Escrito: En 1949.
Traducción al castellano: Translate
the Revolt, 2008.
HTML para marxists.org: Juan Fajardo, febrero 2012.
Fuente del texto: Translate
the Revolt.
Las cosas que damos por sentadas en la actualidad, y que forman parte del estilo de vida americano, eran ideas revolucionarias cuando comenzamos a demandarlas en los años treinta. Queríamos el seguro por desempleo; queríamos ayudas para los hogares, comida caliente en las escuelas, y viviendas para los indigentes que vivían en los vertederos de la ciudad.
En aquellos momentos, ¿quién había oído hablar de la jornada de ocho horas?, si un hombre hubiese tenido un accidente en su puesto de trabajo, ¿creéis que su patrón hubiese dado un céntimo por él? ¿por qué hubiera de importarle? Siempre habría otro pobre que lo reemplazase. Hasta la idea de un sindicato era un concepto nuevo en todo el mundo. Nadie esperaba sueldos decentes. Los otros, privilegiados, habían nacido allí arriba. Nosotros estábamos en el fondo. La idea de que teníamos derecho a huelga era algo difícil incluso de imaginar.
¿Qué podíamos hacer? ¿Qué podía hacer una persona, una mujer que no llegaba ni al metro y medio de estatura, para cambiar el mundo?
Os lo contaré. Es una buena historia, ya que por aquel entonces nos empezamos a organizar. Formamos Consejos de Desempleados. Eran organizaciones espontaneas de personas y quiero que las conozcáis ya que yo ayude a organizarlas desde el primer día. Estuve involucrada en esta actividad antes de unirme al Partido Comunista.
Abriríamos una oficina en medio del barrio. Llegaríamos durante la mañana, prepararíamos café, la gente traería rosquillas y charlaríamos. De pronto llegaría otra persona y le diríamos “Hola, ¿qué tal estás?”
“Me acaban de despedir.”
Y deberíais escuchar el grito de “¡Hurra! Otro despedido. Bárbaro.”
Nos miraría como si estuviéramos locos. ¿Por qué teníamos que celebrar que lo habían despedido? Para él significaría que ya no tendría sueldo, no podría pagar el alquiler, no tendría ningún lugar donde poder dormir, nada para comer. Así que, ¿por qué estábamos entusiasmados? Dijimos “Nos alegra que estés aquí. Así tendremos una persona más a la que repartir panfletos”.
Esta era la manera en la que convertíamos las cosas terribles que le estaban sucediendo a este hombre, y a todos nosotros, en una acción productiva. Tomaríamos el control de nuestras vidas. Ya no seríamos victimas.
Es así de simple. Solía preguntarme porque la gente no lo veía así también. No puedes fallar. Básicamente, fallar es imposible; ya que al estar unidos, has cambiado la tragedia personal, esta desesperación, esta desesperanza, y las han convertido en un esfuerzo colectivo.
Nuestra tarea principal era conseguir que un congresista presentase una ley para el seguro por desempleo. Hicimos circular una petición, casa por casa, por todas las parcelas del Bronx.
Un típico encuentro transcurriría así: yo y otra persona entraríamos en el edificio y llamaríamos a la primera puerta que encontrásemos. Alguien, normalmente un hombre, abriría la puerta. Tan sólo una pulgada. Entonces, tras asegurarse de que no se trataba del casero, la abriría del todo. Yo diría “Estamos haciendo circular una petición pidiendo a un congresista que presente una ley en el Congreso. Queremos el seguro por desempleo y creemos que podemos hacer que el gobierno nos lo conceda. ¿Hay alguien sin empleo en esta familia?”
“¿Bromeas? Nadie tiene empleo en esta familia.” O diría “La mayoría estamos desempleados, uno trabaja pero espera que lo despidan al final de la semana.”
Les decíamos “Nosotros también somos trabajadores desempleados y queremos que el Congreso apruebe una ley para que nos dé o trabajo o sueldos”. No se lo creían y decían “¿Vais a pedir al gobierno que nos dé dinero sin trabajar?” La gente no se creía que pidiésemos tal cosa.
Y respondíamos “Sí, pedimos al gobierno que nos dé un empleo. Si no nos puede dar un empleo, tiene que mantenernos”. “Pero lo que pedís es el socialismo.” “Pedimos empleo o dinero.”
Nos organizábamos alrededor de nuestras necesidades básicas. Podíamos hablar fácilmente con la gente ya que también éramos trabajadores. Siempre me resulto extraño que la gente no se nos uniese. Solía pensar en esto ya que para mí la organización era algo esencial. Os preguntareis, quizás, porque me convertí en una comunista. Pero yo solía preguntarme porque el resto no lo hacía. Básicamente, sentía que aquellas personas que no se nos unían no tenían confianza en sí mismas o en el hecho de que pudiésemos cambiar el sistema. Son los que dicen “tan sólo somos gente pobre, ¿qué podemos hacer nosotros?” Escucharíamos esto cuando llamábamos a la puerta.
Yo, por otra banda, podía convencerles para luchar contra sus condiciones. Creía en esta lucha. Es todo lo que necesitas para ser una organizadora. Creer en nuestro poder.
Por ejemplo: Creíamos que una de las cosas que temía el sistema era a las mujeres cabreadas. Queríamos leche para los niños. Así que, reunimos a veinte o treinta mujeres. Saldríamos una mañana temprano. Iríamos hacia la entrada del Distrito Municipal. Exigiríamos hablar con un concejal. Cada una de nosotras llevaría un niño en un cochecito. Nina tenía tres o cuatro años; siempre venía conmigo.
¿Quién podría olvidar una imagen así? Había una mujer con un suéter rojo con las mangas remangadas. Otra con un pañuelo en la cabeza. Rostros con miradas de determinación. Y los niños, aquel con una gorra azul que le había tejido su abuela. Nina tenía un rostro abierto con una mirada alegre. Y avanzamos juntas, primero un paso a la izquierda, luego otro a la derecha. Cantábamos, gritábamos: “Queremos leche. Leche para los niños”.
Iríamos por la calle haciendo propaganda de los Consejos del barrio. Pedíamos a la gente que se acercase y les decíamos que trajesen aquello que pudiesen compartir. Siempre había algo para comer en los Consejos. La gente se pasaría, los pondríamos a trabajar en algún panfleto, los involucraríamos en alguna conversación. Al estar en contacto con la calle en aquellos días, entre aquella desesperanza, podías imaginar el impacto que tuvo el Consejo en ellos.
Las mujeres se organizaban para observar los precios de la comida durante todo el tiempo. Si un artículo se volvía demasiado caro en una tienda en particular, nos poníamos en huelga inmediatamente. Otra vez, volveríamos con los niños en sus cochecitos. Montaríamos un piquete con el lema: No frecuentes esta tienda. Cobran demasiado por el pan.
Estas huelgas eran exitosas. Nadie cruzaría nuestra línea de piquete.
Lo mismo estaba pasando en Brooklyn, Manhattan, Harlem. En Harlem la inanición era legión y los comedores populares no podían abastecer a la gente con suficiente comida. Desde el Consejo solíamos trasladar todo lo que podíamos a Harlem.
En la lucha de la gente contra sus condiciones es donde encuentras el sentido de la vida. En las peores situaciones estas unida al resto de personas. Si había cinco manzanas, las partiamos en diez trozos y así todo el mundo comía. Si alguien tenía veinticinco centavos, iba a la esquina, compraba algo de pan y lo traía de vuelta al Consejo.
La vida cambia cuando te juntas de esta manera, cuando te unes. Pierdes el miedo a estar sólo. No puedes resolver estos problemas cuando estás sólo. Se vuelven insoportables. Cuando estás sólo, frente a frente con el patrón él tiene todo el poder y tu ninguno. Pero juntos, sentimos nuestra fuerza, y podemos reír. Quien supiese como cantar comenzaría a hacerlo. Otros sabrían como bailar. Allí estábamos, desempleados, pero bailando.
En aquellos años yo era feliz. ¿Feliz, dices? ¿Con el desempleo, los desahucios, los altos precios de la comida? Pero así es como me sentía. ¿Y por qué? En aquellos años me convertí en lo que acabaría siendo durante toda mi vida. Y esta es la raíz de la felicidad, ¿cuál si no?
Si eres una organizadora y ves la satisfacción de la gente que se está juntando te sientes realizada. Teníamos éxito en nuestras actividades. Mantuvimos los precios a la baja, presionamos al congresista, hacíamos que las personas fuesen conscientes de su identidad como trabajadores, y estábamos ganando las huelgas de alquileres…
Llegado ese momento los Consejos de Desempleados eran bien conocidos: nuestros trabajadores estaban en todas partes, liderando manifestaciones, haciendo circular peticiones, hablando en cualquier esquina. Así que iríamos a un edificio, nos presentaríamos y pediríamos a la gente que se organizase. Decíamos “Mientras estemos haciendo huelga desde luego no pagaremos el alquiler. Digamos que la huelga dura tres meses. Esos alquileres nunca serán abonados”.
La gente escuchaba, la idea les atraía. Prometimos que lucharíamos contra los desahucios y que ayudaríamos a aquellas personas que acabasen en la calle. En aquellos días podías caminar por la calle y ver sentadas en la acera a familias al completo rodeadas de muebles.
Cuando un edificio estaba totalmente organizado y dispuesto a participar en la huelga, formábamos comités de negociación para los inquilinos, colocábamos grandes pancartas en cada ventana que diese a la calle y montábamos piquetes. En la pancarta se podía leer: Huelga de alquiler. No alquiles apartamentos en este edificio.
El casero, por supuesto, preferiría morir a acceder a las demandas de los inquilinos. Así que la huelga daba comienzo. Sabíamos que algún día enviaría avisos de desahucios. Pero nunca podría desahuciarlos a todos. Cuesta demasiado.
El día del desahucio les diríamos a los hombres que abandonasen el edificio. Sabíamos que la policía era violenta y les daría una paliza. Serían las mujeres las que continuarían en los apartamentos, con la intención de resistir. Nos colocaríamos en la salida de incendio y a través de un megáfono nos dirigiríamos a la multitud que se congregaba allí debajo.
En el Bronx puedes llegar a reunir a doscientas personas tan sólo con mirar al cielo. Tan pronto como la policía empezaba el desahucio, acordonábamos la zona y la gente se reunía. La policía colocaba sus ametralladoras en las azoteas, apuntando a la gente que se encontraba en la calle.
Nosotros, mientras tanto, nos íbamos colocando en el balcón. Yo me dirigiría a la multitud congregada en la calle. “Pueblo, compañeros trabajadores. Somos las mujeres de los desempleados y la policía esta desahuciándonos. Hoy somos nosotros. Mañana seréis vosotros. Preparaos y mirad. Lo que nos está sucediendo os sucederá a vosotros. No tenemos empleo. No podemos comprar comida. Nuestros alquileres son demasiado altos. El alguacil ha traído a la policía para llevarse nuestros muebles. ¿Vais a dejar que suceda?”
Algunas veces nos dirigiríamos a los trabajadores que habían contratado para llevarse los muebles: “Os hablamos a vosotros, los hombres que habéis venido a llevaros los muebles de los trabajadores desempleados. ¿Quiénes sois vosotros? Vosotros, también sois trabajadores que habéis aceptado este empleo para poder comer. No os culpamos. Sois de los nuestros. Representamos al Consejo de Desempleados y ayer por la noche realizamos una colecta. Tenemos suficiente dinero para pagaros. ¿Cuánto sacareis por desahuciar a un trabajador desempleado? ¿cinco dólares? ¿seis dólares?. Tenemos el dinero. Venid aquí sin la policía ni el alguacil y os pagaremos. Mirad al alguacil allí de pie. ¿Está trabajando? Dejadle que haga él el trabajo.”
Arengaríamos. Podíamos ver a los hombres titubear. Continuaríamos: “Nosotras las mujeres estamos aquí junto a los muebles que van a ser desahuciados. El agua está caliente en nuestros calderos. Las puertas están cerradas. No os dejaremos entrar.”
A menudo, los jornaleros vendrían de todas formas. Nuestras puertas estaban cerradas pero las romperían. Nosotras estábamos detrás de las puertas, con los calderos. Agarrarían un mueble por un lado y nosotros lo agarraríamos por el otro. Y ambos tiraríamos. Mientras tanto diríamos “Aquí está el dinero. Dejad los muebles”.
Algunos cogerían el dinero y se marcharían. Otras veces les lanzaríamos el agua caliente. Otras nos pegarían. Y entonces correríamos hacía la salida de incendio, agarraríamos el megáfono y gritaríamos a la multitud: “Nos están pegando. Son grandes y nos están pegando. Pero no vamos a dejar que muevan los muebles. No podrán vencernos. Ganaremos.”
Algunas veces, indignados por tanta pelea y griterío, sacarían los muebles de los apartamentos pero los dejarían en el rellano. Eso era una victoria. Nos quedaríamos allí esperando a que regresasen los hombres y luego volveríamos a llevarlos dentro. Le cambiaríamos la cerradura a la puerta y el casero tendría que poner un nuevo aviso de desahucio. Llamaría al alguacil y todo volvería a comenzar de nuevo.
Nuestra lucha tenía éxito. Los alquileres bajaron, las familias desahuciadas volvieron a sus apartamentos, los caseros nos dejarían en paz. Algunas veces perderíamos y los muebles acabarían en la calle. Los cubriríamos inmediatamente con una lona para evitar que se estropeasen, y luego mantendríamos una reunión masiva en el mobiliario, usándolo como plataforma. Esperábamos a que se marchase la policía. Tan pronto se iban, la gente cargaba con los muebles y los llevaba de vuelta al edificio. Romperíamos la cerradura, colocaríamos los muebles, instalaríamos una nueva cerradura, y el casero tendría que volver a pasar por el mismo procedimiento otra vez.
En dos años tuvimos el control de los alquileres en el Bronx. Así se hacían las cosas por aquel entonces.