LOUIS-AUGUSTE BLANQUI

INTERROGATORIO Y DEFENSA
DEL CIUDADANO BLANQUI
EN EL PROCESO CONTRA
LA SOCIEDAD DE LOS
AMIGOS DEL PUEBLO

 


Pronunciado: Audiencia de los días 10, 11 y 12 de enero de 1832.
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LOUIS-AUGUSTE BLANQUI (1805-81)

Hijo de un girondino activamente comprometido con la Revolución Francesa, comenzó su actividad revolucionaria a los 17 años y no la abandonó hasta el final de sus vida, que pasó cumpliendo penas de cárcel y organizando a los trabajadores revolucionarios de París. Este activismo incondicional va a dar la clave de lo que habían de ser los rasgos distintivos de la vida política de Blanqui: "su exacerbado voluntarismo, su impaciencia para lo teórico y su exaltación de la violencia revolucionaria". [Lichteim, George. Los orígenes del socialismo. Ed. Anagrama, Barcelona, 1970 pág. 70] Para algunos su doctrina no se puede designar exactamente como socialista, sino que se agrupa dentro del comunismo republicano

Era fundamentalmente discípulo de Babeuf y de él tomó su idea de la necesidad de la lucha violenta para la transformación social. Blanqui no tuvo demasiada preocupación por elaborar un análisis detallado de la sociedad o la república proletaria que deseaba fundar, y esta es una de las mayores críticas que desde el marxismo se le han realizado a él y a sus seguidores. Su atención se centró básicamente en la forma de llevar a cabo la transformación social, la conquista del poder por la clase obrera.

Como indica Lichtein, "lo que hizo decisivo el blanquismo de cara al desarrollo del movimiento revolucionario en Francia fueron las técnicas de la conspiración y la insurrección armada y la idea de una breve dictadura transitoria". [Lichteim, op. Cit., pág.73.] Blanqui insiste en la necesidad de una etapa intermedia de dictadura temporal, aunque no se refiere todavía a la dictadura proletaria. A pesar de su identificación emocional con la clase proletaria, no considera a los trabajadores asalariados el vehículo privilegiado de la revolución, sino que confía en la toma del poder por una vanguardia de revolucionarios profesionales.

Si bien su mayor aportación se refiere a la acentuación de la lucha de clases, realiza un vago esbozo teórico de alguno de los rasgos que debería contener un modelo alternativo de sociedad, planteando la necesidad de reemplazar el capitalismo por alguna forma de asociación cooperativa. Dentro de su vertiente economista, se encuentra dentro de la clasificación de los teóricos del subconsumo, otra de las razones por las que es criticado desde el marxismo. Entendía que "las mercancías se vendían uniformemente por encima de su valor" [Lichteim, op. Cit., pág. 72.] y en lugar de achacar la causa de la riqueza de la burguesía a la explotación de la clase obrera, consideraba que se debía al exceso que cobraban de los consumidores. De esta forma, llega a la conclusión de que lo que hace falta es una economía sin moneda donde los productores intercambiasen sus bienes por el valor de su coste exacto". [Lichteim, op. Cit., pág. 73.]

El blanquismo va a aparecer como una de las principales corrientes de la Comuna de París, aunque tras la disolución de la misma muchos de sus seguidores van a experimentar una transición hacia el socialismo marxista.

Tribunal del Sena

Audiencia de los días 10, 11 y 12 de enero de 1832. Bajo la Presidencia del señor Jacquinot-Godard, con la cooperación del consejero Grignon de Montigny y Crespin de la Rachée.

Asunto de la Sociedad de los amigos del pueblo. Raspail, Gervais, Louis-Auguste Blanqui, Thouret, Hubert, Trélat, Bonnias, Plagniol, Juchault, Delaunay se sientan en el banquillo de los acusados.

Interrogatorio y defensa del ciudadano Blanqui.

El presidente al acusado: -Decidme vuestro nombre, edad, lugar de nacimiento y domicilio.

Blanqui: -Louis-Auguste Blanqui, de veintiséis años de edad, nacido en Niza, con domicilio en París, calle de Monteruil, número 96, faubourg Saint-Antoine.

El presidente: -¿Cuál es vuestra profesión?

Blanqui: -Proletario.

El presidente: -Ésa no es una profesión.

Blanqui: -¿Cómo que no es una profesión? Es precisamente la profesión de treinta millones de franceses, que viven del trabajo y que están privados de derechos.

El presidente: -Bueno; ya está bien...

Tras la defensa de Gervais, Louis-Auguste Blanqui toma la palabra, y se expresa en los siguientes términos:

Señores del jurado:

Se me acusa de haber dicho a treinta millones de franceses, proletarios como yo, que tenían el derecho de vivir. Si esto es un delito creo que, cuando menos, debería responder de él ante hombres que no fueran a la vez jueces y parte en la causa. Mas, señores, aquí se ha observado que el ministerio público no ha vuelto en absoluto los ojos hacia vuestro espíritu de equidad ni hacia vuestra razón, sino que los ha vuelto del lado de vuestras pasiones, del lado de vuestros intereses. No invoca, ese ministerio, vuestro rigor refiriéndose a un acto contrario a la moral y a las leyes; no quiere sino desencadenar vuestro espíritu de venganza contra lo que él describe como una amenaza para vuestra existencia y para vuestras propiedades. No me hallo, por consiguiente, ante unos jueces, sino ante unos enemigos: sería, por tanto, inútil el defenderme.

Igualmente se os ha informado sobre todas las penas que pueden serme impuestas; pero, pese a todo, no puedo menos de protestar contra esta sustitución de la justicia por la violencia; y, para el futuro, he formado el propósito de esforzarme por devolver al derecho la fuerza que le han estado quitando. Con todo, puesto que es mi deber de proletario, privado de todos sus derechos civiles, el rechazar como ilegítima la competencia de un tribunal en el que no se sientan más que los privilegiados, los cuales no son en modo alguno mis iguales; con todo, repito, estoy convencido de que vuestro espíritu es lo suficientemente elevado como para desempeñar dignamente el papel que el honor os impone en una circunstancia en la que, de uno u otro modo, son inmolados adversarios desarmados. En lo que nos concierne, sigamos un camino ya preestablecido: el papel de acusador sólo cuadra a los oprimidos.

Realmente, no puede pensarse que unos individuos investidos por sorpresa y con engaño de un poder que sólo dura un día quieran de buen grado arrastrar a los patriotas ante su justicia y, mostrándoles la espada, obligarles a pedir clemencia por nuestro patriotismo. ¡No creáis que nosotros estamos aquí para justificar los delitos de que nos inculpáis! Antes, al contrario, nos sentimos honrados por tal imputación y, desde este mismo banco de los criminales, formularemos nuestras acusaciones contra los malvados que han arruinado y deshonrado a Francia, con la esperanza de que sea restablecido el orden natural de los papeles para los que fueron construidos los sillones opuestos a nosotros en esta sala, y que acusadores y acusados sean colocados en sus verdaderos puestos.

Cuanto diré supondrá una explicación del porqué escribimos las frases denunciadas por los servidores del rey y del porqué vamos a escribir más frases similares.

El ministerio público ha desplegado, por así decirlo, ante vuestra imaginación, la perspectiva de una revuelta de los esclavos, con la santa intención de excitar, con el miedo, vuestro odio. "Ved -ha dicho-, es la guerra de los pobres contra los ricos. Todos cuantos son poseedores de algo están interesados en rechazar la invasión. Aquí os presentamos a vuestros enemigos: abatidlos antes de que se hagan más temibles".

Sí, señores, es la guerra entre los ricos y los pobres; los ricos así lo han querido: en realidad, ellos son los agresores. La única acción nefasta que ellos ven es el hecho de que los pobres opongan resistencia. De buena gana dirían, hablando del pueblo: "Este animal se vuelve tanto más feroz en su defensa cuanto más fuertemente se ve atacado". Toda la filípica del fiscal puede resumirse en esa frase.

Continuamente se está denunciando a los proletarios como a unos ladrones dispuestos a lanzarse sobre la propiedad. ¿Por qué? Sencillamente, porque se lamentan de verse abrumados de impuestos en provecho de los privilegiados. Y, por lo que atañe a los privilegiados, que viven con magnificencia del sudor del proletario, éstos son poseedores legítimos, amenazados de ser saqueados por los rapaces plebeyos. No es ésta la primera vez que los verdugos se dan aires de víctimas.

¿Quiénes son, pues, esos ladrones objeto de tan grandes anatemas y suplicios? Treinta millones de franceses que pagan al fisco quince mil millones, suma esta aproximadamente igual a la de los privilegiados. Y los poseedores, a quienes la sociedad entera debe proteger con toda su potencia, son dos o trescientos mil ociosos, que devoran tranquilamente decenas de miles de millones pagados por los ladrones. Diríase que aquí se trata, en una forma nueva, y entre adversarios diferentes, de la guerra de los barones feudales contra los mercaderes, los cuales eran despojados de sus bienes por aquellos nobles a lo largo de las grandes arterias de comunicación.

En efecto, el gobierno actual no actúa sobre otra base más que sobre esta inicua subdivisión de las cargas y de los beneficios. Lo constituyó la restauración de 1814, con la aprobación de las fuerzas exteriores, para que se enriqueciera una ínfima minoría con los despojos de la nación. Cien mil burgueses constituyen lo que, con amarga ironía, viene siendo definido como el elemento democrático. ¿Qué será, Dios santo, de los otros elementos? Paul Courier ha inmortalizado ya la olla representativa, esa bomba aspirante-impelente, que estruja la materia llamada pueblo para aspirar millones y echarlos incesantemente en las arcas de algunos ociosos; esa máquina sin piedad que estruja uno a uno los veinticinco millones de campesinos y los cinco millones de obreros para extraer la parte más pura de su sangre y transfusionarla en las venas de los privilegiados. Los mecanismos de esta máquina, maravillosamente concertados, alcanzan al pobre en todos los momentos de la jornada, lo persiguen en las más mínimas necesidades de su humilde vida, participan de todos sus más pequeños ingresos, de todos sus más miserables disfrutes. Y todavía no es suficiente el montón de dinero que pasa del bolsillo del proletario al del rico, a través de las sumas del fisco; mayores sumas son obtenidas aún por los privilegiados directamente de las masas, mediante las leyes que rigen las transacciones industriales y comerciales, leyes de las que dichos privilegiados poseen la exclusiva.

Con el fin de que el propietario extraiga de sus tierras una pingüe renta, el trigo procedente del extranjero es sometido a impuestos arancelarios que vienen a aumentar el precio del pan. Y tened en cuenta que unos céntimos de más o de menos sobre una libra de pan representan la vida o la muerte de otros tantos miles de obreros. Esta legislación de los cereales viene a estrujar, de modo particular, a las poblaciones marí- timas del Mediodía. Para enriquecer a unos pocos propietarios de bosques y fabricantes, los artículos de hierro procedentes de Alemania y de Suecia son sometidos a tasas aduaneras elevadísimas, por lo que los campesinos se ven obligados a pagar muy caros sus malos aperos de labranza, cuando podrían adquirirlos mejores y a un precio más barato. Los países extranjeros se vengan a su vez de nuestras prohibiciones, desterrando los vinos franceses de sus mercados; cosa que, unida a los impuestos que en el interior gravan tales mercaderías, reduce a la miseria las comarcas más florecientes de Francia y asfixia el cultivo de la viña, el más natural de todos los cultivos del país, el cultivo verdaderamente indígena, el que favorece mayormente la movilización del suelo y de la pequeña propiedad. No hablaré, en fin, del impuesto de la sal, de la lotería, del monopolio del tabaco; en una palabra, de esta inextricable red de tasas, de monopolios, de prohibiciones, de derechos de aduana y de concesiones que envuelven al proletario y encadenan y atrofian sus miembros. Bastará con decir que esta masa de impuestos viene siendo distribuida de tal manera que siempre soslaya al rico y pesa exclusivamente sobre las espaldas del pobre; mejor dicho, tales impuestos están repartidos de modo que los ociosos espolian ignominiosamente a las masas trabajadoras. El saqueo es, en efecto, indispensable.

¿No es acaso necesaria una considerable lista civil para mantener a la monarquía, para compensarla del sacrificio sublime que hace de su reposo en pro de la felicidad del país? Y ya que uno de los principales títulos de los segundones de los Borbones consiste en tener familias numerosas, el Estado no podrá menos de hacer las cosas en grande, concediendo pensiones a los príncipes y dotes a las princesas. Además de este inmenso ejército de los que gozan de sinecuras, existe una gran cantidad de diplomáticos, de funcionarios que el Estado, en su propio interés, debe retribuir con elevados estipendios, para que puedan enriquecer, con su lujo, a la burguesía privilegiada, siendo el dinero consignado en el presupuesto gastado todo en las ciudades y no revertiendo a los campesinos un sólo céntimo de los quince mil millones de los que ellos pagan los cinco sextos.

¿No basta con que este nuevo astro financiero, este Gil Blas del siglo diecinueve, cortesano y apologista de todos los ministros, favorito del conde de Olivares y del duque de Lerma pueda vender los altos empleos por dinero contante y sonante?

Es igualmente indispensable engrasar los mecanismos de la máquina representativa, dotar ricamente a los hijos, sobrinos, primos y primas. Y los cortesanos, las cortesanas, los intrigantes, los croupiers que cotizan en la bolsa el honor y el porvenir del país, los alcahuetes; los rufianes, los suministradores, los escribanos de la policía, que especulan sobre la destrucción de Polonia; toda esta chusma de los palacios y de los salones, ¿no debe, acaso, ser toda ella colmada de oro? ¿No es preciso, acaso, hacer fermentar este estiércol, que tan bien fecunda la opinión pública?

He aquí el gobierno que nos es presentado por los picos de oro del ministerio como la obra maestra de los sistemas de organización social, como el compendio de todo lo mejor y más perfecto que en los diversos mecanismos administrativos ha existido del diluvio a esta parte; he aquí lo que aquéllos ensalzan como el non plus ultra de la perfección humana en materia de gobierno. En realidad, se trata de la teoría de la corrupción llevada hasta su límite extremo. La prueba más significativa del hecho de que este orden de cosas solamente ha sido instituido con miras a la explotación del pobre por el rico, de que no se ha buscado otra base sino la de un materialismo innoble y brutal está en que la inteligencia ha sido sometida al ilotismo, es decir, ha sido privada de sus derechos de ciudadanía. La inteligencia constituye, en efecto, una ga- rantía de moralidad, y la moralidad introducida inadvertidamente en semejante sistema podría convertirse en un infalible elemento de destrucción. Yo me pregunto, señores:

¿Es que los hombres de corazón, los hombres inteligentes no sufrirán profundamente al saberse víctimas de un ultraje tan cruel como es el verse reducidos a la condición de parias de una vulgar aristocracia del dinero? ¿Cómo podrían éstos permanecer indiferentes frente a la vergüenza de su país, frente a los sufrimientos de los proletarios, sus hermanos en la desgracia? Su deber es, pues, el de incitar a las masas a la destrucción de este yugo de miseria y de ignominia. Y este deber yo lo he cumplido, pese a haber sido encarcelado una y otra vez; y todos nosotros lo cumpliremos hasta la meta final, desafiando a nuestros enemigos. Cuando se sabe que se tiene tras de sí a un pueblo que marcha hacia la conquista del bienestar y de la libertad, es preciso saber lanzarse a los fosos para servirle de fajina y allanarle el camino.

Los órganos ministeriales se complacen en repetir que se han abierto caminos para las quejas de los proletarios, que las leyes les ofrecen medios regulares para defender sus intereses. Esto no es más que una tomadura de pelo. El procurador del rey, el fiscal, está siempre al acecho para perseguirles con las fauces abiertas; es necesario trabajar, trabajar día y noche para echar sin tregua comida al hambre de esta vorágine siempre insaciable. Y gracias si quedan algunas migajas para engañar el hambre de sus hijos. El pueblo no escribe en los periódicos; no envía memoriales a las Cámaras: sería tiempo perdido. En cambio, todas las voces que hallan eco en la esfera política; las voces de los salones, de los centros, clubs y tertulias, de los cafés, en una palabra, de todos los lugares en donde se forma lo que se llama la opinión pública, son las voces de los privilegiados; ninguna de ellas pertenece al pue- blo; éste está mudo, vegeta alejado de esas altas regiones en donde se dirimen sus destinos. Y cuando, por casualidad, la tribuna o la prensa dejan caer alguna palabra de condolencia por su miseria, entonces se apresuran a imponerles silencio en nombre de la seguridad pública, la cual impide que nos ocupemos de tan ardientes cuestiones, o, sin más, se toca a rebato contra la anarquía. Y, además, si hay algunos indivi- duos que insisten, se mete en la prisión a estos vociferadores para que no turben la digestión ministerial. Luego, una vez impuesto el silencio más absoluto, se nos dice: "Mirad como reina la tranquilidad, la felicidad y el orden en Francia...

Mas, cuando, pese a las precauciones adoptadas, llega el grito del hambre, lanzado por miles de desventurados a los oídos de los privilegiados, éstos, congestionados por la cólera, claman: "¡Es necesario que la fuerza respalde la ley! ¡La nación debe amar la ley!" Señores, ¿es que a vuestro juicio son buenas todas las leyes? ¿Es que no ha habido nunca una ley que os haya causado horror? ¿No sabéis de algunas leyes realmente ridículas, odiosas o inmorales? ¿Es posible atrincherarse bonitamente tras una palabra abstracta que abarca un caos de 40.000 leyes, tras una palabra que lo mismo significa lo mejor que lo peor? Y a esto se nos responde: "Si es que existen leyes malas, pedid legalmente su reforma. Mientras, obedeced....". Y esta sí que es una burla amarga. Las leyes están hechas por cien mil electores, son aplicadas por cien mil jurados, son hechas cumplir por cien mil guardias nacionales urbanos, porque los guardias nacionales foráneos, que se parecen demasiado al pueblo, han sido minuciosamente desorganizados. Ahora bien, esos electores, esos jurados, esos guardias nacionales son las mismas personas que acaparan las funciones más opuestas, siendo simultáneamente legisladores, jueces y soldados; de manera que un mismo individuo crea, por la mañana, un diputado, es decir, la ley, aplica al mediodía, como jurado, esta misma ley, haciéndola cumplir por la tarde, vestido de guardia nacional, en la calle. ¿Qué parte toman en todas estas evoluciones los treinta millones de proletarios? Pues pagar.

Los apologistas del gobierno representativo basan sus elogios, sobre todo, en el hecho de que tal sistema viene a consagrar la separación de los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial. Dichos apologistas no disponían de fórmulas administrativas suficientes para este maravilloso equilibrio, que había resuelto el problema, cuya solución había venido buscándose por espacio de muchos años, de la armonía entre el orden y la libertad, entre el movimiento y la inmovilidad. ¿Y qué resultó? Pues que al fin se ha hallado que es peculiar del sistema representativo, cual viene siendo aplicado por los apologistas, al concentrar los tres poderes en las manos de un pequeño número de privilegiados unidos alrededor de unos mismos intereses. ¿No se trata acaso de una confusión, que constituye la más monstruosa de las tiranías, según la propia confesión de los apologistas?

¿A qué se ha llegado de esta forma?

El proletario ha permanecido extraño a todo. Las Cámaras, elegidas por los acaparadores del poder, persisten, imperturbablemente, en su tarea de fabricar leyes fiscales, penales, administrativas, todas ellas dirigidas hacia el mismo objetivo: la rapiña. Si, con todo, el pueblo, empujado por el hambre, fuera a pedir a los privilegiados que hicieran dejación de sus privilegios, a los monopolistas que renunciaran a sus monopolios y, a todos, que abandonaran su haraganería... éstos se echarían a reír a carcajadas. ¿Qué habrían hecho en 1789 los nobles si se les hubiera suplicado humildemente que renunciaran a sus derechos feudales? Pues, sencillamente, habrían castigado tamaña insolencia... Pero entonces la gente se con- dujo de otra manera.

En esa aristocracia sin corazón, los más avisados comprenden cuánto hay de amenazador para ellos en la desesperación de una muchedumbre privada del pan y proponen que se alivie un tanto la miseria, no por humanidad -¡no lo quiera Dios!-, sino para salvarse del peligro. En cuanto a los derechos políticos, no hay por qué hablar de ello: no se trata sino de echar a los proletarios un hueso para que se entretengan royéndolo. Otros hombres con mejores intenciones suponen que el pueblo está cansado de libertad y que sólo aspira a vivir. Yo no sé qué veleidad de despotismo les empuja a exaltar el ejemplo de Napoleón, quien supo unir a las masas dándoles pan a cambio de libertad. Verdad es que aquel déspota nivelador se sostuvo por espacio de algún tiempo halagando particularmente la pasión de la igualdad porque hacía fusilar a los suministradores ladrones, los cuales hoy serían con toda proba- bilidad, diputados. Con todo, Napoleón no fracasó por haber matado a la libertad. Esta lección debería serles de algún pro- vecho a quienes se declaran herederos suyos.

¡Ya no está permitido, al oír el grito de angustia de una población hambrienta, repetir las insolentes palabras de la Roma imperial: ¡panem et circenses¡ Que se sepa bien que el pueblo ya no mendiga. No se trata ya de hacer caer de una mesa espléndida algunas migajas de pan para entretener su hambre; el pueblo no tiene necesidad de que se le haga limosna: se ha propuesto obtener su propio bienestar con sus propios medios. Quiere elaborar, y las elaborará, las leyes que lo gobiernen: estas leyes entonces ya no le serán hostiles. No reconocemos a nadie el derecho de concedernos liberalidades que puedan, de igual forma, ser revocadas por un capricho opues- to. Exigimos que los treinta millones de franceses elijan la forma de su gobierno, y a través del sufragio universal, nom- bren los representantes que tendrán la misión de promulgar la ley. Realizada esta reforma, los impuestos que le quitan el dinero al pobre para dárselo al rico serán de inmediato suprimidos y sustituidos por otros que carguen su peso sobre la base opuesta. En vez, pues,de desvestir a los proletarios laboriosos para vestir a los ricos, el objeto de la tributación consistirá en apoderarse de lo superfluo perteneciente a los ociosos para ser repartido entre esa masa de seres indigentes, que se ve condenada a la inacción por falta de dinero; en cargar a los consumidores improductivos, para alimentar las fuentes de la producción; en facilitar progresivamente la supresión de la deuda pública, esa plaga purulenta del país; en sustituir, en suma, los funestos embrollos de la bolsa por un sistema de bancos naciónales, cerca de los cuales los individuos activos podrán hallar elementos de riqueza. Entonces, y solamente entonces, la tributación constituirá un beneficio.

He ahí, señores, cómo nosotros concebimos la república. 1793 es un espantajo válido para porteros y jugadores de dominó. Tened en cuenta, señores, que he empleado deliberadamente el término sufragio universal para señalar nuestro disentimiento de algunas formas aproximadas del mismo.

Conocemos muy bien todas las mentiras llevadas y traídas por un gobierno que se ve obligado a recurrir a todos los extremos, así como también las calumnias, las noticias ridículas o pérfidas, lanzadas con el intento de insuflar un poco de crédito a la vieja historia, que desde hace mucho tiempo se viene explotando, de una pretendida alianza entre los republicanos y los carlistas, vale decir, entre las dos corrientes más antitéticas que existen en el mundo. He ahí su áncora de salvación, su gran recurso para hacerse con algún punto de apoyo; y las conspiraciones más estúpidas y melodramáticas, las farsas policiales más odiosas no se le aparecen como un juego demasiado peligroso si con ellas se consigue el efecto de amedrentar a Francia con la amenaza del carlismo, al cual esta última detesta, y de alejarla, por algún tiempo aún, del camino que conduce a la república, camino hacia el que la está impulsando el instinto de su salvación. Ahora bien, ¿a quién puede parecerle viable esa unión contra natura? ¿Acaso los carlistas no tienen las manos manchadas de la sangre de nuestros amigos muertos en el patíbulo de la restauración? Podéis estar seguros que nosotros no hemos olvidado hasta ese punto a nuestros mártires. ¿No es acaso contra el espíritu revolucionario, representado por la bandera tricolor, que los Borbones han alentado la reacción europea durante veinti- cinco años, y que hoy todavía están tratando de excitarla? ¡Esta bandera no es la vuestra, apóstoles de la casi-legitimidad! ¡Es la de la república! Nosotros, los republicanos, la levantamos en 1830, sin vosotros y a pesar de vosotros, que la quemasteis en 1815; y Europa sabe muy bien que la única que la defenderá será la Francia republicana, cuando esa ban- dera sea nuevamente atacada por el rey. Si existe alguna alianza natural, ésta es la constituida entre vosotros y los carlistas; a pesar de que, por el momento, no estéis de acuerdo sobre el mismo individuo; ellos miran hacia el suyo, que no está aquí en Francia; pero vosotros cederíais probablemente el vuestro a un bajo precio para llegar a una reconciliación y para mejor llegar al resultado por entrambos deseado. Con ello, no haríais sino volver a vuestro antiguo pesebre.

Ser carlista es realmente absurdo. En Francia no puede haber sino monárquicos y republicanos. Cada día más, la cuestión viene perfilándose entre estos dos principios. Los ingenuos que habían estado pensando en un tercer principio, en una especie de género neutro definido como el "justo medio", irán abandonando gradualmente este contrasentido y refluirán hacia una u otra bandera de acuerdo con sus pasiones o con sus intereses. Y vosotros, monárquicos, que, según vuestras propias palabras, tenéis necesidad de la monarquía, quedaos, pues, con vuestra doctrina y con vuestro estandarte. Estandarte que no habéis necesitado 18 meses en escoger. El 28 de.julio de 1830, a las diez de la mañana, habiéndoseme ocurrido decir, en la redacción de un periódico, que iba a coger mi fusil y mi escarapela tricolor, uno de los poderosos señores que hoy están en candelero gritó, con voz preñada de indignación: "Señor, la escarapela tricolor puede ser la vuestra, pero nunca será la mía: la bandera blanca es la bandera de Francia." Entonces, como hoy, esos señores querían mantener a Francia sobre un canapé.

Pues bien, nosotros hemos conspirado por espacio de quince años contra la bandera blanca, a la que, rechinando los dientes, la veíamos ondear sobre las Tullerías y sobre el ayunta- miento ciudadano, en donde el extranjero la había plantado.

El día más hermoso de nuestra vida fue aquel en que la arras- tramos por el fango del arroyo en el que habíamos pateado la escarapela blanca, esa prostituta de los campamentos enemi- gos. Se necesita poseer una elevada dosis de cinismo para echarnos en cara esta acusación de connivencia con los realistas; y, por otro lado, es del género hipócrita más estúpido el apiadarse de nuestra pretendida credulidad, de nuestra necia simpleza, que se ha convertido, dicen, en la víctima de los realistas. Si hablo en estos términos, no es que tenga la inten- ción de insultar a los enemigos que yacen por el suelo; éstos se creen fuertes, tienen su Vendée: ¡que empiecen nuevamente, y nos verán surgir en frente de ellos!

Por otra parte, repito, será bien pronto necesario optar entre la monarquía monárquica y la república republicana; se verá, entonces, quién dispone de la mayoría. Con todo, la oposición en la Cámara de diputados, por estar compuesta íntegramente de nacionalistas, no se halla en condiciones de reunir a todo el país; y si ésta concede al gobierno el derecho de acusarla de incapacidad y de impotencia es porque, por más que haya estado rechazando la monarquía, no ha osado declararse, con la misma franqueza, por la república, y porque, diciendo lo que no quería, no ha dicho lo que quería decir.

Dicha oposición no acaba de decidirse a rechazar la palabra república, con la cual los hombres de la corrupción tratan de meter miedo al país, sabiendo muy bien que la nación, casi unánimemente, en efecto, la quiere. Se ha desfigurado la historia de cuarenta años a esta parte con un acontecimiento increíble, al objeto de atemorizar a la gente; mas los últimos dieciocho meses han venido a corregir todo un montón de errores, a desvelar un gran número de mentiras, y el pueblo ya no volverá a dejarse engañar por mucho tiempo. Este pueblo quiere, a la vez, libertad y bienestar. Es una vil calumnia el presentarlo siempre dispuesto a dar todas sus libertades por un pedazo de pan. Es preciso rechazar esta acusación volviéndola contra los mismos ateos políticos que la han lanzado. ¿No es por ventura el pueblo quien, en todas las crisis, se ha mostrado pronto a sacrificar su bienestar y su vida por los intereses morales? ¿No fue el pueblo quien, en el año 1814, pedía a gritos la muerte antes que ver al extranjero en París? Y, con todo, ¿qué necesidad material lo empujaba a semejante acto de abnegación? En el 1° de abril tenía el mismo pan que ya poseía el 30 de marzo.

Y, al contrario, esos privilegiados que, según la común supo- sición, eran tan fáciles de conmover por las grades ideas de patria y honor, a causa de la exquisita sensibilidad que deben a la opulencia, habrían podido calcular, mejor que nadie, las funestas consecuencias de la invasión extranjera. Pero, ¿no fueron acaso ellos quienes enarbolaron la escarapela blanca en presencia del enemigo y besaron las botas de los cosacos? Y pensar que unas clases que aplaudieron el deshonor del país, que sacrificarían mil años de prosperidad, de libertad y de gloria por tres días de reposo conquistado con infamia deban tener en sus manos el núcleo exclusivo de la dignidad nacional! Como sea que la corrupción les ha embrutecido, no son capaces de ver en el pueblo sino apetitos brutales; y ello a los fines de arrogarse el derecho de servirle los alimentos imprescindibles para conservar su vida vegetativa de animal que ellos están explotando.

No fue el hambre quien empujó, en julio, hacia la plaza. pública a los proletarios; éstos obedecían a sentimientos de una elevada moralidad, al deseo de redimirse de la servidumbre a través de un gran servicio prestado al país y, sobre todo, ¡al odio a los Borbones! En realidad, el pueblo no ha reconocido jamás a los Borbones; ha estado incubando el odio que siente hacia ellos por espacio de quince años, aguardando en silencio la ocasión para vengarse; y, en el momento en que su mano potente ha roto el yugo que le oprimía, ha creído ser igualmente su deber rasgar los tratados de 1815. La verdad es que el pueblo es más profundamente político que los hombres de Estado; su instinto le decía que una nación no tiene ningún porvenir si su pasado está sometido al peso de una vergüenza que no ha sido lavada. ¡La guerra, pues! Pero, ciertamente, no para empezar nuevas y absurdas conquistas, sino para levantar nuevamente a Francia contra la prohibición, para restituirle el honor, primera condición para la prosperidad: ¡la guerra!, para demostrar a las naciones europeas, nuestras hermanas, que, sin conservar rencor alguno por los errores, fatales para nosotros y para ellas, que las condujeron, en armas, en 1814, hasta el corazón de Francia, somos capaces de vengarlas a ellas y a nosotros mismos, castigando a los reyes felones y ofreciendo a nuestros vecinos la paz y la libertad. Esto es lo que exigían treinta millones de franceses que han deseado con entusiasmo la nueva era.

Y esto es lo que debió ser el resultado de la revolución de julio, que estalló para completar nuestros cuarenta años revolucionarios. Bajo la república, el pueblo había conquistado la libertad al precio del hambre; el imperio le había otorgado una especie de bienestar, despojándolo, empero, de su libertad. Ambos regímenes fueron rapaces de volver a levantar, gloriosamente, la dignidad cara a los demás países, primera necesidad de toda gran nación. Todo ello se acabó en 1815, y aquella victoria del extranjero duró quince años. ¿Qué fueron, pues, los combates de julio sino la revancha de aquella larga derrota y la conspiración de nuestra nacionalidad renacida? Y, representando, toda revolución, un progreso, ¿acaso ésta no debía garantizar el completo disfrute de unos bienes que hasta entonces sólo habíamos conseguido de modo parcial y devolvernos, en suma, todo cuanto habíamos perdido con la restauración?

!Libertad!, ¡bienestar, ¡dignidad exterior! éste era el lema escrito en la bandera plebeya de 1830. Pero los doctrinarios leyeron: ¡Conservación de todos los privilegios! ¡Carta del 1814! ¡Casi-legitimidad! En consecuencia, éstos, en el interior, han dado al pueblo la servidumbre y la miseria, y en el exterior, la infamia. ¿Es que los proletarios no se batieron más que por el cambio de la imagen grabada en las monedas, que, por otro lado, tan raramente les es dado contemplar? ¿Tan grande es nuestro deseo de tener medallas nuevas que nos dedicamos a derribar tronos para poder ver satisfecho nuestro capricho? Según la opinión de un publicista ministerial, en julio nosotros habíamos insistido en reclamar la monarquía constitucional, con la variante de Luis Felipe en el puesto de Carlos X. El pueblo, según el mismo publicista, sólo ha tomado parte en la lucha como instrumento de las clases medias; lo cual equivale a suponer que los proletarios son una especie de gladiadores que matan y se hacen matar sólo por divertir a los privilegiados, quienes, terminada la fiesta, aplauden desde las ventanas. El opúsculo que contiene estas estupendas teorías apareció el 20 de noviembre [de 1831]: Lyon ha dado la respuesta el 21(1) La réplica de los lioneses se ha producido tan perentoriamente que nadie ha pronunciado una sola palabra sobre la obra del referido publi- cista.

¡Qué abismo revelan a nuestros ojos los acontecimientos de Lyon! El país entero se conmovió a la vista de aquel ejército de espectros, medio muertos de hambre, que corrían al en- cuentro de la metralla para morir, al menos, de un sólo golpe.

Y no solamente en Lyon, sino en todas partes, los obreros perecen aplastados por los impuestos. Esos hombres, tan or- gullosos poco ha, por una victoria que unía su presencia en la escena política al triunfo de la libertad; esos hombres que sentían la necesidad de regenerar a toda Europa, se debaten ahora en su lucha contra el hambre, que no les deja ni fuerzas para indignarse contra una iniquidad tan grande como la de la restauración. El grito de Polonia, que está exhalando el último suspiro, no ha podido distraerlos de la contemplación de sus propias miserias, y han conservado las lágrimas que aún les quedan para llorar sobre sí mismos y sobre sus hijos. Han sido tantos y tales sus sufrimientos, que les han hecho pron- tamente olvidar el exterminio del pueblo polaco.

He ahí como han dejado a la Francia de julio los doctrinarios. lQuién lo hubiera dicho en aquellos días de embriaguez, cuando vagábamos maquinalmente, con el fusil al hombro, por las calles desempedradas y por las barricadas, aturdidos por nuestro triunfo, henchido el pecho de felicidad, pensando en la palidez del rey y en la alegría de los pueblos al escuchar el lejano bramido de nuestra Marsellesa; ¡quién hubiera dicho que una alegría y una gloria tan grandes habrían de convertirse en luto! ¡Quién hubiera creído, al ver a aquellos obreros de seis pies de alto, a quienes los burgueses, saliendo trémulos de sus escondites,. besaban a porfía los harapos, y, con sollozos de admiración, exaltaban su desinterés y su coraje; quién hubiera creído que aquellos hombres habían de morir de inanición sobre aquel mismo empedrado que habían con- quistado, y a quienes sus admiradores habían de llamar más tarde la plaga de la sociedad!

¡Sombras magnánimas!, gloriosos obreros, cuya mano moribunda fue apretada por la mía en señal de adiós sobre el cam- po de batalla, cuyo rostro agonizante cubrí con andrajos: moristeis felices en el seno de una victoria que debía de redimir a vuestra clase; y, seis meses más tarde, yo vi a vuestros hijos en el fondo de las oscuras prisiones, y todas las noches me dormía sobre mi petate al murmullo de sus gemidos, envuelto por las imprecaciones de sus verdugos y por el silbido del látigo que imponía silencio a su clamor.

Señores, ¿no veis alguna imprudencia en esos ultrajes dirigi- dos contra unos hombres que dieron prueba de su fuerza y que ahora se encuentran en una situación peor que la que les empujó al combate? ¿Es prudente hacer saber al pueblo que, con su moderación en el triunfo, se ha engañado a sí mismo? Si es verdaderamente cierto que no se necesita ya de la mag- nanimidad de los proletarios, ¿se puede por ello, con toda seguridad, exponerse a hallarlos algún día desprovistos de compasión? Parece ser que no se adoptan más precauciones contra las venganzas populares que la de exagerar anticipa- damente el cuadro que éstas van a ofrecer, como si tales exa- geraciones -las imaginarias representaciones de asesinatos y de saqueos- fuesen el único medio de conjurar la realidad. Es fácil apuntar la bayoneta al pecho de unos hombres que han restituido sus armas después de la victoria.

Menos fácil será el cancelar el recuerdo de aquella victoria. Dieciocho meses se han necesitado para reconstruir, pieza por pieza, lo que fue derrumbado en veinticuatro horas, y los dieciocho meses de reacción no han destruido todavía la obra de tres días. Ninguna fuerza humana sería capaz de reducir a la nada elhecho llevado a cabo. Preguntad a quien se lamentaba de un efecto sin causa si cree verdaderamente que pueden existir causas sin efecto. Francia concibió, en un abrazo sangriento, eis mil héroes; puede que el parto sea trabajoso y doloroso, pero los flancos son robustos, y los doctrinarios envenenadores no la harán abortar.

Os habéis apoderado de los fusiles de julio. Sí, pero los pro- yectiles salieron ya de sus bocas. Cada una de las balas de los obreros parisinos está dando la vuelta al mundo, va dando, sin tregua, en el blanco, y seguirá batiéndolo mientras quede en pie un solo enemigo de la libertad y de la felicidad del pueblo.

 

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Los jurados, después de tres horas de deliberación declararon, por unanimidad, inocentes a todos los procesados.

El señor Delapalme, fiscal general, pide para el acusado Blanqui una pena correccional por diversos pasajes de su defensa

El presidente: ¿Tiene el acusado Blanqui algo que objetar? Blanqui: -Afirmo que esta petición del fiscal es inconcebible. No puedo hablar sobre ello seriamente. .. Me estoy riendo... pero, en verdad, de un modo singular. Si verdaderamente dijera todo lo que en estos momentos siento, provocaría, con toda seguridad, nuevas peticiones del fiscal... Así, pues, no añadiré a lo dicho más que unas pocas palabras. El 29 de julio yo entré aquí a la cabeza del pueblo en armas... Con la punta de las bayonetas rompimos las flores de lis, que vuestros ojos buscan inútilmente en esta sala... ¿Creéis que nuestras bayo- netas se volvieron contra vanos emblemas?... No... ; se vol- vieron contra los magistrados y los provocadores que habían estado ensuciando por espacio de quince años estos sillones con su presencia... Creíamos haber purificado el templo de la justicia. Nos hemos engañado. En esto, como en todas las demás cosas, ha resultado falsa la revolución de julio…; pero el recuerdo de aquellas jornadas servirá de lección.

 

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El tribunal, despues de haber estado deliberando durante un cuarto de hora, se pronunció como sigue contra el acusado:

"En cuanto afecta a Louis-Auguste Blanqui, considerando que se ha hecho culpable de haber intentado perturbar la paz pública excitando el desprecio y el odio de los ciudadanos contra numerosos órdenes de personas, que él ha mencionado de vez en cuando con el nombre de "ricos privilegiados y burgueses", en diversos pasajes del discurso citado, y particularmente en los siguientes:

"Sí, es la guerra entre los ricos y los pobres; los ricos la han querido, porque ellos son los agresores".

"Los privilegiados viven con la magnificencia del sudor de los pobres. La Cámara de los diputados, máquina que estruja sin piedad a 2,5 millones de campesinos y 5 millones de obreros, para chuparles toda la sustancia, que va siendo transfundida en las venas de los privilegiados".

"Los impuestos, rapiña de los ociosos y menoscabo de las clases laboriosas Quién hubiese podido pensar que los burgueses llegarían a llamar a los obreros la plaga de la. sociedad". [Como habrá observado el lector, los pasajes citados en la sen- tencia del tribunal aparecen mutilados y casi todos modificados.] Delito previsto en el art. 1 de la ley de 17 de mayo de 1829, art. 10 de la ley del 25 de marzo de 1822. Condena a Louis-Auguste Blanqui a un año de prisión y a 200 francos de multa".

Un jurado: -Esto es abominable. Ya no existe la institución del jurado popular; no vale la pena de hacernos venir aquí.

 


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