba — de forma inadmisible —, por los comentadores occidentales, entre los 12 y 20 millones. Si estas cifras fueran correctas todo el experimento soviético de planificación tendría un significado negativo para el resto del mundo, ya que no representaría otra cosa que el recrudecimiento de la esclavitud a escala de vértigo.
No obstante, investigaciones más elaboradas y ciertos testimonios del interior de Rusia han reducido esas cifras a proporciones más admisibles. El doctor N. M. Jasny, por ejemplo, un crítico menchevique del stalinismo, de gran capacidad y dureza, ha alcanzado la conclusión de que en el momento crucial de las deportaciones el número total de internados pudo haber llegado a los tres o cuatro millones de personas. Moralmente, esto no marca diferencia alguna: el empleo de trabajo forzado es igualmente repugnante y su condena permanece válida, tanto si fueron cuatro millones como si fueron veinte millones de personas las afectadas. Pero una idea más exacta de las dimensiones del problema ayuda a ver de forma más realista la imagen económica de la Rusia stalinista. Pone término a la teoría de que la economía soviética no puede funcionar sin trabajos forzados.
En una economía donde el número total de obreros y empleados llega a los casi cuarenta millones — era superior a los treinta millones antes de la II Guerra Mundial — y en la que varias veintenas de millones más trabajan en granjas colectivas, el trabajo de cuatro millones de presos resulta un factor marginal. El grueso de la industrialización lo ha producido una clase obrera severamente regimentada, disciplinada y dirigida, pero que en esencia es clase obrera normal.
Los impresionantes resultados de la planificación stalinista no deben causar incrédula sorpresa en Occidente. Después de todo Occidente también ha aprendido de su experiencia las ventajas de la planificación, si bien sólo ha planificado sus recursos y actividades económicas muy esporádicamente, y bajo las presiones de la guerra. Tan sólo hace falta mirar por encima las estadísticas de los EEUU y Gran Bretaña para darse cuenta de que desarrollaron sus industrias en este siglo a un ritmo inconmensurablemente más rápido durante los pocos años de guerra, cuando adoptaron algunos elementos de la planificación, que durante décadas completas de economía incontrolada en paz.
Según el Federal Reserve Bulletin (febrero 1953, página 161) el índice general de la producción industrial americana, tomando como nivel de producción 1935-39 igual a 100, osciló alrededor de este nivel por dos décadas, descendiendo acusadamente en años de depresión y elevándose muy poco en los de prosperidad, hasta alcanzar su cota más alta en 1937 igual 113. Tuvo que ser durante la II Guerra Mundial y con cierto grado de planificación cuando el índice ascendiera a 239 en 1943.
¿Es para sorprenderse, pues, que la planificación global rusa durante 25 años haya demostrado efectos acumulativos? Es cierto que hasta los máximos planificadores rusos tuvieron que prepararse ellos mismos en los puestos de trabajo. Cometieron innumerables errores monstruosos, por los que tanto la nación como el Estado tuvieron que pagar, pero también adquirieron experiencia acumulada y perfeccionaron la técnica de la planificación. En los últimos años su trabajo ha demostrado tener una mayor autoconfianza y eficacia que en los años 30.
La prueba llegó tras el cese el fuego de 1945, cuando las provincias rusas más ricas (las occidentales y meridionales) estaban en ruinas, sus ciudades arrasadas, las minas de carbón inundadas y las fábricas demolidas. A los cuatro o cinco años la economía soviética presentó síntomas de notable recuperación. En qué medida ha afectado la poderosa posición política rusa se puede ver por el hecho de que en los comienzos de la guerra fría su producción anual de acero era tan sólo 1/8 o 1/7 de la norteamericana. En la actualidad es superior a 1/3, y a mediados de los años 50 se espera que alcance 1/2.
Es momento de considerar la forma en que esos cambios económicos han afectado al clima social de Rusia.
La era de Stalin ha sido de gran concentración urbana. En la década anterior a la guerra, la población urbana soviética se vio incrementada en 30 millones de personas, de las cuales al menos 25 millones eran campesinos desplazados del campo a la ciudad, esto ayuda a explicar las infernales condiciones de vivienda de las ciudades soviéticas. Incluso durante la última guerra, innumerables ciudades nuevas surgieron en las provincias asiáticas, ciudades cuya localización no está indicada en los mapas ordinarios de la Unión Soviética. Después de la guerra se reanudó el proceso de urbanización que hoy en día sigue en marcha, aunque naturalmente haya descendido su ritmo.[10]
Los millones de mujiks convertidos en obreros industriales modernos tenían que ser enseñados a leer y a escribir, a manejar herramientas de precisión, y a comprender algo de los complicados procesos tecnológicos. También tenían que ser ”domados” al ritmo habitual de la vida industrial; y en unos pocos años tenían que adquirir la disciplina industrial que Occidente había inculcado a sus masas obreras a lo largo de siglos por la violencia y la persuasión.
El significado de todo esto puede aclararse si se recuerda que la vida de la población rusa había estado regulada por el ritmo de la naturaleza y por un clima riguroso. El mujik había estado acostumbrado a trabajar de sol a sol en verano y a dormir durante gran parte del invierno. Para acabar con esos hábitos se empleó una disciplina de fábrica más rigurosa e inhumana. Pero hacia finales de los 30 se había conseguido más o menos tal disciplina, y en los últimos momentos de la era stalinista la Unión Soviética contaba con una fuerza obrera numerosa y bien preparada que podía ampliarse sin recurrir a métodos revolucionarios y violentos. La tarea más fustrante y cruel consistió en acumular un fondo nacional de conocimientos y técnicas, su acrecentamiento llegaría a forma más orgánica y fácil. La rápida formación a partir de la primitivísima materia humana de esta masa obrera industrial fue la parte más esencial de la supuesta revolución cultural de Stalin.
La tecnología, la planificación, la urbanización y la expansión industrial eran los enemigos mortales de la magia primitiva del stalinismo. Los dirigentes rusos no podían enseñar impunemente química, física, matemáticas, medicina y el uso de herramientas industriales a los hijos de obreros semianalfabetos, mujiks totalmente analfabetos, nómadas y pastores. Los mismos dirigentes hicieron un anacronismo del culto a Stalin. Arrastraron la mentalidad rusa fuera de la época de arado de madera y del mito primitivo, la llevaron al mundo de la ciencia y de la industria; y ahora no pueden esperar encontrarse a gusto en el enrarecido aire del culto a Stalin y aceptar sin crítica sus bufonadas.
Por razones sociales, políticas y estratégicas, el stalinismo ha llevado la revolución industrial más allá de los Urales, a las tierras asiáticas, cuna de la magia primitiva. Allí se encuentran situadas en la actualidad un 50% aproximadamente de las industrias básicas soviéticas y de sus plantas industriales. Allí han brotado Chicagos, Detroits, Pittsburghs soviéticos, en un medio ambiente que incluso en esta generación no era muy diferente del nivel cultural de las comunidades piel rojas de América del Norte. El elemento primitivo se está disolviendo todavía, está siendo absorbido y digerido por los corazones de una civilización industrial nueva y vital. Por un momento se puede pensar que todo esto, ¿no tendrá efectos en la mentalidad política de Rusia?
La modernización no ha estado limitada a la población urbana. La ciudad ha reaccionado con fuerza en el campo. Los treinta o cuarenta millones de personas que emigraron, y fueron trasladados a las ciudades durante la era de Stalin, no perdieron por completo los lazos de unión con su medio ambiente primitivo. Ellos han sido los canales humanos a través de los cuales la moderna civilización se ha filtrado en la vida de la Rusia rural.
La infusión ha sido más efectiva debido a la simultánea revolución en la tecnología agropecuaria y en la estructura de la vida social agraria. En el campo, el tractor, la cosechadora combinada y el camión han reemplazado al caballo y al buey. El viejo pegujalero, con su conservadora autosuficiencia e indiferencia por los grandes asuntos de su época, han dado paso al granjero colectivo, miembro de una intrincada e interdependiente comunidad que es cada día más consciente de su propia dependencia en la política gubernamental de desarrollo en la industria y en la situación de los asuntos internacionales.
Aquí de nuevo, el stalinismo en su propia lucha por la subsistencia y el poder se estaba suicidando gradualmente. Al principio la colectivización proporcionó a Stalin el control efectivo de los granjeros y agricultores. Sin embargo, la omnipotencia de la burocracia centralista rusa estuvo basada históricamente en la impotencia política de un campesinado atomizado. Mientras la gran mayoría de la nación existiese en un estado amorfo políticamente, y en consecuencia fuera incapaz de autoorganizarse, el Gobierno absoluto del centro gozó de total libertad de movimiento, excepto en ocasiones en que se vio amenazado por revoluciones urbanas. Al colectivizar, como el mismo Stalin señaló en una ocasión, acecha una amenaza para cualquier burocracia centralista, porque la colectivización reúne la desperdigada fuerza de campesinos y ganaderos y le concede un poder político potencial muy superior al que tenía antes.
La contemplación de los atroces métodos por medio de los cuales se forzó la colectivización al campesinado no debe oscurecer el hecho de que con el paso del tiempo la estructura básica de la agricultura colectiva llegó a consolidarse y estabilizarse. En los remotos días de 1929-1933, cuando el partido envió a sus brigadas de choque a colectivizar las tierras y ganados de los mujiks, éstos pensaron que era el fin del mundo, como efectivamente fue para los que resistieron con fiereza, haciéndoseles sufrir de igual forma. Desde entonces el grueso del campesinado se ha ajustado, en cierta medida, a la estructura del colectivismo en que se desarrolla y ha encontrado en sus dominios cierto margen para la satisfacción de sus intereses creados.
La productividad de la agricultura y ganadería soviética, y el nivel de vida de ganaderos y campesinos se ha elevado en los últimos años. Lo que debe sorprendernos no es que se produzca, sino por qué sucede tan tarde, y que el alza sea tan bajo.
Bajo los Planes Quinquenales, el Gobierno invirtió generosamente en la agricultura, saturándola de maquinaria, tractores, cosechadoras combinadas, fertilizantes artificales, etc. A su vez, el Estado preparó agrónomos, peritos mercantiles, y gerentes en masa. Más recientemente se embarcó en programas más ambiciosos de repoblación forestal y regadíos que deberán aumentar la fertilidad del terreno y protegerlo de la repetida sequía. En relación con todos estos esfuerzos, el alza en la producción de la industria agropecuaria soviética ha sido muy moderada y ha ido con retraso con respecto al crecimiento de la población industrial.[11]
Hubo múltiples razones para explicar por qué la colectivización y mecanización darían fruto tan lentamente. A todo lo largo de la década 1930-1940, la efectividad de la mecanización se vio poco menos que contrarrestada por culpa del retraso tecnológico y la inestabilidad política del campesinado. Los mujiks eran incapaces de manejar las nuevas máquinas, o resentidos de la colectivización las dañaban y rompían a sabiendas, como anteriormente lo habían hecho los Luddites. Tan sólo a finales de la década la desazón decreció lo suficiente y mejoró el cuidado y manejo de la maquinaria lo bastante para hacer posible el avance. Avance que se vio detenido inmediatamente por la guerra, que privó a la ganadería y a la agricultura de su mano de obra y alteró y mermó su equipamiento técnico. El primer plan de la postguerra (1946-50) se dedicó en gran medida al reequipamiento. Tan sólo a comienzos de los años 50 pudo la agricultura reanudar los progresos iniciados 15 años antes.
Así pues, la colectivización tan sólo ha gozado de dos breves momentos de la estabilidad social, política y tecnológica necesaria para demostrar su mayor eficacia y superiores ventajas para los campesinos de pequeñas tierras. El reciente aumento de la población agrícola se puede considerar, pues, como el primer dividendo retrasado de las inversiones nacionales en agricultura y educación nacional. Se deben esperar mayores rendimientos. La industria agropecuaria colectiva todavía debe demostrar su valor; y de no haber una nueva guerra o convulsiones domésticas que trastornen su obra, podrá hacerlo en el futuro próximo con efectos beneficiosos sobre el nivel de vida.
Esto no quiere decir que la industria agropecuaria colectivizada presente una imagen perfecta de armonía socialista como pinta la propaganda de Stalin. Cuanto más instruidos estén los granjeros y agricultores de las colectividades, menos soportarán las incompetencias y arbietrariedades de la servicial burocracia. Los periódicos soviéticos han proporcionado, en su habitual forma callada, una serie de indicaciones que apuntan la existencia de fricción entre los granjeros y ganaderos y los matones de la burocracia. El tira y afloja es más probable que se produzca como consecuencia del aumento del bienestar y la autoconfianza del campesinado que motivados por su pobreza y osquedad.
No se ha resuelto el perenne conflicto de intereses entre la ciudad y el campo. Tan sólo se han marginado y en la actualidad están pasando a niveles superiores, como Stalin manifestó en su último ensayo publicado sobre economía.
Las perspectivas de la ciudad están determinadas por la propiedad pública y la planificación. En la agricultura, por el contrario, ha operado hasta el momento un cierto equilibrio entre los intereses públicos y privados; y hasta cierto punto la agricultura ha retenido una economía de mercado. Las relaciones planificadas y de mercado son antagonistas.
A la larga, como ha razonado Stalin, el sector planificado de la economía procurará eliminar el mercado rural y abrazar también a la industria agropecuaria. Las granjas colectivas, en las que la ”propiedad del grupo” sigue dominando (como en cualquier empresa cooperativa), pasarán a ser finalmente propiedad nacional de una forma u otra. En su última obra y correspondencia, Stalin bosquejó una especie de plan a largo plazo para la política agrícola en el que se tendía en esta dirección. Insistió en que se debería llevar a cabo lenta y gradualmente a fin de no resultar antagónico con los campesinos. Queda por ver si se llevará a cabo de la forma mencionada o si por el contrario motivará violentas situaciones entre el Estado y los campesinos.
Pero sean cuales fueren los visos, la industrialización, colectivización, modernización y planificación son elementos permanentes del balance interno de la era stalinista.
Cuando Rusia mira hacia atrás, con orgullo o dolor, al camino recorrido entre sangre, fatiga y sudores durante las últimas décadas, debe ser consciente de la no existencia de un camino de regreso de ese estado de desarrollo que ha alcanzado.
No hay retorno de la industrialización.
En este sentido, Rusia comparte el destino de las viejas naciones industriales, que han sido incapaces de evitar los riesgos y peligros de las gigantescas fuerzas productivas que ellas mismas han creado. Los cervantes de la era industrial, Toltstoi en Rusia y Ruskin en Inglaterra, han evocado con nostalgia la hidalguía de épocas pasadas, han retratado las calamidades de la ciencia y la tecnología e implorado a la humanidad que dé marcha atrás y recupere la belleza e integridad de la primitiva y ”natural” forma de vida. Pero a la humanidad, incluso si escuchase con temor sus avisos y requerimientos, le sería imposible desandar lo andado.
Chicago no puede volver a ser el pequeño y bucólico mercado de los granjeros de Illinois que el desaparecido John Dewey conoció en su años jóvenes y describió ardientemente al autor poco antes de morir. Ya no es posible que Chkalof, la ciudad natal de Malenkof, o Sverdlovsky (en los Urales), con sus gigantes plantas de ingeniería y centrales eléctricas, cambien la primera en el soñado punto de reunión de los cosacos de Orembourg y la segunda en el antiguo mercado de los comerciantes en pieles.
La industrialización es en la actualidad para Rusia un asunto no sólo de orgullo nacional, sino de supervivencia física. En un país donde el Estado emplea más de 40 millones de personas en sus industrias y establecimientos administrativos, y donde el funcionamiento de la agricultura mecanizada depende por completo de: las minas de la nación, acererías, plantas mecánicas y medios de transporte, cualquier frenazo o paro serio en el desarollo industrial, por no hablar de la des-industrialización, representaría el desempleo y el hambre de millones de personas. Al comunicarles a los soviéticos que ellos solos por encima de cualquier posible partido o grupo ruso defendieron el programa de industrialización, el stalinismo triunfó al identificarse ante los ojos del pueblo con sus intereses más vitales. También consiguió mayor fortaleza al manifestarles que en caso de guerra Occidente intentaría ”reducir a la Unión Soviética al estado de colonia”, es decir, arrasar las consecuencias industriales de la era stalinista.
Como más tarde se razonará, habrá posibilidades para cambios de preponderancia en los programas de industrialización, pero no se puede esperar que la Rusia poststalinista renuncie a esta parte de la herencia de Stalin.
Tampoco hay retorno de la industria agropecuaria colectivizada.
No conocemos con certeza si la gran mayoría del campesinado soviético está totalmente reconciliada con el sistema colectivista. Todos los viejos emigrados soviéticos y algunos de los más recientes refugiados dan por sentado que los campesinos siguen anhelando la vuelta al antiguo sistema de propiedad rural y que tan sólo esperan la oportunidad. Aunque hay ciertas pruebas que apoyan esta tesis, de nuevo conviene ser conscientes de que el colectivismo agrícola resistió la sacudida de la pasada guerra mucho mejor de la que hubiera podido esperarse y no mostró signos evidentes de quiebra. Tampoco parece que la nueva generación de campesinos, crecida bajo el nuevo sistema, esté realmente deseosa de regresar a la industria agropecuaria privada a pequeña escala.
Pero incluso en el caso de que los campesinos estuvieran repletos de nostalgia por el sistema económico anterior al colectivismo, no son más libres que los obreros de las fábricas Ford para pasar a ser pequeños artesanos independientes.
A comienzos de la era stalinista los campesinos eran retenidos en las granjas colectivas principalmente por la fuerza política, a finales se los mantiene por la fuerza de las circunstancias económicas, especialmente por la naturaleza del proceso tecnológico establecido en la agricultura. Una granja colectiva ya no puede ser dividida en un centenar de parcelas, del mismo modo que un trasatlántico moderno no se puede disgregar en pequeñas embarcaciones.
Si se fuera a desintegrar el actual sistema agropecuario, sería la sentencia de muerte para innumerables seres humanos, ciudadanos y campesinos en igual proporción. Incluso si un gran sector de la industria agropecuaria estuviera interesado en la destrucción de la estructura colectiva, no hay razones para creer que Rusia, bajo cualquier régimen, permitiese a ese sector de intereses conducir al suicidio a toda la nación.
Una opinión similar ha sido expuesta recientemente por el conocido crítico de la política agrícola soviética Dr. N. M. Jasny, anteriormente citado. Si bien la emotividad antisoviética en ocasiones entra en contradicción con la erudición del Dr. Jasny, su razonamiento está basado en un conocimiento muy profundo de la agricultura soviética. En el número de enero de 1953 de Sotsialisticheskii Vestnik publicó un ensayo que fue un cri de eur contra aquellos políticos emigrados rusos ”irresponsables” que ”prometen” a los campesinos que tras el aniquilamiento del régimen soviético abolirán las granjas colectivas.
El Dr. Jasny considera que si la industria agropecuaria rusa volviese al sistema anterior al colectivismo, ”difícilmente alimentaría al 50% de la actual población urbana. En consecuencia, el retorno a tales formas sólo significaría una descomunal calamidad”. También afirma que si los antibolcheviques asumiesen el poder tendrían que reimponer las entregas obligatorias de alimentos impuestos por Stalin para evitar la muerte por hambre en las ciudades. ”¿Qué comerían los rusos tras la eliminación del régimen soviético, y de qué irían vestidos?” Basta con plantearse esta pregunta, afirma el Dr. Jasny, para ver lo irreal que resulta prometerle a los campesinos una libre elección de las formas de industria agropecuaria.”
Concluye diciendo: ”Creo que la conservación de las granjas colectivas es inevitable por tiempo indefinido, ya que dada la circunstancia de su abolición, la situación tras la liberación del stalinismo — que ya de por sí sería difícil alcanzaría las dimensiones de la mayor catástrofe.”
Resulta fácil ver por qué los políticos rusos antibolcheviques están en contra de esta afirmación. De aceptarla, tan sólo podrían ofrecer a los campesinos rusos la continuación virtual del régimen agrícola stalinista. Sin embargo, en esta instancia, el Dr. Jasny razona a partir de realidades, y no desde alucinaciones políticas quijotescas. Analiza la estructura tecnológica de la industria agropecuaria soviética para llegar a la conclusión de que no permite ninguna clase de disgregación en parcelas.
La gran mayoría de los tractores soviéticos son del tipo ”Leviatan”, mayores a cualquiera conocido fuera de Rusia, y útiles tan sólo en granjas gigantescas. Este tipo de vehículo, afirma el Dr. Jasny, puede reemplazarse por otros menores con el paso de los años (y con la ayuda de las entregas americanas en sistema de préstamo y arriendo) de forma que fuera posible la división de las actuales granjas colectivas en otras de menores dimensiones (pero también colectivas). Pero si la elección se presenta entre granjas colectivas mayores o menores, y si esta elección es factible tras un reequipamiento que requeriría años, entonces la gran montaña de la revolución antistalinista en la agricultura y ganadería todo lo que pariría sería un ratón. De nuevo tenemos el mismo razonamiento que sirve para subrayar el hecho de que Rusia no se puede permitir renunciar ni siquiera a la colectivización, esa odiada y polémica parte de la herencia de la era stalinista.
Ni tampoco existe en Rusia retorno de la propiedad colectiva y la planificación.
Incluso en los países capitalistas no parece haber habido una sola muestra significativa de cualquier sector de la economía que haya pasado a ser público durante cierto tiempo y que de nuevo haya vuelto a manos privadas.[12]
Toda la industria soviética ha sido levantada por el Estado. Nunca ha habido propiedad privada (con la excepción de los insignificantes remanentes de industria prerevolucionaria, que también ha sido reequipada completamente por el Estado).
Este hecho ha calado profundo en la mente del pueblo soviético. Cualquier forma de propiedad privada en la industria es para ellos un anacronismo, tan repugnante e irracional como la esclavitud o el servilismo para los británicos o los norteamericanos.
De esto hay pruebas irrefutables: entre los múltiples grupos políticos formados por los nuevos refugiados soviéticos en occidente, todos ellos juran destruir los mismos cimientos de la estructura stalinista, pero ninguno ha osado incluir en su programa la abolición de la propiedad pública de la industria.[13]
Con la propiedad pública va la planificación, ya que evidentemente son inseparables. Incluso el industrial más retrasado ”planea” el trabajo de su propio negocio. Los trusts y los sindicatos planifican y coordinan el proceso productivo dentro de las empresas bajo su control. La propiedad pública hace ipso facto de la industria nacional una sola empresa incapaz de funcionar sin una planificación global. El método puede atravesar múltiples modificaciones importantes. Puede ser más o menos burocrático, más o menos centralista, o más o menos elástico y eficaz, pero para Rusia el abandono de la planificación sería la anarquía económica y la ruina.
La herencia de la era stalinista es tal que la posteridad no puede ni borrarla ni alejarse de ella. Si bien fue tal su miseria e inmundicia, que el pueblo soviético se verá obligado a superar el stalinismo, tarde o temprano, para hacer el debido uso de sus consecuencias duraderas.
El stalinismo tiene sus raíces en el atraso ruso, pero ha superado el atraso y en consecuencia se ha privado potencialmente de su principal apoyo. Durante cierto tiempo continuará rondando la Rusia de su propia elaboración cual fantasma del pasado. El ”Fantasma” continúa gobernando todos los instrumentos materiales del poder y nadie puede afirmar cuándo o cómo los cederá, o quién los tomará en sus manos y cuándo. Esto no es un pronóstico de acontecimientos alarmantes, sino un mero informe sobre la profunda contradicción que está madurando — con términos marxistas — entre la estructura socioeconómica y la superestructura política de la sociedad poststalinista.
En el análisis de cualquier tendencia histórica a largo plazo, los contemporáneos, incluso en el caso de que lleguen a captar correctamente su dirección general, nunca pueden estar seguros del grado de desplazamiento de esa tendencia en un momento dado. No tenemos un sistema adecuado para medir los moleculares procesos de la historia ni podemos determinar cuándo esos procesos llegan a fundirse para producir un acontecimiento definidor de una época. En el caso de Rusia esta medida es más difícil, ya que sólo podemos conocer las líneas más generales de las tendencias y apenas conocemos el interior de los procesos moleculares.
Durante un cuarto de siglo el stalinismo, sin piedad ni remordimiento alguno, llevó a una nación de 160-200 millones de habitantes a dar el salto sobre el vacío que separa la época del arado de madera de las centrales atómicas. El salto todavía no ha finalizado, no podemos contar los millares que han llegado al otro lado o los que aún están atrás, o incluso los que han sido obligados a saltar hacia su propia destrucción.
Lo que sí sabemos es que el proceso está muy avanzado. Rusia puede estar encenagada todavía hasta los tobillos o hasta las rodillas en la época de la magia primitiva, pero no está hundida hasta el cuello como sucedía hace un cuarto de siglo.
El contraste entre los comienzos de la era staliniana y sus finales igualmente sorprendentes a la hora de considerar la actitud rusa con respecto al resto del mundo y su política exterior durante aquel período.
Como se recordará, a mediados de la década 20 la mentalidad bolchevique había acusado ya los defectos del aislamiento de la Revolución Rusa. Había comenzado a reconciliarse y adaptarse al aislamiento, incluso a glorificarse en él. Esta tendencia alcanzó su culminación en el lema ”socialismo en un solo país”, dogma con el que Stalin proclamó la autosuficiencia y la autocontención de la revolución rusa. En lo sucesivo, la adhesión a este dogma pasó a ser la prueba de lealtad al bolchevismo. Cualquier desviación se denominó traición y los representantes del internacionalismo revolucionario de los primeros días eran señalados como apóstatas.
Los tiempos felices ”del socialismo en un solo país” duraron hasta las vísperas de la II Guerra Mundial.
A lo largo de los años 20 y 30, la diplomacia stalinista buscó, implícita o explícitamente, la conservación del statu quo internacional y revalorizar la posición rusa. ”No queremos un solo metro de tierra extranjera” fue la máxima de Chicherin y Litvinof, los dos ministros de Asuntos Exteriores de la época.
”Ni un solo metro cuadrado de tierra extranjera” pudiera haber sido también el lema inspirador de la Internacional Comunista, que continuó afirmando, sin embargo, que no había zona del globo que le resultase extranjera.
El principal objetivo del Comintern stalinizado fue realizar los trabajos de vigilancia política a cargo del ”único Estado proletario”, de tal forma que la construcción del socialismo en ”un sexto de la superficie terráquea” no se viera perturbada por la presión capitalista, o por movimientos revolucionarios en los restantes cinco sextos, y que podían haber interrumpido la ”coexistencia pacífica” de la Unión Soviética con el capitalismo.
Los partidos comunistas se abstenían de dar pasos que hubieran puesto en situaciones difíciles a los embajadores de Stalin en sus negociaciones con los gobiernos extranjeros. Respaldaban todos los pasos de la diplomacia stalinista, bien ejerciendo presiones sobre gobiernos burgueses, o directamente apoyando con todo descaro cualquier maniobra soviética, por contradictoria que fuera, ya que siempre estaba expresando la quintaesencia de los intereses proletarios internacionales. Ya no era la Rusia bolchevique quien esperaba la revolución mundial; la revolución mundial tendría que esperar a que Rusia construyese el socialismo.
Los archivos del stalinizado Comintern están, por supuesto, repletos de gritos de batallas, feroces pronósticos de revolución mundial inminente y los reproches más violentos contra todos los partidos burgueses y social demócratas. En ellos se puede encontrar también material hablando de algunas ”intentonas revolucionarias”, desperdigadas irrupciones en tácticas insurreccionales, y una exhibición de felicidad seudo-revolucionaria. Es suficiente con recordar el alzamiento de Cantón en 1927, o la altisonante resolución del VI Congreso del Comintern (1928), en la que se instruía a todos los partidos miembros a dirigir el fuego en dirección de los socialdemócratas, en primer lugar y como preparación para un asalto inminente a los baluartes del capitalismo mundial.
Pero todas estas desviaciones no afectaron las líneas de la política soviética y la del Comintern. Los seguidores del comunismo no podían permanecer inactivos por tiempo indefinido sin sufrir quiebras morales. Cuando el Estado Mayor no permitía la participación en luchas reales, entonces no había más remedio que permitir ciertas batallitas. Esta necesidad era más apremiante a medida que los comunistas de base eran conscientes de que recibían órdenes de prestar servicios de alabarderos a los ”enemigos de clase”, o simplemente a marcar el paso. Los giros de ”ultra-izquierda” del Comintern fueron, en líneas generales, el resultado de períodos de ”derechismo” que solía dejar el resabio de autohumillación en las mentes de los hombres de base.
Pero siempre que la diplomacia soviética entraba en negociaciones diplomáticas importantes con potencias extranjeras, el Comintern proclamó el alto el fuego en sus batallitas y pasó a la posición de ”oportunismo” derechista, en que algunas ocasiones persistió con fatales consecuencias. Así fue el caso del Partido Comunista de China en 1925-27; bajo las órdenes de Stalin, permaneció subordinado al Kuomintang hasta el momento en que Chiang Kai-shek ordenó una masacre de los comunistas, e incluso durante la misma masacre. Igual sucedió con los Partidos Comunistas de Francia y España durante los Frentes Populares de 1936-38, momentos en que la política de ”seguridad” colectiva y la alianza antihitleriana con Occidente requerían cierto freno en las actividades radicales de la base en los Frentes Populares. Después, durante el período del acuerdo Ribbentrop-Molotof (1939-41), el Comintern buscó la aceptación del acuerdo por parte de las masas obreras mundiales manifestando que los enemigos principales eran Francia y Gran Bretaña y no el III Reich. Al siguiente giro el Comintern pasó a ser el portavoz de la Gran Alianza Antifascistas, hasta que Stalin, anhelante de demostrar a Churchill y Roosevelt que era de confianza, se levantó una maña-nana de abril de 1943 y ”cortó madera para ofrecer el sacrificio”. Pero al contrario que Isaac en su camino hacia Moriah, el Comintern no preguntó ”¿Dónde está el cordero para el sacrificio?”.
¿Fue, pues, Stalin el gran saboteador y traidor de la revolución mundial, como le consideraba Trotski?
Sí y no. Evidentemente hizo todo lo posible por destrozar el potencial revolucionario extranjero, en nombre del sagrado egoísmo de la Revolución Rusa. Pero, ¿en qué grado eran reales y cuál era la importancia de ese potencial entre las dos guerras? Trotski lo vio repleto de probabilidades revolucionarias desaprovechadas. El historiador de la época no pudo estar tan seguro de esas posibilidades latentes. Él tan sólo puede evaluar su actualidad, no su potencialidad.
Stalin operó desde el supuesto de la inexistencia de posibilidades de una victoria comunista en Occidente o en Oriente. Si efectivamente fue así, entonces sacrificó al egoísmo de la Rusia bolchevique la sombra y no la esencia de una revolución mundial. Consideraba que al construir la ”ciudadela del socialismo” en la Unión Soviética aportaba la única contribución posible de la época. Esta convicción le permitió tratar a los movimientos obreros mundiales con ilimitado cinismo y desprecio.
Espera que el ”socialismo en un solo país” sería la obra de su vida y la filosofía de su partido durante una época histórica completa.
Esa época vio su final antes de lo que esperaba, la II Guerra Mundial y sus secuelas acabaron con ella por la dinámica del Estado Soviético y el genuino fermento social del mundo combinados para abrir un nuevo y crítico capítulo de la revolución.
Los espíritus conservadores del mundo occidental han visto a Stalin como el perverso conspirador de todas las revoluciones de nuestros días, debido a que para esos hombres la revolución es siempre el resultado de la conspiración y las maquinaciones. El historiador objetivo deberá recoger un panorama más complejo de este capítulo de la carrera de Stalin. Deberá poner de manifiesto que en la última década de su vida luchó infructuosamente y de forma desesperada por salvar su política de autocontención, o lo que de ella quedaba, de las tempestades del movimiento.
Cuando en 1939-40 envió sus ejércitos a las tierras del Báltico y a las fronteras polacas con Ucrania y Bielorusia, no le guiaron motivos de revolución internacional, sino una estrategia ortodoxa. Buscaba el control de unos territorios que de otra forma hubieran pasado a servir a Hitler como base de ataque a Rusia. No podía arriesgarse a dejar los pequeños países del Báltico como tapones independientes entre su máquina de guerra y la de Hitler. Estaba convencido que de no incorporárselos a Rusia, la Gran Alemania los absorbería Pero la Unión Soviética no podía hacer lo mismo con efectividad, a menos que equiparase los diferentes regímenes de estos países con el suyo. Así pues, Stalin envió sus brigadas armadas a ocupar los puestos estratégicos en las costas del Báltico y el río Bug; pero la revolución la llevaron a cabo desde la torreta de sus tanques.
Incluso entonces, Stalin presentó los derechos de propiedad de los zares a las tierras anexionadas, con lo que la operación fue presentada como un recobrar para Rusia su viejo patrimonio. No obstante, seguía deseoso de continuar dando a entender que este alejamiento de la autocontención era incidental y de carácter local; que había sido dictado por la Rusia-nación y no por motivos de revolución internacional.
Y de nuevo volvió a la autocontención, base de la cooperación en tiempos de guerra con Roosevelt y Churchill. La autocontención soviética era la premisa de la política aliada conjunta, estampada en los párrafos y cláusulas de los acuerdos de Teherán, Yalta y Potsdam.
Sin embargo, esos acuerdos dividieron las esferas de influencia entre los aliados; y toda Europa Oriental y gran parte de la Central le fue concedida a la Rusia victoriosa. Se estipuló que ésta sería la esfera de influencia de Rusia, no del comunismo. En retrospectiva, resulta extraordinariamente corto de vista por parte de los estadistas occidentales haber creído que la personalidad rusa se podía dividir y en consecuencia separar sus ambiciones de poder nacional de su configuración político-social. Pero la ilusión no fue de Roosevelt y de Churchill, Stalin también la compartió.
Evidentemente, se puede discutir que el comportamiento de Stalin durante la guerra no fue otra cosa que una gran maniobra para hacerse creer, y que todos sus solemnes juramentos de no interferencia en los asuntos internos de los países vecinos no eran más que polvo sobre los ojos de sus aliados. Por el contrario, los hechos de Stalin en esos momentos daban peso a sus promesas. De no haber sido así, cómo se puede explicar la peculiar circunstancia de que Churchill, el inspirador de la cruzada antibolchevique de 1918-20 y el futuro autor del discurso Fulton, pudiera decir en el Parlamento hacia finales de 1944:
”El Mariscal Stalin y los dirigentes soviéticos desean vivir en noble amistad de igualdad con las democracias occidentales... creo que su palabra resume sus aspiraciones. No conozco gobierno alguno que haga frente a sus obligaciones, incluso a pesar suyo, con mayor firmeza que el gobierno soviético de Rusia. Rehuso totalmente que nos embarquemos en un debate sobre la buena fe rusa.”
Tanto Churchill como Roosevelt tenían abundantes pruebas de que la política de Stalin estaba dirigida hacia una auto-contención clara. Vieron a Stalin actuando, y no sólo hablando, como un estadista ruso nacionalista lo haría en su lugar, le vieron despojado — como efectivamente estaba — de su carácter comunista. Enfocaba los problemas de la zona rusa de influencia de forma calculada para satisfacer las demandas y aspiraciones nacionalistas de Rusia y al mismo tiempo hacer naufragar las oportunidades de revolución comunista en esos territorios.
Se preparó para exigir, y en realidad exigió grandiosas indemnizaciones de Hungría, Bulgaria, Rumania, Finlandia y Alemania Oriental. Esto, él lo sabía perfectamente, haría que el nombre de los comunistas y el de Rusia resultasen odiosos a las gentes de esos países, a quienes no se les ocurría apenas distinguir entre ambos. Con celo digno de mejor causa insistió en recortar territorios de Polonia, Hungría y Alemania y en expulsar muchos millones de habitantes de sus hogares.
Desde el punto de vista de Stalin, esta política tan sólo tenía sentido si se asumía que en todos estos países los regímenes burgueses sobrevivirían, es decir, si no había pensado imponerles gobiernos comunistas. Si hubiera estado contemplando esos países como futuras provincias de su imperio, habría sido el colmo de la estupidez por su parte insistir en tales indemnizaciones y expulsiones. Por supuesto que esperaba una posición preponderante de la Rusia triunfal con respecto a sus países vecinos, no sólo en lo económico, sino en lo diplomático, que estarían dirigidos por ”gobiernos amigos”, por citar el insípido cliché tan de moda por aquella época. Pero también esperaba que esos gobiernos fueran burgueses en esencia.
Un hecho que surge con igual claridad de la evidencia interna de los propios virajes de Stalin y de las numerosas memorias de estadistas occidentales que Stalin menosprecio el fermento revolucionario que sumiría Europa hacia finales de la guerra y posteriormente. En sus cálculos no entró ese factor, o si lo tuvo en cuenta, consideró que a través de sus partidos comunistas sería capaz de dominar y calmar el fermento. Se enfrentó cori el momento de la postguerra con la misma óptica que a la era anterior a 1939.
La situación mundial durante las décadas que transcurrieron entre las dos guerras le había convencido de su certeza al menospreciar, o no tener en cuenta, el potencial revolucionario de los comunistas extranjeros; y continuó desestimándolo. Consideraba que cada nación extranjera era un baluarte del conservadurismo político y social. Pretendió convencer a Roosevelt de que la gran mayoría de los franceses eran leales a Pétain. ”El comunismo le sentaría a Alemania como una silla de montar a una vaca”, en esta mordaz expresión dejó reflejada su opinión sobre el potencial revolucionario alemán (manifestado al político polaco Mikolajczyk). Exigió a los comunistas franceses que retirasen su apoyo a De Gaulle cuando eran la mayor fuerza en la Resistencia francesa. Empujó a los comunistas italianos a hacer la paz con la Casa de Saboya y con el Mariscal Bodoglio, así como votar porque se volviesen a promulgar los pactos Lateranos que Mussolini firmó con el Vaticano. Hizo lo que pudo para persuadir a Mao Tse-tung de que llegase a un acuerdo con Chiang Kai-shek ya que consideraba, y así lo manifestó en Potsdam, que la única fuerza capaz de dirigir China era el Kuomintang. A Tito le recriminó duramente por sus aspiraciones revolucionarias, y le exigió su consentimiento para restaurar la monarquía en Yugoslavia.
No existe nada más indicativo del talante de Stalin que este diálogo con Tito durante la guerra:
”Ten cuidado (afirma Stalin), la burguesía en Servia es muy fuerte.”
”Camarada Stalin (dice Tito), no estoy de acuerdo... la burguesía en Servia es muy débil.”
”¡La burguesía es muy fuerte! No sólo en Servia, sino en China, Polonia, Rumania, Francia, Italia... en todas partes!”
Éste puede haber sido el eje de la política de Stalin.
Observaba con incredulidad y temor la creciente ola revolucionaria que amenazaba con arrastrar los pilares del ”socialismo en un solo país”, en el que había construido su propio templo. Este seudo-profeta del marxismo y del leninismo aparece en estos momentos como el stadista más conservador del mundo.
Todavía estaba confiado en poder dominar la marea creciente, continuaba en poder de la batuta que hacía crecer o descender esos movimientos. No se le había ocurrido que podía rompérsele en las manos y que los fragmentos podían mecerse en las corrientes y rápidos de la historia contemporánea.
En qué medida fue destrozada la autocontención de Stalin por fuerza fuera de su control y en parte por él mismo, se trata de una compleja historia que en esta ocasión tan sólo se puede resumir.
La revolución yugoslava propinó el primer golpe revelador a la política de Stalin. En el período Teherán-Yalta, Yugoslavia no había sido entregada a la órbita de influencia soviética: sería la frontera entre las zonas británicas y las rusas. Stalin estaba, pues, doblemente inquieto por mantener bajo control las fuerzas revolucionarias yugoslavas, cuyo crecimiento estaba poniendo en peligro sus relaciones con los aliados occidentales. Durante mucho tiempo menospreció a los guerrilleros de Tito y ensalzó a los contrarevolucionarios Chetniks de Drazha Mikhailovich como los auténticos héroes de la resistencia nazi. El amargado Tito, todavía uno de los agentes más fieles del Comintern, le imploró: ”Si no nos puedes enviar ayuda, al menos no nos embrolles”. Y según narra Tito, Stalin ”pateó con ira” e intentó persuadirle para que estuviese de acuerdo, no sólo con la restauración de la monarquía, sino con una posible ocupación de Yugoslavia por los ingleses, que hubiera asegurado la supervivencia de la monarquía. Después, en Yalta, forzó a Tito a una coalición con los hombres del viejo régimen, decisión que según Tito ”provocó la mayor indignación entre los seguidores del Movimiento Nacional de Liberación de Yugoslavia”. Los movimientos revolucionarios ingobernables de Tito fueron para Stalin una ”puñalada en la espalda de la Unión Soviética”.[14]
Son fácilmente comprensibles la ”cólera” e ”ira” de Stalin. Para él resultó un trauma conocer que estaba perdiendo el control del fermento revolucionario e incluso de sus partidos comunistas. Había permanecido completamente tranquilo de que en cualquier momento los podría usar como peones de su gran partida de ajedrez diplomático. Los peones habían comenzado a demostrar vida propia y a jugar por su cuenta. El gran maestro del tablero, confundido e iracundo, apenas podía agarrarlos. Por un lado, debido a que los partidos comunistas en cuestión no estaban siempre a su alcance. Por otra parte debía conservar su imagen de inspirador y dirigente del comunismo mundial; no podía permitirse el odio de una traición abierta. Tenía que doblegarse a los deseos de los peones y después pretender que había sido él quien los había movido.
Esto evidentemente, motivó grandes diferencias en la Gran Alianza. ¿Después de todo, no sería Stalin quien en realidad movía los peones?, comenzaron a preguntarse Roosevelt y Churchill; y prepararon y llevaron adelante su respuesta. ¿Fue realmente Stalin?, podemos preguntarnos nosotros mismos hoy en día, ocho o nueve años después. Resulta imposible afirmar lo que sucedió en cada caso particular con exactitud. El ”accidente” de la ruptura de Tito con Moscú ha sacado a la luz algunos episodios significativos de la lucha emprendida por Stalin para conservar su autocontención, que de otra forma hubieran reposado en los archivos durante unos cuantos decenios. ¿Cuántos incidentes de esta índole permanecen ocultos?
Lo que es cierto es que a medida que Stalin comenzó a dejar de identificarse por completo con los comunistas extranjeros que iban acrecentando su fuerza, sus aliados occidentales comenzaron a identificarlo con esas fuerzas. La Gran Alianza estaba cediendo su lugar a la Gran Enemistad y Stalin buscó garantía contra Occidente y los regímenes comunistas dentro de la órbita de influencia rusa prometieron su ayuda. Entonces es cuando sin género de dudas, movió los peones.[15]
El abandono de la autocontención fue motivado no sólo por las nuevas tensiones internacionales, sino por las latentes fuerzas de la dinámica revolucionaria dentro de la Unión Soviética. La Gran Alianza tuvo controladas esas fuerzas, el resquebrajamiento de la misma las liberó.
La necesidad de llevar a cabo la revolución fuera ”a punta de bayoneta” permanece viva en cualquier Estado revolucionario que se ha visto obligado primero a defenderse contra agresores extranjeros, y después a enviar sus propios ejércitos a conquistar las tierras y dominios de sus agresores. En la Francia napoleónica la necesidad era más imperiosa que en la Rusia de Stalin. En ambos casos, ejércitos creados en el clima revolucionario llegaron a dominar y administrar países donde el ancien régime permanecía intacto. Los oficiales y soldados habían recibido la enseñanza del menosprecio por las clases dominantes, las instituciones y los hábitos y costumbres del ancien régime. Y poco después se les ordenaba agasajar con una sonrisa a las mismas clases dirigentes de los países conquistados, a fin de supervisar con un alejamiento objetivo el funcionamiento de sus instituciones, y ajustarse a las costumbres y hábitos extranjeros. Estos requerimientos eran poco menos que irrealizables.
Los generales de Stalin habían mamado desde sus primeros días el odio y el desprecio por la empresa capitalista; habían sido enseñados a considerar los partidos burgueses o socialdemócratas como enemigos implacables; habían sido condicionados a actuar de acuerdo a la estructura de un solo partido. Es para sorprenderse, pues, de que gobernadores militares de Sajonia, Brandesburgo, Hungría, Bulgaria y Rumanía estuviesen muy poco inclinados a gobernar estos países de forma que pudieran funcionar los negocios capitalistas con toda normalidad, y los partidos no comunistas cuyos dirigentes no se preocupaban apenas de esconder su odio y desprecio por los conquistadores comunistas pudieran desarrollar sus actividades sin perjuicios
Desde el primer momento los gobernadores militares soviéticos se vieron atenazados entre su credo y sus nuevos deberes. Les resultaba imposible cumplir con estos deberes sin traicionar al mismo tiempo sus creencias primitivas y actuales, o incluso sin llegar a traicionar a su propio gobierno, como algunos de ellos hicieron. Si iban a permanecer leales stalinistas debían acatar la demanda de ”no inteferencia en los asuntos internos” como simple pretexto. Hubiera resultado milagroso que hubieran podido ajustar sus mentes a tal demanda; pero hasta a un régimen totalitario le resulta imposible lograr milagros sicológicos entre sus ciudadanos.[16]
Stalin podía muy bien prometer que no intentaría imponer el comunismo en los países ocupados, pero los hombres enviados para ejecutar estas promesas sobre el terreno no podían actuar de otra forma más que haciendo sonar sus palabras cual falacia premeditada.
Así pues, cuando menos fueron tres los factores que intervinieron en la desaparición de la política de autocontención stalinista: el auténtico fermento revolucionario exterior; el empuje revolucionario de los propios ejércitos de Stalin y la carrera desenfrenada de los aliados por ganar puestos cuando estaban comenzando a ser potencialmente enemigos.
La expansión del comunismo estuvo facilitada por el hecho decisivo siguiente: al poco de terminar la guerra, los EE UU, confiados en su monopolio atómico y en parte respondiendo al pacifismo popular, desbandó sus ejércitos y sólo dejó en Europa una fuerza de ocupación simbólica. En esos momentos Stalin se dio cuenta de que podía avanzar en su plan de establecer regímenes comunistas sin arriesgar a Rusia a represalias graves de Occidente. Si hubiera tenido motivos para temerse tales represalias, difícilmente se hubiera aventurado en el despegue de la autocontención.
Hasta el momento la expansión del comunismo estaba limitada a los países que de común acuerdo entre los aliados habían sido asignados a la órbita de influencia soviética (la única excepción fue Yugoslavia). Las cláusulas de los pactos de Teherán-Yalta-Potsdam eran tan poco precisas que Stalin podía seguir afirmando que eran las potencias occidentales quienes interferían en los asuntos internos de la zona soviética, ya que él seguía actuando dentro de sus derechos. Una vez más intentó volver a la política de autocontención, autocontención dentro de una zona ampliada de acuerdo con los aliados occidentales. Todavía permanecía confiado de que fuera de esa zona no se produciría movimiento revolucionario alguno que desequilibrase el statu quo resultante de la guerra. Trató con gran desprecio a los comunistas griegos en plena lucha; y sin ningún tipo de miramiento exigió a Tito que abandonase el apoyo que recibía de ellos. Seguía convencido de que todavía mantenía la batuta mágica, a pesar de que ya estaba cascada y resquebrajada, que le permitía controlar las mareas revolucionarias.
Poco después, entre 1948-49, la varita mágica acabó por romperse del todo. La revolución China le desbordó y de un solo golpe hizo saltar en pedazos el equilibrio potencial surgido de la II Guerra Mundial.
En febrero de 1948, Stalin le confió a Kardelj, Ministro de Asuntos Exteriores de Tito, que al finalizar la guerra le había comunicado con toda claridad a Mao Tse-tung que la revolución china ”no tenía porvenir” que Mao debería buscar un modus vivendi con Chian Kai-shek... unirse al gobierno de éste último y desbordar el ejército (comunista). Con la agudeza oriental que igualaba o superaba a la de Stalin, Mao escuchó con atención, aprobó con gesto grave, y sin tener en cuenta la opinión de Stalin continuó con su ejército, creó otros más y llevó a los comunistas chinos al triunfo.
Aunque Stalin tuvo mayor grado de influencia en la revolución china de lo que se puede desprender a partir de las confidencias a Kardelj.
Al capitular Japón, los ejércitos soviéticos en Manchuria y el Norte de China entregaron a los guerrilleros de Mao los almacenes de municiones y pertrechos japoneses. Sin estos pertrechos, Mao no hubiera podido hacer frente a Chiang Kai-shek, cuyas tropas estaban equipadas y contaban con el apoyo de los EE UU. Así pues, la Rusia stalinista hizo una aportación material directa a la victoria del comunismo chino.
No obstante, subsiste la paradoja de que habiendo ayudado a equipar a los ejércitos de Mao, Stalin le exigió que los hiciera desaparecer.
Sicológicamente y moralmente, para las tropas soviéticas en Manchuria y el Norte de China era poco menos que imposible evitar que las armas japonesas pasaran a manos de los guerrilleros de Mao. Ya las estaban cogiendo por su cuenta y la interferencia hubiera motivado choques violentos. Una vez más Stalin tuvo que rendirse ante la dinámica revolucionaria del Estado y ante su propia reputación comunista.
Pero una vez más permanecía confiado de que armaba a sus peones, no una fuerza que haría su propia revolución. Un ejército comunista de excelente fuerza sería un excelente instrumento de presión en el Norte de China, tanto contra Chiang Kai-shek como contra los EE UU, y un tanto negociable. Cuando Stalin consideró que había llegado el momento de negociarlo, le comunicó a Mao que tirase las armas y se sometiese a Chiang Kai-shek. Pero una vez más el ”peón” jugó por su cuenta.
En febrero de 1948 Stalin admitió su ”error” ante Kardelj con respecto a la revolución china. Si bien seis meses más tarde, poco después de la última fase de la guerra civil, volvió a cometer el mismo ”error” intentando frenar a Mao.
”En julio de 1948, los rusos no esperaban ni deseaban una victoria comunista inmediata en China. En ese mismo mes, el Partido Comunista de China celebró una conferencia para preparar los planes de acción del otoño siguiente. El consejo de Rusia fue continuar con la guerrilla durante el año siguiente a fin de debilitar a los americanos, que deberían continuar entregando armas a los chinos del Kuomintang. Rusia se oponía a cualquier plan que acabase con la guerra civil por medio de la toma de las grandes ciudades. El consejo ruso fue desechado en la conferencia y se adoptó la política opuesta.” [17]
Desbordado por la revolución china, Stalin tenía que adoptarla, aceptarla y facilitarle todo su cariño ideológico. El cariño debía ser de lo más efusivo, ya que el recién nacido conocía muy bien los desesperados esfuerzos que había realizado el ”padre” para conseguir un aborto.
Los estadistas de Occidente inmediatamente creyeron en la paternidad de Stalin y aceptaron como valor nominal sus exhibiciones de virtudes paternales. Incluso después de muerto Stalin, el señor John Foster Dulles manifestó que ”en Asia los planes de Stalin, preparados en un cuarto de siglo de anticipación, alcanzaron un gran éxito a pesar de la guerra civil”. Si esto hubiera sido cierto, evidentemente Stalin hubiera merecido ser considerado el mayor genio político de la historia, pero la cosa no fue así.
La apariencia de que el fiat de Stalin hacía y deshacía revoluciones se mantuvo en pie debido a que los partidos comunistas vencedores acudían de inmediato a Rusia y se sometían al culto de Stalin. Para Stalin, este aumento de su poder en medio de su lucha con Occidente, por supuesto que le venía muy bien, y así lo recibió; y le elevó a ser el Sol Naciente de media Europa y media Asia, en lugar de Rusia solamente. Los chinos y los comunistas de Europa Oriental acudieron a él porque aún representaba la tradición de octubre que había inspirado al comunismo internacional. Un motivo más decisivo aún era su temor de las fuerzas contrarevolucionarias internas, o la política contrarrevolucionaria de Occidente, o las dos unidas. Los partidos comunistas en el poder consideraron que en un mundo dividido no podían mantenerse al margen, que debían inclinarse hacia Rusia y aceptar el culto a Stalin. Y lo hicieron con mayor frecuencia que lo contrario, con grandes temores y presentimientos; y tuvieron que sacrificar algunos de sus dirigentes al ídolo del stalinismo.
Tito fue el único que se presentó como rebelde (bastante tarde), ya que contaba con fuerte apoyo interno y al mismo tiempo porque esperaba encontrar cierta seguridad en una neutralidad entre los dos grandes bloques. Los restantes dirigentes comunistas no tenían la confianza de Tito ni sus ilusiones. Algunos tenían plena conciencia de sus debilidades internas; y ninguno consideraba que pudieran haber subsistido en esa tierra de nadie, entre Oriente y Occidente. A propósito, Occidente, al igual que Oriente, hizo todo lo posible por reducir esa tierra de nadie, con el resultado siguiente: Stalin inadvertidamente operó durante mucho tiempo y con todo su esfuerzo para conseguir muchos Titos, Occidente hizo todo lo que pudo para asegurar que sólo existiera uno.
De este modo surgió el vasto imperio de Stalin, que se extiende desde el Elba al Mar de la China y está habitado por cerca de 800 millones de personas, cinco veces el número de habitantes de Rusia a comienzos de la era stalinista. Originalmente no existía un proyecto previo para esta gigantesca estructura. Se fue amontonando mientras el supuesto maestro de obras sufría frecuentes abstracciones. De tal forma que este edificio creció a su aire, según una serie de ”accidentes” históricos, por medio de los cuales las tendencias revolucionarias de la época operaron.
Stalin estaba deseando contentarse con el ”socialismo en un solo país”. Hubiera deseado mantener a Rusia en su lugar y contener los antagonismos mundiales a consecuencia de las aspiraciones revolucionarias internacionales. Todo lo que esperaba a cambio era que el mundo le dejara en paz con su Rusia. Pero las tempestades del momento lanzaron a Rusia fuera de su concha nacional; y dejó libre las furias de la revolución que llevaron a Stalin de su retiro a ser una alta eminencia, y de allí a presentar batalla al mundo.
De igual forma que los giros ”aislamiento bolchevique” y ”autocontención”, el stalinismo estaba muerto y enterrado antes de que muriese Stalin. Recayó en él mismo la tarea de pronunciar la oración funeraria por el ”socialismo en un solo país”, ya que esto es lo que representó su discurso ante el XIX Congreso del Partido, en octubre de 1952. En esta ocasión rememoró los días en que la Rusia soviética había sido la única ”Brigada de Asalto del comunismo internacional”, y dio la bienvenida al tiempo que ensalzó las innumerables nuevas ”Brigadas de Asalto” de Europa y Asia, que desde entonces habían tomado su puesto junto a Rusia.
Aunque a estas alturas intentó escapar de las consecuencias de un temido destino, que si bien a él no le podía hundir, quizá sí a los extensos dominios que dejaba atrás.
Intentó resucitar su vieja fórmula de autocontención comunista. Pero esto iba a ser autocontención ”a nivel más elevado”, como él mismo hubiera podido denominarlo ”socialismo en un tercio del globo” en lugar de un solo país.
Se había dado cuenta de que cualquier expansión del comunismo llevaría, con gran porcentaje de probabilidades, a una guerra mundial, para la cual Rusia no estaba preparada. Resulta difícil indicar el último punto crítico en el desarrollo de su política. Es posible que la guerra de Corea le. diera la señal de alarma sobre los peligros venideros. Pero resulta totalmente cierto que la idea de llevar al comunismo a Corea del Sur fue una iniciativa de Stalin, aunque pudiera haber sido de Mao. Stalin deseaba en Corea encerrar al rey para conseguir terminar la partida en tablas, de forma que su campo tuviera la oportunidad de mantener sus posiciones sin retirarse ni avanzar.
Deseaba fervientemente que su partido, que había ingerido más de lo que deseaba, ganase tiempo para digerirlo. No era de los conquistadores que pretenden curar una indigestión tragando más.
Estimaba que eran necesarias un par de décadas, cuando menos, para que Rusia alcanzase y desbordase a los EEUU en poderío industrial, y conseguir un nivel de vida que asegurase el bienestar y la satisfacción general, elevar la Europa Oriental a un nivel industrial superior al de la Occidental, y permitir a la China comunista desarrollar sus recursos económicos hasta equipararse al nivel actual de Rusia.
Consideraba que una vez conseguidos esos objetivos, la atracción del comunismo sería tan abrumadora que nada evitaría el paso de toda Europa y Asia al comunismo. Vio con claridad que era la superioridad económica americana en primer lugar y operando por medio del Plan Marshall y las Agencias de Seguridades Mutuas o que había vencido al comunismo en Europa Occidental, sin necesidad de intervención política directa de los EEUU. Por otra parte Rusia, debido a su inferioridad económica, conservó su preponderancia en la Europa Oriental por medio del empleo directo de la fuerza, política o incluso militar. Se había visto obligada a enviar a su policía política a luchar contra la ”diplomacia del dólar”.
En lo que suponemos podía haber sido la visión de Stalin de los años 1965-70, la imagen era radicalmente opuesta. Veía un bloque de 800 millones de habitantes, autosuficiente, trabajando asiduamente en la estructura de una economía planificada e integrada, que con el tiempo sería capaz de producir tal riqueza y conseguir tan elevados niveles de vida que el comunismo se apoyaría en su preponderancia económica solamente, en lugar de la coacción política o militar; mientras que un Occidente decadente y estancado iría perdiendo su poder de atracción y cada vez dependería más del empleo de la fuerza.
Stalin sostenía, aparentemente, que para conseguir esta meta, en equilibrio, era positivo para el comunismo adoptar circunstancialmente una política de autocontención de su tercio del mundo, especialmente si los amos de los otros dos tercios estaban decididos a llevar a efecto tal contención.
Estas ideas surgen de entre líneas en los últimos escritos publicados de Stalin (Problemas Económicos del Socialismo en la URSS). En ellos ataca duramente a los izquierdistas, los utópicos y los aventureros, como él los denominaba, que estaban ”turbados” por el poder económico de la Unión Soviética. Contra sus opiniones, insistió en que la solución de los principales problemas con que se enfrentaba la Unión Soviética eran tarea a largo plazo. Tiempo, tiempo y una vez más tiempo, era lo que necesitaba. La conclusión evidente, pero impronunciable, de este razonamiento era que la política exterior rusa buscaba un acuerdo a largo plazo que le permitiese respirar.
Se puede suponer que elaboraría estas ideas detalladamente y se las pasaría a sus sucesores rusos, Mao Tse-tung y algunos pocos elegidos dirigentes de la Europa Oriental.
En sus últimos escritos se puede apreciar, casi oír los ecos de los debates que las opiniones de Stalin provocaron entre sus allegados. ”¿Pero nos concedería Occidente esta tregua?” era una de las objeciones inmediatas. Otras parecen haberse expresado como sigue: ¿No sería más realista asumir que la guerra es inevitable en un futuro cercano? Que Rusia no tendrá aliados burgueses, como en la II Guerra Mundial, a los que hacer concesiones. ¿No sería más recomendable, en beneficio de la autoconservación, acelerar la revolución mundial y fomentar la expansión del comunismo?
A todos estos razonamientos Stalin contestó con un claro y contundente ”No”. Argumentó en público y de forma extensa que los países capitalistas se cortarían el gaznate entre ellos antes de atacar a Rusia. La guerra entre los países capitalistas era todavía ”inevitable”, afirmó; pero la cruzada general contra el bloque comunista no. Este argumento es por sí sólo incongruente y escolástico, como solían ser los razonamientos de Stalin generalmente. Pero en este contexto particular tenía un significado concreto y perseguía un fin definido. Era un razonamiento en favor de la compra de tiempo a Occidente, a fin de respirar en favor de una autocontención comunista.
Así pues, los últimos escritos de Stalin se pueden considerar como su testamento. En realidad comunicó a sus herederos: vuestro territorio ocupa un tercio de la Tierra. Conservarlo y desarrollarlo hasta transformarlo en una potencia que finalmente atemorice a vuestros enemigos. Mientras tanto, cuidaros de las mentes calenturientas y de los aventureros. No aceptéis riesgo alguno. No os lancéis en empresas revolucionarias en las que podáis perder lo que poséis.
Con esta sagacidad, Stalin permaneció fiel a sus concepciones hasta el final. Durante su vida la historia le demostró en ocasiones que estaba en lo cierto; pero en más de una ocasión desaparecía tal cautela y apareció como el más audaz de los aventureros. ¿Se burlará la historia por última vez de su cautela? ¿Serán capaces o desearán los sucesores de Stalin llevar a efecto su testamento político?
La crisis que la muerte de Stalin aceleró y puso al descubierto estuvo motivada, principalmente, por una modificación en la relación existente entre gobernadores y gobernados. Antes de la era stalinista, el bolchevismo, en sus aspiraciones y visión global, se alzó por encima del medio ambiente de su nativa Rusia. Posteriormente llegó a igualarse y transformarlo, con el paradójico resultado de que hacia finales de la era de Stalin la nación estaba culturalmente muy por encima del método de gobierno y el clima moral del stalinismo. Inicialmente, el bolchevismo tuvo que descender para ponerse al nivel de Rusia, después Rusia tuvo que permanecer degradada para mantenerse en armonía con el stalinismo.
En el fondo de la penetrante enfermedad de los últimos años y meses de la era stalinista estaba el hecho de que la nación había dejado pequeña la tutela de Stalin. Esta enfermedad, que incluso un extranjero podía apreciar, no se expresaba en términos políticos claros. No había una oposición organizada al sistema de gobierno stalinista. Tras décadas de terror, todos los centros de oposición habían sido destruidos.
No existía un solo grupo capaz de formular un programa político independiente y actuar de acuerdo con el mismo. Toda la sociedad había perdido el hábito de expresar su propia opinión. Como guardián de la sociedad, Stalin actuó de forma tan tiránica que dejó a su pupilaje carente de toda identidad política. Con el tiempo, la sociedad soviética llegó a cansarse tanto del arnés del stalinismo que deseaba anhelantemente quitárselo de encima, pero por otro lado había crecido tan acostumbrada al arnés que no sabía dar un paso sin él. Esta actitud ambivalente caracteriza el período de transición hacia una nueva era.
No podemos afirmar cuanto tiempo durará el período de transición. Rusia necesitará unos cuantos años para superar su parálisis política y volver a desarrollarse articulada. Si se juzgase la situación mental rusa por las cacofonías de los latiguillos, carentes de significado, que lanzan los grupos de exiliados soviéticos, el futuro estaría carente de toda esperanza. Pero tales juicios resultan absurdos. Apenas hay entre los refugiados alguna mente destacada de la política o de los sectores intelectuales de su nación, por este motivo no se les puede comparar, bajo ningún sentido, con los emigrados de la era prerevolucionaria. Tarde o temprano, los rusos aprenderían a formular y expresar sus propias opiniones; y una vez que comiencen a hacerlo avanzarán a tal velocidad que nuevamente sorprenderán al mundo con la extraordinaria fertilidad de sus mentes.
Entre tanto, la iniciativa permanece en manos del grupo dirigente. Tan sólo las reformas decretadas desde arriba pueden forzar una salida de ese compás de espera al que eventualmente llegará el stalinismo. Además, las reformas por arriba denuncian la agitación por abajo. Los primeros pasos del gobierno Malenkof han demostrado conocimiento del asunto.
El método de gobierno stalinista no se puede conservar hoy en día. Algunas de sus características han sido aceptadas apáticamente por un pueblo sin instrucción, primitivo; pero no pueden imponerse sobre un pueblo a punto de alcanzar la madurez político-cultural. Otras cualidades se han justificado por las necesidades del desarrollo socioeconómico de Rusia, pero en la actualidad se han convertido en rémoras para el futuro progreso.
El stalinismo ha agotado su función histórica. Al igual que cualquier otra gran revolución, la rusa hizo uso despiadado de la fuerza y de la violencia para conseguir parir un nuevo orden social y que éste subsistiese. Un régimen muy establecido basa su continuidad en la fuerza de las costumbres sociales. Un orden revolucionario crea nuevas costumbres por la fuerza. Tan sólo cuando su estructura material ha sido firmemente establecida y consolidada puede confiar en su vitalidad inherente, entonces se deshace del terror que con anterioridad le había protegido.
Cuando la fuerza de las circunstancias económicas garantiza la supervivencia del nuevo orden, el empleo de la fuerza física tiende a resultar un anacronismo. La cruel dictadura que ha abolido a hierro y sangre cualquier posibilidad de retorno a las condiciones prerrevolucionarias debe terminar. Si continúa luchando para perpetuarse es segura su caída. Éste fue el camino de la revolución inglesa en el siglo XVII y la francesa en el siguiente, y éste ha sido también el camino de la revolución rusa. Cuanto más profundo es el cataclismo social producido por la revolución y más amplio su ámbito, más largo es el período que se agarra al terror. Este período trágicamente ha durado mucho en Rusia, mucho más de lo que duró en Francia.
Ya hemos analizado detalladamente un aspecto de este acontecer. Hemos visto como abolió el stalinismo las pequeñas propiedades rurales y creó las granjas colectivas a punta de bayoneta. Durante muchos años la estructura era muy débil y se hubiera hundido de no haber sido apuntalada por la vio- lencia y sujeta con flejes de acero. Pero, al mismo tiempo que el stalinismo estaba librando una batalla implacable contra los oponentes de la colectivización, también creó las condiciones económicas nuevas, la maquinaria y los servicios agrícolas, los hábitos económicos que permitirían a las granjas colectivas funcionar por su propio impulso. En la actualidad, incluso los más refractarios a la colectivización comienzan a darse cuenta de que no existe retorno posible a la pequeña propiedad en el campo, a menos que se pretenda pagar con el suicidio nacional.
Igual sucede, en mayor o menor grado, con toda la estructura de la sociedad soviética, en particular de su pública y gigantesca economía planificada. No se necesita aceptar el mito stalinista de que se ha establecido el socialismo en Rusia, y menos admitir el valor de la afirmación: la Unión Soviética está en ”el período de transición del socialismo al comunismo”. Ahora sí es cierto que existe la armazón de una sociedad socialista, que no existía en la era leninista, y se ha consolidado.
Precisamente debido a esto han quedado caducos los métodos empleados para alcanzar tal situación; y la toma de conciencia del pueblo soviético en este sentido deberá crecer y extenderse entre los pueblos soviéticos.
Uno de los sucesos más difíciles y explosivos de la era stalinista fue la gran desigualdad económica predominante en la sociedad soviética; y es posible que continúe siendo uno de los mayores problemas del periodo poststalinista.
El mensaje de la revolución de octubre era implícitamente igualitario. Cualesquiera que fueran los argumentos stalinistas o incluso los textos marxistas originales en contra de la ”igualdad”, los obreros rusos, así como los campesinos, apoyaron la revolución y acudieron en masa a su defensa porque daban por garantizado que el nuevo régimen satisfacerla sus anhelos de igualdad. Esta ha sido la actitud de las masas proletarias, o plebeyas, en cualquier revolución.
El régimen bolchevique no podía ayudar, sino frustrar el instinto igualatorio de las masas. No había suficiente para cubrir las necesidades de la vida. Por ejemplo: antes de que se iniciaran los Planes Quinquenales, la industria rusa del calzado no fabricaba más allá de los 30 millones de pares de zapatos y botas por año. Los pequeños artesanos de la zapatería llegarían a producir otros millones anuales. Esto tan sólo llegaba a cubrir las necesidades de uno de cada tres soviéticos, los otros dos tenían que ir descalzos o fabricarse el calzado de estera como solían hacer los mujiks. Éste es un ejemplo típico, porque similar relación entre necesidades sociales y existencias reales prevaleció en otras muchas industrias de consumo vitales.
”Un par de botas para cada uno de cada tres ciudadanos soviéticos”, esta fórmula expresaba la inevitabilidad del anti-igualitarismo stalinista. Los que iban descalzos y los que poseían un par de zapatos no eran iguales; y ni un gobierno corn-puesto por ángeles comunistas podía hacerlos iguales. El Gobierno tenía que lanzarse a la construcción de las fábricas que elaborasen los suficientes zapatos, ropas, viviendas, etc., etc., para todos. Pero si ni las máquinas, los edificios, las materias primas, las centrales eléctricas y la mano de obra existía, como por entonces sucedía en Rusia, el Gobierno tuvo que comenzar por construir las fábricas que en su día elaborarían las máquinas y las centrales eléctricas. Tenía que desarrollar las fuentes de materias primas y adiestrar a la mano de obra. Entre tanto, había que distribuir los zapatos existentes, bien directa o indirectamente, pero basados en una diferente escala de valores entre las personas cuyos servicios fueran esenciales para el Estado y la economía. Además, tenía que defender al hombre con zapatos contra la natural hostilidad y envidia del descalzo.
En beneficio del interés nacional, el Gobierno fomentó una minoría privilegiada de administradores, planificadores, ingenieros y obreros especializados. El desarrollo de los recursos nacionales dependía de ellos, y ellos no hubieran trabajado sin incentivos.
La desigualdad, de nuevo fomentada, se cuida por sí sola, y la minoría privilegiada busca cómo acrecentar sus privilegios. El burócrata soviético, como el técnico o el obrero especializado, no estaba satisfecho con un solo par de zapatos, deseaba dos o tres pares. Igualmente sucedía con respecto a la ropa, vivienda, instalaciones sanitarias, etc., etc.
Mientras el Gobierno tendiese a la expansión de las minas de carbón y de las acererías, industrias primas y plantas de armamento, la construcción de industrias de consumo se iba postergando. La desigualdad creció y adquirió proporciones realmente sorprendentes. Cuanto mayor era la escasez de mercancías y más primitivo el nivel de civilización, más brutal era la trepa en busca de privilegios. Conocemos que la población urbana de Rusia creció en unos 45 millones de personas durante la era stanilista. Se construyeron muy pocas viviendas; y durante la guerra muchas ciudades, muchas capitales y pueblos fueron destruidos por el enemigo. En consecuencia, la mayoría de la gente estaba, y en gran medida sigue estando, condenada a vivir en las condiciones más horrorosas. Las pocas viviendas tolerables, buenas o lujosas se entregaban a los obreros especializados, técnicos y a los burócratas del partido.
Un Gobierno más humano que el stalinista hubiera intentado promocionar las industrias de consumo incluso al costo de aminorar el ritmo de expansión de las materiales básicas y las industrias primarias. Pero cuando se observa en perspectiva la historia de esas décadas, con la fiebre de los armamentos y las destrucciones de la guerra, resulta más que dudoso que cualquier gobierno hubiese sido capaz de hacer mejorar la situación de forma radical, a menos que se abandonase la industrialización por completo o se congelase su desarrollo hasta el punto de perjudicar el interés nacional; esto hubiera producido un nivel de vida más bajo para un mayor número de personas.
El stalinismo apechó con la temeraria y dramática tarea de imponer la desigualdad dada a un pueblo que había realizado la mayor revolución de la historia en nombre de la igualdad. Esta imposición, como es lógico, fue recibida con indignación. Los viejos bolcheviques, que se habían acostumbrado a identificarse con las aspiraciones igualitarias de las masas, denominaron tal medida como traición a la revolución. Y dado que su palabra estaba avalada por su autoridad de revolucionarios, tales críticas eran un peligro para la política de Stalin Como reacción al clamor por la igualdad, Stalin estableció el culto a la desigualdad. No satisfecho con afirmar que la igualdad llevaría al estancamiento económico, declaró categóricamente que los privilegios de la minoría eran la esencia del socialismo y calificó de agentes contrarevolucionarios a los defensores de la igualdad. De esta forma Stalin quedó libre para proporcionar incentivos materiales en abundancia, quizás en exceso, a los gerentes, administradores, técnicos y obreros especializados.
Con el paso del tiempo, la desigualdad llevada al extremo pasó a ser un factor reaccionario en lugar de un factor progresivo. Comenzó a bloquear el desarrollo económico ruso en lugar de acelerarlo. Motivó la apatía y desgana de una gran mayoría, amén de perder su justificación industrial. La relación entre las necesidades sociales y los suministros efectivos había dejado de ser un par de zapatos para cada tres soviéticos (la producción de calzado en los últimos años ha resultado lo suficientemente grande como para proporcionar por lo menos un par de zapatos por habitante-año). En la actualidad se producen suficientes bienes de consumo esenciales para satisfacer una amplia gama de necesidades, y en el futuro más inmediato se podrá producir muchos más.
Resulta un aspecto de mero interés académico, cuándo o si alguna vez será posible materialmente la igualdad. La paga de incentivos y salarios seguirá siendo necesaria durante largo tiempo. Pero hay posibilidades de hacer desaparecer las atroces desigualdades de la era stalinista.
En las fases iniciales de la ”acumulación socialista” era posible que el Gobierno pidiera al pueblo que se apretase el cinturón e incluso llegase a pasar hambre mientras se construían las nuevas fábricas, pero los sucesores de Stalin no pueden seguir pidiendo esos sacrificios. Las fábricas ya están hechas, la capacidad productiva existe, al igual que el deseo de producción, La gran mayoría de las industrias pesadas y básicas rusas están a un nivel comparable a las americanas de hace 15 años; pero sus industrias de bienes de consumo están muy por debajo. Esta desproporción puede conducir a una crisis nacional, a menos que se vea reducida en los próximos años.
La prolongada campaña stalinista contra la herejía igualitaria había conducido a su propia derrota. Está a punto de alzarse un potente grito en favor de la igualdad, ya que en los últimos dos o tres años resultaba un susurro audible, si bien se mezclaba con las discusiones sobre ”la transición de socialismo”, pero, en realidad, era algo más que mera propaganda o minucias dogmáticas. La nueva generación soviética se había educado en la creencia de que su sistema de vida era el socialismo, y se le había hecho creer que las desigualdades desaparecían bajo el comunismo, la siguiente fase del desarrollo. Durante los últimos años, las discusiones en las instituciones académicas, clubs obreros y células del partido se han centrado en el aparentemente irreal interrogante: ¿Con qué rapidez se puede efectuar el paso del socialismo al comunismo? Lo cual no era más que otra forma, la única permitida, de preguntarse cuándo y cómo se reducirían y acabarían las desigualdades del momento.
El politbureau stalinista lanzó este slogan sobre la transición del socialismo al comunismo con un espíritu de auto‑ satisfacción y propaganda: ”Fijaros hasta dónde os hemos llevado”, venía a decir al pueblo. En el mejor de los casos pretendía proporcionar a la intelligentsia y a los obreros un tema para el debate dogmático carente de peligro. Pero una vez iniciado el debate resultó de todo menos ”inofensivo”. El tema llamó la atención y absorbió las esperanzas silenciadas y los reprimidos anhelos igualitarios. Obreros e intelectuales habían sido alentados oficialmente a recrearse en una visión del futuro, y proyectaron en esa visión todas sus quejas contra el presente. Comenzaron a airear la vieja herejía igualitaria y otras ideas ”poco ortodoxas”, cuya profesión había costado la vida, tanto si fuera real como si se trató de una sospecha, a muchos hombres y mujeres de finales de los años treinta.
Al analizar un gran debate sobre el comunismo que se celebró en el Instituto de Economía de la Academia de Ciencias de Moscú. el autor escribía en el verano de 1951.[18]
”Las visiones del futuro tienen una lógica caprichosa y muy propia. Esto resulta evidente hasta en un país cuyo máximo historiador, Miliukof, afirmó en cierta ocasión que sus clases sociales e incluso sus ideas y pensamientos han sido siempre producto de los decretos o la inspiración oficial. Un gobierno puede encontrar muy fácil y conveniente fomentar entre sus gobernados un tipo de sueño definido como forma de escape entre las desagradables realidades. Puede incluso llegar a prescribir, como hace en la actualidad el Kremlin, lo que se debe soñar, pero le resulta mucho más difícil intervenir en el desarrollo del sueño y que éste se ajuste a lo programado. Sus súbditos pueden comenzar a soñar con imágenes desaparecidas hace tiempo y a murmurar las más terribles herejías en sus sueños... a medida que, orador tras orador, intentaron proporcionar respuesta (al interrogante sobre la transición al comunismo), los fantasmas de herejías olvidadas acudieron en tropel al salón de conferencias... al sillón del saber stalinista: el Instituto de Economía.” A propósito, este debate y las herejías comentadas fueron muy atacadas durante los últimos meses de la vida de Stalin.
Junto con la colectivización agrícola y la formación obligatoria de campesinos en obreros industriales, la necesidad de reforzar las desigualdades proporcionó al terror stalinista su ímpetu y calidad de penetrante. El terror igualaba la resistencia que encontraba esa política, tan sólo con grilletes se pudo forzar a los millares de personas que fueron a las granjas colectivas, a las multitudes que pasaron a los nuevos puntos industriales del país y a la gran mayoría de la gente forzada a pasar hambre y calamidades, así como a reprimir en silencio la furia que levantaban los privilegios de la mayoría. El terror funcionó sin piedad alguna, en ocasiones ciego, pero en general de forma efectiva. Debe su efectividad a un apoyo moral, así como al peso penetrante de la represión. El Gobierno se había identificado con una gran causa nacional o, como lo presentarían los marxistas, con una necesidad histórica. Esta identificación, en último grado, explicó la impotencia del pueblo soviético ante el terror, y la complicidad de los dos elementos políticamente decisivos: el Partido y el Ejército.
Pero, proporcionalmente al grado en que el Gobierno tuvo éxito en la implantación de la desigualdad, la necesidad del terror fue menor. La toma de conciencia de este proceso, incluso a nivel del grupo dirigente, se ha reflejado en los últimos años a través de la discusión sobre el momento en que ”desaparecerá” el Estado en la transición al comunismo. Tras esta dogmática fórmula aparecía la práctica e insistente pregunta: ¿cuándo vamos a suavizar los rigores de nuestros códigos penales?, ¿cuándo vamos a relajar la draconiana disciplina de nuestras fábricas, granjas colectivas, oficinas y escuelas?, ¿cuándo vamos a hacer desaparecer nuestros campos de concentración?
Otra fuente de vitalidad del stalinismo, el aislamiento ruso, había dejado de ser un factor a su favor. La aparición de nuevos regímenes comunistas más allá de las fronteras rusas tuvo profundas repercusiones dentro de Rusia. El stalinismo había justificado su despotismo con el razonamiento de que al ser el único baluarte de la revolución proletaria, Rusia estaba rodeada por un mundo hostil. El argumento tenía gran poder: desarmaba o paralizaba innumerables mentes recalcitrantes. Evidentemente, era cierto que en dos ocasiones durante el lapso de una vida ordinaria los ejércitos alemanes habían avanzado hacia el Dniéper y el Volga. También era cierto que en los primeros días de la revolución tuvieron que luchar para subsistir contra franceses, ingleses y norteamericanos, contra el bloque comercial y financiero, así como un cordón sanitaire. El stalinismo medró en el recuerdo de estos acontecimientos desgraciados, mantuvo viva la memoria de ellos y aireó los temores y pánicos que los acompañaban.
Sin embargo, cuando los nuevos regímenes comunistas habían formado grandes ”cinturones de seguridad” alrededor de Rusia en Asia y Europa, oriental y central, ya no resultaba tan fácil evocar el aislamiento y el acoso capitalista como justificación a la rudeza del stalinismo. Por primera vez durante muchas décadas, Rusia se sentía segura de amenazas exteriores. Por un breve lapso el temor del monopolio americano en armamento atómico pareció justificar de nuevo, ante los ojos de los rusos, la actitud de Stalin hacia el resto del mundo. Pero este temor desapareció muy pronto.
Hasta un régimen armado con toda la maquinaria del control totalitario necesita su justificación moral, sin ella, el desencanto popular y el resentimiento traban y frenan la máquina totalitaria. El temor a la supremacía atómica norteamericana ayudó a que no se parase la marcha, pero la máquina ya no funcionaba con el ímpetu de antaño.
Es tanto el poder de la inercia que las instituciones y los métodos de gobierno superan las causas que los han hecho existir y luchan por durar más que ellos. Durante sus últimos años y meses, Stalin luchó desesperadamente por conservar su dominio sobre Rusia. Al hacerlo, perdió sus actuaciones anteriores, puso de manifiesto lo grotesco de su ser y traicionó sus debilidades. Antes de desaparecer, Stalin experimentó un espasmo de ilusorio vigor que cotrajo su cara hasta alcanzar un último y repulsivo gesto.
En estos últimos años, la magia primitiva del stalinismo se burló insolentemente de Rusia. El culto al dirigente llegó a alcanzar cimas nauseabundas, en especial tras la celebración del 70 aniversario de Stalin, en 1949. Durante cerca de 2 años, las columnas de Pravda, por ejemplo, estuvieron llenas de felicitaciones de cumpleaños a la deidad septuagenaria. Ningún autor, periodista, científico o general osaba escribir unas cuantas frases sin hacer referencia al Padre del Pueblo, el Mayor y más sabio de los Genios. Un extranjero no podía dejar de preguntarse cómo los soviéticos podían montar tales adulaciones, en especial cuando en los mismos números de Pravda se hacía referencia a los 57 millones de soviéticos que estaban recibiendo enseñanza en colegios y escuelas de diferentes grados. ¿Cómo — se pregunta uno — pudo la magia primitiva del stalinismo ”coexistir” con los modernos conocimientos y las teorías marxistas en los espíritus de millones?
El mismo aire de grotesca irrealidad se desprendía de la orgía de nacionalismo durante esos últimos años. Los rusos eran informados constantemente de que ellos, tan sólo ellos, eran la sal de la tierra; que ellos, sólo ellos habían realizado todos los descubrimientos e iniciado todas las grandes ideas sociológicas o filosóficas. Si esta propaganda hubiera estado dirigida a un pueblo analfabeto, se podría haber pensado que en cierta medida fuera efectiva. Pero no podía encontrar mucho crédito en una Rusia que desde la revolución, y después con el stalinismo, se le había inculcado una insaciable sed de conocimientos. La glorificación nacionalista hubiera ido como anillo al dedo para los soviéticos aislados de la primera época stalinista, cuando todavía no se había gozado de ella, pero estaba totalmente desfasada en 1950-52, cuando el destino de Rusia estaba totalmente ligado al del resto de mundo. Incluso desde el punto de vista stalinista no se podía reconciliar con el desarrollo de la revolución en el exterior. Un tercio de la humanidad vivía ya bajo regímenes comunistas y el stalinismo se expresaba como si sus dominios estuvieran confiados al viejo gubernia de Tambof o al distrito de Tula. En el Kremlin parecía haberse perdido la noción del paso del tiempo.
Igual de local y de anacrónico resultaba la interferencia del dogma stalinista con la biología, la química, física, lingüística, filosofía, economía, literatura y las artes en general. Esta interferencia, más intensa y ruidosa que la de épocas anteriores, fue una reminiscencia de las épocas en que la Inquisición decidía por toda la Cristiandad cuáles eran las ideas correctas y las erróneas sobre Dios, el Universo y el Hombre. La intromisión del dogma burocrático y teológico en el campo operativo del espíritu científico pertenece esencialmente a épocas preindustriales. En la Rusia contemporánea significó un virtual sabotaje de la ciencia y la tecnología. Solamente pudo suceder esto porque los responsables de la educación habían sido incorrectamente educados; y Stalin se comportaba como semi-ilustrado, vigilante caprichoso entrometiéndose en los asuntos que no entendía y sobre los que imponía sus propios gustos y consideraciones.
Pero incluso estando él en vida fue fácil apreciar que la magia primitiva del stalinismo perdía su última batalla. La caza de brujas no había cesado y, sin embargo, apenas producía efectos. Sus víctimas no sufrían el trágico destino de sus antecesores en los años 30. No se producían nuevas purgas en Rusia, si bien se montaban juicios de esta índole en Budapest, Praga y Sofía. Como norma, los ”desviacionistas” no eran encarcelados o deportados, se les exigía confesar el error de su camino y se les castigaba de forma suave. En ocasiones el Gobierno los distinguía con los más altos honores al poco tiempo de haberlos señalado para el ataque. Incluso las confesiones de los errores fueron diferentes a las que se habían acostumbrado los rusos de veces anteriores. Una vez que se habían susurrado las convencionales palabras de abjuración, los ”desviacionistas” defendían frecuentemente sus opiniones y actitudes de forma velada pero sobrentendida. Este parece haber sido el método habitual desde el ataque al profesor Varga, el conocido economista, en 1946, hasta las campañas contra los biógrafos, lingüistas, músicos, etc., etc., no ortodoxos. Una excepción notable parece haber sido el caso de Voznessensky, el desgraciado miembro del politburó y jefe de planificación económica, que desapareció.
Los que vieron la Rusia de los últimos días de Stalin con igual óptica que en los años 30, vieron la caza de herejías como repetición de las grandes purgas y apenas apreciaron las diferentes y mucho más suaves consecuencias.
¿Cuál fue la razón de esta relativa indulgencia?
En primer lugar, las nuevas herejías no representaban amenaza inmediata para el régimen, y menos para Stalin. En esto diferían de las ”desviaciones” genuinamente políticas de los períodos anteriores y que estuvieron inspiradas por los auténticos rivales y opositores a Stalin. Desde la estinción de los últimos, la posición de Stalin era tan segura que se podía permitir un cierto grado de indulgencia.
Por otra parte, la nueva oposición a la ortodoxia stalinista, predominantemente intelectual, estaba tan extendida y era tan esquiva que no hubiera sido posible hacerla desaparecer sin un baño de sangre similar al de los años 30, si no peor. Esto hubiera acarreado fatales consecuencias para el Estado, la economía y la moral. Y como Stalin no podía arriesgarse a sufrir tales consecuencias, la nueva caza de herejías significó poco más que un combate de boxeo contra un rival imaginario. Fue lo suficiente para irritar a la intelligentzia; mantener en un permanente estado de alarma, alimentar y airear sus resentimientos y acelerar su desvío del stalinismo.
Un siglo antes, aproximadamente, el gran revolucionario ruso Alejandro Herzen, escribió que Occidente sólo veía el Gobierno ruso y la fachada, pero no profundizaba en el pueblo. Culpaba al Gobierno por su tendencia a ocultar, pero también a Occidente por su superficialidad y parcialidad. La observación de Herzen no ha perdido vigencia. Tras la fachada de rígida uniformidad, la actitud del pueblo ruso hacia el stalinismo ha sido más compleja de lo que han señalado las supersimplificadas fórmulas de los propagandistas occidentales durante la guerra fría.
El pueblo, ”detrás de la fachada”, estuvo y está orgullo- so de las consecuciones de la era stalinista, y muy unido a lo que fue y ha continuado siendo grande y universal en la revolución rusa; al mismo tiempo se asfixian en el enrarecido aire del despotismo stalinista.
El anhelo de un cambio purificador en el clima moral, no sólo creció entre los gobernados, también afectó a muchos de los dirigentes. La burocracia se sentía oprimida por los anacrónicos métodos stalinistas, igual sucedía entre los obreros o los campesinos. El instruido funcionario de la Administración había sido privado de todo derecho a ejercer su opinión o poner en práctica su talento. Todas sus ideas y aspiraciones debían doblegarse a la jerizonga oficial. Debían hablar con la voz de Stalin, no con la suya.
Constantemente se les atormentaba con la manía de los secretos, llegando a alcanzar su mayor intensidad durante los últimos años; pasó a ser ”crimen de Estado” para cualquier funcionario divulgar los datos más triviales sobre la vida nacional o los trabajos del gobierno. (El secreto generalmente suele ser el arma de los débiles afanosos de guardar su propia flaqueza del enemigo más fuerte. Al igual que otros artilugios del stalinismo, tenían su relativa justificación cuando Rusia era relativamente débil, pero con el crecimiento del poder ruso ha dejado de tener justificación.)
Las publicaciones soviéticas reflejaron estas tensiones y coacciones de forma negativa solamente, aún después de la muerte de Stalin siguen haciéndolo indirectamente. Así pues, en el número de marzo de 1953 de Comunista (antes Bolchevique) se dice:
”Debemos acabar con la indiferencia oportunista y eliminar la teoría antimarxista de que la lucha de clases está desapareciendo, teoría que comienza a partir de las premisas siguientes: como nos movemos hacia el comunismo, a pesar de que lo hacemos en el interior de un cerco capitalista, el enemigo pasa a ser cada vez más inofensivo...”
La distorsión polémica de la criticada opinión es evidentemente suficiente; pero se buscaría en vano una exposición dentro de la prensa soviética de esta opinión o por detalles de las personas que mantenían esta opinión. Otro periódico, aparecido cierto tiempo antes de la muerte de Stalin, castigaba a los miembros de la Intelligentsia, se daban nombres y títulos académicos, que expresaban opiniones no ortodoxas en circulares y las distribuían entre sus amigos, e incluso en instituciones oficiales. Este detalle revela más sobre el actual fermento ideológico que resmas de escritos en favor en contra de Stalin. Indica un ablandamiento del control totalitario: nadie se hubiera atrevido a hacer circular opiniones no ortodoxas con su propia firma a finales de los años 30 o incluso en los 40.
Tales intentos de propagar ideas herejes están totalmente de acuerdo con la vieja tradición rusa. Hace 100 años, los pensadores progresistas de Rusia, incapaces de propagar sus ideas en la prensa legal, hacían circular sus manuscritos de igual forma y marcaron un hito en la historia. De este modo, por ejemplo, fue como Belinski, el gran crítico radical y precursor de los camiones revolucionarios, propagó sus ideas bajo el dominio de Nicolás I, el Zar de Hierro.
Pero al contrario que sus predecesores, los belinskis de la Rusia contemporánea, si es que existen, tan sólo pueden ser reformistas y no revolucionarios. Tan sólo pueden buscar la mejora y limpieza del orden social existente, pero no derribarlo. El hecho de que la principal tendencia antistalinista soviética fue reformista se puede apreciar incluso en el deformado espejo de los escritos recientemente realizados por los emigrados. Hace tiempo, la prensa emigrada rusa informó que el partido más numeroso entre los refugiados de la postguerra era uno denominado ”Partido de Lenin” y que abogaba por el retorno a los orígenes democráticos de la revolución bolchevique. Los hostiles corresponsales que informaron de esto señalaron con cierta alarma que por lo menos ”su buen 50%” de la masa de refugiados pertenecía a este partido, a pesar de no poseer periódicos o publicaciones y carecer de organización, y que sus partidarios en los campos para personas desplazadas vivían en constante temor de ser denunciados, bien a los soviéticos o a los ”órganos de seguridad” occidentales.
La ”leyenda de Lenin” está sobreviviendo el culto a Stalin, si bien este último la ha explotado con gran cinismo en su favor. Resulta difícil definir las implicaciones de este hecho. El leninismo está sujeto a muy diferentes interpretaciones; y se puede objetar que el slogan ”volvamos a Lenin” pueda ser irreal: la historia muy raramente, si es que alguna vez, vuelve a su punto de origen, pero lo que resume el slogan es el deseo de regeneración de la ”democracia soviética” y el deseo de reformar el orden actual, y no derribarlo.
La fuerza de la ”leyenda de Lenin” se puede enjuiciar desde diferentes ángulos. Podemos citar uno que parece tan con vincente como extraño. Se recordará que durante la II Guerra Mundial el general soviético A. Vlasof fue cogido prisionero por los nazis, posteriormente luchó en el lado germano y mandó un ejército ruso formado por prisioneros de guerra. Después de la guerra, Vlasof fue entregado a las autoridades militares soviéticas y ejecutado por traidor. Recientemente, un emigrado ruso ha publicado un libro sobre Vlasof. Al ser ayudante del general soviético cuando los nazis le condujeron al campo de concentración en Berlín, el autor describe que Vlasof, durante la marcha hacia el campo, discutió con los oficiales germanos que lo escoltaban: ”Deseo proporcionarles asesoramiento sobre la forma de derribar a Stalin. Y esto solamente se puede conseguir con la ayuda de Lenin.” Tan sólo hay una forma, afirmó Vlasof, de conquistar la confianza del pueblo soviético, y ésta es diciéndoles que Stalin ha tergiversado y falsificado las enseñanzas de Lenin, y que ha llegado el momento de restaurar la auténtica república de obreros y campesinos. ”Debemos decir al pueblo que vamos a reanudar la tarea donde el gran Lenin la abandonó, si Lenin hubiera vivido todo hubiera sido diferente.”
Resulta difícil imaginar una escena donde se dé el paso de lo sublime a lo ridículo en mayor grado que en ésta, en la que un general soviético, deslizándose por el camino de la traición, argumenta con los nazis que ellos deberían llamar al pueblo ruso en nombre de Lenin. Vlasof odiaba el régimen de Stalin y se permitía este desborde a causa del odio. Los nazis deseaban emplearle, pero por supuesto que su consejo les sonaba cual delirio de mentalidad disparatada. Ningún poder anticomunista podía arriesgarse a conjugar el espíritu de Lenin. Aun así, había una gran dosis de verdad en la grotesca trama: la esperanza de un renacer revolucionario nunca ha desaparecido en el pueblo soviético, y se ha mantenido viva con los remotos recuerdos de la era leninista. Esta esperanza sigue siendo un factor de importancia vital en el clima político ruso.
Durante los últimos meses de vida de Stalin, se esparció por toda Rusia el eco de una advertencia contra los que razonaban que en ese momento, cuando Rusia ya no era el único país comunista del mundo, los viejos métodos y hábitos stalinistas habían dejado de tener vigencia. Con un pie en la tumba, Stalin escuchó a sus lugartenientes levantar la voz de alarma sobre el renacimiento de las desviaciones ”trotskistas y bujaranistas” en el partido. Y el mismo Stalin, en sus últimas cartas publicadas, tuvo que refutar a los jóvenes economistas soviéticos por su recaída en las herejías borradas del mapa muchos años atrás.
El gobierno de Malenkof tomó la iniciativa de reformadora en las primeras semanas de su existencia. Al actuar de esta forma, es posible que se viera presionado por el pueblo; pero tal presión no parecía muy visible. No fue la ”voz del pueblo la que hizo a los sucesores de Stalin actuar como lo hicieron, ya que tal voz no se podía oír. El gobierno de Malenkof parece haber interpretado las esperanzas y anhelos existentes en el pueblo. Si alguna voz demandó reformas, no hay duda alguna de que ésta venía de la burocracia o incluso de más arriba.
Malenkof, como representante de tal estrato, acudió al foro y asumió la sucesión bajo todos los aspectos.
¿Quién era Georgi Maximilianovich Malenkof?
Su carrera anterior indica con gran claridad que fue la mera sombra de Stalin, sin personalidad política ninguna.
Se desconoce cualquier detalle significativo sobre sus antecedentes, juventud, etc., etc. Sus orígenes están rodeados de la misma oscuridad que en otro momento estuvieron los de Stalin. Al igual que éste, procede de una zona fronteriza entre Europa y Asia: los Urales. Su patronímico puede indicar falta de ascendencia rusa: Maximiliano no es un nombre ”puramente” ruso. Cerca de los 20 años, Malenkof entró a formar parte del Ejército Rojo y del partido, y durante la guerra civil en el Turkestán fue comisario político juvenil. A comienzos de los años 20 y a mediados de esa década estudió en el Instituto de Tecnología de Moscú.
El Instituto, al igual que otros centros académicos de la capital, estaba revuelto con las controversias internas del partido. Trotski había acudido a los jóvenes comunistas, especialmente a los estudiantes en busca de apoyo contra el triunvirato Stalin, Zinovief y Kamenef y avisaba a los miembros jóvenes del partido sobre el peligro de una ”degeneración política” del grupo dirigente. La llamada no quedó sin respuesta. Trotski contó con ardientes seguidores entre los estudiantes comunistas. Los antitrotskistas escucharon a Bujarin más que a Stalin, cuyos razonamientos teóricos no eran nada inspiradores y bastante pedestres. Parece ser que Malenkof, al igual que Zhadanof, su supuesto rival en años venideros, fue uno de los pocos estudiantes que se inspiraba directamente del secretariado general de Stalin.
Con la madurez, Malenkof llegaría a formar parte de ese secretariado, el eje de la organización a través de la cual Stalin gobernaba el país. Allí estudió Malenkof la tecnología del gobierno monolítico. Con el transcurso de muchos años asimiló la forma de operar stalinista, tanto con hombres como con situaciones, sus métodos administrativos, e incluso sus manierismos. Al igual que su maestro, evitaba las grandes concepciones de teoría política y los debates públicos sobre ellas. Aprendió el arte de la política de forma empírica con un reducido y apelmazado grupo de dirigentes que consideraban las ideas fundamentales desde el ángulo de las necesidades administrativas o de la conveniencia.
Las ideas frecuentemente entraban en contradición con los principios profesados y con lo que estaban afirmando los propagandistas del partido. La política de Stalin siempre tenia doble aspecto: uno esotérico, oculto; el otro esotérico, destinado al consumo masivo. Sus secretarios tenían que dominar ambos aspectos y no confundirlos nunca en sus cabezas. El aspecto exotérico podía parecer desconcertante, incoherente, e incluso estúpido. Pero los illuminati conocían lo que buscaba Stalin en cualquier momento, y los más iniciados hacían funcionar la enorme maquinaria del partido desde el Secretariado General.
A finales de los años 30, Malenkof estaba ya a cargo de los cuadros de oficiales del partido. Su responsabilidad le exigía designar al ”hombre adecuado para cada labor” en cada giro de la política. En nombre de Stalin, ya tenía el partido en sus manos y poseía mayor influencia que muchos miembros del Politburó, que en las ceremonias aparecían en el mausoleo de Lenin junto a Stalin. Ya en 1939, Malenkof provocó la dimisión de la señora Molotof de un puesto ministerial: la atacó públicamente por no acertar en la dirección de su departamento. Su posición iba siendo similar a la de Stalin bajo Lenin. Pero, para mantener su influencia y aumentarla, Malenkof debía comportarse con Stalin con la mayor de las discreciones y de las modestias y no mostrar signo alguno de vacilación, menos aún de independencia. Tan sólo como la sombra de Stalin podía seguir almacenando poder.
Se había hecho cargo de la dirección de los cuadros oficiales en la época de las grandes purgas, cuando la gran mayoría de la vieja guardia había sido destruida o destituida y había que rellenar las vacantes con nuevos hombres. Así pues, los hombres clave en la máquina del partido a finales de los años 30 y durante los 40 fueron ”hombres de Malenkof”. En este sentido la posición de Malenkof era más fuerte que la de Stalin a comienzos y a mediados de los años 20, ya que este último tenía que deshacerse de sus oponentes en la máquina del partido y llenar los puestos clave con sus favoritos.
Stalin fomentó a sabiendas la carrera de Malenkof de tal forma que se pareciera lo más posible a la suya. Parecía estar interesado en formar a Malenkof de acuerdo a su imagen, y proyectó ciertos episodios de su vida en la de Malenkof. Le proporcionó los mismos destinos que él había desempeñado por encargo de Lenin. Durante la II Guerra Mundial envió a Malenkof a los mismos puestos cruciales que él había inspeccinado durante la guerra civil, incluido Stalingrado. Este episodio de 1918 fue revestido por los hagiógrafos con elevado significado simbólico y con un gran halo, tanto que ante los ojos del pueblo desembocó en el culto a Stalin. La misión de Malenkof en Stalingrado le transfirió de inmediato las glorias del joven Stalin. En realidad, los méritos de Malenkof como comisario político responsable de la batalla de Stalingrado, fueron más importantes y reales que los recabados por Stalin para sí en relación con la defensa de Zaritsyn en el año 1918.
Es muy poco lo que se puede decir sobre la supuesta rivalidad entre Malenkof y Zhdanof en los últimos años. Al contrario que Malenkof, Zhdanof tenía la ambición del intelectual y el teórico, y esta diferencia en sus perspectivas pudiera haberlos llevado a rivalidades muy leves, pero tan sólo leves reminiscencias de las existentes entre Trotski y Stalin. Al ser el encargado de la organización del partido en Leningrado, Zhdanof estaba algo desplazado de las palancas del poder en el centro, y sus oportunidades en contra de Malenkof eran apenas trascendentes. Al morir Zhdanof, la ascensión de Malenkof se aseguró por completo, si bien todavía tenía que competir con la vieja guardia stalinista encabezada por Molotof, que podía reclamar mayor derecho dentro de las jerarquías del partido. El mismo Stalin desarmó tal pretensión durante el IX Congreso del Partido en octubre de 1952, cuando de forma totalmente visible permitió a Malenkof realizar en nombre del Comité Central el informe que anteriormente habían hecho Lenin y después Stalin.
;Pero no era Malenkof más que la sombra política de Stalin?
Evidentemente, era producto única y exclusivamente del stalinismo. Pero en su personalidad los diversos elementos del stalinismo, progresivos y regresivos, parecen entrar en conflicto. Es posible que en su mente las demandas vitales de la nueva sociedad soviética y el Estado se revolviesen contra la magia primitiva y la inflexibilidad de la burocracia stalinista. No sólo la gente en general, sino los burócratas, y quizás estos en especial, sentían más agudamente la necesidad de racionalizar en todas las esferas la vida nacional, el funcionamiento de la administración, la dirección de la economía, las relaciones entre gobernadores y gobernados y la política exterior.
Los primeros movimientos de Malekof desde que asumió el poder parecen haber llegado a la mitad del camino. Apareció en el foro con el papel de racionalizador deseando poner orden en el legado stalinista y desligar de sus grandes responsabilidades los ”valores en cartera”.
Los requisitos previos para ello eran: una ruptura con los aspectos eclesiásticos del stalinismo, con los hábitos escolástico-burocráticos de pensamiento y acción que han entrampado el partido y entorpecido toda la máquina de gobierno. Es posible que sean un signo de la época que el sucesor de Stalin haya recibido su educación en un Instituto de Tecnología y no en un Seminario de Teología. Durante la revolución industrial, Malenkof estaba, evidentemente más en su elemento de lo que hubiera podido estarlo su maestro. Su tarea en el período 1941-42 fue organizar la quebrantada industria soviética para la producción masiva de tanques. El destino de Stalin en un momento crítico similar, en 1918, fue requisar cereales de los campesinos de Kuban y transportarlo hasta el hambriento Moscú. Cada uno de estos dos cometidos era vital en su momento, pero la diferencia entre ellos refleja la distancia que separa dos épocas y dos generaciones. En 1918 la supervivencia del régimen soviético dependía de elementos económicos de lo más primario; en 1942 tan sólo se podía asegurar con el trabajo de una organización moderna y gigantesca. Si el estilo del hombre ofrece alguna pista sobre su carácter, entonces las modas de Malenkof están libres de incongruencias y de las tonalidades canónicas que eran características de Stalin. Es más metódico y moderno, si bien en ocasiones parece aún más insípido que el de Stalin.
Stalin era un esclavo de su pasado, de su vieja caza de herejías y venganzas de sangre. No podía hacer nada que contradijera cualquier parte de su expediente. Cada nuevo asunto lo enfocaba en función de anteriores actuaciones. Durante los años 30 tenía que justificar al Stalin de los años 20 y en los 40 y 50 todavía seguía justificando al Stalin de los años 30. Llevaba la terrible responsabilidad de las grandes purgas y hacía compartir a toda Rusia el peso. No podía hacer nada que arrojase sobre esas purgas una luz diferente a la que deseaba que Rusia las viera, y cualquier brizna de libertad amenazaba con hacer que Rusia las mirase con diferente luz.
Entre tanto había crecido una nueva generación a la que las venganzas de sangre de Stalin dejaba indiferente, incluso aunque aceptase la versión stalinista de las mismas. Los hombres y mujeres que habían alcanzado edades laborales en los últimos 15 o 20 años conocían que antes de su participación en los asuntos del país, una feroz tormenta había destrozado el partido y el Estado; pero sus conocimientos sobre los asuntos en juego eran mínimos. Los de mentalidades independientes no deseaban más que considerar los nuevos problemas sin tener en cuenta los requisitos de una ortodoxia basada en controversias y luchas pasadas. Muy frecuentemente no llegaban ni a comprender esos requerimientos, y, debido a ello, en ocasiones entraron en conflicto con la ortodoxia stalinista sin saberlo.
A los 50 años, Malenkof se encuentra a mitad de camino entre la Vieja Guardia de Stalin y esta nueva generación. El pasado tiene gran fuerza en él, pero no tanto como para hacerle insensible a las necesidades del presente. Estuvo implicado en todas las fases del stalinismo: en la lucha contra la oposición, en el proceso de colectivización, en las grandes purgas y en la reciente caza de herejías. Pero, en los peores momentos, él tan sólo se vio implicado como subordinado, no como iniciador, por lo que hasta cierto punto puede negar su responsabilidad en el asunto. Por otra parte, ha debido mucho al stalinismo, y él mismo es su producto para poder romper abiertamente. Tan sólo puede hacerse el perdidoso del stalinismo.
Su comportamiento plantea la siguiente pregunta: ¿Cuál fue su auténtica actitud hacia el stalinismo mientras Stalin vivió? ¿Fue el celoso y devoto coadjutor que representó?, ¿o representó su papel con reservas mentales perfectamente solapadas?
Ambas conjeturas pueden ser correctas, pero cada una tendría validez en épocas diferentes. Entre los más íntimos defensores y amigos de Stalin tuvo algunos que inicialmente proporcionaron todo su respaldo a su política (socialismo en su sólo país, industrialización y colectivización), que, efectivamente, les había atraído y Stalin les parecía el hombre idóneo para llevarla a efecto. No esperaban que él llegase a ser el aniquilador de la Vieja Guardia leninista y el antojadizo y cruel autócrata de los últimos años.
Cuando se dieron cuenta hacia dónde les había llevado, era muy tarde para retirarse. Los que intentaron hacerlo perecieron junto con los viejos enemigos de Stalin. Otros reprimieron su remordimiento de conciencia, intentaron estar en completo acuerdo con Stalin y actuaron como él quería que lo hicieran. Un hombre de grandes ambiciones políticas, al ver que toda oposición era quijotesca, obraría de esta forma para colocarse en una posición de importancia y ganar cierto grado de libertad para actuar de acuerdo con sus principios o, en cualquier caso, para contribuir efectivamente en los aspectos progresivos de la política de Stalin. Si era como Malenkof, lo suficientemente joven como para sobrevivir a Stalin, tal hombre podía llegar a esperar que algún día podría emplear su influencia para deshacer algunas cosas realizadas bajo Stalin, e incluso devolver al Estado soviético el espíritu socialista humano de sus primeros días. En la jerga stalinista existía una palabra especial para tales hombres: dvurushniki, de dos caras. ¿Fue Malenkof un dvurushniki?
Es posible que esta interpretación de su comportamiento bajo Stalin sea muy caritativa. Resulta más probable que hasta muy avanzado el día no tuviera reservas mentales de ninguna índole y que fuera efectivamente el más devoto y fanático de los ayudantes de Stalin, como el mundo le ha conocido. Tanto más notable aparecería su conducta tras la muerte de Stalin, ya que esto incidiría en el hecho de que la necesidad rusa de sacudirse de sus espaldas lo peor del stalinismo había llegado a ser tan imperiosa que obligaba a un archidevoto de Stalin a pasar a ser el liquidador de la era stalinista.
Una analogía con esta situación se puede encontrar en lo sucedido en Rusia durante los últimos años del reinado de Nicolás I, el Zar de Hierro (1825-55) y durante los primeros años de su sucesor, Alejandro II (1855-81).
Nicolás I fue el zar más tirano del siglo XIX. El último período de su reinado, escribe un historiador de Rusia, ”fue de completa asfisia”. Las universidades se colocaron bajo el estricto control de la policía. La enseñanza de ciertas materias quedó absolutamente prohibida. La filosofía tan sólo se podía enseñar como parte de la teología. Incluso los eslavófilos más leales fueron perseguidos de forma feroz. Los periódicos tenían prohibido informar de los nuevos inventos hasta que se declarase oficialmente que eran de utilidad. Una comisión especial examinaba todas las partituras musicales para comprobar que no había claves conspiratorias en las mismas. La censura prohibió expresiones como ”fuerzas de la naturaleza” o ”el movimiento ideológico”. Pero el mayor delito de todos era discutir el principal problema social ruso: la servidumbre campesina. El zar estaba dispuesto a perpetuar la servidumbre.
Bajo Nicolás I ”la hipocresía calaba la sociedad rusa de arriba a abajo” escribe otro historiador. El zar marcaba la pauta. Cuando un gobernador de Siberia propuso la pena capital para un grupo de delincuentes, el zar comentó el informe del gobernador de la siguiente forma: ”La pena de muerte se ha abolido, gracias a Dios, en Rusia, y no es mi intención el restaurarla. Que se les den 12.000 latigazos a cada bandidos.” (El hombre más fuerte no sobrevive los 3.000 golpes.) Todos los asuntos de Estado se cubrían con el manto del más profundo secreto. El presupuesto no se publicaba jamás; tan sólo el zar y unos cuantos ministros conocían su contenido. Resultaba una falta grave para cualquier funcionario divulgar el detalle más insignificante. Herzen vio prohibida su estancia en Petersburgo porque en una carta a su padre describía un incidente callejero en el que la policía había matado a un transeúnte. ”Esta hipocresía... era lo que hacía el reinado de Nicolás I particularmente opresivo... Cuando murió Nicolás I hasta sus colaboradores más íntimos apreciaron la necesidad del cambio.” Pero, hasta el final, el zar repitió: ”Mi sucesor podrá actuar como le plazca; yo no puedo cambiar.”
”Mi sucesor podrá actuar como le plazca; yo no puedo cambiar”, puede haber sido también la última sentencia de Stalin.
Que Alejandro II efectuase cambio alguno en la forma de gobierno de su padre era tan poco esperado como que en nuestros días Malenkof se aleje del stalinismo. El nuevo zar había sido totalmente leal y estaba unido a su padre, si bien se creía que su tutor le había inculcado un espíritu más liberal. Alejandro compartía el conservadurismo y los gustos cuarteleros y estrechos de su padre. Como delfín, había tomado parte en las más duras medidas represivas. En varias ocasiones había defendido los intereses de los propietarios de siervos con más celo que el propio Nicolás I ”en el período más reaccionario del reinado, después de 1948, Alejandro estaba preparado para llegar más lejos que Nicolás”.
Aun así, tan pronto como Alejandro ascendió al trono comenzó una serie de reformas, casi liberales, y comenzó a preparar la abolición de los siervos. Cuando la aterrada nobleza le imploraba que se mantuviese en la senda de su padre, Alejandro contestaba: ”Es mejor abolir la servidumbre desde arriba que esperar a que se emancipe por abajo.”
Ninguna amenaza de revolución por abajo aparecía en el horizonte. No existían centros organizados de oposición capaces de dirigir tal revolución. Las grandes clases del pueblo ruso no estaban preparadas para la acción política: estaban preparadas para continuar su vida bajo gobierno autocrático. Acostumbrados a dejar toda iniciativa política en manos de la Corte Imperial, continuaban colocando todas sus esperanzas en la Corte. Pero esas esperanzas eran claras y lo sufícientemente insistentes para incitar al nuevo zar por la senda de las reformas. La abolición de la servidumbre llegó a ser una necesidad nacional: bajo el viejo sistema, la vida socioeconómica rusa se hundía en un cenagal de irracionalidad. La suprema necesidad del momento se aparejó a su servicio al hombre que como presunto heredero parecía haberse enfrentado a esa necesidad.
La analogía entre la Rusia de 1855 y la de 1953 se hace con todas las reservas y con conocimiento de las diferencias en el medio ambiente y la posición de Rusia en el mundo. La época de Nicolás I eran momentos de estancamiento económico y social, si bien estuvo caracterizada por un intenso movimiento de ideas dentro de un limitado círculo de la intelligentsia. La época de Stalin ha sido de progreso socioeconómico sin precedentes. A pesar de la abolición de la servidumbre, la Rusia de Alejandro II estaba estancada económicamente, lo cual no es probable que sea el caso de la Rusia poststalinista.
De todas formas, dentro de ciertos límites, las similitudes entre los dos períodos son innegables. A finales de la era de Stalin, la sociedad rusa estaba tan acostumbrada a dejar la iniciativa política a sus dirigentes, que había llegado a ser incapaz de actuar por sí sola. La reforma tan sólo se podía iniciar desde arriba, desde el interior del grupo dirigente. Al analizar los primeros movimientos de Malenkof, casi se le puede oír razonar en los círculos del Kremlin: ”Es mejor abolir las peores características del stalinismo desde arriba sin esperar a que las aniquilen desde abajo.”
El gobierno de Malenkof comenzó su trabajo con la solemne afirmación de que conservaría la continuidad de la política de Stalin, tanto interna como externa.
¿Cuál es la esencia de tal aseveración?
Los sucesores de Stalin están obligados a desarrollar y conservar las líneas generales de su política socioeconómica. Sin duda alguna, están decididos a continuar con la industrialización. Buscarán el reforzamiento de la estructura colectiva de la agricultura y perseverarán en la economía planificada. En otras palabras, seguirán los objetivos marcados por el socialismo según la interpretación del Partido Comunista.
En lo tocante a estos aspectos fundamentales, sus afirmaciones de continuidad hay que tomarlas tan en serio como las de Stalin a la muerte de Lenin. A comienzos de la era stalinista todavía existía la posibilidad económico-material de una contrarrevolución que hubiera restaurado el capitalismo, pero no existía la política. La propiedad privada todavía dominaba la economía rural y tenía grandes bastiones en la urbana. Trotski acusó a Stalin de preparar el camino para tal restauración con el fomento de los intereses de la burguesía de la NEP y los kulaks. No obstante, fue Stalin quien acabó con ambos. En la Rusia actual no existe base económico-material de ningún tipo para efectuar cualquier clase de restauración. Debemos decir que fue la función primordial del stalinismo llegar a ese estado de cosas. En la actualidad, no sólo las intenciones de los sucesores de Stalin ni el empleo de la fuerza política, sino que la fuerza de las circunstancias garantiza la continuidad del actual orden económico.
Este quizá sea el único aspecto en que la afirmación de Malenkof sobre la continuidad fuera sincero. En otros, los comienzos de ruptura con la era stalinista se puede apreciar en todos los movimientos realizados por el gobierno de Malenkof durante su primer mes de existencia.[19]
El culto a Stalin comenzó a marchitarse tan pronto como su objeto había desaparecido. Incluso las oraciones funerarias realizadas por Malenkof, Beria y Molotof, el 9 de marzo, con todas las alabanzas al hombre desaparecido, resonaron extrañamente cual anticlímax a la estridente glorificación que había rodeado al hombre en vida. Según el baremo de la liturgia stalinista, con sus estrictos grados de fervor, las loas funerarias fueron tan soterradas y formularias que el oído avezado puede detectar en ellas un tono cercano a la blasfemia. Malenkof hizo menos genuflexiones que Stalin hizo ante el ataúd de Lenin, y no hubo ”Juramos al Camarada Stalin”. En su lugar, Malenkof dedicó gran parte de su discurso a una sucinta y grave exposición de la política gubernamental.
Con anterioridad, el 6 de marzo, tan sólo unas horas después de la muerte de Stalin, se tomó una decisión que para aquellos familiarizados con el singular simbolismo de la era stalinista, fue en cierto modo, más significativa que toda una serie de resoluciones políticas formales. Se decretó que el Mausoleo de Lenin, el altar mayor de la Rusia stalinista, se aboliera y se erigiese un Panteón donde se depositarían los restos de Lenin y Stalin. Esta decisión no sólo fue un golpe a la magia primitiva del stalinismo, sino que indicaba un deseo de acabar con el culto al dirigente y poner de relieve de forma más civilizada y racional los méritos colectivos del partido. El decreto especificaba que el Panteón recibiría, junto con los féretros de Lenin y Stalin, las cenizas de todos los dirigentes y héroes de la revolución que habían sido sepultados en la Muralla del Kremlin en la Plaza Roja y cuyos nombres habían permanecido en el anonimato durante los años de culto a Stalin. El gobierno de Malenkof no podía haber realizado un gesto más expresivo antes de que el cuerpo de Stalin hubiera sido transportado a la tumba.
También, a las pocas horas de la defunción de Stalin, se anunció una de las reorganizaciones más vastas del partido y del Gobierno. El Presidium del partido, elegido con gran ringorrango tan sólo cuatro meses antes, se redujo a un tercio de su tamaño. Catorce ministerios se fusionaron en cinco (y las fusiones continuaron a un ritmo tan elevado que, el 15 de marzo, 45 ministerios se habían reducido a 14).
En la distribución de puestos, ciertos componentes de la Vieja Guardia de Stalin, Molotof y Shvernik sufrieron ”degradaciones” más o menos abiertas, mientras que otros, Voroshilof y Kaganovich, que habían permanecido semieclipsados durante los últimos años de Stalin, ascendieron. Además, el Mariscal Jukof, el conquistador de Berlín, a quien Stalin había mantenido en la oscuridad desde 1946, fue nombrado viceministro de Defensa.
En la presidencia de la República se produjo un cambio curioso. Shvernik, Presidente del Soviet Supremo y Jefe del Estado titular, y Gorkin, Secretario del Soviet Supremo, fueron ”recomendados” para el cese; y el Mariscal Voroshilof fue ”recomendado” para el puesto de Jefe del Estado. Malenkof, como Primer Ministro, estaba flanqueado por cuatro comisarios: Beria, el jefe de los ahora fundidos ministerios de Asuntos Interiores y Seguridad; Molotof, Ministro de Asuntos Exteriores; mariscal Bulganin, Ministro de Defensa, y Kaganovich, supervisor de todos los departamentos económicos.
Los acontecimientos comenzaron muy pronto a mostrar el significado de esos cambios. Su fin era concentrar poder y dominio en el grupo dirigente, pero también indicaron un tira y afloja dentro del grupo.
Los cambios y nuevas distribuciones de responsabilidades entre los dirigentes tanto en el partido como en el gobierno se explicaron oficialmente como medidas destinadas a reforzar la unidad en la cabeza y la continuidad política. En la sesión de marzo del Soviet Supremo, Malenkof manifestó que las fusiones de los ministerios habían sido planeadas mucho antes, de acuerdo con Stalin. No afirmó lo mismo sobre la reorganización en la dirección del partido, o sobre los cambios en la Presidencia de la República.
Con todo, la estructura de la dirección del partido, como la encontró Malenkof cuando ascendió, se consideraba la obra orgullosa del mismo Stalin, desarrollada durante los últimos meses de su vida. En la víspera del nombramiento de Malen kof, todavía se jaleaba como éxito beneficioso para el partido y conducente a una mayor fortaleza y cohexión. El repentino desaparecer de tal ”éxito” sugiere que los sucesores de Stalin estaban lanzando por la borda sus ideas de organización del partido.
Pero resulta aún más paradójico, en cierta medida, el cambio en la Presidencia. Según la Constitución Soviética, el Jefe de Estado titular tan sólo actúa como Presidente de un organismo colectivo denominado Praesidium del Soviet Supremo; apenas suele ejercer influencia política alguna. Pero en un interregnum como el que prosiguió a la muerte de Stalin, su posición era crucial, al menos momentáneamente. Según el procedimiento constitucional, Shvernik y Gorkin, el Presidente y el Secretario del Praesidium respectivamente, deberían haber firmado el decreto de nombramiento de Malenkof como Primer Ministro y autorizando los demás cambios en el Gobierno. Sin embargo, el decreto aparece bajo la anónima firma del Praesidium; y tanto Shvernik como Gorkin están desplazados.
Los signos de desplazamiento fueron inconfundibles. En el funeral de Stalin, a Shvernik se le veía al final del grupo de dirigentes reunidos en el Mausoleo de Lenin, aunque nominalmente seguían siendo el Presidente de la República, puesto que la toma de posesión de Vorochilof no se efectuaría hasta una semana después, en la sesión del Soviet Supremo del 15 de marzo. En aquella sesión, Jruschof presentó a Voroshilof en nombre del partido con un gran elogio, alabando los grandes méritos y cualidades que hicieron al mariscal el candidato más apropiado para la Presidencia. Ni una sola palabra sobre el responsable cesante del cargo; sus servicios no recibieron ni el más estereotipado agradecimiento. Shvernik fue desechado de la Presidencia en medio de un silencio cortante.
Resulta difícil creer que todo ello fue un asunto de suerte. Y que unas horas después de morir Stalin, Shvernik tuviera que abandonar la Presidencia simplemente para hacerse cargo de los Sindicatos, como oficialmente se anunció. ¿No sería que durante el interregnum Shvernik y Gorkin intentaron emplear sus privilegios constitucionales contra Malenkof o contra el vasto conglomerado del grupo dirigente y fue ésta la auténtica razón para su desplazamiento?
Sea como fuere, estos cambios difícilmente fueron calculados para prestar apoyo a las afirmaciones de continuidad. Su efecto acumulativo muy bien puede haber sido crear un sentimiento de que existía una nueva y poderosa mano al timón; pero también sugieren que las afirmaciones sobre continuidad no deben tomarse literalmente. Estos cambios motivaron un sentido de discontinuidad e incertidumbre entre la jerarquía soviética, al igual que en la opinión pública. En el mismo momento de su ascensión, Malenkof parece haber logrado un triple coup, en el partido, en el Gobierno y en la Presidencia. Era muy natural que el pueblo se preguntase sobre sus implicaciones.
En el momento de la muerte de Stalin, ahora se puede ver de forma más evidente, que los reformistas y los stalinistas a ultranza estaban formados en orden de batalla. A través de los cambios efectuados en el partido, el Gobierno y la Presidencia, los reformistas parecen haber avanzado el primer paso.
En este punto pasamos del análisis de las diferentes tendencias dentro de la sociedad soviética a un panorama de la mecánica del poder político.
Los dos instrumentos materiales en los que descansaba el régimen en el pasado fueron: la policía y el ejército. Ambos controlados por el partido, pero naturalmente cada uno con distintas perspectivas, intereses locales y diferentes políticas y ambiciones. La actitud del ejército se comentará posteriormente, en estos momentos nos preocupamos del papel de la policía política en la nueva situación.
La policía política no sería tal si no mirase con aprehensión y sospecha cualquier intento de liberalizar el régimen. Tenía un obvio interés en conservar el statu quo. Tenían sus portavoces en los principales organismos del partido; y ellos habrán prevenido a los reformadores sobre los peligros e imprevisibles consecuencias de los experimentos considerados. (Este tipo de forcejeos de palacio entre gendarmes y reformardores semiliberales no resulta raro en los regímenes autocráticos, y en Rusia han sucedido en cada crisis política de importancia.)
Esto no quiere decir que los medios internos del partido Beria representen forzosamente la actitud ”antiliberal” de la policía. Fue llamado por Stalin en 1939 para hacerse cargo de la dirección de la N.K.V.D., que dejaba Yezbov, para concluir las grandes purgas y amansar a la policía política, a la que el mismo Stalin había aconsejado atacar a ciegas. Correcta o incorrectamente, Beria se ganó la reputación de ser uno de las hombres más moderados y educados de cuantos rodeaban a Stalin. Como Ministro del Interior no parece haber ejercicido control directo sobre la policía política en los últimos años. La policía estuvo dirigida por el Ministro de la Seguridad del Estado, y su último jefe, Ignatiel, fue responsable, entre otras cosas, de la maquinación del ”complot de los médicos”.
La policía política difícilmente podría haber estado sola en su oposición a la reforma. Con toda certeza contaba con aliados entre la Vieja Guardia de Stalin, que estaba, y posiblemente lo siga estando, dividida en este asunto. Por convicción o por resentimiento personal ante la ascensión de Malenkof, Molotof miraba, con toda evidencia, de reojo los gestos liberales del primero. El desplazado Shvernik ha sido por mucho tiempo el asociado más íntimo de Molotof; él encabezaba los sindicatos cuando éstos ayudaron a poner en vigor un estado de ley marcial en la industria. Al ascender a Voroshilof a la Presidencia y Kaganovich al puesto de Viceprimer Ministro, responsable de los asuntos económicos, Malenkof colocó con toda claridad dos miembros de la Vieja Guardia contra Molotof y Shvernik.
La primera preocupación de Malenkof fue controlar la policía política y evitar su interferencia con las reformas proyectadas. El 6 de marzo fusiona el Ministerio de Seguridad del Estado con el del Interior y coloca a Beria a la cabeza del nuevo departamento. Ignatief, el útimo ministro de Seguridad del Estado, fue transferido al Secretariado del Partido una semana más tarde, el 14 de marzo. A la luz de los acontecimientos posteriores, este nombramiento parece haber estado calculado para confundir a los ”duros” de la policía política, ya que evidentemente llegaron a creer que, como uno de los cinco nuevos secretarios, Ignatief podría equilibrar efectivamente la ola reformista. Entre tanto, Beria actuó: abrió los dossiers del anterior Ministro de Seguridad del Estado e investigó el asunto del ”complot de los médicos”.
En la misma sesión del Comité Central en la que Ignatief fue destinado al Secretariado General del Partido, Malenkof dimitió del mismo. Si aceptamos la versión oficial, el mismo Malenkof pidió que se le relevase del Secretariado para poder dedicar su atención a los asuntos de gobierno. Es posible que Malenkof no debilitara su posición dimitiendo de su cargo en el Secretariado. Pero es posible que para él el Secretariado no fuese tan importante como en otra época lo fue para Stalin: Malenkof pudo colocar a sus hombres en todos los puestos claves de la máquina del Partido antes de asumir el poder. De otra parte, Malenkof pudo haberse retirado del Secretariado bajo presión de sus oponentes que estaban celosos de su ostentación de los más altos cargos, tanto en el Partido como en el Estado. Esto indica que hubo fricciones y negociaciones sobre este asunto, ya que la circunstancia de la dimisión de Malenkof, decidida el 14 de marzo, no se anunció hasta una semana más tarde, o sea, el 21 de marzo.
Los adictos a la reforma alcanzaron su primer éxito con el anuncio de una amnistía el 28 de marzo. La amnistía pudo haber sido el resultado de un compromiso, pero los términos en que se presentó y los motivos que la justificaron parecen haber sido pensados para oprobiar a la policía política y, por implicación, al desaparecido Stalin.
¡Vigilancia! había sido el grito de batalla honrado durante mucho tiempo por la policía política. El razonamiento para tal vigilancia era el siguiente: si bien el socialismo había triunfado en la Unión Soviética y las viejas clases propietarias habían desaparecido, la lucha de clases continuaba en pie; el mismo progreso del socialismo conducía a los enemigos, internos y externos, a la traición, el sabotaje y el terrorismo.
Los reformistas no negaban la necesidad de vigilancia, pero daban más importancia al robustecimiento y consolidación del régimen soviético y al desarrollo de la madurez socialista del pueblo, lo cual hacía posible y necesaria una policía más benigna.
Estos cambios de énfasis se reflejaron incluso en la prensa soviética. Algunos escritores razonaban: sí, somos más fuertes, pero la necesidad de vigilancia es mayor que nunca. Otros invertían el argumento: sí, necesitamos vigilancia, pero somos más fuertes que nunca.
”Somos más fuertes que nunca y por consecuencia podemos permitirnos suavidad”, afirmaba el preámbulo del decreto de amnistía, sin mencionar para nada la vigilancia.
Las condiciones de la amnistía fueron notables en múltiples aspectos.
Por primera vez el gobierno dice oficialmente al mundo que ha habido en las prisiones y en los campos de concentración, madres con hijos, embarazadas, enfermos y ancianos, así como niños y niñas menores de 18 años.
Todos los presos de esas categorías fueron liberados, sin consideración alguna a la naturaleza de su delito y a las condiciones de su condena. Todos los demás sentenciados a menos de 5 años consiguieron su libertad. Las sentencias de los que cumplían penas superiores a los 5 años se redujeron a la mitad. Se excluyeron a los contrarrevolucionarios, a los desfalcadores de grandes sumas y a los bandidos culpables de asesinatos. La amnistía afectaba a militares y civiles reclusos. Todos los enjuiciamientos por delitos recogidos por el decreto cesaban de inmediato.
Pero posiblemente la característica más destacable de la amnistía era que restauraba los derechos civiles para todos aquellos amnistiados y para los que habían cumplido sus condenas y habían sido liberados antes de la amnistía. De este modo el viejo principio ”una vez delincuente, delincuente para siempre”, principio por el cual ningún ciudadano soviético que haya estado en alguna ocasión en manos de la policía política puede volver a ser hombre libre, desaparecía.
El decreto dejaba un punto muy vago; no definía quienes eran los contrarrevolucionarios excluidos del perdón. De igual forma, la amnistía debe haber sido motivo del cierre de la gran mayoría de los campos de concentración. Entre los internados de esos campos la mayoría eran gentes condenadas a menos de 5 años, y en los últimos años muy pocos parecen haber sido los condenados por contrarrevolucionarios. Pero, hasta el momento, la redacción de las setencias no tenía sentido: tras el período de 5 años, la policía política podía ”administrativamente” detener al convicto por tiempo indefinido. La amnistía, al parecer ha acabado con este desordenado método.
Las implicaciones morales más profundas del decreto fueron más significativas. En audiencia pública, ante Rusia y el mundo entero, el gobierno de Malenkof dijo directamente a los presos liberados:
”Habéis sufrido inocentemente, vosotras, mujeres embarazadas madres y criaturas, vosotros, niñas y niños menores de 18 años, enfermos y ancianos, ¡todos vosotros!
”Fue Stalin quien os metió entre rejas y alambres de espino, y quien os privó de vuestros derechos civiles innecesariamente. Nosotros no tenemos necesidad de tales barbaridades. Nosotros os liberamos. Recordad a quién debéis vuestra libertad.”
Quizá Malenkof y su grupo no quieran intimar a ese grado. Quizá tan sólo busquen aumentar su popularidad. Pero así es como Rusia interpretó el mensaje de la amnistía. No se podía propinar un golpe más eficaz al culto de Stalin.
Para recalcar que se abría una nueva era, el decreto de amnistía a dejaba entrever una revisión del código penal. Efectivamente, había habido conversaciones de esta índole en vida de Stalin, pero nunca se había dejado claro con qué ánimo se llevaría a cabo la revisión y, como es lógico, éste era otro punto de fricción entre los reformistas y sus adversarios.
El decreto del 28 de marzo dejaba claro que los nuevos códigos abolirían la responsabilidad penal por delitos menores cometidos por funcionarios, gerentes, obreros y granjeros. También se reducirían las penas en otras series de faltas. De este modo se efectuó la promesa de suavizar o abolir la disciplina que había prevalecido en las fábricas y granjas colectivas durante dos décadas. Esto no fue un mero gesto de magnanimidad de un nuevo gobierno en busca de popularidad. La nueva reforma era propia de los nuevos aires que corrían por la economía soviética, que ya no necesitaba forzar a millones de campesinos analfabetos y desarraigados a prepararse para las formas de vida industriales. La vieja disciplina que había impulsado el desarrollo económico de Rusia en otra época había llegado a ser un obstáculo.
En su conjunto, las implicaciones del decreto de 28 de marzo tenían tal trascendencia que nos permiten definir tal día como el del nacimiento de un nuevo régimen.
Apenas había transcurrido una semana cuando, los días 3 y 4 de abril, la policía política, fue sometida a una tremenda humillación. Su última función de vigilancia, el ”descubrimiento” del ”complot de los médicos”, se presentó ante Rusia y el resto del mundo como fraude criminal. Un tal Riumin, jefe del Departamento de Investigaciones en el antiguo Ministerio de Seguridad del Estado, fue mencionado como responsable oficial de la maquinación, y, en consecuencia, fue arrestado. Una delatora, la doctora Timashuk, que había ayudado a procesar a los médicos del Kremlin y por este motivo le había sido concedida la Orden de Lenin y había sido homenajeada como heroína nacional, fue despojada de la orden y despedida con ignominia.
Tres días después, el 6 de abril, Ignatief, ex ministro de la Seguridad del Estado, recientemente elegido para el Secretariado General del Partido, fue destituido de su nuevo puesto. Al mismo tiempo, el Gobierno desautorizó con firmeza la campaña de provocación antisemita que se había emprendido desde el alegado descubrimiento de la conspiración de los médicos.
Si esto hubiera sido todo, el acontecimiento hubiera sido alarmante, pero no hubiera significado forzosamente la ruptura con la era de Stalin. Bajo Stalin, Rusia también había visto a jefes de la GUP o NKVD, ambos de la vida y la muerte, destituidos al caer repentinamente en desgracia. Uno de ellos, Yagoda, llegó a ser juzgado y ejecutado por ”traidor y enemigo del pueblo”. Pero tales acontecimientos fueron meros incidentes dentro de las purgas, y ahora sabemos que Yagoda fue sacrificado por mostrarse reacio a la hora de denunciar a los viejos bolcheviques. Hasta 1939, la policía política era purgada tan sólo para mantener su vigor o intensificar las purgas generales. Evidentemente, éste no fue el motivo de la destitución de Ignatief y Riumin. La policía política era ”purgada” en esta ocasión para evitar la preparación de una serie de maquinaciones.
Esto se vio con toda claridad por la forma en que fueron rehabilitados los médicos del Kremlin. El gobierno declaró que la policía política había obtenido por la fuerza las pruebas contra ellos, ”por métodos que estaban estrictamente prohibidos por la ley soviética”. En otras palabras, la policía había forzado a los médicos a efectuar confesiones del mismo tipo que habían aparecido en las purgas, e inevitablemente habían proporcionado la ”única prueba” para el fiscal.
Debe añadirse que en 1939, cuando Beria estaba terminando con las purgas, muchas de las víctimas fueron liberadas e incluso rehabilitadas. Esto se hizo porque las acusaciones estaban basadas en ”lamentables errores” (esas palabras pasaron a ser una fórmula de rutina en aquellos días). Nunca se acusó de extorsión en las pruebas a la policía política durante la era de Stalin. Nunca se publicó ni presentó oficialmente el secreto de las ”confesiones”.
Era en esas ”confesiones” donde radicaba la omnipotencia de la policía. Su método, su inevitabilidad y su carácter de pesadilla, habían proporcionado a la policía política un misterioso poder, un aire de basilisco que ningún ciudadano soviético podía eludir o contradecir. No importaba el grado de inocencia o los delitos imputados, el ciudadano sabía que estaba desamparado y que no le sería permitido probar su inocencia. Sometido a interminables ”interrogatorios” día y noche, a lo largo de semanas y meses, podía estar seguro de alcanzar los límites de resistencia hasta que se hundiría y confesaría, proporcionando a sus acusadores las ”pruebas” que necesitaban. En los últimos años no se ha aplicado esa técnica en Rusia, pero se ha exportado a Checoslovaquia, Hungría y Bulgaria. Pero mientras la técnica no se desenmascarase pública y oficialmente las causas principales de la maquinaria del terror permanecían intactas.
A éstos móviles fue donde el gobierno de Malenkof dio un golpe de importancia, al ordenar el arresto de los funcionarios y oficiales que habían estado encargados de las investigaciones en el ”complot de los médicos” y cuando presentó públicamente la criminal forma por la que se habían obtenido las ”pruebas”.
Los oficiales que tienen en sus conciencias la obtención de ”confesiones”” debieron de leer con estremecimiento el comunicado sobre la liberación de los médicos del Kremlin. El escalofrío debió haberse sentido en todas las negras oficinas de la policía política de Rusia. Todos los hombres, arriba o abajo, se habrán preguntado si en algún momento forzaron alguna confesión, si no tendrían que pagar con su cabeza o al menos con su libertad. Los maestros del terror estaban aterrorizados, y el grueso del pueblo soviético intrigado y emocionado al pensar que de ahora en adelante tendría libertad para defender sus derechos contra sus acusadores. El gobierno de Malenkof se lo aseguró muy explícitamente.
Fue como si un invierno político largo y severo se hubiera acabado, un invierno siberiano que duró más de dos décadas. La primavera estaba en el aire y, políticamentee, toda Rusia parecía estar quitando la nieve de los escalones de sus casas en esos memorables días de abril.
Los grandes cambios históricos en el clima de un país se suelen dejar ver con mayor frecuencia en las escenas de cada día más que en los documentos oficiales, declaraciones públicas y pomposos editoriales, a partir de los cuales algún historiador sin imaginación construirá una imagen muerta de aquellos días. Los documentos oficiales, e incluso (¿quién lo hubiera imaginado?) los editoriales de Pravda, resultaban lectura amena. Pero no llegan muy lejos si se comparan con la descripción de un incidente insignificante proporcionado por el señor Knudson, miembro de un grupo de periodistas norteamericanos que visitaron Rusia a comienzos de abril.
”Para pasmo de los extranjeros occidentales en Moscú, y de los propios rusos, los americanos obtuvieron permiso para emplear sus cámaras fotograficas libremente.”
Bajo la obsesión stalinista por el secreto esto era inimaginable. Todavía no estaba levantada la prohibición del uso de cámaras y el señor Knudson fue detenido en Moscú por un policía mientras tomaba fotografías y le pidieron que mostrase su pasaporte. ”Me he dejado el pasaporte en el hotel”; y como el policía intentó hablarle en ruso, se congregó un gran gentío a su alrededor. Entre esas personas había una dama que hablaba inglés. Le contó que era uno de los periodistas visitantes. ”Déjele ir. Es americano”, le dijo al policía. Y éste así lo hizo. (The Manchester Guardian, 10 de abril de 1953).
Este pequeño acontecimiento en el que un policía, sin tener en cuenta las instrucciones recibidas, hace caso a una mujer en la calle, resume el momento actual.
¿Pero puede el gobierno de Malenkof permitirse la destrucción de las principales causas del terror? ¿Se atrevería a desmontar todos los engranajes de la máquina del terror? Malenkof, con toda certeza, pretende amansar a la policía política más que deshacerla. Siempre resulta difícil y peligroso para un régimen dictatorial intentar liberalizarse. Las injusticias cometidas con total impunidad en años anteriores pueden alcanzar grados de intensidad y amargura que, una vez abiertas las compuertas, estos agravios puedan desbordar y amenazar a todos los grupos asociados con el régimen anterior, incluidos los reformadores.
Los reformistas se aterrorizarían, se extremecerían ante las consecuencias de sus propios movimientos liberales, y se entregarían a los adictos al terror.
Hasta mediados de abril de 1953 no parece haber surgido ningún síntoma que indique tal cosa. Sin embargo, la reacción popular contra el viejo terror puede asumir un carácter menos político, menos directo. Se puede presentar en forma de un decaimiento de la disciplina social y, en particular, de la disciplina laboral, relajamiento que puede perturbar la economía nacional y el ritmo de su funcionamiento. El gobierno se puede sentir obligado, por este motivo, a recortar las libertades concedidas. No sería sorprendente cierta inclinación a enseñar de nuevo la estaca en hombres entrenados en la escuela del gobierno de Stalin. Malenkof y sus colaboradores están todavía medio sumergidos en su pasado stalinista, a pesar de que intentan evadirse del mismo.
Tampoco es evidente que el gobierno de Malenkof esté plenamente seguro de las profundas implicaciones de sus actos. Bajo la amnistía se han restaurado los derechos civiles a los supervivientes de las grandes purgas. Es posible que sean una minoría, pero hablarán de sus experiencias y recuerdos de las mismas. Algunos es posible que lleguen a tener las agallas de solicitar una revisión abierta y formal de su caso. Que lo hagan o no es otro problema, pero lo evidente es que la historia ha comenzado ya una gran revisión de los procesos de las purgas. La imaginación rusa se ha puesto de nuevo en marcha. Cuando se dice al pueblo que la policía política inventaba los cargos y forzaba a los acusados a confesarse autores de delitos imaginarios, es más que posible que en sus cabezas comiencen a bullir perturbadoras interrogantes.
¿Fue excepcional el caso de los médicos del Kremlin? ¿Fueron también los juicios anteriores tramas para acusar sin motivos reales? ¿Zinovief, Kamenef, Bujarin, Radek, Tukhachevski, Rykof, y tantos otros héroes de la revolución, fueron en realidad culpables de los delitos y crímenes que se les imputaron? ¿Fueron terroristas, espías, traidores, o por el contrario murieron como mártires? ¿No deberían estar sus cenizas en el Panteón? ¿No deberían traerse los restos de Trotski desde el lejano Méjico a reposar aquí? ¿No deberían abrirse los archivos y de esta forma conocer por completo la historia del pasado y fijar las responsabilidades de sus fracasos?
Tales dudas invadirían ahora de forma inevitable, aunque posiblemente poco a poco, las mentes de la intelligentsia y de los obreros.
El gobierno de Malenkof puede estar deseoso de acabar con los delitos de la policía política y restaurar los derechos constitucionales del pueblo, pero también tendrá interés en evitar, o al menos demorar, una revisión histórica de las viejas purgas. Sus deseos de controlar el presente de forma más racional se ven acompañados de su falta de interés en alumbrar el pasado, en el que todos sus componentes estuvieron implicados, si bien unos más que otros. (El principal fiscal de todas las purgas y el detestable autor de las peores maquinaciones, Vichinski, representa al gobierno de Malenkof en las Naciones Unidas.)
Resulta dudoso que el gobierno pueda organizar un juicio imparcial a los oficiales y funcionarios inculpados con la elaboración del ”complot de los médicos”. Tal juicio podría llevar a las revelaciones más embarazosas. Los defensores podrían encontrar circunstancias atenuantes y señalar complicidades e instigaciones procedentes de arriba. Podrían intentar explicar una serie de detalles curiosos sobre el asunto, y, voluntaria o involuntariamente, sacar a luz resquebrajaduras profundas del estado que quizás no se hayan previsto todavía.
Si para evitar tan embarazosas consecuencias el juicio se montase al estilo familiar, con discursos prefabricados al igual que las confesiones, entonces el resultado no sería otro que hacer víctimas propiciatorias a unos cuantos oficiales, reducir a una farsa las promesas de una nueva era de derechos constitucionales hechas por Malenkof, y restaurar los poderes arbitrarios de la policía política. No resultaría sorprendente que para escapar del dilema el Gobierno editase un juicio a puerta abierta, o con cualquier pretexto lo demorase indefinidamente.
De cualquier forma, todavía es posible que una nueva bocanada de frío de Siberia congele los primeros brotes de reforma, y que la esperanzadora inauguración de la nueva era se vea seguida de desencanto.
Una vez más los fantasmas de 1855 y 1861 pueden volver a la escena rusa.
Cuando Alejandro II indicó ”la era liberal”, incluso los más extremados opositores del zarismo le aclamaron con entusiasmo. Herzen y Chernyshevski, los dos dirigentes de la opinión radical y revolucionaria, aclamaron al Emancipador. La censura desapareció prácticamente, si bien formalmente no se abolió. Las restricciones en la libertad de movimientos de los habitantes rusos, en especial la prohibición para viajar al extranjero, que entró en vigor con Nicolás I, se anuló. Todo tipo de abuso oficial se dio a conocer, y la burocracia anticuada y reaccionaria cayó en desgracia. En uno de sus primeros discursos, Alejandro se manifestó con palabras no muy diferentes a las que ahora ha empleado Malenkof: ”Se puede establecer el bienestar ruso, es posible que la justicia y la merced reine en sus tribunales.”
Pero el sistema de gobierno continuó siendo autocrático, y Alejandro descubrió inmediatamente que los dirigentes de la opinión pública requerían más libertades de las que él estaba dispuesto a conceder. Comenzó a preocuparse de los pasos dados, y al intentar reimponer el despotismo levantó grandes desilusiones. Chernyshevski fue condenado a trabajos forzados y deportado. Incluso antes de esto Herzen ya había comenzado a dudar. En vísperas de 1861, habiendo invitado a sus amigos en su hogar londinense para celebrar la emancipación de los campesinos rusos, conoció la sangrienta represión de los manifestantes polacos. Levantó su copa para brindar a la salud del Zar, pero se interrumpió para decir: ”Amigos, nuestra alegría se ve empeñada por las inesperadas noticias: en Varsovia corre la sangre.”
¿Hasta dónde está dispuesto a llegar Malenkof por el camino de las reformas?
Los componentes del grupo dirigente apenas podían ponerse de acuerdo en este punto. Había entre ellos componentes de la Vieja Guardia de Stalin, muy íntimamente ligados con el terror de los años anteriores; también había representantes de las nuevas generaciones sin ninguna atadura con el pasado. Pero para llevar a cabo una revisión de la era de Stalin se necesitan hombres más jóvenes que los del grupo de Malenkof. hombres sin ligazón alguna con la ortodoxia stalinista.
En su primera declaración como Primer Ministro, Malenkof manifestó:
”La política exterior más correcta, indispensable y justa es la de paz entre todos los pueblos, una política de confianza mutua, sistemática, basada en realidades y confirmada por las realidades.”
Las palabras de Malenkof fueron una crítica implícita a la forma de conducir Stalin su política exterior, si bien la crítica afectaba más a la forma que al contenido de la política exterior stalinista.
La política exterior stalinista se dejaba arrastrar al irracionalismo del culto y de la magia. Su diplomacia no carecía de cierto realismo y sutileza, pero era incapaz de enfrentarse con la realidad. El prestigio lo dominaba. No se podía permitir que algo menoscabase la grandeza e infalibilidad del Padre del Pueblo. Cada éxito soviético había que exagerarlo fantásticamente, cada fracaso había que disfrazarlo de éxito. A este estilo debían ajustarse no sólo los propagandistas, sino los embajadores y diplomáticos. En consecuencia, la hipocresía, que calaba toda la política interior, llegaba a la exterior de igual modo; y esta hipocresía explicaba la grotesca irrealidad e inflexibilidad de la diplomacia stalinista.
Sin duda alguna, en situaciones críticas, Stalin realizó giros muy acusados en su política que dieron la impresión de gran flexibilidad. Pero la necesidad de tales giros, violentos y repentinos, dinamaba de la inflexibilidad. La rápida percepción de los cambios en la situación mundial, el matiz tenue y la maniobra de transición de una a otra política, estaban fuera del alcance de la diplomacia stalinista, instruida para seguir determinada línea de conducta. Los ministros de Asuntos Exteriores soviéticos seguían sus instrucciones hasta extremos absurdos, hasta que el mismo Stalin los paraba y les ordenaba caminar en dirección contraria.
En el interior, una cita de Stalin era la receta mágica que resolvía cualquier duda sobre cualquier problema. Por este motivo, el razonamiento decisivo de Vichinski, Malik y Gromyko ante auditores extranjeros, indiferentes u hostiles, era una cita sagrada de Stalin. Incluso en el caso de tener una oportunidad muy a su favor, muy frecuentemente la echaron a perder por falta de rigor. Tenían que repetir ad nauseam los mismos insultos o declaraciones de amistad sin preocuparse de la situación.
La propaganda stalinista solía jactarse de la agilidad de la diplomacia soviética para explotar ”las contradicciones en el campo enemigo”; y los antistalinistas lo creían y temían. En realidad, la diplomacia de Stalin solía actuar como si estuviera deseosa de eliminar todas esas ”contradicciones del campo burgués”; parecía tender a unir los adversarios y a convertir en adversarios a los neutrales. Si a pesar de todo se beneficiaba de las divisiones en el mundo anticomunista, era debido a las fuerzas inherentes de esas divisiones.
La primera preocupación de Malenkof fue liberar a la política exterior soviética de su grotesco irracionalismo y hacerla más temporal y refinada. Una política de paz ”basada en realidades” requería que la diplomacia soviética aflojase sus posturas y actitudes inflexibles. Esa política no se podía llevar a cabo con la repetición de clichés dictados por los requerimientos de una ortodoxia interna, pero totalmente inefectivos o incomprensibles cuando se lanzan en un foro internacional.
Casi inmediatamente después de los funerales de Stalin, el estilo de la diplomacia soviética pasó a ser más civilizado y austero. Menos obsesionado por el prestigio de sus antecesores, el gobierno de Malenkof comenzó a liberarse de algunos de los compromisos heredados. Negoció en tono conciliatorio sobre incidentes ocurridos en el ”pasillo aéreo” de Alemania Occidental a Berlín. Ofreció sus servicios para la repatriación de prisioneros civiles británicos y franceses de Corea. Dejó de obstruir la elección de un nuevo secretario de las Naciones Unidas. En estos gestos de conciliación no había ningún abandono de los intereses vitales soviéticos. Pero, incluso en el caso de que sólo fueran gestos, resultan un contraste esperanzador con el mutuo y constante enfangarse de la guerra fría.
Poco después, el 28 de marzo, los coreanos y los chinos, bajo inspiración soviética, hicieron nuevas propuestas para las negociaciones del armisticio en Corea. Las prolongadas negociaciones anteriores habían alcanzado un punto muerto en cuanto a la repatriación de los prisioneros de guerra. Con el apoyo soviético, los norcoreanos y los chinos habían insistido en la repatriación incondicional de todos sus prisioneros. Ahora anunciaban el abandono de esta demanda.
La nueva actitud soviética sobre la guerra de Corea no era un mero cambio en el estilo diplomático, anunciaba una nueva política.
Es evidente que durante los últimos años de Stalin los círculos dirigentes estuvieran tan divididos sobre la política exterior como en la interior. Esta división no resulta muy distinta a la que se da normalmente en otros países. Una facción anhelaba la conciliación con Occidente, otra se negaba a fomentar ”el apaciguamiento”. No es necesario recurrir a la conjetura para reconstruir en líneas generales el desarrollo de este desacuerdo. El mismo Stalin proporcionó la pista en su discutido artículo de Bolchevique en vísperas del IX Congreso del Partido.
El desacuerdo, como es lógico, está basado en dos concepciones diferentes sobre las posibilidades de guerra y de paz. Un grupo sostenía que la guerra entre un mundo capitalista unido y el bloque comunista era ”inevitable”; y que con toda seguridad sería inevitable en el futuro inmediato. El otro grupo consideraba que todavía era posible y probable la reconciliación entre los dos campos, a pesar de la creciente tensión. Esta controversia afectó directamente la actitud soviética con respecto a Corea y a Alemania, los dos puntos tormentosos de la política mundial.
Los contrarios al ”apaciguamiento” se negaban a considerar cualquier compromiso con Occidente sobre Alemania y Austria. En primer lugar, se negaban a aceptar la retirada militar soviética de Europa central. Sí, como ellos decían, una nueva guerra mundial era inevitable y cercana, era obvio que los intereses soviéticos estaban en la conservación de todos los puestos estratégicos en el Elba y el Danubio. Estas avanzadas eran igualmente vitales en los planes defensivos como en los ofensivos. Se podían emplear como bases de asalto para avanzar sobre Europa Occidental; y podían servir de amortiguadores en caso de un ataque occidental. Desde este punto de vista, Moscú estaba interesado en conservar el statu quo, en mantener a Alemania dividida hasta que estallase la guerra y en integrar completamente a Alemania Oriental al bloque soviético. Todas las conversaciones sobre la unificación de Alemania, eran propaganda vana.
Los conciliadores conocían las ventajas de conservar Alemania Oriental. Pero razonaban que si Rusia podía comprar tiempo y un largo respiro al precio de retirarse de Alemania y Austria, debería pagar ese precio. La reunificación alemana debería ser el principal objetivo de la política soviética y no un artilugio publicitario. La reunificación debería permitir la pérdida del régimen comunista de Alemania Oriental. Pero la Rusia soviética había vendido terreno en más de una ocasión para comprar tiempo, y podía volver a hacerlo. Incluso desde el punto de vista de los conciliadores, esta concesión a occidente debería hacerse tan sólo si, en contrapartida, las potencias occidentales acordaban la retirada de sus fuerzas de Alemania. Una Alemania neutral sería un útil ”tapón” entre Este y Oeste; pero para Rusia era un asunto de segunda categoría si Alemania, libre de la ocupación, pasaba a ser neutral o a formar parte de la Comunidad Europea de Defensa. De cualquier forma, el extremo de la Comunidad de Defensa sería paralizado, y, tras la retirada de los ejércitos de ocupación, se podría esperar una prolongada détente internacional.
La controversia afectaba de igual forma a Corea. En la opinión de los que consideraban la guerra mundial inevitable e inminente, resultaba de gran interés para los soviéticos prolongar la lucha en Corea, a fin de hacer emplear la mayor cantidad posible de poderío militar a los norteamericanos en aquella zona y, de esta forma, entorpecer el estacionamiento de efectivos militares y las reservas del bloque atlántico. Desde el punto de vista de los ”apaciguadores”, los riesgos de prolongar la guerra eran prohibitivos. La guerra de Corea proporcionaba a Occidente un potente estímulo para rearmarse y elevaba su espíritu beligerante; y para Rusia era más im portante detener la carrera de armamento que sujetar fuerzas americanas en el Lejano Este.
Este conflicto de opiniones estuvo a punto de salir a la superficie de la política exterior en los últimos años. El mismo Stalin dejó constancia de su opinión sobre la evitabilidad de la guerra entre los bloques comunista y anticomunista, llegando a considerarla poco probable. Estaba de acuerdo con los ”apaciguadores”, pero no obtenía las consecuencias de sus premisas Al actuar, como de costumbre, cual árbitro supremo de las facciones enfrentadas, evitó una refutación explícita y definitiva de las opiniones de ambos grupos, y demoró la decisión última hasta que llegase un momento crítico.
De esta forma, Stalin dio unas tablas por mate, ahogando a las dos facciones y la política soviética fue el resultado de sus conflictivas opiniones. Esto explica su peculiar indecisión y falta de orientación. Sin dirección clara hacia la paz o la guerra, la política pretendió ir por ambos caminos a la vez. Casi todos los documentos diplomáticos y pronunciamientos de los últimos años fueron una serie de fórmulas contradictorias; y es muy fácil distinguir entre los que están destinados a conformar a los conciliadores, de aquellos calculados para satisfacer a sus oponentes. De este modo, la diplomacia de Stalin propuso repetidamente la retirada de los ejércitos de ocupación de Alemania; pero siempre incluía ciertos apéndices que hacían inaceptables las proposiciones a las potencias occidentales. De igual forma, Moscú tomaba la iniciativa de las negociaciones de armisticio en Corea, permitía la solución de todos los puntos polémicos, pero siempre preparaba un ”tropezón” en la última parte de la Agenda. Los conciliadores del Kremlin veían todo listo para el armisticio y sus oponentes estaban satisfechos de que el cese el fuego no se pulsase.
¿Quiénes eran los conciliadores y quiénes sus oponentes?
Según fuentes titoistas, Malenkof encabezaba el pseudo-grupo pacifista. Había estado en contra del bloqueo de Berlín en 1948, y frecuentemente había estimulado a Stalin para que adoptase una política exterior más ”suave”. Estaba apoyado por aquellos que más o menos abiertamente estaban en favor de las reformas internas, ya que relajar las tensiones internacionales era, y sigue siendo, una condición esencial para el éxito de las reformas internas.
Al mismo tiempo que Malenkof se tenía que enfrentar a los duros de la policía política en política interna, en la exterior se las tenía que ver con la oposición de dirigentes militares de gran influencia. En Rusia, como en otros lugares del mundo, los jefes de Estado Mayor y posibles generales están casi siempre preocupados por sus planes operacionales. Mentalmente inspeccionan los futuros campos de batalla, pasan revista a los puntos estratégicos y en ningún momento muestran la intención de prescindir de ellos. En su opinión, una política conciliatoria que requiriese la retirada de las tropas soviéticas del Elba y del Danubio, y que permitiese a las fuerzas americanas desembarazarse de Corea, era demasiado peligrosa para considerarla.
Así pues, las concepciones en política exterior estaban mezcladas con los pros y contras de la reforma interna, y ambos aspectos, los internos y externos, fueron igualmente importantes en el último incidente de la lucha antes de la muerte de Stalin: el ”complot de los médicos”.
El supuesto descubrimiento de la conspiración en el Kremlin estaba destinado a imposibilitar la reforma interna. También estaba calculado para aplicar un duro golpe a los partidarios del ”pacifismo”. Su objetivo era crear una atmósfera semibélica y una histeria nacionalista, y de esta forma dejar aislados por completo al bloque comunista de cualquier contacto con Occidente. En tal situación, el ”extranjero”, el ciudadano sospechoso de ”lealtades divididas”, es visto, lógicamente, como el peor de los riesgos. Y, ¿quién puede ser el peor de los riesgos? ¿El judío con simpatías sionistas o el ”desarraigado cosmopolita” cuyos hermanos viven en Occidente?
Existen ciertas pruebas circunstanciales de que junto con la policía secreta ciertos dirigentes militares estaban implicados en el asunto de los médicos del Kremlin. En ese asunto ambos lograron apuntarse un éxito dudoso. Entre mediados de enero, cuando se publicó por primera vez la historia de los médicos, y marzo, se produjeron ciertos detalles que daban a entender la continuidad de la lucha de puertas para dentro. En el momento cumbre de la campaña antijudía se celebraron dos espectaculares ceremonias en honor de dos judíos. Mekhlis, ex comisario político del ejército, que acababa de morir, recibió un funeral protocolario desproporcionado con su rango oficial. Ilya Ehrenburg, el escritor, recibió los honores de una alta condecoración y empleó la ocasión para razonar en público contra la discriminación racial. Pray- da reprodujo plenamente su discurso, lo cual hubiera sido poco menos que imposible sin órdenes de arriba.
A estas alturas, Stalin estaría demasiado enfermo para intervenir, o algún otro motivo le mantuvo au dessus de la melée y permitió a las facciones encontradas moverse a su gusto.
La lucha se extendió desde Moscú a las provincias, y también al extranjero: Praga, Varsovia, Budapest y Bucarest.
Las dos facciones competían por el control de la administración en los países satélites. Esto motivó una curiosa diversidad en los regímenes de esos países y en los métodos empleados por sus partidos comunistas.
El contraste más sorprendente se dio entre Checoslovaquia y Polonia. En el partido checo se produjo un cataclismo a la velocidad de la luz, en 1952. Slansky, Clementis y otros destacados dirigentes fueron destituidos y a los pocos meses ejecutados como traidores, sionistas, trotskistas y espías extranjeros. El juicio de Slansky fue el preludio de lo que se iba a montar en Moscú; en ambos lugares fue la misma mano la que tiró de la cuerda. En Polonia, Gomulka y su grupo fueron acusados de ”desviación nacionalista” en 1948, si bien durante los cinco años transcurridos no se había celebrado juicio alguno. Al fundamentado cargo de nacionalismo de Gomulka no se añadió ninguna acusación de terrorismo ni de sabotaje o espionaje a favor de alguna potencia extranjera. Hasta el momento no se ha vuelto a montar purga stalinista de ningún tipo en Polonia. Polonia, y posiblemente Rumania, estaban alineadas con los conciliadores de Moscú, mientras que Checoslovaquia estaba dominada por los oponentes, y en Hungría las dos facciones estaban empatadas. Esta situación tan sólo podía durar mientras en Moscú no se resolviese la lucha.
Los días 5 y 6 de marzo, el ”partido pacifista”, dirigido por Malenkof, llevó a cabo su coup, se colocó en el poder y al momento dio a entender sus deseos de mejora en las relaciones de Rusia con Occidente.
Los primeros pasos dados por el gobierno de Malenkof fueron relativamente fáciles. Los enviados diplomáticos soviéticos recibieron instrucciones de hablar callando. Igual sucedió con los periódicos. Los chinos y los norcoreanos fueron persuadidos rápidamente a que liquidasen la guerra de Corea. De la noche a la mañana abandonaron sus anteriores objecciones a la ”repatriación voluntaria” de los prisioneros de guerra, principal inconveniente con el que habían tropezado las negociaciones de armisticio.
Estos primeros movimientos impresionaron a Occidente. Pero la auténtica prueba de la nueva política estaba, y en el momento de escribir esto lo sigue estando, por ver. ¿No habría llegado el conflicto entre Este y Oeste demasiado lejos como para ser imposible una distensión genuina y una conciliación casi impracticable? Las gratas palabras no son suficientes. El agresivo lenguaje empleado por el Este y el Oeste agravaron la tensión internacional, pero no fue la causa que motivó la situación. Un cese el fuego en Corea puede acarrear una mejora, pero por sí sola no puede solucionar un conflicto de intereses que llevó a la guerra. Por encima están los graves asuntos del control de los armamentos, Alemania y Austria. Sobre esos asuntos, tanto Rusia como los poderes del Atlántico no lograron ponerse de acuerdo durante muchos años. ¿Serían capaces de hacerlo ahora?
Las reformas internas iniciadas ya en Rusia apuntaban evidentemente los deseos del gobierno por llegar a una detención de la carrera de armamentos. Un régimen soviético más libre que el de Stalin necesita para subsistir un gran apoyo popular. En consecuencia, deberá esforzarse por elevar el nivel de vida nacional, deberá ofrecer más mantequilla y menos armas.
Hasta el momento, el miedo mutuo y las sospechas han dominado cada debate sobre armamento. Las potencias occidentales se sentían recelosas de la superioridad rusa en armas ”convencionales”, mientras que Rusia temía la superioridad norteamericana en armas atómicas y ”no convencionales” en general. Cada campo esperaba lograr el equilibrio a su favor: Rusia acumulando bombas atómicas, y los EEUU creando los ejércitos de la Alianza Atlántica.
De poco tiempo acá, en ambos lados se ha tenido el sentimiento de que no sería posible ”enderezar el desequilibrio”. Se desconoce si los gobernantes rusos han pretendido conseguir una partida en el armamento atómico con los EE UU en un futuro más o menos cercano. De ser así, los últimos avances norteamericanos en este terreno deberán haber motivado serias reflexiones en el Kremlin. Por otra parte, parece ser que las potencias del Atlántico ven con demasiado optimismo la formación de ejércitos conjuntados que puedan compensar el poderío militar del bloque ruso en Europa y Asia. La carrera de armamentos ha alcanzado un punto en el que cada uno de los principales participantes tiene motivos para considerar sus posibilidades de victoria.
Con todo, mientras los resultados de la carrera no parecen haber nombrado vencedor a ninguna de las partes, tampoco parecen ser capaces de detenerla. A cada bloque le gustaría que el otro redujese su poderío en aquellos sectores en los que es superior. Rusia ha vociferado la destrucción de bombas atómicas y por la prohibición de su empleo. Las potencias occidentales han demandado que Rusia deberá reducir primero los ejércitos tan grandiosos que tiene en pie la guerra. Cada lado se ha preguntado hasta qué extremo será superior el otro. Occidente ha presionado a los rusos para que declaren el tamaño de sus ejércitos, y Rusia ha pedido información sobre la cantidad de bombas atómicas almacenadas por los americanos. Ambos han protegido con gran celo sus secretos y se han negado a divulgarlos, a menos que el otro marque el ejemplo en primer lugar. Y aun en el caso de que una de las partes descubriera su potencial, la otra se negaría a aceptarlo como verdad, a menos que le fuera permitido comprobarlo sobre el terreno. Así pues, todos los debates han vuelto al mismo punto: ”supervisión y control internacional.”
La historia de este siglo está sembrada de naufragios de convenciones internacionales sobre desarme, y resulta extremadamente difícil creer en la eficacia de nuevas convenciones. Pero es posible que ahora, cuando Rusia se aleja de la era stalinista, algunos de los viejos obstáculos desaparezcan. A medida que la obsesión por los secretos aminora en Rusia, el grado de supervisión internacional de armamentos convencionales puede ser más factible. Siempre hubo motivos para sospechar que lo que realmente escondía Stalin con tanto celo del resto del mundo, no era simplemente el estado de los armamentos rusos, sino su nivel de vida, su falta de libertad y sus campos de concentración. El gobierno de Malenkof puede estar más predispuesto a dejar a las comisiones de las Naciones Unidas viajar por Rusia e inspeccionar los centros militares.
Pero éste es el límite al que pueden llegar. Al igual que su antecesor, bajo ninguna circunstancia permitirá la propiedad internacional o control de las fuentes de energía atómica y de las plantas atómicas. Si Occidente insiste en este punto, el punto muerto volverá a surgir en las conversaciones de desarme; incluso esquivando este punto, las probabilidades de éxito son escasas. Si Rusia estuviera dispuesta a aceptar la supervisión e inspección de los centros militares, ¿sería recíproco por parte de las naciones occidentales? La obsesión con los secretos militares ha llegado a tal punto en los últimos tiempos en Occidente como para justificar el escepticismo.
(Una de las situaciones más tragicómicas de nuestros días es que a medida que se intensifica la obsesión con el misterio, con menor efectividad guardan los gobiernos sus secretos al enemigo. Los elaborados ingenios de Stalin para incomunicar a Rusia de Occidente no han impedido a multitud de ciudadanos soviéticos escapar y facilitar a los servicios de información e inteligencia de Occidente excelentes informaciones, superiores a las que podía conseguir la red de espionaje más capaz. El sigilo occidental no ha impedido a Rusia conseguir los secretos atómicos más estrechamente guardados a través de los científicos occidentales más competentes. Pero tanto el Este como el Oeste han pagado por sus manías con los secretos, con una desmoralización en gobierno y pueblo, con pánico y caza de brujas.)
Ahora, raramente el desarme es el resultado de convenciones internacionales formales. Surge espontáneamente después de un auténtico detente ha suavizado las relaciones entre los grandes poderes. Como el principal obstáculo de tal detente radica en el problema de Alemania y Austria, allí es donde el gobierno de Malenkof probablemente busque una solución.
Las posibilidades de solución son muy limitadas. Rusia posiblemente no pueda hacer más que replantear sus propuestas de retirada de los ejércitos de ocupación y la reunificación de Alemania.
Las potencias occidentales han rechazado esas propuestas hasta el momento por dos razones. Hasta ahora, debido al tira y afloja dentro del Kremlin, las propuestas han sido formuladas en términos que las hacen inaceptables desde el comienzo. Rusia sugería la unificación a través de una fusión entre las existentes administraciones de las dos Alemanias. Las potencias occidentales, naturalmente, sospechan que ese esquema encubre un intento de infiltración comunista en toda Alemania, y piden elecciones libres en la zona soviética como requisito previo para llegar a posteriores acuerdos. Si todos los partidos alemanes, incluido el prohibido socialde mócrata, fueran autorizados a hacer campaña, el gobierno comunista de Pieck y Ulbricht se hundiría. Por el momento, Rusia no ha estado dispuesta a tal consecuencia, por tanto, la retirada de las fuerzas de ocupación no tiene sentido.
Esto no ha sido la razón única para la actitud negativa de las potencias occidentales en la reunificación de Alemania. Igualmente importantes han sido sus temores de que la retirada de las tropas americanas daría como resultado inmediato un predominio ruso en todo el continente. Los EEUU se retirarían al otro lado del Atlántico, mientras que el poder armado soviético para todos los fines y efectos permanece en el Neisser y el Oder.
¿Qué puede hacer el gobierno de Malenkof para superar esta situación?
No se puede destacar la posibilidad de que en su deseo de resolver esta situación potencialmente peligrosa, pueda llegar hasta permitir elecciones libres en la zona soviética, sin intentar salvar el régimen comunista existente. La restauración de un régimen burgués en Alemania del Este es el precio más alto que el Kremlin puede llegar a aceptar para conseguir la retirada de todos los ejércitos de ocupación. Lo que puede preocupar a los ”apaciguadores” en el Kremlin es si conseguirán la retirada incluso a este precio. Tras la instalación de un gobierno cristiano demócrata o socialdemócrata en toda Alemania, ¿continuará la política occidental teniendo miedo del predominio ruso en Europa? A la larga, la cercanía y el crecimiento industrial le asegurarán tal predominio. Al ser ésta la causa y la consecuencia del desarrollo geográfico e histórico, hay muy poco o nada que pueda hacer cualquier gobierno ruso, incluso el más ”amante de la paz”, para tranquilizar a Occidente. En el mejor de los casos puede comprometerse a no emplear esta posición para la expansión militar o política directa. Pero, ¿tendrán confianza las potencias occidentales en tal compromiso, incluso siendo respaldado por la restauración de un gobierno burgués en Alemania Oriental?
Anteriormente hemos afirmado que la doctrina general en política exterior legada por Stalin a sus sucesores es la ”autocontención” dentro del tercio de mundo comunista. La principal dificultad para la aplicación de tal doctrina es que el tercio del mundo comunista no tiene claramente definidas las fronteras. Las fronteras de los dos bloques se superponen peligrosamente. La autocontención requeriría la desaparición de esas zonas.
Es de esperar que el gobierno Malenkof considere las posibilidades de retirada de Alemania, pero tan sólo se puede retirar si las potencias occidentales hacen lo mismo. En caso de que se negasen a abandonar sus posiciones, la diplomacia soviética todavía intentaría evitar nuevos conflictos y buscaría la reconciliación dentro del marco tan poco favorable de una Alemania dividida. La paz dependería en este caso de paliativos. Sin embargo, la prolongación de este estado de cosas con los ejércitos soviéticos y occidentales, cara a cara en las orillas del Elba, perjudicaría desde el primer momento los esfuerzos de paz de Malenkof. La línea de demarcación a través de Alemania seguiría siendo potencialmente una línea de frente; y, en ambos lados, las peligrosas maniobras para situarse, y las avanzadas, continuarían.
Malenkof ha hipotecado su reputación, y quizá su futuro, en el éxito de sus aperturas de paz. La oposición al ”apaciguamiento” es probablemente tan fuerte en los círculos internos del Kremlin como en Washington, si bien no es verbal. Por el momento, los conciliadores tienen la mano y la oportunidad de poner a prueba su política. Han comenzado a ”cavar un túnel de amistad” desde su extremo, y han pedido a los estadistas de Occidente que hagan lo mismo. Entre tanto, los oponentes soviéticos al ”apaciguamiento” permanecen en segundo plano, y observan. De fracasar la política de Malenkof, puede que jueguen su baza y cambien por completo su situación.
Los cambios en Rusia afectarán el movimiento comunista en otros países.
La tranquila y apacible liquidación del culto a Stalin está teniendo ya hondas repercusiones en las filas del comunismo mundial, si bien los dirigentes stalinistas fuera de Rusia inicialmente fueron muy lentos en darse cuenta de lo que sucedía en Moscú.
El derrumbamiento de la ortodoxia stalinista se verá seguido con toda seguridad por un intenso fermento de ideas que finalmente transforme el aire de los partidos comunistas de todo el mundo. Depende mucho de que el partido comunista soviético tome una nueva vía. Si la disciplina cuartelera del stalinismo da paso a un régimen más libre, la auténtica controversia podrá surgir en las filas del partido ruso, públicamente. Y resultará poco menos que imposible para los partidos comunistas extranjeros mantener su carácter ”monolítico” una vez que comiencen a discutir con libertad la política, abandonarán su actitud de peleles con respecto a Rusia, que fue la principal característica a lo largo de la era de Stalin. Volverán a conseguir un cierto grado de independencia de criterios y un cierto grado de autonomía que los librará de los impedimentos del pasado y realzará su atractivo.
Pero si la era de reformas tuviera un final prematuro en Rusia, este proceso también se vería detenido en los movimientos comunistas extranjeros; incluso esos partidos tendrían que buscar un sustituto ideológico del stalinismo. En cualquier caso, el comunismo mundial se encuentra en una encrucijada histórica.
Una vez más, los nuevos dirigentes de Rusia se enfrentan con un difícil dilema. Si el bloque comunista va a seguir una política de autocontención y ”coexistencia pacífica” con el capitalismo, sus dirigentes considerarán oportuno evitar la expansión del comunismo, que podría poner en peligro el statu quo. Si bien no le será posible imponer a los partidos comunistas extranjeros la disciplina que los dominaba bajo Stalin. No estarán en situación de dictar la política y controlar todos los movimientos de los comunistas franceses, italianos o indochinos. Hemos visto primero cómo Tito y después Mao hundieron la política de ”autocontención” de Stalin. Por cualquier rincón de Asia o de Europa pueden surgir otros Mao o Tito y echar a pique la política de autocontención de Malenkof. Incluso en el caso de que los dirigentes del bloque comunista tratasen de congelar nuevas revoluciones, como hizo Stalin, sus antecedentes y tradición les obligaría a identificarse con todo régimen comunista que surgiese en cualquier esquina del mundo. Y cualquier avance de esta índole agravaría o llevaría a primera línea el conflicto entre Este y Oeste.
Pero la perspectiva depende no sólo, ni fundamentalmente, de lo que suceda dentro del mundo comunista. Estará condicionada en mayor grado por los derroteros que tome la política americana.
La nueva actitud conciliatoria de Rusia está en función retrasada de la política americana de ”contención” del comunismo, política de la que se considera inspirador George Kennan. Las aperturas del gobierno de Malenkof son un signo de éxito de tal política. Los nuevos dirigentes soviéticos han reconocido que la presión ejercida por ambos lados ha resultado un equilibrio que puede formar la base de la paz.
Este éxito indudable de la política americana de contención, ha coincidido con la crisis de tal política. Su inspirador ha abandonado el Departamento de Estado en el mismo momento en que el Washington oficial debería celebrar y homenajearle como vencedor. El grito de abandono de política de ”contención” en favor de la de ”liberación”, un grito para derribar los regímenes de la Europa Oriental y China, ha ido creciendo. Grandes sectores de la opinión americana claman con una cruzada, y el Washington oficial en ocasiones se comporta como si estuviera anhelante de responder al alboroto.
Estos pronósticos, cuando se observan desde Moscú, prometen muy poco margen de éxito a las aperturas de conciliación. Con todo, el gobierno de Malenkof, sin permitirse el desmayo, espera ser capaz de acallar el vocerío de ”liberación”, hacer desaparecer las sospechas e inducir a las potencias occidentales a una política ”basada en realidades”. Pero también conoce que si Occidente fuera a abandonar de veras la ”contención” en favor de la ”liberación””, la autocontención dejaría de tener sentido para el bloque soviético.
En el caso de que una amenaza de guerra llegase de Occidente antes de que el régimen tuviera tiempo de consolidarse se produciría un nuevo giro en la escena rusa: el gobierno Malenkof se vería obligado a dejar paso a sus oponentes. Bien se podría ver sucedido por una dictadura militar, una versión soviética del bonapartismo. La dinámica del Estado soviético es desconocida aún, y la aparición de un Bonaparte soviético es una de las posibles sorpresas. El papel desempeñado por los dirigentes militares en la reciente crisis de Moscú es aún muy oscura en algunos aspectos, pero no hay duda de que fue importante.
La revolución rusa es la única entre las modernas que hasta el momento no ha terminado durante tres décadas. Tanto Trotski como Stalin lucharon, cada uno en su medida con el fantasma. Trotski avisó reiteradamente al partido bolchevique que algún día se alzaría uno y lo machacaría. Stalin suspicazmente escrutinó a Tukhachevski, Zhukof y otros mariscales para ver quién alimentaba secretamente esas peligrosas ambiciones. Como en la historia de Dante sobre el hombre que lucha con una serpiente y en el transcurso de la lucha él mismo toma forma de serpiente, Stalin asumió algunas características de Bonaparte soviético al nombrarse Generalísimo y, de esta forma, ponerse por encima de sus generales. Pero esto, en cierta medida, era una mascarada. Stalin seguía siendo el dirigente civil del partido con uniforme, representando tan sólo un bonapartismo diluido y adulterado.
La mera necesidad de tal adulteración muestra que la tendencia al bonapartismo estaba latente en la sociedad soviética; no se trataba de una mera invención de los amantes de la analogía histórica. La tendencia, en parte permanece latente porque Rusia hasta muy recientemente fue demasiado débil para un Bonaparte. Un Bonaparte no surge allí donde no pueda conquistar un continente. Los generales soviéticos del pasado no podían darse esa fiesta; el potencial industrial y militar ruso era inadecuado. Nadie puede afirmar que un auténtico general, a quien el uniforme de Bonaparte le sentaría mejor que a Stalin, no aparecerá en la Plaza Roja algún día. No resulta anacrónico a la situación en Rusia que la tendencia al ”gobierno de la espada”, por emplear una expresión pasada de moda, haya funcionado en igual medida que en el mundo no comunista.
Todavía no hay signos de la llegada de un Bonaparte a Rusia, pero si las ofertas de paz realizadas por los sucesores civiles de Stalin fracasasen, podría perfectamente ser con él con quien tendría que negociar Occidente próximamente.
El día en que se alce un Bonaparte en el Kremlin se verá el fin de la autocontención, ya que este Bonaparte dispersará a sus secretarios del partido y se dirigirá directamente al Canal de la Mancha.
La estrecha interelación de los factores externos e internos determinará las probabilidades de la Rusia potstalinista. Así como un empeoramiento de la situación internacional puede contribuir a la aparición de una dictadura militar, el desarrollo de los acontecimientos internos ejercerá una poderosa influencia en la política exterior. En consecuencia, no está fuera de lugar considerar las posibles direcciones por las que puede dirigirse el régimen soviético.
En líneas generales hay tres posibles variantes de desarrollo:
a) Una recaída en la forma stalinista de dictadura.
b) Una dictadura militar.
c) Una lenta evolución del régimen hacia la democracia socialista.
Las condiciones bajo las que se pueden materializar cada una de estas variantes requieren un examen. El análisis de estas condiciones lleva a la conclusión general de que el balance de factores internos favorece una regeneración democrática del régimen. Una recaída prolongada en el stalinismo es muy improbable. El requirimiento previo esencial para una dictadura militar sería una amenaza de guerra o similar de Occidente. La auténtica alternativa parece estar entre la dictadura y la evolución democrática.
Las grandes revoluciones burguesas, que en cierto sentido fueron las antecesoras de las rusas, desembocaron en dictaduras militares. En la Inglaterra puritana y la Francia postjacobina, estas dictaduras aparecieron a los pocos años de haberse iniciado la revolución. El régimen soviético está bien metido en su cuarta década de existencia; pero durante todo este tiempo ha conservado su carácter civil y no de dictadura militar.
Antes de seguir adelante con las posibilidades de futuro, debemos considerar brevemente la razón principal de esta diferencia entre la revolución rusa y las demás.
Toda gran revolución comienza con un amplio movimiento popular, cuyos dirigentes se afanan por establecer un sistema de gobierno mucho más representativo y de mayor base que el existente con el viejo orden. Cromwell comenzó por defender los derechos parlamentarios ante la Corona. La revolución francesa inicialmente representaba a todos los estados contra la Corte. La revolución rusa buscó el establecimiento de gobierno de Consejos de Comisarios Obreros, Campesinos y Soldados en lugar de autocracia zarista y el vacío político del régimen de Kerenski.
Todas las revoluciones derrotan a los defensores del viejo orden porque cuentan con el apoyo masivo del pueblo. Pero el final de la guerra civil trae consigo un estado de hastío fustración y apatía política. Por otra parte, el nuevo gobierno pierde apoyo popular y la sociedad es incapaz de gobernarse. Las viejas clases dirigentes están destruidas o dispersas. Las clases revolucionarias, agotadas, divididas entre ellas y confusas, al mismo tiempo que sin energía política y voluntad. Este era el estado de las clases medias en las revoluciones francesa e inglesa; y éste fue también el estado de la clase obrera rusa a comienzos de los años 20.
Una sociedad desintegrada, al borde de la anarquía, es incapaz de engendrar un gobierno estable y representativo, revolucionario o contrarrevolucionario. Desde el momento en que es incapaz de gobernarse, es decir por representantes elegidos, necesariamente tiene que ser gobernada por ”usurpadores” revolucionarios.
En una sociedad tan desintegrada y amorfa políticamente, el poder tan sólo puede ser usurpado y ejercido por una organización que, por su propia naturaleza o por la fuerza de la tradición, haya mantenido una elevada cohesión, disciplina y unidad de acción. En la Inglaterra puritana y en la Francia termidoriana tan sólo existía un organismo: el ejército. El ejército, por tanto, estaba predestinado a actuar como depositario y guardián de la sociedad postrrevolucionaria. Cromwell fue, al mismo tiempo, el dirigente de la revolución y el comandante los Ironsides. En este doble papel incorporó ambos estados de la revolución: la representativa (parlamentaria) y la posterior del usurpado Protectorado. En Francia se produjo una ruptura definitiva entre las dos fases y ambas estuvieron representadas por diferentes hombres. Bonaparte, que no había desempeñado ningún papel de importancia en la primera fase, encarnó la segunda.
La revolución rusa también pasó de un gobierno soviético representativo a un Protectorado de usurpación. Pero fue el partido bolchevique, el ejército, quien proporcionó en este caso ese disciplinado y denso organismo que, inspirado por un solo hombre, fue capaz de gobernar y unir la desintegrada nación. En las revoluciones anteriores, no ha existido tal partido. El partido jacobino salió a la luz en el transcurso del alzamiento. Fue parte de la ola revolucionaria y se desintegró y desapareció en el reflujo de la misma. El partido bolchevique, por el contrario, había formado una organización sólida y centralizada mucho antes de 1917. Esto le permitió llevar a cabo la revolución, ganar una guerra civil, y después, tras el reflujo de la marea, desempeñar el papel que en otros lugares había desempeñado el ejército, y asegurar por ”usurpación” la estabilidad del gobierno postrevolucionario. Los bolcheviques solamente fueron capaces de integrar de forma eficaz la dislocada y dividida nación. Fueron ellos los creadores, inspiradores; y, lo más importante, los que supervisaron el Ejército Rojo. Así pues, el mismo organismo civil que había resistido a la cabeza la revolución en el periodo democrático-proletario, actuó también como guardián dictatorial de la sociedad a lo largo de la prolongada fase de gobierno no representativo.
El partido soldó los dos elementos principales del poder: la policía política y el ejército. Desarrolló la policía política hasta conseguir el formidable instrumento que le evitó la necesidad de recurrir al ejército para mantener la estabilidad del gobierno. Sin embargo, el ejército ha permanecido siempre en segunda línea de potencial contrapeso a la policía política. El partido se ha asegurado su propio predominio al mantener estos instrumentos gemelos de poder bajo control. Cada uno tenía innata tendencia a la independencia; pero ni la policía ni el ejército podían asegurar su independencia mientras el partido fuera capaz de utilizar uno de los dos para acabar con los apetitos de poder del otro.
La quintaesencia de los mecanismos de gobierno de Stalin consistía en equilibrar su régimen en esos dos apoyos. Pero los instrumentos de poder no operan en el vacío; su importancia y efectividad dependen fundamentalmente en la moral de la nación. El grado en que cualquier régimen basa su estabilidad en el empleo de la fuerza está en relación inversa al apoyo popular que recibe. El apoyo popular, o su ausencia, es por tanto el tercero y definitivo elemento de los mecanismos del poder.
El gobierno de Malenkof ha dado un gran golpe a la policía política. De ser efectivo, el golpe deberá causar una mutación en la estructura del régimen. Uno de los dos puntos de apoyo se ha debilitado, quizá haya sido destrozado. A la vista de esto, el equilibrio se pierde y el régimen tiende a incrementar la importancia del otro apoyo: el ejército. Si el partido se ha privado de la facultad de oponer la policía política al ejército, el ejército puede pasar a ser el factor decisivo en los asuntos internos. Tras una demora de varias décadas, la revolución rusa puede entrar en su fase bonapartista.
Aun así, tal situación tan sólo sería posible si el gobierno no contase con el suficiente apoyo popular para hacerle relativamente independiente de los instrumentos materiales del poder. Sólo si el gobierno falla por persuasión las herramientas coercitivas, su respectivo peso y su interrelación son de decisiva importancia. Un Bonaparte puede lanzarse a por el poder y tener su ”18 de Brumario” tan sólo en un país dirigido por un Directorio inefectivo, donde campea el desorden y el Directorio está a la busca de ”buen espadón”. No hay ejército que pueda alzarse contra un gobierno que goce de la confianza popular. En la política interna, como en la guerra, la relación entre los factores morales y los físicos es de tres a uno.
De estas observaciones generales sobre la mecánica del poder pasaremos al examen de las tres variantes de desarrollo posibles en Rusia.
No se puede descartar el intento de la policía política por recobrar su posición anterior. El decreto de amnistía y la exposición del ”complot de los médicos” han sido grandes pasos en una lucha a fondo que todavía se está desarrollando. En el momento de escribir estas líneas, aparecen nuevos indicios de su magnitud. El ex Ministro de la Seguridad del Estado de la Georgia soviética y varios altos cargos de su Ministerio han sido arrestados y acusados de violación de los derechos constitucionales de los ciudadanos y de conseguir confesiones por la fuerza. Los dirigentes locales del partido han sido destituidos por cómplices.
Los georgianos arrestados han sido aliados y subordinados, sin duda alguna, de los stalinistas derrocados en Moscú. Pero la facción derrotada tiene sus aliados y subordinados en cada una de las dieciséis repúblicas soviéticas. Cada capital de provincia tiene sus Ignatievs y Riumins que están siendo eliminados de sus puestos, trasladados a prisión y acusados de terroristas o espías, si no de hombres culpables de violar los derechos constitucionales de los ciudadanos. Así pues, la transición de un régimen a otro se está llevando a cabo por medio de una serie de medidas que son algo más que una revolución de palacio y algo menos que una auténtica revolución.
En los años 30, Trotski propugnó una ”revolución política limitada” contra el stalinismo. La veía no como un levantamiento total, sino como operación administrativa dirigida contra los jefes de la policía política y otro pequeño grupo que aterrorizaba a la nación. Como en tantas otras ocasiones, Trotski estaba muy por delante de su tiempo y ciertamente profético en su visión del futuro, si bien no podía imaginar que los colaboradores más íntimos de Stalin actuarían de acuerdo a su esquema. Lo que Malenkof está llevando a cabo es precisamente la ”revolución limitada” considerada por Trotski.
Los duros de la policía de seguridad es posible que todavía intenten recobrar fuerzas y desaparecer para salvar el pellejo. Lucharán desde las provincias e intentarán recobrar el terreno perdido en Moscú. Es posible que tengan aliados poderosos y cómplices dentro del Kremlin. Es posible que intenten eliminar a Malenkof y a su grupo denunciándolos como apóstatas, trotskistas-bujaranistas secretos, y agentes imperialistas, presentándose ellos como los únicos herederos ortodoxos de Stalin.
Aun en el caso de que tuviese éxito ese coup, lo cual es improbable, la restauración del stalinismo tan sólo puede ser un breve episodio. Los motivos que llevaron a los hombres del séquito de Stalin a romper con su era continuarán operando. Esos motivos nacen de las actuales necesidades y situación de la nación, y son compartidos por muchas gentes para que sean derrotados con la desaparición de unas cuantas personalidades. Incluso en el caso de que Malenkof llegase a ser asesinado, otras cubirían su puesto. La policía política está moralmente aislada, ha sido odiada y temida siempre, y ahora es más odiada y menos temida que nunca. No tiene probabilidad alguna de sostenerse contra el poderío combinado del pueblo, el gobierno y el partido.
Los duros de la policía de seguridad pueden, por supuesto, unirse al ejército.
Durante el incidente de los médicos del Kremlin, en enero de 1953, se apreciaron ciertos signos de una ambigua alianza entre ellos y algunos dirigentes militares. Pero también hubo indicios de división entre los dirigentes militares. En consecuencia, no es posible que se consiga el suficiente apoyo militar para un coup conjunto. Pero si tal golpe llegara a tener éxito, el resultado sería el establecimieno de una dictadura militar, no la restauración de la ortodoxia stalinista. El prestigio del ejército es muy alto y permanece intacto, mientras que el de la policía tan sólo podría ser el socio menor del ejército, y quizá ni eso, pero podría sujetar los estribos del Bonaparte ruso.
Ya hemos mencionado el destacado papel que desempeñaron ciertos dirigentes militares en los acontecimientos políticos del último período. Esto surge del comunismo oficial ahora desautorizado, sobre el complot del Kremlin, publicado el 13 de enero de 1953. El comunicado contenía el curioso párrafo que se detalla:
”Los criminales doctores intentaron en primer lugar minar la salud del personal militar soviético dirigente para inutilizarlos y de esta forma debilitar las defensas del país. Intentaron eliminar al mariscal A. M. Vassilevski, mariscal L. A. Govorof, mariscal E. S. Konief, general del ejército S. M. Shtemenko almirante G. E. Levchenko y otros más. No obstante, el arresto ha alterado sus planes y los criminales no han podido llevarlos a cabo.” (El subrayado es mío, I. D.)
El comunicado afirmaba también que los doctores habían motivado la prematura muerte de Zhadanof y Shcherbakof.
Sólo esos dos dirigentes del partido muertos figuraban como víctimas de la conspiración. Ni un solo dirigente del partido vivo fue mencionado como posible víctima.
Esta omisión no fue accidental. Su significado aparece claro cuando se compara este sumario con las acusaciones realizadas en casos previos.
En cada juicio de purga se alegaba que los ”terroristas” intentaban asesinar en primer lugar a los dirigentes del partido: Stalin, Molotof, Kaganovich y otros. La acusación contra los métodos del Kremlin marcó una alarmante pauta. No sólo no contenía una sola nota haciendo referencia a la conspiración contra los dirigentes civiles vivos, sino que recalcaba con mayor énfasis que los ”conspiradores” dirigían sus esfuerzos fundamentalmente, o mejor exclusivamente, contra los militares.
Tras la desautorización oficial de la acusación, esta última circunstancia cobra un mayor significado. Hay que preguntarse qué motivo tuvo el Ministro de Seguridad del Estado para particularizar a los dirigentes militares como el único objetivo de la imaginaria conspiración.
El ministro intentó con toda claridad hacer crecer el prestigio de los mariscales y generales y disminuir el de los dirigentes del partido.
El motivo de asesinato tiene una función definitiva en todos los juicios de las purgas. Se ha calculado para realzar la autoridad de las supuestas víctimas de la conspiración. El fiscal, los jueces y la prensa han comunicado a la nación:
”Estos son nuestros dirigentes irremplazables. Sus vidas son de lo más precioso para nuestra causa. Hasta el enemigo lo conoce, y es en ellos en quienes hace blanco. Debemos unirnos en su defensa.” En el ”complot de los médicos”, la historia estaba preparada con el mismo fin. El Ministro de la Seguridad del Estado se lanza a colocar en un pedestal a los mariscales y generales, y, por inferencia, a desacreditar a los dirigentes del partido.[20]
¿Actuaron los jefes de la policía de seguridad por su propia iniciativa al acordar elevar a los mariscales y generales a la categoría de ser ellos las únicas víctimas de la conspiración, o bien quizá ciertos jefes militares no fueron adversos a ser vitoreados como los héroes de la nación y los dirigentes indispensables? La policía de seguridad no tenía razón especial para prestar este servicio desinteresadamente a los mariscales y excluir a los dirigentes del partido, a menos que actuase contra los últimos con la complicidad o la instigación de los primeros. La gloria del martillo en más de una ocasión ha aumentado el valor de una reivindicación por el poder; y en el ”complot de los médicos” había implícita una pronunciación por el proyecto. No tenemos que atribuir necesariamente ambiciones políticas a cualquiera de los dirigentes militares. Es posible que dieran un primer paso hacia la toma del poder desde la concepción de que era su deber hundir las reformas y la apertura de negociaciones de paz consideradas por Malenkof. Es posible que hayan actuado en la creencia de que la nueva política debilitará militarmente a Rusia.
Hemos sido informados de que la historia de los ”médicos”, el grito en favor de la vigilancia y la campaña contra los judíos estaban calculadas para crear una atmósfera de nacionalismo e histeria bélica que habría eliminado toda probabilidad de reforma interna y política exterior conciliatoria. Quizá deba añadirse que las manifestaciones externas de nacionalismo ruso, como norma se han iniciado o fomentado desde el ejército, mientras que el partido consentía voluntariamente o de mala gana. Fue el ejército quien fomentó el culto a Kutuzof, Suvorof y los demás héroes tradicionales del nacionalismo ruso, y el ejército dejó clara su influencia en la campaña contra los extranjeros, ”cosmopolitas desarraigados” y demás ”riesgos para la seguridad”.
Entre enero y marzo de 1953, la sombra de un Bonaparte ruso rondó por el Kremlin, pero las circunstancias le obligaron a desaparecer. Ahora puede estar en lontananza y al mismo tiempo contemplando la escena. Si el gobierno Malenkof no fuera capaz de dominar la situación, si apareciera el descontento, si se quebrase la disciplina social a causa de las reformas, y coincidiese el peligro exterior con el desorden interno, entonces el señor de la guerra volvería a adelantarse y tomaría el poder con o sin la ayuda de los exasperados ”duros” del stalinismo.
Una dictadura militar no significaría ni una contrarrevolución, en el sentido marxista, ni la restauración del stalinismo. Los intereses militares rusos requieren la conservación del actual orden económico; y ningún dirigente militar puede o querrá hacer nada para modificarlo esencialmente. Su actitud hacia el legado del bolchevismo difícilmente sería muy diferente a la de Napoleón con respecto al legado del jacobismo. No se sentiría unido a ninguna tradición de partido y llenaría con su propio fausto militar el vacío creado por el difunto culto a Stalin. También se vería obligado a racionalizar y modernizar el sistema de gobierno, pero lo haría de forma totalmente autoritaria. Si las tensiones internas llegasen a ser muy agudas, intentaría solventarlas con una aventura militar fuera. Entonces superaría a Napoleón y, antes de su propia destrucción, colocaría a Europa y Asia a los pies de Rusia.
La perspectiva de una dictadura democrática, si bien no es totalmente irreal, es muy improbable. Los rusos deberían mostrarse demasiado inmaduros para cambiar el gobierno del nagan[21] por el de la espada. La actual reacción contra el stalinismo indica que la nación ha superado el tutelaje autoritario. Las reformas de Malenkof reflejan la sed popular de libertad. Sin duda la libertad puede soltar el descontento existente y conducir al desorden y la anarquía, que volverían a ser una invitación para otro dictador. Pero la libertad conduce a tales extremos tan sólo en naciones muy pobres, o en regímenes muy conservadores, para satisfacer las necesidades materiales del pueblo. En los estómagos vacíos, la libertad se convierte en vinagre. Pero Rusia ya no es pobre y el régimen, después de todo, no es tan conservador. El progreso económico alcanzado durante la era de Stalin ha llevado al alcance del pueblo un grado de bienestar que debe hacer posible una liquidación ordenada del stalinismo y una paulatina evolución democrática.
Al mismo tiempo que el gobierno de Malenkof daba el golpe a la policía de seguridad, también decretaba una reducción general de los precios en las mercancías de consumo. La reducción, que oscilaba entre 5 y el 50%, era la sexta medida consecutiva de este tipo tomada en los últimos 3 años. Dado que los salarios habían subido, o al menos permanecido estacionarios, el efecto acumulativo de estos recortes de precios tenía que reflejarse en un alza del nivel de vida. Evidentemente, el nivel de vida más elevado está muy por debajo del americano, o incluso del nivel de Europa Occidental. Pero una comparación de los niveles de vida es totalmente inútil para apreciar la moral rusa.
Para un pueblo que surge de la más abrumadora pobreza, cuenta muy poco, si es que algo, que no gocen de posibilidades y lujos a disposición de las viejas naciones industriales, que no tengan automóviles, neveras, aspiradores y máquinas de lavar de cuya existencia apenas tienen conocimientos. Son conscientes de que están mucho mejor alimentados, vestidos y calzados de lo que han estado anteriormente; de que el Estado proporciona a sus hijos instalaciones completas para su educación, y que la economía planificada le garantiza seguridad de empleo. También puede esperar, que de no haber guerra, su industria, en pleno desarrollo, pronto pondrá a su alcance mercancías escogidas. Bajo tales condiciones, la satisfacción popular crecerá y, de igual forma, la confianza del pueblo en un gobierno que por fin empieza a cumplir las promesas de una vida mejor.
Arropado por este sentir, el gobierno Malenkof confía evidentemente en su habilidad para despegar del régimen stalinista sin provocar inquietudes peligrosas y exponerse a golpes efectivos de sus oponentes.
Junto a estas razones positivas, los nuevos gobernantes tienen una razón negativa que en consecuencia inquieta su optimismo.
Los gobiernos autoritarios que iniciaron reformas liberales se han encontrado frecuentemente con que tales reformas ponían en peligro su propia existencia, y rápidamente han dado marcha atrás. Pero en ocasiones, aunque mucho más raramente las reformas a tiempo desarmaron el resentimiento popular y fortalecieron el orden existente. Cuando el resentimiento es profundo, fuerte y articulado políticamente, un gobierno autoritario no se salva con concesiones reformistas. Cada concesión se mira como un signo de debilidad y da vigor a sus enemigos irreconciliables. Ésta fue, por ejemplo, la posición del zar Nicolás II, el último zar. En 1905 inició una ”era de reformas”, pero se vió obligado a terminarla de inmediato. Hacia el final del zarismo todos los caminos conducían a la revolución: las reformas reforzaban a los revolucionarios; la supresión intensificaba el resentimiento popular y preparaba la explosión final.
Por contraste con esto, las reformas decretadas por Alejandro II en 1855-61 aislaron a los oponentes radicales del zarismo e hicieron imposible la revolución durante medio siglo. El descontento social había llegado al punto de ser tan grande como para demandar reformas, pero no estaba tan extendido y lo suficientemente articulado como para aprovechar las concesiones del gobierno de punto de partida para un asalto definitivo. Los revolucionarios, que durante el reinado de Alejandro II se acercaban a los campesinos y les decían que el zar les había engañado, eran maniatados por Ios mismos campesinos y llevados a la comisaría de policía más cercana.
La posición del gobierno Malenkof es más próxima a la de Alejandro II que a la de Nicolás II. El mutismo político de la nación al final de la era de Stalin es una garantía para los sucesores de Stalin. Tampoco esperaba el pueblo un cambio, y eran tan incapaces de conseguirlo que se hubieran contentado con las más modestas reformas, y las de Malenkof no son, desde luego, de las más modestas. El contraste entre la situación en 1952 y en abril del año siguiente, habla ya muy en favor de los nuevos gobernantes, más de lo que puedan hacerlo ellos mismos. Cualquiera que levantase la mano contra el gobierno se ganaría un cúmulo de sospechas, como alguien que se interfiere con el cambio beneficioso. La paciencia del pueblo y su esperanza asegurarán la estabilidad del gobierno Malenkof y las probabilidades de una paulatina regeneración democrática del régimen.
¿Qué debe entenderse por esta ”regeneración democrática”?
En principio consiste en la abolición de la práctica de gobierno por la cual toda autoridad y poder de decisión recaían en un solo dirigente. Este método caracterizó el trabajo de la administración stalinista de arriba a abajo. El autócrata en el Kremlin tenía sus réplicas a todos los niveles del gobierno y del partido. El secretario del partido en los distritos o el jefe administrativo de una provincia estaban tan poco controlados desde la base y eran tan arbitrarios en el ejercicio del poder como el mismo Stalin. En los últimos años, el partido intentó solucionar este estado de cosas, pero en vano. Los funcionarios de abajo bailaban al son del primer violín en el Kremlin. Mientras no se dominase la autocracia en la misma cima del gobierno, las arbitrariedades en los escalones inferiores de la escalera desafiaban todos los intentos de control.
Esto ha comenzado a cambiar. Contrariamente a lo esperado, Malenkof no ”se ha calzado las botas de Stalin”. En la cumbre se ha sustituido el gobierno de un solo hombre por el de comité. El Consejo de Ministros y el Comité Central, no Malenkof, hablan en nombre del gobierno y el partido. Así pues, la práctica que imperaba durante el período leninista, en cierta medida se ha restaurado.
El cambio ha sido fácil por el hecho de que incluso bajo Stalin el Führerprinzip nunca pasó a ser un precepto del partido. Se practicaba retando a la teoría aceptada, no de acuerdo con ella. A pesar del culto a Stalin, las nociones de ”centralismo democrático” estaban dentro de las mentes de los hombres del partido lo suficientemente arraigadas para hacer posible a los sucesores de Stalin romper con el principio autocrático sin parecer apartarse del stalinismo. El stalinismo ha contribuido a su propio hundimiento al predicar el Evangelio proletario de Lenin.
El gobierno por comité necesita de la libre discusión, al menos dentro del comité. La llamada a la libre discusión dentro del partido se dejó oír con cierta frecuencia en los últimos años de Stalin, e iba dirigida por los dirigentes del partido a la base. Pero nadie se tomó en serio la recomendación al ver que no había signo alguno de libertad de discusión en la cumbre, y los pavorosos agentes de la policía de seguridad continuaban escuchando. Ahora la llamada tiene visos más auténticos y convincentes.
Aunque para una nación y un partido intimidados y amordazados durante décadas no habrá nada más difícil que recobrar la palabra. ¿Libertad de discusión? Pero, ¿qué se va a discutir? ¿Cómo se va a empezar? ¿Quién va a empezar y sobre qué? ¿Y si vuelve la represión, qué les pasará a los que hayan abierto la boca? Incertidumbre, perplejidad y un silencio embarazoso son las primeras respuestas a las llamadas para la libre discusión.
Se puede medir la situación incluso a nivel de la prensa soviética. Se ha dicho a los escritores que no necesitan ir musitando la vieja fórmula mágica, que deben ocuparse con mayor libertad de los acontecimientos y de las ideas. Cansados como deben de estar de la vieja fórmula, estan pérdidos sin ella y no saben qué decir.
Una vez más, el ejemplo debe salir de los nuevos gobernantes. Deben comenzar a discutir los asuntos de Estado públicamente. Pero, naturalmente, tienen miedo, si tan pronto comienzan a airear sus diferencias darán la impresión de desunión y debilidad. Prefieren liquidar los inevitables desacuerdos dentro de su pequeño círculo, y demostrar al país y al mundo que están inspirados por una sola voluntad. Tampoco su actitud hacia la ortodoxia stalinista les permite explicar con franqueza la dirección de su política, o incluso verla con claridad ellos mismos.
Pero más tarde o más temprano, deberán dar ejemplo. O bien sus propias diferencias llegan a ser tan grandes y acusadas como para presentar algunas de ellas al apoyo de la opinión pública, o la base continuamente exhortada para el empleo de derechos democráticos, tras un intervalo de perplejidad y silencio, comenzará a hablar; y las discusiones abajo pueden convertirse en caóticas y anárquicas a menos que se proporcione la dirección desde arriba.
El proceso a través del cual la nación volverá a aprender a formar y expresar sus opiniones, inicialmente será lento y difícil. Tan sólo podrá partir de dentro del partido comunista. El régimen seguirá siendo, por instinto de conservación o inercia, un sistema de partido único durante muchos años. Lo cual no tiene por qué ser un obstáculo a la evolución democrática mientras se permita a los miembros del partido dar sus opiniones sobre todos los asuntos políticos. Todos los elementos activos políticamente, o al menos conscientes, están dentro del Partido Comunista por el momento, aunque sólo sea porque no hay otro sitio donde dirigirse. Y dentro del Partido Comunista existen ya varias tendencias que se pondrán al día y cristalizarán en el proceso de discusión interna. Aparecerán diversos matices de internacionalismo y nacionalismo. Actitudes divergentes hacia el campesinado. Y surgirán opiniones encontradas sobre el ritmo de la industrialización, intereses de los comunistas, problemas docentes, y toda una serie de problemas vitales.
Una vez que el partido gobernante comience a discutir sus asuntos no podrá monopolizar la libertad de discusión por mucho tiempo. No podrá prohibir a los miembros de otras organizaciones, sindicatos, granjas colectivas, cooperativas, Soviets, asociaciones docentes, etc., etc., hacer lo que les está permitido e incluso fomentado a sus propios miembros.
Los próximos años pueden traer una sorprendente reversión del proceso por el cual la democracia soviética de los primeros días de la revolución se transformó en una autocracia.
El régimen leninista no se inició con el sistema de un solo partido. Por el contrario, su primera promesa, hecha de buena fe, garantizaba la existencia de todos los partidos que no se opusieran a la revolución con las armas, para todos esos partidos habría espacio dentro de la nueva democracia soviética. En la lucha por la vida de la revolución y la suya propia, el gobierno de Lenin no cumplió esa promesa. Destrozó la democracia soviética y prohibió todos los partidos; pero conservó la democracia dentro de las filas bolcheviques, si bien no podía permitir a los bolcheviques la libertad que había negado a otros. Lenin procedió a limitar la democracia interna del partido y Stalin la suprimió del todo.
La inversión del proceso solamente puede darse con la infusión de democracia en el Partido Comunista. Sólo desde ahí puede extenderse a otros organismos la libertad de expresión, abarcando un panorama más amplio todavía.
Históricamente, el Partido Comunista perdió su propia libertad al negársela a otros. Cuando por fin la recrobre, no podrá hacer otra cosa que devolverla a su vez.
Este gigantesco objetivo apenas descuella en el lejano horizonte. Para acercarse a él, Rusia necesita paz, paz y, por tercera vez, paz. Por muy mezquinas que puedan ser las intenciones del gobierno Malenkof, y su suerte final, ya tiene la distinción histórica de haber tomado los primeros pasos que dirigen hacia la regeneración democrática.
Durante décadas se anatematizó la libertad de Rusia porque era, o se suponía que era, el enemigo del socialismo. Si Rusia hubiera sido libre para elegir su camino, difícilmente hubiera marchado por el camino que la han conducido los bolcheviques.
[1] Deutscher, Stalin: A Political Biography (Oxford University Press, 1949).
[2] Ver mi Stalin.
[3] A este respecto debo remitir al lector a mi próximo libro : El Profeta Armado, que es un estudio biográfico de Trotski.
[4] Muy recientemente, el profesor Arnold Toynbee consiguió ganarse ciertas críticas porque describió el comunismo como una ”herejía” occidental, o hasta cristiana.
[5] El escritor encontró esta carta en los Archivos Trotski, de Harvard.
[6] Esto fue, evidentemente, más claro aún en los anticomunistas. Así el “Sotsialisticheskii Vestnik” menchevique escribió tras la muerte de Stalin : “Nosotros que hemos conocido personalmente, y muy a menudo en la intimidad, a los dirigentes del partido bolchevique desde 1903, y que conocimos a Stalin en 1906, nos hemos preguntado en más de una ocasión, cómo esposible que todos nosotros... le hayamos podido menospreciar de tal forma. Nadie le consideró un político eminente...” (Sotsialistkheskii Vestnik febrero-marzo 1953).
[7] Resulta posible demostrar, a partir de la evidencia interna de los escritos de Stalin, que sólo hacia el final de su vida llegó a familiarizarse con Das Kapital de Marx.
[8] Resulta interesante no pasar por alto en esta ocasión la opinión de R. Abramovich, el veterano menchevique que en la actualidad puede celebrar su L aniversario de ininterrumpida e intensa lucha contra el bolchevismo. En el artículo de Sotsialisticheskii Vestnik antes mencionado, Abramovich (asumimos su paternalidad del artículo) afirma: ”Volviendo al pasado nos parece que la razón fundamental de nuestra errónea valoración de la personalidad de Stalin fue que nosotros pensamos de acuerdo a un sistema democrático, y por raro que parezca no sólo nosotros, los mencheviques, oponentes a la dictadura, sino sus partidarios también lo hicieron”. (La cursiva es mía, I. D.)
[9] Así es como los generales Leudendorff y Hoffmann, destacados mandos del ejército alemán durante la I Guerra Mundial, y enemigos de Trotski durante el período de Brest Litovsk, describieron sus logros militares.
[10] La actual población urbana soviética se estima en 70 millones de personas, casi 45 millones más que a comienzos de la era stalinista.
[11] Los estudiosos de la agricultura soviética están en desacuerdo con el alza de producción. Los críticos más extremos la colocan en un 20 por ciento superior al período de la precolectivización. Las cifras oficiales soviéticas superan el 40%. Sea lo que fuere, la actual producción se obtiene con menos mano de obra, por tanto, la producción hombre-año ha crecido de forma más acusada.
[12] La vuelta a manos privadas de la industria acerera británica bajo el gobierno de Churchill no tiene cabida en este razonamiento, porque esa industria había sido nacionalizada de jure más que de facto poco antes de que el Partido Conservador volviese a gobernar.
[13] En 1945-46 el autor, entonces corresponsal de periódicos británicos en Alemania, entrevistó sobre este tema a centenares de soviéticos ”desplazados”. No encontró una sola persona entre todas que no reaccionase más que con gran indignación a la mera insinuación de que la propiedad pública debería sustituirse por la empresa privada en Rusia. Sólo los ciudadanos de los países anexionados por Rusia en 1939-40 recibieron la pregunta de forma más dividida y un gran número de veces con indiferencia.
[14] Tito Speaks de V. Dedijer.
[15] Según Tito, Stalin se decidió por fin a imponer en la Europa Oriental el severo control de la Unión Soviética en 1947, en el momento en que se proclamó la doctrina Truman.
[16] Tan pronto como en 1946 el autor pudo comprobar directamente este problema en Alemania Oriental y describirlo en una serie de artículos, pudo comprobar igual conflicto, pero a la inversa, en los sectores británico y americano, donde los gobernadores militares habían sido hombres de negocios en la vida civil y daban rienda suelta a su repugnancia ante el tímido aire socialista inicial de la política aliada de ocupación.
[17] La cita procede de un informe en The Times (27 de junio de 1950) a cargo de un corresponsal especial de vuelta de Pekín. Este informe se ha contrastado con otras fuentes muy cercanas a los dirigentes del comunismo chino. El relato general de las interrelaciones entre los factores internos chinos y la política soviética en la Revolución China está basado en el reciente estudio del autor en fuentes comunistas chinas, maoístas y trotskistas.
[18] De una serie de artículos sobre la Rusia de mitad de siglo publicados en The Reporter (Nueva York) agosto-noviembre 1951.
[19] Estas líneas se escribieron a comienzos de abril de 1953.
[20] El ministro puede haber pretendido llegar más lejos aún. El arresto de los médicos puede haber estado previsto como preliminar para el arresto del mismo Malenkof. Los médicos fueron acusados de haber acelerado la muerte de Zhdanof. Dado que se conocía abiertamente que Zhdanof había sido rival de Malenkof, hubiera resultado muy fácil apuntar a Malenkof en el siguiente paso como principal instigador de los ”asesinatos”. Pero esto tan sólo es una hipótesis. Sin embargo, el papel especial desempeñado por los dirigentes militares en todo el asunto no es hipotético, si bien no todos los mencionados en el comunicado están implicados.
[21] Nagan: revólver de fabricación belga, que originalmente fue arma reglamentaria de la policía de seguridad durante mucho tiempo.